EL GUARDIÁN
Sam Dolmen
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“El león es conocido por las marcas de su garra.” Expresión celta.
EL GUARDIÁN CAPÍTULO UNO: La llegada. CAPITULO DOS: Una noche desapacible CAPITULO TRES: Reflexiones CAPITULO CUATRO: El desayuno CAPITULO CINCO: Visita a la enfermería CAPITULO SEIS: La primera clase CAPITULO SIETE: Nuevas reflexiones CAPITULO OCHO: La rebelión de las cacerolas CAPITULO NUEVE: Un encuentro en el bosque CAPITULO DIEZ: Un extraño accidente CAPITULO ONCE: Una demostración de magia CAPITULO DOCE: Una broma pesada CAPITULO TRECE: El "Potencial" CAPITULO CATORCE: Tensa calma CAPITULO QUINCE: Las mentiras de Arturo CAPITULO DIECISEIS: Un ataque a traición CAPÍTULO DIECISIETE: Conclusiones y estrategias CAPÍTULO DIECIOCHO: Un terrible descubrimiento CAPÍTULO DIECINUEVE: Revelaciones CAPÍTULO VEINTE: Removiendo el pasado CAPÍTULO VEINTIUNO: Verdades sorprendentes CAPÍTULO VEINTIDOS: Haciendo planes CAPÍTULO VEINTITRÉS: Un feliz encuentro CAPÍTULO VEINTICUATRO: La desaparición de Arturo CAPÍTULO VEINTICINCO: Los Renegados CAPÍTULO VEINTISÉIS: Rehenes CAPÍTULO VEINTISIETE: Duelo de voluntades CAPÍTULO VEINTIOCHO: Oscuros pensamientos CAPÍTULO VEINTINUEVE: Femme Fatale CAPÍTULO TREINTA: El devorador de energía CAPÍTULO TREINTA Y UNO: El ente y el Aprendiz CAPÍTULO TREINTA Y DOS: Desenlace CAPÍTULO TREINTA Y TRES: Consecuencias CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO: La muerte del guardián. EPÍLOGO.
Capítulo uno: La llegada.
La tormenta estalló al anochecer con sorprendente furia. La antigua mansión convertida en internado se recortaba en la parte más alta de la montaña, iluminada por los relámpagos y azotada por el viento. Las viejas ventanas temblaban como si las agitara una mano impaciente, y por un momento Teresa tuvo la sensación de que el edificio completo se vendría abajo. Era una idea absurda, por supuesto. La casona era sólida y antigua, construida con piedra y maderas nobles. Había soportado muchas tormentas a lo largo de siglos, y era seguro que soportaría muchas más. El viento abrió una ventana de la cocina que debió quedar mal cerrada y una fría ráfaga acompañada de lluvia invadió el recinto. La gobernanta dio un respingo, se levantó de la mesa y abandonó la reconfortante taza de té caliente, mientras se apresuraba a cerrarla. En el momento que lo hizo las luces se apagaron, y no pudo evitar sentir un escalofrío acompañado de un temor irracional. Se repuso enseguida. Ya era demasiado vieja para esas tonterías. Era una tormenta de otoño. Nada más. Recorrió la cocina a oscuras olvidando el té, y buscó un atado de velas que tenía preparado para esas ocasiones en uno de los armarios. No era la primera vez que sufrían una fuerte tormenta en la Sierra del Cuervo, ni tampoco eran novedad los apagones en el Colegio Cervantes. La finca era vieja y las instalaciones eléctricas resentían muchos años de uso. Ya debería estar acostumbrada. Encendió una de las velas y acercó la escasa luz al reloj de la pared. Las once y cincuenta. Menuda nochecita. Seguro llovería al menos hasta el amanecer. Salió de la cocina recorriendo los pasillos a la luz de la vela, y como sospechaba, un tímido reflejo bajo el resquicio de la puerta de la Dirección delataba que no estaba vacía. Recordó que el director guardaba una linterna en el cajón de su escritorio. Cuando se acercó con la intención de llamar a la puerta, ésta se abrió, y no pudo evitar dar un respingo por el susto. Don Fernando se encontraba plantado frente a ella con la linterna en la mano, mientras la miraba con una sonrisa divertida. Corpulento y de mediana estatura, rondaba los sesenta años, tenía el cabello blanco y escaso, con pronunciadas entradas y los ojos verdes muy alertas. Era amable, casi bonachón, pero también exigente con la disciplina y el cumplimiento de las normas. Sus subalternos lo apreciaban y los estudiantes lo respetaban. — Lo siento, Teresa. No era mi intención asustarte. — No fue usted don Fernando. Es esta tormenta que me pone los nervios de punta. — Sí, nunca había visto algo así. Ni siquiera en esta montaña. Tal vez sea por el calentamiento global – dijo con una sonrisa tranquilizadora. — Tal vez – admitió ella, no muy convencida – ¿Quiere que vaya a revisar los fusibles? —No, no vale la pena. Con esta tormenta volverían a saltar enseguida. De cualquier manera todos están dormidos. Será mejor esperar a que mejore el tiempo y repararlo antes del amanecer. Yo me haré cargo. La mujer asintió, y ambos voltearon al escuchar pasos en la escalera de madera. Débora, la hija de Fernando, bajaba envuelta en una bata de lana. Era una mujer alta y delgada, de facciones regulares. No se le podía considerar una belleza, pero tenía un rostro agradable. Teresa, que la conocía desde que era una niña, sabía que se parecía a su madre. Tenía los ojos verdes de su padre, y una sonrisa cálida que inspiraba confianza. Al igual que ellos, sostenía una vela en la mano. — ¿Ocurre algo, papá? — Nada, cariño. La tormenta hizo saltar los fusibles. Lo arreglaré por la mañana. ¿Qué haces levantada?
—Toni me despertó. Tenía miedo de los truenos, así que lo acompañé a su cama hasta que se volvió a dormir. La gobernanta sonrió, Toni era uno de los alumnos más jóvenes. Sólo tenía seis años, y le debía resultar muy duro adaptarse a estar lejos de su casa y de sus padres. Débora tenía una habilidad especial para consolar y confortar a los más pequeños. Cuando se sentían solos, o tenían miedo, la buscaban por instinto. — Creo que deberíamos acostarnos – dijo Fernando – Esta noche ya no será posible hacer nada más. — ¿Ha llegado por fin el nuevo profesor de ciencias? – preguntó Débora. — No – respondió su padre – Llamó desde el pueblo poco después de ponerse el sol diciendo que salía hacia aquí, y que llegaría en un par de horas, pero supongo que la tormenta debe haber convertido los caminos en intransitables. Habrá tenido que regresar. — ¿No te has podido comunicar con él por el móvil? — Los teléfonos colapsaron poco después que comenzó a llover. — Espero que no haya sufrido un accidente – reflexionó Débora, preocupada – Esos caminos pueden ser muy peligrosos, en especial bajo una lluvia como ésta. — No nos pongamos en lo peor, Débora – aconsejó su padre, aunque en el fondo compartía su preocupación – Lo más probable es que haya encontrado algún obstáculo y haya tenido que volver al pueblo. Mañana a primera hora, si la comunicación se ha restablecido, lo llamaré. Débora asintió, dio las buenas noches, y se giró para volver a subir las escaleras. Teresa suspiró. También le preocupaba que no hubiera llegado el maestro que esperaban. No era una buena noche para cruzar la montaña. El pueblo más cercano estaba a dos horas en coche, en parte por la distancia, y en parte porque no había caminos asfaltados, sino carreteras de tierra que bordeaban precipicios y cruzaban riachuelos. En medio de una noche como esa sería muy peligroso intentar transitarlas. Eso sin contar con el río, que podía haberse desbordado. Un fuerte relámpago iluminó la estancia con tanta intensidad que parecía que hubieran encendido varios focos de repente. Los tres se quedaron inmóviles. El viejo reloj de péndulo que permanecía en una esquina se detuvo. La gobernanta pudo ver que marcaba las doce en punto antes que la luz del relámpago desapareciera, y se sorprendió a sí misma santiguándose, pese a que no era muy devota y no había pisado una iglesia desde los doce años. El trueno que siguió al relámpago a los pocos segundos hizo vibrar las ventanas, y a Teresa le pareció que había movido los cimientos de la casa. Por debajo del fuerte sonido escucharon unos golpes en la puerta, que repitieron después que el trueno ya había pasado. Los tres se miraron entre sí, confundidos. No era posible que ser humano alguno pudiera estar afuera con semejante tormenta. Fernando se repuso de la sorpresa antes que los demás y avanzó hacia la puerta. La abrió despacio, como si temiera lo que iba a encontrar detrás de ella. Débora permanecía en la escalera sujetando el pasamano, y Teresa, alumbrada sólo por la humilde vela, contemplaba la escena boquiabierta. La figura de un hombre se recortaba en el umbral. Era muy alto y delgado. En un primer vistazo, la gobernanta se percató de que llevaba un pequeño maletín de viaje en una mano, y se apoyaba en un bastón de puño labrado con la otra. Un rayo a sus espaldas lo iluminó. El cabello era negro con escasas canas, sus facciones eran afiladas, y los ojos negros y penetrantes. Llevaba una barba muy recortada. Vestía un traje oscuro y se cubría con un abrigo negro que le llegaba por debajo de las rodillas, hasta la mitad de las pantorrillas. Tenía los dedos de las manos largos y elegantes. Ella se sorprendió al comprobar que había podido ver todos esos detalles en la fracción de segundo que duró la luz del relámpago. — Buenas noches – saludó el visitante. Su voz era profunda – Lamento haber llegado tarde. Espero no causar ningún inconveniente.
— Usted debe ser el profesor Arturo Del Bosque – dijo Fernando, en cuanto se recuperó de su sorpresa. — Así es – respondió el profesor, aún en el umbral – La tormenta me retrasó ¿Puedo pasar? — Claro, claro, desde luego – reaccionó el director haciéndose a un lado – Por favor disculpe mis modales. Ya no lo esperábamos. ¿Cómo pudo llegar con este tiempo? Creímos que los caminos estarían intransitables. — Y lo están – aclaró Arturo – El taxi tuvo que detenerse al cabo de media hora. Un árbol caído impedía el paso. Le pedí que regresara e hice el resto del trayecto a pie. — ¿A pie, bajo esta lluvia? – preguntó Débora, que después de bajar las escaleras se había reunido con ellos – Debe estar exhausto. — No demasiado – repuso el recién llegado – Estoy acostumbrado a recorrer largas distancias andando. — ¿Bajo la lluvia? — Cuando es necesario – dijo con una media sonrisa. — Está empapado – observó Débora con preocupación. Enseguida olvidó la impresión que había recibido y se puso en movimiento con eficiencia – Será mejor que se quite el abrigo y se ponga ropa seca, o pillará una neumonía. Teresa, ¿por qué no le preparas algo caliente al profesor? Yo le mostraré su habitación para que pueda cambiarse y descansar. — Es usted muy amable. Señorita... — Lo siento, no he sido un buen anfitrión – intervino Fernando – Ella es mi hija, Débora, psicóloga del colegio, y ella es Teresa, nuestra gobernanta. — Es un placer – dijo Arturo, estrechando la mano de Débora, y luego la de la gobernanta. Teresa sintió un apretón cálido y firme. Le sorprendió que después de haber permanecido a la intemperie bajo el frío y la lluvia por varias horas, el profesor aún conservara el calor en sus manos. Un estremecimiento le recorrió el brazo, como una suave corriente eléctrica. — ¿Qué le apetece tomar profesor? – atinó a decir – ¿Café, té, cacao? — Tal vez prefiera un poco de brandy – sugirió Fernando. — Por favor, sólo Arturo – dijo dirigiéndose a todos, luego le habló a la gobernanta – El té estará bien. Con un gesto, Débora lo invitó a seguirla, y él se despidió de Fernando murmurando un “buenas noches” e inclinando levemente la cabeza. Luego subió las escaleras detrás de Débora. Cojeaba un poco de la pierna derecha, pero usaba el bastón con soltura, por lo que apenas se notaba. Afuera la tormenta recrudeció por unos minutos, como si elevara una protesta a la intromisión del recién llegado. Arturo se detuvo en el pasillo y contempló la lluvia a través de una ventana. Antes de que Débora pudiera hacer algún comentario, la furia de los elementos comenzó a amainar. Arturo esbozó una sonrisa, y reemprendió el camino hacia su nueva habitación.
Capítulo dos: Una noche desapacible.
La habitación se encontraba al final del pasillo. La cama doble con dosel había sido preparada para recibir a su nuevo ocupante. Era amplia y cómoda, con mesitas de noche a ambos lados de la cabecera y una lámpara en cada una. Tenía un escritorio, un armario antiguo de doble puerta, una estufa eléctrica que en ese momento era inservible debido al apagón, y un sofá de respaldo alto con orejeras situado frente a la chimenea, a un lado de la cual reposaban algunos troncos. Al fondo, una puerta de roble comunicaba con el baño. La única ventana, situada al lado de la cama, debía dar al frente de la casa, pero en ese momento estaba herméticamente cerrada y con las cortinas corridas. Hacía mucho frío y Débora se estremeció cuando cruzó el umbral. — Lo lamento mucho. Creímos que ya no podría llegar esta noche, así que no hicimos nada para calentar la habitación. Puedo llamar a Manuel, el mozo, y pedirle que encienda la chimenea. Debe estar usted aterido de frío. — No es necesario que lo moleste – dijo Arturo, mientras colocaba el maletín sobre la cama – Yo mismo la encenderé. — ¿Está seguro? Esta casa es muy húmeda, y algunas veces resulta complicado lograr encender el fuego. — No se preocupe, no me resultará difícil. — Como prefiera. Teresa le traerá el té enseguida. Lo dejo sólo para que pueda cambiarse y descansar. Débora se despidió con un gesto de la cabeza y salió de la habitación. Arturo, con las ropas empapadas y el frío calándole hasta los huesos, sintió un escalofrío. Estaba cansado, la larga caminata bajo el frío y la lluvia no había sido lo peor. Durante todo el recorrido tuvo que sortear obstáculos que se multiplicaban a su paso y protegerse de los relámpagos que se empeñaban en caer a pocos metros de donde él se encontraba. Y las dificultades no habían sido fortuitas, de eso estaba seguro. Se quitó el abrigo mojado y lo dejó sobre el sillón, necesitaba recuperar fuerzas pero aún podía encender un pequeño fuego. Sin perder el tiempo, apiló varios troncos en el hogar, cerró los ojos un momento y buscó el centro de su energía, detrás de su esternón, luego se concentró en el fuego, canalizando ese elemento a través de su cuerpo como si fuera un cable conductor. No sintió calor, su concentración lo aislaba de él, solo percibía el flujo de energía que nacía de su propio cuerpo y de su voluntad. Entonces lo dejó salir con un gesto de su mano en dirección a la chimenea. Una llama brotó de los troncos, que primero protestaron en un chisporroteo, secando la humedad de su superficie, y luego se encendieron en una cálida llamarada. Arturo se acercó a la chimenea y se reconfortó en su calor. Tocaron la puerta. — ¡Adelante! Débora abrió, permitiendo a Teresa entrar con una bandeja que dejó sobre el escritorio. —Aquí está su té. Débora se quedó con la mano en el picaporte, mirando la chimenea como si la hubieran hipnotizado. — ¿Cómo se las arregló para encender el fuego tan rápido? – preguntó sorprendida. — Le dije que no sería difícil – respondió él con naturalidad. — Si desea algo más... – intervino Teresa, que no tenía idea de qué hablaban. — Gracias por el té, Teresa, ya han hecho bastante por mí. Buenas noches. — Buenas noches – respondió la mujer, contenta de poder retirarse. Ese hombre la ponía nerviosa.
— Profesor... – llamó Débora. — Arturo – corrigió él. — Arturo. Olvidé decirle que el desayuno se sirve a las ocho. — Seré puntual, gracias. — Que descanse. — Buenas noches. Débora cerró la puerta y dejó a su huésped de pie frente al fuego. Al cabo de unos minutos, Arturo se alejó de la chimenea. Ya la habitación había alcanzado una temperatura agradable. Se sentó al escritorio y bebió despacio el té. La ropa húmeda le dificultaba entrar en calor. Se acercó a la puerta y la aseguró, se desvistió, entró en el baño, encendió la caldera de gas y se metió en la ducha. El agua caliente lo hizo sentirse humano de nuevo. Salió de la ducha, y se vistió con el pantalón de un chándal. En su pecho reposaba un medallón que representaba el árbol de la vida o Crann Bethadh. Un magnífico trabajo de orfebrería. Colgaba de su cuello por una simple tira de cuero. Extendió la ropa empapada sobre la cama. Se concentró en su centro de energía y la canalizó como calor con un gesto de su mano para que se evaporara el agua. Luego cogió la ropa, ya seca y la metió en el armario, junto con el resto del equipaje. Sentía la tensión del agotamiento en los músculos de los hombros, le dolía la cabeza y se encontraba un poco mareado por el enorme consumo de energía durante ese largo día, pero aún quedaba algo importante que hacer. Las fuerzas que rondaban la casa eran mucho más peligrosas de lo que hubiera creído posible. No podía irse a dormir sin poner en marcha ciertas barreras de protección. Respiró profundo. El empleo de energía pura sin ninguno de los cuatro elementos esenciales: agua, fuego, tierra y aire, era la maniobra más difícil de llevar a cabo, pero también la más eficiente en esas circunstancias. Ningún Iniciado podría percibir la barrera, y era poco probable que alguien sospechara su existencia, porque él era uno de los dos únicos hombres nacido en los últimos mil quinientos años que tenía suficiente poder para hacer algo así. Y el otro había muerto por su mano. Arturo se paró frente a la chimenea, cerró los ojos, se concentró en su centro de poder, e hizo circular la energía pura a través de su cuerpo. Sintió un vacío en la cabeza. La energía provenía de sus propias reservas, que ya habían sido demasiado expoliadas ese día. Sin embargo resistió, se mantuvo firme, y continuó haciendo circular esa forma pura de poder en su interior. Cuando comprendió que estaba listo, canalizó la energía a través de sus brazos, los extendió hacia arriba, con las palmas de las manos hacia fuera, como si quisiera recibir algo del cielo. Murmurando unas palabras, un mantra que le permitía mantener su concentración en ese delicado momento, giró las muñecas y bajó los brazos, dejando fluir la energía en dirección a las paredes. Una luz azulada salió de sus manos iluminando la habitación por unos segundos. Cuando terminó, cada una de las cuatro paredes de su alcoba contenía una barrera infranqueable e invisible, que no permitiría a ningún Iniciado que no fuera él mismo utilizar su poder dentro de esa habitación. Tampoco podría entrar nadie sin que él lo supiera. Trastabillando un poco, llegó hasta la cama donde se dejó caer desfallecido. Cuando despertó aún estaba oscuro y podía escuchar el azote de la lluvia contra las ventanas. Sintió un escalofrío, entreabrió los ojos y por el reflejo supo que el fuego permanecía encendido. Sin embargo hacía frío. Un frío que penetraba hasta la médula de los huesos. Se incorporó un poco en la cama, quedando casi sentado. Entonces pudo percibirlo. No lo veía, porque no tenía forma, ni tampoco lo escuchaba. Sólo podía sentirlo como el roce de una mano helada sobre la piel. Arturo se levantó de la cama y la habitación giró en torno a él. Aún no había podido recuperar fuerzas, pero pronto comprendió que ese no era el problema. Lo que fuera que había con él en la habitación se alimentaba de energía, de la suya, fortaleciéndose y debilitándolo a él. Con pasos vacilantes, se acercó al centro de la habitación. La sensación de frío era cada vez más intensa, la debilidad también. La
barrera que había creado en las paredes permanecía intacta, pero por lo visto ese ente, cualquiera que fuese su naturaleza, solo podía alimentarse de la energía proveniente de un ser vivo. Arturo sujetó el medallón que llevaba al cuello, se concentró en él y buscó en su interior, pero sus fuerzas estaban casi exangües. Sin embargo tenía que repeler a esa entidad si quería sobrevivir. El frío era espantoso y penetrante, pese a que se encontraba junto a la chimenea encendida. Comprendió que su cuerpo perdía calor rápidamente y que lo único que podía mantenerlo consciente era su fuerza de voluntad. El ente, que no había dejado de succionar su energía, comenzaba a ser visible como una niebla luminosa frente a él. Arturo comprendió lo que debía hacer, aunque sabía que era muy peligroso, pero era su única oportunidad. Con un enorme esfuerzo de voluntad y una férrea disciplina mantuvo la concentración. Respirando profundo comenzó a bajar su frecuencia cardiaca y a reducir todas sus funciones vitales a niveles mínimos de supervivencia. Eso le proporcionó una fuente adicional de energía, que si llegaba a perder haría que su corazón se detuviera y sus órganos vitales dejaran de funcionar. El Crann Bethadh que colgaba de su cuello y que sostenía con una mano había sido fabricado con materiales afines a los cuatro elementos. Cuarzo, por la tierra, acero, por el aire, oro por el fuego, y plata, por el agua. Eso le ayudó a crear un escudo que protegió el flujo de energía de las ansias del parásito incorpóreo. La energía comenzó a fluir a través de su centro de poder, y el ente se removió al verse privado de su alimento. Arturo se esforzó en mantener su concentración. No sabía si lo que había planeado funcionaría. Sólo tenía una oportunidad. Si se equivocaba, moriría. Comenzó a murmurar un mantra, mientras su mente formaba una imagen de lo que deseaba, y su voluntad mantenía en movimiento la energía. El ente no parecía dispuesto a esperar, estaba hambriento, y percibía el alimento a su alcance. Arturo pudo ver una niebla que se le acercaba, y se estremeció al comprender que buscaría un contacto físico. No pudo evitarlo, aquello se lanzó contra su pecho, y él sintió que una mano de hielo aprisionaba su corazón. El dolor era indescriptible, la respiración imposible, la cabeza le daba vueltas y las piernas le flaquearon, pero no cedió, no gritó, ni abandonó su concentración. Continuó su mantra, pese a que la criatura se removía dentro de su pecho, buscando devorar su energía y helándole las entrañas. Cuando por fin estuvo preparado levantó ambas manos y una luz azul iluminó el medallón. La energía que había liberado hacia las paredes regresó a su llamado, y lo hizo a través de la joya. Al mismo tiempo, rompió la barrera que aislaba la fuerza vital que se movía en su centro de poder. Todo lo dirigió hacia un solo punto, en un solo momento. Hacia su pecho, donde se había alojado el ente. Como esperaba, la sobrecarga fue demasiado para el parásito, que se removió y salió expulsado de su cuerpo, osciló a pocos pasos de él, y luego explotó como si fuera una burbuja de jabón. Arturo cayó al suelo inerme y permaneció allí, hasta que al cabo de pocos minutos la puerta se abrió, y un visitante, éste de carne y hueso, avanzó hacia él lentamente. Se agachó a su lado, buscó el pulso en su cuello, y se sorprendió al ver que había sobrevivido al ataque. Sacó una navaja del bolsillo y lo contempló por un momento. — Había esperado más de ti, Primer Guardián – dijo en voz baja – Nunca creí que fuera tan sencillo acabar contigo. El visitante posó la hoja de la navaja en el cuello de Arturo dispuesto a infringir un corte mortal, pero el golpe de una puerta en el pasillo lo hizo detenerse. Se incorporó rápidamente, guardó la navaja, apenas manchada con una gota de la sangre del Guardián. Salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Ya superado el primer impulso se detuvo a meditar la situación: El Guardián había sido capaz de derrotar al ente devorador, lo que significaba que debía ser tan fuerte como le escuchó comentar a su Maestro. Eso le dio una idea brillante. Su
impaciencia había estado a punto de hacerle cometer un error. Un chasquido cercano lo regresó a la realidad. Se alejó unos pasos de la puerta y pudo ver al causante del alboroto. Un chiquillo flacucho y tembloroso salía del baño de estudiantes y lo miró con expectación. — He tenido pesadillas – dijo Toni, avergonzado por expresar su miedo en voz alta – No puedo dormir. —Vamos, – le respondió el visitante, sonriéndole con amabilidad – te acompañaré hasta tu habitación. Allí están tus compañeros de cuarto. No estarás solo, no tienes nada que temer. — Gracias ¿No se lo dirá a nadie, verdad? Se reirían de mí si saben que tengo miedo. — Nadie tiene por qué saberlo. Puedes confiar en mí.
Capítulo tres: Reflexiones.
Arturo despertó poco a poco, y en un primer momento no podía recordar dónde se encontraba. Aquella no era la habitación del faro donde vivía, y donde los días transcurrían entre el estudio de las viejas artes, las prácticas de antiguas disciplinas marciales, y los paseos por los acantilados de Stone of Setter, en una isla al norte de Escocia. Estaba tendido en el duro y frío suelo de piedra, la cabeza le latía, y sentía un fuerte y opresivo dolor en el pecho que le dificultaba respirar. Los pensamientos acudieron poco a poco, como si se movieran a través de una sustancia espesa. El colegio. Recordó la visita del Primer Sabio en su faro, la preocupación que reflejaban sus ojos cuando le habló de la turbulencia de energía que habían detectado los Guardianes en una montaña al norte de la península ibérica, donde funcionaba un internado. —Algo extraño está ocurriendo allí, Arturo – le dijo Günter – Extraño y peligroso. —Ya han ocurrido turbulencias antes – argumentó Arturo, mientras encendía su pipa – Son como los huracanes, causan algunos problemas, pero con un poco de previsión pueden evitarse consecuencias. —No como éstas. Esto es diferente. — ¿En qué sentido? Günter suspiró. Nadie que lo viera en la calle de una ciudad cualquiera lo hubiera tomado por algo distinto a un jubilado normal. Era de mediana estatura y hombros caídos. Los cabellos grises, peinados hacia atrás rodeaban una calva en la coronilla. El rostro enjuto y maltratado por el tiempo escondía unos ojos azules vivaces. No había nada llamativo en su aspecto, y sin embargo sus conocimientos sobre las fuerzas de la naturaleza y el poder que derivaba de ellos, le habían permitido alcanzar la más alta jerarquía en la organización de “Los Druidas”, una Sociedad Secreta que tenía su origen en el albor de los tiempos. Miró fijamente a Arturo antes de responder. — Usaré tu propio ejemplo. Un huracán es un fenómeno natural que desata una fuerza enorme y destructiva, pero que no tiene un objetivo. Mientras existe, destruye cuanto encuentra a su paso. Su comportamiento es aleatorio, pero al mismo tiempo predecible, porque está guiado por fenómenos físicos como la presión y la temperatura, pero… ¿Qué ocurriría si pudiera ser controlado y dirigido? ¿Si tuviera voluntad? ¿No sería mucho más peligroso? —No puedes estar hablando en serio.- protestó Arturo, mientras fumaba su pipa – Un huracán no puede ser controlado, y las turbulencias de energía menos aún. —Y sin embargo, tenemos motivos para pensar que el fenómeno que se está desarrollando en esa montaña responde a patrones que no son aleatorios, ni naturales. —Sería necesario un poder enorme para algo así ¿Estás diciendo que responde a una voluntad? — No podemos afirmar eso, – admitió Günter – pero tampoco podemos explicar su comportamiento. — ¿Un Potencial? — Es posible. Uno especialmente fuerte. — Muy bien – dijo Arturo asintiendo, y señalando a su interlocutor con la pipa – Puedo comprender que un Potencial no iniciado, que no sea consciente de su poder pueda crear algunos problemas a su alrededor. Yo mismo lo he experimentado… — Antes que diéramos contigo y te instruyéramos causaste bastantes quebraderos de cabeza. – recordó Günter sonriendo. — Es cierto, pero lo que no comprendo es qué tiene que ver eso conmigo. Si hay un Pre–iniciado que deba ser educado, eso corresponde a los Maestros. Yo soy
Guardián, o más bien, lo era. Recuerda que estoy retirado. No me hago cargo de Aprendices. Y no soy tan ingenuo para pensar que has venido hasta este rincón del mundo para hacerme una visita social y contarme las últimas novedades. —Tienes razón, no estoy aquí sólo para preguntarte por tu salud. El fenómeno nos preocupa, al punto de habernos obligado a convocar un Consejo Plenario. – Arturo silbó, sorprendido. La última vez que eso ocurrió fue diez años atrás. — ¿Tan grave es? — Si se trata de un Potencial, es casi tan fuerte como tú. – Arturo enarcó las cejas. – pero hay más…– agregó Günter. — ¿Qué es? — Es posible que haya algún Renegado tratando de hacerse con el Potencial, y que también esté involucrado en algunos de los fenómenos que están ocurriendo. — ¿Renegados? Pero han desaparecido – protestó en un murmullo. — Me temo que no. Es cierto que tú acabaste con los más importantes, que los demás se dispersaron y huyeron, y a muchos de ellos logramos darles caza, pero algunos pudieron escapar. Dimos con todos los que conocíamos, los que habían sido Druidas, pero recuerda que Marcos tenía sus propios discípulos, a los que mantuvo en secreto. Algunos bastante fuertes en el poder. Tenemos razones para pensar que al menos uno de ellos se encuentra en el colegio. — ¿Está escondido, o busca algo? – preguntó Arturo, que se había puesto pálido. — No lo sabemos, pero si consigue hacerse con el Potencial y aprovechar la fuerza de las turbulencias, puede resultar muy peligroso. Tal vez no tanto como Marcos, pero lo suficiente para representar un problema grave. Por eso tienes que regresar, Arturo. Te necesitamos para esto. — No – respondió el Guardián, mientras se ponía de pie y comenzaba a caminar por la habitación, cojeando un poco – No puedo hacerlo. — ¡Debes! Sé que la última vez resultaste gravemente herido, y soy consciente de todo lo que sacrificaste para salvarnos, pero eso es lo que representa ser un Druida, ser un Guardián. — No, no lo comprendes - dijo Arturo, con un gesto de desesperación – No temo a las heridas. Temo lastimar a otras personas. La última vez maté a un hombre, maté a mi hermano. Y hubo inocentes que murieron por mi culpa. — No estoy hablando de las heridas del cuerpo, hijo mío – dijo Günter, poniéndose de pie, y mirando a Arturo a los ojos con compasión – Me refiero a las heridas del alma. Esa fue la razón por la que permitimos que te retiraras, por la que prescindimos de tu extraordinario poder. Sabíamos que necesitabas curarte, reponerte. Por eso te sugerí que te refugiaras en aquel monasterio tibetano. Te ayudó, ¿verdad? - Arturo asintió. —Sin las enseñanzas de los monjes, creo que me hubiera vuelto loco, – admitió – pero cuando presenté mi dimisión lo hice en forma definitiva. No quiero más dolor y muerte sobre mi conciencia. — Prefieres la seguridad de los libros y de la introspección – dijo Günter, Arturo volvió a asentir – Es comprensible, pero no es suficiente. Un poder como el tuyo no está destinado a la contemplación. Te ha sido dado para que protejas a los más débiles, a los que no lo poseen. — Yo no lo pedí – protestó Arturo. — Eso no tiene importancia. Puedes verlo como un don, o como una maldición, pero en cualquier caso, naciste con él, y eso significa que tienes una responsabilidad que no puedes eludir. — Supongo que no puedo huir de mí mismo – reconoció Arturo con resignación, mientras vaciaba la cazoleta de la pipa en el hogar de la chimenea – Laura tuvo razón al alejarse de mí, aunque al final no le sirvió de nada. — No debes seguir atormentándote con eso, hijo. No fue tu culpa. Hiciste lo que pudiste por salvarla.
— Pero no fue suficiente. Murió. Si no me hubiera conocido, Marcos nunca la hubiera elegido como víctima, y ella ahora estaría viva. — Eres lo que eres, Arturo - dijo Günter, mientras lo sujetaba por los hombros. – Un Guardián, un guerrero, y tienes el deber de proteger. Tratar de escapar a tu destino no te hará ningún bien. No puedes renunciar a ello. Se te ha concedido un descanso, pero el tiempo ha terminado. Debes volver. — ¿Cómo qué? — Como Primer Guardián, por supuesto. — Saúl es el Primer Guardián. — Ya no. Desde que ocupó tu lugar, se le explicó claramente que era temporal, que el cargo de Primer Guardián es vitalicio e irrenunciable. Que un día volverías, y ese día ha llegado. — ¿Lo habéis degradado? — Ahora es tu lugarteniente. Siempre lo ha sido, él lo sabe y está de acuerdo. De cualquier manera, tu regreso no afectará su situación, al menos en esta misión. De esto tendrás que hacerte cargo tú sólo. En tres días te esperan en el colegio. Serás el nuevo profesor de ciencias. Debes ir allí y descubrir lo que está ocurriendo. Evitar que las turbulencias causen daño a algún Inocente, detener a los Renegados si están involucrados, y si hay un Potencial, iniciarlo. — ¿Qué debo hacer con el Renegado, si es que existe? — Detenerlo si es posible, para llevarlo a juicio ante el Consejo. — ¿Y si no puedo detenerlo? — Deberás matarlo. – Arturo suspiró – Pero ante todo, debes tener cuidado. — Siempre lo tengo. — Lo sé, pero esta vez debes ser muy cuidadoso. – Arturo miró al Sabio con un gesto interrogante. Sospechaba que había algo importante que no le había dicho – Algunos de los Sabios creen que todo esto puede ser una trampa para vengarse de ti, para asesinarte. Y allí estaba, tendido en el suelo, casi sin poder moverse después de haberse enfrentado a un poder inaudito, pocas horas después de su llegada. Günter tenía razón, lo que ocurría en ese lugar era muy grave. Con un esfuerzo se incorporó, y sintió una leve humedad en el cuello, en el ángulo izquierdo de la mandíbula. Al tocar la herida notó un leve dolor, y cuando revisó sus dedos los encontró manchados de sangre. Sintió un escalofrío al comprender lo que eso significaba. Se puso de pie y tambaleándose un poco llegó hasta el baño. Ya estaba amaneciendo, y el reloj sobre la mesita marcaba las siete y media de la mañana. Arturo se paró frente al espejo y examinó la herida, comenzaba en el ángulo inferior de la mandíbula izquierda. No era muy extensa, apenas un piquete, pero parecía profunda. De haber continuado el corte hubiera muerto desangrado en pocos minutos. No pudo evitar temblar, mientras un hilillo de sangre se deslizaba por su cuello. Se preguntó si algo había impedido que el agresor lo asesinara, o si se trataba solo de una advertencia. En cualquier caso, significaba que el Consejo tenía razón. Había un Renegado en el colegio, y sabía quién era él. Abrió el armario del baño y encontró un botiquín de primeros auxilios. Era una herida que hubiera sido mejor suturar, pero tendría que dar muchas explicaciones para eso, así que se aplicó agua fría hasta que detuvo la hemorragia y la desinfectó con lo que tenía a mano. La cubrió con un pequeño apósito y lo fijó firmemente con más adhesivo. Si tenía suerte, se mantendría cerrada. Luego se lavó la sangre que le manchaba el cuello. Se vistió y miró el reloj: faltaban cinco minutos para las ocho. Debía acudir al desayuno y conocer al resto del personal. Uno de ellos debía ser el Renegado, pero no sería fácil identificarlo. Arturo conocía a todos los Druidas, pero los Renegados que lograron escapar nunca formaron parte de la Sociedad. Marcos se había erigido en su único Maestro y líder, y siempre los mantuvo al margen.
Una punzada de tristeza le atravesó el pecho. Recordó al hombre que había sido su amigo, su hermano. Arturo era huérfano. Nunca conoció a sus verdaderos padres. Era un chiquillo normal, y creció en un hospicio donde sufrió privaciones y maltratos. Cuando cumplió once años cayó enfermo, y permaneció dos semanas sumido en el estupor de una fiebre muy alta. Sus cuidadores estaban seguros de que moriría. Sin embargo, poco a poco se recuperó, y entonces comenzaron a ocurrir cosas extrañas a su alrededor. Los accidentes, desperfectos, y pequeñas desgracias pululaban en el orfanato, en especial cuando él sufría castigos que le ocasionaban ira o dolor. Por fortuna, nadie los relacionó con su persona. A los pocos meses de comenzar esa racha, un hombre se presentó en el orfanato. Descendió de un coche lujoso y fue recibido por el director, que al parecer lo consideró una persona importante. Un par de horas después, Arturo recogía sus escasas pertenencias para acompañar al ilustre visitante, bajo la mirada incrédula del personal del hospicio. El hombre resultó ser Iván Luna, exitoso empresario, millonario, con grandes influencias en el mundo económico y político, y en secreto, miembro de Los Druidas. Iván era Maestro, y había recibido la misión por parte de los Sabios de educar a Arturo, un Potencial no iniciado, cuyo poder estaba ocasionando muchos problemas. Iván tomó bajo su tutela al huérfano, aunque sin llegar a adoptarlo. Marcos era el hijo de Iván, y dos años mayor que Arturo. Ya era Aprendiz, y hasta la llegada de su nuevo hermano, se consideraba que poseía el mayor poder del último milenio. Arturo lo destronó cuando se descubrió que era todavía más fuerte. Sin embargo, a Marcos en un primer momento no pareció molestarle. Se hicieron amigos, crecieron y aprendieron juntos. Cuando Iván murió, ambos lo lloraron por igual. Lo que no había logrado el poder, lo hizo el dinero, o tal vez la desaparición de la influencia de Iván, que ejercía una contención moral sobre su hijo. Al morir su padre, Marcos cambió, o manifestó su verdadera naturaleza. Comenzó a pensar que era mejor que los demás Druidas, incluyendo su hermano. La situación llegó al extremo cuando ambos terminaron su entrenamiento y los Sabios les asignaron sus papeles dentro de la organización. Marcos fue nombrado Maestro, y Arturo, Guardián. Entonces el resentimiento que Marcos había logrado mantener reprimido surgió con toda su fuerza. Marcos siempre quiso ser Guardián, pero los Sabios consideraron que a pesar de tener el poder suficiente, carecía de autocontrol. Mientras Arturo, ignorante de los sentimientos de su hermano, ascendía por sus propios méritos en la jerarquía de la organización y se convertía en el Primer Guardián más joven de la historia, Marcos conspiraba contra el Consejo. Encontró por sí mismo a varios Potenciales, y los convirtió en sus pupilos sin dar aviso de su existencia a la Sociedad. Esa falta por sí sola ya era considerada traición, y se castigaba con el bloqueo. Un Iniciado podía ser aislado de la posibilidad de usar su poder, convirtiéndolo temporal o definitivamente en un No Portador. Para el penado era peor que sufrir una parálisis, o quedar privado de un sentido. Dependiendo de la gravedad del delito, el bloqueo podía durar días, meses, años, o ser definitivo. El bloqueo definitivo se reservaba para las faltas más graves, como usar el poder para asesinar o someter Inocentes. La ausencia del poder después de haberlo experimentado representaba un suplicio para quien lo sufría. Cualquiera que hubiera recibido el castigo temporal se cuidaba mucho de volver a caer en falta. Arturo no conocía a nadie que lo soportara por más de un año. Aquellos que no morían por causas naturales, o enloquecían, o se suicidaban. Lo cruento del castigo hacía que no fuera tomado a la ligera. Sólo los Sabios podían someter a un reo a bloqueo por largos períodos, siempre después de un juicio. Los Guardianes también tenían autoridad para llevarlo a cabo, pero sólo para poder someter a un transgresor temporalmente, siempre y cuando fuera necesario en defensa propia, o para salvar la vida de un Inocente. Pese a lo útil que podría
parecer este recurso, no era común que los Guardianes lo aplicaran, entre otras razones porque se necesitaba el poder de al menos tres Iniciados actuando en conjunto para llevar a cabo un bloqueo temporal, y eso no siempre era posible en medio de una batalla. Cuando los Sabios se enteraron del delito de Marcos ordenaron un juicio, pero él había logrado reunir un nutrido grupo de seguidores, Iniciados que cedieron a la tentación de usar sus habilidades en beneficio propio, aprovechándolas para dominar y esclavizar a aquellos que no poseían poder. Fueron considerados Renegados. La Sociedad se escindió, y los seguidores de Marcos se negaron a entregarlo. Fue Arturo el encargado de detenerlo, como Primer Guardián, y también como el único Iniciado cuyo poder era superior al de Marcos. Pero las cosas no salieron bien. Marcos temía y odiaba a Arturo, pero también lo conocía mejor que nadie. Secuestró a Laura, la mujer que su hermano amaba y que lo había abandonado, y la usó como rehén. Ahora, diez años después, de pie frente al espejo, Arturo pensó que sus viejos fantasmas regresaban para acosarlo. Le había fallado a Laura, y en cierto modo, también a Marcos. Ambos estaban muertos, y él se sentía responsable. Cuando todo parecía haber terminado, tendría que vérselas con uno de los discípulos de Marcos dispuesto a cobrar venganza. Suspirando con resignación cogió el bastón que reposaba junto a la chimenea, y apoyándose en él se dispuso a enfrentarse a su destino.
Capítulo cuatro: El Desayuno.
