Mahoma - Otsiera

cansaban cerca de un manantial, a la sombra de unas acacias del desierto, cuando llegó un mensajero con las nuevas de los últimos acontecimientos.
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FRIDA Y EL SEÑOR LIN

Mahoma

y el libro del Universo

© Equipo de Didactica de CETR (www.otsiera.com)

MAHOMA y el libro del Universo Cuando Samir llegó a casa, le pidió a su abuelo que le volviera a explicar aquello de las estrellas. Como el señor Ibrahim estaba un poco sorprendido por el repentino interés de Samir, el chico le explicó lo del señor Lin y rén. A su abuelo le gustó mucho saber que en China también alguien había pensado que los seres humanos tenían que aprender de los astros, de los mares y de los pájaros. Y le habló de lo que había dicho el profeta Mahoma del Libro del Universo. Y como le gustaba mucho narrar historias, un día fue a la escuela. Esto es lo que contó.

El campamento estaba en calma...

El campamento estaba en calma, la noche estrellada y silenciosa... hasta que los ladridos inquietos del perro ¡alertaron al vigía! Sin perder un instante, saltó sobre su caballo e hizo correr la alarma en todas direcciones. En un santiamén, la actividad devino frenética en cada rincón del campamento, los hombres ensillaban camellos y caballos, se ceñían los sables y los puñales. Dentro de las tiendas las madres protegían a los niños. Pronto el enemigo se dejó ver en el horizonte. ¡Eran los Beni Mostaleq y avanzaban imparables!

No hubo nada que hacer. Les triplicaban en número. Los sables segaron todo lo que se les puso por delante, las tiendas ardían, los gritos y los llantos se oían por doquier... Como la estela del paso de un huracán, tras de la carrera de los Beni Mostaleq sólo quedó muerte y destrucción. Con la primera luz del alba empezó el recuento en el campamento de los Beni Nadir: faltaban veinte camellos, doce mujeres, el rebaño se había dispersado enloquecido, numerosos muertos y heridos… ¡No había familia que no tuviera motivos para llorar amargamente! Los ancianos no tardaron en reunirse para decidir cómo y cuando responderían a aquel nuevo ataque. ¡Su venganza no se haría esperar! Tan seguro como que los Beni Mostaleq responderían, una vez más, y así una y otra vez, en aquella espiral de muerte que duraba desde tantísimo tiempo ya. ¿Quién lo podría parar? Las noticias del combate pronto se propagaron. De Damasco regresaba una caravana conducida por Mahoma. Los negocios habían sido fructíferos. Hombres y camellos descansaban cerca de un manantial, a la sombra de unas acacias del desierto, cuando llegó un mensajero con las nuevas de los últimos acontecimientos. En aquel momento Mahoma no estaba. Se había alejado para estar un rato solo, como hacía a menudo. “¿Cómo acabará esto? ¿Quién ganará?” –discutían entre ellos– “¡Ya se han enfrentado tantas veces!” – ¿Quién crees que obtendrá la victoria? –le preguntaron a Mahoma, cuando volvió entre ellos. Mahoma callaba. Ya estaban acostumbrados a que sus respuestas se hicieran esperar. – ¡Si aprendéis a leer el libro abierto del universo lo veréis muy claro! –dijo finalmente. – Pero, ¿quién ganará? –insistían– ¿No te parece que la tribu de los Mostaleq tiene mejores armas? Nuevamente la respuesta tardaba y ya empezaban a impacientarse. – ¿Quién gana? ¿La Luna que nos guía en la noche o el Sol que ilumina los días? –les preguntó él– Observad y reflexionad, ¡aprended a interpretar los signos del Universo! ¿Qué respuesta era aquella? ¡A menudo sus palabras parecían enigmas! Los otros insistían, pero no consiguieron la respuesta que deseaban.

El abuelo de Samir se detuvo en este punto. Abrió el Corán que había traído consigo, dispuesto a leer algún fragmento...

