La Esfera MARTHA FAË
Ilustración de portada de Erick Miraval
Copyright del texto © Martha Faë Primera edición: julio 2014 - Segunda edición: enero 2015
Queda prohibida cualquier forma de reproducción, distribución y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. ISBN: 1500273732 ISBN-13: 978-‐1500273736
A mi madre, por su fe infinita en mí
Prefacio Mercucio y Benvolio nunca habían visto nada igual. Tenían prohibido ir solos a la playa y, mucho más, acercarse a la orilla, donde el agua del mar acaricia la arena dejando un rastro de espuma. Sin embargo, la visión de aquel objeto mágico bien valía el riesgo de una buena reprimenda. Benvolio fue el primero en ver que la marea había arrastrado hasta la playa algo distinto a las conchas y algas que llegaban cada día. Fue entonces cuando se acercó a Mercucio durante el desayuno para decirle al oído: –Termina pronto, tenemos algo importante que hacer. Tras bajar corriendo la ladera que lleva hasta la playa de East Sands, los gemelos observaron absortos el insólito hallazgo. Mercucio concluyó con certeza que el regalo que había arrastrado el mar tenía forma de mujer. Benvolio, en cambio, pensaba que solo se trataba de una rama de contornos extraños. –¡Es una chica! –dijo Mercucio–. Mira qué pelo tan largo tiene. El viento movió ligeramente los hilos de algas que se habían adherido al cráneo de la recién llegada. Al fondo, el cielo gris plomizo se iba cubriendo de densas placas de nubes aplanadas que pendían sobre los niños. La playa estaba desierta. –Fíjate bien –dijo Benvolio con la voz encogida por el miedo–. No es pelo, estúpido, son algas. –Pero si lleva vestido, mira –observó Mercucio tocando con un palo lo que parecía encaje raído. Benvolio le arrebató el palo a su hermano y pinchó los hilachos que cubrían el extremo redondeado del objeto misterioso. Unos párpados terrosos se levantaron lentamente, dejando ver dos cuencas vacías y profundas. Los gemelos saltaron hacia atrás y luego fueron incapaces de hacer ningún movimiento más. Apenas podían respirar, petrificados de pavor. En aquella extraña cara se movió un poco la pequeña nariz. Un estornudo hizo que se agitaran las algas, o el pelo, o lo que fuera. –Son algas. El bisbiseo de Benvolio fue casi imperceptible. –Es pelo –insistió Mercucio aún más bajo. La chica se apartó los mechones de la cara con una mano tan delgada que parecía hecha de ramitas, dejando al descubierto una estrella de mar que llevaba adherida a la sien. Dirigió sus cuencas vacías hacia los gemelos y, aunque parezca imposible, estos supieron que los estaba mirando fijamente. –¡Tenéis que ayudarme, por favor! La voz era dulce, pero contenía el tinte terrorífico de no pertenecer a este mundo. –Mi situación es desesperada, os lo ruego... Con un esfuerzo de gigante, aquel ser consiguió ponerse en pie, las dos ramas que tenía por piernas castañeteaban sin parar. Benvolio se había colocado detrás de Mercucio y observaba con los ojos abiertos de par en par. Sintiéndose seguro tras la trinchera formada por el hombro de su hermano, alargó la mano para tocar a la visitante, pero tan pronto como sus dedos rozaron a la singular criatura, esta se desplomó, arrancándole un gemido seco a la arena. Los niños corrieron, sus piernas se desdibujaron por la velocidad. Al llegar a lo alto de la colina se detuvieron y miraron 5
hacia atrás a la vez, con los rizos alborotados por el viento y el corazón gritando enfurecido como un tambor. La chica de madera yacía inmóvil. En un instante, el mar se acercó a ella y la devoró, haciéndola desaparecer con la misma facilidad con la que la había traído. Solo quedó un rastro rasgado que la siguiente ola se encargó de borrar. Los gemelos sintieron en su interior un aguijonazo de fascinación y de horror, no acertaban a comprender si lo que habían visto era más hermoso o más aterrador. No se atrevían a estar cerca del terrorífico tesoro del mar, pero lamentaban profundamente que hubiera desaparecido. Probaron, por primera vez en su vida, el sabor agridulce de la melancolía. Algo se asentó en su interior, cubriendo de tanto peso las palabras con las que se podría haber hablado de lo ocurrido, que no volvieron a mencionarlo nunca más. Aquel incidente fue como un presagio de lo que pasaría unas cuantas horas después, del acontecimiento fatal que robó buena parte de su alma infantil.