Arturo bajó las escaleras y pudo ver algunos estudiantes dispersos, unos en grupo y otros solitarios, que apuraban el paso en la misma dirección. Seguramente trataban de no llegar tarde al desayuno. Los chicos de todas las edades usaban una chaqueta roja con el sello del colegio en el lado izquierdo del pecho. Al llegar al vestíbulo, uno de los estudiantes que iba corriendo se empotró contra la pierna lesionada de Arturo, ocasionándole una punzada de dolor que se extendió desde la rodilla en ambas direcciones. Al dolor se sumó la sorpresa, por lo que no pudo contener un grito. El muchacho, de unos doce años, alto, delgado, pálido, con el cabello oscuro y los ojos negros, se quedó inmóvil, mirándolo asustado. — Lo... lo siento, señor... yo... – balbuceó. Arturo, con el rostro contraído, se apoyó con más fuerza en el bastón para no caer, respiró profundo y apretó los dientes, resistiendo hasta que el dolor cedió un poco. — ¿Cuántas veces os hemos dicho que no corráis por los pasillos? – dijo una voz femenina detrás de Arturo. – ¿Puedo ayudarle? ¿Quiere que llame a la enfermera? Arturo levantó la mirada, y pudo ver a su espalda a una mujer alta, de cabello rubio rizado y ojos pardos, que lo miraba con preocupación. El corazón le latía aprisa, pero no sabía si era por el dolor de la pierna, o por la impresión que le había causado la joven. Hizo lo posible por reponerse y lamentó el sudor que cubría su frente. — Estoy bien. No se preocupe, no ha sido nada – respondió con la voz aún entrecortada. —Será mejor que se siente. Está muy pálido. Déjeme ayudarlo a acercarse a aquel sillón. Arturo asintió, y se permitió pasar el brazo sobre los hombros de la joven para conseguir un punto de apoyo. Con su ayuda y la del bastón, pudo reducir el peso que cargaba sobre la pierna derecha, y recorrer el corto trayecto hasta el sofá que se encontraba junto al reloj de péndulo. Se sintió aliviado al poder sentarse, y al cabo de unos pocos minutos se había recuperado lo suficiente para hablar. La buena samaritana estaba de pie frente a él, y a su lado, el chico no se había movido y lo miraba angustiado. — Gracias. – le dijo a la joven, luego volteó hacia el muchacho – Estoy bien, no te preocupes. Fue un accidente. — Usted debe ser el nuevo profesor de ciencias. – Arturo asintió – Yo soy Ana Iriarte, y el torbellino que tengo al lado se llama Sebastián. — Es un placer conocerla – dijo él, extendiendo la mano – Arturo Del Bosque. Ana le estrechó la mano y sonrió. Arturo recuperaba el color poco a poco, en la medida en que el dolor se iba reduciendo. Diez años atrás, mientras luchaba contra Marcos e intentaba evitar que asesinara a Laura, uno de los Renegados le disparó en la pierna, destrozándole la rodilla. Durante la batalla recibió otras heridas incluso más graves, pero sólo esa dejó una secuela definitiva. Nunca podría prescindir del bastón, y la vulnerabilidad que le ocasionaba la vieja herida era un recordatorio constante de que a pesar de todo su poder, era humano y frágil. — No quería hacerle daño, señor – dijo Sebastián – De verdad, lo siento. Quería llegar a tiempo al desayuno, para que mi abuelo no se enfade. — ¿Tu abuelo? – preguntó Arturo, sin comprender. — Sebastián es hijo de Débora, y nieto del director – le explicó Ana, luego se volteó hacia el chico – Anda, será mejor que continúes o llegarás tarde. — Sí, señorita Ana – dijo Sebastián, compungido. Luego miró a Arturo – ¿Le dirá a mi abuelo lo que pasó?
— Fue un accidente. No hay necesidad de darle mayor importancia. — Gracias – respondió Sebastián, aliviado – Nos vemos en clase, señor. El chico reemprendió el camino a buen paso, pero sin correr. De cualquier forma llegaría tarde. Ya pasaban de las ocho y diez. — Será mejor que también nosotros nos apresuremos. No daré muy buena impresión llegando tarde el primer día. – dijo Arturo, poniéndose de pie. — ¿Está seguro que se encuentra bien? — Muy bien, gracias. Ya pasó lo peor – insistió él, comenzando a avanzar, pero cojeando visiblemente. — ¿Puedo preguntarle qué le pasó en la pierna? — Un accidente – respondió sin mayores detalles. Si le decía que había sido una herida de bala, tendría que dar muchas explicaciones. Ana se mantuvo junto al nuevo profesor, como si quisiera asegurarse que no tenía problemas para caminar. Después de recorrer la mitad del pasillo, ella abrió una puerta de roble. El comedor era grande, y era probable que en el diseño original de la casa hubiera sido usado como salón de baile. Lo ocupaban diez mesas rectangulares con asientos para quince estudiantes. En cada mesa había chicos de todas las edades. Los mayores se sentaban a las cabeceras, y Arturo supuso que se trataba de los que pertenecían a los últimos cursos. Luego se distribuían de mayor a menor, para volver de menor a mayor, con lo que los más pequeños siempre quedaban entre chicos de más edad. Arturo supuso que era una forma de mantener la disciplina. Junto a las paredes laterales, dos grandes mesas cubiertas con manteles blancos estaban llenas de bandejas con los ingredientes de un desayuno variado, así como café, té, leche y zumos de fruta. Detrás de una de ellas, sirviendo a los chicos, estaba Teresa. Arturo pudo detallarla mejor que la noche anterior y concluyó que su rasgo más destacado era la autoridad que irradiaba. Detrás de la otra mesa que cumplía la misma función, una joven veinteañera muy hermosa, de mediana estatura, con el cabello oscuro y la piel muy blanca, sonreía a los chicos mientras llenaba sus platos. Por supuesto que la mayoría de los adolescentes varones hacían fila frente a ella. En el fondo estaba la mesa de los profesores dispuesta en forma perpendicular, y ubicada en una posición que permitía observar todo el salón. El centro lo ocupaba Fernando, y a su derecha se encontraba Débora. Sólo había dos asientos vacíos, y para Arturo todos los demás eran desconocidos. Siguió a Ana hasta la mesa en la que servía Teresa. La joven se sirvió una taza de té y comenzó a seleccionar una variedad de frutas. En eso Arturo no la imitó. Su última comida fue la tarde anterior, y después de la nochecita que había tenido, se sentía famélico. Cogió una taza de café, y le pidió a Teresa que le sirviera un par de huevos fritos con jamón y pan, luego completó con un plátano. La gobernanta lo miró, e hizo un esfuerzo por ser amable. — Espero que haya dormido bien, profesor. — Dormí tan profundo, que creo que perdí la conciencia. Teresa sonrió, aunque el comentario no pareció hacerle ninguna gracia. Ana lo miró de reojo. Arturo se sentía como un conejo en una cueva llena de lobos. Claro que él no era tan indefenso como un conejo, pero no sabía en quién podía confiar. Haciendo equilibrio con la bandeja en una mano, mientras se apoyaba en el bastón con la otra, llegó hasta la mesa de profesores sin mayores percances y ocupó su puesto junto a Ana, de espaldas a los estudiantes y frente a Débora. — Buenos días – dijo, con una sonrisa. — Buenos días, Arturo – respondió Fernando, resaltando del coro de murmullos de los demás. – Me alegra ver que tiene buen apetito. – dijo señalando la bandeja. — Sí, supongo que es una consecuencia directa de la tormenta. El frío y el ejercicio me abren el apetito. Y anoche tuve buenas dosis de ambos. — Es verdad, – intervino Débora – y me temo que hemos sido muy desconsiderados. A ninguno de nosotros se nos ocurrió que podía tener hambre
después de caminar la mitad de la noche bajo la lluvia. Espero que eso no le haya impedido dormir. — De ninguna manera – respondió Arturo – Esta casa es muy propicia para el sueño profundo. Y con respecto a la cena, de cualquier forma hubiera declinado la oferta. Cuando llegué era más apremiante el cansancio que el hambre. — Permítame que le presente al resto del equipo – dijo Fernando y se dirigió primero a los ocupantes de la mesa. – El profesor Arturo del Bosque es nuestro nuevo profesor de ciencias.- luego, señalando a cada uno de los que iba presentando, añadió - Veo que ya conoció a Ana, maestra de primaria, Pedro González, quien enseña deporte. Sergio Sánchez, se encarga de la literatura, y es un prometedor poeta – añadió con un dejo de orgullo – Adriana Villar es nuestra enfermera y Carlos Soto, quien se ocupa de enseñar informática. Los demás profesores viven en el pueblo, y solo acuden en los horarios de sus clases. Así que ya se los iré presentando. Arturo inclinó la cabeza a modo de saludo. Era un grupo bastante variopinto. Pedro González era un hombre musculoso y corpulento, debía tener unos cuarenta y cinco años, usaba el cabello corto y con entradas pronunciadas. Parecía malhumorado. A la presentación respondió con un gruñido, y a Arturo le dio la impresión de estar frente a un oso poco amaestrado. Sergio Sánchez era todo lo contrario. No podía tener más de treinta y dos años, con el cabello castaño y los ojos azules, sonreía con facilidad y pareció sincero cuando le dijo a Arturo que se alegraba de conocerlo. Carlos Soto era alto y delgado, pero desaliñado. Usaba anteojos de pasta, y no dejaba de lanzar miradas furtivas a Débora, que por su parte, no parecía notar su existencia. Ya Arturo había conocido a Débora y a Ana. La tercera mujer, Adriana, no destacaba en ningún aspecto. En realidad no era bonita, pero su sonrisa le hizo sentir bienvenido. Después de los saludos de rigor, Arturo se dispuso a dar cuenta de su plato. En ese momento casi podía comprender la desesperación del hambriento ser que lo había atacado la noche anterior, pese a lo cual comió despacio, sin perder detalle de las conversaciones a su alrededor. — ¿Qué le pasó en el cuello, Arturo? – preguntó Adriana, dándose cuenta del apósito que lo cubría. — Un pequeño corte mientras me afeitaba – respondió él sin darle importancia. — Disculpe mi atrevimiento, pero pude observar cuando entró que cojea un poco más que anoche – apuntó Débora - ¿Se encuentra bien? — Es usted muy observadora. Esta mañana resbalé y me golpeé en la rodilla lastimada con el dosel de la cama – mintió él, al no querer crearle problemas al chico que lo embistió. — Tal vez sería recomendable que lo examine para asegurarnos que no se ha lastimado – apuntó Adriana – Debería pasar por la enfermería después del desayuno. Tal vez pueda suministrarle un analgésico para que se sienta mejor. — En realidad no es necesario – protestó Arturo – No quisiera comenzar el primer día molestándola. — No es molestia. Es mi trabajo. Y también debería revisar esa herida – dijo ella señalando el apósito – Por lo visto ha vuelto a sangrar. — Es extraño que haya sufrido un accidente casi al llegar – dijo Carlos – En las últimas semanas tenemos demasiados de esos por aquí. — No digas tonterías – intervino Fernando, molesto – Un accidente es un accidente. Lo último que necesitamos son supersticiones que busquen cinco patas al gato. — ¿Han tenido muchos accidentes últimamente? – preguntó Arturo, tratando de parecer inocente. — Llevamos una racha increíble – reconoció Adriana – Han explotado tres calderas. Una estantería donde guardamos artículos de deporte cayó la otra tarde sobre uno de los estudiantes y le rompió un brazo. Hubo un conato de incendio en la
cocina, que por fortuna Manuel logró apagar con el extintor antes de que fuera a más. Y en el último mes hemos sufrido dos o tres apagones por semana. — De la forma que lo dices pareciera que fuera una maldición – intervino Sergio – Es una casa vieja: el cableado y las calderas necesitan renovarse. La estantería tenía una pata rota que nadie había notado. Son cosas que pasan. — ¿Y qué me dices de las visitas a la enfermería? – insistió Adriana.– Desde hace un mes recibo estudiantes con golpes y pequeñas heridas casi a diario. — Son chicos. – intervino Fernando – Son inquietos, están en edades difíciles y se creen invencibles. Es normal que de vez en cuando sufran alguna raspadura. Nos ha ocurrido a todos. Sólo es necesario reforzar un poco la disciplina. La conversación siguió su curso y Arturo no perdió detalle. Aquello le recordaba lo que él mismo había vivido cuando era un huérfano más en el hospicio. Pequeños accidentes, objetos que dejaban de funcionar en forma más o menos aparatosa, dependiendo de su estado de ánimo. No era una maldición, pero tampoco era normal. Estaba seguro que se trataba de un Potencial: un joven con poderes que comenzaban a manifestarse en la etapa previa a la adolescencia, y que se encontraban fuera de control. Por lo que escuchó, Günter tenía razón al afirmar que el Potencial era muy fuerte, y Arturo podía añadir que no era feliz. Por experiencia sabía que esas explosiones de energía ocurrían como consecuencia de la frustración, la ira y el dolor. Recordaba con claridad lo que ocurrió en una ocasión después que haber sufrido un castigo injusto… Lo habían golpeado con un cinturón de cuero por alguna nimiedad, y mientras yacía en su camastro después de la paliza, sintió que la sangre le hervía de indignación. Entonces se produjo una explosión de gas que hizo saltar por los aires la mitad del edificio, incluyendo la cocina y el despacho del director. Por suerte era de noche y nadie resultó lastimado, pero pudo haber sido una masacre. Tenía que identificar al chico y hacerlo cuanto antes. “Antes que lastime a alguien sin querer – pensó Arturo – y antes que lo encuentre el Renegado”. — ¿Se encuentra bien, Arturo? – preguntó Débora. Él permaneció un momento en silencio, aún sumido en sus pensamientos. – ¿Arturo? Parece preocupado. — Estoy bien – dijo él. Se había quedado inmóvil, mientras sostenía el tenedor en la mano, sin intentar comer. Dejó el cubierto en el plato y lo retiró un poco. Había perdido el apetito. — ¿No será supersticioso? – preguntó Débora con malicia. — ¿Un profesor de ciencias? – intervino Carlos – Sería peculiar. — No soy supersticioso. Al menos, no en los términos habituales. Lo miraron confundidos, sin saber a qué se refería. Adriana tomó la palabra. — Si ya terminó de desayunar, será mejor que me acompañe a la enfermería antes de que comience su primera clase. Arturo se dispuso a protestar, pero Sergio intervino con una sonrisa. — Será mejor que le haga caso, Arturo – le dijo en tono jocoso – No conoce a estos chicos: son depredadores. Si huelen la sangre se abalanzarán sobre su cuello como vampiros. Sergio se rio. Adriana y Carlos secundaron sus carcajadas. Arturo lo miró y se limitó a sonreír. No le gustó la broma. Tenía aún muy reciente el recuerdo del ente que había tratado de alimentarse de su energía. Ese sí era un vampiro.
Capítulo cinco: Visita a la enfermería.
En la enfermería, Adriana hizo que Arturo se acostara en la camilla, se aseguró que el golpe en la rodilla no hubiera tenido consecuencias, y se dispuso a retirar el apósito, que ya estaba empapado de sangre. Cuando vio la herida frunció el ceño. — ¡Por Dios! ¿Cómo se hizo esto? — ¿Se ve muy mal? – preguntó Arturo. — Es muy profunda, y sigue sangrando. Será necesario al menos un punto de sutura para que pueda cicatrizar. — Supongo que el apósito no fue suficiente. — Lo hubiera sido en una herida más superficial – se estremeció sin querer – Tuvo suerte, Arturo, unos pocos centímetros más y hubiera comprometido la yugular. Y si eso hubiera ocurrido... — Lo sé. ¿Puede suturarla? —Sí, pero necesitaré ayuda. Adriana fue hasta su escritorio y cogió el móvil. Hizo una llamada, y pidió a la persona con la que habló que acudiera para que le sirviera de ayudante. Arturo se quedó pensativo. Aún no sabía si el corte había sido una advertencia o un intento de homicidio frustrado. En cualquier caso, tuvieron la oportunidad de deshacerse de él con mucha facilidad a pocas horas de iniciado el juego. Eso le ponía los pelos de punta. Necesitaba reforzar sus protecciones o sería otro ejemplo más de la racha de accidentes desafortunados. Adriana se acercó con una jeringa que portaba una aguja que le pareció demasiado grande. Tenía un problema inmediato. No podía confiar en nadie. No sabía si la enfermera era el Renegado, y si era así, él le estaría ofreciendo su cuello al verdugo. Por otro lado, no tenía alternativa. Desde que vio la herida supo que necesitaría atención médica, y marcharse del internado para acudir a Urgencias estaba descartado. Podían ocurrir muchas cosas en su ausencia. Ninguna buena. — Relájese, Arturo, y cierre los ojos si lo prefiere. Sentirá un pinchazo y un leve dolor. ¿Es alérgico a la anestesia? — Sí – se apresuró a decir él. No podía saber lo que contenía la jeringa y no estaba dispuesto a averiguarlo cuando fuera demasiado tarde. – Soy alérgico – agregó. — Vaya, ese sí es un contratiempo. – dijo Adriana, dejando de lado la jeringa. Tocaron la puerta, y Arturo se sintió aliviado cuando vio entrar a Débora, aunque enseguida comprendió que no tenía forma de saber si ella era Renegada o no. Sin embargo, un mayor número de personas involucradas representaba un riesgo menor de que intentaran eliminarlo. ¿O no? Maldijo su suerte y a los Sabios que le habían metido en ese brete y lo habían dejado sólo. Respiró profundo. Tendría que dejar que lo curaran, y confiar en que ninguna de las dos mujeres fueran sus enemigos o que si lo eran, no escogieran ese momento para deshacerse de él. En pocas palabras, Adriana le explicó a Débora la situación. — Tal vez sea mejor que lo llevemos a Urgencias – dijo Débora, lo que tranquilizó a Arturo. Si tuviera intenciones de eliminarlo no haría esa sugerencia. — Puede que tengas razón – respondió Adriana. – La herida está muy cerca de arterias y venas más grandes que las dañadas. Sin anestesia podría moverse y eso sería muy peligroso. En el hospital pueden sedarlo, lo que facilitaría la cura. — No iré a Urgencias – dijo él con firmeza. — Arturo, escuche... — Confío en ustedes. Lo harán bien. — No comprende. Tendré que suturar sin anestesia. Si se mueve mientras lo hago, podría seccionar un vaso sanguíneo importante, y empeorar la situación. Es muy peligroso.
— No me moveré. – insistió él. — Llamaré a mi padre – dijo Débora – Puede ayudarnos a sujetarlo, o hacer que entre en razón. — ¡No! – respondió él con firmeza – No quiero a nadie más aquí. Confío en ustedes. No quiero que se involucre nadie más. Ambas mujeres se miraron entre sí, sin comprender su reticencia. Al fin Adriana tomó una decisión. Suspiró resignada. — Será mejor que lo hagamos. — ¿Está seguro que no se moverá? – preguntó Débora. — Sólo denme un minuto para prepararme. – dijo él. Arturo cerró los ojos y se concentró en su respiración. No era su poder lo que invocaba. Durante la batalla en la que murieron Marcos y Laura, Arturo resultó gravemente herido. Cuando despertó en el hospital y fue consciente de las consecuencias de lo que había ocurrido se sintió culpable, y una profunda melancolía se apoderó de él. Cayó en una severa depresión que ameritó atención por un psiquiatra. Sin resultado. Su estado psicológico preocupó a los Sabios, y Günter lo arregló todo para que fuera recibido en un monasterio tibetano, donde esperaba que pudieran ayudarlo a alcanzar la cura espiritual que necesitaba. Arturo permaneció dos años con los monjes, sometiéndose a la férrea disciplina como uno más. Aprendió técnicas de meditación y a controlar su propio cuerpo. No consiguió sanar del todo las heridas de su alma. Eran demasiado profundas, pero superó su dolor lo suficiente para regresar al mundo. O casi. Una vez en casa se presentó ante los Sabios, dimitió de su cargo de Primer Guardián y les pidió permiso para dedicarse al estudio. Pese a que lamentaban perder a su mejor soldado accedieron, tal vez por la influencia de Günter. Arturo viajó al norte de Escocia, y compró un viejo faro abandonado en un islote, lo reparó él mismo hasta hacerlo confortable. Después de todo, estaba bastante acostumbrado a las privaciones y no necesitaba mucho para vivir. El trabajo, el estudio, el aislamiento, y la cercanía de los elementos que formaban parte de su naturaleza, le permitieron alcanzar la suficiente paz para mantenerse vivo y no perder la cordura. Hasta que apareció Günter para sacarlo de su retiro. Al cabo de unos minutos tuvo dominio de su cuerpo, abrió los ojos e hizo un gesto de asentimiento a Adriana. Ambas mujeres habían aprovechado ese tiempo para ponerse guantes, mascarillas, y preparar los instrumentos que necesitaban. La enfermera sostenía unas pinzas en una mano, y una tijera en la otra. Aunque Arturo tenía motivos para que esa imagen le causara temor, era capaz de mantener sus emociones bajo control. Débora se colocó junto a él, y le sostuvo la cabeza entre las manos. En cuanto Adriana tocó la herida con la aguja de sutura, Arturo necesitó de toda su concentración y fuerza de voluntad para no saltar de la camilla. — Por lo que más quiera, Arturo – dijo Adriana en un susurro – No se mueva. Arturo contuvo la respiración y sus músculos se pusieron en tensión por un momento, pero luego, siguiendo las enseñanzas de los monjes, comenzó a respirar pausadamente con el fin de mantener el control. Su frente se cubrió de sudor, pero conservó la calma concentrándose en su respiración. Sin alterar la postura, dirigió la mirada hacia atrás y pudo ver el rostro de Débora, en parte oculto por la mascarilla. La compasión y la dulzura que reflejaban sus ojos verdes lo conmovieron, y deseó con todas sus fuerzas que no fuera ella la persona que debería detener. Arturo se sorprendió cuando sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y éstas corrían por las comisuras con cada parpadeo y se deslizaban por su rostro. Se sintió avergonzado. No estaba muy seguro de si el llanto era producto del dolor de la cura, o del recuerdo de lo que había perdido, y que la mirada de Débora había traído al presente. Por escasos segundos creyó que era Laura la que sostenía su rostro. Después de todo, ella había sido la única en toda su vida que lo había tratado como a un ser humano normal.
Se sintió un poco mareado mientras Adriana continuaba su trabajo. Por suerte era bastante diestra y no demoró mucho. — Ya casi termino – dijo Adriana con amabilidad – Estoy cerrando la piel, falta muy poco. Débora ya no le sostenía la cabeza, sino que le pasaba un paño húmedo por el rostro limpiándolo de sudor y lágrimas. Cuando él la miró, ella sonrió debajo de la mascarilla. La punzada de la aguja al penetrar la piel lo tomó por sorpresa, y por primera vez se quejó, aunque evitó moverse tensando los músculos y apretando los dientes. — Es el último punto – le anunció Débora – Es usted muy valiente. — O muy necio – murmuró él. — Es posible. — Es todo, – dijo Adriana, mientras usaba una gasa para limpiar la herida ya cerrada, y el resto de su cuello.– Ahora sí cicatrizará sin problemas.– Cubrió la herida con un nuevo apósito – ¿Quiere un analgésico? — No será necesario, gracias. – dijo Arturo, que aún tenía sus dudas acerca de los medicamentos que le pudieran suministrar allí. — Un hombre que no teme al dolor – dijo Adriana con una sonrisa – Debe ser usted el ejemplar de una nueva especie. Arturo miró a la enfermera tratando de descubrir si había un doble sentido detrás de sus palabras, pero no encontró ninguno. Se incorporó, y una mano lo detuvo. — No se apresure – le dijo Débora, apretándole el hombro. – Necesita descansar. — No, estoy bien. Debo dar una clase. Miró el reloj. Las nueve y diez. Llegaría un poco tarde, pero para eso ya no había remedio. — ¿Está seguro que se encuentra bien? – insistió Débora – Aún se ve pálido. — Sí, estoy seguro. — Entonces lo acompañaré – dijo Débora, mientras le entregaba un vaso lleno de agua, que él bebió agradecido. – Ya mi padre está en el salón de clases. Está enterado de la razón de su retraso, así que no debe preocuparse. — Gracias – dijo Arturo, y se puso de pie. Sonrió a Adriana, y ella le devolvió la sonrisa mientras recogía los instrumentos. A Débora no se le escapó la mirada que le dirigió su amiga al nuevo profesor. Conocía a Adriana lo suficiente para saber que había quedado impresionada con él desde que lo vio en el comedor. Y la demostración de coraje de Del Bosque no había hecho sino reforzar ese sentimiento. Débora se alegraba. Su amiga merecía ser feliz. Sólo esperaba que Arturo no la decepcionara.
Capítulo seis: La primera clase.
Sebastián mantenía la vista fija en el libro, pero no podía concentrarse en la lectura. Su abuelo estaba sentado en el escritorio del profesor con el periódico desplegado. Les había dicho que el nuevo maestro de ciencias se retrasaría un poco, porque había sufrido un pequeño accidente y estaba en la enfermería. Mientras lo esperaban, debían sacar un libro y estudiar. Sebastián sintió un vacío en el estómago con la explicación de su abuelo. ¿Habría sido su encontronazo con el profesor lo que lo había lastimado? Pero él mismo le aseguró que estaba bien. ¿Se habría enterado su abuelo? Por un momento deseó que así fuera, y estuvo a punto de levantarse y confesar para recibir un castigo que lo hiciera sentirse menos culpable, pero se contuvo. Si hacía eso, tendría muchos problemas. Francisco Dorta y su grupo estaban convencidos que él era un chivato, y si se acusaba a sí mismo, no volverían a dejarlo en paz. Cualquiera hubiera pensado que ser el nieto del director e hijo de la psicóloga del colegio sería una ventaja, pero nada más lejos de la realidad. Sus compañeros lo consideraban un espía, un acuseta que correría a contar cualquier falta a la primera oportunidad, aunque en toda su corta vida, él no había delatado nunca a nadie. Pero cualquiera le hacía entender eso a Francisco, o a Mario, o a Karina, o a cualquier otro chico del colegio. Diana era la única que le dirigía la palabra. Sebastián sabía que había un chivato, pero no tenía idea de quién se trataba, y desde luego, él siempre era el principal sospechoso. O más bien, ya lo habían declarado culpable. Hubiera querido averiguar quién era el topo y ajustar cuentas con él, pero sabía que no serviría de nada preguntárselo a su madre o su abuelo. Ninguno de ellos aprobaba la delación, y era seguro que el que se iba de la lengua lo hacía con otro maestro. Con la vista baja miró en ambas direcciones. A su izquierda, Francisco jugaba con su móvil por debajo del escritorio. A su derecha, Mario buscaba artillería en una pequeña bolsa de canicas para el estreno del nuevo maestro. Le tenían preparada una bienvenida y Sebastián no estaba de acuerdo. El nuevo profesor le caía bien, pero no sabía qué podía hacer al respecto sin chivarse. Y eso lo angustiaba. Dos asientos adelante, Diana volteó con disimulo, lo miró y sonrió. Eso lo ayudó a tranquilizarse. Era una chica muy bonita y popular entre los chicos. El hecho de que fuera su amiga no dejaba de sorprenderlo. Algunas veces, Sebastián sospechaba que parte de la inquina que le tenía Francisco se debía a su amistad con Diana. En la pared el reloj marcaba las nueve y diez minutos. ¿Dónde se habría metido el profesor de ciencias? ¿Tan lastimado estaba? Se abrió la puerta y Sebastián sintió alivio cuando vio a su madre acompañada de Del Bosque. Su abuelo levantó la mirada del periódico y sonrió. Se puso de pie, e hizo un gesto para que la clase lo imitara. Estrechó la mano del profesor, y hablaron en voz baja. Luego se dirigió a la clase. — Chicos – dijo con su voz profunda – Os presento a Arturo Del Bosque, vuestro nuevo profesor de ciencias. Espero que sepáis comportaros y no quiero recibir quejas. — Sí señor director – dijeron a coro. — Bienvenido profesor. Lo dejo para que comience su clase. — Gracias. Apoyado en el bastón, el profesor se paró frente a la clase, mientras su abuelo y su madre se marchaban. Les sonrió y paseó la mirada por el salón. Cuando sus ojos se encontraron con los del maestro, Sebastián sintió una corriente de aire en la nuca que lo hizo estremecerse. — Buenos días, chicos – saludó, mientras aún permanecían de pie – Como os dijo el director, mi nombre es Arturo Del Bosque, pero vosotros podéis llamarme
Arturo. – Sonrió – Quiero aprenderme vuestros nombres, y me ayudaréis mucho en eso si los decís en voz alta mientras os sentáis de uno en uno. Arturo señaló con la cabeza el pupitre del primer alumno a su izquierda, y el chico dijo su nombre y se sentó. Todos hicieron lo mismo, de uno en uno, hasta el último. El profesor asintió y sonrió. — Bien, ahora que sé vuestros nombres... – sonó una carcajada general. – ¿He dicho algo gracioso? — Dijo que sabe nuestros nombres – intervino Francisco, sin dejar de reírse. – Es imposible que se los haya aprendido tan rápido. — ¿Tú crees, Francisco? – le preguntó el maestro – Entonces no debería saber que el que se sienta a tu derecha se llama Juan Soriano, o que tienes delante de ti a María Campiño. – dijo, mientras la sonrisa de Francisco daba paso a una expresión de sorpresa – Tampoco debería recordar que esta joven a mi izquierda es Diana Ortiz... Primera lección, chicos, nunca deis por seguro lo que muestren las apariencias. Remitiros a los hechos y las pruebas. Ahora comenzaremos la clase de ciencias. En este curso veremos: Matemáticas, Física, Química y Biología. Arturo se acercó al pizarrón y de espaldas a los chicos comenzó a escribir los nombres de las materias que daría ese curso. Era la oportunidad que esperaba Mario, que sacó la resortera y la canica que había escogido. — No lo hagas Mario – susurró Diana – Nos meterás en problemas y puedes lastimar al profesor. Mario se limitó a hacer burla de la chica, mientras Francisco lo animaba con gestos. El gamberro apuntó a un recipiente precariamente sostenido en el borde superior de la pizarra, justo encima de Del Bosque. Sebastián sabía que estaba lleno de harina. A Mario se le escapó una risita y disparó. Dio en el blanco, haciendo que el recipiente se volcara, pero una repentina corriente de aire se llevó la harina en dirección a la ventana, sin que una sola pizca cayera sobre el profesor. El cuenco volcado se precipitó en vertical. Arturo lo atrapó sin verlo en el mismo momento que se daba vuelta y miraba a la clase, luego lo puso sobre el escritorio, como si lo que había ocurrido fuera completamente normal. — Muy bien ¿Quién puede explicarnos qué fuerzas de la física se han visto envueltas en la pequeña broma de nuestro amigo Mario? Sebastián miró con asombro a Arturo, que lejos de enfadado parecía divertido. La clase al completo tenía los ojos desorbitados y la boca abierta por la sorpresa, y Mario que había escondido la resortera debajo de la mesa estaba blanco del susto. — ¿Por qué no lo haces tú, Mario? — Yo, yo... yo no hice nada, profesor. – balbuceó el chico. Arturo ladeó la cabeza, y la resortera se deslizó del escritorio y cayó al suelo desatando un coro de carcajadas que liberó la tensión. — ¿Tal vez prefieres que lo explique yo? – preguntó el maestro, condescendiente. Mario asintió sin cambiar la cara de susto. – Muy bien, entonces comencemos por aprender cómo funciona una resortera... La clase fue divertida, o eso le pareció a Sebastián. Arturo fue explicando las leyes de la física implicadas en cada uno de los sucesos desde que Mario cogió la resortera hasta que el recipiente cayó en sus manos. En la medida que hablaba, el culpable de la broma se iba retrayendo más y más en su asiento. Había hecho el ridículo, y Sebastián estaba seguro que la próxima gamberrada se la pensaría muy bien. Arturo se paseaba por el salón mientras hablaba, y parecía que los hubiera hipnotizado porque todos se mantenían alerta a cada una de sus palabras, y no parecían aburridos como en otras clases. El único que lo ignoraba era Francisco, que continuaba jugando con su móvil oculto debajo de la mesa. Después de unos minutos de iniciada la clase, el profesor pasó junto a Francisco, y aunque Sebastián estaba seguro que lo había visto jugando, pretendió no darse cuenta.
Arturo continuó su explicación, y la siguiente vez que pasó junto al chico rebelde, el móvil dio un chispazo que hizo que Francisco lo soltara con un grito. El móvil cayó al suelo y Arturo lo recogió sin decir nada. — Oiga. Es mío – protestó Francisco – Me lo regaló mi padre, no me lo puede quitar. — Te lo devolveré al terminar la clase – dijo Arturo, y le mostró el “aparatejo” que aún echaba humo – De cualquier manera, no creo que así lo puedas usar. Francisco suspiró resignado. Ya no podría fardar con el móvil de última generación que le había regalado su padre rico. Sebastián sonrió, pero se cuidó que su adversario se diera cuenta. La cara de Francisco reflejaba frustración y desconcierto. Ese no había sido un buen día para los abusones de la clase, y Sebastián se sintió reconfortado por ello. Hora y media después, la campana anunció el fin de la clase, y una exclamación general de decepción se escuchó. Por primera vez habían disfrutado una clase de ciencias. Arturo se sentó en el escritorio al frente mientras salían, y Sebastián se demoró recogiendo sus libros. Mario se acercó con timidez al maestro. — ¿Me denunciará al director por la broma, señor? — No. Creo que aprendiste la lección – la sonrisa de Mario expresó alivio. — Gracias, señor. Me gustó la clase. Francisco, con cara de mal humor se paró frente al maestro, desafiante. — ¿Me devuelve mi móvil? Arturo cogió el aparato, que estaba sobre el escritorio y se lo lanzó con suavidad al chico. Francisco lo atajó en el aire y lo miró con sorpresa. — ¡Funciona! – exclamó – ¿Cómo...? — No lo vuelvas a traer a clase, Dorta – le dijo Arturo con seriedad – La próxima vez podría dañarse definitivamente. Los dos gamberros salieron entre confundidos y aliviados. Arturo se puso de pie y miró en dirección a Sebastián, le sonrió con complicidad, y salió del salón.
Capítulo siete: Nuevas reflexiones.
El día fue largo, pero Arturo tenía que reconocer que había disfrutado su papel de profesor. Admiraba a los que se dedicaban a enseñar a los más jóvenes, y había respetado a su propio Maestro como si fuera un padre, pero esta experiencia le estaba haciendo comprender lo gratificante que resultaba la tarea. Mucho mejor que luchar a brazo partido contra Renegados y fuerzas hostiles. Nunca comprendió a Marcos, que siempre ambicionó ser soldado. Tal vez si los Sabios lo hubieran elegido a él para Maestro, y a Marcos para Guardián, su hermano nunca se hubiera rebelado como lo hizo. En el fondo, Arturo sabía que eso no era verdad. El orgullo y la soberbia de Marcos fueron su perdición, y nada hubiera cambiado su inconformidad, con independencia del papel que cumpliera entre “Los Druidas”. Sentado en el sillón frente a la chimenea de su habitación, Arturo trataba de descansar y ordenar sus ideas. Había restablecido las barreras de energía de las paredes en cuanto recuperó fuerzas suficientes para ello, y puso también algunas pequeñas trampas con cada uno de los elementos, que saltarían si cualquier ente desagradable decidía visitarlo. Tocó con suavidad la herida del cuello a través del apósito. Aún dolía. La noche anterior cometió el error de subestimar a su enemigo. Un hombre con un cuchillo o una pistola podía matarlo con la misma eficiencia que si usaba el poder. Por eso colocó una alarma con aire y energía. Si cualquier persona entraba en el cuarto sin su consentimiento, se escucharía una pequeña explosión de aire comprimido que lo pondría sobre aviso, aunque estuviera profundamente dormido. Cerró los ojos y se dispuso a recapitular lo que averiguó. No era mucho. Una serie de accidentes habían ocurrido en el último mes. La turbulencia podría explicar algunos, pero la naturaleza específica de la mayoría de ellos hacía pensar en un Potencial bastante fuerte. Sin embargo, un Iniciado como él no debería tener problemas para detectar la presencia del poder en otra persona, a menos que se hubiera establecido una barrera, lo cual le preocupaba mucho. Tampoco pudo identificar al Renegado, pero eso no le sorprendió, porque en ese caso ya suponía que tendría protección. Los hombres y mujeres que poseían el poder de manipular las fuerzas de la naturaleza se llamaban a sí mismos Portadores, y éstos a su vez se dividían en Potenciales, por lo general jóvenes que aún no habían aprendido a controlar sus capacidades y en muchos casos, ni siquiera conocían su existencia, los Aprendices, quienes se mantenían bajo la tutela de un Maestro designado por los Druidas. Y por último, estaban los Iniciados, aquellos que habían culminado su preparación, y eran capaces de controlar por sí mismos el uso del poder. Todo Iniciado debía jurar lealtad a los Druidas, y el juramento incluía el compromiso de no usar sus habilidades para beneficio propio, ni para dañar inocentes. Una vez que el Aprendiz recibía el beneplácito de los Sabios para prescindir de supervisión y se convertía en Iniciado, se le designaba un papel dentro de la organización, dependiendo de su fortaleza y pericia. Podían convertirse en Buscadores, aquellos que recorrían el mundo con la misión de encontrar nuevos Potenciales. Luego venían los Maestros, que eran los encargados de enseñar el uso del poder a los más jóvenes. Un Maestro no podía recibir más de dos Aprendices a la vez, aunque los Potenciales eran tan escasos que eso por lo general no representaba ningún problema. Sin embargo, en algunas ocasiones, los Sabios podían autorizar a cualquier Iniciado a actuar como Maestro aunque su función original fuera diferente. Por encima de los Maestros estaban los Guardianes, cuya función era defender a la Sociedad, y a los Inocentes o No Portadores, de cualquier fuerza hostil de la
naturaleza, o de cualquier peligro relacionado con el poder, en este caso, los Renegados. Entre los Inocentes había algunos que poseían una pizca de poder, aunque no suficiente para usarlo voluntariamente. Eran los Pasivos, y por lo general, nunca llegaban a conocer la existencia del fenómeno. El último peldaño en la jerarquía eran los Sabios. Sólo había cinco en todo el mundo, y para alcanzar ese nivel era imprescindible tener más de ciento cincuenta años. El poder ralentizaba bastante el proceso de envejecimiento, y no era extraño que un Iniciado llegara a vivir más de doscientos años. Aunque no estaba escrito, era tradición que el Primer Sabio hubiera formado parte de los Guardianes, y de ser posible alcanzado el título de Primer Guardián. Era por eso que se esperaba que algún día Arturo ocupara el lugar de Günter como jefe máximo de los Druidas, y todos creían que esa era una de las razones que motivó a Marcos a rebelarse. No soportaba la idea de que su hermano tuviera una jerarquía mayor que él en la organización. Hasta la aparición de Arturo, todos alababan la fuerza del poder de Marcos. Arturo suponía que el odio que su hermano le demostró en sus últimos días nacía en su primer encuentro, aunque Marcos supo ocultarlo por años. A Arturo le preocupaba no haber podido identificar al Potencial, que estaba seguro que existía. La única explicación posible era que usara una barrera. La barrera era un objeto, que podía tratase de una joya, o cualquier accesorio que se llevara encima, que había sido imbuido de energía y contenía los cuatro elementos. En el caso de Arturo, su medallón actuaba como barrera, y siendo Guardián, poseía también un conductor, que le permitía concentrar y dirigir su poder en medio de una batalla. El suyo era el bastón, cuyo puño él mismo había fabricado. La barrera tenía varias funciones, ayudaba a canalizar la fuerza y a utilizarla con mayor facilidad, pero lo más importante era que no permitía a otros Iniciados detectar el poder en aquel que la poseía. En el caso de que la barrera fuera usada por un Inocente, impedía que se empleara el poder contra él. Lo protegía. Arturo le había regalado una barrera a Laura cuando estuvieron juntos, aunque no le dijo de qué se trataba hasta que le confesó toda la verdad sobre sí mismo. El objeto era un dije con la forma del Nudo celta, al que había grabado las iniciales de ambos en la parte posterior. Igual que su medallón lo había forjado con cuarzo, acero, oro y plata. Fue Arturo quien lo elaboró con sus propias manos, proporcionándole su energía durante todo el proceso, lo cual lo convirtió en una barrera muy poderosa. Si Laura lo hubiera usado cuando Marcos la tomó como rehén, no la hubiera podido matar con el poder como lo hizo. Hubiera rebotado destruyendo a su agresor. Pero ella abandonó a Arturo cuando supo lo que era y el mundo en el que se desenvolvía. Debió deshacerse del dije junto con el amor que alguna vez le profesó. Arturo hizo a un lado los recuerdos de Laura, tan dolorosos, y volvió a concentrarse en el problema que tenía. La única forma en que un Potencial usara una barrera era que un Iniciado se la hubiera entregado, pero si ese era el caso, ¿por qué ese Iniciado no había comenzado la instrucción? ¿Por qué permitía que continuara sin control, representando un riesgo para sí mismo y para los demás? Era posible que el Renegado lo hubiera identificado, y que lo dejara actuar con total libertad porque el caos resultante convenía a sus planes, pero era demasiado arriesgado. Un Potencial con esa fuerza sin control representaba un peligro para todos los que estuvieran a su alrededor. Y eso incluía al Renegado. Si bien era cierto que todos los Iniciados, renegados o leales, usaban una barrera que los protegería directamente del poder, la realidad era que por lo general eran las consecuencias físicas lo más peligroso. Si el Potencial ocasionaba una explosión o creaba una tormenta de fuego, el que fuera alcanzado resultaría quemado, con o sin barrera, y eso era algo que los Renegados sabían. Arturo respiró profundo. Aquella misión estaba resultando más difícil de lo que creyó en un principio. Debía encontrar al chico, y hacerlo rápido, por su propio bien y
el de todos los que vivían en el colegio. Pero ese era solo uno de sus problemas. También estaba el Renegado. Tenía claro que su enemigo lo había reconocido, puesto que apenas llegó, ya había intentado asesinarlo. Arturo en cambio, no tenía idea de quién se trataba. Durante todo el día observó a los adultos y no encontró ningún indicio que le señalara un sospechoso. Tendría que esperar a que volviera a actuar, y estar más atento. Estaba seguro que volvería a atacarlo, sólo que esta vez lo encontraría más alerta. Por otro lado, también le preocupaban las turbulencias, y después de lo que había visto la noche anterior con el parásito de energía comprendió que el problema era muy grave. En la naturaleza existían fuerzas que recorrían la Tierra y tenían que ver con los elementos. Fuerzas eólicas, hidráulicas, electromagnéticas, que daban salida a enormes cantidades de energía, preservando la integridad del planeta. La distribución de esas fuerzas no era uniforme, sino que había zonas de la geografía donde eran casi inexistentes, y otras donde se manifestaban con intensidad. La montaña donde se encontraba el colegio era uno de esos lugares de energía concentrada. Cuando esa energía alcanzaba niveles peligrosos se hablaba de turbulencias. Como cualquier fenómeno natural, no respondían a ninguna voluntad, sino que simplemente ocurrían. Por lo general daban origen a tormentas, inundaciones, incendios, terremotos, pero también podían manifestarse de maneras más sutiles, aunque no por ello menos peligrosas. En presencia de un Pasivo, la energía podía tomar formas relacionadas con las emociones del sujeto, que actuaba como conductor involuntario. Entonces se hablaba de fenómenos paranormales, fantasmas, objetos que se movían, y similares. Pero en el colegio la situación era mucho peor. Se daba la peligrosa combinación de turbulencias y un Potencial descontrolado. La mezcla podía ser explosiva. Por encima de todo eso, lo que más preocupaba a Arturo era el comportamiento del ente que lo atacó la noche anterior. Nunca había tropezado con algo parecido. Ningún fenómeno natural absorbía energía, y mucho menos con intención. Aquella cosa parecía un ser vivo hambriento y dispuesto a destruir a su presa. Recordó las palabras de Günter cuando le habló de la presencia del Renegado y del ejemplo de huracanes dirigidos por una voluntad. Según Günter le explicó, las turbulencias podían ser manipuladas para que tuvieran un comportamiento deliberado. Aunque en este caso la conciencia la aportaría el manipulador, como un titiritero que mueve los hilos, y la intención casi siempre sería el sometimiento de las víctimas, e incluso el homicidio. En el pasado remoto, esas manipulaciones habían sido recogidas en la tradición popular como invocaciones de demonios. Por supuesto que semejantes prácticas estaban prohibidas y constituían un grave delito, pero Arturo sabía que Marcos siempre se había sentido fascinado con ese tipo de fenómenos, y que uno de los cargos que pesaba sobre él tenía que ver con experimentos de esa forma de control de energía, que habían ocasionado la muerte de uno de sus Aprendices. Si lo había logrado y pudo transmitir ese conocimiento a sus seguidores, eso explicaría el ente al que se enfrentó la noche anterior. Pero Marcos era muy fuerte en el poder, no tanto como Arturo, pero era el único aparte de él que era capaz de usar la energía en estado puro, lo que sería fundamental a la hora de llevar a cabo la manipulación. Ningún otro Renegado podría hacerlo, y Marcos estaba muerto. Arturo negó con la cabeza. Necesitaba ser amplio en su criterio, o no descifraría el misterio. Él nunca estuvo interesado en ese tipo de uso del poder. Le parecía una aberración porque siempre sería usado para causar daño, pero recordaba el tiempo siendo Aprendiz, en el cual Marcos entusiasmado por alguna lectura prohibida, le contaba sus descubrimientos, pensando que él secundaría su euforia. Se esforzó en hacer memoria, y recordó que en una ocasión su hermano adoptivo le habló de la fabricación de un objeto, similar a un conductor, pero que en este caso tendría la función de concentrar el poder de varios Iniciados y canalizarlo en las turbulencias para moldear la energía y crear cualquier tipo de ente.
