¿Dónde queda el Primer Mundo?

25 may. 2014 - clásicas como Este-Oeste, Primero y Tercer Mundo y ... carse sin aquel consenso social que ... fronteras adentro y afuera, como el más rico ...
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enfoques

Los que ganan Otras formas de medir el desarrollo

Más allá del PBI y el crecimiento económico, otros indicadores empiezan a concentrar el interés de los expertos y los organismos internacionales. Mediciones de “felicidad” o “satisfacción con la vida” se combinan con la inclusión escolar, el acceso a servicios públicos, la salud, la tolerancia a la diversidad y la estabilidad política como señales de la buena marcha de un país. Aquí, indicadores del Banco Mundial y de la OCDE para los países que mejor se ubican en los ránkings contemporáneos de “primermundismo”.

| Domingo 25 De mayo De 2014

AustrAliA

CAnAdA

FinlAndiA

noruegA

nuevA ZelAndA

95%

99%

99%

99%

100%

100%

99%

100%

100%

100%

Indice de satisfacción (máximo 10)

8,7

9,4

8,9

9,7

8,4

Expectativa de vida

82

81

81

81

81

89%

81%

84%

80%

86%

Asistencia escuela primaria Acceso al agua potable en la población rural

Desarrollo urbano

sociEdad

¿Dónde queda el Primer Mundo?

El nuevo ránking de países admirados Viene de tapa

El fundamentalismo capitalista también tuvo su caída del Muro con la crisis financiera y económica iniciada en 2008 y cuando se piensa en desarrollo, las aspiraciones y los índices ahora señalan hacia Canadá, Nueva Zelanda o algunos países del norte de Europa, como Finlandia o Noruega, que publicaciones como The Economist ya llaman “el próximo supermodelo”. Es más, por estos días, Estados Unidos ya no parece ser modelo ni siquiera para los propios norteamericanos, quienes atraviesan una etapa de reflexión sombría acerca de sus deudas internas y de lo que muchos califican ya como “escandalosa inequidad”. “El fin de la Guerra Fría y el aceleramiento de los procesos globales de los 90 borraron un montón de fronteras convencionales y divisiones clásicas como Este-Oeste, Primero y Tercer Mundo y muchas categorías dejaron de tener sentido. Hoy, hay otro modo de aproximarse a lo que se considera un mejor modo de vida en algunos pocos países que siguen reuniendo condiciones del viejo Estado de bienestar”, explica Juan Gabriel Tokatlian, director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella. “Países que eran grandes referentes, como Holanda, Francia, Italia o Gran Bretaña, se han ido desdibujando; sus Estados de bienestar fueron desmantelados en los últimos años como producto de las graves crisis. Hay menos Estado y graves problemas en salud y educación. Sólo quedan pequeños nichos en el mundo nórdico, fundamentalmente Noruega y Finlandia.” Para el sociólogo Gabriel Puricelli, del Laboratorio de Políticas Públicas (LPP), ese paradigma del Estado de bienestar y respeto por las libertades individuales que viene crujiendo en tantos países y aparece ahora tan valorado “le debe mucho al consenso socialdemócrata de los años de la posguerra. Se perfeccionó con los movimientos sociales, lo que lo llevó a construir un paradigma más contemporáneo, pero no puede explicarse sin aquel consenso social que nació luego de la Segunda Guerra”. “No somos los número 1” Hace algunas semanas, el columnista de The New York Times Nicolas Kristof lagrimeaba ante la evidencia. “No somos los N° 1”, se llamaba su nota, en la que daba cuenta de que las cosas no son como en los tiempos en que su país era visto, fronteras adentro y afuera, como el más rico, poderoso y bendecido de la tierra. Kristof repasaba los datos que arrojó un exhaustivo relevamiento conocido como Social Progress Index, un estudio (curiosamente dirigido por un republicano) de 132 países, similar a los que hace Naciones Unidas en materia de necesidades básicas, bienestar y oportunidades, y que incluye instancias como acceso a la salud, la vivienda y la educación, como también seguridad personal y respeto por los derechos humanos y el medio ambiente (http:// www.socialprogressimperative.org/ data/spi). En ese estudio, Estados Unidos se ubica en el puesto 16, ya sorprendente de por sí, pero en algunos ítems como salud queda relegado al 70, al 31 en seguridad y al 39 en educación básica. Las cifras son contundentes: el puesto en el rubro comunicaciones es el 23: sí, señor, en el país de

