Un país con sobredosis de crueldad

19 mar. 2014 - este revanchismo anterior a lo que aparez- ca enfrente, ha sido el modus operandi del poder durante todos estos años. De mane- ra que la ...
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OPINIÓN | 23

| Miércoles 19 de Marzo de 2014

algo más que delincuencia. Narcos, patotas gremiales, barras brava; los episodios de violencia sin control ocurridos en las

últimas semanas muestran la fractura de una sociedad a la que el poder ha proveído de justificaciones para quebrar la ley

Un país con sobredosis de crueldad Enrique Valiente Noailles —PARA LA NACIoN—

Viene de tapa Una vez en el piso, como hienas rodeando su presa, intentaron robarle la prótesis de una pierna ortopédica que llevaba. La escena es impactante. No menor a ello fue la saña con que barras de Quilmes golpearon a un hincha que yacía en el suelo totalmente inconsciente, en el marco de una pelea entre facciones. En un tercer caso al azar, puede observarse un video en el que tres jóvenes que integraban una patota fueron detenidos por la Policía Metropolitana, luego de que su víctima fuera golpeada en el suelo mientras se le robaba sus pertenencias. En el ataque y los golpes participaban también mujeres. La sobredosis de crueldad de las imágenes anteriores conmueve tanto o más que los episodios delictivos de base. Porque en ellas hay un componente de gratuidad no reductible a la racionalidad y a la ecuación finalmente económica que subyace a la delincuencia. El otro, como tal, ha alcanzado el grado cero del valor, y no deja de advertirse, incluso, cierto gozo en mostrar públicamente esa concepción. Hay algo más que delincuencia: en cada caso parece tratarse de un odio preexistente en busca de un objeto. Es decir, un estadio de violencia anterior a todo rostro es lo que estamos viviendo. No puede dejar de señalarse que este detestar a priori, esta conversión rotativa e impiadosa de cualquiera en un enemigo, este revanchismo anterior a lo que aparezca enfrente, ha sido el modus operandi del poder durante todos estos años. De manera que la grave exclusión social que vive la Argentina desde hace años se encuentra espolvoreada hoy no sólo por una inflación del 40% anual, sino por estos valores de fractura social. Adentrándonos algo más en estas formas de ferocidad y en estos sobreagregados al delito, lo que puede observarse es una inédita y profunda forma de desinhibición. Sucede como si el barniz civilizatorio que nos protege del estado de naturaleza se estuviera descascarando. Porque para una sociedad con una poderosa tendencia a la anomia y la inobservancia de las normas, los últimos años han servido como un relajador adicional de hábitos, como un borroneo deliberado de las fronteras de lo legal, como un salvoconducto para pasar

negro de la política. Consignaba hace unos días la nacion uno de los spots con recomendaciones que prepara el Gobierno para los argentinos que asistan a la Copa del Mundo y que se pasará en tandas televisivas: “En caso de poseer causas penales en trámite, gestionar el permiso del correspondiente tribunal actuante para salir del país, llevando copia del testimonio”, aconseja. No vaya a ser que estos “maravillosos tipos parados en los paravalanchas con las banderas”, como los describió la Presidenta, encuentren algún contratiempo para salir del país. Es, nuevamente, apenas un ejemplo, pero si nuestro Estado usa y avala estas fuerzas de choque, si se las legitima desde adentro de la institucionalidad, estamos volviendo a las prácticas del pasado, en el que aprendimos que, cuando el Estado no respeta, la ley genera un daño muy superior que cuando no la respeta un individuo. La red de protección mutua entre política, fútbol, sindicalismo y policía, en este caso, muestra que parte de nuestra dirigencia institucional ha