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Primera Parte
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D
–¡
ámelo!, ¡que me lo des! Grito, pero da igual. El pequeño reproductor de música surca el cielo improvisado del salón de nuestra casa de verano y no puedo hacer nada por detenerlo. Los cascos se agitan en el aire como las alas de un pájaro electrónico. Es tan solo una pequeña gaviota escurridiza con cuerpo cuadrado verde pistacho. Tan pronto lo veo a la derecha como a la izquierda, esfumándose como en un sueño. La misma cara de malicia sonriente, las mismas manos, la misma risa escapando furtiva entre los dientes se materializa en una esquina y otra del salón. Debería estar acostumbrada a este tipo de espejismos, pero mis ojos no aciertan a enfocar la realidad. Levanto la mano, intento hacerme con el control. Consigo rozar apenas la punta de una de las alas para interrumpir su trayectoria y luego todo ocurre como ocurren siempre los accidentes, como un suspiro en cámara lenta. El cable de los cascos se me enreda en el dedo y despojo de un tirón al ave de sus alas. Caída en picado contra un trozo de suelo que nadie reclama. Escena congelada. Una cara de rizos rubios sin expresión del lado izquierdo del sofá y, al otro lado, exactamente la misma cara. –¡Os odio! –el grito surge de lo más profundo de mis entrañas, con la fuerza acumulada durante años de silencio impuesto, de vivir siendo prácticamente invisible. Esta vez, mi voz consigue al menos romper la inmovilidad. –Deja tranquilos a tus hermanos. Mi madre está detrás de un libro abierto, como siempre. –¿Que les deje tranquilos? ¡Pero si me han roto el iPod! –¿Desde cuándo tiene un iPod? –pregunta mi padre sin molestarse siquiera en levantar la mirada del periódico. –Desde que se lo regaló su novio –responde Mercucio con una sonrisa que le cruza la cara. –¿Tiene novio? –pregunta mi padre con cierta sorpresa pero sin soltar el periódico. –No sé –responde mi madre sin levantar la mirada del libro. Veo las manos de mi padre apoyando lentamente el periódico sobre la mesa. 8
–Sí, tiene novio y se dan besitos –Benvolio levanta los labios para lanzar besos burlones al aire que Mercucio reproduce como un espejo. Las voces son idénticas, es imposible saber cuál de los dos gemelos está hablando si no los ves. Ni siquiera mis padres podrían distinguirlos si no los vistieran de colores diferentes. Siento una mirada en la nuca, miro hacia atrás y me encuentro con los ojos de pez de mi padre. Intento contenerme, hago mi mejor esfuerzo. Recuerdo aquello de contar mentalmente hasta tres; ¿o era hasta diez? Da igual, no hay quien pueda aguantar ser observado así. Venga, Dice, aguanta, no les des el gusto de discutir. No desmientas a tus hermanos. Es cuestión de un segundo más y todo quedará olvidado, lo que tardo en guardarme los trozos del iPod en el bolsillo de los vaqueros. Uno... Dos... –¡¿Qué?! ¿Tenéis alguna pregunta? –grito malhumorada. ¡Patético! He vuelto a hacerlo, he caído en la provocación de dos niños. –Nada, hija, no hemos preguntado nada –mi padre intenta suavizar los ánimos. Levanta las manos y luego sus ojos vuelven al periódico. Los gemelos siguen lanzando besos desde el fondo del salón pero yo paso. Me dirijo hacia la puerta que lleva al jardín, ahora sí que no voy a caer en la provocación. –¡Estos lo flipan! –digo girándome hacia el salón, sin ser dueña de mis propias reacciones–. Novio... Pero si no hace ni dos semanas que hemos llegado a St Andrews; como no me lo trajera de casa... –Os vimos en el cementerio –dice Mercucio. –Que sí, mamá –añade Benvolio con su aguda voz infantil–. Eurídice estaba besándose con un chico rubio. Así, como en las pelis. Mis padres me miran estupefactos. ¿Qué es lo que les sorprende tanto? ¿Tan imposible resulta que pueda tener novio? –Claro –digo–, de entre todos los sitios de este mundo he escogido el cementerio para besarme con el novio imaginario que me he traído de Edimburgo en la maleta. Sí, chicos, lo habéis visto muy bien, premio para los dos. Aplaudo con ironía y me giro para salir al jardín pero no soy lo suficientemente rápida, aún consigo oír lo que dice mi padre. –A Dice no le gustan los chicos rubios, ¿no? –No –responde mi madre–. Pero los cementerios sí. Tras unos segundos en silencio ambos vuelven a sus respectivas lecturas y el asunto queda zanjado. Como siempre, de la manera en que todo se zanja en esta casa, sin consecuencias para los gemelos. Me duele la entrada del aire en mis pulmones, me cuesta hacer algo tan sencillo como respirar. Me siento en el porche procurando pensar en otra cosa. No sé de qué me sorprendo, lo raro sería que los gemelos hubiesen cobrado por romperme el iPod. Los hay que nacen con suerte, con permiso para