Crueldad, humor y melancolía piadosa

28 dic. 2012 - oro, la obra maestra de Jean Renoir. En esa película, Anna Magnani interpreta a una actriz italiana, Camila, que conquista a un virrey español ...
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Viernes 28 de diciembre de 2012 | adn cultura | 3

CróniCas de la selva

Crueldad, humor y melancolía piadosa Un poemario irreverente levantó murmullos de inquietud en el auditorio del Museo del Libro y de la Lengua; la Commedia dell’Arte casa muy bien con las carnes argentinas Hugo Beccacece | Para la nacion

“Q

uedé tilinga”, dijo la poeta Carmen Iriondo en la presentación de su poemario intitulado precisamente Tilinga. Ese efecto perturbador fue el resultado de los comentarios elogiosos que el escritor Arturo Carrera hizo sobre el libro de poemas. La concurrencia que colmaba el auditorio del Museo del Libro y de la Lengua aplaudió con entusiasmo el hermoso texto de Carrera, pero una parte reaccionó con un murmullo de inquietud cuando Iriondo anunció que iba a leer una poesía de título provocador: “Oligarca”. Los versos “Oligarca te voy a reventar esa carita imbécil/ y si seguís te tiro por las rejas de tu casa paqueta/ para que te ensartes como el hijo de Romy Schneider” provocaron el efecto del ajenjo bebido entre una paliza y otra. Crueldad, humor y melancolía piadosa. ¿Quién de la concurrencia que hubiera visto las películas de Schneider cuando se estrenaron no recordaba que en 1979 se suicidó el primer marido de Romy, y ese mismo año ella se separó de su segundo esposo, Daniel Biasini, y, en 1981, David, el hijo de Romy y Meyen, se accidentó tal como cuentan los versos de Iriondo y murió? Era inevitable que una voz cinéfila precisara en sordina: “¡Tan linda y tan desdichada!”. Por Romy, claro, a la que le tocó el turno de salir de escena en 1982, con una sobredosis de alcohol y barbitúricos. La estrofa final de la poesía, con la misma endiablada mezcla de gracia, sadismo y talento, tampoco ahorró angustias y ferocidad: “Oligarca, contá que te colgaban pastillas de alcanfor/ del cuello para que no te lleve la epidemia de polio./ Y de ahora en más, como no tenés cuaderno para escribir, lo que viste no se puede decir. ¿Oíste?”. Una señora le musitó a su vecina: “Qué divertido, ¿no?”. La otra respondió: “¿Te parece?”. Carmen terminó el acto agradeciendo a Pablo Larreta, el escultor y fotógrafo (Time Lost, espléndido libro de fotografías), su esposo desde hace treinta años, al que

ella calificó de “mi actual compañero” como hizo siempre para indignación de sus familiares de otra generación que no entendían por qué ella se empeñaba en preferir la exactitud de los sentimientos a una fórmula convencional como “marido”. “Qué buenas son estas obras en tres actos que te permiten comer un churrasco entre los intervalos y después volver al teatro.” Sagaz comentario de Teresa Anchorena a Edgardo Cozarinsky en una parrilla cercana al San Martín la noche del estreno de Arlequín, servidor de dos patrones, la obra de Goldoni que la compañía del Piccolo Teatro de Milano representó en Buenos Aires sólo dos veces. Es cierto que hoy los directores prefieren fusionar dos o tres actos en uno por temor a que el público se les escape, sin regreso, en los intermedios. No les importa que los espectadores se revuelvan en sus asientos acuciados por la postura o por meras –pero a menudo impostergables– necesidades naturales. El conjunto italiano no tenía esos temores. Contaba con la actuación magistral de Ferruccio Soleri, a la vez responsable de la puesta en escena, al que el público le consagró un aplauso sostenido y numerosos bravos. La paleta del vestuario y de la escenografía recordaba, en tonos más serenos, las secuencias de la Commedia dell’Arte en el film La carroza de oro, la obra maestra de Jean Renoir. En esa película, Anna Magnani interpreta a una actriz italiana, Camila, que conquista a un virrey español en Perú: alterna los vestidos negros de la vida real con los rombos multicolores del personaje de Colombina. ¿Cómo alguien puede aburrirse con excelentes actores y las formas y colores de la Commedia, sobre todo si intercala un bife de lomo para restaurar fuerzas? La puerta estrecha (pero sin ninguna alusión a la novela de André Gide) protegida por una reja y custodiada por un hombre corpulento, todo él vestido de negro, y con cara deliberadamente seria, podría haber sido la de un aguantadero de

Una actuación magistral para arlequín, servidor de dos patrones ferruccio soleri actor

El libro de poemas tilinga recibió aplausos del público y comentarios elogiosos de arturo carrera carmen iriondo PoEta

la mafia en una película estadounidense o la sede de cualquier actividad ilícita. Pero no había que hacerse ilusiones. Todo era legal y cool. La acción transcurría en Costa Rica al 4600, durante el anochecer del sábado pasado. Uno debía dar su nombre y el guardián del tesoro verificaba con sigilo si ese nombre figuraba en la lista de invitados. Después abría la reja y uno se enfrentaba a un mundo por completo distinto del que hacía presumir la fachada. Era un club privado (nada de carteles o avisos en la entrada) con barra, muebles de moda en los distintos Palermos porteños, y un ventanal que daba a un profundo patio jardín cuyas paredes laterales estaban cubiertas por enredaderas. Del lado derecho, una piscina de aguas verdes iluminaba la penumbra creciente. Del lado izquierdo, había otra barra, bancos, sillas y sillones que llegaban casi hasta el final del terreno. La concurrencia era muy joven, escritores, músicos, cineastas primerizos, críticos. Las mujeres, lindas y bien vestidas. Los hombres, más bien descuidados, como impone el chic actual. Era la fiesta de fin de año de Los Inrockuptibles. A la entrada, el editor y escritor Matías Capelli (Frío en Alaska, Trampa de luz) oficiaba de simpático anfitrión. Acababa de llegar de Francia, después de un tour europeo: Dresde, Berlín, Budapest, Praga, París y la Champagne. “En la Champagne, fui a un residencia para escritores donde me quedé unas dos semanas. Éramos seis personas de distintos países. Estaba sobre el Sena. Muy cerca había un pueblito. Era ideal para escribir porque estábamos aislados en medio del campo. Como quería escribir una serie de cuentos, más bien de nouvelles por la extensión, ocupé casi todo el tiempo en eso. No hice el circuito de las bodegas, apenas si me llevaron a una. En París, fui a visitar el café de Tournon, frente a los jardines del Luxemburgo, el que frecuentaba Joseph Roth. En la fachada, hay una placa que lo recuerda. Al Tournon, después de la guerra, iban los expatriados negros James Baldwin y Richard Wright. Duke Ellington tocaba allí con su banda. Todo un programa literario en un solo lugar.” C