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El archivista y los empleos imaginarios

6 dic. 2008 - ancho, ocre, espumoso, salpicado de islas, que ha recorrido ya medio continente ... un ave fénix. Cuando aquello empiece a ocurrir, ellos.
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NOTAS

Sábado 6 de diciembre de 2008

I

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MILITANTES DE LA ILUSION CONTRA LA MISERIA EN EL CONGO

El archivista y los empleos imaginarios MARIO VARGAS LLOSA EL PAIS

E

N la ciudad de Boma, capital de este inmenso país cuando se llamaba el Estado Libre del Congo y era propiedad privada del rey de los belgas, Leopoldo II, el señor Placide-Clement Mananga está entregado a luchar a favor de la civilización y contra la barbarie. Esta, para él, no tiene la cara atroz de las violaciones, las matanzas, las epidemias y el hambre que adopta en otras regiones de su país, sino la del olvido. Monsieur Placide estuvo cuatro años de joven en un seminario católico, preparándose para ser cura. Pero el régimen de vida era muy severo y desistió. Tal vez en aquel período de ayunos, privaciones, oraciones y estricta disciplina contrajo el amor por los tiempos idos e intuyó que un país que se rinde a la amnesia histórica se queda tan sin defensas para enfrentar los problemas como esos campesinos de

hace ya muchos años (nadie quiso o supo decirme cuándo). Todos vivían una ficción, ni más ni menos que los personajes de la novela de Juan Carlos Onetti El astillero. Van a trabajar a diario, llenan formularios, tarjetas, actualizan los informes, descansan los domingos. Unos días después, en otro pueblo colonial del Bajo Congo, Mbanza Ngungu, me encuentro con idéntico espectáculo. Allí, la estación es, en verdad, un enorme taller de reparaciones y un depósito de vagones y locomotoras fuera de servicio. El lugar está lleno de operarios, vigilantes, empleados que ocupan todas las instalaciones y circulan de un lado a otro. Se diría que se hallan atosigados de trabajo. Pero los vagones han sido desguazados hace tiempo y las locomotoras son unos esqueletos herrumbrosos sin ruedas ni timones. Este tráfago es una pura representación,

Con orgullo, nos dice: “Esta es la biblioteca de Boma”. Presenta a la bibliotecaria y a sus ayudantes. Pero ¿dónde están los libros?

Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Por eso existe la literatura, escapatoria de los tristes

las alturas congolesas que, cuando bajan al llano, se hallan indefensos ante los mosquitos. El amor de Monsieur Placide por la historia no es arqueológico: está cargado de preocupación por el presente. “Conociendo nuestro pasado –dice–, entenderemos mejor por qué anda el Congo como anda y será más fácil atacar el mal en sus raíces.” Es un hombre suave, muy delgado, servicial, tímido, de maneras elegantes. Tiene un puestecillo menor en la alcaldía y desde hace tiempo recolecta todos los papeles viejos, documentos, revistas, recortes de periódicos y cartas, que tienen que ver con Boma. Junto a su escritorio, apilados en el suelo, están esos materiales que serán algún día el embrión del Archivo Histórico del lugar. Paso un largo rato, distraído del calor pegajoso y las moscas indolentes, examinando legajos, silabarios y catecismos de la época colonial, manuales de buena conducta para señoritas, partidas de defunción, ordenanzas donde se clasifica a los indígenas por razas, etnias y domicilio, carteles con las prohibiciones que se colgaban en el barrio de los colonos y en el de los nativos en esos años en que desembarcaron aquí los europeos, con el fin, según el acuerdo de Berlín de 1885, de acabar con la trata de esclavos y civilizar el país, usando el comercio libre para abrirlo al mundo y hacerlo prosperar. Nada de eso hicieron. Cuando, en 1960, el Congo se independizó, no había un solo profesional congoleño. La esclavitud, aunque encubierta, todavía existe. El comercio jamás fue libre, sino un monopolio de la potencia colonial, que, antes de irse, exprimió sin misericordia sus recursos y a sus gentes. Monsieur Placide es un libro de historia viviente, y recorrer Boma con él es ver transformarse este pueblo pobre, abandonado y triste en la activa y variopinta aldea de sus orígenes, cuando, a fines del siglo