hacer y deshacer sin que pase nunca nada. No creo que los gemelos tengan que afrontar las consecuencias de sus actos ni siquiera cuando se hagan mayores. Miro las dos mitades del reproductor de música y cierro los ojos para dibujar en mi mente una imagen feliz, una historia en la que soy hija única. Mejor aún, una en la que nazco en otra familia, en una cualquiera, cualquier familia normal. Casi puedo tocar mi fantasía. Sí, casi puedo sentir que vivo una vida tranquila. Empiezo a respirar mejor, cuando un pelotazo en la cabeza me saca de mi ensoñación. Parece que se ha terminado la hora de la lectura; al menos la de la lectura en casa. Nos vamos a la playa y sí, estoy incluida en ese nos. No puedo opinar, tengo que ir porque para eso somos 9
una familia y para eso han alquilado mis padres esta casa en el que debería haber sido mi sitio, solo mío, mi lugar para ir a la universidad. En fin, lo tengo asumido, o casi: jamás tendré una vida solo para mí. Subo corriendo a mi habitación, me pongo el bikini y echo en la bolsa lo imprescindible: una toalla, mi cuaderno y un lápiz. Vuelvo a enfundarme los vaqueros y saco del armario una camiseta sin mirar. No he terminado aún de vestirme cuando oigo a mi madre gritar al pie de la escalera: –Dice, te esperamos en la playa. Y no te pongas una de esas camisetas enormes, anda, haz el favor. Me miro al espejo. Parezco un globo pinchado, pero jamás lo admitiré frente a ningún ser viviente. Es verdad que le sobran dos tallas a mis camisetas, o me faltan dos tallas a mí. Da igual, es mi vida, decidiré yo lo que me pongo, ¿no?... Miro a la chica del espejo y no consigo identificarme con ella. A veces siento como si ella y yo fuéramos dos personas. Saber que voy a salir con esta camiseta me hace sentirme fuerte. Sonrío y enseguida veo mi reflejo tornándose serio una vez más. Me odio por ser tan cría, por no atreverme a llevar la contraria a mis padres, por no ser capaz de decir que no quiero ir con ellos a la playa, por no haber tenido el valor de plantarme y quedarme en Edimburgo en vez de estar ya en St Andrews. Aunque por otra parte... Por otra parte nada, ya habría encontrado la forma de quedar con él. Bueno, habría encontrado la manera o no la habría encontrado. No tengo ni idea de qué va a pasar con él. Después de lo de ayer... Lo que sí sé es que en los próximos años voy a vivir separada de mis amigas, seguramente nos veamos solo por Navidad. Debería estar en Edimburgo con Marion y Laura, aprovechando nuestro último verano juntas. Allí, no aquí. Ellos tendrían que haberlo sabido, sí, tendría que haber salido de mis padres. ¿No se quejaron durante años de que no tuviese amigas? Deberían apoyar que por fin sea un poco... Un poco más como quieren ellos. La coherencia brilla por su ausencia en esta familia. Tendrían que promover mi vida social. ¿Cómo es posible que tanto leer no les haya servido para darse cuenta de lo evidente? Las vacaciones en familia no son lo mejor que le puede pasar a uno. No a los dieciocho, no cuando después del verano se va a empezar la universidad, y sobre todo NO cuando de entre todos los lugares costeros del planeta se escoge precisamente el sitio en el que vas a estudiar. Será que no hay playas en el mundo. Será que no tengo edad para que me dejen tranquila de una vez. Clavo los ojos en la mirada gris del espejo, respiro profundamente y le hago una promesa a esa chica de pelo escuálido que me observa sin apenas ninguna expresión: a partir de este mismo instante todo será diferente. Seré fuerte, seré yo misma, haré solo lo que quiera hacer. Mis actos reflejarán mis pensamientos. No seré como mis padres, no imitaré su incoherencia fatal. Y sobre todo, sí, sobre todo haré que ocurran cosas. Este verano me ocurrirá algo extraordinario al fin, saldré de esta vida anodina. –No voy a ir a la playa. Mi voz, aunque lanzada a un volumen casi inaudible, me suena como un grito triunfal. Así deben sentirse los grandes capitanes al ganar una batalla. No puede pasar nada. Mis padres no van a matarme porque no aparezca en la playa. En este mismo instante empieza mi nueva vida, mi vida de verdad. Por una vez tanto la chica del espejo como yo sonreímos al mismo tiempo. Me dejo caer hacia atrás, hundiendo el cuerpo en el colchón. Mis pies se unen a los pies de la chica del espejo, subiendo, agitándose en el aire con una alegría nueva. Sacudo las piernas y 10
disfruto la sensación de la sangre que baja por ellas. Me gusta ver las cintas de mis zapatillas bailando en libertad. Siento el tacto de la colcha en mis manos, en mis brazos desnudos. Me giro bocabajo y hundo la cara en la almohada. Todo va a salir bien a partir de ahora. Se han ido todos, la casa se ha quedado en silencio y yo no podría sentirme mejor.
