El principio de la crueldad

27 mar. 2011 - colmo, Isabel resultó la única persona a quien en los últimos 70 años le tocó .... Sin palabras por Alfredo Sábat |. @evnnoailles. John Deering ...
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ENFOQUES

I

Domingo 27 de marzo de 2011

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| Humor |

Bob Gorrell / de EE.UU. El liderazgo de Obama

John Deering / The Arkansas DemocratGazette, de EE.UU. –Sea lo que fuera, parece que tampoco ha sido utilizado en mucho tiempo.

Jerry Holbert / The Boston Herald, de EE.UU. Se abrió la temporada de caza de patos

La dos

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| Punto de vista |

| Sin palabras por Alfredo Sábat |

| Fuera de foco |

Un sindicalista en la fórmula presidencial

La extraña belleza de la guerra

PABLO MENDELEVICH

FRANCISCO SEMINARIO

PARA LA NACION

LA NACION

Lo de los vices sindicales ya hizo furor hace cuarenta años. No es una idea original de nuestros gremialistasempresarios ni se inspira en el concepto del doble acoplado. Sin embargo, cuando Hugo Moyano habla de ahorrarle a Cristina Kirchner el casting para elegir compañero de fórmula jamás evoca los antecedentes, a lo mejor porque piensa que no lo auxilian. Algo de razón tiene. Por empezar, con Perón el sindicalismo jamás tuvo aire para terciar en la confección de la fórmula presidencial. De las cinco veces que el general nominó vicepresidente, tres recayeron en políticos sin ambiciones, una en un militar y otra en su propia esposa, a condición, eso sí, de que la esposa fuera la tercera, no la segunda. En 1951 Perón descartó a Eva. Dejó pasar 22 años y entronizó a Isabel. Así surgió de una vez la fórmula Perón-Perón, fórmula cacofónica como ninguna, lo que no quiere decir redundante (para colmo, Isabel resultó la única persona a quien en los últimos 70 años le tocó demostrar la utilidad de la vicepresidencia). El sindicalismo peronista quería en 1973 que la fórmula fuese Perón-Cafiero. En las otras cuatro oportunidades los políticos fueron tres, porque a Hortensio Quijano, vicepresidente de Perón durante la primera presidencia, el general le ordenó permanecer en el puesto para la segunda, orden que la salud de Quijano desoyó. La CGT de entonces no quería poner un hombre propio en la fórmula: pretendía a Evita de vice y clamó por ello a viva voz, en vano. Evita, enferma, “renunció” al convite unilateral de la CGT. Fue entonces cuando Perón reconfirmó a Quijano… que también estaba enfermo, tanto que se murió, ya reelecto, antes que Evita. El vice siguiente de Perón fue el almirante Alberto Teissaire, oficializado mediante una elección nacional ad hoc. Y por último está el caso de Vicente Solano Lima, lo contrario de un dirigente obrero, un conservador popular con raíces en la “Década Infame” a quien el líder engarzó con Héctor Cámpora. Nunca admitió el peronismo, mucho menos los conservadores o los radicales, un vicepresidente del sector trabajador (cualidad que Cristina Kirchner confundió en el acto de River, frente a Moyano, con haber trabajado, como ella, “desde los 18 años”). Pero varias provincias hicieron el experimento en los 70 y resultó traumático. En general, los vicegobernadores pretendían imponerles ministros e ideas a los gobernadores, quienes resistían. El caso más estruendoso fue el de Victorio Calabró, dirigente metalúrgico situado en las antípodas del gobernador Oscar Bidegain, a quien sustituyó por decisión de Perón luego de que el ERP atacara el Regimiento de Azul. Como gobernador, Calabró terminó su carrera política ejecutando un papel poco claro durante la tramitación del golpe de Videla. El movimiento obrero nunca más lo quiso recordar. Las fórmulas, como lo muestra la historia, no funcionan bien cuando se las concibe a partir de repartos de cuotas de poder. A nivel nacional, se supone que el suplente, además de presidir el Senado, tiene la misión de estar por si el titular deja de estar, eventualidad en la que debe continuarlo. Pero en la cultura política argentina ese es un tema tabú, agrandado tras la bulliciosa coexistencia de la presidenta Kirchner con el “traidor” Julio Cobos.