una pantomima en la que participa toda la comunidad. Poco a poco descubro que el Congo entero está atiborrado de ficciones semejantes. Sin ir más lejos, el Aeropuerto Internacional de Kinshasa tiene toda un ala cuyas compañías han desaparecido, y sin embargo los empleados siguen yendo a ocupar sus puestos, mañana y tarde, como antaño. ¿De qué se trata? De un ejercicio colectivo de magia simpatética, parecido al de esos pueblos primitivos que, según cuenta Frazer en La rama dorada, zapatean contra la tierra imitando la caída de las gotas de la lluvia a fin de que así, contagiado, el cielo descargue sus aguas sobre la tierra sedienta. Pero no hay nada primitivo, sino una conducta altamente civilizada en este recurso a la ficción con que millares de congoleños siguen yendo a trabajar, aunque sepan perfectamente que esos trabajos ya no existen. Ellos hacen lo que pueden hacer. No está en sus manos resucitar las locomotoras destruidas ni comprar libros para la biblioteca ni sobornar a las compañías desertoras para que retornen. Pero seguir yendo a sus puestos, contra todo realismo, es una manifestación de esperanza, una manera de resistir la desesperación, de proclamar a los cuatro vientos que hay un futuro, que la vida –el trabajo– volverá a renacer y que el desgraciado país que es el suyo resucitará de sus cenizas, como un ave fénix. Cuando aquello empiece a ocurrir, ellos estarán allí, en la primera fila, dando la batalla de la recuperación. Y entonces, sin duda, recibirán otra vez esos salarios que hace tiempo se esfumaron de sus vidas, al igual que la paz, la seguridad, el sustento y la alegría. Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Por eso existe la literatura, esa escapatoria de los tristes, los nostálgicos y los soñadores. Los congoleños no la leen, la viven.

XIX, los despistados belgas encargaron a constructores alemanes la edificación de estas casas cuadradas, de dos pisos, de madera de pino traída de Europa y de planchas metálicas, que debían convertirlas en hornos a la hora del sol. Todavía están aquí, ruinosas pero en pie, con sus pilotes de piedra, sus largas terrazas, barandas y ventanas enrejadas y sus techos cónicos, formadas en hilera frente al río. Allí está también la primera iglesia, la del Espíritu Santo, diminuta y sofocante, toda de fierro. Pero el cementerio colonial, llamado “de los pioneros”, ha desaparecido bajo la maleza, aunque, de pronto, asoma entre la verdura, llena de barro, la lápida descolorida de un misionero de Lieja, un topógrafo de Amberes o un agente comercial de Bruselas. La mansión del gobernador general, rodeada de frondosos y centenarios baobabs, luce molduras donde, desdibujada, se divisa todavía la efigie de la reina de Bélgica. El panorama del gran río africano, ancho, ocre, espumoso, salpicado de islas,

que ha recorrido ya medio continente antes de llegar hasta aquí y avanza hacia el Atlántico, ancho, poderoso, silente, escoltado por bandadas de pájaros, es deslumbrante. En el primer piso de esta casa que parece a punto de deshacerse como una momia milenaria, monsieur Placide nos conduce a una habitación desnuda, en la que hay sólo dos mesitas, con dos mujeres sentadas ante ellas. No sin cierto orgullo, nos dice: “Esta es la Biblioteca de Boma”. Nos presenta a la bibliotecaria y su ayudante. Pero ¿y los libros? No hay uno solo. Nos explican que están guardados en cajas, en distintos depósitos, pero que algún día se construirán estantes y los libros serán traídos aquí y esta habitación se llenará de lectores. Entretanto, la bibliotecaria y su asistente vienen puntualmente a sus puestos de trabajo, donde pasan las ocho horas reglamentarias. Tienen un sueldo, sin duda tan fantasmal como los libros que administran. No es ésta mi primera experiencia con