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>, me repito mientras bajo la colina hacia la playa de East Sands con mi bolsa rebotando sobre mi espalda. . Antes de llegar a la arena me detengo un segundo para localizar a mi familia. No resulta difícil, solo hay que buscar las toallas más llamativas y a dos enanos que se muevan como si llevasen hormigas asesinas dentro del bañador. La cara de Shakespeare y el logotipo de una gran cadena de librerías destacan entre las demás toallas; y luego mis padres se permiten preguntarme por qué no puedo ser normal. Coloco mi toalla un poco alejada, de manera que a quien no me conozca no le quede claro si estoy con esta gente tan rara o no. Mi madre emite una especie de gemido que interpreto como un saludo. Mi padre ha movido la cabeza, pero no está dicho que eso signifique que se ha percatado de mi presencia. Puede ser su forma de saludarme, pero también puede ser que esté aprobando lo que está leyendo. Siempre ha dialogado bastante más con los libros que conmigo. No por su culpa, según dice, sino por lo callada que soy. Me tumbo sin quitarme la ropa, así al menos siento que estoy preparada para salir corriendo en cualquier momento, llegada la ocasión. La ocasión no va a llegar, lo sé yo y lo sabe el universo entero. Lo saben esas gaviotas que ahora mismo deben de estar riéndose de mí. Siento la mala leche hirviéndome dentro. Sí, exactamente como cuando la leche de toda la vida hierve en un cazo y empieza a derramarse. Así, de esa forma tan descontrolada, se me derrama por dentro el mal humor. No es que me guste, pero tampoco puedo evitarlo. El viento agita mi camiseta. Veo pasar las nubes y me entretengo buscando figuras reconocibles. Lo que tiene mi mal humor es que, igual que la leche, sube pero también baja rápido. Muevo un poco los dedos de mis pies desnudos, el aire fresco y la humedad del mar son agradables hoy. Pienso que es una pena no tener el iPod, el baile de las nubes necesitaría un poco de música. Me quito los vaqueros sin levantarme y miro de reojo a mis padres, cada uno con su respectiva novela. Se me pone la carne de gallina, no sé si por el frescor del viento o por el espectáculo de mis progenitores. Concluyo que es por lo segundo. Miro alrededor, como siempre, sintiendo que el resto del mundo no puede sino mirarnos y señalarnos con el dedo. Me pone mala esa saña casi perversa con la que encajan la cara en el libro. Cuando era pequeña tenía terroríficas pesadillas en las que algún libro se tragaba a mis padres empezando por la nariz. La cabeza desaparecía en un instante dentro de las páginas y el cuerpo se convertía en un líquido viscoso que se infiltraba en el papel. Unas veces el lector empedernido desaparecía por completo y otras el libro se cerraba y los pies quedaban 12
fuera, moviéndose como las antenas de un insecto. Percibo movimiento a mi derecha. Mi madre levanta la cabeza. ¡No por favor, ahora no! Ya me has saludado con un bufido, eso basta y sobra. Miro al cielo, con fuerza, con ganas, deseando ser absorbida por algún ente desde las alturas. No hay entes a estas horas, deben de estar descansando. Me decido por la oración. No porque crea en nada, pero aún así alzo mi plegaria por si puede surtir algún efecto: . La nariz de mi madre sube y baja. Veo su perfil libresco desapareciendo entre las páginas y asomándose al mundo otra vez. Lo siento venir, me preparo para lo peor: un pasaje entero que bien puede ocupar dos o tres páginas; ríete de la tortura china. Empiezo a levantarme, decidida a dar un paseo que me lleve por lo menos hasta Japón. Puedo entender que la gente quiera desperdiciar su vida detrás de un libro, pero no hay por qué obligar a los demás a escuchar estúpidas historias sin sentido. Ya me encuentro de pie, cuando mi madre cierra el libro y se tumba. Falsa alarma. Vuelvo a sentarme en la toalla y me concentro en el vaivén de las olas, en la gente que pasa. Entrecerrando los ojos se convierten en meras manchitas flotantes. Vivo en un mundo de manchitas. Me gusta ver cómo todo pierde su forma delante de mí y se convierte en distinto a la realidad. Abro los ojos de par en par. Distingo a los gemelos a lo lejos. Son ellos, inconfundibles. Vuelvo a entrecerrar los ojos y sus cuerpos se desdibujan hasta desaparecer. Giro la cabeza y hago lo mismo con mis padres. Desaparecen. Sí, desaparecen todos y ni siquiera saben que han desaparecido. La fantasía perfecta, aunque ya a los once aprendí que hay ciertas cosas que no se comparten con los demás. No se puede decir que un mundo ideal sería aquel en el que tu familia desapareciera. No se puede decir y mucho menos expresarlo por escrito si no quieres acabar en la consulta del psicólogo pasando antes por el despacho del director. ¡Qué triste tener que aprender a los once años que una redacción "libre" en realidad no es tal! "Utopía, un mundo ideal", a partir de ahí cada uno podía escribir lo que quisiera... Maldito colegio, cuna de ratas hipócritas asquerosas... –Escucha, escucha –dice mi padre y el ímpetu de su voz hace que me sobresalte. Le miro como si la cosa no fuera conmigo. –Sí, escucha, que tu madre está dormida. Me lo merezco. Por bajar la guardia, tendría que haber