Los ojos de Arturo se abrieron como platos, y sintió un escalofrío. Si estaba en lo cierto, lo que buscaba no era un Renegado, sino varios con la capacidad de sumar su poder en un solo canal. Tembló al comprender lo que eso significaba, y también la fortaleza de aquello a lo que se enfrentó. Era un milagro que hubiera salido con vida, y eso explicaba la torpeza de sus enemigos al usar un cuchillo para completar el trabajo cuando su truco falló. Debían estar furiosos por su fracaso. Arturo comprendió que debía escribir un informe. Era necesario que los Sabios supieran a lo que se enfrentaban, en especial si él resultaba muerto en la misión. Miró el reloj. Faltaba media hora para la media noche. Tenía tiempo de redactar la nota antes de su siguiente incursión. Se sentó al escritorio y comenzó a escribir, mientras se esforzaba en ser objetivo y concreto, dejando a un lado las emociones que lo embargaban.
Capítulo ocho: La rebelión de las cacerolas.
Carmen abrió los ojos y comprendió que aún faltaba mucho para el amanecer. Se incorporó y escuchó los ronquidos de su tía Teresa en la cama vecina. Le hubiera gustado poder dormir así, profundamente y sin interrupciones, pero desde hacía varias semanas era extraña la noche en la que no la perturbaba el insomnio. Se estiró y se levantó. Sintió un estremecimiento, tal vez por el frío, aunque si era sincera consigo misma tendría que reconocer que tenía un poco de miedo, pero no podría decir qué lo ocasionaba. Carmen entró a trabajar como asistenta en el colegio ese mismo año, cuando comenzaron las clases al final del verano. Su tía la había recomendado, y ella estaba satisfecha con el trabajo. Eran amables, la respetaban, y en cierto modo le parecía divertida la forma en que los adolescentes trataban de llamar su atención. Ya su tía le advirtió que debía cuidarse de intimar con ningún estudiante, y la verdad era que a Carmen no le atraía ninguno. Eran críos, pero le simpatizaban. Se puso una bata y decidió bajar a la cocina para prepararse una taza de leche caliente que tal vez la ayudara a volver a conciliar el sueño. Cogió una linterna de la mesita para no encender la luz y salió al oscuro pasillo. Por suerte no llovía. La tormenta de la noche anterior la había asustado. Aunque Carmen creció en el pueblo, en la Sierra del Cuervo, y estaba acostumbrada a la furia de los elementos, nunca había visto una tormenta así. Las escaleras auxiliares permitían llegar desde las habitaciones de los empleados hasta la zona de la cocina sin dar ningún rodeo. Las bajó despacio para que el crujido de la madera no despertara a nadie. Entró en la cocina, encendió las luces y buscó la leche en el refrigerador, luego la vertió en un pequeño cazo que puso en el fuego. No llovía, pero el viento silbaba como si quisiera arrancar la casa de sus cimientos. Carmen volvió a estremecerse, pero trató de no pensar en otra cosa que no fuera la taza de leche. Apagó el fuego, cogió la taza y se sentó en la mesa de la cocina, bebiéndola despacio. El viento pasó de silbar a rugir, como si se hubiera enfurecido. Carmen sintió un escalofrío y se preguntó si se estaría resfriando, se arrebujó en la bata y siguió bebiendo la leche. Entonces comenzó a suceder. Un tintineo llamó su atención. Volteó a mirar qué lo provocaba y vio las ollas y sartenes que colgaban de los ganchos vibrando y golpeándose unas contra otras. “Es el viento”, se dijo. “Tiene que ser el viento”, pero las ventanas permanecían cerradas y no había ninguna corriente en la cocina. Carmen, paralizada por el miedo, con desesperación trataba de encontrar una explicación a lo que veía. “Un terremoto”, pensó, “un temblor de tierra”, pero los objetos que estaban encima de la mesa no se movían. Lo que fuera, sólo afectaba a los que se encontraban colgados. Carmen se puso de pie con lentitud, sin dar la espalda al movimiento que la había aterrorizado. Hubiera querido gritar, pero no le salía la voz. Las lágrimas le comenzaron a correr por las mejillas en la medida en que el tintineo de las sartenes aumentaba en intensidad. De repente, una de las ollas salió disparada como un proyectil hacia el lugar donde ella estaba, y tuvo que lanzarse al piso para esquivarla. La chica trató de incorporarse para huir, pero cuando alzó la vista se dio cuenta que todo lo que no estaba sujeto con firmeza al suelo había comenzado a volar y estrellarse contra las paredes. La taza de leche caliente que reposaba sobre la mesa, cayó sobre ella, y le quemó la mano. Eso hizo que tomara conciencia del peligro que corría si se quedaba allí, y le dio fuerzas para gatear hacia la puerta. Quería pedir ayuda, llamar a su tía, a don Fernando, a doña Débora, para que la auxiliaran y le dijeran que todo estaba bien, que aquello tenía una explicación lógica, pero no era capaz de hablar. Los sollozos incontenibles le ahogaban la voz.
Como pudo, medio a gatas, medio a rastras, alcanzó la puerta, se incorporó un poco, esquivando a duras penas los objetos que seguían volando en su dirección. El miedo la volvía torpe, forcejeó con la cerradura unos segundos que le parecieron largos minutos, y por fin logró abrir. Salió al pasillo cerrando la puerta detrás de sí. Todo estaba oscuro, y ella había olvidado la linterna en la cocina. ¡Ni loca volvería a por ella! Aún podía escuchar los golpes de ollas y sartenes contra las paredes. Avanzó dando traspiés a lo largo del pasillo con los ojos nublados por las lágrimas y sin saber hacia dónde se dirigía. Solo quería que alguien la ayudara, que le dijera que no se había vuelto loca y que los objetos familiares no habían tratado de matarla. El llanto seguía ahogándola impidiéndole gritar. Al llegar a una esquina pudo ver luz debajo de una puerta. Era la enfermería. Corrió hacia allí y golpeó con desesperación, sintiendo que la histeria se apoderaba de ella. La puerta se abrió, y un hombre alto apareció en el umbral, parecía sorprendido y enfadado, como si lo hubiera interrumpido en un momento importante. Carmen no pensó si era correcto o no, se abrazó a él, apoyó la cabeza en su pecho y se sacudió en espasmos de llanto. En un primer momento, el hombre mantuvo los brazos alzados, como si no quisiera tocarla, luego pareció comprender, y la rodeó en un abrazo consolador, mientras le acariciaba la cabeza como si fuera una niña. Carmen fue consciente de su fuerza y de su seguridad. Se sintió mejor. Su contacto la tranquilizó. Por alguna razón que no podía explicar, sentía que junto a él estaba segura, que nada malo le podía pasar mientras la acompañara y lo que era más extraño, sentía que pese a que ella no había dicho una palabra, la comprendía. Finalmente él le habló. — Calma niña, calma – le dijo con voz profunda y suave – Ya pasó. No te lastimarán, lo prometo. Carmen hizo esfuerzos por controlarse, y él la condujo despacio al interior de la enfermería y la hizo sentarse. Ella no quería soltarlo, romper el abrazo, pero él se separó con suavidad, asegurándole que no se alejaría de ella. A través de los ojos nublados por el llanto, Carmen vio como él buscaba el botiquín de primeros auxilios y se agachaba junto a ella. Con una amabilidad que parecía improbable en un hombre de porte tan severo, le limpió la herida de la mano, le colocó una crema para las quemaduras y se la vendó. Estaba más tranquila, contagiada por la paz que le transmitían los ojos de él. Una vez atendida la quemadura, el hombre guardó el botiquín y fue a buscar un vaso de agua. Carmen lo bebió despacio, y sintió sus fuerzas renovadas. — Respira profundo – sugirió él, y ella obedeció. — Lo he visto en el comedor – dijo Carmen, aún hipando – Usted es el nuevo profesor. — Puedes llamarme Arturo. Tú eres Carmen, la sobrina de Teresa ¿verdad? – ella asintió – ¿Te encuentras mejor? ¿Quieres que llame a tu tía o a alguien más? —No – dijo Carmen secándose las lágrimas – me siento bien aquí... con usted. Arturo comprendió a qué se refería la chica. Sintió la fuerte turbulencia mientras registraba la enfermería, y supo que algo grave estaba a punto de ocurrir. Por suerte, ya había encontrado lo que buscaba y lo llevaba guardado en el bolsillo de su chaqueta. Cuando se disponía a salir para investigar el fenómeno, la joven apareció de la nada y se aferró a él por instinto. Al tocarla comprendió que ella era Pasiva, y se imaginó el terror que debió experimentar al encontrarse en medio de un caos que no comprendía. — ¿Qué ha ocurrido, Carmen?- le preguntó él con dulzura. Ella negó con la cabeza, y los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas. — Si se lo digo, creerá que estoy loca. — No, claro que no. No importa lo que me digas, estoy dispuesto a creerte. Ella le contó en detalle lo que había pasado desde el momento en que entró en la cocina. Él la escuchó con atención, intercalando de vez en cuando alguna pregunta
para aclarar detalles. Cuando la chica terminó, el semblante de Arturo reflejaba preocupación. — Me gustaría que me acompañaras a la cocina, y me volvieras a explicar en detalle todo lo que ocurrió. — No, no quiero regresar, por favor. No volveré a entrar en ese sitio. Está embrujado. Esta casa está embrujada. Mañana me regreso al pueblo. Arturo se agachó junto a la chica y la miró a los ojos. Comprendía su temor, pero también sabía que no le serviría de nada huir. Ella era Pasiva, y ese tipo de fenómenos seguirían ocurriendo a su alrededor si se encontraba en medio de una turbulencia. No sería fácil hacérselo comprender. — Escucha Carmen, es bueno que sientas miedo, pero no servirá de nada que evites entrar a la cocina, o que te marches del colegio. Eres especial ¿Lo sabes? Ella lo miró desconcertada, como si él hubiera descubierto un secreto muy íntimo. — ¿Qué quiere decir? — Siempre te han pasado cosas extrañas, ¿no es así?, aunque nunca con esta intensidad. — ¿Me está diciendo que estoy loca? — Te estoy diciendo que eres especial. — ¿Y usted cómo lo sabe? — Porque en cierto modo, yo también lo soy. – confesó él. Carmen lo miró con cuidado y por primera vez se fijó bien en él. La expresión de su rostro mostraba una seguridad y una humildad que solo podían provenir de una profunda sabiduría. Parecía joven, tal vez cuarenta años como mucho, y sin embargo, al mismo tiempo daba la impresión de que había vivido cientos de años. Sus ojos eran oscuros y profundos, como pozos sin fondo, y cuando Carmen se vio reflejada en ellos, sintió una extraordinaria paz. — ¿Qué puedo hacer? – preguntó ella – Estoy cansada de que me pasen cosas extrañas y que todos me tomen por loca. — De momento, usa esto – sacó de su bolsillo una pequeña piedra de ámbar que había imbuido de energía. No era una barrera muy poderosa, porque no contenía todos los elementos, tan solo tierra y aire, pero sería suficiente para proteger a una Pasiva. — ¿Es usted una especie de médium? – preguntó ella cogiendo la piedra. — No, claro que no. Solo soy alguien a quien también le han ocurrido cosas extrañas. Carmen cogió la piedra y la guardó en el bolsillo de su bata. Tal vez fuera sugestión, pero en cuanto la tocó se sintió mejor: protegida. Arturo la ayudó a levantarse, y ambos salieron de la enfermería y recorrieron el pasillo hasta la cocina. Carmen se detuvo, temerosa. Él se adelantó y abrió la puerta con precaución, aunque sus sentidos le decían que ya la turbulencia había pasado. Cuando Arturo abrió la puerta, Carmen ahogó un grito. La ordenada cocina de su tía parecía haber sufrido el ataque de una horda de vándalos. Las ollas, sartenes, y otros objetos metálicos, todos abollados, acabaron en el suelo, que también estaba cubierto de fragmentos de cerámica y vidrio, restos de la vajilla y los vasos que habían volado por los aires. Todos los armarios se mantenían abiertos de par en par, incluyendo el refrigerador, cuyo contenido manchaba las paredes. — ¡Por Dios, creerán que yo hice esto! ¡Me echarán! — Tranquila, todo va a salir bien. – dijo Arturo. — Pero cómo voy a explicar... — No tendrás que explicar nada – insistió él – Ahora quiero que regreses a tu habitación, y no digas una palabra de esto a nadie, ni siquiera a tu tía. Sólo le contarás que te quemaste la mano con la leche, que me encontraste en la enfermería y que yo te la curé. Nada más. A partir de ahora, por ninguna razón te separes de la piedra de ámbar. Te prometo que todo saldrá bien.
— Pero cuando mi tía y don Fernando vean esto... Él la sujetó por los hombros y volvió a mirarla a los ojos. Carmen no imaginaba qué explicación podía dar el profesor para justificar esa destrucción, pero él le inspiraba una confianza que iba más allá de toda lógica, así que se limitó a asentir. Antes de marcharse volvió a abrazarlo, como si fuera un hermano mayor. Después de eso reunió valor para regresar a su habitación. Arturo se quedó sólo en la cocina, en medio de la destrucción por turbulencia más intensa que había llegado a ver. La chica había tenido suerte de no salir seriamente lastimada. Respiró profundo, y comenzó a hacer circular la energía a través de su cuerpo, murmuró un mantra para ayudar a su concentración y comenzó a canalizar aire, tierra y agua. Levantó los brazos y usó el bastón como canalizador. Los objetos volaron a su alrededor, pero en esta oportunidad no obedecían a una fuerza destructiva y aleatoria, sino a un objetivo restaurador. Una hora después, contempló una habitación limpia y ordenada, donde cada objeto intacto ocupaba su lugar. Exhausto, se retiró a su habitación con la intención de dormir. Al día siguiente, temprano, tenía una cita importante.
Capítulo nueve: Un encuentro en el bosque.
Antes del amanecer, ya Arturo se había levantado. Por suerte la noche anterior no recibió ninguna visita inoportuna. Supuso que el esfuerzo necesario para hacer aparecer al ente no era algo que pudiera repetirse con frecuencia. Eso lo tranquilizó, le daba un poco de tiempo para prepararse antes del siguiente ataque. Después de ducharse y vestirse, cogió el abrigo y el bastón y se dispuso a dar un paseo. Bajó las escaleras auxiliares con la intención de salir por la puerta trasera. Pese a que era muy temprano y aún no amanecía, no quería correr el riesgo de encontrarse a algún entusiasta que quisiera acompañarlo. Sin embargo sus cálculos fallaron, porque cuando entró en la cocina, ya había alguien allí. Carmen se encontraba sentada a la mesa, sosteniendo una taza de café entre las manos, en silencio y con una mal disimulada expresión de sorpresa en su rostro. Arturo la comprendió. Después de ver el estado de la cocina la noche anterior debió ser impactante encontrarla intacta al día siguiente. Tal vez debió advertirle que pensaba hacer un poco de limpieza. Teresa, junto a la estufa, se servía su propia taza de café. Ambas levantaron la vista cuando él entró. — Buenos días – saludó Arturo. — Buenos días, profesor – respondió Teresa – Se levanta usted temprano. — Sí, quiero dar un paseo antes de comenzar el día. — ¿Con este frío? — Me gusta ver el amanecer – explicó él – Y me agrada el frío. — Tómese una taza de café con nosotras antes de salir – sugirió Teresa, cuya desconfianza hacia él se había relajado – Le caerá bien. Arturo asintió, y se sentó frente a Carmen. Tenía tiempo suficiente y le apetecía un café caliente. Además, era conveniente tantear la situación. Confiaba en Carmen, pero el susto y la impresión podían haberle hecho hablar más de la cuenta. Teresa puso una taza de café y un plato de bizcochos frente a él. — ¿Cómo sigue la mano? – le preguntó Arturo a Carmen, que no había abierto la boca. — Está mejor – dijo por fin, sonriendo y mirándole a los ojos – Gracias. — Carmen me contó que anoche la curó cuando se quemó con la leche caliente – dijo Teresa, mientras se sentaba entre ambos – Le estamos muy agradecidas. — No tuvo importancia. Estaba en el lugar y el momento oportunos. — ¿Y qué hacía allí? – preguntó Teresa de repente. — ¿Cómo? — Quiero decir: ¿Qué hacía pasada la media noche en la enfermería? — ¡Tía! – le reprendió Carmen. — Me dolía la rodilla y no podía dormir – respondió Arturo tocando la pierna lesionada mientras sonreía con inocencia – Bajé a buscar un ibuprofeno. — ¿Por qué no llamó a la enfermera? —No quería despertarla por algo que podía resolver por mí mismo. — No debe dudar en pedir ayuda cuando lo necesite, profesor. Somos una pequeña familia, y en este lugar tan apartado, contar los unos con los otros es fundamental. — Gracias, lo tendré en cuenta. — Si necesita cualquier cosa de mí, no dude en llamarme – insistió Teresa – No importa la hora del día o de la noche.- posó una mano protectora sobre Carmen – Mi sobrina es mi única familia, y la quiero como una hija. Usted la protegió cuando lo necesitó, así que cuente conmigo. Arturo sonrió, y miró a ambas mujeres. Carmen bajó la vista como si sintiera vergüenza, y él comprendió que le había contado a su tía mucho más de lo que acordaron. Era de esperarse, después de todo, un acontecimiento así no era fácil de
esconder. Teresa lo miraba con una mezcla de esperanza y temor, como si fuera la respuesta a sus oraciones, y al mismo tiempo alguien a quien había que temer. Posiblemente estaba en lo cierto. Laura le hubiera dado la razón. El recuerdo de Laura le hizo sentir un nudo en el estómago. Nunca había sido tan feliz como cuando compartió su vida con ella. La conoció en la Universidad. Arturo ya era Iniciado, y trabajaba como profesor de ciencias en Salamanca. Laura hacía un doctorado en psicología. Sus caminos se cruzaron y se enamoraron, permanecieron dos años juntos, y cuando decidieron casarse, él le contó la verdad. Hubiera esperado que Laura no le creyera, que se viera en la necesidad de probarle lo que era, y que lo tomara por loco, así que temía el momento de la revelación. Muchos de los Iniciados mantenían esa parte de su vida en secreto, y sus parejas y familias no nunca llegaban a imaginar lo que eran capaces de hacer. Pero Arturo amaba demasiado a Laura para mentirle, así que le contó la verdad. Laura no sólo le creyó, sino que la revelación acabó con la relación. Resultó que el abuelo materno de ella también había sido un Iniciado, un Buscador, y eso fue motivo de infelicidad para su esposa, y para sus hijos, entre los que se encontraba la madre de Laura. Ella creció escuchando historias terribles acerca de los peligros que amenazaban a los que pertenecían a Los Druidas. Arturo no pudo luchar contra esos prejuicios. Ella lo abandonó. Tres años después, el tiempo le dio la razón cuando fue usada como rehén y asesinada por Marcos, su propio hermano, con la única finalidad de destruirlo. Marcos lo consiguió. Diez años más tarde, Arturo aún no había podido superar su pérdida, y sólo lograba soportarlo como una pesada carga sobre su conciencia. — ¿Se encuentra bien? – preguntó por segunda o tercera vez, Carmen. — Lo siento... – dijo él, despertando de sus cavilaciones – Muy bien. – se levantó – Gracias por el café, debo irme. — Disfrute el paseo – le dijo Teresa. Arturo se despidió con una inclinación de cabeza y salió. El viento frío lo azotó como un látigo e hizo que su largo abrigo ondeara mientras él caminaba. Apoyado en el bastón, avanzaba a buen paso con largas zancadas. La cojera era tan leve que pasaba desapercibida, y Teresa, que lo contemplaba alejarse desde la ventana, recordó la impresión que había recibido la noche que llegó en medio de la tormenta. Era un hombre peligroso, pero al menos ahora sabía que no era su enemigo. Arturo se sentía vigilado, sabía que su paseo no engañaría a aquellos que conocían su identidad, pero no le importaba. Tenía una misión que cumplir y nada lo detendría a la hora de llevarla a cabo. Recorrió el bosque hasta la orilla del río y divisó la enorme piedra que era el lugar de encuentro. Saúl aún no había llegado, así que se quedó de pie, apoyó el bastón en el suelo y comenzó a respirar profundamente. Cerró los ojos y se concentró, sintió la tierra bajo sus pies, el aire frío que lo azotaba, las gotas de rocío que humedecían su rostro, y el calor de la luz del sol del amanecer. Tierra, aire, agua y fuego, que formaban parte de su esencia, penetraron a través de sus sentidos cargándolo de energía. Se sintió reconfortado. Desde que dejó Stone of Setter no había experimentado la fuerza de los elementos con todo su poder. Y para un Iniciado ese contacto era fundamental, en especial después del desgaste de energía al que había sido sometido. Al cabo de media hora escuchó el suave sonido de un motor. Miró en dirección a la carretera de tierra y vio un motorista que se acercaba. Detuvo la máquina a pocos metros de donde él estaba y se apeó. Con un solo movimiento se quitó el casco negro y extendió la mano derecha para saludarlo. — Arturo, no sabes cuánto me alegro de verte, y de que hayas vuelto a la actividad. Te echábamos de menos. — Buenos días, Saúl – respondió Arturo con una sonrisa – A mí también me alegra verte.
Saúl era alto, con la corpulencia de un luchador. Era mayor que Arturo, pese a ser su lugarteniente. Tenía el cabello entrecano cortado a cepillo, y las facciones anchas y angulosas. — ¿Qué te pasó? – preguntó Saúl, señalando el apósito - ¿Estás bien? — Estoy bien, pero tuve un frío recibimiento. Arturo le contó en pocas palabras todo lo que ocurrió desde su llegada, y le entregó el informe que había preparado para los Sabios. Saúl pasó de la sorpresa a la preocupación. — No me gusta – dijo cuando Arturo terminó - Los Sabios están muy preocupados con este asunto y veo que tienen buenas razones para ello. — Sí, la verdad es que la situación es peor de lo que esperaba. — ¿Y no has encontrado ningún indicio del Potencial? — Ninguno. — Entonces estoy de acuerdo contigo. Con esa fuerza, la única forma de pasar desapercibido es que esté usando una barrera. — Es la conclusión a la que he llegado. — Hablaré con los Sabios y les contaré todo, Günter le ha dado prioridad a esto. – Saúl se le quedó mirando a su jefe con preocupación – Un Renegado ya es bastante malo, Arturo, pero si son varios, y si pueden hacer confluir su poder... Esos tíos te odian, acabaste con sus planes, mataste a su líder y los obligaste a dispersarse. Debes tener cuidado. — Lo sé. — Le pediré a los Sabios que te hagan llegar refuerzos. — No. — Arturo, no puedes enfrentarte sólo a un grupo de Renegados capaces de manejar a su antojo una fuente de turbulencias, además de un Potencial sin control y una Pasiva haciendo volar objetos. Ni siquiera tú puedes sobrevivir una semana a eso. — Escúchame Saúl, ésta es una comunidad muy cerrada. Cualquiera que aparezca sin una buena justificación hará que surjan preguntas que solo complicarán la situación. Si eso ocurre, los Renegados podrían actuar, hiriendo a inocentes. Ya lo han hecho antes, no tendrán reparos en volverlo a hacer. Ya he controlado a la Pasiva, y sé que con o sin barrera, pronto encontraré al Potencial. De hecho, ya he reducido las posibilidades. — ¿Cómo? — Con una fuerza así, el chico debe haber enfermado cuando comenzó a aflorar su poder. Anoche revisé las fichas médicas y saqué las de aquellos que sufrieron fiebre hace un mes, que fue cuando comenzaron los accidentes. Hubo una epidemia de Mononucleosis, y doce de los estudiantes la padecieron. De ellos, cuatro tuvieron que ser ingresados por lo elevado de la fiebre: Mario Belmonte, Diana Ortiz, Sebastián Montalbán y Tomás Miró. Estoy seguro que uno de ellos es el Potencial. — Tal vez, pero recuerda que no siempre el poder se presenta con fiebre alta. Hay casos en los que pasa desapercibido. — Ocurre siempre que el Potencial es muy fuerte. Yo mismo lo experimenté cuando era niño. — Espero que tengas razón. – dijo Saúl, no muy convencido – ¿Qué necesitas de nosotros? — Información. Si quiero enfrentarme a los Renegados con alguna posibilidad de éxito, necesito saber cómo controlan la energía para crear un ente. Y qué otras manipulaciones pueden lograr. — Estás hablando de aprender invocación. — Estoy hablando de estudiar los manuscritos que nos enseñen cómo funcionan las armas de nuestros enemigos para poder luchar contra ellas.
— Suena razonable, y aunque es probable que encuentre alguna resistencia en el “Comité de Sabios”, haré lo posible para convencerlos. Estoy seguro que Günter estará de nuestra parte. Él fue Primer Guardián. Sabe a lo que te enfrentas. — Gracias, Saúl, no esperaba menos de ti. — Ya amaneció, será mejor que me vaya antes que alguien me vea – Saúl volvió a estrechar la mano del Guardián – Buena suerte, Arturo, y ten cuidado. — Lo tendré, Saúl, adiós. Arturo esperó hasta que Saúl se puso el casco, encendió la moto, y regresó al camino mientras se despedía con un gesto de la mano. Luego él también reemprendió el retorno al colegio donde le esperaba otro día difícil.
Capítulo diez: Un extraño accidente.
Diana se recogió el cabello en una coleta y se miró de nuevo en el espejo del baño. Karina la observó de reojo mientras se cepillaba los rebeldes rizos. Sacó una barra con brillo y se la pasó por los labios, Después se la ofreció a su amiga. Diana negó con la cabeza. — Ya tengo dos faltas esta semana. Si la señorita Ana me pilla con los labios brillantes, me dará una tercera falta y pasaré la tarde del viernes en la biblioteca. No me apetece. Karina se encogió de hombros y repasó por segunda vez los ya destellantes labios, como una reafirmación de lo poco que le importaba la opinión de la señorita Ana, o puestos a ello, de cualquier otro maestro. — A veces vale la pena pasar la tarde en la biblioteca si con eso consigues que los chicos te miren. – luego se detuvo a detallar a Diana – Bueno, tú no tienes ese problema. A ti siempre te miran. — Eso es una tontería – respondió Diana, mientras guardaba sus cosas en un estuche. — Claro que no. Francisco está por ti, y lo sabes. — No me gusta Francisco. Es un gamberro. — ¡No me digas que prefieres al soso de Sebastián! – exclamó Karina escandalizada – Ese también pone ojos de oveja moribunda cada vez que te mira, pero es un simplón. — A mí me parece muy dulce - reconoció Diana, soñadora – Y tiene unos ojos preciosos. — ¡Puf! No te entiendo, puedes tener al más guay del curso, y tú prefieres al chivato de la clase, que además es un soso. — ¡Él no es chivato! – protestó Diana, ofendida – Y no es soso. Es mi amigo, y todo lo que dicen sobre que va con los cuentos a su abuelo es mentira. Eso lo inventó Francisco porque lo odia. — Como quieras – Karina volvió a encoger los hombros. – A mí el que me mola es Mario. — ¿Lo dices en serio? – preguntó Diana sorprendida – Pero si ese no da un paso sin consultar a Francisco. — ¡No es verdad! – protestó Karina, y esta vez fue ella la ofendida, luego cambió su expresión por una soñadora – Es tan gracioso con su cabello pelirrojo y sus pecas. Además, a Mario se le ocurren muchas cosas. Es audaz, y no le tiene miedo a nada. Fíjate lo que hizo ayer en clase de ciencias. Se atrevió a hacerle una broma pesada al profe, y eso que no lo conocía y no sabía cómo iba a reaccionar. Eso es ser temerario. — ¡Pero si la broma le salió mal! – rio Diana – ¿O no le viste la cara cuando la harina salió volando por la ventana, y don Arturo atrapó el envase? Además, estoy segura que la idea fue de Francisco. — ¡Fue de él! – insistió Karina – Y aunque no haya dado resultado, fue muy valiente al intentarlo. — Si tú lo dices. Las chicas salieron del vestidor, y casi dieron de bruces con un chico de los últimos cursos. Tomás Miró tenía diecisiete años, atractivo y atlético, era sin duda el más popular del internado. Era el delegado de los estudiantes y capitán del equipo de fútbol. Los chicos lo imitaban y las chicas suspiraban cuando pasaba.. Cuando las niñas tropezaron con él se detuvieron en seco, y contuvieron la respiración. — ¡Hola chicas! ¿Cómo estáis? – les preguntó con una sonrisa.
— Bien, muy bien – se apresuró a responder Karina, sonriendo también. – Vamos al comedor. Por el desayuno, ya sabes. — Muy bien. No lleguéis tarde. — No, claro que no. Esperaron a que se alejara hacia el despacho del director. Seguro don Fernando lo había mandado a llamar para que lo ayudara en algún asunto relacionado con los estudiantes. Como delegado, Tomás era un excelente aliado a la hora de resolver pequeños problemas y todo el profesorado confiaba en él. Karina suspiró y de nuevo usó su expresión soñadora. — Ese sí es un chico por el que podría olvidarme de Mario. – dijo, de repente. ¡Qué guapo! ¡Y qué alto! ¡Ese sí que tiene unos ojos preciosos! ¡Cuánto daría por tener la suerte de que se fijara en mí! Diana miró a su amiga con gesto divertido. — ¿Tomás? – preguntó incrédula – Es demasiado viejo para ti. Nada menos que cinco años. Para él eres una cría. Además, dudo que sea capaz de fijarse en nadie más que en sí mismo. — Eres muy injusta. Cuando seamos mayores, cinco años no será mucha diferencia, y hablas como si fuera un egoísta, cuando es el chico más generoso de todo el colegio. Esta vez fue Diana la que se encogió de hombros. Algunas veces veía a su amiga y le parecía que habían puesto una adulta de pequeño tamaño en su lugar. A Diana también le gustaban los chicos, pero no se obsesionaba con ellos como Karina, que no parecía pensar en otra cosa. Recorrieron el pasillo y saludaron a doña Débora, que conversaba con el señor Arturo y la enfermera. Unos metros más allá, el señor Carlos y el señor Pedro hablaban entre sí, mirando de vez en cuando a los otros maestros. Aún faltaban quince minutos para que abrieran el comedor. Las dos chicas avanzaron hasta el vestíbulo, y se sentaron en la escalera frente a la puerta principal. El despacho del director, donde había entrado Tomás, estaba a la izquierda, y hacia la derecha había un pasillo que llevaba hacia algunos de los salones de clases, la enfermería, y la cocina. Teresa y Carmen tendrían que recorrer ese pasillo con los carritos del desayuno, y ellas esperarían a que aparecieran para acercarse al comedor. Diana comprendió que algo malo iba a ocurrir cuando vio a Francisco y a Mario escondidos en uno de los pasillos perpendiculares al principal. Se reían como tontos, anticipándose a la travesura que planeaban llevar a cabo. Diana se fijó mejor y pudo ver que habían atado un hilo de nylon en un clavo que salía de la pared a la altura de los tobillos, y sostenían el otro extremo. Indignada, comprendió que tenían la intención de hacer caer a alguien de bruces, probablemente a Teresa o a Carmen. Se puso de pie, dispuesta a desafiarlos, cuando vio cuál era su verdadero objetivo. Sebastián avanzaba a buen paso a lo largo del pasillo, y llevaba en las manos la maqueta para la clase de arte en la que había estado trabajando desde hacía una semana. Seguro pensaba dejarla en el salón de clases antes del desayuno. Diana bajó las escaleras dispuesta a prevenirlo, pero al verla, él apuró el paso. En cuanto alcanzó la altura de los gamberros, ellos estiraron la cuerda, Sebastián tropezó cayendo de bruces, y la maqueta salió volando, estrellándose contra el suelo con gran estruendo y haciéndose añicos. Diana sintió que la sangre le hervía por el enfado. Luego todo pasó muy rápido. Francisco y Mario salieron riendo de su escondite, Sebastián se acercó a ellos y golpeó a Mario en la nariz. Al mismo tiempo, don Fernando y Tomás salieron del despacho para ver qué pasaba, y don Arturo llegó al vestíbulo corriendo con cara de preocupación. Para Diana fue como si todo ocurriera en cámara lenta. El señor Arturo llegó hasta donde estaban los chicos y los empujó a los tres, aunque ella no llegó a saber cómo había logrado hacerlo. Ellos cayeron hacia atrás y rodaron sobre sus traseros a lo largo del pasillo al menos cinco metros. Al mismo tiempo don Fernando y Tomás también se cayeron hacia atrás sin razón aparente, y en ese
mismo instante el gran ventanal que había junto a la puerta estalló hacia adentro, lanzando al señor Arturo contra la pared y haciendo que cientos de pequeños cristales cayeran sobre él. Los profesores y estudiantes que esperaban que abrieran el comedor corrieron hasta el vestíbulo sin comprender lo que había ocurrido. Los que se habían caído comenzaron a levantarse, mirándose entre sí, confundidos. El único que no se movió fue don Arturo, que permaneció tendido en una extraña e incómoda postura junto a la pared, reflejando los rayos del sol en cada fragmento de vidrio que cubría su ropa, y sangrando por cada pequeño corte en las manos y la cabeza. Los profesores y la enfermera corrieron hacia él. Don Fernando le pasó un brazo por debajo de los hombros para acomodarlo en una posición más cómoda y él volvió en sí con un quejido. Los adultos parecieron aliviados. El señor Sergio ordenó a los estudiantes, que ya comenzaban a hacer corro alrededor del profesor herido que se apartaran, y les mandó retirarse al comedor. Todos se pusieron en movimiento, pero Diana procuró retrasarse en las escaleras porque quería saber si don Arturo estaba bien. — No se mueva, Arturo – dijo Fernando con suavidad, luego volteó hacia Carlos que contemplaba la escena de pie, sin saber qué hacer - ¡Llama a una ambulancia! ¡Rápido! — No. No… - murmuró Arturo, aún aturdido – Estoy bien... — Debe verlo un médico – protestó Fernando.- ¡Por Dios! ¡Está usted malherido! — No es nada. Son rasguños… – insistió – No quiero ir a un hospital. Adriana se había acercado con la intención de examinar sus heridas. Los cortes de los pequeños cristales sangraban, dándole un aspecto que impresionaba. La enfermera miró a Fernando. —Será mejor examinarlo primero, para ver si tiene alguna herida de gravedad. — Pedro – cedió por fin, Fernando – Ayúdame a llevarlo a la enfermería. – luego volteando hacia Arturo le dijo con voz firme.- Adriana lo atenderá, pero si ella considera necesario que lo vea un médico, lo llevaremos a Urgencias. ¿De acuerdo? Arturo asintió. Entre Fernando y Pedro lo ayudaron a ponerse de pie. El impacto contra la pared lo había dejado aturdido y mareado, y el hombro izquierdo le dolía mucho. Apoyado en ambos hombres, se puso en movimiento en dirección a la enfermería. Detrás de ellos, con expresión preocupada, Débora y Adriana los seguían. — ¡Sergio! – dijo Fernando – Cuida que los chicos se mantengan alejados de este pasillo hasta que se recojan todos los cristales. — De acuerdo. Diana, desde su privilegiada posición en la escalera, pudo ver cómo se alejaban los maestros en dirección a la enfermería. Entre Sergio y Tomás hicieron que los estudiantes rezagados se movieran hacia el comedor. Karina, asustada, también se había marchado. Cuando todos se fueron, Diana bajó las escaleras. El suelo estaba cubierto de cristales rotos y por la ventana, ahora desprotegida, entraban el frío aire de la mañana y la luz del sol, dando una extraña iluminación al pasillo. Diana trató de recordar lo ocurrido, pero pese a que habían transcurrido sólo algunos minutos, hubo detalles que no pudo explicarse. El crujido de los cristales al ser pisados le hizo dar un respingo. Levantó la vista, y suspiró aliviada al reconocer a Sebastián. Llevaba en la mano el bastón del profesor de ciencias. — ¿Crees que esté muy lastimado? – preguntó el chico. —Espero que no – dijo ella, miró el bastón de puño labrado – ¿Por qué lo tienes tú? —Debió perderlo cuando se golpeó contra la pared. Si no nos hubiera empujado, los heridos hubiéramos sido nosotros. Diana asintió. Eso confirmaba lo que sospechaba. Los chicos no se habían caído. Don Arturo los había empujado, alejándolos del peligro. — ¿Cómo lo hizo?
— ¿Lo viste? – preguntó Sebastián, mirando absorto la empuñadura del bastón. Diana asintió.- No lo comprendo, no nos tocó. Fue como si el aire se desplazara con fuerza, y arrastrándonos hacia el pasillo. —Entonces, tal vez fue la fuerza del estallido de la ventana lo que os hizo caer. —No – dijo Sebastián, muy seguro de sí mismo – Estoy seguro. Cuando la ventana estalló, ya nos encontrábamos en el suelo. Fue el señor Arturo, aunque no sé cómo. Hay algo extraño en él. — ¿Extraño? —Diferente. ¿No lo notas? - Diana negó con la cabeza.- Es… no lo sé, es como si fuera… No sé explicarlo, es diferente, y al mismo tiempo familiar. Diana miró a su amigo, que parecía confundido. —Seguramente necesitará su bastón.- dijo ella, contenta de tener una excusa para acercarse a la enfermería y enterarse de algo. — ¿Crees que alguien se enfadará si se lo llevamos? —Creo que es nuestro deber devolvérselo, ya que lo encontramos. Sebastián sonrió, volvió a mirar la empuñadura, labrada con maestría en diferentes materiales. Le gustaba. Era un trabajo de orfebrería muy delicado. Sujetó el bastón por la madera, sintiéndolo extraño, como si llevara un peso interno, aunque era muy liviano. Ya se estaba dejando llevar otra vez por su imaginación. Era sólo un bastón. Ambos chicos se alejaron de los cristales, caminando por el pasillo en dirección a la enfermería.
Capítulo once: Una demostración de magia.
Tendido en la camilla, Arturo aún se sentía un poco aturdido. El golpe que recibió en la cabeza y el hombro izquierdo había sido brutal. La fuerza del estallido que lo lanzó contra la pared lo sorprendió, y preocupado como estaba que nadie más resultara herido, no tuvo tiempo de protegerse a sí mismo. Mientras conversaba con Débora y Adriana frente al comedor, había sentido la concentración de energía y aire, que precedía a un ataque con el poder. Una descarga de furia del Potencial. ¡Y de qué magnitud! Arturo creía que Günter exageraba cuando le dijo que probablemente la fuerza del Potencial era equiparable a la suya, pero ahora sabía que el Primer Sabio no se equivocaba. Lamentablemente, esta demostración no le había servido para reducir la lista de sospechosos. Los cuatro chicos estaban presentes cuando el poder se desató. Tendría que averiguar qué había ocurrido. Tal vez eso le ayudara a comprender cuál de ellos se había enfadado lo suficiente para liberar semejante explosión. Al llegar a la enfermería, Pedro y Fernando le ayudaron a quitarse la chaqueta y la camisa, dejándolo después en manos de las mujeres. Adriana y Débora trataron de disimular su preocupación al ver el enorme hematoma en su hombro. La enfermera exploró los huesos y declaró con alivio que no tenía fracturas. Quiso quitarle el medallón, pero él se negó sin dar explicaciones. Se preguntó si alguno de los preocupados compañeros que ahora lo asistían era un Renegado, y si aprovecharía esa oportunidad para ponerlo en desventaja dejándolo sin barrera. Otra buena razón para mantenerse alerta. Adriana aplicó un ungüento, le dio a tomar un antiinflamatorio y le vendó con pericia el hombro. Luego lo hizo recostarse. Entre ella y Débora, cada una armada con una pinza, comenzaron a extraer los cristales que aún permanecían incrustados en las heridas de las partes de su piel que habían quedado expuestas. Por suerte la ropa le había protegido la mayor parte del cuerpo. Logró convencer a Fernando de que no necesitaba ser llevado a un hospital. Ahora, más que nunca, sabía que debía mantenerse cerca. La condición que le impuso el director fue permanecer en la enfermería el resto del día bajo la supervisión de Adriana. Lo que más les preocupaba era el golpe de la cabeza porque sospechaban que sufría una conmoción cerebral. Arturo sabía que tenían razón pero no podía ceder. Por eso se esforzaba en no sucumbir a la somnolencia que lo embargaba. Le pareció que la remoción de cristales ya duraba demasiado, hasta que finalmente, ambas mujeres le informaron que habían terminado. Arturo entreabrió los ojos aliviado cuando lo escuchó. — ¿Cómo se encuentra? – preguntó Adriana. —Bien. —Nadie lo diría por su aspecto – dijo Débora, en un arranque de honestidad. —Debemos desinfectar las heridas – intervino la enfermera – Son superficiales y cicatrizarán bien, pero debemos asegurarnos que ninguna se infecte. Me temo que esto va a doler. —Estoy escuchando esa advertencia con demasiada frecuencia últimamente – se quejó Arturo – Haga lo que sea necesario. Adriana sonrió con tristeza, y le apretó el hombro sano con la intención de que se sintiera reconfortado. Con cuidado, entre ambas le lavaron las heridas, y cuando terminaron, su aspecto había mejorado bastante. Tenía la cara y las manos llenas de pequeños cortes, pero solo eran rasguños. Al cabo de media hora habían terminado. La enfermera le sonrió, cogió el móvil de Arturo del bolsillo de su chaqueta y lo programó, luego se lo entregó.