A más no poder E

PARA LA NACION

L poder es siempre maligno e infeccioso, y las infecciones que genera suelen ser devastadoras. Y no hace falta ser un ácrata diplomado y ni siquiera un anarquista vocacional para arribar al convencimiento de que el poder político, el poder economicista y el poder pirateril de los mercados son psíquicamente traumáticos, a extremos de perturbar y adulterar la conducta de las personas. “La codicia y otros pecados capitales no son sino infames excrecencias de la seducción que irradia el poder”, opina el profesor emérito Catalejo Peribáñez, autor de Introducción a la hipótesis de que la avidez de poder es condición fenomenológica, diríase que innata, del comportamiento humano, un libro que los estudiantes de sociología de la Universidad de Cambridge tienen obligación de leer. Para su satisfacción, Peribáñez ha observado la persistente tracalada de artículos aparecidos en este diario y que metían el dedo en tan fea llaga, puesto que aludían a las calamidades que apareja la exacerbación del poder, o sea, la tendencia a detentar superpoderes. Vean, si no: LA NACION del 4 de octubre publicó una nota de Cristina Mucci titulada “Los escritores y el poder”; al día siguiente, nomás, el editorial que presidía la página de aquí enfrente se titulaba “Los intelectuales y el poder”, y apenas tres días después, esta mis-

ma sección daba sitio al artículo “El poder y la prensa”, de Silvana Giudici. Entendido el poder como ávido auspiciante de conflictividades, la machacona persistencia del tema reconocía un espléndido precedente: el 30 de septiembre, un reportaje de Raquel San Martín al artista plástico Hermenegildo Sábat había sido encabezado con palabras brotadas de su sapiencia: “Lo fundamental en este trabajo es no mezclarse con el poder”. Peribáñez integra el sobrio séquito de intelectuales que creen que el poder omnímodo suele volverse en contra de quien lo ejerce, y está de acuerdo con Honorato de Balzac, para quien tal desmesura es producto de la destilación de módicas conspiraciones. Como nadie, John Emerich Acton (1834-1902) dio en el clavo cuando concibió una sentencia a la que Peribáñez recurre cuantas veces preside el aula magna de la Sociedad Unión y Malevolencia, un club de ácratas nostálgicos: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, supo sintetizar ese lúcido historiador británico, convencido de que los mandamases mediocres, siempre golosos de más poder, insatisfechos con el que poseen, acaban siendo autoritarios. Peribáñez aporta esta moraleja: “Una democracia berreta es campo fértil para el cultivo de individuos de esa catadura, empeñados en manipular sartenes por el mango sin soltarlas jamás”. © LA NACION

© LA NACION

¿Racista yo?

RIGUROSAMENTE INCIERTO

NORBERTO FIRPO

los trabajos imaginarios del Congo. La Biblioteca de Boma no es una excepción. Se trata también de una epidemia, pero, a diferencia del cólera o el paludismo, benéfica. Dos días atrás, en Matadi, a 130 kilómetros río arriba, visité la estación del ferrocarril construido por Stanley, sólido e imponente edificio amarillo donde una gran placa anuncia que de aquí partió el primer tren hacia Kinshasa (que entonces se llamaba Leopoldville), el 9 de agosto de 1877. El local está muy activo. Un destacamento policial cuida las instalaciones y hay un jefe de estación a quien diviso en su oficina, con una gorrita y un guardapolvo que deben de ser del uniforme. En las oficinas conté hasta una veintena de personas, hombres y mujeres, sentados en escritorios, abriendo y cerrando cajones, ordenando estantes. Había, incluso, empleados atendiendo en las boleterías. Unos pizarrones indicaban las horas de salida de los trenes y las estaciones en que hacía escala el que iba rumbo a Kinshasa. Pero el último tren que partió de aquí lo hizo