paseado hasta Groenlandia. Pero, ¿qué ser perverso creó la literatura?, ¿cuándo? Y sobre todo, ¿para qué? Entre las cosas inútiles de la vida lo más inútil es inventar mundos con gente que no ha existido ni existirá jamás. Mi padre ha empezado a leer y yo asiento como si escuchara. Los años me han ayudado a perfeccionar este arte. De pronto un soplo de orgullo se me cuela en el corazón y me hincho como un globo. La lectura en voz alta de mi padre se oye cada vez más lejos porque yo ya no estoy allí. Soy un gran globo aerostático que empieza a ascender movido por la calidez de haberme salido con la mía. Sonrío con suavidad. ¡Lo logré! Logré terminar los estudios obligatorios, salir del nido de ratas hipócritas sin contaminarme apenas por la inutilidad. No sé cómo lo hice, pero evité todas las lecturas, puedo decir con orgullo que no hay un solo clásico que haya entrado en mi sistema. Y aquí estoy, ya lo veis, se puede vivir perfectamente sin los imprescindibles. Incluso me examiné de aquellos libros que tendría que haber leído... Podría considerarme un genio. De hecho debo considerarme un genio. –¡Aaah! Se oye un grito desgarrador que no forma parte de la lectura de mi padre. Mi 13
cerebro no necesita ni medio segundo para procesar esa información. Cuando me doy cuenta mis padres y yo estamos de pie, buscando desesperadamente a los gemelos. La playa se ha llenado, ¿pero de dónde ha salido tanta gente? Nos abrimos paso como podemos para llegar hasta la orilla del mar. En la zona en la que la arena se mantiene húmeda y blanda veo a cinco niños discutiendo acaloradamente. Parece que un chico ha conseguido separarlos en dos bandos. Tres pequeños matones a un lado y, al otro, los gemelos. Mercucio tiene la cabeza echada hacia atrás. El brillo rojo de la sangre le escurre por el cuello tiñéndole la piel. Benvolio llora sin parar. Los latidos del corazón me trepan hasta las orejas por la carrera, ¿o es por la visión de mi hermano ensangrentado? Me mareo. Sé que no es el momento, pero me mareo. La gente se convierte en manchitas, solo que esta vez no lo hago a posta. El mundo desaparece. –¿Estás bien? Tengo la impresión de que es mi padre leyendo uno de sus pasajes, pero su voz suena distinta. ¿Y por qué iba a estar leyendo ahora? A mis hermanos les ha ocurrido algo, al menos eso debería animarle a dejar el libro a un lado de una vez. –Oye, ¿te sientes bien? No sé si me he quedado en mi habitación. Puede ser que haya logrado imponerme a mí misma y haya vencido el miedo de contradecir a mis padres. Toco algo suave, sí, debe de ser la colcha de mi cama. Hago un esfuerzo por sonreír, he cumplido la promesa que me he hecho a mí misma, estoy en mi habitación. Abro los ojos y el sol me obliga a cerrarlos otra vez. Luego noto que algo me hace sombra. Mi interlocutor se ha movido para atajar la luz. Me pesan las pestañas, pero me obligo a levantarlas. Castaño. Castaño sereno. Es todo lo que puedo pensar. Castaño. Miel. No, castaño. Los ojos que tengo frente a mí son castaños; los de mi padre son verdes. Ahora sé que estoy tumbada en la arena, lo he notado cuando el agua me ha mojado los dedos del pie. –¿Qué ha pasado? –pregunto. –Te has desmayado. Unos dedos, que sospecho son los de mi interlocutor, me retiran el pelo de la cara. De la manera más absurda, siento como si una pequeña descarga eléctrica me recorriera el cuerpo. Aquellos ojos castaños siguen mirándome pero un rayo de sol se interpone entre el chico que tengo enfrente y yo, de manera que no logro distinguir su cara. Giro suavemente la cabeza y veo a mi familia. Mis padres están leyendo y los gemelos juegan a las cartas. ¡No me lo puedo creer! La única manera en la que les debería estar permitido dejarme aquí tirada sería si hubiesen tenido que ir al hospital. No, corrijo, ni siquiera en ese supuesto. Si estuviesen dentro de una ambulancia volando hacia el hospital yo debería estar tumbada junto a ellos y no aquí. No hay manera alguna en la que les podría estar permitido pasar de esta forma de mí. Debería haber una policía parental, sí, deberían llevárselos arrestados y no soltarlos nunca más... –Estás pálida, ¿te encuentras bien? Asiento y me duele un poco la cabeza al hacerlo. Una voz familiar. Apoyo el codo en la arena para incorporarme. Todo me da vueltas. Tengo una indignación que no me cabe en el cuerpo. Me quedo sentada sin poder despegar los ojos de mi familia. Lo veo, pero no lo creo. –No te preocupes por el niño de antes, ya se lo han llevado sus padres. Está bien. 14