EN AQUEL TIEMPO... MAHOMA nació en La Meca en el año 570 dC. Era hijo de Abdallah y de Amina. Siendo muy pequeño quedó huérfano. A partir de los seis años vivió con su abuelo Abd al-Muttalib y, después, con su tío Abu Tálib. Ayudaba a vigilar los rebaños de su tío, en las montañas, cerca de la Meca. Aprendió a conocer bien los vientos y las lluvias, pasaba largos ratos observándolo todo con atención. Más adelante, acompañó a su tío en sus viajes comerciales, por tierras de Siria, de Palestina,

No tenía ningún sentido, pensaba Mahoma. El mundo era inmenso, con suficientes bienes para todos, ¿por qué no había paz? Y oraba en su corazón al Creador de tantas maravillas. Aunque tenía mucho trabajo, no dejaba de buscar ratos para pensar y meditar. Tanto es así que el noveno mes de cada año, lo pasaba retirado, solo, en los montes de Hira, unas montañas que conocía muy bien desde pequeño. Ramadán es el nombre del noveno mes del año. En una ocasión, a la edad de 41 años, cuando ya llevaba unos días en la montaña, sucedió algo muy especial. Era de noche y oyó unas palabras, como un mensaje: “Mahoma, tú serás el profeta de Dios, tú serás su voz”. ¿Qué quería decir aquello? Volvió corriendo a casa para contárselo a Khadija. Ella le dijo que confiara y fueron juntos a visitar a un anciano muy sabio. El anciano le dijo que estuviera tranquilo, que las palabras ya llegarían si tenían que llegar. Y así fue: pasados unos meses, llegaron las palabras. En la Meca había un templo cuadrado, la Kaaba (que significa “cubo”), y allí cada familia adoraba a su dios. ¡En su interior había más de trescientos dioses! Mahoma les decía que todas

y más allá; pudo conocer a gentes que vivían y pensaban de distintas maneras. Así es como se convirtió en guía de caravanas. Cuando alguien tenía que transportar sus bienes para venderlos, a través de rutas peligrosas, buscaba a Mahoma. Sabían que se podía confiar en él. Khadija, una viuda que poseía grandes riquezas, le pidió que se hiciera cargo de sus caravanas. Pasado un tiempo se casaron. Mahoma y Khadija tuvieron dos hijos varones (que murieron siendo pequeños) y cuatro hijas. Cada vez que tenía que viajar sufría por su familia. Las luchas entre tribus no cesaban nunca.

las personas formaban una única gran familia, que se tenían que ayudar, que nadie debía maltratar a nadie, ni hacer diferencias. Dios, que había creado el Universo, los había creado a todos por igual, que agradecieran tantas cosas buenas que recibían cada día. Aquel mensaje no gustaba nada a los que mandaban, ni a todos aquellos señores que tenían esclavos. Empezaron a perseguir y a castigar a los que hacían caso de las palabras de Mahoma. La vida en la Meca se hizo muy difícil y peligrosa para ellos. Mahoma llegó a un acuerdo con los habitantes de otra ciudad llamada Yatrib, para poder vivir en ella, en paz. Y emigraron hacia Yatrib. Desde entonces la ciudad de Yatrib se conoce con el nombre de Medina al Nabi, que quiere decir “Ciudad (medina) del profeta”. O, más corto: Medina. Esto pasaba en el año 622. La palabra árabe para decir “emigración” es “hégira”. Y “paz” se dice “salam”: S-L-M, tres letras muy importantes que sirven para decir “salam”, paz, e “islam”, vivir en paz. La hégira fue, pues, el

inicio de la comunidad islámica, o musulmana, que quiere decir: la comunidad de aquellos que viven en paz confiando en Dios. En Yatrib (o Medina) se organizaron como si fueran una gran familia, construyeron un espacio para poder orar juntos, la primera mezquita, y se esforzaban para vivir en paz. Cada vez más gente escuchaba lo que decía Mahoma. La comunidad crecía. Oraban juntos, no hacían diferencias entre las personas y se ayudaban. Cuando ya fueron muchos, en 630, regresaron a la Meca. Los mandatarios de la ciudad no tuvieron más remedio que aceptarlo. La Kaaba dejó de ser la casa de muchos dioses. Se convirtió en un lugar donde recordar y alabar al Dios de Abraham, de Moisés y de Jesús, el Dios del Universo. El profeta Mahoma murió en Medina en el año 632. Pasado un tiempo, todas aquellas palabras que había recitado en nombre de Dios, quedaron recogidas en un libro. El libro fue llamado Corán, que quiere decir “recitación”.