— Debo curarle la nariz a Mario Belmonte. Lo haré en el despacho de Débora para no molestarlo a usted. — ¿Resultó herido? – preguntó él, preocupado. — No, al parecer tuvo una pelea antes del accidente de la ventana. No se preocupe por nada, usted debe quedarse aquí, pero si se siente mal o me necesita, sólo envíeme un mensaje y acudiré enseguida. He programado el número de mi móvil en el suyo. — Gracias. Es usted muy amable. Adriana le sonrió mientras se retiraba. Miró a Débora como si le diera a entender que dejaba el resto en sus manos, y su amiga le devolvió la mirada. Arturo estaba demasiado adolorido para tratar de descifrar el lenguaje silencioso entre las dos mujeres. Débora recogió los implementos que habían usado para curarlo, cogió una sábana de un armario, la extendió sobre él, y lo arropó hasta los hombros, luego repitió el proceso con una manta. Arturo estaba desnudo de la cintura para arriba, y agradeció la protección y el calor que le proporcionaron las ropas de cama. — Muy bien, hemos terminado – le dijo Débora, con dulzura. – ¿Cómo está la cabeza? — Bien. — Será mejor que descanse. Haré que Teresa le traiga un desayuno ligero un poco más tarde. — Gracias pero no es necesario. No tengo apetito – se negó Arturo, sintiendo náuseas sólo de pensar en comida. Supuso que era consecuencia de la conmoción. — ¿Está seguro que se encuentra bien? – preguntó Débora, mirándolo con preocupación – Aún podemos llevarlo a un hospital. — Estoy bien – insistió él. Débora asintió, aunque no parecía muy convencida, pero aunque hubiera querido quedarse, sus obligaciones la reclamaban. Salió de la enfermería cerrando la puerta con suavidad. Arturo cerró los ojos, dispuesto a repasar lo que había ocurrido en los minutos previos al estallido de la ventana. Al cabo de un rato escuchó unos pasos y se sobresaltó. Volteó hacia la puerta y no pudo evitar sonreír. De pie frente a él estaban Diana y Sebastián mirándolo con curiosidad. El chico sostenía su bastón. — Hola – les dijo en tono amable. — Hola, señor Arturo – respondió Diana, que parecía ser menos tímida que su compañero – No queremos molestarlo. Es sólo que encontramos su bastón y pensamos que lo querría de vuelta. Arturo sonrió, comprendiendo que el hallazgo del bastón había servido como excusa a los chicos para satisfacer su curiosidad. Por otro lado, era una excelente oportunidad para aclarar un poco lo que había ocurrido. — Gracias. La verdad es que lo había echado en falta.- los chicos respiraron aliviados. Arturo se incorporó en la camilla y se sentó. La habitación le dio vueltas, pero él resistió hasta que pasó. Señaló su camisa que estaba sobre una silla con un gesto de la cabeza, y Sebastián se apresuró a alcanzársela. Con mucho cuidado de no mover el hombro izquierdo, Arturo se puso la camisa. El chico no quitaba la vista del Crann Bethadh. Por lo visto le había intrigado. Arturo terminó de abotonarse y extendió la mano para recibir el bastón de las manos de Sebastián. Se deslizó de la camilla y se puso de pie. Tuvo que apoyarse y cerrar los ojos un momento mientras pasaba el mareo. — ¿Se encuentra bien, señor? – preguntó Diana – ¿Quiere que busque a la enfermera? — No, no es necesario. Estoy bien. Los chavales no le quitaban la vista de encima. Por un lado, temían estar haciendo algo malo al importunarlo, por otro, la curiosidad los impulsaba a quedarse. Arturo dio un par de pasos apoyado en el bastón, y luego se sentó en la silla más cercana. Como si los hubiera llamado, los niños se aproximaron a él.
— ¿Le duele mucho? – preguntó por fin Sebastián, señalando los cortes de los cristales, que aunque eran superficiales, resultaban llamativos. — Sólo arden un poco. Se curarán rápido. — ¿Podemos preguntarle algo, señor? – intervino Diana. Arturo asintió.- ¿Cómo hizo para empujar a los tres chicos sin tocarlos? Arturo se sorprendió. De todos los presentes, aquellos dos chiquillos habían sido lo suficientemente listos para darse cuenta de lo que había ocurrido y no dejarse engañar por las apariencias. Él sabía por experiencia que cuando usaba su poder frente a testigos inocentes, por lo general éstos atribuían alguna explicación posterior a lo que veían. Cualquier excusa que no hiciera tambalear su esquema de creencias. Si preguntara a los presentes cómo habían sido alejados los chicos de la zona de peligro, o por qué Fernando y Tomás se habían caído en el momento más oportuno, lo más probable era que lo atribuyeran a la misma onda expansiva del estallido. Cualquier cosa, antes que reconocer que había fuerzas desconocidas implicadas. Pero estos dos chavales fueron capaces de separar el trigo de la paja, y no dejar que sus prejuicios modificaran lo que vieron. Era extraordinario, y le causó admiración. — Si os lo digo: ¿Me guardaréis el secreto? – Ambos asintieron a la vez. Cualquier cosa para satisfacer su curiosidad. Arturo sonrió. Les hizo señas para que se acercaran un poco más, y luego les dijo en un susurro – Magia. — Eso no es posible – afirmó Sebastián frunciendo el ceño – La magia no existe. — ¿Eso crees? — No existe – confirmó Diana. - Y usted lo sabe. Después de todo, es profesor de ciencias. — Hay muchas cosas que la ciencia que conocemos no puede explicar. Eso no significa que no sean reales, simplemente que aún no sabemos lo suficiente para comprenderlas. — Se está burlando de nosotros – dijo Sebastián, ofendido – Y ya no somos unos críos pequeños. — Es verdad – confirmó Diana – Ya tenemos doce años. Merecemos que nos digan la verdad. — Supongo que exigiréis una demostración – dijo Arturo –Eso está bien. Toda afirmación científica debe ser demostrable. Los chicos se mantenían frente a él, mirándolo, preguntándose si el profesor nuevo se estaba burlando de ellos. Arturo respiró profundo, no estaba en su mejor momento, pero una oportunidad así no podía dejarse escapar. Miró a los chicos y concentró aire y energía. Ellos lo contemplaban desafiantes, y Diana cruzó los brazos para demostrarlo. Él sonrió e hizo un gesto con la mano en dirección a los pies de los niños. Ellos sintieron que eran alzados con suavidad. Conteniendo la respiración por el susto, siguieron la mirada del profesor y se quedaron boquiabiertos al comprobar que había un espacio de quince centímetros entre sus pies y el suelo. Ambos estaban levitando. Era un riesgo calculado. Le permitiría ganarse su confianza, y si les daba por hablar de ello, siempre podía decir que había sido un truco, y que los niños, ingenuos como eran, se lo habían creído. Pero sospechaba que tanto Sebastián como Diana eran lo suficientemente listos para guardar el secreto. Con la misma suavidad con la que los había elevado, los hizo descender. El esfuerzo cobró su revancha con un doloroso latido en las sienes. — ¡Mola! – exclamó Sebastián, impresionado- ¿Cómo lo hizo? — No te lo va a decir – intervino Diana, tratando de disimular su propia sorpresa – Un buen mago nunca revela sus trucos. ¿Fue un truco, verdad? Arturo se limitó a sonreír, se recostó en el asiento y apoyó ambas manos en el bastón, sin dejar de mirar a los jóvenes.
— Digamos que fue lo mismo que hice cuando os empujé en el pasillo. Ahora que he satisfecho vuestra curiosidad, quisiera saber qué fue lo que pasó antes de que se rompiera la ventana. — Nada – se apresuró a decir Sebastián. Lo último que quería era chivarse. – No pasó nada. — Vamos Sebastián, creo que debemos decirle la verdad. — Os prometo que no se lo contaré a nadie – dijo Arturo, comprendiendo la reticencia del chico – Es sólo que yo también siento curiosidad. Diana miró a Sebastián, y él, a regañadientes asintió, autorizándola a revelar sus secretos. En pocas palabras, la chica relató lo que había visto desde la escalera, con algunas intervenciones de Sebastián, dando su punto de vista. Arturo los escuchó con atención, y comprendió preocupado que cualquiera de los jóvenes de los que él sospechaba podía ser el Potencial. Todos habían estado expuestos a un estado de ánimo alterado. Cuando los niños terminaron, les dio las gracias por haberle contado la verdad. — Creo que debemos marcharnos – sugirió Diana. — Gracias por vuestra compañía, chicos. Y por haberme traído el bastón. Los niños encaminaron sus pasos hacia la salida, pero antes de llegar a la puerta, Sebastián se detuvo y volteó hacia Arturo. — ¿Dónde encontró ese bastón, señor? — ¿Por qué lo preguntas? – inquirió Arturo, intrigado. — No quiero ser impertinente, señor, es que me gusta mucho el trabajo manual, y el grabado del puño es muy bonito. Nunca había visto nada parecido. Sólo quería saber dónde lo consiguió. —Muchas gracias, Sebastián – dijo Arturo sonriendo – Lo hice yo. — ¿En serio? – Arturo asintió – Y el medallón que lleva al cuello, ¿también lo hizo usted? — Sí. — Me gustaría ser capaz de trabajar el metal así – reconoció Sebastián con un brillo de admiración en los ojos.- ¿Cree que algún día pueda enseñarme algo? Solo algún que otro consejo, nada que le quite mucho tiempo. — Será un placer, hijo – dijo Arturo, sintiendo un secreto orgullo. Esta vez, fue Sebastián el que sonrió, y a Arturo le dio un vuelco el corazón al sentir algo reconocible en esa sonrisa. Seguramente era solo su imaginación. Los chicos salieron de la enfermería, y Arturo regresó a la camilla. Ahora tenía algunas respuestas, pero había terminado con más interrogantes que al principio.
Capítulo doce: Una broma pesada.
Arturo reposaba en la camilla de la enfermería pero ya desesperaba. Se sentía mejor, así que se incorporó y terminó de vestirse. El aturdimiento se le había pasado, la cabeza ya no le dolía y el hombro apenas le molestaba. No podía permanecer allí, y menos después de lo ocurrido unas pocas horas atrás. Necesitaba mantenerse alerta y cerca de los alumnos y el profesorado. Entre el descontrol del poder del Potencial, los desconocidos planes de los Renegados y las turbulencias, cualquier cosa podía pasar. Y él debía estar presente para evitar que algún inocente resultara lastimado. Salió de la enfermería y recorrió el pasillo en dirección a las aulas. Fernando le había dicho que mientras se recuperaba, en lugar de la clase de ciencias, sus alumnos recibirían una demostración de Primeros Auxilios por parte de Adriana. Cuando llegaba cerca de la puerta principal entraron dos chicos con actitud bastante sospechosa. Eran Francisco y Mario, cuchicheaban entre sí y se reían en voz baja. El pelirrojo, con un esparadrapo en la nariz, llevaba un objeto en la mano. Arturo sospechó que algo tramaban, y que no se trataba de nada bueno. — ¿Qué hacéis aquí? – les preguntó – ¿No deberíais estar en clase? Los chicos dieron un respingo, sorprendidos. No esperaban a nadie fuera de las aulas a esa hora. —Señor Arturo – reaccionó Francisco, que fue el que se recuperó primero – Nosotros… Esteee…Venimos de hacer un recado para la señorita Ana… Sí. – acompañó la última palabra con un gesto afirmativo de la cabeza como si tratara de convencerse a sí mismo. Luego se enderezó y lo miró desafiante, orgulloso de su respuesta. — ¿Y cuál fue ese recado? —Puesss…Nos pidió que buscáramos a Manuel… Lo necesita para algo… Sí. —Y ¿qué lleváis allí? – preguntó Arturo, que no les creyó una palabra. — ¿Dónde? – preguntó Francisco, mientras Mario escondía la mano que sostenía el objeto, moviéndola hacia su espalda. —Mario, muéstrame lo que llevas con tanto cuidado. ¡Ahora! – dijo el profesor con voz firme. El chico lo miró con reserva, llevó la mano hacia el frente con lentitud y le mostró a Arturo lo que sostenía: Era una rana. — ¿Os pidió la señorita Ana que le trajerais una rana a la vuelta? – preguntó el profesor con ironía. —Sí señor…quiero decir, no señor… – respondió Francisco atribulado, ya no tan seguro de su poder de convicción. – Es que… cuando regresábamos encontramos esta rana, parecía perdida y no queríamos que le pasara nada… ya sabe…nada malo. Arturo respiró profundo, cerró los ojos por unos instantes y se concentró en el anfibio. El primitivo cerebro del animal le proporcionó imágenes de terror mientras huía de dos enormes monstruos de dos patas en el remanso del río, donde finalmente fue separado del contacto con la tierra y el agua, para ser sujetado firmemente por la tenaza de uno de aquellos seres gigantescos. El Guardián se compadeció de la indefensa criatura y lo entristeció la crueldad que caracterizaba al ser humano cuando se relacionaba con la naturaleza. Con suavidad, transmitió calma y seguridad al aterrorizado anfibio. Luego se encaró con los dos pillos: —Tanta preocupación por el reino animal me conmueve. Sin embargo, no creo que el recinto del colegio sea el mejor lugar para ese pequeño, así que quiero que vayáis a soltarla al jardín. Estoy seguro que encontrará su camino y se pondrá a salvo por sí misma.
Ambos chicos lo miraron como si les hubiera pedido que abandonaran a su madre en medio de una tormenta, a medianoche, en el bosque. —Ahora. – insistió Arturo. Los muchachos suspiraron resignados y regresaron al jardín. Arturo sacudió la cabeza. Aquellos dos no tenían remedio, pero él debía ocuparse de problemas más importantes, así que continuó su camino a lo largo del pasillo principal. Su intención era dar su clase, estuviera o no de acuerdo el director. Solo permaneciendo cerca de profesores y alumnos podría protegerlos. Así que se encaminó a la Dirección, tocó la puerta y entró, después que Fernando diera permiso para ello. Los dos tunantes aguardaron a que el profe de ciencias se perdiera de vista para volver a entrar a hurtadillas. Mario continuaba sujetando la rana que ya se removía desesperada por recuperar su libertad. En la Dirección, Fernando y Arturo comenzaron una discusión acerca de la conveniencia o no de que él retomara sus actividades ese día. Fernando temía que no estuviera en buenas condiciones físicas como consecuencia del accidente, y Arturo se empeñaba en minimizar sus heridas e insistía en que debía retornar a su trabajo. No habían pasado cinco minutos en esa diatriba cuando se escuchó el grito desgarrador de una mujer que provenía de la zona de las aulas. Fernando salió corriendo, y Arturo lo siguió a toda la velocidad que le permitía su pierna lesionada. En el pasillo, el resto de los profesores y no pocos alumnos se habían asomado para enterarse de lo que pasaba, pero nadie parecía saber con exactitud de dónde provenía el grito. Nuevos alaridos les sacaron de dudas, pero esta vez eran proferidos por voces más infantiles. Cualquiera que fuera el peligro, también estaba acechando a los niños. Entonces comenzó un alboroto, un griterío donde se mezclaban gritos de una mujer y de chiquillos de ambos sexos, con risas histéricas. Todo provenía del aula donde Arturo debería haber dado su clase ese día. Los maestros ordenaron a sus alumnos que se quedaran donde estaban y salieron corriendo hacia el origen de las voces. Arturo fue el que reaccionó más rápido, y gracias a ello fue el primero en llegar. Lo que vio lo sorprendió: Adriana estaba subida a su mesa, y muchos de sus alumnos la imitaban en sus correspondientes pupitres. Eran los que gritaban de miedo, mientras otro grupo, menos numeroso, corría de un lugar a otro del aula dando saltitos y riéndose, unos con ganas, otros en forma histérica. En un rincón Francisco y Mario se tronchaban de la risa, y en el medio del alboroto la culpable: la rana que Arturo había ordenado desterrar al jardín. El profesor comprendió enseguida lo que ocurría, y miró con severidad a los dos responsables del desaguisado. Decidió darles una lección que no pudieran olvidar. Esperó el momento apropiado, y cuando la rana dio su siguiente salto, Arturo hizo que una masa de aire la desviara de su trayectoria en un ángulo muy extraño, que hizo que saliera volando en dirección a Mario. Al mismo tiempo, como si una mano la sujetara, la camisa del chico se separó de su cuerpo para recibir al frío anfibio. Mario dejó de reírse y comenzó a contonearse al sentir la piel de la rana húmeda y fría, en contacto con la propia. — ¡Quitádmela! ¡Quitádmela! –comenzó a gritar, sin dejar de sacudirse. Los adultos presentes, incluyendo a Adriana, y el resto de los chicos se quedaron mirando al gamberro con estupefacción. Trataban de comprender cómo había terminado la rana dentro de la camisa de Mario. Francisco también se veía asustado, y dio un par de pasos hacia atrás, para alejarse de su compinche. Cuando ya las lágrimas asomaban a los ojos del pelirrojo, la camisa se le salió del pantalón y dejó libre al animalito, que en un segundo salto, casi acrobático fue a parar a los pantalones de Francisco, los cuales de manera inexplicable se separaron de su cintura en el momento justo. — ¡Aaaggg! ¡Qué asco! – gritaba el pillastre mientras se sacudía en el suelo y pataleaba, en un intento por librarse del contacto de la fría piel.
Al fin, el pequeño anfibio pareció encontrar la salida a través de una de las perneras que Francisco sacudía mientras se revolcaba. La rana, finalmente libre, y habiendo cumplido su venganza sobre quienes le habían hecho pasar tan mal rato, y empujada por otra corriente de aire, dio un par de saltos en línea recta hacia la ventana y salió por allí, lo que desencadenó un coro de suspiros de alivio por parte de los presentes. Recuperada la calma, Mario seguía llorando, y Francisco jadeaba de rabia por otra travesura que les había salido mal. Pero no todo estaba perdido, pensó el autor intelectual de la trastada: nadie sabía que ellos eran los que habían llevado la rana hasta el recinto escolar. El alivio le duró poco cuando recordó al profesor de ciencias. Levantó la vista y comprendió que estaban perdidos: Del Bosque sabía, y los delataría. — ¿Alguien tiene idea de cómo llegó esa rana hasta aquí? – preguntó Fernando, mientras escrutaba el rostro de los chicos y se detenía en especial en los principales sospechosos. Solo recibió silencio por respuesta. Fernando frunció el ceño, pero comprendió que no había nada que hacer. Si los culpables, como suponía, eran Francisco y Mario, nunca confesarían, aunque los castigara a todos por su culpa. Y los demás no hablarían. Ninguno querría ser tildado de chivato. Además no tenía pruebas, y sin ellas no podía hacer nada. Suspiró y miró a Del Bosque, que parecía pensativo. Arturo meditaba. Desde su perspectiva, ya los dos chicos habían sufrido un castigo al recibir una cucharada de su propia medicina. No creía que someterlos a mayores penurias solucionara nada. Esa benevolencia tal vez provenía de sus malos re-cuerdos cuando era un chiquillo en el hospicio, donde sufrió castigos severos por transgresiones reales o supuestas. Aquellos maltratos, lejos de corregir malas conductas, solo aumentaban su rebeldía. Además, los dos pillos le habían hecho un favor sin pro-ponérselo. De haber sido uno de ellos el Potencial, se hubiera desencadenado su poder cuando trataban de deshacerse de la rana. Ahora podía reducir la lista de sospechosos.
Capítulo trece: El “Potencial”.
La habitación secreta se mantenía en penumbra, solo iluminada por un globo de luz tenue que creó su Maestro, lo que de alguna manera hacía más insoportables el frío y la humedad. El chico ocupaba una silla junto a su primer mentor, que no disimulaba su mal humor. Al otro lado, frente a ambos, se sentaba ella, que también se había ofrecido a enseñarle. Cuando el muchacho se recuperó de su enfermedad un mes atrás, ellos le hablaron en privado y le contaron lo afortunado que era. No solamente poseía poderes increíbles, sino que sería el único Aprendiz de la historia que dispondría de dos Maestros, y por si fuera poco, estaría libre del control de los Druidas, una Sociedad Secreta que al parecer sometía a todos los que disfrutaban de ese maravilloso poder. Abrumado por las revelaciones, el joven se sintió feliz de dar su consentimiento para establecer un enlace de dominación con sus dos Maestros, algo que según le explicaron era necesario para poder instruirlo. En aquel momento le pareció genial. Ahora no estaba tan seguro. Cuando ellos se sentían satisfechos de su comportamiento todo iba bien, pero si se enfadaban, o consideraban que él no aprendía con la suficiente rapidez, no necesitaban hacer nada más. Él sentía el disgusto de ellos como un desasosiego y una tristeza paralizantes. Hubiera preferido haber sido normal, o Inocente, como le explicaron que llamaban a los que no poseían ningún poder especial. Se habían reunido en aquella lúgubre habitación para discutir acerca del Primer Guardián. Desde que el enviado de los Druidas sobrevivió a la trampa que le habían preparado, su Maestro estaba muy nervioso. El chico creyó que su fracaso lo enfadaría, pero lejos de eso, pareció darle nuevas ideas que lo mantenían eufórico. Mejor. Soportar la frustración de su instructor a través del enlace era desconcertante. Pero el Potencial, así lo llamaban a él, no se hacía ilusiones. El estallido de la ventana ocurrido aquella misma mañana le traería consecuencias. Y lo peor era que él mismo no comprendía lo que había ocurrido. — ¡Eres un imbécil! ¿Cómo es posible que después de un mes de entrenamiento todavía no seas capaz de controlar tus impulsos, y organices un espectáculo como el que diste hoy? ¡Y nada menos que frente al Primer Guardián! — Lo siento, Maestro. — ¡No me basta! – respondió con voz airada, y en ese momento el chiquillo sintió que una mano lo abofeteaba. (Energía y aire). Gimió - ¡Eres un inútil! ¡El peor Aprendiz de la historia! — Por favor... — ¿Qué es lo que quieres, que los Sabios se enteren de tu existencia? ¿Qué te conviertan en su sirviente? Si crees que yo soy duro contigo es porque no tienes idea de lo que significa caer en las manos de los Druidas. — No... – dijo el joven con voz llorosa. – Por favor... — Te he protegido. Me he arriesgado por ti, y así es como me lo pagas. — No fui yo – dijo el joven entre dientes. — ¿Cómo dices? — No fui yo... Estoy seguro...– se defendió. El Aprendiz sintió la mirada furiosa de su Maestro sobre él como si le hubiera caído un rayo. Su temor se confirmó con la segunda bofetada. Entonces comenzó a sollozar sin poder evitarlo, hasta el punto de ser incapaz de hablar. — Es imperdonable que además de no ser capaz de contener tus emociones y lograr un control elemental del poder, ni siquiera te des cuenta de ello. – El chico seguía sollozando y temblando. El Maestro señaló la medalla que le había entregado a su Aprendiz como barrera. – Espero que al menos hayas sido capaz de recordar que no debes quitarte esto.
— No me lo he quitado... lo juro... por favor... perdón... por favor... El Renegado desvió su atención, y el muchacho sintió que se le quitaba un peso de encima. Avergonzado, se secó las lágrimas. —- ¡No he terminado contigo! – gritó el Maestro, volviendo a centrarse en él. El chico no se movió, aterrorizado. De repente, ella intervino, lo que llenó de esperanza al joven. Seguro calmaría la furia de su Maestro. Siempre lo hacía, pero al mismo tiempo sería testigo de sus errores. Sabía que había fallado y por eso se sentía miserable. El Aprendiz hubiera querido estar muy lejos. Si defraudar a su Maestro era insoportable, que le ocurriera con ella era peor. — Déjalo ya. Es muy joven. Es normal que aún no controle bien su poder. — Estuvo a punto de echarlo todo a perder. — Pero eso no pasó. Vamos, fue un error. Todos cometemos errores. — ¡Yo no! Quédate tú, tal vez puedas hacer algo útil con esta piltrafa, aunque lo dudo. El chico, incapaz de levantar la mirada, escuchó cuando su Maestro se levantó y salió. Hubiera querido erguirse, disimular que nada había pasado, hablar con ella como si no hubiera visto nada, pero en cambio encogió los hombros y se le escapó un sollozo. Ella se le acercó, y él bajó la mirada avergonzado. Ella trató de calmarlo con palabras amables, luego se internó en la oscuridad. Él levantó la mirada y la esperó. Cuando regresó traía una daga con el puño ornamentado en la mano. El muchacho la observó, preguntándose para qué querría la daga. Ella se la entregó. — Será tu prueba final. Llévala siempre contigo, y cuando te lo ordene, clávala en el corazón del Primer Guardián. Entonces tu Maestro te respetará. El Aprendiz, temblando, dudó un momento. Nunca creyó que el aprendizaje del uso de su poder terminaría convirtiéndolo en un asesino, pero el enlace no le permitía negarse. Si se lo ordenaban tendría que matar.
Capítulo catorce: Tensa calma.
Arturo se sentía frustrado. Después de una larga semana aún no había conseguido ninguno de sus objetivos. Lo único que podía decir en su favor era que había logrado evitar que inocentes resultaran heridos por los fenómenos que allí ocurrían, pero no estaba más cerca que el primer día de identificar al Potencial, y mucho menos a los Renegados. Desde el incidente de la ventana todo había transcurrido con una razonable normalidad. Solo las turbulencias eran evidentes, pero no pasaban de un recrudecimiento de las condiciones atmosféricas. Tampoco se habían vuelto a producir atentados contra él, como el de la primera noche. Sus heridas sanaban rápidamente, pero su preocupación no hacía sino aumentar. La inactividad de los Renegados solo podía significar que ya habían encontrado al Potencial, lo que le ponía la piel de gallina al pensar en el pobre chico, y lo que no era menos preocupante, que se estaban preparando para un ataque a gran escala. A través de Saúl, Günter le había hecho llegar la información de los documentos prohibidos que fueron encontrados en posesión de Marcos, por lo que ahora tenía más claro cómo habían logrado crear el ente devorador de energía, y se estremecía al pensar lo cerca que había estado de ser eliminado. Aún no se explicaba cómo consiguió dominar y destruir aquel ser infernal, ahora que conocía mejor su naturaleza. Curiosamente, tal vez fue su ignorancia lo que lo salvó. No era consciente de la fuerza necesaria para combatirlo y por eso no se rindió. Sin embargo, sabía muy bien que tarde o temprano tendría que vérselas de nuevo con ese ente. Y debía estar preparado para vencerlo. Gracias a las lecturas supo que una invocación de esa naturaleza requería al menos tres Iniciados, todos con mucho poder. Eso tampoco eran buenas noticias. Si tenía que enfrentarse a más de dos Renegados a la vez, tenía pocas probabilidades de sobrevivir. Entre otras razones porque tres serían suficientes para bloquearlo. La idea lo aterraba, pero pese al peligro que corría siguió negándose a recibir refuerzos. Si los Renegados se ponían nerviosos, muchos inocentes podían sufrir. Y Arturo ya no quería más vidas destruidas sobre su conciencia. Las que ya tenía pesaban demasiado. Los documentos le mostraron una faceta de Marcos que él nunca había imaginado ni en sus peores pesadillas. Siempre creyó que su hermano adoptivo había cedido al ansia de poder, y a un sentimiento de haber sido tratado injustamente. Ahora comprendía que Marcos escondía una faceta oscura mucho más terrible de lo que se llegó a saber. Era un sádico con ansias de grandeza. Escritos por su propia mano había instrucciones destinadas a sus acólitos que les enseñaban a usar el poder para dominar a sus víctimas a través de la destrucción de su espíritu. La lectura de esos manuscritos le produjo náuseas, especialmente porque él convivió con ese monstruo y lo llegó a querer como a un hermano. Después de leer el primer párrafo, Arturo hubiera querido cerrar los instructivos y quemarlos, pero se obligó a llegar hasta el final. Lo que le dijo a Saúl era cierto, si querían tener alguna oportunidad contra los Renegados debían conocerlos, tener información sobre sus armas y cómo combatirlas. Ahora lo sabía, y ese conocimiento le producía escalofríos. Marcos enseñaba a sus Iniciados a esclavizar a sus víctimas a través de un enlace de dominación que anulaba la voluntad del sometido. El Maestro, o parte dominante del nexo podía hacer sentir al Aprendiz miserable, logrando que su única motivación fuera complacer a su dueño y señor. Con esas prácticas conseguían un esclavo, un lacayo que se sometería a cualquier deseo de su amo. Arturo estaba horrorizado. Mientras leía los documentos
no podía dejar de pensar que había un chiquillo en ese colegio que estaba sufriendo ese trato. Tenía que detenerlos a cualquier precio. Durante esa semana observó con detenimiento a todos los habitantes del colegio y las relaciones que mantenían entre sí. Cada vez que hablaba con un adulto se preguntaba si ese era su enemigo. Le resultaba muy difícil ver como tales a las mujeres. Adriana, además de amable, tuvo más de una oportunidad de matarlo mientras atendía sus heridas. Ana era muy amigable con él, le había servido de guía y de consejera en cuanto al funcionamiento del colegio sin mostrar curiosidad innecesaria, ni ningún interés aparente. Débora era más distante, parecía temer que se le acercara, pero también había contribuido a su bienestar mientras estuvo herido. Carmen estaba fuera de sospecha, era Pasiva, por lo que no podía ser Iniciada, y eso era algo que no se podía disimular. Teresa era demasiado mayor para ser Renegada, aunque Arturo no podía olvidar que Marcos tuvo como Aprendices un par de Potenciales ya adultos. Con respecto a los hombres: Fernando, al igual que Teresa, era demasiado mayor para encajar en el perfil sospechoso, y por la misma razón no podía descartarlo completamente. Sergio era amistoso, y en muchas ocasiones ofrecía su ayuda desinteresada a Arturo. No actuaba como un enemigo, aunque eso no lo excluía. Era obvio que estaba interesado en Débora, pero al igual que a los demás, ella lo trataba con cierto distanciamiento. La única persona con la que Débora parecía sentirse a gusto, aparte de su padre, era Adriana. Pedro era bastante huraño, y estaba claro que Arturo no le caía bien, aunque tal vez se debía a que estaba enamorado de Adriana y lo veía como un rival. La enfermera no perdía oportunidad de coquetear con Arturo, aunque él hacía lo posible por evitar darle oportunidad de que se le acercara. En realidad, las insinuaciones de la enfermera comenzaban a resultarle incómodas. Carlos era otro que no soportaba al nuevo profesor, pero en este caso, el motivo de celos era Débora. Arturo no comprendía por qué. La bella psicóloga ni siquiera parecía notar que él existía más allá de su trabajo. Pese a que Arturo no lo hubiera reconocido por ningún motivo, la verdad era que la indiferencia de Débora le resultaba tan incómoda como el acoso de Adriana. Se decía una y otra vez a sí mismo que no podía permitir que nadie se relacionara con él, porque eso convertiría a esa persona en blanco inmediato de los Renegados. Sin embargo, de vez en cuando se sorprendía a sí mismo observando de lejos a Débora, detallando su rostro y su cuerpo. Entonces el recuerdo de Laura implorando que la salvara acudía a su mente como un puñal que le atravesara el corazón y el cerebro, y él desviaba la vista esforzándose en no permitirse sueños imposibles. Con respecto a los chicos, aún no sabía cuál era el Potencial. Los incidentes habían cesado, lo que reforzaba la idea de Arturo de que ya los renegados se le habían adelantado. Esa idea no lo dejaba dormir. Arturo salía a caminar cada mañana, después de compartir un café con Teresa y Carmen. Las conversaciones con la gobernanta le permitían conocer mejor a los habitantes del colegio. Si alguna vez ella receló acerca de la curiosidad de él, nunca lo insinuó. Tal vez creía que solo era un cotilla, pero Arturo sospechaba que debajo de la aparente simpleza de la anciana se escondía una enorme sabiduría. Ella parecía tener una buena idea acerca de los motivos de Arturo, y tal vez por eso nunca cuestionaba sus preguntas. En su paseo diario, algunas veces se encontraba con Saúl e intercambiaban información. Otras, simplemente exploraba el terreno, familiarizándose con él. La tensa calma era más difícil de soportar que las dificultades a las que se enfrentó los primeros días. No se engañaba, sabía que en cualquier momento esa falsa paz llegaría a su fin, y entonces sería el momento de medir las fuerzas con sus enemigos, tal vez por última vez.
Capítulo quince: Las mentiras de Arturo.
Adriana volvió a leer el documento y dudó sobre lo que debía hacer. Se trataba de la historia clínica de Arturo Del Bosque, que había sido remitida por la agencia de empleo a través de la cual el profesor fue contratado. El informe en sí era rutinario, pero no así su contenido. Lo primero que llamó la atención de la enfermera fue que se negaba que Del Bosque sufriera de cualquier alergia, aunque él había soportado ser suturado sin anestesia por ese motivo. Al principio pensó que alguien había cometido un error y por eso llamó a la agencia, que a su vez la comunicó con el hospital del cual provenía el informe. Sería muy grave que ella, teniendo bajo su responsabilidad la salud del personal y el alumnado, no estuviera informada de un dato como ese. La respuesta fue sorprendente. El médico que la atendió le corroboró que no solo Arturo Del Bosque no era alérgico, sino que él mismo había utilizado anestesia local para curarle en alguna oportunidad. El otro aspecto que preocupó a la enfermera fue una nota referente al estado de salud mental de Arturo. Por lo visto, diez años atrás, Del Bosque había sufrido un accidente del cual no se precisaban los detalles, pero tuvo que ser ingresado por heridas graves, entre ellas la que le comprometió la rodilla derecha. Todo esto hubiera sido lamentable pero no preocupante, de no haber mediado la referencia a un problema psiquiátrico que ameritó tratamiento. Ni la historia, ni la conversación con el médico aclararon el tipo de trastorno del que se trataba. La primera era poco explícita, y el médico, que se mostró nervioso, primero negó recordar, y luego se amparó en el secreto profesional. Esto preocupó a Adriana. Le caía bien el nuevo profesor, más que eso, le gustaba, pero si sufría algún problema que comprometiera su estabilidad mental, tanto ella, como el director y Débora, como psicóloga del colegio, debían saberlo. Después de todo, tenían bajo su responsabilidad más de ciento cincuenta niños. Queriendo ser justa, Adriana invitó a Arturo a una conversación en privado, pero Del Bosque negó haber sufrido, o sufrir cualquier trastorno de carácter psiquiátrico, e insistió en su condición de alérgico. Adriana estaba convencida de que le había mentido. No quería perjudicar a nadie, menos a Arturo, y comprendía que cualquier problema psicológico que sufriera el profesor no era su culpa, pero tampoco podía ignorarlo sin saber de qué se trataba, sobre todo por el aura de secretismo que parecía envolver la situación. De haber sido algo sin importancia que no comprometiera su idoneidad para el trabajo no había razón para que no se lo hubieran informado. Por eso decidió hablar con Débora, que en su condición de psicóloga del colegio podía valorar mejor la situación. — ¿Y te dijo que este dato de la historia clínica es falso? – volvió a preguntar Débora. —Lo negó absolutamente. —Pero el médico que lo atendió hace diez años, con el que hablaste por teléfono te lo confirmó. —Primero dijo no acordarse, pero luego se amparó en el secreto profesional. —Lo que equivale a una confirmación, aunque no sabemos sobre qué. —Así lo veo yo. —Y la supuesta alergia es mentira – repitió, cada vez más confundida. —Al punto que el médico me juró que él había usado la anestesia local en Del Bosque cuando estuvo ingresado hace diez años. —Todo esto es muy extraño – dijo Débora pensativa – Dame el informe. Pensaré sobre este asunto. Es muy preocupante.
Aquella noche, Débora se trasnochó dándole vueltas al problema en su cabeza. ¿Qué era lo que ocultaba Del Bosque? Un problema psicológico o psiquiátrico que se manifestó o fue descubierto después de un grave accidente que lo dejó lisiado. ¿Fue como consecuencia del trauma, o fue su estado mental la causa misma del “accidente”? ¿Un intento de suicidio, tal vez? Debía saberlo, no solo para el bienestar del propio Arturo, sino porque si se trataba de algo así podía representar un problema serio para el colegio. Luego estaba el asunto de la anestesia. ¿Por qué alguien soportaría someterse a un dolor como ese, sin razón aparente? Suspiró. Lo normal sería hablar con el nuevo profesor, pero si se lo había negado todo a Adriana y le había mentido, no había razón para que se sincerara con ella. ¿Debería hablar con su padre al respecto? No estaba segura. Tal vez el problema de Del Bosque no interfiriera con su condición de profesor. Tal vez fue algo superado muchos años atrás, que ya estaba resuelto y no le gustaba hablar de ello. Ella misma ocultaba un secreto que la horrorizaba tanto, que ni siquiera se lo había podido confesar a su padre. ¿Sería ese el caso de Arturo? ¿Hizo algo que lo marcó diez años atrás? ¿Un intento de suicidio, tal vez? Pero también tendría que considerar la mentira acerca de la anestesia. Para eso no tenía explicación. Decidió esperar antes de hablar con su padre. Necesitaba desempolvar sus libros de Psicología para buscar algún indicio. La conducta de Arturo era normal. No padecía manías, ni se veía deprimido. Lo único extraño era que siempre se encontraba en medio de todas las situaciones de peligro que se habían presentado desde que llegó. No sabía cómo se las arreglaba, pero en los pocos días que llevaba en el colegio había resultado lastimado en demasiadas ocasiones para que fuera producto de la casualidad, o de simple mala suerte. Ahora que lo pensaba bien, era como si lo buscara. La reflexión le hizo recordar algo. Un curioso trastorno mental que estudió muchos años atrás acudió a su memoria: Se trataba del Sindrome de Münchausen, una situación poco frecuente en la cual el paciente inventaba síntomas o se autolesionaba para lograr la atención de terceros y asumir el papel de enfermo. ¿Sería posible? Débora saltó de la cama como si un resorte la hubiera impulsado, corrió hasta la pequeña estantería que le servía de biblioteca y buscó un par de libros. Luego se sentó al escritorio y buscó las referencias al curioso síndrome. Allí estaba, y se amoldaba como un guante a la situación. En el Münchausen, el paciente era capaz de fingir, e incluso causarse a sí mismo pequeñas heridas con la finalidad de ser el centro de atención. La psicóloga recordó las primeras horas del profesor de ciencias después de su llegada. Aquella noche, pese a haber recorrido kilómetros, su cojera apenas se notaba. Al día siguiente sin embargo, luego de toda una noche de descanso, la cojera era tan marcada que llamó la atención de Débora. Además estaba la herida del cuello. Él dijo que se había lastimado mientras se afeitaba, pero Adriana le comentó que no había manera que un corte accidental al afeitarse fuera tan profundo…a menos que hubiera sido deliberado. El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho. ¿Estaba llegando a conclusiones apresuradas? Aquello no era profesional. ¡Tonterías! No acusaba a nadie, ni siquiera planteaba un diagnóstico. Solo estaba buscando posibles respuestas. Razonando. Para encontrar la respuesta que buscaba, primero tendría que elaborar alguna teoría. Y ésta parecía encajar perfectamente. Siguió elucubrando… La negativa a recibir anestesia podía ser parte del mismo estado mental. Una forma de obtener admiración por su estoicismo ante el sufrimiento. ¡Pobre hombre! Como psicóloga comprendía que se trataba de un enfermo. Como persona le parecía inaudito. Sin darse cuenta, ya había asumido que Del Bosque sufría del extraño síndrome. ¿Qué pasó después? ¡Ah, sí! ¡La ventana! Aquella extraña explosión del ventanal hacia el lugar donde se encontraban los niños: Francisco,
Mario, y Sebastián. Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Sería posible que aquello no hubiera sido un accidente? Del Bosque era profesor de ciencias, y muy bueno, de acuerdo a sus referencias. ¿Habría manipulado de alguna manera la ventana para que explotara y él pudiera aparecer como un héroe al sufrir heridas por salvar a los niños? Trató de hacer memoria… ¿Qué pasó exactamente aquel día? Ella hablaba con Arturo y Adriana frente al comedor, bastante lejos del ventanal. No lo tenían a la vista. Todo parecía normal cuando Del Bosque comenzó a correr hacia el pasillo donde segundos después ocurriría el accidente. Fue entonces cuando escucharon el estallido de cristales, y ellas también corrieron detrás del profesor. Se estremeció al recordar el espacio abierto donde antes estaba la ventana, y Arturo tendido contra la pared, cubierto de cristales y pequeños cortes que sangraban en su rostro y sus manos. Y los niños estaban allí: Francisco, Mario… y Sebastián. Su hijo. Cualquiera de ellos pudo haber resultado herido. Su hijo. Débora respiró profundamente para calmarse. Podía comprender que el profesor sufriera de una compulsión que lo pusiera en situaciones de peligro. Podía compadecerlo por ello, pero lo que sobrepasaba cualquier razonamiento como psicóloga y como ser humano era su situación de madre. Si estaba en lo cierto, Arturo Del Bosque era un peligro para sí mismo, pero también para los demás. Para el resto del personal, para los alumnos, y para su propio hijo. Decidió que debía averiguar la verdad, y entretanto, vigilar al profesor de ciencias.
Capítulo dieciséis: Un ataque a traición.