–Ya lo veo –respondo con un hilo de voz tan fino que dudo de si ha sido audible. Me aclaro la garganta antes de pronunciar mis siguientes palabras–. Me parece increíble. Lo que me parece realmente increíble es que justo en esta playa, justo ahora, justo después de lo que hablamos ayer, Axel esté aquí. –Bueno, tampoco era nada grave. Le han puesto un tapón improvisado con un pañuelo de papel y enseguida ha dejado de sangrarle la nariz. Parecía un volcán, lo sé, pero no era nada grave... De todas formas ahora lo importante es que tú estés bien. Madre mía, Axel, ¿por qué no paras de hablar? Si me sintiera menos aturdida te miraría de frente y te lo preguntaría sin titubear. De toda la gente del mundo ha tenido que venir a socorrerme Axel. Se sienta junto a mí sin parar de hablar ni un segundo. Cierro los ojos e inspiro profundamente. Al abrirlos sigue allí, lo sé porque sigo oyéndolo, pero no consigo apartar la mirada de mi familia. ¿Cómo pueden estar tan tranquilos? ¡Eh, oh, que estoy aquí tirada! Que a vuestra hija invisible le ha pasado algo. Mi acompañante se calla. Le miro y casi me sobresalto. Sus ojos son brillantes, casi transparentes, como un caramelo transparente... ¿Por qué me mira con esa cara de preocupación? Me llevo la mano a la cabeza, ¿es que estoy sangrando o algo? No, parece que todo está bien. –¿Te has asustado mucho? Ha sido por la sangre, ¿verdad? Te has desmayado. –Brillante, me he desmayado. –Ya, he dicho algo demasiado evidente, ¿no? Enseguida me siento mal por lo que he dicho. ¿Cuándo conseguiré que las borderías no se me escapen sin querer? A veces soy una auténtica ametralladora descontrolada. Pero Axel... En fin. –La sangre no me asusta –aseguro en un intento de que Axel preste más atención a estas últimas palabras que a las anteriores–. Además, tenía que pasar. No lo de mi desmayo, vamos, bueno, o sí... Me refiero a lo obvio, tarde o temprano Mercucio tenía que cobrar. –¿Mercucio? Debajo de los ojos tranquilos y brillantes de Axel encuentro una sonrisa que no acierto a identificar, ¿es de interés o de diversión? Seguro que es de burla, normal. –Sí, es un cantazo, lo sé –digo dejando escapar un suspiro de resignación–. Mercucio y Benvolio. Solo a mis padres se les podría haber ocurrido algo así. Menudos nombres. –¿A tus padres? ¿Entonces son tus hermanos? –¿Tú qué crees? Vale, el sarcasmo era innecesario. Hago el amago de levantarme pero aún estoy un poco mareada. No quiero estar tan a la vista de mi familia. Por improbable que parezca sé que podrían mirar hacia el mar y encontrarme en la trayectoria. No espero que miren hacia mí, obviamente, pero sí hacia el mar. Si sus ojos tropiezan conmigo aquí, hablando con él... Puedo convertirme en entrevistada especial durante la cena y no creo que sea algo que me apetezca. Me levanto. No he terminado de sacudirme la arena de las piernas cuando los gemelos pasan corriendo y entran chapoteando en el mar. Miran hacia nosotros con sonrisas que se les desbordan de la cara y repiten el numerito de los besos lanzados al aire de esta mañana. –¡Qué graciosos tus hermanos! –¿De verdad te lo parecen? –Axel no responde. Esta vez no pretendía ser sarcástica. Para una vez que pregunto algo de verdad... Se hace un silencio incómodo, 15
de uno o dos segundos, de los eternos, no de los normales. Axel y yo evitamos mirarnos–. Lo raro es que no ocurriera algo antes con esos dos petardos –digo con el tono más casual y relajado del que soy capaz–. Se creen que pueden meterse con todo el mundo sin que pase nunca nada. Supongo que en el fondo es culpa de mis padres. –Pero si han sido los otros tres. Miro a Axel con incredulidad y, sin que pueda controlarlo, nuestros ojos se quedan pegados. –¿Cómo lo haces? –pregunta. –¿El qué? –Que los ojos te cambien así de color. Nunca he entendido cómo lo haces. –No me cambian. –Claro que sí. Han pasado del gris al verde y luego al azul. Me siento muy incómoda. Sé lo mucho que le gusta que los ojos me cambien de color. –No hago nada, simplemente cambian. Miro hacia el mar, por suerte mis hermanos están totalmente inmersos en su estúpido juego de mojarse uno al otro. Empiezo a caminar. –Buena idea, sí, vamos a dar un paseo. Pero ¿quién te ha dicho que quiero dar un paseo contigo? ¡Soy un fracaso incluso para esto! Pretendía todo lo contrario, mostrar que quería estar sola. Levantarme. Marcharme. Debería ser fácil, ¿no? Axel camina en silencio junto a mí. Me doy cuenta de que, una vez más, estoy siendo demasiado dura conmigo misma. No es que yo sea un fracaso para expresar lo que quiero, sino que Axel tiene un sexto sentido. No siempre lo usa, pero lo tiene. Se da cuenta de todo. Lo que quiero, lo que no quiero. A veces sospecho que cuando no usa su sexto sentido es porque no quiere, porque le conviene. –No se han dado cuenta de que te has desmayado –dice al cabo de un rato–. No debes sentirte mal por eso. ¿Cómo puedes pensar que se habrían ido tan tranquilamente sabiendo que estabas mal? Lo dicho, ve lo que pienso. Me duele más allá de lo imaginable que mi familia me haya ignorado de semejante manera. Él me toca el hombro. Debería ser la típica palmadita de ánimo pero no, Axel no sabe de palmaditas, me acaricia el hombro. No estoy exagerando ni me equivoco en modo alguno, lo que acaba de hacer es acariciarme. Acelero el paso y mantengo los ojos pegados a la arena. –No sabían que estabas mal. –Venga, Axel –pronuncio su nombre en un bufido–. ¿Cómo no iban a darse cuenta? Pasan de mí como de costumbre, ya está. Axel me sujeta por los hombros para mirarme. ¡Mierda!, me encantan sus ojos. Desvío la mirada y vuelvo a caminar. –Creo que nadie se dio cuenta de lo que te ocurría. Tu hermano tenía sangre hasta en el pecho, impresionaba bastante. Todos estaban pendientes de él. Justo cuando te desmayaste llegaron los padres de los otros niños y, bueno, hubo un poco de jaleo. Todo el mundo hablaba al mismo tiempo y tú te desmayaste tan discretamente... –La próxima vez doy palmadas antes de caer. –Lo siento, no ha sido muy coherente eso de que te desmayaras discretamente, vale. Pero bueno, fue así. Todos gritaban, discutían y tú te desplomaste sin más. –¿Y cómo es que tú sí te diste cuenta de lo que me había pasado? 16