Silicon Valley, uno de cada cinco estadounidenses no tiene acceso a Internet. Nueva Zelanda, Suiza, Islandia y Holanda ocupan los primeros puestos del Social Progress Index. Noruega ocupa el quinto y le siguen Suecia, Canadá, Finlandia y Dinamarca. La Argentina está en el puesto 58. Estas cifras coinciden con lo que puede leerse en los medios mainstream de países desarrollados en crisis, en los que abundan historias sobre la riqueza petrolera y la austeridad noruega, la salida de Islandia del abismo financiero, las notables escuelas finlandesas y la igualdad de género en Suecia. Junto con el ascenso de estos nuevos “milagros”, está el abrumado lamento de los ángeles caídos del mapa ideal. “En Estados Unidos hoy hay 46 millones de pobres: más de una Argentina de pobres adentro; los indicadores son malos, la brecha entre ricos y pobres se está ensanchando”, detalla Federico Merke, profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés, quien entiende también que el concepto de Primer Mundo está “desdibujado” y prefiere pensar esas categorías como “relacionales”, es decir, un país puede ser Primer Mundo en relación con otro y así también un país primermundista supuestamente puede albergar un Tercer Mundo, algo que se hizo explícito en 2005 durante la catástrofe del huracán Katrina, cuando los estados más pobres del sur de Estados Unidos quedaron a la deriva ante las escandalizadas cámaras de televisión, que transmitían imágenes más propias de Ruanda que de la primera potencia mundial. Por estos días, abundan las malas noticias para los estadounidenses, ya que una investigación determinó que la clase media norteamericana ya no es la más rica en el mundo, sino que se ve superada por la canadiense y también por la de algunos países europeos, pese a que los estadounidenses trabajan en promedio varias horas más por semana. Canadá, precisamente, es uno de los países con mejores registros de desarrollo humano y aparece con frecuencia en el imaginario de los que sueñan con vivir en un país previsible en su oferta de bienestar y pensado para todos. Todavía resuenan las palabras del ex

EE.UU. ya no es modelo ni siquiera para los propios norteamericanos embajador de Canadá Yves Gagnon, cuando en su discurso de despedida se mostró orgulloso por el hecho de que los medios se ocupan poco de su país. Como ejemplo, citó que durante los años de su estadía en la Argentina, en Canadá habían caído tres gobiernos y, sin embargo, nada de eso había sido noticia en los diarios. El sueño americano implosiona con datos obscenos. Mientras el presidente Obama no consigue apoyo para poder financiar la universali-

dad del prejardín de infantes, el 1% más alto de la pirámide gana más que todo el resto y ya lo empiezan a ver con malos ojos incluso los propios impulsores de la meritocracia. El Nobel Joseph Stiglitz colabora derribando mitos al señalar en sus discursos que no sólo la inequidad va en aumento, sino que incluso la igualdad de oportunidades –el mayor de los valores para esa sociedad– no es una realidad en Estados Unidos. Regreso al centro El economista y escritor chileno Sebastián Edwards tiene la experiencia para intentar una disección de los problemas que hoy enfrenta ese país, ya que vive allí hace muchos años. Cuando habla de desarrollo, Edwards prefiere la categoría de “modernidad” en lugar de Primer Mundo. “Estados Unidos es un país capitalista y moderno, lleno de contradicciones, con un enorme respe-