Francisco, Mario, Miguel y Juan esperaban ocultos detrás de un par de olmos. Hacía casi una semana que preparaban aquella emboscada, desde que el estúpido de Sebastián le rompió la nariz a Mario. Una afrenta que no podía quedar sin castigo, si querían recuperar el respeto de sus colegas. Esa tarde era la ideal. El capullo de Sebastián había salido sólo a buscar madera en el bosque cercano. Al muy imbécil le gustaba hacer trabajos manuales, y recogía trozos de madera con los que tallaba figuras, cada vez que tenía oportunidad. En una ocasión tuvo el atrevimiento de regalarle un caballito a Diana. ¡Y a ella le gustó! Francisco nunca comprendería a las chicas. Juan fue el primero en verlo, y desde su árbol le hizo señas a Francisco. Esperaron a que pasara junto a ellos y en ese momento le saltaron todos encima. Sebastián, sorprendido, cayó al suelo y soltó las maderas que llevaba en la mano. De repente llovieron sobre él insultos, golpes y patadas, y aunque hubiera querido defenderse, eran demasiados. Sintió miedo y rabia ante la cobardía de sus atacantes. Sebastián sintió que le sangraba la nariz, y era posible que le hubieran partido algún diente, porque también tenía la boca llena de sangre. Se encontraban bajo los árboles, y en medio del fragor de la golpiza, ninguno escuchó la rama que crujía sobre sus cabezas. Lo que sí escucharon fue un grito de alarma. El profesor de ciencias apareció por una esquina, mientras Teresa y Carmen se acercaban corriendo desde la cocina. Para cuando Arturo llegó hasta donde yacía el chico apaleado, ya los agresores se habían dispersado. La rama volvió a crujir, y Arturo apenas tuvo tiempo de apartar al niño unos metros, antes de que cayera con todo su peso en el lugar donde él había estado tendido. Esta vez no utilizó el poder. Hubiera sido demasiado evidente. Sebastián se incorporó asustado, tenía la cara ensangrentada, un ojo morado, y la camisa rota. —Sebastián, ¿te encuentras bien? – le preguntó Arturo preocupado. El chico se limitó a asentir, mientras lágrimas de ira le inundaban los ojos. — ¡Por Dios, cómo te han dejado esos salvajes, criatura! – dijo Teresa. – Tráigalo don Arturo. Hay que llevarlo a la enfermería. Arturo permaneció inmóvil por un momento como si el tiempo se hubiera detenido, apartó un poco la camisa rota y dejó el pecho del niño descubierto. Sobre él estaba la respuesta a muchas de sus preguntas, y el planteamiento de dudas aún más terribles. Sintió que el mundo se volteaba del revés y su rostro palideció tanto que Teresa, después de compartir una mirada con su sobrina, temió más por el profesor que por el chiquillo golpeado. — Profesor ¿Se encuentra bien? El niño está lastimado. Tenemos que llevarlo con la enfermera – insistió. — Sí, claro, claro – dijo Arturo, que pareció despertar de un profundo sueño. Arturo cogió al chaval en brazos y lo llevó hasta la enfermería. La sangre del chico le manchó la camisa, pero él no reparó en eso. Cuando cruzó el vestíbulo, Débora estaba allí y corrió angustiada preguntando qué le había pasado a su hijo. Teresa en pocas palabras le contó lo que había visto. Arturo parecía incapaz de hablar y el color aún no le retornaba al rostro. Adriana le pidió al profesor que dejara al niño en la camilla. Sebastián no dejaba de decir que estaba bien y que podía caminar, pero nadie lo escuchó. Débora, a un paso de Arturo, lo hizo a un lado sin muchos miramientos para acercarse a su hijo. Adriana le pidió que saliera. Entre ella y Débora atenderían al niño. Arturo no se
movió, miraba fijamente a Sebastián con la respiración entrecortada, y palideciendo cada vez más. — Se pondrá bien – le dijo Adriana, pensando que la reacción de Arturo era debido a que temía por el bienestar del niño. – Solo fue una pelea de chicos. Le curaremos las heridas y se repondrá. Débora volteó a mirar a Arturo, y se sintió incómoda por lo que le pareció que era una conducta egocéntrica del profesor. Ella era la madre. ¿A qué venía esa aparente preocupación por parte de un hombre que conocían desde hacía sólo una semana? Recordó las conclusiones a las que había llegado con respecto a Arturo. ¿Habría sido lo ocurrido una simple pelea entre chicos? ¿Y la rama? ¿La habría saboteado el propio Arturo? Débora se enfadó. Aquello ya sobrepasaba cualquier límite. No sería a costa de su hijo que el profesor lograría convertirse en héroe o mártir. — Adriana, el paciente es Sebastián – le dijo con el ceño fruncido. -—Desde luego – respondió la enfermera, que comenzó a curar al niño. Débora volteó a mirar a Arturo, que no parecía estar dispuesto a moverse. — Yo me haré cargo de mi hijo, profesor. Gracias por traerlo.- dijo con voz cortante. Arturo devolvió la mirada a Débora con una ferocidad que le puso la piel de gallina a Teresa, la única que la vio. Observó que él apretó los dientes y cerró los puños, en un esfuerzo por controlar su furia. Un hombre peligroso, pensó, y acto seguido le puso una mano en el brazo con suavidad. — Venga, don Arturo, ya no podemos hacer nada aquí. Ellas se encargarán del chiquillo. – le dijo con toda la suavidad de que fue capaz. Arturo desvió la mirada de Débora hacia Teresa y fue suavizándola, hasta que desapareció la ira para ser sustituida por algo que a la gobernanta le pareció preocupación y tristeza. Salieron de la enfermería y Arturo seguía sin pronunciar palabra. — Será mejor que se cambie la camisa, profesor, o los chicos se asustarán. Él bajó la mirada y por primera vez notó que su ropa se había manchado con la sangre de Sebastián. Respiró profundo y asintió. — Me temo que tendrá que tirarla. No hay forma de limpiar esa sangre. – él no pareció escucharla, solo miraba las manchas sin parpadear – Don Arturo, ¿qué le pasa? Me asusta usted, está pálido como un muerto. — Estoy bien, Teresa – dijo por fin con una voz suave que contrastaba con la seriedad de su rostro, y que le puso los pelos de punta a la gobernanta – Iré a cambiarme. No te preocupes. Él subió la escalera como si lo persiguiera el diablo. Teresa lo observó hasta que lo perdió de vista. Algo había pasado en el jardín trasero, algo que no tenía que ver con una pelea de chiquillos, por desigual que fuera. En esos pocos días, Teresa había aprendido a respetar y apreciar a Arturo, y ahora le preocupaba su aspecto. Parecía a punto de sufrir un colapso. Tal vez se sentía mal y no se atrevía a decirlo. Decidió que tenía que hacer algo, al menos para quedarse tranquila. Teresa fue a la cocina y preparó un té. Mientras colocaba la taza en una bandeja, don Fernando entró en la cocina. Parecía enfadado y preocupado. — Teresa, cuéntame lo que viste en el jardín de atrás. Ella le relató que había visto a los chicos desde la ventana de la cocina, y que sospechó que tramaban algo, pero no tuvo idea de qué se trataba hasta que apareció Sebastián y lo atacaron. Luego salió a toda prisa para detenerlos, y por la esquina apareció don Arturo con la misma intención. Le contó lo que había pasado con la rama del árbol y le dio los nombres de los chicos involucrados. — ¿Cómo está Sebastián, don Fernando? — Le sangra la nariz, tiene un ojo morado, y se le aflojó un diente, pero está bien. Creo que su orgullo fue lo que salió más lastimado el día de hoy. — Esos chicos son demonios.
— Me encargaré de darles un castigo ejemplar. No lo dudes. ¿Para quién es el té? — Para don Arturo. Me pareció que no se encontraba bien. — De acuerdo, dale las gracias de mi parte cuando lo veas. Si no hubiera aparecido a tiempo, Sebastián pudo haber salido peor parado. Teresa asintió, terminó de preparar la bandeja y subió las escaleras. Tocó la puerta de la habitación de Arturo, y pasó cuando él la invitó a entrar. Pareció sorprendido al verla con la bandeja del té. Ya se había cambiado la camisa y tenía la manchada de sangre en la mano. Cuando ella entró, la guardó en un sobre. A Teresa le sorprendió, pero no se atrevió a decirle nada. La cara de él no invitaba a hacer preguntas. — Pensé que un poco de té le vendría bien. – dijo ella a modo de disculpa. — Gracias, Teresa – respondió él, que no parecía muy interesado en el té. ¿Cómo está Sebastián? - Bien. Un ojo morado, un sangramiento por la nariz. Nada importante. Él pareció recibir la noticia con alivio, y sin embargo, algo seguía preocupándolo. Teresa se dispuso a salir, cuando él la llamó. — Teresa, ¿conoces a los Castillo desde hace mucho tiempo? — Desde que Débora era una niña. Yo fui su niñera. — ¿Estabas con ella cuando nació Sebastián? A Teresa la pregunta le pareció cuando menos, extraña, pero fiel a la confianza que le inspiraba Arturo, decidió responder. — No, cuando Débora se casó, ella y Santiago, su esposo, se fueron a vivir a París. Sebastián nació allí. Dos años después enviudó, y regresó con el niño a casa de su padre. — Gracias, Teresa. Ella salió de la habitación, preguntándose la razón de ese interrogatorio. No parecía simple curiosidad. No cambió la expresión de preocupación de él. Teresa sospechó que algo importante había sucedido esa tarde, y que lo más grave estaba aún por llegar.
Capítulo diecisiete: Conclusiones y estrategias.
Arturo aguardaba junto a la piedra, a la orilla del río, poco antes del amanecer. Sostenía en la mano un sobre grande que abultaba bastante. No había podido dormir en toda la noche, ni había sido capaz de sosegar sus emociones después de lo ocurrido la tarde anterior. No bajó a cenar. No se sentía capaz de probar bocado, y no hubiera soportado sentarse a la misma mesa que Débora Castillo, o su padre. Sebastián era el Potencial, ahora lo sabía. Arturo reconoció la barrera colgando de su cuello cuando la camisa se le abrió al chico en la pelea. La rama del árbol se rompió por la frustración que sintió ante el ataque. Arturo percibió la concentración de poder poco antes de que ocurriera, y en ese momento, de los posibles Potenciales, solo estaban allí Mario y Sebastián, pero era Sebastián el que tenía la barrera sobre la piel de su pecho. Además, ya había descartado a Mario después del episodio de la rana. La idea de que Fernando y Débora fueran los Renegados le resultaba insoportable. Y pensar que el chico había estado en sus manos todo el tiempo le oprimía el pecho. Si sus sospechas eran ciertas... No quería pensar. Todo lo que se le ocurría era demasiado terrible. No tenía pruebas, sólo una sospecha. Una terrible sospecha... Se pinzó con los dedos la base de la nariz. Desde la tarde anterior sentía un peso detrás de los ojos y sabía que no remitiría hasta que pudiera sosegarse. Pero eso era imposible. El ruido de un motor lo distrajo por un momento de sus funestos pensamientos. Saúl apareció por el camino, detuvo la motocicleta y se quitó el casco. — Buenos días, Arturo. ¿Alguna novedad? ¡Ostras, que mal aspecto tienes! ¿Te encuentras bien? — Sí, solo he pasado una mala noche. — ¿Alguna visita indeseable? — Peor. Arturo puso al día a su lugarteniente de lo ocurrido la tarde anterior y de sus sospechas. Saúl pasó de la sorpresa a la preocupación por su jefe y amigo. Recibió el sobre y echó un vistazo a su contenido. — Haré lo que pueda para que lo procesen lo antes posible. Y me encargaré personalmente de las investigaciones. — Te lo agradezco. — Arturo, no quisiera decírtelo, pero es mi deber. Esto cambia las cosas. Te involucra, y puede hacerte perder objetividad. Ya era bastante peligroso antes, pero ahora... — ¡No voy a retirarme! – le cortó Arturo hablando entre dientes – Llegaré hasta el fondo, y haré que los culpables paguen por ello. — Sabes lo que los Sabios opinarán de esta situación. — Lo sé, y no me importa. — ¡No puedes rebelarte! ¡Conoces las consecuencias! — Siempre he sido leal a mi juramento, y lo seguiré siendo mientras viva, pero eso también significa no abandonar cuando mi obligación es involucrarme. Si hablas con los Sabios, diles eso de mi parte. Si tengo que desafiarlos para proteger a Sebastián, lo haré. — Supongo que no es necesario enfrentarlos si no se enteran... - dijo Saúl con una media sonrisa cómplice. — No puedo pedirte que hagas eso. – respondió Arturo, conocedor de lo que implicaría para Saúl ocultarle información a los Sabios.
— No me lo estás pidiendo. Es mi decisión, y no puedes impedírmelo. – dijo Saúl mientras se volvía a poner el casco y regresaba a la motocicleta. — ¿Por qué estás dispuesto a hacer esto por mí? — Porque estoy seguro que tú lo harías por mí.- respondió Saúl, mientras encendía el motor. – Nos vemos en dos días, para entonces te tendré toda la información. Arturo contempló la silueta de Saúl alejarse y comprendió que aún le quedaban amigos sinceros entre los suyos. Ese pensamiento lo reconfortó. La traición de Marcos le había hecho evaluar la lealtad de todos sus allegados, y lo volvió desconfiado. La conducta de su lugarteniente era como una brisa fresca en medio de un pozo maloliente. Pensativo, recorrió el camino de regreso al colegio mientras el amanecer le seguía los pasos. En un par de días sabría la verdad, y esa idea le ocasionó un miedo como nunca lo había sentido. Un terror que nacía de sus peores pesadillas. Haciendo de tripas, corazón, entró en el colegio y se acercó al comedor. La idea de sentarse a la mesa de profesores aún le causaba náuseas, pero debía disimular, seguir representando su papel como mejor pudiera. Ya los demás estaban allí, dio los buenos días y todos respondieron en un murmullo amable, con excepción de Débora, que le clavó una mirada desafiante. — ¿Se encuentra bien, Arturo? – preguntó Fernando, que parecía sinceramente preocupado. Debía ser muy buen actor – Tiene mala cara. — Sólo una mala noche – respondió él, manteniéndose serio. — Parece que el profesor Del Bosque ha tenido mala suerte desde que llegó – dijo Débora con mordacidad – Cuando no sufre alguna herida espectacular, se encuentra delicado de salud. — Mi salud está perfecta, gracias – respondió Arturo, cortante. El resto de los profesores, incluyendo a Fernando, enarcaron las cejas, sorprendidos ante el pequeño duelo dialéctico entre Débora y Arturo. Sergio hizo lo posible por aliviar la tensión iniciando una conversación con Débora. Fernando se lo agradeció en su fuero interno. Ana hizo el mismo esfuerzo con Arturo, pero él se limitó a responderle con monosílabos y se mantuvo en un terco silencio. Comió poco, había perdido el apetito desde la tarde anterior. Terminado el desayuno, esperaron a que los chicos abandonaran en orden el comedor, vigilados por Teresa y Carmen desde las puertas. Arturo buscó con la mirada a Sebastián, y se sintió aliviado cuando lo vio junto a Diana. Parecía animado, pese a su aventura de la tarde anterior. Débora siguió la mirada de Arturo y comprendió que el objetivo era su hijo. Eso la enfureció. — Voy a advertirle algo Del Bosque, y lo haré una sola vez – dijo Débora sin ocultar su enfado. Arturo volteó para mirarla, con el ceño fruncido. – Manténgase alejado de Sebastián. Si sabe lo que le conviene, no se acerque a mi hijo. Dicho esto, se puso de pie sin esperar a que los demás lo hicieran, cruzó el comedor entre los sorprendidos estudiantes y salió a toda prisa. Las miradas de todos los profesores se clavaron en Arturo, que permanecía en su silla sin moverse, ni hablar. Parecían esperar una explicación de su parte, pero él se limitó a levantarse, arrojó la servilleta contra la mesa y salió a buen paso. Quince minutos después, Débora se paseaba nerviosa por el despacho de su padre, que la había mandado llamar, sorprendido por su comportamiento. — ¿Quieres explicarme a qué ha venido ese numerito en el comedor? ¿Qué os pasa a ti y a Del Bosque, si puede saberse? — Es un Münhausen. Estoy segura. — ¿Un qué? — Un Münhausen. Y va a por Sebastián. No dejaré que sea su víctima. — Espera, espera… - dijo su padre, confundido - ¿Qué diablos es un Münhausen, y qué tiene que ver con Sebastián?
Débora suspiró y dejó su caminata para sentarse en una silla frente al escritorio de Fernando. — El Síndrome de Münhausen es un problema psicológico – explicó ella – El que lo sufre necesita llamar la atención de los que lo rodean. Con desesperación. — Y según tú, Del Bosque sufre ese síndrome – Débora asintió – Pues no me parece alguien que esté desesperado por ser el centro de atención. Más bien su conducta es distante y prudente en exceso. — No es ese el tipo de atención que buscan.- explicó ella – Lo que quieren es aparecer como víctimas sufrientes, o como héroes que se sacrifican por alguien cercano. Pueden simular una enfermedad o autolesionarse, o lastimar a alguien de su entorno, si con ello consiguen despertar la admiración de los demás. — ¿Y tú crees que Del Bosque es capaz de herirse a sí mismo o a alguien más? — Estoy segura. — ¿Por qué? ¿Qué te hace pensarlo? — Desde que llegó han ocurrido accidentes extraños... — Te recuerdo que la racha de accidentes comenzó antes de la aparición de Del Bosque – apuntó Fernando – Si no me equivoco, comentamos sobre eso el día siguiente a su llegada. — Sí, lo hicimos porque él apareció con una herida en el cuello. Y la explicación que dio sobre cómo se la hizo no se sostiene. — ¿Crees que él mismo se la causó? – preguntó, incrédulo. — Piénsalo bien: la misma noche que llega aquí, a un lugar donde nadie lo conoce, resulta herido, lo que genera preocupación en todos nosotros, y él se convierte en el centro de atención. Algo me preocupaba de esa herida desde el principio, pero no fue hasta que pensé en el Münhausen que comprendí la verdad... — ¿Y la verdad es...? — No fue como consecuencia de un corte al afeitarse, papá. Era una herida demasiado profunda. Por eso fue necesario suturarla. — ¿Así que según tú, ese hombre se plantó frente a un espejo con un cuchillo y se cortó el cuello él mismo? — Sé que suena a locura, pero los Münhausen son así. – al ver que Fernando la escuchaba, Débora se animó a desarrollar su teoría, y en la medida que hablaba se convencía más – Al día siguiente, todos nos preocupamos por lo que le pasó, y le hablamos de la racha de accidentes. Creo que eso le dio la idea. — ¿Qué idea? — De convertirse en héroe — Débora, debo reconocer que me está costando mucho seguirte. — Piénsalo bien. Nadie ha sido capaz de explicar por qué la ventana estalló en la forma que lo hizo. — Bueno, los ingenieros que envió el ayuntamiento dijeron que el asentamiento de la casa pudo producir un aumento de presión sobre el vidrio de la ventana y romperlo. — También se sorprendieron de que estallara de esa forma. Papá, si esa fuera la razón, se hubiera producido una fisura en la ventana, pero te recuerdo que estalló en mil pedazos, ¿y quién estaba allí para salvar a los chicos, resultando a su vez herido? Arturo Del Bosque. — Espera, ¿estás sugiriendo que él hizo que esa ventana estallara? Es una acusación muy grave, Débora. — No tengo pruebas, - reconoció ella – pero si lo piensas bien: es profesor de ciencias, y muy bueno por lo que he escuchado. Debe tener los conocimientos suficientes para causar esa explosión. — Pero sería muy peligroso. Uno de esos vidrios pudo ocasionarle una herida grave, y el golpe fue lo bastante fuerte para fracturarle el cuello o el cráneo. — Eso no detendría a un Münhausen. Escucha, yo estaba conversando con él frente al comedor cuando ocurrió. Todo transcurría normal, no se había producido
ninguna alarma, y de repente él comenzó a correr hacia el vestíbulo, como si supiera lo que iba a pasar. Fernando suspiró. No estaba del todo convencido, pero el razonamiento de Débora lo ponía a pensar. — ¿Qué te hace creer que tiene algún interés por Sebastián? — La rama que se cayó ayer. El único que recorre ese camino con frecuencia es Sebastián. Creo que cortó parcialmente la rama para poder aparecer justo a tiempo para salvar al niño, y volver a quedar como un héroe. Debiste verlo en la enfermería, parecía creer que tenía más derecho a estar allí que yo. Además, hoy en el comedor, en cuanto tuvo oportunidad lo buscó con la mirada. — Tal vez quería saber cómo seguía de la golpiza que recibió. — No - dijo Débora, negando con la cabeza – Esa mirada era como si estuviera convencido de tener algún derecho sobre Sebastián. Ha convertido a mi hijo en su víctima propiciatoria. Y eso no lo voy a permitir. Fernando se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en el escritorio, mirando a su hija y pensando. Al fin habló. — Débora, es posible que estés en lo cierto, y tengo que reconocer que tu razonamiento explica muchas cosas que de otra manera resultan extrañas, pero no tenemos pruebas, así que no podemos acusar a ese hombre de haber causado esos accidentes deliberadamente. Si nos equivocáramos con algo así y decidiera demandarnos, el colegio no alcanzaría para pagar la indemnización. — No permitiré que lastime a Sebastián para satisfacer sus fantasías.- dijo ella con terquedad. — ¿Y crees que yo sí? - preguntó él, ofendido – Escucha, actuemos con prudencia. No lo perderé de vista, ocúpate tú de cuidar a Sebastián, y ante la menor prueba de que tienes razón, lo emplazaremos y lo obligaremos a renunciar, so pena de denunciarlo a las autoridades. — Muy bien, y mientras lo hacemos, pondré sobre aviso a los demás para que nos ayuden a vigilarlo. — Débora, no creo... — No voy a cruzarme de brazos mientras lastima a Sebastián, papá. Él es el recién llegado. A los demás los conocemos y confiamos en ellos. Nos ayudarán, y estoy segura que no dirán nada hasta que tengamos pruebas. Es por el bien de tu nieto. Fernando suspiró, incapaz de encontrar una réplica que la convenciera. Cuando algo se le metía entre ceja y ceja a Débora, no había poder humano que la hiciera desistir. Y ella pensaba que su hijo estaba en peligro. Contra eso Fernando no podía luchar con argumentos. Cedió, pero le hizo prometer, que ni ella, ni los otros profesores harían ninguna acusación hasta que no tuviesen pruebas. En el fondo deseaba que ella estuviera en lo cierto, porque si no, estarían cometiendo una enorme injusticia contra ese hombre.
Capítulo dieciocho: Un terrible descubrimiento.
Los siguientes dos días transcurrieron muy despacio, al menos para Arturo. Su situación dentro del colegio era insostenible. Los Castillo urdieron alguna historia para aislarlo, porque todos los profesores lo evitaban, o se comportaban como si fuera un apestado. Incluso Adriana había sustituido el coqueteo por miradas de odio y desconfianza. Sólo Carmen y Teresa mantenían con él un trato cordial, pero más reservado. Aunque la gobernanta debía estar enterada de los rumores, no había querido decir nada. Arturo lo comprendía. La anciana tenía su lealtad dividida entre la familia que conocía y quería desde hacía años, y la simpatía hacia el recién llegado. Así que Arturo no la interrogó al respecto. Además, en el fondo le importaba muy poco lo que pudieran pensar de él. Lo que sí le importaba era que todos parecían confabulados para mantenerlo alejado de Sebastián. Y eso reforzaba sus temores acerca de la identidad de Fernando y Débora. Si eran los Renegados lo querrían muy lejos del Potencial. Así que de momento, sólo podía mantenerse alerta para evitar que lastimaran al chico. Arturo había establecido un nexo entre su barrera y la de Sebastián. Una maniobra que solo era posible por la peculiar naturaleza de ambos objetos, y por fortuna, indetectable. Gracias a eso, Arturo podía saber en todo momento dónde se encontraba el chico, y también si estaba usando el poder. Hasta el momento no había ocurrido. Desde la discusión con Débora no había vuelto a pisar el comedor, y en vista de que nadie le hizo ningún comentario al respecto, concluyó que los demás se sentían aliviados con su ausencia. Se limitaba a tomar algún refrigerio en la cocina, gracias a la amabilidad de Teresa. De cualquier manera, se le había quitado el apetito. Si hubiera sido un profesor normal, lo más probable era que ya hubiera dimitido a causa del ostracismo al que lo habían sometido, pero él tenía objetivos más importantes que cumplir. Sentado en su habitación, con todos los cerrojos echados, cerró los ojos y se concentró en su medallón: Energía, su energía, con una frecuencia específica, tan individual como las huellas dactilares o el ADN. Al cabo de pocos minutos, el Crann Bethadh se iluminó, y un haz invisible e indetectable, salió de él en dirección de su similar. El dije que reposaba en el pecho de Sebastián vibró levemente, produciéndole un cosquilleo en la piel casi imperceptible. Arturo escuchó, pero sólo había silencio, paz, sosiego y oscuridad. El niño estaba durmiendo. Abrió los ojos, y se dispuso a permanecer alerta. Si el estado de ánimo de Sebastián se alteraba, si algo lo perturbaba, él lo percibiría y acudiría en su ayuda, aunque todos los malaconsejados docentes se interpusieran en su camino y tuviera que luchar contra cada maldito Renegado que quedaba libre sobre la Tierra. La noche transcurrió sin percances, y poco antes del amanecer, Arturo se preparó para acudir a su cita con Saúl. Se duchó, se vistió con ropa limpia y oscura, al igual que su ánimo, se puso el abrigo, cogió el bastón y bajó las escaleras. Sebastián seguía durmiendo. Nada había perturbado su sueño. Cuando llegó a la cocina, Del Bosque vio a Teresa, que lo miró con expresión preocupada. — ¿Desea un café, don Arturo? — No, gracias, Teresa, hoy no. — ¿Se encuentra bien? Estos días lo he visto muy desmejorado, pero hoy tiene usted muy mala cara. Y perdone que se lo diga. -—Estoy bien, Teresa. No te preocupes por mí. – dijo él sin detenerse. Tenía prisa por llegar al lugar de encuentro. — Lleva días sin comer apenas, don Arturo, y es obvio que tampoco duerme bien. No puede seguir así. Terminará enfermando. Escuche, sé que ha tenido diferencias
con Débora, y que ella algunas veces puede ser un poco cabezota, pero estoy segura que si se sientan a hablar como personas civilizadas lograran resolver sus problemas. No me parece justo lo que le están haciendo, y ya se lo dije a ella. Usted se está llevando la peor parte y... — Ahora no, Teresa – corto él – Te agradezco que hayas abogado por mí, pero ahora no. La anciana asintió con pesadumbre. La situación parecía resultarle más insoportable que al propio Arturo. Él se prometió a sí mismo que hablaría con ella y la tranquilizaría a su regreso. Si era capaz de mantener la cordura después del encuentro. Arturo salió al frío de la mañana. El viento agitó su abrigo y revolvió sus cabellos. La cercanía del invierno, y las turbulencias hacían poco acogedor un paseo al aire libre, pero él no estaba allí para disfrutar de esparcimiento. Apuró el paso a través del bosque y en pocos minutos estuvo junto a la piedra frente al río. Comprendió que sus temores se habían confirmado cuando vio que Saúl ya lo estaba esperando. Era la primera vez que llegaba antes de la hora prevista, y la expresión de su rostro auguraba que no le gustaban las noticias que iba a dar. — Buenos días, Saúl — Buenos días, Arturo, pareces cansado. ¿Problemas? — No más de los que esperaba – dijo, y mientras se acercaba, se quedó mirando la carpeta que su lugarteniente tenía en la mano - ¿Y bien? — Será mejor que lo veas por ti mismo – le respondió Saúl tendiéndole la carpeta. Arturo cogió el informe, apoyó la espalda en la piedra y comenzó a leer. En la medida que lo hacía, su rostro, ya pálido por el cansancio, se fue demudando hasta quedar lívido. Sintió que todo le daba vueltas y si no hubiera estado apoyado, se hubiera caído, pero logró mantener la compostura, levantó la mirada y se dio cuenta que Saúl no lo perdía de vista. — ¿Lo saben los Sabios? — Aún no, pero no podré ocultárselos por mucho tiempo. — Dame un par de días. — ¿Estás seguro? – Arturo asintió. — Si no te importa, me gustaría quedarme sólo un rato. Necesito pensar. — Claro, lo entiendo. – dijo Saúl, y le puso una mano en el hombro. - ¿Alguna otra orden? Arturo se limitó a negar con la cabeza. Tenía la mirada perdida, y Saúl comprendió que estaba de más allí. Se puso el casco, subió a la moto y miró de nuevo a su jefe. No se había movido y parecía ausente. Saúl se sentía preocupado, y estuvo a punto de preguntarle si se encontraba bien, pero comprendió que su intervención no sería oportuna, ni bien recibida. Su amigo había sido muy claro. Necesitaba estar sólo, necesitaba pensar. Arturo apenas fue consciente del ruido del motor al alejarse. Sentía un dolor opresivo en el pecho, como si algo encerrado en su interior pugnara con todas sus fuerzas por salir, algo que lo desgarraba por dentro y que hacía que todos los sufrimientos que recordaba fueran una simple preparación para ese momento y sin poderlo evitar, rompió en llanto.
Capítulo diecinueve: Revelaciones.
Cuatro autobuses escolares esperaban frente a la puerta del Cervantes. Ese fin de semana habría puente y los chicos se preparaban para disfrutarlo. Sólo unos pocos, aquellos cuyos padres estaban demasiado ocupados, permanecerían en el colegio. Los chiquillos mostraban rostros sonrientes y animados ante la perspectiva de las cortas vacaciones y el regreso a sus casas. El ambiente era de regocijo, y contrastaba con la ira y la tristeza que embargaban a Arturo cuando regresó al colegio. De los maestros, Carlos también se ausentaría. Los demás habían preferido quedarse. Cuando Arturo cruzó la puerta principal, los chicos subían en orden al primer autobús. Desde la escalera, Sebastián y Diana observaban a sus compañeros que se marchaban. Francisco y Mario permanecían en la biblioteca bajo la mirada atenta de Ana, cumpliendo el castigo por haber golpeado a Sebastián. Para ellos no habría puente. A sus cómplices en la golpiza les permitieron salir porque era su primera falta de importancia, y ya habían cumplido sus respectivos castigos. Tomás, también sentado en la biblioteca, decidió quedarse. Quería dedicar esos días a preparar los exámenes. Arturo entró al vestíbulo y miró a su alrededor. Débora, que pasaba lista y organizaba la salida lo miró de reojo y pretendió no verlo. Él se le acercó y se plantó frente a ella, sin darle la oportunidad de ignorarlo. — Debo hablar con usted y con su padre. — Como puede ver, estoy ocupada. — Lo que tengo que decirles no puede esperar.- respondió Arturo, en un tono tan imperativo, que a su pesar ella sintió curiosidad. ¿Se habría enterado de sus sospechas acerca del síndrome que padecía? — Pedro – llamó Débora, cambiando el tono de voz por uno más amable – Por favor continúa con esto. — ¿Está todo bien? – preguntó el arisco profesor, mientras miraba con desconfianza a Arturo. — Sí, – le tranquilizó ella – será sólo un momento, enseguida regreso. Débora se encaminó al despacho de su padre y Arturo la siguió a un par de pasos. Fernando se sorprendió al verlos entrar a ambos y temió que las sospechas de Débora hubieran llegado a oídos del profesor. Esa presunción casi se confirmó cuando detalló el aspecto de Del Bosque. Estaba muy pálido, ojeroso, como si llevara noches sin dormir, y en sus ojos había una ferocidad y determinación que erizaron la piel del director. Experimentó varios sentimientos a la vez: compasión, porque era obvio que ese hombre estaba sufriendo mucho. Y miedo, porque intuía que ellos habían sido los causantes de ese sufrimiento, y Del Bosque no estaba dispuesto a dejarlo pasar. Arturo cerró la puerta apenas entró, y al mismo tiempo formó un escudo de aire alrededor de la oficina. Nadie, ni Inocente, ni Iniciado, podrían escuchar lo que se hablaría allí. Fernando estaba sentado detrás del escritorio. Débora recorrió la habitación para quedar de pie junto a su padre y miró desafiante a Arturo. Él avanzó hacia la mesa, donde dejó la carpeta que le había entregado Saúl, y se sentó frente a Castillo. — Siéntese – le dijo a Débora. — No recibo órdenes suyas, y prefiero estar de pie. — He dicho que se siente – repitió, con un tono que hizo que Débora se estremeciera, y obedeciera tomando asiento en un sillón al fondo del despacho. — ¿Qué significa esto, Del Bosque? – preguntó Fernando - ¿Cómo se atreve a hablarle así a mi hija en mi propio despacho?
— Ya se ha terminado el tiempo de convenciones sociales y disimulos. A partir de este momento, hablaremos claro. — ¿Sobre qué? – preguntó Débora. — Sebastián – dijo Arturo, y esta vez fue ella la que palideció. — Ya se lo he advertido. Deje en paz a mi hijo. Le prohíbo que si quiera lo nombre. – respondió Débora, furiosa y señalando a Arturo con el índice, amenazante. — ¡Sebastián no es su hijo! – espetó Arturo. Débora demudó el rostro y quedó lívida. — ¿Pero qué demonios está diciendo? – preguntó Fernando, poniéndose de pie. La afirmación de Arturo lo había enfurecido – Débora tiene toda la razón, usted debe estar loco para venir aquí con semejante mentira. — Sebastián no es su hijo – repitió Arturo, levantándose a su vez – No sé cómo se apoderaron de él, pero si descubro que le han hecho algún daño... — ¡Es suficiente! – gritó Fernando - ¡No estoy dispuesto a quedarme aquí escuchando semejantes afirmaciones absurdas y amenazas!. No sé de qué manicomio se ha escapado, Del Bosque, ni que empeño tiene con mi nieto, pero no le voy a permitir que perjudique a mi familia. ¡Está usted despedido, coja sus cosas y lárguese hoy mismo! — ¿En verdad cree que va a ser tan fácil deshacerse de mí? – le preguntó Arturo, que comenzó a pasearse por la oficina. — Sebastián es mi hijo – dijo Débora con lágrimas en los ojos – Y nadie puede decir lo contrario. — Yo puedo decirlo, y también demostrarlo.- dijo Arturo, y Débora se encogió como si hubiera recibido una puñalada. Fernando se quedó mirándola, sorprendido por la reacción de su hija. — Lo que está diciendo es absurdo – respondió Fernando, con convicción – Sebastián es el hijo legítimo de Débora y su difunto esposo, Santiago. Eso no está en duda, y nunca lo ha estado. Arturo se quedó mirando a sus interlocutores. Débora sollozaba encogida en el sillón, Fernando le sostenía la mirada con firmeza. La postura del director sorprendió a Arturo, porque comprendió que era sincero. — No lo sabe – murmuró, y luego miró a Débora – ¡Nunca le dijo la verdad a su padre! — Aquí la única verdad es que usted es un desquiciado que se inventa historias absurdas para llamar la atención – le increpó Fernando - Débora tiene razón, sufre usted del síndrome de Münhausen, o de alguna perturbación similar. Haría bien en verse con un psiquiatra. — ¿Münhausen? – preguntó Arturo, desconcertado. — Es... – intentó explicar Débora, con la esperanza de desviar la conversación del tema de la identidad de Sebastián. — ¡Sé lo que es! – la cortó Arturo - ¿Eso les dijo a todos?. ¿Por eso actúan como si fuera portador de la peste? ¿Creen que ocasioné esos accidentes para atraer la atención sobre mí? ¿Para convertirme en héroe? — Eso les dije, – respondió ella, recuperando la compostura y poniéndose de pie con la cabeza en alto – porque es lo que creo. — Lamento decepcionarlos, pero no sufro del síndrome de Münhausen, y me temo que esos accidentes no fueron ocasionados por mí. — ¿Entonces por quién? – preguntó Débora, desesperada por continuar en ese tema – Usted siempre estuvo presente en todos ellos. ¿Cómo lo explica? Arturo no respondió, su cerebro funcionaba a toda velocidad. La entrevista estaba tomando derroteros que no esperaba, pero que en cierto modo aliviaban sus temores. Fernando creía que Sebastián era realmente su nieto, Débora estaba convencida que los accidentes los había causado él. Eran sinceros, podía sentirlo. Pero eso solo podía significar que ninguno de ellos era un Renegado. De haberlo
sido, habrían reconocido la influencia del Potencial, y sabrían que el propio Sebastián era el involuntario causante de los problemas. Los Castillo continuaban esperando una respuesta. — Responderé a eso en su momento – dijo Arturo – Nos hemos desviado del tema. Su falsa maternidad Débora volvió a palidecer y pareció encogerse sobre sí misma. — Dijo que tenía pruebas – intervino Fernando. Su hija le lanzó una mirada suplicante. No quería que fuera por ese derrotero, pero él continuó – ¿Qué clase de pruebas? Arturo ignoró a Fernando, y se encaró con Débora. — Sebastián no es hijo suyo – insistió con firmeza. No era una pregunta – Ni tampoco de Santiago Montalbán. Su verdadera madre era Laura Torres, ¿no es cierto? Débora lo miró, como si el diablo se hubiera personificado frente a ella. Se sentó despacio en el borde del sillón, la mandíbula le temblaba, y las lágrimas le corrían por las mejillas. Fernando la miraba incrédulo, con el ceño fruncido. — ¿Quién es usted? – preguntó ella, mirándolo suplicante - ¿Cómo sabe todo eso? ¿Es policía? — ¿Es... verdad? – preguntó Fernando, y las palabras le salieron en un balbuceo. – ¿Cómo es que nunca me dijiste...? — Usted y su esposo le quitaron su hijo a Laura – acusó Arturo, implacable. — No, no fue así – se defendió Débora – Laura era mi amiga, ella me entregó al niño. Nos pidió que lo criáramos como nuestro. — ¡Miente! – rugió Arturo – ¡Laura nunca se hubiera deshecho de su hijo!. ¡Ella no era capaz de algo así! — ¡Ella temía por el niño! – le gritó Débora al borde de la desesperación - ¡Dijo que su padre había muerto, pero que tenía relación con gente peligrosa, y que si sabían que había tenido un hijo, irían a por él!. ¡Quería protegerlo, por eso me lo entregó! — ¡Por Dios Bendito! – murmuró Arturo cerrando los ojos, y esta vez fue él quien necesitó sentarse.
Capítulo veinte: Removiendo el pasado.
Fernando permanecía detrás del escritorio con la mirada perdida, tratando de digerir las terribles revelaciones que acababa de escuchar. Débora le había mentido por años, y se preguntaba por qué. Si le hubiera contado que su nieto era adoptado, lo hubiera querido igual, entonces, ¿por qué no confió en él?, ¿por qué tenía que enterarse doce años después por un desconocido? ¿Y quién era ese hombre que tenía una información sobre su familia que él mismo ni siquiera sospechaba? Como haciendo eco de sus pensamientos, Débora habló. — ¿Quién es usted? – le preguntó a Arturo - ¿Cómo supo que Sebastián era hijo de Laura, si nadie más que yo lo sabía?. Arturo parecía haberse calmado. La ira había dado paso al dolor. El dolor de saber que Laura lo consideró tan peligroso que había puesto a su hijo en manos de extraños para protegerlo. — Cuénteme lo que pasó – De su voz había desaparecido el tono imperativo. Era una petición, no una orden. — ¿Por qué? ¿Qué quiere de Sebastián? — Protegerlo – dijo Arturo, comprendiendo los temores de la mujer que había sido la única madre que Sebastián conocía - Solo quiero lo mejor para él. Débora lo miró con los ojos anegados en lágrimas. Estaba en manos de ese hombre. No imaginaba qué pruebas podía tener de un arreglo que no había dejado ningún rastro documental y del que no había más testigos vivos que ella misma, pero si Del Bosque interponía una denuncia y lograba que un juez solicitara una prueba de ADN, quedaría demostrado que Sebastián no era su hijo, y podría perderlo. La sola idea la hizo temblar, y decidió ser sincera, con la esperanza de que Del Bosque dijera la verdad y no albergara malas intenciones. — Laura y yo fuimos amigas desde el instituto – comenzó a relatar Débora con toda la serenidad de la que pudo hacer acopio – Ambas escogimos estudiar Psicología, pero en universidades diferentes. Ella se fue a Salamanca, y yo me quedé en Madrid. Sin embargo, de vez en cuando nos escribíamos. Ella me contó que había conocido a un hombre, y que se había enamorado de él. Nunca me dijo su nombre. Parecía feliz, al menos los dos primeros años. Luego algo debió ocurrir, aunque ella siempre evitó contarme de qué se trataba. Me escribió que necesitaba alejarse, poner distancia con la vida que había llevado. En esos días, Santiago y yo recién nos habíamos mudado a París. — ¿Por qué lo hicieron? – preguntó Arturo, que ya sospechaba la respuesta, deduciéndola de la información que había recogido Saúl y que figuraba en el dossier. — Yo había recibido un diagnóstico que resultó terrible entonces – respondió mirando a su padre, que no salía de su asombro – Endometriosis. No es una enfermedad peligrosa, pero ocasiona infertilidad. Santiago y yo deseábamos fervientemente un hijo, y nos recomendaron una clínica en París donde hacían milagros en tratamientos de fertilidad. Pero ninguno de esos milagros funcionó conmigo. — ¿Por qué nunca me lo dijiste? – preguntó su padre, dolido. — Tal vez te parezca absurdo, pero sentía vergüenza. No era capaz de concebir. Eso me hacía sentir menos mujer. — ¡Qué tontería! ¡Te hubiera apoyado! ¡Debiste confiar en mí! — ¿Qué pasó con Laura? – preguntó Arturo, impidiendo que la conversación se desviara. — La invité a pasar una temporada con nosotros en París. Parecía nerviosa, como si huyera de algo. Al principio no me di cuenta de que estaba embarazada,
pero cuando llevaba un par de meses con nosotros, se hizo evidente. Me confesó que esperaba un hijo del hombre que había sido su compañero los últimos dos años, pero que él había muerto, y ella tenía miedo que la gente con la que se relacionaba persiguiera al niño que esperaba, solo por ser hijo de su padre. Nunca llegué a comprender la razón de sus temores, pero ella estaba convencida de ellos. Así que allí estábamos: Santiago y yo deseando un hijo más que nada en el mundo, y ella esperando uno y temiendo conservarlo a su lado. — Así que decidió entregárselos a usted y su esposo ¿Así, sin más? — Así, sin más, no. Llegamos a un acuerdo. Nos mudamos a un barrio donde no nos conocían, yo simulé estar embarazada, y divulgué la noticia entre mis conocidos. Ella tuvo al niño en secreto con una comadrona, Santiago y yo lo recogimos y lo registramos como propio. Mi esposo era abogado y supo hacer los arreglos documentales necesarios para que nadie sospechara. — Quiere decir que falsificó los documentos – apuntó Arturo. Fernando ya no era capaz de protestar. — Llámelo como quiera. Todo lo hicimos por proteger a Sebastián. – argumentó Débora, luego retomó su relato. – Laura solo puso dos condiciones. La primera era que quería ser madrina del niño y permanecer siempre cerca de él. Poder verlo crecer, disfrutar de su afecto, aunque no fuera en el papel de madre. Y así lo hizo hasta que murió en aquel accidente, cuando Sebastián tenía dos años. — Laura no murió en un accidente – intervino Arturo – Fue asesinada. La afirmación hizo dar un respingo a Débora, y su reacción le confirmó a Arturo que no lo sabía. No era uno de los Renegados, ahora estaba seguro, y eso representó un pequeño alivio. — ¿Cómo...?- preguntó ella. — Ya hablaremos de eso – dijo él con voz firme – Continúe, ¿cuál fue la segunda condición? — Esa no la comprendí, – confesó ella – pero la respeté siempre porque intuí un motivo sentimental detrás de ella. Cuando Sebastián nació, Laura le colocó un dije al cuello, un delicado trabajo de orfebrería que ella llamó Nudo celta. Me hizo prometerle que nunca se lo quitaría. Que siempre lo llevaría puesto sin importar las circunstancias. Y así ha sido. Eso es todo. Arturo suspiró. Laura no se había deshecho de la barrera para olvidarlo, se la había dado a su hijo para protegerlo. Por eso nadie, ni él ni los Renegados, habían sido capaces de identificar a Sebastián como Potencial, a pesar de su fortaleza. Laura lo protegió con el dije que él mismo había fabricado para ella. — Ya lo sabe todo – dijo Débora – Ahora respóndame. ¿Quién es usted? Arturo volvió a ponerse de pie, metió las manos en los bolsillos para disimular su nerviosismo, se acercó lentamente a la ventana, y miró a través de ella, pensativo. Ya los chicos se habían subido al último autobús y éste comenzaba a moverse en dirección a los traicioneros caminos de la montaña. Niños alegres porque regresaban a casa, con sus verdaderas familias. Débora seguía esperando una respuesta, ahora que había confesado parecía haber recuperado fuerza y dignidad. Lo miraba, ansiosa, temiendo lo que iba a escuchar. - Yo soy el padre de Sebastián. Su verdadero padre.