Axel me roza la mano. Lo sé, sé por qué se dio cuenta. Le miro con cara de circunstancia. –Vale –dice él poniendo las manos en alto. –¿Por qué fue la pelea? –pregunto. –Porque los otros chicos se burlaban de los nombres de tus hermanos, según entendí. –¡Qué raro, burlarse de unos nombres tan comunes! –¡Mercucio y Benvolio!... –Axel sonríe tanto que por un momento sospecho que podrían llenársele los dientes de arena–. Tus padres son geniales. Romeo... –Sí, Mercucio y Benvolio por Romeo y Julieta –interrumpo con brusquedad... A ver si también tú eres un friki de los libros...–. ¿Cómo lo sabes? Dejo de caminar. Necesito mirarle a los ojos para oír su respuesta. Quiero la verdad. –¿El qué, la relación de los nombres con Romeo y Julieta? –se encoge de hombros y abre ambas manos para indicar que no puede evitar saberlo–. El amigo y el primo de Romeo. Es genial para unos gemelos. Me siento como si Axel acabara de defraudarme de la peor manera posible. Es como si le hubiese pillado haciendo, no sé, algo horroroso. Sospechaba que era un friki, él también, otro como mis padres. Pero una cosa es sospecharlo y otra comprobarlo. ¿Qué especie de broma cósmica es esta? Por qué todos me tienen que tocar a mí, el planeta es amplio, podrían distribuirse, ¿no? Dios de los inadaptados, sí, tú. Aquí tu desamparada número uno llamándote. No hagas que muera en este instante y lugar, no junto a uno que reconoce enseguida la referencia literaria de los nombres de mis hermanos. El viento provoca tanto ruido en mis oídos que desconecto unos segundos. Por un momento me siento sola en la playa, en el mundo. Miro de reojo a Axel. Le odio con todas mis fuerzas por mirarme con esa dulzura que me pone tan nerviosa, se ha dado cuenta de mi soledad. Es un friki de los libros, ahora lo sé. Odio sentirme tan confundida respecto a él. Pero no, no puedo caer solo porque caminemos un rato por la playa. Solo porque me mire así. Porque sepa lo sola que me siento. Recuerdo de pronto lo que me dijo hace dos días en la residencia. ¡Joder! Ayer lo tenía claro, esta misma mañana lo tenía claro. Hace cinco minutos. Además, lo habíamos hablado, ¿no? –¿Qué ocurre? –Nada –respondo visiblemente malhumorada y reanudo el paseo. Es así, hay cosas que me ponen de una mala leche indecible en fracciones de segundo. A veces me pregunto si son ciertas cosas las que me hacen arder de esta manera o si soy yo sola. Puede que la mala leche sea mi estado natural. –¿Es porque te estoy acompañando? –le miro de reojo–. Ya –Axel baja la mirada–. Bueno, no sé por qué no puedo acompañarte. –Lo habíamos hablado. –Tú hablaste –responde Axel. Sé que podríamos enzarzarnos ahora en una discusión sobre quién habló ayer, quién decidió que lo mejor era que dejáramos de vernos. Sinceramente no me apetece discutir. No en este lugar. No ahora que siento este agujero de soledad. –A mí tus hermanos me parecen divertidos –dice Axel cambiando de tema–. Ya los había visto antes por aquí. Con esos rizos tan graciosos que tienen... –¡Como para no verlos! Dan vergüenza ajena. 17
–Pero, ¿por qué? –Son bochornosos –respondo sin girar la cabeza, no estoy dispuesta a volver a encontrarme con sus ojos. –No son bochornosos, son pequeños y bueno... Son activos, es normal. Molan. –Te los regalo. Y te regalo a mis padres también, molan casi más que los gemelos. Para ti todo el pack molón. Axel se ríe. Yo no había pretendido ser graciosa. –¿Pero por qué les tienes tanta tirria? –Porque se la ganan. Axel se queda callado, lo cual me resulta extremadamente raro. Estaba dispuesta a no mirarle pero no puedo evitarlo, su silencio me empuja el cuello hacia él. Levanto la vista sin mover la cara. Él no se da cuenta de que le estoy mirando. Parece triste, muy triste. ¿Qué he dicho? ¿Por qué se ha puesto así? De pronto me mira y me sonrojo con un rojo incandescente que alguien debería hacer desaparecer del planeta. ¿A qué viene mi reacción? –Venga, Dice, no deberías decir esas cosas de tu familia. Tanta amargura no le sienta bien a una chica como tú. –¿Tanta amargura? –Por un instante no sé de qué me habla, he perdido totalmente el rumbo–. Ah, sí, lo de mi familia... Bueno, tendrías que vivir dentro para comprenderlo. Y, ¿qué es eso de que no me sienta bien la amargura? –Yo qué sé. Tal vez sea solo que no deberías tenerla, nadie debería provocarte ese sentimiento. Eres, eres distinta, especial. Eres dulce... –le miro entornando los ojos–. No lo parece cuando me miras así, pero eres dulce... Muy a tu pesar –Axel suelta estas últimas palabras en un volumen casi inaudible. Ya, dulce como el dulce de leche–. Nadie debería hacerte sentir mal. Es increíble que diga estas cosas. El primer motivo por el que me siento mal ahora mismo es él. –¿Sabes qué echan hoy en el cine? Axel me mira un tanto desconcertado, luego sonríe. Suena mi alarma interna. No, ¡no, por favor! No era una invitación. –¿Te apetece