En el Corán encontramos palabras como estas: Dad de lo mejor que tengáis y de lo mejor que saquéis de la tierra. Dad, tal como quisierais ser tratados vosotros. No echéis a perder vuestras ofrendas buscando elogios. Quien así lo hace es como una roca cubierta de tierra. Cae la lluvia y la deja del todo desnuda. En cambio, aquellos que dan lo que es suyo por amor a los demás son como un jardín plantado sobre un cerro; el agua de la lluvia o la del rocío multiplica sus frutos. Corán, texto del capítulo (sura) 2, 263-265

Estas son las palabras que leyó el abuelo de Samir. A decir verdad, casi no miró el libro para nada, ¡se las sabía de memoria! Samir llevaba razón: en algo se parecían a lo que había dicho el maestro Kong.

El libro del Universo En los barcos que surcan los mares para provecho de la gente, en las lluvias que vivifican la tierra, en todas partes hay grandes signos para aquellos que quieren pensar. En la tierra que sostiene todo tipo de animales, en las variaciones de los vientos, en los movimientos de las nubes entre la tierra y los cielos, por doquier hay grandes signos para aquellos que quieren pensar. Grandes signos se esparcen por todas partes, ¡eso sí que es un libro sagrado! ¡Atended a los signos que se extienden por todo el mundo y comprenderéis hacia donde tenéis que dirigir vuestro pensamiento y vuestro corazón! Son un bien y una alabanza la alternancia de la noche y el día, Un canto de alabanza es el vuelo de las aves con sus alas desplegadas, Cada cual conoce su propia manera de alabar, ¡todo en los cielos y en la tierra es alabanza! (Corán, selección de la sura 2)

Entre los hombres y las mujeres puso bondad y amor. ¡Qué signo tan especial para la gente que quiere pensar! (Corán 30:21)

Pero de rén... ¿Cuál era la pista? ¡Todavía no lo veían nada claro!

Esta es la historia que sabía Udhava. Trajo el libro de casa y la leyó en voz alta. Tras escucharla, estuvieron de acuerdo que tenía mucho que ver con lo que había explicado el abuelo de Samir. Y con lo que había dicho Frida. Igual no era, pero… ¡parecido y distinto a la vez!

El rey Yadu y el sabio Avadhuta

Un día el rey Yadu conoció al sabio Avadhuta, que tenía fama de propagar sabiduría y felicidad allá donde iba. “Quien tanto reparte, mucho tiene que tener” –pensó el rey. Y le hizo la siguiente pregunta: – ¡Te saludo, Avadhuta! Tu corazón es grande, tu mente es grande; ¿me podrías decir qué maestro benevolente te ha hecho sabio, en verdad? Y Avadhuta le respondió así: “Oh rey, yo paseo por la Tierra como un espíritu libre que ha recibido la sabiduría de muchos maestros. Te diré lo que he aprendido de la Tierra, del viento, del agua, del océano, de la abeja, de la Luna y del Sol. De la Tierra he aprendido paciencia, he aprendido a ofrecerme como sostén a todos sin esperar ningún reconocimiento. El viento sopla por todas partes, por los prados y los desiertos, por los pantanos y los mares, por los palacios y las prisiones, sin aferrarse a nada, sin mostrar ni preferencia ni rechazo. De él aprendí a ir por todas partes expandiendo la bendición de paz, sin aferrarme a nada. Mi maestro, el viento, me dio esta lección. El agua es dulce y pura, y a todos ayuda, por eso adopté el agua como maestra y de ella aprendí a amar. El océano me enseñó cómo es la persona sabia: clara en la superficie y de una profundidad que nunca se acaba. Esto aprendí de mi maestro, el océano. De la abeja he aprendido a coger sólo lo imprescindible. Así lo hace ella cuando va de flor en flor con tanto cuidado, para no dañarlas. Mi maestra, la abeja, me enseñó a actuar así. La Luna que siempre es redonda y sin cambios, aunque la veamos cambiar, ella me enseñó a mirar más allá de las apariencias. Esto es lo que me enseñó la Luna, mi maestra. También el Sol es mi maestro cada día. Del mismo modo que el Sol con sus rayos, absorbe el agua de la Tierra para volverla a restituir en una nueva forma pura y fresca, así quiero yo usar los elementos de este mundo. Esto es lo que me enseña mi maestro, el Sol.” Al oír estas palabras el rey se dio cuenta que entre mirar y mirar… ¡va un buen trecho! (conversación del rey y el sabio está recogida en el capítulo 11 del Srimad Bhagavatam, un antiguo libro de la India que tiene más de 2500 años)