por encima del derecho de los demás. Se nos ha proveído de los eufemismos justificatorios para quebrar la ley y de las interpretaciones que sirven de apoyo para hacerlo. En este sentido, sucede como si a un adolescente, con su natural tendencia al descontrol, se le hubieran facilitado altas dosis de alcohol. Ahora bien, ¿son aquellos fenómenos mencionados al inicio casos aislados o, por el contrario, vistos a través del microscopio, son las células de una tendencia más amplia? Por poner sólo un ejemplo, ¿es casual que la familia Ciccone haya denunciado el trato “bestial, deleznable y cruel” de nuestro vicepresidente, adjetivos que podrían emparentarse con los que merecen aquellas situaciones? Probablemente no, ya que en términos contextuales y políticos la desinhibición de la conducta pareciera estar pasando a ser una norma. En relación con la ley, nuestra democracia continúa involucionando hacia un estadio precopernicano. No nos decidimos a girar alrededor de ella. La era alfonsinista, con todos sus errores, soñaba aún con su respeto, y su líder encarnaba esos valores. Hoy apenas se advierten los restos fósiles de una era que se proponía, en 1983, convertir a la ley en su principio rector con el Estado como fuente y garante de ese proceso. A partir de la década menemista, se abrieron las compuertas de una corrupción masiva y de una degradación adicional de la ley, que la kirchnerista perfeccionó, dándole un soporte interpretativo y un relato justificatorio. A una sociedad normalmente inclinada a transgredir y con alta tolerancia social a ello, se le ofreció un narcótico perfecto para terminar de desinhibirse. Para ponerlo en una imagen cambiaria, al habitual mercado blanco y negro de los comportamientos, se le adicionó el contado con liquidación, es decir, el comprobante, el elemento justificatorio para ir más allá de lo permitido. Lo que estamos observando en este tiempo, entonces, no es un grado adicional de violación de la ley, sino su fase exponencial. A lo que se agrega el retorno a otro estadio peligroso, porque asistimos a la implosión ideológica y práctica de la ley desde adentro mismo de su lugar de representación. El Estado es hermano del delito y tiene vínculos incestuosos con él. No hay más que ver el caso paradigmático de los barrabravas, cuya verdadera definición es la de ser mercenarios, fuerzas de choque y empleados en

Es como si el barniz civilizatorio que nos protege del estado de Naturaleza se agrietara desembocado en una fase descarnada dentro de este proceso de desinhibición de fondo en curso. Podemos observar, entonces, que no sólo los delincuentes comunes están dispuestos a todo. Lo que está ocurriendo, en suma, tiene riesgos diversos que deberán ser atajados a tiempo. Por un lado, el de insensibilizar y elevar el umbral de naturalización de esa perversión comunitaria que es la violencia. Por otro, que se vaya creando la semilla secreta de una reacción pendular, bien expresada en el cartel que se vio hace poco en una marcha por la inseguridad en Lanús: “Los derechos humanos son para nosotros, no para los chorros”. Y, finalmente, que se plasme el riesgo mayor: el de una frustración colectiva frente al vale todo, que lleve a desinhibir a quienes aún no se comportan de ese modo, con la posibilidad de extender esta práctica a todos los niveles. Y eso equivaldría a multiplicar el germen de una metástasis mafiosa a escala mayor. © LA NACION

¿Son los reincidentes más peligrosos? Ernesto Schargrodsky —PARA LA NACIoN—

E

l nuevo anteproyecto de Código Penal, elaborado por un grupo de juristas y legisladores y actualmente en consideración del Poder Ejecutivo, introduce una serie de cambios importantes en las normas penales vigentes en nuestro país. Uno de los cambios más trascendentes radica en el tratamiento de la reincidencia. El actual Código Penal castiga la reincidencia al establecerla como un agravante que impide el otorgamiento de la libertad condicional. El nuevo anteproyecto plantea eliminar el agravante de la reincidencia a partir de una interpretación amplia del principio de que nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo hecho (non bis in idem). Según esta visión, al tratar en forma más severa a un reincidente que a quien delinque por primera vez, el Código vigente estaría volviendo a condenar a un delincuente por delitos anteriores ya juzgados. Efectivamente, aquí y en otros países hay discrepancias doctrinarias importantes entre los juristas respecto de si ponderar la reincidencia como agravante viola o no ese principio. Este debate irresuelto es importante, pero no debería ser el único aspecto en cuestión. Legisladores y jueces también están obligados a considerar los derechos del conjunto de la población argentina, es