UMBERTO ECO

T

AL vez se hayan calmado ahora las discusiones en el nivel nacional, pero no en el orden internacional. Sigo recibiendo todavía e-mails de amigos de varios países, que preguntan cómo es posible que el presidente Berlusconi haya podido cometer la histórica metida de pata de hacer un chiste diciendo que el nuevo presidente de los Estados Unidos, además de ser joven y apuesto, también lucía un buen bronceado. Numerosas personas intentaron dar explicaciones por la expresión empleada por Berlusconi. Para los malévolos, se trataba de una interpretación catastrófica (Berlusconi quiso insultar al presidente electo) o de una interpretación de formato trash: Berlusconi sabía perfectamente que se trataba de un error espantoso, pero también sabía que su electorado adora esa clase de barbaridad y lo encuentra simpático precisamente por ser capaz de cometerla. En cuanto a las interpretaciones benévolas, oscilaban entre las ridículamente absolutorias (Berlusconi, devoto de las camas solares, quería elogiar a Obama), y las meramente indulgentes (hizo un chiste inocente, no exageremos). Lo que los extranjeros no entienden es por qué Berlusconi, en vez de defenderse diciendo que se equivocó y que quería decir otra cosa (algo que, además, constituye su técnica habitual), ha insistido en que su expresión fue completamente lícita. Así, la única respuesta verdadera es que Berlusconi lo dijo de buena fe, pensando que era algo perfectamente normal, y no ve en ello nada malo. Ha dicho (piensa él) que Obama es negro. ¿Y acaso no es negro, y nadie lo niega? Nos recuerda el chiste del conserje milanés que se negaba a darle una habitación a un africano: “¿Racista, yo? Pero ¡si el que es negro es él!” Además del chiste, Berlusconi parece insinuar que es una cosa evidente que Obama

PARA LA NACION

es negro. Todos los escritores negros de los Estados Unidos han declarado que se sienten felices de que un negro llegue a la Casa Blanca, mientras que todos los negros de los Estados Unidos repiten al unísono black is beautiful (“negro es hermoso”. “Negro” y “bronceado” es exactamente lo mismo, por lo que se puede decir perfectamente tanned is beautiful (“bronceado es hermoso”). ¿O no? No. Recordemos que los blancos norteamericanos llamaban “negro” (pronunciado nigro) a los originarios de Africa, y que cuando querían expresar su desprecio les decían nigger. Después, los negros lograron que se los llamara black, pero ahora los negros pueden decir, como provocación o como chiste, que son nigger. Pero pueden decirlo ellos de sí

“Negro” y “bronceado” es exactamente lo mismo, piensa Silvio Berlusconi. ¿Y acaso no es lo mismo? No... mismos, porque si lo dice un blanco le parten la cara. Así como hay gays que para calificarse provocativamente usan expresiones mucho más denigratorias, pero si las usa alguien que no es gay, como mínimo se ofenden. Ahora bien: decir que un negro ha llegado a la Casa Blanca es una constatación, y es algo que puede decirse con satisfacción o con odio, y que cualquiera puede decir. Pero, en cambio, definir a un negro como bronceado es una manera de decir y no decir, de sugerir una diferencia sin atreverse a llamarla por su nombre. Decir que Obama es “un negro” es una verdad evidente; decir que es negro es una alusión a su color de piel; decir que es bronceado es una burla insidiosa.

Es cierto que Berlusconi no quería crear un incidente diplomático con los Estados Unidos. Pero hay maneras de decir o de comportarse que sirven para diferenciar a las personas de diversas extracciones sociales o de diversos niveles culturales. Será esnobismo, pero en ciertos ambientes una persona que dice management inmediatamente es connotada negativamente, como los que dicen “Universidad de Harvard” sin saber que Harvard no es un lugar (y peor los que pronuncian directamente Haruard), y en los ambientes más exclusivos queda proscripto el que escriba Finnegan’s Wake con el genitivo sajón. Es un poco similar a los que en una época individualizaban como personas de baja extracción a todos aquellos que levantaban el meñique al alzar una copa, los que ofrecían un café diciendo “buen provecho” y los que en vez de decir “mi mujer” decían “mi señora”. A veces, el comportamiento delata un ambiente de origen: recuerdo a un personaje público, famoso por su austeridad, que al final de un discurso que pronuncié en la inauguración de una exhibición, vino a estrecharme cordialmente la mano diciéndome: “Profesor, no sabe cuánto me ha hecho gozar”. Los presentes esbozaron una sonrisa de incomodidad, pero aquella valerosa persona, que siempre había frecuentado círculos de gente temerosa de Dios, no sabía que esa expresión se usa ahora tan sólo en el sentido carnal. En lo referido al espíritu, se dice: “Ha sido verdaderamente un gozo intelectual”. “¿Y no es lo mismo?”, diría Berlusconi. No, las maneras de decir algo no dicen lo mismo. Simplemente, Berlusconi no frecuenta ciertos ambientes en los que se sabe que se puede nombrar el origen étnico sin aludir al color de la piel, así como no se debe comer pescado con el cuchillo. © LA NACION (Traducción: Mirta Rosenberg)