to por los individuos y las minorías y con un nivel creciente de desigualdad… una contradicción total”, dice. “Entre las cosas buenas: tiene un presidente negro, una latina de origen pobre en la Corte Suprema, un negro también de origen pobre en la Corte, las mejores universidades del mundo y enorme respeto por la libertad de prensa. Cosas malas: un montón de pobres, una distribución del ingreso que empeora, fanatismo religioso en muchos estados, invasión de países sin razón… De todos modos, lo importante es que los excesos en Estados Unidos tienden a corregirse y el país vuelve al centro moral y político. Sucedió con Roosevelt (con los dos), con Kennedy y Johnson, con Clinton. Mira a Thomas Piketty: su libro había pasado sin pena ni gloria en Francia… aquí se transformó en una superestrella y va a tener una influencia colosal. Nada de esto pasa en Francia, donde no hay ni negros ni magrebíes en la Corte Suprema y apenas si los hay en el Parlamento.” La inequidad es el signo de los tiempos o al menos es el tema sobre el cual gira la preocupación de políticos e intelectuales. En el caso de Europa, señala Tokatlian, la desigualdad en términos del ingreso es la mayor desde los años 70. “La India y China resolvieron muchísimo para millones de habitantes, pero siguen siendo dos sociedades profundamente inequitativas. América latina sigue siendo la región más desigual”, explica y trata de encontrar la llave del éxito de países como Noruega y Finlandia. “Demográficamente pequeños, el secreto parece residir en que la brecha entre ricos y pobres allí es mucho menor, hay gran cohesión social y aparecen como arcas de Noé en donde todos se sienten parte de un proyecto”, sintetiza. Interesante resulta la mirada de un sociólogo argentino radicado en Noruega. “Los países escandinavos tienen altos niveles de educación y desarrollo humano. Sin embargo, esos niveles no son muy distintos de los de las clases medias urbanas latinoamericanas”, asegura Fabián Mosenson, docente de la Universidad de Oslo. Y agrega: “Si el nivel de educación se mide en graduados por habitantes, van primeros. Pero lo que se conoce menos es el contenido de esa formación. Y, en ese sentido, en humanidades, el típico producto de la cafetería de Puan o de Marcelo T. de Alvear no tiene mucho que envidiar a un graduado de la Universidad de Oslo o la de Estocolmo. Sí son más envidiables las instalaciones y los recursos financieros y económicos públicos”. Mosenson habla de lo público, y ahí aparecen entonces otros conceptos clave, el de Estado y el de la equidad. “Lo que todos pueden apreciar, sobre todo los que venimos de países como los nuestros, es la enorme diferencia de la relación del Estado con los ciudadanos y de la percepción que los ciudadanos tienen del Estado. No hay favores ni conocidos

ni amigos para acelerar un trámite. En las cárceles, a los internos se los considera seres humanos y así son tratados. Los medios de transporte funcionan. La frase del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro –«Un país desarrollado no es un lugar donde los pobres tienen coches, sino uno donde los ricos usan transporte público»– es rigurosamente cierta. Al mismo tiempo, las clases acomodadas hacen muchas más tareas domésticas que sus pares latinoamericanos. No es raro encontrarse con el ministro de Economía haciendo las compras. Tampoco está bien visto contratar personal doméstico.” El sociólogo es bastante crítico en relación con la mirada que asegura que los países nórdicos son ejemplos de armonía e integración social. “Salvo Canadá o Nueva Zelanda, el resto de los países que «ranquean» alto en los índices de desarrollo humano fueron sociedades de emigración”, explica. “Hay casi cinco millones de descendientes de noruegos en Estados Unidos, casi la misma población que Noruega tiene hoy. Esto significa que los que se quedaron son tal vez los menos aventureros. Con esto se construye una sociedad homogénea y conservadora. Lo positivo es el alto grado de integración social. Pero también puede ser problemático: no hay demasiada ductilidad para lidiar con la diferencia, y por eso se puede observar una tendencia a la guetificación en barrios «étnicos» y educación semisegregada”, concluye. Nos lo decimos hace mucho, pero insistimos: aunque no existe el mundo ideal, el deseo siempre va detrás de lo que falta. En general, las cifras indican que la pobreza mundial se reduce, pero, sin embargo, ahora que todo lo vemos, pareciera que cada vez hay más pobres cuando lo que hay es cada vez mayores diferencias entre los que más y menos tienen. Mientras los índices que miden la felicidad ubican a países no desarrollados entre los que lideran el ranking, las embajadas más visitadas en todo el mundo por personas que buscan emigrar de una mala realidad económica en sus países de origen son otras, en general, siempre los mismas. Y es que ahí se va en busca de trabajo más que de sonrisas. Es Merke quien recuerda la “paradoja de Easterlin”, el economista norteamericano cuyo discutido hallazgo fue que no existe relación lineal entre mayores ingresos y la felicidad: “La gente se acostumbra a lo que tiene; quien gana la lotería, en diez años se acostumbró y ya es otra cosa”, explica. Quien sube un escalón quiere subir otro. Es aquel concepto del teórico italiano Norberto Bobbio, el “mínimo civilizatorio”, lo que se pone en juego, aquel reclamo que hacen los ciudadanos a las instituciones bajo el imperio de sus necesidades, que, naturalmente, van cambiando. Y están las secretas aspiraciones que siempre impone el deseo ante lo que nos falta. Por ejemplo, el dinero. Por ejemplo, la ilusión.ß