Capítulo veintiuno: Verdades sorprendentes.
Fernando y Débora lo miraron como si hubiera dejado caer un chorro de agua helada sobre ellos. De todas las respuestas posibles, esa era la última que esperaban. — ¡No es posible! – protestó Débora – Su padre está muerto, Laura me lo dijo. — Le mintió – respondió Arturo. Ella seguía negando con la cabeza, y sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Si él era el verdadero padre de Sebastián podría quitárselo. Ningún juez fallaría a favor de ella. — No, no, no puede ser. Usted no puede ser su padre. Ella dijo que estaba muerto, ella dijo que era peligroso. No dejaré que se acerque a Sebastián, no dejaré que se lo lleve... Débora estaba a punto de caer en una crisis de nervios, y Fernando se apresuró a acercarse a su hija y sujetarla por los hombros. Ella negaba y lloraba. Arturo se sintió conmovido, pero él era la causa de su estado, si intentaba intervenir sería peor. — Calma, calma Débora. No sabemos si nos dice la verdad, o si nos está mintiendo. Tampoco si tiene intenciones de llevarse a Sebastián. Lleva doce años sin preocuparse por él, ¿por qué lo querría ahora? La última afirmación se le clavó a Arturo como un puñal. Doce años sin ver a su hijo, sin saber que existía, porque Laura decidió confiar en una antigua amiga del instituto antes que en él. Le negó el derecho a ser padre, a amar y ser amado por alguien de su propia sangre. Se sentía traicionado, y también un estúpido por no haberlo sospechado, por creer que había sido su propuesta matrimonial la que hizo huir a Laura. Fue el embarazo, el temor por la seguridad de su hijo, y con ello lo alejó de quien mejor podía protegerlo y lo puso en el peor peligro. Laura no podía cambiar lo que Sebastián era: un Portador, un Potencial, y sin la debida guía, un peligro para sí mismo. Fernando se plantó frente al hombre que había arruinado la paz de su hogar y lo enfrentó. — ¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué ha venido? ¿Quiere dinero? No somos ricos, pero le daremos todo lo que tenemos si desaparece de nuestras vidas y de la de Sebastián. — No quiero dinero – dijo Arturo frunciendo el ceño. – No estoy en venta. Y ahora que he encontrado a mi hijo, nada, ni nadie me alejará de él. — Lleva doce años sin preocuparse por su hijo. ¿Por qué ahora aparece de la nada para reclamar sus supuestos derechos? — Mis derechos no son supuestos, don Fernando, se basan en el hecho de que soy su padre. La prueba está allí, – dijo señalando el dossier sobre la mesa – en una prueba de paternidad, y si no me había preocupado por mi hijo es porque no sabía que existía. – miró por encima del hombro de Fernando en dirección a Débora – No fue la única persona a la que Laura mintió, yo nunca supe que tenía un hijo. Hasta ahora. — Si lo hizo, fue porque ella creía que usted era peligroso. Quería proteger a su hijo. Estaba aterrorizada. ¿Qué clase de monstruo es usted para causar semejante reacción? ¿Y cómo cree que puedo dejarle acercarse a Sebastián si su madre estuvo dispuesta a renunciar a él para no permitir ese acercamiento? — No sabría decirle qué clase de monstruo soy – respondió Arturo, dolido – Lo que sí puedo decirle es que esa monstruosidad es hereditaria, y me temo que Sebastián también la padece. — ¿Cómo se atreve a hablar así de mi hijo? - preguntó Débora poniéndose de pie – ¿Y usted pretende hacernos creer que quiere a Sebastián?
— Es demasiado rápida en emitir juicios, Débora. ¿Alguien se lo había dicho? Si me dan la oportunidad, les explicaré mi versión. Débora se dispuso a protestar. No quería oír explicaciones, ni nada que le hiciera cambiar de opinión. Ese hombre no podía ser buen padre para Sebastián, y por eso había que mantenerlo alejado de él. Era lo que quería creer. Nada más. Fernando comprendió lo que pensaba su hija en cuanto vio su expresión. Levantó la mano para detener su réplica. Estaba enfadado con ella por todo lo que había hecho y por habérselo ocultado por tantos años, y aunque tenía sus reservas con Del Bosque, pensaba que merecía ser escuchado. Era consciente que nada le hubiera impedido al profesor haberse presentado con la orden de un juez y los servicios sociales para llevarse a su hijo, y de paso encarcelar a Débora por secuestro. Con gestos de las manos invitó a Arturo a sentarse, facilitando una especie de tregua. — Lo escuchamos - dijo Fernando, conciliador – Dice usted que no supo que Sebastián era su hijo hasta que llegó aquí. ¿Cómo lo supo? Ahora que lo detallo soy capaz de encontrar el parecido. En los ojos, el cabello, y la forma de la cara, pero eso es circunstancial. ¿Cómo se dio cuenta usted? — Por el dije – respondió Arturo – En la pelea con los otros chicos se rompió la camisa de Sebastián y dejó a la vista el “Nudo celta”. Lo reconocí al instante. Fui yo quien se lo regaló a Laura. — ¿Tan exclusiva es esa joya? – preguntó Fernando. — Yo mismo la hice. No había espacio para el error. — Eso explicaría la habilidad manual de Sebastián – dijo Fernando enarcando las cejas. – Sin embargo, no parece suficiente como prueba. Habló usted de una prueba de paternidad. — Cuando cargué a Sebastián para llevarlo a la enfermería, mi camisa se manchó con su sangre – explicó Arturo – En un primer momento no me di cuenta, pero cuando lo pensé con calma vi la oportunidad de solicitar la prueba. — Usted no ha salido de aquí. – observó Fernando - ¿Cómo envió las muestras? — Un amigo me hizo el favor - dijo Arturo, reconociendo en silencio la astucia del interrogatorio – Me reuní con él en el bosque. También me ayudó a buscar algunos antecedentes, como las visitas de su hija a la clínica de fertilidad, y el hecho de que el nacimiento de Sebastián no fue llevado a cabo en ningún hospital, sino con una comadrona de nombre desconocido. — ¿Todo eso lo averiguó en dos días? ¿Quién es su amigo, un agente de la CIA? —Digamos que tiene buenos contactos. — ¿Contactos peligrosos? – preguntó Débora. — Sí, también puede decirse eso – admitió Arturo. — ¿Es usted mafioso, señor Del Bosque? ¿O algo así? – preguntó Débora - ¿Por qué Laura le tenía tanto miedo?. — No soy mafioso, ni delincuente, y me temo que las razones para que Laura sintiera miedo eran un poco más complicadas que eso. — Si se enteró que Sebastián era su hijo cuando ya estaba aquí, ¿por qué vino en primer lugar? – preguntó Fernando – Está claro que no fue como profesor. — Está claro - reconoció Arturo – En realidad, vine a investigar la racha de accidentes. La respuesta hizo que padre e hija se miraran entre sí. Se habían olvidado de los accidentes, y que Del Bosque negaba ser el responsable, pero parecía conocer al culpable. — ¿Quién los causa? ¿Y con qué objetivo? – preguntó Fernando. — Algunos son fenómenos aleatorios, pero los más graves sí tienen un responsable. — ¿Quién? — Sebastián – dijo Arturo, y sus interlocutores abrieron los ojos como platos. — Está mintiendo – dijo Débora – Sebastián es un buen chico. No le haría daño a nadie. No aceptaré que lo calumnie de esa forma.
— No dije que fuera deliberado – argumentó Arturo – Él ni siquiera es consciente de ello. Es parte del proceso. — ¿De qué proceso? — Del proceso de transformación en el monstruo del que me acusa ser su hija – explicó Arturo con calma – Es lo que he tratado de explicarles, pero no es sencillo. — ¿A qué se refiere? – preguntó Fernando – No comprendo lo que quiere decir. — ¿Alguna vez han oído hablar de “Los Druidas”? – preguntó. Ambos negaron con la cabeza. — ¿Qué es eso? ¿Alguna secta? ¿Una Sociedad Secreta? — Sí, supongo que podría considerarse una Sociedad Secreta.- admitió Arturo Es lo que soy: un Druida. — De acuerdo, pertenece a una Sociedad Secreta – dijo Fernando - ¿Qué tiene que ver eso con Sebastián, o con los accidentes? — Todo – Arturo respiró profundo – Existen fuerzas en la naturaleza siempre sujetas a cambio... — ¿Qué es esto? – interrumpió Débora - ¿Ha venido a convencernos de unirnos a su religión?. No nos interesa. — Estoy tratando de explicarles lo que ocurre, pero no podré hacerlo si me interrumpen a cada momento – protestó Arturo – No quiero convencerlos de nada, aunque quisieran, nunca podrían ser Druidas. — ¿Por qué? — Porque no son capaces de manejar esas fuerzas, ni siquiera de percibirlas. Y la Sociedad a la que pertenezco tiene como finalidad poner reglas y límites a los que sí podemos manipularlas. — ¿Usted sí puede? – preguntó Débora, escéptica. — Sí, y Sebastián también. Sólo que aún no lo sabe. No lo controla. Por eso el resultado es caótico, y puede resultar peligroso. — Espere, ¿nos está diciendo que es usted una especie de mago, y que Sebastián heredó ese poder, pero que no sabe cómo emplearlo? – preguntó Fernando. — Un tanto simple, pero esa es la idea. — Amigo, creo que lo que usted necesita es un buen psiquiatra – opinó Fernando. Arturo se levantó y se acercó a la ventana, pero no parecía enfadado. — Sí, supuse que no me creerían. Casi nadie lo hace. Se concentró y empleó aire y energía para crear un colchón. Fernando y Débora se elevaron en el aire. Cuando comprendieron que sus pies no tocaban el suelo miraron a Arturo asustados. Él hizo un gesto con la mano, y la madera que reposaba en el hogar de la chimenea se encendió con un chasquido. Otro gesto y los papeles que había sobre el escritorio comenzaron a girar en el aire como si se hubiera desatado un pequeño tornado sobre la mesa. De repente, el propio Arturo comenzó a elevarse, y dando una vuelta en el aire, aterrizó en el otro extremo de la habitación con suavidad. Desde allí, cerró las cortinas sin tocarlas, dejando el despacho en penumbras, que se iluminaron repentinamente cuando un globo de luz apareció flotando en el centro de la habitación. — ¡Está bien, está bien! ¡Le creemos! – gritó Fernando, asustado, mientras hacía esfuerzos por mantener el equilibrio en el aire.- Bájenos, por favor. Con la misma suavidad con la que los elevó, los regresó al suelo. Los papeles dejaron de girar y regresaron a su posición original como si nunca se hubieran movido. El globo de luz desapareció, y las cortinas se abrieron. Dejó el fuego encendido: hacía frío. Débora lo miraba como si fuera una aparición, con los ojos desorbitados, e incapaz de hablar. Arturo la miró a los ojos y le habló con suavidad. — Era esto lo que Laura temía. Es la clase de monstruo que soy, pero les aseguro que nunca lo he usado para lastimar a nadie, y que siempre he tratado de proteger a los que no pueden manejar los elementos, a quienes nosotros llamamos “Inocentes”.
— ¿Sebastián? – Arturo asintió. — Él también. Y mientras no sepa controlarlo, corre peligro. — ¿Está aquí para enseñarle? – preguntó Fernando, aún pálido por el susto. — Y para protegerlo – dijo Arturo – Los Druidas tenemos diferentes misiones. Algunos son Maestros, yo no lo soy. — ¿Qué es usted? – preguntó Débora. — Un Guardián. Un protector. — ¿A quién vino a proteger, y de qué?
Capítulo veintidós: Haciendo planes.
Una vez Fernando y Débora lograron asimilar la información sobre la naturaleza de Arturo y Sebastián, él les contó lo que había ocurrido con Laura, les habló de Marcos, de los Renegados, del ataque que sufrió la primera noche, del peligro que todos corrían. — Todo eso es increíble – dijo Fernando. — Pero es la realidad, y si no hacemos algo al respecto, alguien puede resultar herido o muerto. Los Renegados no se detienen ante nada cuando se trata de aumentar su poder. — ¿Y usted piensa que Sebastián es su objetivo? — Reclutarlo para sus filas puede ser uno de sus objetivos. Sebastián es muy fuerte en el uso del poder, y para los Renegados sería una gran ventaja. Sin embargo, no creo que lo hayan identificado. Yo solo pude hacerlo cuando reconocí el “Nudo celta”. — ¿Qué otros objetivos pueden tener? – preguntó Fernando. — No lo sé. Lo que sí puedo decirles es que están aprovechando las turbulencias de la zona para llevar a cabo procedimientos prohibidos. — ¿Y tiene idea de quienes pueden ser? – preguntó Débora. — Me temo que puede ser cualquiera. Cuando descubrí quién era Sebastián, creí que se trataba de ustedes, pero ahora comprendo que estaba equivocado. — Ellos lo odian, ¿verdad? – le preguntó Débora. Arturo asintió - ¿Qué pasaría si llegan a saber que Sebastián es su hijo? — No podemos permitir que nadie lo sepa – dijo Arturo con firmeza. La expresión de terror de Débora lo puso en guardia – ¿Qué les ha dicho a los demás, Débora? — Les conté mi teoría sobre el síndrome de Münhausen, y les dije que parecía centrar su interés en Sebastián – dijo ella, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas – Quería que los demás maestros me ayudaran a protegerlo de usted. — Eso puede hacer que sospechen que Sebastián es el Potencial ¿Cuándo se los dijo? — Hace dos días, después de la discusión que tuvimos en el comedor. Arturo se quedó pensativo un momento. Débora estaba aterrorizada al pensar que por intentar proteger a Sebastián, lo había puesto en un peligro mucho mayor. De repente sintió la necesidad de verlo, de comprobar que estaba bien. — ¿Dónde está Sebastián? – dijo de repente, poniéndose de pie – Debo asegurarme que está bien. Arturo la retuvo, sujetándola por los hombros. — Él está bien. Nos han visto entrar y saben que estamos hablando. Si sale ahora a buscar a Sebastián, los estará dirigiendo directamente hacia él. — ¿Cómo puede saber que está bien? — El dije que usa Sebastián no es sólo un recuerdo de su madre – explicó Arturo – Durante su fabricación le aporté energía. Mi energía. Es una barrera, una protección. Mientras lo use, no podrán detectar su poder. — Por eso Laura me hizo prometer que nunca se lo quitaría – dijo Débora, comprendiendo. Arturo asintió, aún la sostenía por los hombros. — De eso se trata, pero hay más. La energía es diferente para cada uno, como las huellas digitales. – Arturo sacó de debajo de la camisa su propio medallón – Ésta es mi barrera, también la fabriqué yo, y contiene la misma energía. Digamos que vibran en la misma frecuencia, como un transmisor y un receptor. — ¿Quiere decir que puede vigilar a Sebastián a distancia con eso? – preguntó Fernando, fascinado.
— Llevo haciéndolo desde que supe que era el chico que buscaba. A partir de entonces lo he protegido, aun sin haberme acercado a él. Ahora está en la cocina con Diana y Teresa. — ¿Qué debemos hacer? – preguntó Débora, que por fin había aceptado la realidad - ¿Cómo protegeremos a Sebastián? — Hay algo que no comprendo – reconoció Arturo – Si los Renegados saben de mi interés por Sebastián, deberían haber adivinado que él es el Potencial. Han pasado dos días sin que se acercaran al chico. Ellos no suelen actuar así. A menos... — ¿A menos...?- preguntó Fernando. — Que no sea el Potencial lo que están buscando. — Tal vez no sepan que hay uno – insinuó el director. — No, eso no es posible. Sin embargo, tal vez no lo buscan porque ya lo tienen. — ¿Qué quiere decir? – preguntó Débora, asustada - ¿Qué ya controlan a mi hijo? — No, que hay más de un Potencial en esta historia. Los accidentes comenzaron hace un mes, después de la epidemia de Mononucleosis. Varios de los chicos, incluido Sebastián, padecieron fiebre alta, uno de los síntomas de la eclosión del poder... — Pues sí que está bien informado – dijo Fernando sorprendido. — Hago mis deberes – respondió Arturo, y continuó su razonamiento – Vamos a suponer que en ese grupo, aparte de Sebastián, había otro chico Portador. Ese no tendría barrera, sería fácilmente identificable por los Renegados. Para cuando yo llegué, ya lo habrían reclutado. — ¿Y por qué no lo detectó usted? — Le habrían proporcionado una barrera. Debían suponer que los Sabios enviarían a alguien. Tal vez, incluso, me esperaban a mí. — ¿Alguna idea de quien podría ser ese chico? — Cualquiera de los que tuvo que ser ingresado. — ¿Qué tan grave sería para ese niño la situación? – preguntó Fernando, preocupado. — Los Renegados son déspotas por naturaleza. Los Iniciados gozan de todos los privilegios, pero sus Aprendices son esclavos. Parte de su entrenamiento pasa por quebrar su personalidad. — ¿Cómo logran eso? — Con enlaces de dominación. Cuando se identifica un chico que tiene acceso al poder, un Potencial, el Iniciado que asume el papel de Maestro establece un “lazo de unión” con energía y cada uno de los cuatro elementos. Estos nexos son normales en el proceso de aprendizaje. Se trata de un vínculo de confianza, por parte del discípulo, y de guía, por parte del Maestro. Pero los Renegados agregan un factor prohibido, que compromete las emociones y la voluntad del Aprendiz. Se le llama “enlace de dominación”, y convierte en esclavo a la parte más débil: el Potencial que lo recibe. El Renegado puede entonces usar el poder de su discípulo como si fuera propio, obligarlo a actuar contra su voluntad, o castigarlo. Para el sometido a esta atadura aberrante resulta vital complacer a su dueño y señor. Anula la voluntad, la personalidad, y si siente que no ha estado a la altura delo que se espera de él, la tristeza, la humillación y el desasosiego son tan profundos que llegan a causar dolor físico. Es atroz. Por eso se considera una falta muy grave. — ¡Dios mío! ¿Y según usted, uno de estos chicos está siendo sometido a esos procedimientos? — Eso me temo. — Pero, algo así se notaría – dijo Débora – Me refiero a que no lo podrían ocultar: el chico tendría cambios en su comportamiento. — En realidad, no. La dominación puede internalizar en la víctima la orden de simular un comportamiento habitual. Nadie notaría la diferencia, aunque el chico
hubiera sido quebrado por completo en su voluntad y sus emociones. Convertido en una marioneta en manos de su señor. — ¡Virgen Santa! – exclamó Débora, aterrorizada - ¿Qué podemos hacer? — Ustedes deben comportarse con normalidad, como si nada hubiera cambiado – dijo Arturo – Yo debo terminar mi misión, identificar a los Renegados y detenerlos. — ¿Qué pasará con Sebastián? - preguntó Débora – Es su hijo, pero si se acerca a él, lo pondrá en peligro. — Para eso necesitaré tu ayuda, Débora – dijo Arturo, pasando a tutearla. La miró a los ojos con dulzura y le apoyó una mano en el hombro – Has cuidado a mi hijo todos estos años creyendo que estaba sólo. ¿Le negarás el derecho a conocer a su padre? Débora sintió que sus barreras defensivas caían. Comprendió lo que debía significar para él: su dolor al ser privado de una paternidad a la que tenía derecho. Volteó a mirar a su padre, que se limitó a asentir. Se dio cuenta que si había alguna víctima en aquella habitación, no era ella, sino Arturo. Volvió a mirar al hombre que había sacudido en pocos minutos los cimientos de su vida. — ¿Qué debo hacer? – preguntó. Arturo no respondió en el momento. Volteó a ver a Fernando que había desviado la atención hacia la ventana, y miraba hacia fuera con preocupación. — Está nevando - anunció – Nunca comienza a nevar tan pronto.
Capítulo veintitrés: Un feliz encuentro.
Arturo salió del despacho con el rostro enfurecido. Ana y Pedro conversaban simulando inocencia al pie de la escalera, pero era obvio que ambos estaban atentos al desarrollo de los acontecimientos en la oficina del director. Cuando Arturo pasó junto a ellos, les lanzó una mirada fulminante, y masculló algo entre dientes. — ¿Tiene algún problema, Del Bosque? – preguntó Pedro. — Los imbéciles de este colegio son mi problema. – dijo Arturo en voz alta. Débora y Fernando se asomaron a la puerta, y miraron a Arturo con desaprobación. Adriana también se acercó desde la enfermería y parecía incómoda. Pedro, a quien nunca le llegó a gustar el nuevo profesor lo sujetó por el brazo. — Creo que nos debe una disculpa, Del Bosque. — ¡Suélteme, estúpido gorila! – respondió Arturo, sacudiéndose del brazo que lo sujetaba. Pedro le lanzó un puñetazo contra la mandíbula que hizo que Arturo cayera al suelo, Arturo se llevó el dorso de la mano a la boca y lo retiró manchado de sangre. Miró a Pedro con odio. Débora se había acercado al profesor de deporte y le apoyó la mano en el hombro. — Déjalo, Pedro, no vale la pena – le dijo, y luego se dirigió a Arturo – Se lo advierto Del Bosque. Conozco su necesidad de ser un héroe. Espero que no haya accidentes y que se mantenga alejado de Sebastián y de cualquier otro estudiante, o será despedido. Arturo se levantó despacio. Murmuró algo, un insulto probablemente, y subió las escaleras en dirección a su habitación, como si la presencia de los demás le resultara insoportable. Débora lo había hecho muy bien. Esperaba que esa pequeña charada desviara la atención que ella misma había puesto sobre Sebastián. Fernando les contaría a los demás que había tenido noticias de que él era el causante de los últimos accidentes, y que podía intentarlo de nuevo involucrando a algunos chicos para ser visto como un héroe. Como Arturo había hecho lo posible por mantenerse alejado de Sebastián desde que comprendió quien era, los Renegados pensarían que seguía buscando al Potencial, y que la afirmación de Débora de que Sebastián era su objetivo sería producto de su preocupación como madre. Si ellos ya tenían un Potencial, se tragarían el anzuelo, y al menos de momento, Sebastián estaría a salvo. En su habitación, Arturo revisó el historial de todos los profesores que Fernando le facilitó. Afuera, la nevada se convertía en tormenta de nieve, y él podía sentir en los huesos la presencia de las turbulencias agitándola. Sabía que no dejaría de nevar en horas, lo que significaba que probablemente quedarían aislados. Esperó hasta la hora del almuerzo, cuando todos bajaron al comedor. Arturo no lo hizo, pero eso ya no le sorprendía a nadie. Con el colegio casi desierto y los profesores en el comedor, era la oportunidad ideal para registrar las habitaciones de los sospechosos. Débora y Fernando le prometieron que harían todo lo posible por alargar la sobremesa el mayor tiempo posible. Siempre había trabajado sólo, así que se sentía extraño al contar con la colaboración de Inocentes. La experiencia resultaba agradable. El allanamiento de las habitaciones no arrojó ningún resultado, y Arturo regresó a la suya decepcionado. Miró el reloj. Le parecía que el tiempo no transcurría. La hora que esperaba con tanta desesperación, las cuatro de la tarde, se le antojaba demasiado lejana. Pensó en bajar a la cocina, pero comprendió que no sería capaz de probar bocado. Estaba demasiado nervioso.
Dedicó la siguiente hora a meditar para reducir su ansiedad y controlar sus emociones. Temía que Débora y Fernando cambiaran de opinión, que no cumplieran su promesa. Trató de no pensar en esa posibilidad, eso no iba a ocurrir. Al fin, el reloj marcó las tres y cincuenta. Hora de salir. Antes de abandonar la habitación, se concentró y elaboró una secuencia. Era como tejer un mecanismo en el que una pieza mueve a la otra en forma automática, solo que en este caso, sería impulsado por aire y energía. Como resultado, dentro de la alcoba se moverían objetos: sillas arrastradas, golpes como pasos, puertas que se abrían, grifos que goteaban y volvían a cerrarse. Si había alguien vigilándolo, escucharía los ruidos y creería que estaba adentro. Era un truco que había empleado muchas veces en su adolescencia para escapar de la férrea disciplina de su Maestro y correr alguna que otra juerga. Cuando estuvo satisfecho con la secuencia, abrió la ventana y se asomó. No había nadie a la vista, pero podían estar vigilándolo desde el bosque, así que la dejó abierta y se alejó de ella. Invirtiendo la polaridad de su energía, creó un campo a su alrededor que refractaba la luz. Era una maniobra muy difícil que ningún otro Druida podría llevar a cabo y que nunca comentó con nadie. Era su secreto. Requería un enorme gasto de energía, pero lograba un camuflaje tan eficiente que le confería invisibilidad. Arturo volvió a acercarse a la ventana después de hacerse invisible, y usando aire y energía descendió con suavidad desde el primer piso hasta el suelo. Luego cruzó el jardín en dirección a los antiguos establos, donde lo estaban esperando. Llegó a las caballerizas. Allí se encontraba el taller de arte, que era donde Sebastián pasaba buena parte de su tiempo libre trabajando con sus manos. Lo establos habían sido modificados, y el espacio estaba dividido en varias salas. Débora y Fernando lo esperaban. Arturo no retiró su protección hasta que estuvo a su lado. Eso les dio la impresión de que aparecía de la nada. Ambos dieron un respingo. — ¡Ostras! – exclamó Fernando, asustado. — Lo siento, no era mi intención sorprenderlos, pero tenía que llegar hasta aquí sin que me vieran. — Por lo visto es usted un hombre de recursos inagotables – comentó Fernando. — ¿Cómo se lo dirás? – preguntó Débora preocupada - ¿Cómo sabremos si reaccionará bien y si será capaz de mantener el secreto?. Es sólo un niño. — En cierto modo, – dijo Arturo, misteriosamente – no será necesario decírselo. Débora lo miró confundida, pero no hizo más preguntas. Había visto lo suficiente ese día para que nada pudiera sorprenderla. O eso creía. Fernando miró en dirección al taller, y luego a Arturo. —Vamos – los animó. Arturo siguió a Débora, que entró en el taller donde Sebastián se dedicaba a modelar una pieza de arcilla. Parecía concentrado, ignorando todo lo que ocurría a su alrededor. Cuando vio entrar a los tres adultos se sorprendió, retiró las manos de la arcilla y comenzó a limpiárselas. Miraba a su madre y a don Arturo, y se preguntaba qué estaría pasando. Ella le había prevenido que no debía acercarse al profesor. Y ahora venían juntos. No comprendía. — Sebastián, hijo – le dijo Débora – Arturo tiene algo importante que decirte. — Dijiste que no debía hablar con él – argumentó el niño, confundido. — Estaba equivocada. El chico miró a su abuelo y lo vio asentir, sólo entonces se atrevió a mirar a don Arturo. El profesor se acercó, se sentó en una de las sillas y le indicó que se sentara en otra, frente a él. Arturo sonrió al ver a su hijo, y comprobar el reflejo de sus propias facciones y las de Laura en él. — Sebastián, – le dijo – tengo muchas cosas que explicarte, y algunas no son fáciles de decir y mucho menos de comprender, pero si me das permiso, te las puedo mostrar. — ¿Cómo?
— Estableciendo un enlace – dijo Arturo. Débora dio un paso hacia ellos, asustada. Fernando la retuvo y negó con la cabeza. — ¿Qué es eso? — Es una forma de que tú sepas todo acerca de mí, y yo acerca de ti. Es como ver en una película lo que el otro ha vivido. De esa forma, además, nadie puede mentir. — ¿Es magia, como lo que hiciste en la enfermería cuando nos pusiste a volar a Diana y a mí? — Sí. Es magia, pero hay más en ello, por eso necesito tu permiso. — ¿Qué? — Si establecemos un enlace, podremos saber uno del otro, aunque no nos veamos, como si pudiéramos comunicarnos siempre. — ¿Podríamos saber lo que el otro piensa? — No, pero sí lo que siente. — ¿Siempre? — No, sólo cuando quieres comunicarte, como cuando descuelgas el teléfono para llamar. ¿Qué me dices? Sebastián miró a su madre y su abuelo. Era una decisión muy difícil para un chiquillo. Para su sorpresa, ambos asintieron, autorizándolo. Entonces sonrió. — ¡Mola! – dijo. Arturo no pudo evitar ampliar su sonrisa.- ¿Qué tengo que hacer? Arturo levantó la mano derecha como si se dispusiera a jurar, e hizo que Sebastián hiciera lo mismo. Juntaron sus palmas y entrelazaron los dedos, luego le dijo al niño que cerrara los ojos, y él cerró los suyos. Pocos segundos después, los que presenciaban el extraño ritual se quedaron sin aliento cuando una luz blanca azulada los envolvió a ambos. Arturo, concentrado, enlazó su energía con la de Sebastián, y llegó hasta su fuente, luego condujo la energía de su inexperto hijo hacia su propia fuente. Entonces las imágenes comenzaron a acudir a los cerebros de ambos, como una película en cámara rápida, pero de la que podían comprender todo. Arturo vio a Sebastián saliendo al mundo recibido por una comadrona, el abrazo de Laura, y sus lágrimas cuando contempló a su hijo. Escuchó las palabras de Laura cuando susurraba al oído del recién nacido. “Perdóname, Arturo, sé que no mereces que te separe de tu hijo, pero temo por él. Tú sabes defenderte, yo no sé de qué otra forma protegerlo. Perdóname. Te amo. Siempre te amaré”. Era un mensaje de Laura para él, un mensaje que le llegaba a través de su hijo, porque ella sabía que él lo encontraría. Luego vio cómo Santiago y Débora recibían al pequeño, cómo lo cuidaron, el dolor de Débora por la muerte de su esposo, y también por la de Laura, su mejor amiga. La vida de Sebastián en el colegio de su abuelo, sus temores, sus alegrías. Cuando abrió los ojos, Sebastián continuaba en trance. Tenía mucho más que ver. Al fin el niño abrió también los ojos, la luz que los envolvía desapareció. Arturo lo miró sin decir nada, ahora era Sebastián quien tenía la última palabra, quien debía decidir. Las lágrimas inundaban los ojos del chico, y le rodaban por las mejillas. De un salto, alcanzó a Arturo, lo rodeó con un abrazo, y dijo una sola palabra: — ¡Papá!
Capítulo veinticuatro: La desaparición de Arturo.
Débora entró en la habitación de Sebastián, la cual solía compartir con otros tres chicos, pero que ese fin de semana ocupaba él sólo. Dormía profundamente, y a ella le sorprendió ver dibujada en su rostro una sonrisa. Los ojos se le volvieron a humedecer. Nunca hubiera imaginado lo importante que sería para Sebastián encontrar a su padre. Un padre que hasta hacía pocas horas no sabía que existía. La forma en que lo manejó Arturo fue extraordinaria, en todo sentido. No hicieron falta explicaciones, ni excusas. Cuando la luz que rodeaba a ambos desapareció, Sebastián sabía todo lo que había que saber acerca de su padre y de sí mismo. Fue como si madurara diez años en pocos minutos. Ella temía que él le reprochara su mentira, que lo hubiera alejado de su padre, que no le hubiera dicho quién era su verdadera madre, pero nada de eso ocurrió. Cuando por fin se separó de Arturo, se acercó hacia ella y a su abuelo y les dijo unas palabras que nunca olvidarían. “Ahora os quiero mucho más que antes”. Débora se sentía exhausta. Recordó la forma en que cambió la mirada entre Arturo y Sebastián después del enlace. Parecía como si pudieran leer en los ojos del otro, como si las palabras no fueran necesarias, o más bien, sobraran. Era algo que ella nunca podría tener con su hijo y sintió una punzada de celos, pero también sabía que ese enlace, o lo que fuera, serviría para que Arturo protegiera a Sebastián. Arturo les explicó que si Sebastián perdía el control de sus emociones, a través del vínculo él podría ayudarlo a canalizarlas sin lastimarse. Eso supuso un alivio para la preocupada Débora. Era extraño, esa misma mañana consideraba a Arturo Del Bosque un desequilibrado que representaba un riesgo para su hijo. Ahora, sin embargo, le parecía un hombre extraordinario y confiaba en él para proteger a Sebastián. Sonrió. Cuando vio a Arturo aquella primera noche de tormenta le gustó, sobre todo por el aire de misterio que lo rodeaba. Además le parecía guapo. Sacudió la cabeza. Se estaba dejando llevar por fantasías como si fuera una cría, y aún no había pasado el peligro. No debía olvidar a los Renegados, que pululaban como una amenaza sobre todos ellos. Le preocupaban. Según Arturo eran varios, y poseían el mismo poder que él. ¿Cómo iba a vencerlos? Regresó a su cama. La excitación del día le estaba pesando y se sentía exhausta. Se acostó y se quedó dormida mientras la nieve golpeaba la ventana. Ya estaban aislados y según Manuel, que había intentado llegar al pueblo esa misma tarde, no era posible cruzar en ningún sentido. Aún era noche cerrada y faltaban muchas horas para el amanecer cuando Sebastián la despertó sacudiéndola. — ¡Mamá, mamá, despierta! — ¡Sebastián! – dijo ella, entreabriendo los ojos asustada - ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras bien? — ¡Es mi padre! – le dijo con voz angustiada. – ¡Algo malo pasa! Débora se levantó y se puso el salto de cama por encima del camisón. Se calzó unas zapatillas y trató de calmar a Sebastián que parecía al borde del llanto. — ¿Por qué dices eso? ¿Dónde está? — No lo sé, no está en su habitación. Ya fui a mirar allí. — Tal vez no podía dormir y se levantó a la cocina o algo así. — No, es algo malo. Lo sé. Lo siento. Débora se sentó en la cama frente a su hijo y recordó el enlace. No comprendía bien cómo funcionaba, pero supuso que tenía relación con lo que Sebastián le decía. Maldijo en silencio a Arturo por hacerle eso a su hijo. Ahora no le parecía tan buena idea. — Vamos a buscar a tu abuelo.
Salieron de la habitación, recorrieron el pasillo en silencio y entraron en la habitación de Fernando, tan nerviosos que ni siquiera tocaron la puerta. Lo encontraron despierto, meditando acerca de los acontecimientos del día. Débora le contó en pocas palabras lo que le había dicho Sebastián. Fernando se preocupó. Ya Arturo les advirtió que todos estaban en peligro, incluido él mismo. Se acercó a su nieto, sostuvo los hombros del niño y lo miró a los ojos. — Cuéntame desde el principio. — Me desperté sintiendo un vacío aquí – dijo señalando el centro del pecho – que es dónde está la energía que me relaciona con mi padre. De repente ya no estaba. Entonces corrí a su habitación, pero la encontré vacía. Si estuviera bien debería sentirlo. Es así como funciona. — ¿Y sabes qué significa el hecho de que no puedas sentirlo? - Sebastián asintió, y los ojos se le llenaron de lágrimas. — Significa que está desmayado – dijo – O muerto.
Capítulo veinticinco: Los Renegados.