decir, de las potenciales víctimas de la inseguridad. Esta nota busca proveer evidencia sobre la reincidencia criminal que contribuya a la deliberación sobre este punto de la reforma del Código Penal. El sistema penal intenta reducir el número de delitos a través de dos mecanismos básicos: la incapacitación y la disuasión. En primer lugar, el sistema penitenciario reduce mecánicamente el número de delitos al incapacitar a los delincuentes a través del encierro. En esta lógica, si la reincidencia predice una mayor propensión delictiva, no otorgar el beneficio de la libertad condicional estaría justificado por la necesidad de incapacitar por un período más prolongado a quienes tienen esa mayor propensión. Por otro lado, el sistema penal induce a que algunos potenciales delincuentes no cometan delitos por miedo a ser castigados. En esta lógica, si la reincidencia señala una mayor propensión delictiva, la penalización adicional estaría justificada por la necesidad de contrarrestar con una disuasión más fuerte esa mayor propensión a delinquir. ¿Pero es verdad que haber cometido un delito en el pasado pronostica una mayor probabilidad de delinquir en el futuro? La mejor forma de responder esta pregunta no es a través de conjeturas teóri-

cas, sino con evidencia empírica objetiva. En un estudio sobre reincidencia criminal publicado por el Journal of Political Economy, analizamos junto con Rafael Di Tella la reincidencia de sujetos liberados luego de haber estado privados de su libertad en cárceles o bajo el régimen de monitoreo electrónico en la provincia de Buenos Aires. Comparando una muestra aleatoria de adultos excarcelados desde 1998 hasta 2007 con similar edad (hasta 40 años), similar fecha y duración de la detención, mismo delito y mismo estatus judicial, encontramos que la tasa de reincidencia posterior de quienes ya habían estado presos en el pasado alcanzó un 39,5%, duplicando la de los que finalizaban su primera experiencia carcelaria, entre quienes reincidió un 19,7% (estas tasas de reincidencia se refieren sólo a delitos que llevaron a un reingreso en el Servicio Penitenciario Bonaerense, no a aquellos que no fueron detectados o penalizados, o que ocurrieron en otra jurisdicción). El estudio también muestra que el propio sistema de monitoreo electrónico, respecto del encarcelamiento, puede contribuir a reducir la reincidencia. Al evitar las horribles experiencias carcelarias actuales, la alternativa de la detención domiciliaria bajo monitoreo reduce la

reincidencia en más de 11%. Por otro lado, dentro del sistema de monitoreo, los reincidentes muestran una tasa de evasión de 34,6%, mientras que se evadió un 14,2% de los encarcelados por primera vez. Sin embargo, ignorando la mayor tasa de criminalidad y evasión de los reincidentes, y basándose justamente en el mismo criterio del nuevo anteproyecto de Código Penal, por el cual delitos anteriores no pueden restringir el otorgamiento de un beneficio por un nuevo delito, un juez otorgó en 2007el beneficio de la pulserita electrónica a un reo que había sido condenado en el pasado por homicidio y violación (delitos por los que había obtenido la libertad anticipada por el beneficio del 2 por 1). Luego de ser excarcelado con la pulserita, este individuo evadió el monitoreo y asesinó a una familia entera (incluyendo dos niños de 8 y 11 años) en julio de 2008 en el episodio conocido como la Masacre de Campana. Este lamentable y evitable episodio llevó a la declinación del sistema de monitoreo electrónico en la provincia de Buenos Aires, desperdiciando los promisorios beneficios del sistema de pulseritas, hoy en fuerte expansión, abaratamiento y modernización en diversos países del mundo. Nuestro estudio muestra que el sistema de monitoreo electrónico era provechoso para evitar el efecto “criminogénico” de la