La guerra de Vietnam nos dejó, entre otras muchas, la imagen conmovedora de Kim Phuc, de nueve años en 1972, corriendo desnuda sobre el asfalto, alejándose del fuego entre lágrimas y gritos de dolor. Su ropa se había quemado unos instantes antes de que el fotógrafo Nic Ut tomara esa foto eterna, de una belleza que da vergüenza admitir, y posible solo porque aviones del Sur bombardearon con napalm el poblado de Trang Bang. La ocupación soviética de Afganistán nos dejó, también entre otras muchas imágenes sobrecogedoras, los ojos verdes de felino asustado de Sharbat Gula, una huérfana de la guerra que había llegado como refugiada a un campo al otro lado de la frontera, en Pakistán. Allí fue captada por la lente de Steve McCurry en una foto que National Geographic publicó en tapa en junio de 1985, y que quedará para siempre. Tiananmen nos dejó la imagen simple, perturbadora, de un joven frente a un tanque. El 11 de septiembre, esos aviones que se incrustan como cuchillos en la estructura de metal y vidrio de las Torres Gemelas. Y la guerra en Irak aquellas otras imágenes, impactantes también, bellas también, aunque no parezca razonable que la belleza sea una posibilidad de la guerra, de una Bagdad iluminada de noche por las bombas que estallaban junto al Tigris. Esa rara belleza, capaz de condensar el drama humano, no pertenece únicamente a la guerra, aunque esto sea así desde que la guerra es guerra y Robert Capa comenzó a fotografiarla. Somalia nos dejó la imagen dolorosa, cautivante, de un niño o una niña, no lo sabemos, en cuclillas, la cabeza enorme apoyada apenas sobre un cuerpo diminuto por el hambre. El terremoto en Haití, imágenes tristes de la desolación, de cuerpos olvidados en las calles y de miles de manos y bocas clamando por agua y comida. Las guerras y los desastres naturales y humanitarios muchas veces nos vienen a la memoria a través de esas imágenes descarnadas, cuya belleza traduce el drama a un código que no es el de la razón. Así también, posiblemente, nos quedarán grabadas muchas de las imágenes que ahora llegan de Japón y Libia: una ola que arrasa una ciudad que parece de juguete, un barco varado sobre un techo, sobrevivientes que miran incrédulos los restos destruidos de su pasado, un reactor nuclear en llamas… Y en el norte de Africa otra vez un desierto iluminado por el fuego y el humo, otra vez un dictador desencajado de furia, otra vez esos rostros entre el sufrimiento y la esperanza, el rencor y el miedo, los tanques quemados sobre la arena, el esqueleto de un bombardero caído. Otra vez la guerra, de una belleza extraña, siempre cautivante. Una belleza que impacta porque cuesta creer que la guerra pueda ser estética, al igual que la destrucción y el dolor. Cuesta creer que no haya ética en la belleza y que el horror y la crueldad, además de rechazo, puedan despertar en nosotros admiración. Pero quizá sea justamente ese el mayor pecado de la belleza, porque a la vez que nos hace partícipes del horror, hace que éste, aun en toda su potencia, sea para nosotros un poco menos intolerable.

© LA NACION

| Prisma |

El principio de la crueldad ENRIQUE VALIENTE NOAILLES PARA LA NACION

Comentábamos hace poco la película de Woody Allen en la cual el cineasta parecía flexibilizar su postura de lucidez extrema frente a la realidad y justificar, o al menos no juzgar, las aproximaciones a ella que, para hacer llevadera la vida, tienden a un autoengaño. Complementando el debate abierto en ese artículo, en el extremo opuesto de esta flexibilización se encuentra un muy interesante pensador francés actual, Clément Rosset. Releyendo su Principio de crueldad, uno se encuentra con una cita de un argentino, que en este caso no es Borges, sino Sabato: “Quiero ser seco y no adornar nada. Una teoría debe ser despiadada y se vuelve contra su creador si el creador no se trata a sí mismo con crueldad”. Este principio de crueldad es refractario a cualquier explicación de la realidad que la edulcore. Para Rosset, cultor de la idea de dicha trágica, la vida de los hombres resiste, a pesar de todo, a las infinitas razones de

hallarla ridícula, miserable o absurda. Pero resiste sólo luego de enfrentarse sin piedad con lo real. Su posición podría sonar algo masoquista: sin conocer lo trágico no es posible conquistar el gozo de vivir. Rosset toma la medicina más amarga de la existencia, como si quisiera vacunarse de antemano contra ella. Bajo el lente de esta “ética de la crueldad”, analiza las filosofías o posturas que atenúan la aspereza de lo real para rescatar sólo aquellas que no la escamotean. Una es la filosofía de la “dicha a pesar de”, la otra es la dicha que radica en la sublimación del pesar. Ahora bien, pensado genéricamente, esto plantea algunos interrogantes. ¿Es preferible la dicha trágica o la ingenua? ¿Qué determina lo genuino de una dicha, su origen o su eficacia? Probablemente no haya una respuesta única a estos interrogantes. Más aún: ¿debe uno ingerir cualquier dosis de “verdad” a costa de la autoaniquilación? ¿Hay que tratarse con la crueldad a la que aludía Sabato? ¿Se trata

de usar siempre la medicina de la “verdad cruel”, ignorando la naturaleza de quien la recibe? La paradoja del mundo es que lo que a unos salva a otros hunde. Tal vez no haya que arbitrar entre una postura u otra. Se trata de encontrar el hábitat que está diseñado para uno y de advertir qué es lo que está dispuesto a aceptar la propia naturaleza. Nietzsche decía que quien no es águila no debe construir su nido sobre abismos. (El propio Rosset entró hace unos años en una depresión profunda.) Nadie debe habitar las zonas que no puede soportar, así como nadie debiera habitar las zonas que, aun siendo soportables, suponen un consciente autoengaño. Tal vez no haya siquiera una elección en esto: hacerse la pregunta es ya haberla contestado. La lucidez necesaria para hacer la pregunta de Rosset no tiene retroceso, aunque lo desee. Y quien no se la hace, no la visualiza ni tiene necesidad de enfrentar el problema que plantea.

@evnnoailles

© LA NACION