Arturo recuperó la conciencia poco a poco. El ruido de una gota cayendo cerca de él era lo único que podía escuchar. Se sentía aturdido, la cabeza le daba vueltas y le dolía. Sentía la cara tirante y el ojo izquierdo cubierto por una sustancia viscosa. Comprendió que tenía una herida en la cabeza, con toda probabilidad por un fuerte golpe, y que la sangre le cubría el rostro. Pero lo peor era el frío. Tenía la camisa desgarrada, y le habían quitado el medallón. Se encontraba tendido sobre un suelo metálico en una jaula como las que usaban en los circos para transportar las fieras. Se incorporó con lentitud, evitando los movimientos bruscos de la cabeza y se llevó la mano a la herida. Era una brecha grande. Retiró los dedos manchados de sangre. Observó su entorno: una lámpara de kerosene, sobre la misma mesa en la que reposaban sus pertenencias, apenas iluminaba la mazmorra donde se encontraba. La pared y el suelo se adornaban con el moho, y la suciedad. Había caído en las manos de los Renegados. Arturo comprendió que debía tratar de liberarse antes que regresaran. Se concentró y buscó su centro de energía. Con una sensación que sólo podía ser descrita como pavor, se dio cuenta que no podía acceder a su fuente de poder. La desesperación se apoderó de él: lo habían bloqueado. Se sentía vacío, incompleto, mutilado. Recordó las descripciones de los conocidos que pasaron por la experiencia y comprendió que ninguno había logrado expresar la magnitud del tormento que representaba. Era más fácil adivinarlo por la rápida destrucción que ocasionaba en quienes lo sufrían. Y supo entonces por qué aquél castigo desencadenaba la muerte. En ese mismo instante él mismo hubiera preferido morir, antes de tener que pasar por esa experiencia. Ni siquiera el dolor se le podía comparar. Venciendo su temor intentó de nuevo tocar su fuente, esta vez con más fuerza, como si quisiera romper una pared con su voluntad. El dolor en el centro del pecho lo hizo caer de rodillas con un grito. Sentía la presencia del centro de energía al borde de su conciencia, pero no podía llegar a él. Era como estar muriéndose de sed y tener el agua al alcance de la punta de los dedos, pero sin poder hacerse con ella. Desesperante. Aterrorizador. Recordó a Sebastián y el enlace. Con el centro de energía bloqueado no podría restablecerlo, ni saber si su hijo estaba bien. ¿Qué pensaría el chico al no poder sentirlo, al haber desaparecido de su ámbito de percepción? ¿Se asustaría? Esperaba que Débora y Fernando pudieran darle consuelo, y casi se le salieron las lágrimas al pensar que había vuelto a fallarle a su hijo. Trató de recordar cómo había terminado en esa situación. Se retiraba a su habitación a descansar, y a través de la puerta entreabierta de uno de los servicios, escuchó un gemido. Se acercó, y vio tendido en el suelo a uno de los chicos: Tomás Miró. Se quejaba y estaba pálido, como si se sintiera enfermo. Arturo se acercó a él para auxiliarlo, pero cuando se agachó sintió un fuerte dolor en la cabeza y luego sobrevino la oscuridad. ¡Qué estúpido había sido! Debió imaginar que tarde o temprano le tenderían una trampa. Por lo visto había encontrado al otro Potencial, o más bien, el chico lo había encontrado a él. Ahora estaba en poder de los Renegados y no se hacía muchas ilusiones acerca de su futuro. Lo matarían. Recordó lo que había leído acerca de los procedimientos usados por los seguidores de Marcos y se estremeció. Sería mejor estar muerto. Luego se arrepintió de pensar así. No podía ser tan cobarde, Sebastián lo necesitaba, y también los inocentes habitantes del colegio. Con esos malnacidos sueltos, todos corrían peligro. Tenía que encontrar la forma de liberarse. El chirrido de las bisagras de la puerta al abrirse, seguido de unos pasos, le causó un escalofrío en la espalda. Por lo visto, por fin iba a saber quiénes eran sus
enemigos. Trató de mantener la entereza, aunque en su fuero interno sentía terror. Bloqueado, sometido y herido, se encontraba a su merced. — ¡Vaya, vaya, vaya!, – dijo la voz conocida de un hombre en la penumbra – ¡pero qué tenemos aquí! El mismo Primer Guardián encerrando en una jaula como una mala bestia. Arturo no respondió. Permaneció de pie, sujetando los barrotes y tratando de componer su maltrecha seguridad. No era fácil. El bloqueo le hacía sentirse vulnerable como un gatito recién nacido. — ¿No dices nada? ¿Te ha comido la lengua el gato? – insistió el hombre – Tal vez te la arranque para que tengas una buena razón para no hablar. Pese a la amenaza, Arturo se mantuvo en silencio. El hombre no estaba sólo, detrás de sus pasos podía escuchar otros más suaves. El Renegado siguió avanzando y se plantó frente a Arturo. Siguiéndolo a corta distancia venía una mujer y junto a ella, Tomás. Entonces Arturo supo contra quién se enfrentaba, aunque ya no le servía de nada. — ¿Sorprendido? – preguntó Sergio. —Un poco. Debo reconocer que eras el último de mi lista. —Sí, es comprensible. Era más lógico pensar que tu Némesis era el iracundo Pedro, o el insociable Carlos. Arturo miró en dirección a la mujer, y pudo ver el delicado rostro de Ana. Belleza y maldad. Una peligrosa combinación. Tomás venía detrás, y miraba a Ana con una adoración que no era normal. Entonces comprendió que el joven no solo había sido sometido al enlace de dominación por parte de Sergio, sino también de Ana. “Está perdido”, pensó Arturo, y sintió compasión por el pobre chico. Sergio lo miraba con expresión triunfal. — Me decepcionas, Del Bosque. Después de todo lo que había escuchado de ti, creí que serías un adversario más digno de mí. Ha sido patético lo sencillo que resultó vencerte. — Aún no me has vencido – argumentó Arturo con rabia. Sergio se echó a reír con ganas. Ana miraba a Arturo con cierta tristeza, como si lo compadeciera. Tomás sólo tenía ojos para Ana. Se escucharon unos pasos, y un nuevo personaje apareció en el calabozo. Un hombre que vestía ropa de trabajo, y cuya actitud hacia Sergio era servil. Reconoció a Manuel, el mozo. “Un lacayo”, pensó Arturo. Un Inocente al que también se le había sometido al enlace de dominación, quebrándolo con el poder hasta convertirlo en poco menos que un esclavo. — Los caminos están cerrados, mi señor – le dijo a Sergio con la cabeza gacha – La nieve los ha bloqueado. — Eso viene bien a mis planes. Nos dará tiempo antes de que otros Guardianes vengan a meter las narices. — No te saldrás con la tuya, Sergio – dijo Arturo, con voz cansada – Aunque me mates, otros vendrán detrás de mí. No podréis vencerlos a todos. — No pienso matarte. Eso sería un desperdicio imperdonable. La afirmación, lejos de tranquilizar a Arturo, le infundió nuevos temores. — ¿Qué quieres de mí? – preguntó en un impulso, dejando en evidencia su vulnerabilidad. Se arrepintió, y luego comprendió que no tenía importancia. Estaba en manos de sus enemigos, y ellos lo sabían. — Quiero tu poder, Primer Guardián. – dijo el Renegado paseándose frente a su víctima – Con el Iniciado más poderoso de los últimos mil quinientos años a mi servicio puedo derrotar a todos los Guardianes, y deponer a esos “carcamanes” que se hacen llamar Sabios. — Estás loco si crees que voy a asociarme contigo. — ¡No seas estúpido! No quiero que seas mi socio, sino mi esclavo. Arturo sintió un estremecimiento, y comprendió que había caído en una trampa. Los Renegados no estaban detrás del Potencial, ni de las turbulencias. Los
aprovecharon, sí, pero su objetivo era él. Lo llevaron a su terreno, donde era más vulnerable y lo cazaron como a un conejo. — Veo que vas comprendiendo. —Nunca me someteré a ti. — Lo harás, lo harás – dijo Sergio, sonriendo - ¿Sabes lo que es el enlace de dominación? Arturo sintió un escalofrío en la espalda. Desde luego que lo sabía, pero su única ventaja en ese momento, era que sus enemigos no se dieran cuenta que conocía sus armas, sus procedimientos prohibidos. — No – mintió – Nunca he oído nada así. — Desde luego, - ironizó Sergio – un digno Iniciado como tú, no se rebajaría a estudiar esos bárbaros métodos, propios de desquiciados, ávidos de poder.- ironizó Sergio - Te lo explicaré: El principio es el mismo que en el enlace por asociación, el que usan los Maestros para guiar a sus Aprendices... Arturo pensó en Sebastián. Ese era el nexo que había establecido con su hijo. Se esforzó en que sus pensamientos no se reflejaran en su rostro. Ahora más que nunca era importante que los Renegados ignoraran el parentesco entre él y el chico, o lo utilizarían para extorsionarlo. Sergio continuó su explicación, ajeno a los temores de Arturo. — …La otra ventaja es que facilita el castigo del sometido, en caso de que tenga pensamientos inapropiados. – sonrió al ver la expresión de miedo y sorpresa en el rostro de Arturo. Ese era un dato que no conocía – Sí, amigo mío, con este enlace, el dominante no solo percibe los sentimientos, sino también los pensamientos de su esclavo. La rebelión es imposible. — Si tiene tantas ventajas ¿Por qué no lo has puesto en práctica aún? — Tiene un pequeño inconveniente – reconoció Sergio – Al igual que el enlace de aprendizaje debe ser voluntario, o… bien, se puede forzar, pero el sometido debe rendirse ante la superioridad de su futuro señor. Es por eso que tú estarás de acuerdo en recibirlo. — ¿Por qué iba a hacer algo así? —Estás en desventaja Arturo. ¿O es que no te has dado cuenta? El tiempo juega a mi favor. Conforme pasen las horas tú te debilitarás, y yo terminaré imponiéndome a tu voluntad. ¿Por qué no evitarte todo ese sufrimiento y rendirte de una vez? — No me convertiré en tu esclavo – le dijo Arturo con desprecio. — Esto va a ser divertido – dijo Sergio, sonriendo con malicia. Ana y Tomás permanecieron en silencio, escuchando. Manuel estaba de pie en un rincón, con la mirada perdida, mientras esperaba instrucciones. Arturo había leído los terribles efectos que podía tener el enlace de dominación en la mente de un Inocente. Miró a Tomás y corroboró que el chico ya estaba perdido. Un esclavo, cuya única esperanza de liberación radicaba en la destrucción del poder de su amo. ¿O ya era demasiado tarde para él? Sergio movió una mano y Arturo sintió que una cinta invisible lo inmovilizaba con los brazos pegados al cuerpo. “Aire y energía” pensó. La puerta de la jaula se abrió, y una columna de aire lo empujó hacia afuera y lo sentó con brusquedad en una silla en el centro de la habitación. No se podía mover. —Última oportunidad, Primer Guardián. ¿Por las buenas o por las malas? — ¡Al diablo contigo! – respondió Arturo. — Sabía que no me decepcionarías. Sergio colocó su mano sobre la cabeza de Arturo, que comenzó a sentir como si un ariete la penetrara. Comprendió que el Renegado intentaba imponerle el enlace. No se parecía en nada a la experiencia del nexo de asociación que empleó con él su Maestro en su momento. Hubiera sido como comparar una caricia con un puñetazo. Arturo se rebeló. No podía permitir que Sergio se hiciera con su poder, ni que tuviera acceso a sus pensamientos. Aquello sería fatal para demasiadas personas, tanto Iniciadas como Inocentes, pero resultaría mucho más peligroso para
Sebastián, así que resistió. Empleó toda su voluntad en oponerse a la implantación del enlace, aunque el esfuerzo era agotador, y en la medida en que aumentaba la voluntad del Renegado, el dolor de cabeza se hacía más intenso. No supo cuánto tiempo pasó hasta que su secuestrador desistió, pero pagó su frustración con una bofetada propinada con una columna de aire que lo dejó aturdido. Sergio también parecía exhausto. —Debo marcharme ahora, Guardián. Tengo mucho que hacer, pero volveré. Y la próxima vez no te resultará tan sencillo resistir. Arturo fue levantado de la silla y arrojado al fondo de la jaula, con toda la fuerza que el Renegado pudo imprimir al aire. Lo detuvo el golpe contra los barrotes, y solo entonces fue liberado de las amarras invisibles que lo inmovilizaban. Medio inconsciente por el agotamiento y los malos tratos entrevió a Manuel cerrando la puerta y asegurándola con un candado. El lacayo apagó la lámpara de kerosene, después de lo cual salieron todos cerrando la puerta y dejándolo sumido en la oscuridad y el desaliento.
Capítulo veintiséis: Rehenes.
Con las primeras luces del alba, Teresa se dispuso a servir café para los adultos y cacao para los niños. Sentados a la mesa de la cocina, Débora y Fernando miraban preocupados a Sebastián, que hacía esfuerzos por contener las lágrimas. Diana, a su lado, le sostenía la mano para consolarlo, aunque no comprendía por qué la desaparición del profesor de ciencias afligía tanto a su amigo. Habían pasado la noche recorriendo la vieja mansión de un extremo a otro buscando a Del Bosque, sin ningún resultado. Cuando le avisaron de la ausencia del profesor, Teresa despertó a Manuel para que registrara los alrededores, ante la remota posibilidad de que hubiera salido a dar una vuelta con ese tiempo, y hubiera sufrido algún percance, pero todo fue inútil. Arturo Del Bosque había desaparecido. Lo que no comprendía Teresa eran los sentimientos que afloraron ante esa desaparición. No era que sus jefes fueran insensibles, o que esperara que actuaran con indiferencia ante la posible desgracia de otra persona, aunque no fuera de su agrado, pero nunca hubiera imaginado que les pudiera afectar tanto. Sebastián estaba al borde de las lágrimas, Débora y Fernando parecían desconcertados, e incluso, asustados. Débora murmuró algo al oído de Sebastián, y éste hizo un esfuerzo por disimular su disgusto. Se enderezó en la silla, se secó los ojos y cambió la expresión. — ¿Qué crees que debemos hacer ahora? – le preguntó Débora a su padre en voz baja. — De momento no nos queda más remedio que esperar. La tormenta nos ha sitiado, así que no podemos llamar a la policía. Débora miró nerviosa a Sebastián, como si temiera que la escuchara, y luego volvió a interrogar a su padre. — ¿Crees que...? - se interrumpió, al ver la expresión de tristeza de su hijo. — Creo que no debemos llegar a conclusiones apresuradas – respondió Fernando con firmeza. Teresa puso las tazas de chocolate frente a los niños, y comenzó a servir el café a los mayores, mientras Carmen recogía la cocina. Sentía que algo terrible estaba sucediendo y prefería no saber de qué se trataba. Escucharon pasos acercándose, y todos, excepto Sebastián, alzaron la cabeza esperanzados, pero no era Arturo. Pedro y Adriana entraron, seguidos del mozo. — ¿Es cierto que Arturo ha desaparecido? – preguntó Adriana – Es lo que nos ha dicho Manuel. — Me temo que es cierto – respondió Fernando. — Estará escondido, – opinó Pedro, despectivo – tratando de llamar la atención, como siempre. — ¡Eso no es verdad! – dijo Sebastián entre dientes, con una ferocidad que dejó sorprendido al profesor de deporte. — Te equivocas, Pedro – intervino Fernando – Esta vez puede tratarse de algo grave. — Sabemos que no está en la casa – explicó Débora. — ¿Creéis que pudo salir con este tiempo y sufrir algún accidente?- preguntó Adriana — En realidad no sabemos nada. — Yo en vuestro lugar dejaría de preocuparme por Del Bosque – dijo una voz desde la puerta – Ya está más allá de vuestras posibilidades de ayudarlo. El tono y el contenido de las palabras hicieron que Teresa sintiera un escalofrío en la espalda. Sergio entró en la cocina, seguido de Ana. Fernando fue a
contestarle, pero se quedó de una pieza cuando vio la pistola en la mano del profesor de literatura. — ¿Qué demonios...? – preguntó Pedro. — ¡Demonios! – repitió Sergio con una sonrisa – Sí, esa es una buena descripción. ¡Todos afuera! ¡Ahora!. Teresa no comprendía lo que ocurría, miró a su alrededor para escrutar los rostros de las personas con las que había compartido los últimos años de su vida. Carmen temblaba, aterrorizada, Pedro y Adriana no salían de su asombro, estaban tan confundidos como ella, pero Débora y Fernando no parecían sorprendidos. Preocupados, asustados, pero no sorprendidos. Sebastián miró con odio a Sergio, una expresión que nunca hubiera podido imaginar en ese amable y frágil chiquillo. Los escoltaron al comedor, donde Tomás los esperaba mientras vigilaba al resto de los chicos que se habían quedado ese fin de semana. Las mesas y sillas fueron desplazadas hacia el fondo, dejando un amplio espacio vacío, donde los obligaron a sentarse. Francisco y Mario ya estaban en el suelo, con las manos atadas a la espalda y los ojos abiertos de par en par por el terror. Mientras Ana hacía relevo vigilando con el arma, entre Sergio y Tomás amarraron a todos, comenzando por los hombres. Cuando terminaron, parecieron complacidos. — ¿Qué te propones, Sergio? – preguntó Fernando. — Sí, debes haberte vuelto loco – apuntó Pedro, que no comprendía nada. Sergio sonrió, y agitó la pistola en el aire. — No, no estoy loco. Sólo quiero un pequeño favor de tu parte, Fernando. Verás, me propongo establecer una nueva organización, y necesito una sede, y esta casa es... perfecta. Aislada, antigua, y con toda esa energía a nuestro alrededor. Quiero que la transfieras a mi nombre. — En verdad has enloquecido. – intervino Adriana. — ¡Cállate imbécil! – respondió Ana, y la enfermera obedeció, más por la sorpresa del cambio operado en su amiga, que por el miedo. — ¿Por qué iba a hacer algo así? – preguntó Fernando. — Porque si no lo haces, os mataré uno a uno, - amenazó, señalando con la pistola a cada uno – comenzando por los críos. — ¿Cómo sabemos que no nos asesinarás una vez que haya firmado? — ¿Para qué iba a hacerlo? – preguntó Sergio – Puedo conservaros como mis esclavos. — ¿De qué diablos está hablando? – preguntó Pedro - ¿Es que de verdad se ha vuelto loco? — Sí, - afirmó Fernando – está loco, pero puede cumplir su amenaza. — Me alegra que lo tengas claro. Veo que has estado hablando con Arturo. — ¿Qué has hecho con él? – preguntó Débora. Sergio no respondió, pero su sonrisa les erizo la piel. Sebastián apretaba los dientes, tratando de controlar sus emociones. Por lo que vio cuando estableció el enlace con Arturo, sabía que si no lo hacía podía lastimar a alguien a su alrededor, a su propia familia. Hubiera querido fulminar a aquél tipo. Él estaba seguro que había asesinado a su padre, porque desde la noche anterior no podía percibirlo. Se juró a sí mismo que pasara lo que pasara, se vengaría de Sergio. El Renegado debió sentir algo, porque se giró hacia Tomás. — Si no te controlas, lo pagarás caro – amenazó a su Aprendiz – En cuanto a Del Bosque, no hablemos de eso. Es muy desagradable y hay niños presentes. Fernando pensó por unos minutos. Estaba claro que Sergio y Ana eran los renegados de los que le había hablado Arturo, y seguro Tomás era el muchacho que cayó bajo su influencia. Arturo, el único que podía ayudarlos, había desaparecido la noche anterior y Sebastián no era capaz de sentirlo. Lo que significaba que lo más probable era que estuviera muerto. No tenían escapatoria, tenía que ceder, al menos así ganaría tiempo.
— Lo haré, – dijo por fin – firmaré la cesión de todo, casa, terreno, bosque, todo, con la condición de que dejes marchar a las mujeres y los niños. — Por favor – se burló Sergio – Dame un poco más de crédito. Estoy seguro que Arturo os explicó a Débora y a ti lo que puedo hacer. No te estoy pidiendo que firmes, te lo estoy ordenando y lo harás. En cuanto a condiciones, yo soy el único aquí que las pone. – suspiró – No tiene sentido seguir esperando, ¿verdad?. Vamos a ello. A un gesto de Sergio, Tomás desató a Fernando y le apuntó con el arma. El Renegado sacó unos papeles del bolsillo de su chaqueta: los documentos de cesión que ya tenía preparados, y los colocó sobre una de las mesas para que el director firmara. Fernando lo hizo, preguntándose si no estaría cometiendo un error, si no estaría condenando a su propia familia con esa firma. Sintió alivio cuando comprobó que después de volver a guardarse los documentos en el bolsillo, volvieron a amarrarlo y lo regresaron a su lugar. Ana se le acercó a Sergio y le preguntó en un susurró. — ¿Te encargarás ahora de ellos? — No, aún no, tengo pensado algo mejor. — ¿Qué? Es un riesgo dejarlos aquí, y un problema tener que vigilarlos. — No seas impaciente – le reclamó Sergio, también en voz baja – Te lo explicaré. Esclavizarlos será la primera tarea de nuestro amigo Guardián después que le imponga el enlace. Eso lo destruirá definitivamente, quebrará su espíritu. — ¿Y si no cede? — Lo hará, te lo aseguro. No los pierdas de vista, sobre todo a Pedro, es el más estúpido y puede intentar algo. Voy a ocuparme de nuestro huésped de honor. Sergio miró su reloj de pulsera, ya habían pasado dos horas desde que dejó a Del Bosque sólo en el calabozo. Era tiempo de hacerle una visita, miró a sus prisioneros con aires de superioridad, y salió del comedor.
Capítulo veintisiete: Duelo de voluntades.
Arturo escuchó las bisagras de la puerta y se estremeció. ¿Qué le esperaba? ¿Podría seguir resistiendo la implantación del enlace? El intento del Renegado lo había agotado, y aún no se recuperaba. Sabía que la visita de su carcelero no traería nada bueno. Sergio volvió a inmovilizarlo con aire, lo sacó de la jaula y lo sentó de nuevo en la silla. Dio vueltas a su alrededor con lentitud. — Debo reconocer que tienes resistencia. No pude obligarte a recibir el enlace, pero apenas estamos empezando. El tiempo juega en tu contra, Guardián. Arturo no respondió, ni hizo el intento. Decidió reservar su energía para lo que le esperaba. El Renegado se paró junto a él, volvió a poner la mano en su cabeza e inició el embiste. Arturo sintió como si un ariete le taladrara el cráneo. Sabía que se debía a la resistencia que ejercía. Si se rendía, el procedimiento dejaría de ser doloroso. Sentiría solo un cosquilleo y todo habría terminado. Todo, el dolor, pero también su propia individualidad, su autonomía como ser humano, su libertad, y la seguridad de aquellos a quienes había jurado proteger cuando se hizo Guardián. Lo más importante, acabaría con el futuro de Sebastián, que pasaría a ser otro esclavo más. No podía permitirlo por mucho que doliera. Aunque estuviera exhausto, debía resistir. Por algo era el Primer Guardián. No se trataba solo de su fuerza en el poder. Eso no importaba ahora que estaba bloqueado. Para los efectos prácticos era como si fuera un Inocente más, pero aún conservaba su fuerza de voluntad, y eso era algo que ningún Renegado podría bloquear. Pasaban los minutos. Largos. Interminables, agotando también a su verdugo, que no sentía dolor, pero sí el desgaste de energía en una lucha de voluntades donde solo uno prevalecería. Continuó resistiendo hasta que el Renegado quedó exhausto. Sergio montó en cólera, soltó la cabeza de su víctima y le golpeó en el estómago. Aquello no era solo aire. Por la fuerza del impacto debía tener aire, fuego, tierra y energía. Arturo gruñó, inmovilizado como estaba no pudo encogerse para absorber la fuerza del golpe. Sintió el dolor irradiarse por el abdomen hasta el tórax y los brazos, y también hacia las piernas. Boqueó para recuperar el aire que había perdido tan brutalmente, pero los músculos respiratorios no le respondían. Estaba pálido, y con los labios azulados pero hizo un esfuerzo para no perder la conciencia. El maltrato a su víctima pareció calmar a Sergio, que comprendió que si volvía a golpearlo acabaría por matarlo. Y lo necesitaba vivo. Respiró profundo, se echó un mechón de cabello hacia atrás con los dedos, y se obligó a calmarse. Mientras tanto, Arturo poco a poco volvió a respirar. Jadeaba por el esfuerzo, y cada bocanada le producía un dolor espantoso en el abdomen, pero al menos la sensación de asfixia fue remitiendo. El dolor agudo, la rigidez del abdomen y la debilidad creciente, le convencieron de que algún órgano interno había sufrido mucho daño. Pensó que tal vez fuera mejor así. La muerte parecía la única vía de escape posible a su desesperada situación. Una suerte que prefería a la de ser sometido a la voluntad de los Renegados. —Venceré tu resistencia, Primer Guardián – prometió Sergio, entre dientes. El prisionero no respondió. El Renegado también se veía exhausto. No era tan fuerte en el poder como él, pero eso no era lo más importante. Tampoco lo igualaba en voluntad. Arturo había sido entrenado como Guardián, y Sergio solo podía haber alcanzado el nivel de su Maestro, que requería mucho menos autocontrol. Además, las enseñanzas que el Guardián recibió en el Tíbet reforzaron su espíritu. Por eso había resistido hasta ahora, pese a encontrarse en desventaja. Por fin, Sergio decidió que era suficiente. Tendría que buscar otra estrategia para debilitar a su prisionero y poder vencer su fuerza de voluntad. Para establecer en su mente el enlace de dominación, primero necesitaba quebrarlo.
Al igual que en la anterior ocasión lo levantó con brusquedad y lo arrojó al fondo de la jaula usando el poder. Luego cerró la puerta y la aseguró con un candado. Se dio media vuelta y se marchó. Las ataduras desaparecieron, pero Arturo no podía moverse. Estaba seguro que el golpe brutal que recibió del Renegado dañó algún órgano interno. Algo se rompió dentro de él. Algo que acabaría matándolo. Con esa idea como consuelo, se dejó llevar por la inconsciencia.
Capítulo veintiocho: Oscuros pensamientos.
El ambiente en el comedor era pesimista. Las horas transcurrían con lentitud. Ya hacía tres días que eran prisioneros y los Renegados los mantenían amarrados y vigilados. Hacían turnos para las guardias. Al principio, Teresa se sintió ofendida cuando comprobó que uno de los secuestradores era Manuel. Lo conocía desde hacía veinte años, lo tenía por un buen hombre, y no comprendía cómo podía haberse prestado para semejante canallada. Ni Fernando, ni Débora parecieron sorprendidos. De vez en cuando, Francisco y Mario lloraban, suplicando porque querían ir con su mamá, hasta que Ana les dio un bofetón y los mandó a callar. Diana estaba asustada, pero parecía un pajarito permaneciendo encogida sobre sí misma, tratando de ocupar el menor espacio posible. Miraba de vez en cuando a Sebastián, que era el único que no parecía tener miedo. Estaba triste, enfadado, pero no asustado. Cuando se acercaba la hora de la comida, Ana permitía que Teresa y Carmen prepararan unos bocadillos para todos, mientras Tomás los vigilaba. Sergio pasaba mucho tiempo ausente, por lo visto se ocupaba de asuntos más importantes. Los desataban el tiempo suficiente para que se alimentaran, y luego los volvían a amarrar. Por las noches dormían sobre mantas, en el mismo lugar donde permanecían sentados, y les permitían visitar dos veces al día el servicio, por turnos, y siempre acompañados por sus captores. En un momento en que solo Manuel los vigilaba, Pedro y Adriana aprovecharon la oportunidad para acercarse a Fernando. — Fernando – le preguntó Pedro en voz baja – ¿Sabes qué demonios está pasando aquí? — Son rebeldes – respondió Fernando – Algo así como terroristas. Por lo visto este lugar les interesa. — ¿Por qué los ayuda Tomás? – preguntó Adriana. — Al parecer lograron captarlo. Supongo que ahora es uno de ellos. — ¿Tiene esto algo que ver con la desaparición de Del Bosque? – quiso saber Pedro. — Sí, por lo visto, Arturo vino aquí para detenerlos, pero me temo que lo hayan eliminado. — ¿Crees que lo han asesinado? – preguntó Adriana, horrorizada. — Quisiera equivocarme, – dijo Fernando, mientras miraba de reojo a Sebastián – pero es lo que creo. — ¿Entonces aquello de lo que acusamos a Arturo... – comenzó a preguntar Adriana, pero Débora no la dejó terminar. — Fuimos injustos. Nos equivocamos. Yo me equivoqué. Arturo vino a protegernos, y lo tratamos como escoria. — ¡Silencio! – rugió Manuel. Todos callaron, no era buena idea enfadar a un hombre armado y además desquiciado. Débora miró en dirección a su hijo. Desde que dejó de sentir la presencia de Arturo, Sebastián parecía indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor. Débora no quería imaginar cómo se sentía. Separado de su verdadero padre por aquellos en quienes confió, contra todo pronóstico lo había recuperado, sólo para perderlo pocas horas después de la peor manera posible. Se preguntaba qué le podía haber pasado a Arturo. La expresión de Sergio cuando le preguntaron por él le había erizado los vellos de la nuca. Débora se sentía muy mal por la forma en la que se comportó en los días anteriores. Había llevado adelante una cruzada en contra de Arturo, acusándolo de hechos terribles sin tener pruebas. Se preguntaba si con ello había contribuido a su derrota, y tal vez su muerte.
Ahora, con las extraordinarias revelaciones de las que había sido testigo, fue plenamente consciente de su egoísmo y su estupidez. Le había mentido a todos. A su padre, a Sebastián, a ella misma. Se creyó con derecho de decidir lo que era mejor para un niño, y lo arrancó de su familia, alejándolo de la única persona que podía protegerlo. Recordó la mirada que se cruzaron Arturo y Sebastián después de establecer ese misterioso enlace que ella nunca sería capaz de comprender. Solo en ese momento fue consciente de su propia soberbia. Sintió un nudo en la garganta, y miró de reojo a Sebastián. ¿Qué le habría pasado a Arturo? ¿Qué clase de muerte sufrió? ¿Podría perdonarla su hijo alguna vez? ¿Qué sería de ellos? ¿Por qué los mantenían allí, prisioneros? Sergio debía saber que en cuanto los caminos se despejaran los alumnos y profesores ausentes regresarían, y también los compañeros de Arturo. Los demás Druidas vendrían a buscarlo. ¿Qué pensaban hacer entonces? La nieve estaba muy alta, y si no volvía a desatarse una tormenta, pasaría al menos una semana antes de que el aislamiento terminara, pero tarde o temprano ocurriría. ¿Qué sería de ellos en ese momento? Débora miró los rostros cansados y temerosos de sus compañeros de cautiverio. Pese a que no podían intercambiar ideas, estaba segura que todos seguían más o menos el mismo razonamiento, y se encontraban tan asustados como ella. Temía sobre todo por los niños. Ya ni siquiera lloraban. Estaban apáticos, como si se hubieran resignado a su suerte. Débora miró hacia la puerta: el que los vigilaba en ese momento era Tomás. Era increíble que ese chico, al que habían considerado un modelo a seguir, resultara ser cómplice de las atrocidades que se estaban cometiendo. Recordó lo que Arturo les contó a su padre y a ella acerca de la forma en que los Renegados sometían a sus Aprendices. Tal vez no era culpa de Tomás. ¿Sería posible que de alguna forma, fuera tan prisionero como ellos mismos? Lo miró con detenimiento, había algo extraño en él, algo que debió notar antes como psicóloga del colegio. Tenía la mirada perdida, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos. Lo detalló, pero él se dio cuenta y frunció el ceño. — ¿Qué miras? – le espetó - ¡Baja la mirada!. — Tomás – dijo Débora con dulzura, ignorando la orden - ¿Por qué haces esto? Te conozco desde que tenías seis años. Tú no eres así. — ¡Cállate! – gritó, acercándose a ella – ¡Te dije que bajes la mirada! — Tomás, recapacita, aún estás a tiempo – insistió Débora, hablándole con dulzura.– Aún no has lastimado a nadie. No te dejes arrastrar por ellos, tú tienes mejores sentimientos, eres... El chico le dio un bofetón con todas sus fuerzas, y Débora sintió que las lágrimas le inundaban los ojos, no por el golpe sino por lo que le habían hecho a ese niño frente a sus ojos sin que ella hubiera movido un dedo para protegerlo. Se sentía responsable de aquello en lo que Tomás se había convertido, de haber contribuido con su ignorancia y su autosuficiencia a destruir la vida de un joven como él. Calló, y él pareció dudar un momento, como si se preguntara si debía volver a golpearla. Sebastián frunció el ceño y se disponía a defender a su madre, pero ella bajó la cabeza y lo miró con ojos suplicantes para que se quedara tranquilo. Lo último que quería era que resultara lastimado por su culpa. Sebastián pareció comprenderla, y el enojo por el maltrato a su madre se sumó al cúmulo de emociones que ya le estaba resultando difícil controlar. Hubiera querido conocer su poder, ser capaz de dirigirlo en la forma correcta para liberarlos a todos y darles la oportunidad de escapar, para vengarse de Sergio por haber asesinado a su padre, pero sabía que no podía hacerlo. Era un ignorante con respecto a su uso. Si intentaba cualquier cosa, aunque fuera algo tan sencillo como desatar las cuerdas, podía perder el control y herir o matar a quienes que quería proteger. Era como un niño pequeño y estúpido, en posesión de un arma de alto calibre. Y eso lo enfurecía. Pedro se removió un poco. Sentía los músculos entumecidos por la inmovilidad forzada. Miró a las mujeres y los chicos, le desesperaba no poder protegerlos. No
comprendía nada de lo que estaba ocurriendo. Conocía a Sergio y Ana desde hacía diez años. Habían llegado juntos poco después que se abriera el colegio, y los consideraba sus compañeros de trabajo y sus amigos. ¿Cómo era posible que resultaran delincuentes o terroristas? Nada en su conducta le hubiera permitido sospecharlo. ¿Y Arturo Del Bosque? Según Fernando, su presencia allí se debía a que tenía la misión de detenerlos, pero había desaparecido. Lo más probable era que estuviera muerto. A Pedro nunca le gustó Del Bosque. Tal vez intuía que no era solo un profesor de ciencias, que buscaba algo más. Además era obvio que le gustaba a Adriana, por lo que lo veía como a un rival. Ahora lamentaba haberlo golpeado. Miró a la enfermera, estaba asustada y hacía esfuerzos por no perder el control de sus nervios. Pedro hubiera querido abrazarla, decirle que no tuviera miedo, que él estaba allí y la protegería, que no iba a permitir que nada malo le ocurriera, pero la verdad era que no podía protegerse a sí mismo, ¿cómo iba a ofrecerle protección a nadie más?. La enfermera cruzó la mirada con la suya y él pudo ver miedo y comprensión. Nunca le había dicho que la quería, era muy tímido y la consideraba demasiado hermosa para que se fijara en un tipo como él. Se juró a sí mismo que si salían vivos de ésta, se armaría de valor y le hablaría de sus sentimientos. La entrada de alguien lo distrajo de sus pensamientos. Era Manuel. Se acercó a Tomás y le habló en tono autoritario. — El amo te necesita, no lo hagas esperar. Yo los vigilaré. Tomás se puso en marcha a toda prisa, como si le fuera la vida en ello.
Capítulo veintinueve: Femme fatale.
Arturo había perdido la noción del tiempo. Le parecía que llevaba toda una vida en aquel frío calabozo. Sergio intentaba forzar el vínculo una y otra vez, siempre que recuperaba fuerzas. Y en cada ocasión al Guardián le resultaba más difícil resistirse. Se encontraba débil como consecuencia del golpe que recibió en el abdomen y que le había causado alguna lesión, con toda probabilidad una hemorragia interna que acabaría matándolo, pero temía durar lo suficiente para que Sergio alcanzara su objetivo de control. Si eso ocurría, el Renegado podía percatarse de sus heridas, que él disimulaba con toda deliberación, y si lograba implantarle el enlace de dominación, y luego le proporcionaba atención médica y lo curaba…No quería pensar en eso. Habría demasiadas víctimas inocentes. Debía resistir. Por sí mismo, por su juramento como Primer Guardián, pero sobre todo, por su hijo. No se le escapaba el dato que el Renegado le proporcionó y que de no haber conocido tal vez hubiera cedido a la tentación de rendirse, con la esperanza de romper el enlace cuando recuperara sus fuerzas, aunque sabía que eso era del todo imposible. Una vez establecida la dominación, los Renegados tendrían acceso a sus pensamientos. Entonces Sergio sabría que Sebastián era su hijo, y eso convertiría al chico en su principal víctima. Igual que Laura. Por otro lado, sus enemigos lo querían vivo, pero también débil. Sergio no lo había vuelto a golpear, aunque era obvio que no le faltaban ganas. Le habían proporcionado una jarra de agua que rellenaban con frecuencia, pero solo le daban un mendrugo de pan al día. El hambre y la pérdida de sangre por la hemorragia interna lo tenían al borde del colapso, y minaban sus fuerzas. Sergio comenzaba a perder la paciencia. Por lo visto, su resistencia había superado las expectativas del Renegado, y comenzaba a estar preocupado, así que de la seguridad que tenía de ser capaz de doblegarlo, había pasado al nerviosismo de considerar la posibilidad del fracaso. Por eso, pese a su desesperada situación, de alguna manera Arturo sentía que estaba ganando la batalla. El enlace de dominación no era un simple asunto de orgullo para Sergio. Necesitaba el enorme poder de Arturo a su disposición, porque esa era la única forma en que podría vencer a los Druidas. Si Arturo moría sin ceder, los Guardianes vendrían a por Sergio, y le harían pagar por sus crímenes. Era el todo por el todo, y Arturo lo sabía. Por eso resistía, por eso y por su hijo. Tenía la certeza de que los Sabios cuidarían de él, lo protegerían y le enseñarían, como una vez hicieron con el propio Arturo, pero si Sergio triunfaba, el futuro para los Potenciales incluido Sebastián era de esclavitud y sometimiento. Tomás era el mejor ejemplo. Eso era lo que se decía a sí mismo cuando sentía que Sergio le taladraba la cabeza forzando el enlace. Y era lo que le impedía rendirse. Escuchó las bisagras de la puerta con un estremecimiento, pero esta vez no se trataba de Sergio, sino de Ana. Era la segunda vez que la veía desde que fue capturado, y se preguntó si sería mejor o peor que su hermano. Según le había dicho el propio Sergio mientras trataba de forzar el enlace, él y Ana eran hermanos. Habían sido reclutados desde la adolescencia por Marcos, y huyeron cuando su amo y Maestro fue derrotado. Decidieron ocultar su parentesco para evitar ser reconocidos, pero por lo visto nadie sabía de ellos y nadie los persiguió. En cierto modo se sintió aliviado, aunque mantenía cierta aprehensión. No tenía razones para pensar que Ana lo trataría mejor que Sergio. Ella se le acercó, y lo miró con compasión. ¿Sería posible que fuera diferente? ¿Qué siguiera a Sergio, tal vez por lealtad mal entendida o miedo? Como si leyera sus pensamientos, Ana se llevó los dedos a los labios, tratando de decirle que guardara silencio. La verdad era
que Arturo estaba tan débil que no hubiera podido hacer ruido aunque le fuera la vida en ello. —Buenos días, Guardián. He venido a hacerte una visita muy especial. Arturo no respondió. La Renegada lo inmovilizó con la misma facilidad que su hermano, lo sacó de la jaula y lo sentó en la silla. Era más fuerte con el poder que Sergio, y eso preocupó al Guardián. — ¿Vienes a probar suerte con el enlace de dominación? —No. Eso es cosa de Sergio. No me perdonaría que le arrebatara el control sobre ti. Mis habilidades siguen otros derroteros. Arturo no se atrevió a preguntar. Sospechaba que conocería pronto las intenciones de Ana, y también sabía que no serían de su agrado. — ¿Has escuchado hablar de la “Percepción inducida”? Arturo se estremeció. Algunos Iniciados eran capaces de “leer” sentimientos en otros Iniciados, aun cuando no existiera ningún enlace. Por lo visto estaba frente a una. Por supuesto que el empleo de semejante talento también estaba prohibido, pero no creía que eso detuviera a la Renegada. — ¿Tú…? —Sí, mi querido Guardián. Yo soy capaz de leer en la mente de cualquier Iniciado cuál es su mayor temor. Y es lo que haré contigo. De nada servirá que te resistas, no es un enlace que necesite tu consentimiento. Solo debo concentrarme en la frecuencia de energía correcta y… ¡listo! – dijo, chascando los dedos. Arturo se sintió angustiado. Su mayor temor era que descubrieran que Sebastián era su hijo, y usaran al chico para extorsionarlo. Necesitaba ocultar ese dato, pero ¿cómo? Si no desviaba la atención de la Renegada estaría condenando a Sebastián, como condenó a Laura. No podía pasar por lo mismo. No con su hijo. Mientras Ana le ponía la mano sobre la cabeza y se concentraba para hurgar en su cerebro, él también se concentró, pero no para oponerse al sondeo. Sabía que eso sería inútil, así que se enfocó en lo que más le atemorizaba antes de saber que era el padre de Sebastián. No fue tan difícil. Aquello le causaba un terror visceral. Pasaron unos minutos antes que la mujer se relajara y sonriera. Se escucharon unos pasos, Sergio y Tomás entraron en la habitación. Sergio miró a Arturo con una sonrisa burlona. Sabiendo cuál era el mayor temor de su víctima, sería más fácil doblegarlo. — Saca la daga ceremonial, Tomás – ordenó Ana – Tenemos que invocar a un ente devorador.
Capítulo treinta: El devorador de energía.
Lo primero que hicieron fue ponerlo de pie, pero sin soltar la sujeción de aire que lo mantenía inmovilizado, y le colocaron además una fuerte mordaza de tierra, aire y energía. Luego Sergio empuñó la daga con la mano derecha, mientras Ana y Tomás tocaban la hoja, concentrándose en ella. No era un procedimiento sencillo, y al igual que en el bloqueo, era necesario el poder de al menos tres Iniciados para culminarlo con éxito. Si bien Tomás era solo Aprendiz, su inexperiencia estaba compensada por el enlace de dominación, de modo que Sergio estaba usando su fuente de poder como si fuera propia. No se trataba en realidad de una invocación, no existían seres sobrenaturales a los cuales llamar. El uso de la palabra se derivaba de los escritos de la Edad Media, cuando el procedimiento se había asociado en la mente popular a pactos con demonios. Pero el ente devorador no tenía vida propia. Era solo una fuerza natural que impulsaba la entropía, dispersando la energía que mantenía el orden. Quizá su definición más exacta fuera el caos. Y como toda fuerza natural, era impredecible y peligrosa. Quizá la mayor aberración en el uso de esa fuerza era el hecho de concentrarla para que absorbiera energía en lugar de liberarla, y dirigirla con toda deliberación contra un ser vivo. La daga, que con tanta pomposidad Sergio llamaba ceremonial, era un objeto común imbuido de energía durante su fabricación que solo servía para canalizar la concentración de los invocadores. Algo similar al bastón de Arturo. Lo que debían lograr era un espacio vacío de energía, que al igual que ocurría con un gradiente de presión o temperatura, arrancaría esa energía del ser vivo más cercano. Tal vez, la parte más difícil del procedimiento era inducir al ente devorador hacia una víctima determinada. Era algo que Arturo no sabía muy bien cómo podía lograr Sergio. En los documentos que revisó no se detallaba la información al respecto, pero estaba seguro que había sido Marcos el que, a fuerza de ensayo y error, logró perfeccionar el control sobre el ente. Ahora, exhausto y dolorido, al borde del colapso de sus fuerzas, Arturo se esforzaba en mantenerse alerta. Se estremeció de miedo al pensar lo que le esperaba. Lo que sabía del ente devorador era aterrorizador, y lo que sintió cuando fue atacado la primera noche que llegó al colegio no ayudaba a tranquilizarlo. En aquel momento pudo vencer a esa brutal fuerza, pero entonces no estaba bloqueado, ni debilitado, y disponía de recursos para contraatacar. Ahora en cambio, se encontraba indefenso, inerme ante algo que era tan poderoso que la tradición popular lo identificaba como una fuerza demoníaca. Se preguntó también si los Renegados habían calculado bien sus fuerzas, si serían capaces de controlar lo que trataban de crear. En el primer ataque, la intención era asesinarlo, y por lo tanto, podían dejar actuar al engendro a sus anchas. Pero la muerte del Guardián ya no les interesaba. ¿Podrían retirarlo a tiempo antes de que acabara con la vida del prisionero? ¿O terminaría aquello en una ejecución? Arturo veía la posibilidad de su propia muerte con esperanza. Aunque el método le resultaba aterrador. Los tres invocadores permanecían separados unos tres metros de su víctima. Alrededor de Arturo el ambiente se hizo más frío, helado, y comprendió que el ente comenzaba su formación. Temblaba por el frío extremo, pero también a causa del miedo. Frente a sus ojos comenzó a formarse una neblina amorfa, igual que aquella noche. Poco a poco, el engendro fue adquiriendo consistencia, y Arturo comprendió sobrecogido que sus verdugos no correrían riesgos: la fortaleza de éste era muy superior a la del anterior. La niebla frente a él emitió tentáculos que comenzaron a rodearlo y rozarle. En aquellos lugares donde lo tocaban, Arturo sentía que la piel se le helaba. Pese a que
ya no le quedaban fuerzas y estaba inmovilizado trató de retorcerse, y en un esfuerzo por gritar emitió gemidos desesperados a través de la mordaza. Pero las sacudidas eran débiles e inútiles. Estaba atrapado. No había forma de escapar. Los tentáculos se introdujeron en sus piernas y ascendieron lentamente, mientras él sentía las mordeduras del frío ocupando su vientre, su abdomen, su pecho, y por último sus brazos y cabeza. Cuando el ente terminó de entrar en Arturo, su cuerpo ya estaba completamente invadido. Pudo ver, como a través de una neblina, la mirada fascinada de Sergio y Ana, y la expresión perdida de Tomás. Lo contemplaban como un niño cruel observa al insecto que tortura. El ente comenzó su búsqueda de la energía para la que había sido creado, pero la única que le quedaba a Arturo era la de su centro de poder, bloqueado, inaccesible. La criatura, como si estuviera provista de garras y dientes de hielo, mordió y desgarró, en un intento de romper la pared de elementos que la separaba de la energía. No era posible. Nada, sino sus creadores podía romper esa barrera, por lo que el ente continuó su ataque. Arturo resistía, sintiendo un frío indescriptible en sus entrañas, y el dolor que le causaba el ente furioso debatiéndose en su interior. Trató de gritar. Se sacudió en sus ataduras, luchó, aunque sabía que tenía la batalla perdida. Pudo ver el rostro sonriente de Ana través de la niebla que cubría sus ojos. No era la sonrisa sádica de su hermano. Era simple curiosidad, lo que resultaba peor porque tenía algo de inhumana. Ana tocó el pecho de su cobaya y retiró la mano de inmediato, lo que Arturo agradeció, porque ese contacto cálido lo había sentido como una quemadura. - Está helado, frío como un témpano – dijo, y miró a Sergio - ¿Cómo puede seguir vivo? - El ente no ocasiona daño físico, aunque él siente como si una fiera de hielo lo devorara por dentro, pero es sólo la percepción de su cerebro – explicó Sergio, como un profesor orgulloso a un alumno aplicado – En realidad, lo único que quiere la criatura es su energía, y no lo dejará en paz hasta que la consiga. Ana, fascinada volvió a acercarse a Arturo, para no perderse ninguna de las desesperadas sacudidas, ni la expresión de horror del rostro, ni la palidez azulada de la piel helada. Le pareció, incluso, ver salir humo del cuerpo del Guardián, similar al que se desprende del hielo seco, y pensó que era por la diferencia de temperatura de su cuerpo imposiblemente frío, con respecto al exterior. Arturo ya no podía más. Después de toda la energía que había consumido resistiéndose a las arremetidas de Sergio para implantarle el enlace estaba agotado, pero la muerte no llegaba, y se resistía a perder la conciencia. El ente seguía su frío ataque, como un depredador implacable, y la incapacidad de llegar hasta la energía que buscaba y que percibía tan cerca, lo hacía más feroz. Arturo sentía que ya no le quedaban fuerzas, y comenzó a ocurrir lo que sabía desde el principio que pasaría, lo que su mente despierta había calculado, y por lo que les permitió saber cuál era su segundo mayor temor. Aquello que Sergio, en su prepotencia no llegó a contemplar. La energía que lo mantenía vivo era despreciable, un bocado insignificante para semejante fiera, pero la lucha también ejercía su desgaste sobre la criatura, y al no poder alcanzar el dulce fruto prohibido tomó lo que quedaba: la escasa energía que mantenía a su presa con vida. Arturo sintió que desfallecía. Sus músculos respiratorios se detuvieron, junto con todos los demás. Incluido el corazón. Quedó de pie, sujeto por las ataduras de aire que lo inmovilizaban, aunque ya había perdido la conciencia. Al consumir la energía vital de su víctima, el ente salió de su cuerpo, ya un cascarón vacío. Pero aún estaba hambriento y sin dar tiempo a reaccionar atacó a la presa más cercana: la fascinada Ana. La Renegada comenzó a debatirse en el suelo, mientras el devorador cumplía la función para la que había sido creado, pero con una víctima diferente. Tomás gritaba y suplicaba, rodeando el cuerpo de la mujer que veneraba, y Sergio, con el rostro lívido, sorprendido por el giro inesperado de los acontecimientos, miró impotente a
su hermana, empujó a Tomás que le rogaba que la auxiliara, y salió corriendo del calabozo para no sufrir la misma suerte. Lo siguiente que ocurrió fue muy rápido. Arturo ya había comenzado a traspasar el umbral de la muerte cuando el núcleo de su poder se liberó. Una de los tres Iniciados que sostenían el bloqueo había fallecido, y eso hizo que el muro de contención se rompiera. La energía represada se desbordó en el cuerpo maltrecho de Arturo y comenzó a circular, activando sus funciones vitales como si hubiera recibido un electroshock. No recuperó todas sus fuerzas, pero una nueva energía inundó al Primer Guardián. Se afincó sobre sus propios pies y rompió las ataduras de aire que lo mantenían inmóvil. Unos cuantos metros más arriba, en el atestado comedor, Sebastián levantó la mirada y sonrió. Su padre estaba vivo. Al fin podía sentirlo.