cárcel sobre los nuevos delincuentes, pero al mismo tiempo, mostraba que los ya reincidentes debían ser excluidos de este beneficio. Según nuestras estadísticas, la propensión a cometer nuevos delitos de los reincidentes es tan alta que cuando se la extrapola al total de la población criminal uno puede predecir que esta modificación del Código Penal expondría a la población a un número fenomenal de nuevos delitos. A su vez, y crecientemente, las víctimas serán los más desposeídos, pues quienes puedan solventarlo se protegerán contratando diversas formas de seguridad privada. Eso ya ocurre hoy: al momento que escribo estas líneas hay manifestaciones en reclamo de seguridad en Valentín Alsina, no en Recoleta. Nuestra evidencia, que coincide con otra serie de estudios científicos internacionales, muestra una propensión significativamente mayor a cometer delitos de quienes ya los cometieron en el pasado. Un Código Penal que ignore esta realidad y trate a reincidentes y no reincidentes por igual será inútilmente severo con los no reincidentes y expondrá a toda la sociedad a la mayor criminalidad de los reincidentes. © LA NACION

El autor es rector de la Universidad Torcuato Di Tella

libros en agenda

Richard Ford, una novela de vida Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—

A

lgo hay que saber de la felicidad y de la muerte para escribir una novela como Canadá (Anagrama). Y por supuesto, hay que tener los recursos literarios que sustenten las quinientas páginas. Su autor, Richard Ford, a menudo emparentado con Hemingway o Faulkner, cobra aquí un vuelo literario distinto, audazmente afectivo. La historia comienza con una incongruencia. ocurre lo impensable en el seno de una familia organizada y aparentemente dichosa. Algo que vuelve a seres queridos y próximos unos auténticos desconocidos. En este caso, se

trata de los padres de Dell Parsons, el protagonista, y de su hermana melliza Berner. Luego de presentados los personajes con la sutileza de rasgos propia de Richard Ford (madre: “Una mujer menuda, introvertida y tímida, apartada de la gente, guapa tan sólo cuando sonreía e ingeniosa sólo cuando se sentía completamente a gusto”; padre: “De hombros fuertes, hablador, divertido, percibía que su esposa tenía una mente más sutil que la de él, y que sin embargo él era capaz de complacerla, lo cual le hacía feliz”), ocurre el acto imprevisto: la pareja asalta un banco y terminan en-

carcelados. Los mellizos quedan solos en la casa, absortos y endebles. Así describe el hijo-narrador semejante acontecimiento: “Un puto desastre, sobre el que todo fue amontonándose después”. Dell comienza el aprendizaje del desastre, convirtiéndose en testigo de otros golpes, hasta que consigue construirse una vida yéndose de los Estados Unidos –tierra de “relaciones familiares elípticas”–, y asentándose en Canadá, quizá por el “inevitable desplazamiento hacia el Norte de todas las cosas”. Su hermana melliza, luego de una incestuosa y emotiva despedida, se pierde en los már-

genes de la sociedad (y de la novela). “Sólo se gustaba a sí misma fuera de la vida convencional”, arguye su hermano benefactor. Las quinientas páginas sirven de colchón para caer en un desenlace que aproxima la novela a los mejores momentos de Kurt Vonnegut (Payasadas) o John Irving (Hotel New Hampshire), es decir, al tono ácido y emotivo que alcanza la mejor narrativa estadounidense. El malentendido como fundamento de los lazos familiares y el eterno retorno de hermanos que nunca pierden la esperanza de conocerse realmente. Dell comprende que ha construido una

felicidad condicionada a la desaparición de ciertos hechos y personas y que si éstos retornan, empezaría “a sentir que mi vida entera no sólo estaba amenazada sino en peligro de no haber sido vivida nunca”. ¡Vaya frase de recapitulación! ¿Qué es vivir la vida? ¿El miedo a la muerte no debería revertirse por una mirada hacia atrás en busca del concepto de una vida? Eso es lo que enseña Dell a sus alumnos de literatura: el concepto de una vida que se puede encontrar en una novela. Como el que encontramos en esta última entrega de Richard Ford.© LA NACION