No es la riqueza promedio, sino cómo se reparte Guillermo Cruces

—PARA LA NACION—

E

l crecimiento de la desigualdad en los países desarrollados generó que la discusión del bienestar, basada tradicionalmente en los niveles promedio (por ejemplo, el producto per cápita), se extienda hacia la de su distribución. Aunque siempre se consideró la desigualdad en la discusión del bienestar en los países en desarrollo, éste era un tema más secundario para los países más avanzados. El tema ganó una enorme visibilidad a nivel mundial a partir de la publicación del libro El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty. Vale una aclaración: esta columna sólo discute el contexto de esa obra.

Hay ya tantos comentarios publicados que The Wall Street Journal presentó incluso un breve manual sobre cómo escribir una nota de opinión sobre ese libro. Aunque Piketty ha realizado importantes contribuciones teóricas, el mayor impacto de su obra reciente se debe al desarrollo de nuevos indicadores de desigualdad de largo plazo. Piketty y sus colegas crearon estas nuevas medidas sobre la base de información sobre los impuestos pagados por los contribuyentes de mayores ingresos. Si bien indicadores más tradicionales ya mostraban un aumento de la desigualdad en las últimas décadas en los Estados Unidos, esta investigación sobre top incomes agregó información sobre cómo se produjo este au-

mento. La desigualdad creció por las diferencias entre grupos más o menos amplios de la sociedad (las remuneraciones de individuos con educación universitaria crecieron más que las de aquellos con menor nivel educativo), pero también por un crecimiento exponencial aún mayor de los ingresos de un grupo muy reducido de ultrarricos: el 1% más rico (o incluso el 0,1%). Este último factor resonó ampliamente en el marco de la crisis financiera de 2007-2008: muchos de esos ingresos provenían de los bonus pagados por las entidades financieras que se vieron afectadas por la crisis, tuvieron pérdidas siderales y recibieron asistencia pública a una escala inusitada en la historia. De hecho, el eslogan principal del movimiento de protesta Occupy Wall Street era “So-

mos el 99%”, en clara referencia (y en contraposición) al 1% más rico que estudió Piketty. La desigualdad del ingreso venía creciendo antes de que surgieran estos estudios, pero ellos sirvieron para catalizar una discusión sobre la importancia de que el bienestar no sólo debe ser alto en promedio, sino que importa también cómo está distribuido. La información pública y la investigación rigurosa pueden contribuir a modificar y plantear soluciones a los problemas de la realidad, no sólo reflejarla. Todo esto nos lleva a la situación en la Argentina, donde carecemos de indicadores básicos, como los niveles oficiales de pobreza, y tenemos dudas sobre el producto y la inflación. Aunque todos ya lo sabemos, debemos repetirlo porque es fun-

damental evitar que se naturalice esta lamentable situación. No es sólo una cuestión de principio: contar con más y mejor información enriquece el debate público y las alternativas de política. En un trabajo de hace unos años con Ricardo Pérez-Truglia y Martín Tetaz mostramos que proveer información fidedigna sobre la distribución del ingreso en la Argentina generaba mayores demandas por redistribución entre los más pobres. El nuestro era un estudio de escala reducida, pero como lo demuestra Piketty, la difusión de nueva información ayudó a instalar un tema y a generar un debate sobre las alternativas para su solución.ß El autor es economista e investigador del Cedlas (FCE-UNLP) y el Conicet