Capítulo treinta y uno: El ente y el Aprendiz.
Arturo se sobrepuso a su debilidad y su dolor cuando sintió a Sebastián a través del enlace, y comprendió que también estaba en peligro. Tanto él, como los demás Inocentes del colegio se encontraban prisioneros, aunque de momento no los habían lastimado. Arturo hubiera querido salir de allí para reunirse con su hijo y proteger a sus amigos, pero antes tenía algo urgente de lo que debía ocuparse. El ente, que había salido del cuerpo inerte de Ana avanzaba lenta pero inexorablemente en dirección a Tomás, que retrocedió hasta quedar acorralado contra la pared más alejada de la puerta. El chico, con expresión aterrorizada, formó una columna de aire y tierra con la intención de defenderse, pero Arturo sabía que sería inútil, como tratar de azotar el aire con una vara. Arturo tenía que administrar muy bien la poca energía que le quedaba. Se concentró en un punto del ente, en un lugar de su centro que parecía más denso que el resto. Entonces envió una descarga de energía como un disparo hacia ese punto. El contorno del ente vaciló, como si hubiera sido herido, y se alejó de Tomás para acercarse a su atacante. Arturo no lo pensó dos veces, se concentró de nuevo y volvió a enfocar un disparo de energía en el mismo lugar. Eso fue suficiente para que el devorador temblara y explotara como una pompa de jabón. Arturo respiró profundo, tratando de recuperar el aliento después del esfuerzo, pero antes de tener tiempo de hacerlo, Tomás le lanzó la columna de tierra y aire, mientras gritaba como un poseso. - ¡La mataste, maldito! ¡Está muerta por tu culpa! Arturo se arrojó al suelo para esquivar el golpe, pero no pudo evitar que lo impactara. Sintió un dolor agudo sobre los músculos del hombro izquierdo. La sensación se irradió como una descarga hacia el brazo y el cuello, dejándolo sin aliento. De no haber sido por su enorme fuerza de voluntad, hubiera perdido la conciencia. Aún desde el suelo empleó energía y aire para contrarrestar el ataque de Tomás, y empujarlo hasta que cayó al suelo. Luego lo arrastró con esa misma fuerza hacia la jaula que había sido su celda y la cerró, sellando la puerta con energía y fuego. Tomás, aunque inexperto, era fuerte, y respondió con un ataque empleando aire y fuego contra Arturo, que apenas comenzaba a levantarse. El Guardián lo detuvo a tiempo, apagando la bola de fuego con energía y agua, y elaboró un escudo alrededor del Aprendiz, que no lo bloquearía, pero le impediría alcanzar más de unos pocos centímetros de distancia con el poder. Cuando pudo dominar a Tomás sin lastimarlo, se puso el medallón que encontró sobre la mesa, cogió su bastón y salió a toda prisa del calabozo. Mientras recorría cojeando el laberinto de oscuros pasillos, guiado por el enlace que le permitía saber dónde estaba Sebastián, trató de apartar de su mente los temores que lo acuciaban. Era probable que Sergio lo creyera muerto, pero también sabía que su plan había fallado y estaba perdido. Lo más probable era que intentara huir antes de que lo alcanzaran los Druidas, y Arturo estaba seguro de que se llevaría rehenes. Algo que no podía permitir. La oscuridad del pasillo le impedía ver por donde avanzaba. Estuvo tentado a encender una bola de luz y hacerla flotar frente a él, pero comprendió que necesitaría de todas sus fuerzas cuando se enfrentara a Sergio, así que no podía desperdiciarlas. Estaba seguro que Tomás le había fracturado la clavícula izquierda, porque no podía mover el brazo, pero debía continuar adelante, guiado por el enlace de Sebastián. Al fin llegó hasta una pared, y comprendió que era el final del camino. En algún lugar debía haber un mecanismo que permitiera el acceso al colegio. Podía sentir a
su hijo unos metros más arriba, muy cerca. Una sacudida le llegó a través del enlace. Sebastián tenía miedo, y eso solo podía significar que Sergio ya estaba allí. Arturo retrocedió un par de pasos y lanzó una descarga de energía, aire y tierra contra el muro, que abrió un agujero lo suficientemente grande para permitir el paso de un hombre. El esfuerzo lo hizo trastabillar, pero la certeza de que había inocentes en peligro le proporcionó la suficiente adrenalina para sobreponerse. Cruzó el agujero y comprendió que estaba en una alacena de fiambres. Subió las escaleras hasta la cocina y apuró el paso hacia el comedor. Abrió la puerta de repente, y pudo ver a todos los habitantes del colegio, adultos y niños, sentados en el suelo y con las manos amarradas a la espalda. Manuel los vigilaba con un arma en la mano, y Sergio, que le estaba dando instrucciones con visible nerviosismo, volteó al escuchar la puerta. El Renegado palideció. Lo último que esperaba era encontrar al Primer Guardián frente a él, vivo y de pie. Los ojos de todos los rehenes se abrieron de par en par cuando Arturo entró, y entonces comprendió que había regresado de entre los muertos y que su aspecto debía demostrarlo. Sergio se sobrepuso muy rápido de su sorpresa, y levantó a Débora, que estaba a su lado, poniéndola frente a él y acercándole la infame daga ceremonial al cuello.
Capítulo treinta y dos: Desenlace.
Fernando no daba crédito a sus ojos. Primero la llegada de Sergio con el rostro demudado, reflejando por primera vez inseguridad y miedo. Dio órdenes a Manuel de que preparara todo para marcharse y les advirtió que se llevarían a los niños como rehenes. No había señales de Ana, ni de Tomás, y Fernando se preguntó qué habría sido de ellos. Sergio estaba fuera de sí. De nada parecían servir los argumentos del mozo, que trató de convencerlo de que era una locura condenada al fracaso salir de allí con los caminos bloqueados por la nieve. De nada los ruegos de ellos de que no se llevara a los niños, ni los ofrecimientos de acompañarlo en su lugar. El miedo lo hacía irracional, algo grave había ocurrido que trastornó sus planes. Pero la sorpresa fue mayor cuando la puerta del comedor se abrió y apareció Arturo. Su aspecto era terrible: había perdido peso, estaba descalzo, con la camisa desgarrada y los faldones por fuera del pantalón, que también se veía lleno de polvo. Tenía una profunda herida en la cabeza, sobre la sien izquierda, que se perdía en el cabello, el hombro izquierdo se veía deformado y con el brazo colgando inmóvil. Debajo de los jirones de la camisa se apreciaba un enorme hematoma. Los ojos hundidos, febriles, rodeados de círculos oscuros, la tez lívida. En su rostro se reflejaban un dolor y un cansancio infinitos, pero también una firme determinación que le confería un aura de peligro. Era un hombre que había llegado al límite, y nada lo detendría en su propósito, aunque le costara la vida. El medallón que colgaba de su cuello le recordó a Fernando quién era y le hizo comprender que aún tenían esperanzas. Como si hubiera llegado a la misma conclusión, Sergio levantó bruscamente a Débora, que era la más cercana a él, le puso la daga en el cuello y la usó como escudo y rehén. Sin dejar de amenazarla se enfrentó a Arturo. Su voz temblaba. Era una fiera acorralada. — Si intentas detenerme la mato, Guardián – amenazó, luego volteó hacia Manuel – ¡Coge a la niña! – ordenó, refiriéndose a Diana - ¡Nos vamos de aquí!. — No dejaré que te lleves rehenes, Sergio – dijo Arturo con firmeza. — ¿Y cómo lo vas a impedir? ¡Mírate! Apenas te sostienes en pie. Te ofrezco un trato, Guardián. — No hago tratos con asesinos ¿Por qué no dejas libre a Débora y comprobamos de qué eres capaz, Sergio? Vamos a enfrentarnos tú y yo. Sin rehenes. — ¿De verdad crees que voy a correr ese riesgo? Sería un estúpido si lo hiciera. – dijo, mientras acercaba más la daga al cuello de Débora. Manuel ya sostenía a Diana y le apuntaba con el arma. – Vas a apartarte, Guardián, y permitirás que me marche con Débora y la niña. Si intentas algo, mataré a la mujer. Arturo miró a Sergio, una fiera acorralada, cruel y peligrosa. Débora era una mujer valiente, mantenía la compostura, pese a las lágrimas que corrían por sus mejillas. Lo miraba con expresión suplicante, como si estuviera segura que él podía salvarlas. Y ni siquiera se sentía capaz de salvarse a sí mismo. La niña lloraba con desesperación. Estaba aterrorizada. Ella también era su responsabilidad. Y sin embargo, Arturo se sentía incapaz de protegerlas. Sergio tenía razón, estaba al límite de sus fuerzas, si intentaba cualquier cosa con el poder, el Renegado sería más rápido y las mataría. Tenía otra preocupación: a través del enlace podía sentir a Sebastián casi desbordado por sus emociones. Su madre y su mejor amiga estaban siendo amenazadas. Su padre, al que creía muerto se encontraba frente a él, pero en un estado que no le podía hacer albergar muchas esperanzas. Y el culpable de todo se
encontraba allí, a dos pasos, desafiante, amenazando con destruir lo poco que quedaba de su mundo infantil. Arturo casi podía palpar el resentimiento, la ira y el miedo. Sebastián había estado luchando por controlarse, pero ya no podía más. Y él no disponía de fuerzas para guiarlo a través del enlace. Lo que temía ocurrió: cuando Sergio y Manuel comenzaron a avanzar hacia la puerta con sus rehenes el chico estalló, y después de eso todo ocurrió con mucha rapidez. Sebastián trató de desviar su furia, temiendo que si la dirigía contra Sergio podía herir a su madre, pero no pudo reprimirla. La lámpara que pendía del techo se desprendió, y para esquivarla, tanto el Renegado como su esclavo tuvieron que lanzarse al suelo. Eso los separó un poco de sus prisioneras. Arturo vio su oportunidad, una idea le había rondado la cabeza desde que escuchó las amenazas de Sergio. Había sólo una posibilidad de detenerlo, aunque pareciera imposible y lo más probable era que él mismo no pudiera sobrevivir después de hacerlo. Agotaría toda su energía, incluyendo su fuerza vital, pero no tenía más remedio. Antes de que el Renegado se recuperara de la sorpresa, Arturo concentró toda la energía que le quedaba en un solo objetivo, y la dirigió contra Sergio. El asesino recibió el impacto del poder del Guardián, y no comprendió lo que se proponía hasta que quiso contraatacar, y comprobó con sorpresa que había sido bloqueado. Trastabillando se puso de pie, mirando confundido a su enemigo. - No es posible, –balbuceó – un solo Iniciado no puede bloquear. Nadie tiene tanto poder. ¡Nadie! – gritó, desesperado, al comprobar una y otra vez que la fuente de su poder estaba fuera de su alcance. Arturo casi no lo podía escuchar. Todo el agotamiento, la extenuación, y la debilidad de los últimos días se le vinieron encima en un solo instante. Cayó al suelo, y la visión se le comenzó a oscurecer. Antes de perder la conciencia por completo, escuchó el grito enfurecido del Renegado, y lo vio abalanzarse sobre él con la daga en la mano, dispuesto a cobrarse su vida.
Capítulo treinta y tres: Consecuencias.
Un solo disparo fue suficiente. Sergio soltó la daga y cayó muerto antes de llegar a su víctima. Manuel sostenía la pistola y miró con odio al Renegado que lo había esclavizado. Cuando el Guardián bloqueó a Sergio, Manuel quedó liberado, y solo entonces comprendió lo que estaba haciendo y los crímenes de los que había sido cómplice involuntario. Los rehenes lo miraron confundidos. Ellos no podían saber la razón por la que había disparado al hombre a quien obedeció ciegamente hasta hacía pocos minutos. No podían comprender lo que significaba haber sido sometido a ese diabólico enlace para quebrar su espíritu y convertirlo en una sombra obediente, un perro fiel. Pero una pequeña parte de ese espíritu había sobrevivido y se rebeló a la primera oportunidad. Manuel miró con tristeza al Guardián. Fue testigo de todo lo que le hicieron, Sabía, por haberlo sufrido en carne propia, lo difícil que era resistir la dominación. Y respetaba su fortaleza por no haberse rendido. Lo contempló tendido en el suelo, inconsciente, y pensó que no sobreviviría. ¿Quién podría? Con movimientos lentos cogió la daga y se acercó a don Fernando que retrocedió instintivamente. Manuel no dijo nada, simplemente cortó sus ataduras, y luego hizo lo mismo con los demás, primero los adultos, para que pudieran tomar control de la situación, por último los niños, luego dejó el arma en el suelo, y alzó las manos en gesto de rendición. En cuanto estuvieron libres, Débora, Adriana, Fernando y Sebastián corrieron junto a Arturo. Pedro se acercó a Sergio y comprobó que estaba muerto, luego cogió la pistola y la daga, y se dispuso a vigilar a Manuel. — ¿Por qué nos has soltado?¿Y dónde están los otros, Ana y Tomás? — Les he soltado porque don Arturo acabó con el poder que Sergio tenía sobre mí – explicó Manuel – No sé dónde están los otros, tal vez en el calabozo, supongo que el Guardián se encargó de ellos. — ¿Calabozo? ¿Guardián? ¿Qué demonios es esto, algún estúpido juego de rol? Nadie le respondió. No había una explicación fácil. Adriana buscó el pulso de Arturo temiendo lo peor. Latía, pero era muy débil. Débora sujetaba a Sebastián que quería estar junto a su padre, pero en aquel momento sólo hubiera estorbado. La enfermera levantó la mirada con los ojos inundados en lágrimas. — Está muy mal – anunció – Se está muriendo. Tenemos que llevarlo a un hospital. — Eso es imposible – intervino Pedro – Los caminos están cerrados por la nieve. Nunca llegaríamos. — Tal vez podamos intentar comunicarnos – sugirió Fernando – Si conseguimos avisar a las autoridades que tenemos una emergencia, es posible que puedan enviar un helicóptero. — Hay que llevarlo a su habitación – dijo Adriana, mirando a Pedro – Haré lo que pueda por él. — Carmen se ocupará de los chiquillos – planteó Teresa que contemplaba la escena con preocupación – Haced lo que debáis. Pedro le entregó el arma a Fernando y alzó en brazos a Arturo como si se tratara de un niño. Débora corrió al teléfono: haría lo posible por comunicarse con los servicios de emergencia. Fernando, mientras tanto, se dispuso a interrogar a Manuel acerca de lo que había ocurrido, mientras Carmen se llevaba a los niños a la cocina para darles algo de comer y tranquilizarlos. Teresa acompañó al herido, y Adriana corrió a la enfermería para buscar lo que iba a necesitar. Sebastián se negó a marcharse con Carmen y se fue detrás de Pedro. No había tiempo para discutir con él, así que lo dejaron en paz, aunque Teresa no le permitió seguirlos a la habitación.
El chico se sentó en el suelo, junto a la puerta, mientras trataba de sentir a su padre a través del enlace, pero no podía llegar a él. Teresa le pidió a Pedro que la ayudara. Mientras hacían lo posible por ponerlo cómodo, Adriana llegó con un maletín de primeros auxilios. Arturo estaba en shock, así que lo primero que hizo fue colocarle un gotero en la vena para hidratarlo. Eso fortaleció un poco el pulso, y sólo entonces se dispuso a lavar la sangre y curar lo mejor que pudo las heridas de la cabeza, y reducir la fractura de la clavícula, sujetando el brazo con un cabestrillo. Pedro buscó ropa limpia, y entre los tres lo cambiaron con mucho cuidado. Cuando terminaron, el aspecto de Arturo había mejorado un poco, pero no lo suficiente. Adriana sabía que si no recibía atención médica urgente no sobreviviría. Pedro no pronunció palabra, pero la animadversión que había sentido por el enigmático profesor de ciencias se había convertido en compasión y respeto. Tocaron la puerta y entró Débora. Sebastián quiso seguirla, y en un primer momento ella trató de impedírselo, pero después de ver la preocupación en los ojos del niño, se lo permitió. — Será sólo un momento – le rogó a Adriana que le expresó su desacuerdo con la mirada. La enfermera asintió, aunque no era capaz de comprender la razón por la que repentinamente, Sebastián parecía tan unido a Arturo, y mucho menos la conformidad de Débora con esa cercanía. Mientras Sebastián se paraba junto a la cama y contemplaba a Arturo con los ojos llenos de lágrimas, ella se llevó a Débora aparte y le habló en voz baja. — ¿Te comunicaste con Urgencias? — No fue posible – dijo Débora, mientras Pedro se unía a ellas – Todas las líneas telefónicas están cortadas por la tormenta. ¿Cómo está? — Muy mal – respondió Adriana, suspirando – Hice lo que pude, pero me preocupa la rigidez de su abdomen. Lo golpearon brutalmente, y creo que tiene algún órgano roto, tal vez el bazo. Es posible que sufra una hemorragia interna. Eso sin contar con que está deshidratado y con signos de desnutrición. Si no lo llevamos pronto a un hospital, morirá sin remedio. — ¿No puedes hacer nada? — Nada. — Seguiré intentándolo, – dijo Débora – pero me temo que no podré comunicarme hasta que restablezcan el servicio, y sabéis que eso puede tardar varios días. — Él no tiene varios días – sentenció Adriana – Es posible que ni siquiera le resten horas. Fernando llegó en ese momento. Estaba pálido y la expresión de su mirada reflejaba horror. Los tres se asustaron cuando lo vieron. — ¿Qué ocurre, papá? — Estuve hablando con Manuel. Lo que ha ocurrido bajo nuestras narices... ¡Nunca podré perdonármelo! —No debes culparte, papá. No había forma de que pudieras imaginar lo que pasó. — ¿Qué sabemos de Ana y Tomás? – preguntó Pedro – Me preocupa que estén sueltos. — No lo están – informó Fernando – Manuel me llevó al lugar donde tenían prisionero a Arturo. Es... una especie de tétrico calabozo. Allí los encontramos, Ana está muerta. — ¿Arturo la mató? – preguntó Débora sorprendida. — No lo sé, - reconoció Fernando, endureciendo el tono – pero si lo hizo, lo tenía merecido. — ¿Y Tomás?
— Está encerrado en una jaula en ese mismo calabozo. Por lo visto, Sergio también ejercía alguna especie de control sobre él. Ahora parece ausente, con la mirada perdida. — ¿No lo has sacado de la jaula? – preguntó Pedro. — No pude – se justificó Fernando – La cerradura está sellada como si la hubieran fundido. Será necesario un soplete para liberarlo. — ¡Ostras! – exclamó Pedro, que cada vez entendía menos. Fernando miró en dirección a la cama donde yacía Arturo. Sebastián permanecía de pie a su lado, sosteniendo su mano como si quisiera sujetarlo a la vida con ese gesto. Se sintió conmovido. — ¿Cómo está? — Se está muriendo – dijo Adriana con cruda franqueza - Si no encontramos la forma de llevarlo a un hospital, no sobrevivirá. — Me temo que eso no sea posible – sentenció Fernando – Los caminos están bloqueados por la nieve, y todas las comunicaciones se han cortado. Estamos completamente aislados. – miró a Débora - ¿Cómo lo ha tomado Sebastián? — Temo averiguarlo. Recuperar a su padre, para volverlo a perder así a las pocas horas... Es demasiado, y es mi culpa. — ¿Su padre? – preguntó Adriana, sorprendida. — Sebastián es adoptado – explicó Débora – Creímos que no tenía familia pero nos equivocamos. Su padre estaba vivo, sólo que no sabía que tenía un hijo. — ¿Y es Arturo? – preguntó Adriana. — Sí. Adriana volvió a mirar en dirección a su paciente. Eso explicaba muchas cosas. Se sintió impotente ante la situación. ¿Qué podía hacer para salvarle la vida a Arturo? Nada. Era lo suficientemente competente para comprender que aun llevándolo a un hospital, sus probabilidades de sobrevivir eran casi nulas. Se acercó a la cama y vio a Sebastián con los ojos inundados en lágrimas. Le acarició el cabello. — Debes irte ahora, Sebastián. No puedes hacer nada aquí, y yo debo ocuparme de tu padre. El niño levantó la mirada, sorprendido, y entonces comprendió que ya no era necesario mantener en secreto su parentesco con Arturo. — ¿Se pondrá bien? – preguntó con un hilo de voz. — No lo sé, hijo – mintió Adriana – Haremos todo lo posible por él. Sebastián asintió, comprendía más de lo que hubiera querido. Volvió a mirar a su padre, golpeado, herido, pálido y con los ojos hundidos, y sin embargo le pareció que había una profunda paz en su rostro. Se levantó despacio y salió acompañado de su abuelo. Solo Adriana y Teresa permanecieron en la habitación esperando lo inevitable.
Capítulo treinta y cuatro: La muerte del Guardián.
Arturo recuperó la conciencia poco a poco. Al principio se sentía tan aturdido que no era capaz de recordar su propio nombre. No sabía dónde estaba, o qué le había ocurrido. De lo único que era consciente era de un profundo cansancio y una debilidad paralizante. También del dolor que le atenazaba el abdomen y le dificultaba respirar. Por alguna razón, pese a todo eso, tuvo una enorme sensación de alivio, como si se hubiera deshecho de sufrimientos mucho peores. Comenzó a recordar, emitió un leve gemido cuando intentó moverse, y alguien le acarició la mano. Entreabrió los ojos y vio una figura borrosa a través de la neblina que los cubría. Su entorno fue recuperando nitidez, y sólo entonces comprendió que era Débora quien estaba a su lado. Cuando ella se dio cuenta que estaba despierto pareció muy sorprendida. Arturo tragó saliva en un esfuerzo por recuperar la voz. Necesitaba saber qué había ocurrido. — ¿Qué... pasó...? – preguntó en un murmullo. — ¡Sshh! – lo apremió ella – Todo está bien, Arturo, no debes hablar, estás muy débil. — ¿Sebastián...? – preguntó, preocupado por la suerte de su hijo. — Sebastián está bien. Estuvo aquí hasta hace pocos minutos. Todo está bajo control. Sólo debes descansar. — Sergio... ¿Qué pasó? — Te atacó con un cuchillo cuando te desmayaste – explicó Débora, comprendiendo que él no se quedaría tranquilo hasta saber qué había ocurrido – Manuel le disparó antes de que te alcanzara y nos liberó. Él y Tomás están encerrados en el ático. Todos estamos bien, y en cuanto los caminos se despejen, te llevaremos a un hospital. Te pondrás bien. Arturo cerró los ojos. Tenía los suficientes conocimientos para saber que no era cierto lo que Débora le decía. El dolor y la rigidez del abdomen sólo podían significar que tenía algún órgano roto, y puesto que era más intenso en el lado izquierdo, debía ser el bazo. Si no se sometía a cirugía de emergencia, moriría. Y si los caminos estaban cerrados por la nieve no podía esperar otra cosa. Pese a lo desesperado de la situación no sintió miedo. Había sido sometido a un trato brutal, y perdió la esperanza de sobrevivir en el momento en que fue capturado. Sin embargo, le fue concedida la posibilidad de saber que aquellos a los que debía proteger estaban a salvo, y lo que también era muy importante, podría despedirse de su hijo. Abrió de nuevo los ojos y miró en dirección al gotero que alimentaba sus venas. Débora siguió su mirada. — Estabas en shock. Es el cuarto gotero que te pone Adriana. — ¿Cuánto tiempo...? – preguntó, casi sin voz. -—Todo ocurrió ayer. ¿Necesitas algo? — Agua... por favor. Débora sirvió un vaso de agua y con mucha delicadeza se lo llevó a los labios. Él bebió despacio y con cuidado, sabiendo que no soportaría los espasmos que le produciría un acceso de tos. No quería perder la conciencia. No hasta que hubiera dicho lo que tenía que decir. — Debo hablar con tu padre también... Daros instrucciones... — Arturo, - protestó ella – ya habrá tiempo. Ahora lo más importante es que descanses, que recuperes fuerzas. Él abrió aún más los ojos y la miró fijamente. — Tiempo es lo que no tengo... – dijo con toda la firmeza que le permitía su debilidad.
Débora asintió. No tenía caso pretender engañarlo. Era obvio que él era consciente de su situación. Salió de la habitación y fue a buscar a su padre. Al cabo de pocos minutos regresaba con Fernando. Mientras esperaba, Arturo comprobó a través del enlace que Sebastián estaba bien. El chico lo sintió, dejó lo que estaba haciendo y corrió en dirección a la habitación. Llegó al mismo tiempo que su madre y su abuelo. — Espera, Sebastián – le advirtió Débora – Arturo quiere hablar con tu abuelo y conmigo de algo importante. No debemos atosigarlo. — Pero quiero verlo – protestó el chico. — Lo harás. Te lo prometo – le dijo Fernando y se sintió un canalla. No sabía si Arturo soportaría lo suficiente para ver a su hijo, y si ellos le estaban quitando al chico la oportunidad de despedirse. Pero si Arturo pidió hablar con ellos antes que con su hijo debía ser por algo muy importante. Sebastián se sentó en el pasillo junto a la puerta, dispuesto a no moverse de allí hasta que le permitieran ver a su padre. Débora y Fernando entraron. Arturo aún se mantenía despierto. — ¿Cómo estás? – le preguntó Fernando. — Eso ya lo sabes. — Querías vernos. — No quiero que tengáis problemas... Hay... dos muertos... — Ana y Sergio – confirmó Fernando. — Los Druidas... deben ocuparse... — Debemos llamar a la policía en cuanto sea posible – argumentó Fernando. — No, al menos... no a cualquier policía... – respondió Arturo – Debes llamar a la central... y preguntar por el inspector Saúl Levi. — ¿Es uno de los tuyos? – preguntó Fernando - ¿Quiero decir, es como tú? — Es un Guardián... sabrá qué hacer... Tomás y Manuel también son víctimas, ellos... no pudieron evitar lo que hicieron... — ¿Debemos soltarlos? – preguntó Fernando, sorprendido. — No. Aún pueden ser peligrosos... Saúl os dirá qué hacer... Podéis confiar en él... — Lo haremos como dices Arturo, – respondió Fernando – pero ahora debes descansar. — Para eso tendré tiempo... de sobra... – argumentó Arturo con una triste sonrisa. – Sebastián, quiero ver a mi hijo... — Está esperando afuera – dijo Débora, tratando de contener las lágrimas, y comprendiendo que Arturo se estaba despidiendo. – Voy a buscarlo. Enseguida regresó con Sebastián, que inmediatamente comprendió la situación. Podía sentir lo débil que estaba su padre a través del enlace, y el esfuerzo que representaba para él mantenerse despierto. Se acercó a la cama y le cogió la mano derecha. La izquierda, medio oculta por el cabestrillo, tenía los dedos hinchados. Arturo vio al niño y sonrió. — Hola – le dijo en un murmullo. — Papá – respondió Sebastián, casi ahogado por las lágrimas. — Estoy orgulloso de ti, hijo... Lo sabes. ¿Verdad? El chico asintió, las palabras se le atoraban en la garganta, y las lágrimas le corrían por las mejillas. No hubiera querido perder la compostura frente a su padre, se suponía que debería hacerle sentir mejor, y allí estaba, llorando como una nenaza. — Lo siento – atinó a decir. — No. Soy yo, el que lamenta no poder estar contigo... y verte crecer... – dijo Arturo, y por primera vez las lágrimas asomaron a sus ojos. Débora tuvo que girarse para que no la vieran llorar – pero me voy tranquilo... - continuó – porque sé que estarás en buenas manos... – miró en dirección a Débora y Fernando, ella continuaba con el rostro escondido, él sonrió agradecido.
— No te puedes morir – protestó Sebastián – Te necesito. Tú me tienes que enseñar a usar el poder ¿Recuerdas? — Los Sabios te darán un Maestro... un buen Maestro... – le prometió – Saúl sabe que si algo me ocurre debe ser el propio Primer Sabio el que te enseñe... Me dio su palabra... Estarás bien... — No, - protestó Sebastián, moviendo la cabeza con terquedad – no puedo estar bien si tú no estás aquí, conmigo. Eres mi padre, te necesito. — Lo siento, hijo... – dijo Arturo, exhausto – Lamento haberte fallado. Arturo cerró los ojos y dejó caer la cabeza a un lado. La mano que Sebastián sostenía entre las suyas quedó fláccida y fría. El chico tardó unos segundos en comprender lo que había ocurrido. Débora rompió a llorar, ya sin disimulo, e incluso Fernando, que siempre mantenía la compostura, se dio cuenta que tenía húmedas las mejillas. Sebastián abrió mucho los ojos cuando la desaparición del enlace, y la visión del cuerpo pálido e inerte sobre la cama, golpearon su conciencia para hacerle comprender que Arturo estaba muerto. — ¡Papá! ¡Papá! ¡No te mueras, papá! – gritó desesperado. Fernando lo sostuvo por los hombros, con la intención de separarlo del cadáver de Arturo, pero el chico se removió con violencia y se soltó. Antes que pudieran detenerlo estaba abrazado al cuerpo de su padre, y todo el control emocional del que había hecho gala se desbordó. Débora se acercó a él sin dejar de llorar, pero se detuvo en el acto y miró a Fernando, sorprendida. Sebastián se aferraba a Arturo y las joyas que ambos llevaban al cuello comenzaron a brillar, y a emitir un zumbido sordo. La luz que salía de ellas envolvió a ambos como si fuera una burbuja que los aislara. Sebastián levantó la mirada. No comprendía lo que estaba haciendo, pero intuía que no debía detenerse. Colocó su mano sobre el pecho de su padre y dejó que todas sus emociones fluyeran a través de ella, como si de un nuevo enlace se tratara. Sentía miedo, frustración, enfado, tristeza, pero por encima de todo, sentía amor. Las lágrimas le corrían por las mejillas y caían sobre el cuerpo inerte de Arturo, y cuando lo tocaban, brillaban como si fueran gotas de plata. Luego desaparecían, absorbidas por una piel que ya no tenía vida, ni calor. Débora y Fernando contemplaban la escena, tan desconcertados que no se atrevieron a intervenir. Al cabo de un par de minutos, el cuerpo de Arturo dio una sacudida, como si hubiera recibido una descarga, y para sorpresa de todos, Sebastián incluido, comenzó a respirar. Débora se cubrió la boca con la mano para ahogar un grito. Sebastián, tan sorprendido como ellos, mantenía la mano sobre el pecho de Arturo y no dejaba de llorar, pero sus sentimientos habían cambiado. Ahora también había esperanza. La luz que los envolvía se fue apagando poco a poco, y el enorme hematoma que cubría el lado izquierdo del abdomen de Arturo desapareció. Su respiración era regular, y pausada, y los músculos ya no tenían la rigidez del dolor. Sebastián retiró la mano, más por instinto que por otra razón. Fernando y Débora se miraron entre sí, sin tener idea de lo que había ocurrido, o qué podían esperar. Entonces Arturo abrió los ojos, miró a Sebastián y sonrió. — ¡Quién lo hubiera imaginado! – le dijo, con voz débil, pero más firme que antes - ¡Eres un Sanador!
Epílogo.
— El último Sanador del que se tiene noticia vivió hace quinientos años – explicó Arturo, sentado en el sillón de respaldo alto de su habitación. A una semana de su milagrosa curación, el Primer Guardián estaba aún pálido, ojeroso, con el brazo izquierdo en cabestrillo, y muy lejos de la completa recuperación de sus fuerzas, pero estaba vivo, y el peligro de muerte inminente había sido superado. Sebastián resultó ser uno de los escasos Iniciados nacido con un don especial para utilizar el poder en la sanación. Y fue eso lo que, intuitivamente, logró con su padre. La integridad del bazo de Arturo había sido restablecida, y la hemorragia interna se detuvo. Desde luego, aún persistían la debilidad por la pérdida de sangre, y las demás heridas y fracturas que había sufrido. Tampoco hubiera sido prudente intentar la curación de nuevo sin antes enseñar a Sebastián a controlar su propio poder, pero le había salvado la vida. De eso no había duda. — ¿Por eso no mencionaste esa... especialidad cuando nos hablaste de vuestra jerarquía? – preguntó Débora. —La posibilidad era tan remota, que no la contemplé. — ¿Entonces Sebastián es muy importante para vosotros? – preguntó Débora, con un leve temor en su voz. — Nadie va a alejarlo de ti – le reconfortó Arturo – Sí, es muy importante. Tiene asegurado un lugar privilegiado dentro de la organización, pero no separamos a los hijos de sus padres. — Pero tú eres su padre. Su verdadero padre. Podrías llevártelo si quisieras. — No. Eso sería alejarlo de aquellos a quienes ama. No voy a hacerle eso a mi hijo. —Te estamos muy agradecidos, Arturo, – intervino Fernando – pero debemos resolver esto de la mejor forma posible para Sebastián. Él tampoco desea alejarse de ti. Tu misión aquí ha terminado. ¿Qué piensas hacer? Arturo recostó la cabeza en el respaldo y se quedó pensativo, mientras sostenía la pipa apagada entre los dientes. Repasó los acontecimientos de la última semana, y su conversación con Günter y Saúl. La normalidad parecía haber regresado al colegio. Cuando los caminos se abrieron, el resto de los estudiantes se reincorporó, al igual que los demás profesores, pero encontraron un internado diferente en el que habían ocurrido graves acontecimientos. Siguiendo el consejo de Arturo, Fernando llamó a la central de policía y el inspector Levi fue asignado al caso. Günter lo acompañaba. La muerte de Ana se atribuiría a causas naturales, puesto que había sucumbido por un paro cardiorrespiratorio. Era seguro que la autopsia no arrojaría nada desde el punto de vista toxicológico, de modo que sería un deceso extraño, pero no sospechoso. Con respecto a Sergio la situación era muy diferente. El Renegado había muerto de un disparo, frente a testigos. De modo que Saúl redactó un informe con la verdad, obviando los aspectos extraordinarios de los acontecimientos. Por suerte, aquellos que eran ajenos a la existencia de los Iniciados y del poder, ni siquiera se dieron cuenta de que algo fuera de lo común había ocurrido. Saúl escribió que Sergio había llevado a cabo un acto terrorista, con toma de rehenes incluida, con la finalidad de apoderarse de la propiedad de los Castillo. Manuel había sido extorsionado con amenazas para colaborar con él, y cuando comprendió que iba a asesinar a uno de los rehenes, le disparó. Eso podía considerarse defensa propia, y aunque el mozo tendría que ir a juicio por su
participación en el secuestro, era seguro que al haber liberado a las víctimas contaría con un importante atenuante. Si le encontraban un buen abogado, era probable que obtuviera la libertad bajo palabra. Con respecto a Tomás, la situación era un poco más complicada. Su dependencia con el enlace de dominación, una vez roto éste, lo había desconectado de la realidad. Fernando hizo acudir a sus padres, y entre él y Günter les explicaron lo que le había ocurrido a su hijo. A los Miró no les resultó fácil comprender y aceptar la verdad, pero finalmente, y gracias a no pocas demostraciones de la existencia del poder por parte de Günter, les creyeron. El Primer Sabio se comprometió a buscar ayuda para el chico, que había sido una víctima más de los Renegados. Era una situación sin precedentes, puesto que el enlace de dominación no se usaba desde la Edad Media, y no se tenían datos registrados acerca de esos casos. Así que los padres de Tomás aceptaron que su hijo fuera puesto bajo la custodia de Günter hasta encontrar la forma de ayudarlo. Pese a que Tomás ya se encontraba sometido al poder de Sergio cuando Arturo llegó al colegio, no podía evitar sentir cierta culpa por lo que le había ocurrido al chico, y se estremecía ante la idea de que, de no haber sido por el “Nudo celta”, Sebastián hubiera corrido la misma suerte. Una vez resuelta la situación logística, Günter y Saúl se reunieron con Arturo, que aún permanecía en cama, convaleciente. El Sabio quería que regresara también con él, y se reincorporara a su tarea de Primer Guardián una vez restablecida su salud, pero Arturo tenía otros planes. Ahora, que ya sus compañeros se habían marchado, y con los Castillo frente a él, había llegado el momento de plantear su propuesta. Inconscientemente buscó el yesquero con la intención de encender la pipa. — ¡Ni se te ocurra! – le riñó Débora, frunciendo el ceño – Aún no estás en condiciones de fumar. — ¡Vale, vale! – se rindió él, mientras captaba la sonrisa sarcástica de Fernando – Es sólo la costumbre. No voy a fumar. Hizo el intento de inclinarse hacia delante para dejar la pipa sobre la mesa, pero una punzada en el hombro lo disuadió de moverse. Elaboró un pequeño colchón de aire y una leve corriente que llevó la pipa suavemente hasta depositarla sobre la mesa. — No deberías hacer eso – volvió a protestar Débora – Ya sabes lo que dijo Günter: usar el poder agota tus fuerzas y aún no estás recuperado – Ahora la sonrisa de Fernando se hizo más amplia. — Es un ejercicio muy simple – protestó él – No afectará mi recuperación. — ¡Hombres! – refunfuñó Débora – Cuando estáis enfermos parecéis niños. — Ibas a decirnos lo que piensas hacer – intervino Fernando, divertido por la diatriba. Débora se había tomado muy en serio la recuperación de Arturo, y su padre sospechaba que la preocupación por Sebastián no era su única motivación. — Sí, claro – respondió Arturo, aún un poco confundido por la preocupación de Débora acerca de su bienestar. – Günter quería que regresara y me reincorporara a mi puesto de Primer Guardián, pero rechacé la propuesta. — ¿Tenéis esa opción? – preguntó Débora - ¿Podéis decidir acerca de vuestro destino? — Hasta cierto punto. Si se presentara una situación donde hubiera vidas en riesgo, como ocurrió aquí, me vería obligado a retomar mi puesto. Después de todo, hice un juramento. Pero en circunstancias normales, y sin ninguna amenaza previsible, me encuentro en libertad de decidir qué quiero hacer. — ¿Y has tomado esa decisión? — Sí, pero no depende solo de mí. — ¿De quién más depende? — De vosotros – afirmó Arturo – Me gustaría quedarme, y continuar en el colegio como profesor de ciencias. Así podría estar cerca de Sebastián, y él no tendría que alejarse de aquí.
— Me parece una buena solución – dijo Fernando con una sonrisa.- Desde luego que estamos de acuerdo. ¿No es así, Débora? – preguntó, mirando de reojo a su hija, cuyo rostro se había relajado. — Sí, claro, con una condición – dijo Débora, poniéndose seria, de repente. — ¿Una condición? ¿Cuál? — Que dejes esa horrible pipa – señaló ella con firmeza. — ¿Qué tiene de malo mi pipa? – protestó Arturo. — Apesta, y es un mal ejemplo para Sebastián. No quiero que aprenda a fumar, y mucho menos que sea su propio padre el que le enseñe. Arturo enarcó las cejas. No sabía si sentirse amenazado en su intimidad, reconfortado por la preocupación que despertaba, o sorprendido porque en el fondo le divertía. Fernando se puso de pie, y se acercó a la puerta, mientras Débora continuaba exponiendo motivos a un desconcertado Arturo para que abandonara “ese feo hábito”. Antes de salir, Fernando sonrió con complicidad. — ¡Bienvenido al Cervantes! - le dijo - ¡Y buena suerte! FIN
Notas Crann Bethadh: Símbolo celta que representa el mundo espiritual. Nudo Celta: Símbolo celta que representa el amor eterno.