ir al cine? –pregunta. –Es por mandar a mis padres, así me dejan tranquila un rato. Reanudo el paseo. Sé que me está mirando, siento sus ojos en mi perfil. De pronto, sin previo aviso, me abraza por la cintura y me quedo paralizada. Confieso, solo para mí misma, que no me disgusta lo que está haciendo. Pero sé lo que me conviene, no debo, es tan sencillo como eso. Ya había tomado una determinación respecto a él y tan solo hace un par de horas me prometí a mí misma que sería firme en mis decisiones, no voy a claudicar ahora. Deshago lentamente su abrazo con mis manos. –Si mandas a tus padres al cine esta noche podrías venirte a una fiesta conmigo. Pero mira que si lo que te apetecía era ir al cine habría estado dispuesto a pasar de la fiesta. –Ojalá echen alguna película infantil, así se llevan también a los plastas. –¿De verdad vendrías a la fiesta? –el entusiasmo de Axel me asusta–. Sería genial, conocerías a mis amigos. Bueno y a más gente, así cuando empiece el curso ya conocerás a unos cuantos. No es que vayan a ir muchas personas, es más bien una fiesta pequeña. Ya sabes, a estas alturas del verano casi todos se han ido de St Andrews. Todo el mundo está de vacaciones. Bueno, eso los que no están trabajando 18
como yo. Justo ahora es cuando más trabajo tenemos en el hotel. Pero vamos, que sí que vendrá gente a la fiesta. Vas a pasarlo bien. –No he dicho que vaya a ir. –Pero quieres mandar al cine a tu familia y has dicho que ojalá se lleven a los gemelos. Si no se los llevan tendrías que quedarte en casa a cuidarlos, ¿no? –Quizás me apetezca ver la peli con ellos. Vale, esto no me lo creo ni yo. Ver tan entusiasmado a Axel no me hace demasiada gracia. Sonaba bien lo de la fiesta, pero si va a ser motivo de tanta alegría... No sé, creo que no. Hemos llegado al final de la playa y hemos dado la vuelta. Ni siquiera me he preocupado por fijarme si mi familia nos miraba cuando hemos pasado frente a sus toallas. El tema de Axel me entristece más de lo que me gustaría admitir. Pero lo he pensado mucho, no puedo seguir adelante con él. Sé que esconde algo, casi cada vez que lo miro se asoma a sus pupilas ese secreto que... Lo sensato sería quedarme con lo vivido, no arriesgarme más. Cortar por lo sano ahora y empezar la universidad como un cuaderno en blanco. ¿Quién sabe? Tal vez incluso podríamos ser amigos. Veo sus pies caminando junto a los míos. Vale, no, no podría ser su amiga. Hemos llegado a las rocas del extremo opuesto de la playa de East Sands, donde la cala se redondea. Hago el amago de volver con mi familia pero Axel me toma de la mano y me ayuda a pasar entre las algas y las pequeñas charcas. Veo pececillos atrapados y me siento identificada. No sé qué hacer con él. No sé qué hacer conmigo. Axel sube a una roca y tira de mí para que pueda seguirlo. Nos sentamos, desde aquí los surfistas no son más que pequeñas figuras con traje de neopreno bailando sobre el mar. El viento arrastra nuestras palabras, nos cuesta escucharnos. Tenemos que acercarnos para oírnos y hay momentos en los que casi nos hablamos al oído. Poco a poco, debido a lo que Axel me va contando, mis miedos desaparecen. Me quedo sorprendida, atónita ante lo que acabo de escuchar. Jamás imaginé que algo así hubiese podido ocurrirle a Axel. Que me lo haya contado debería hacerme confiar en él. Sin embargo no puedo evitar sentir que, así como había guardado esta parte de su vida hasta ahora, hay mucho más que mantiene bajo llave. Me siento pequeña y no es la primera vez. Ese debería ser el motivo más importante para seguir adelante con mi decisión de no vernos nunca más. Hace un rato que estamos callados, mirando al mar. Creo que por primera vez la cabeza de Axel está tan llena de pensamientos como la mía. Me pregunto si tendrá las mismas dudas que yo. Una de las gaviotas que pasan volando sobre nosotros deja caer una pequeña concha que aterriza sobre mis manos. Axel sonríe, se acerca a mí y me pregunta al oído: –¿Entonces vienes a la fiesta conmigo? Juego con la concha entre mis dedos. Podría ser una señal, pero ¿de qué? Supongo que Axel interpreta mi silencio como una negativa. Pero claro, insiste, si no dejaría de ser él: –También puedes ir a la fiesta tú sola. Ve sola si quieres. Voy a estar allí pero podemos ignorarnos. Soy un profesional fingiendo no conocer a quien no quiere ser conocido. Te presento a la gente y luego te ignoro, ¿te parece bien? Sonrío, seguramente con más énfasis del que debiera porque él acerca peligrosamente su cara a la mía. –¿Estás seguro de que quieres que vaya? –¿Y esa cara triste? ¡Por supuesto que estoy seguro! –me mira unos instantes y me da un codazo–. Mira que eres tonta... Venga. Lo mismo tienes suerte y encuentras 19
una mamá1 antes de que empiece el curso... ¡Ah, no, que odias a los padres! –¡Muy gracioso! –Venga, que vas a pasarlo bien. ¿Paso a buscarte? –No. Yo... –Vale, sí, has escogido la opción de ignorarnos, ¿no? Niego con la cabeza. Axel me retira un mechón de pelo que el viento empuja con fuerza contra mis ojos y me lo coloca detrás de la oreja. Siento su caricia en el cuello. Ninguno de los dos dice nada, solo nos miramos. –Te has arrepentido de venir –dice con gesto serio. –No lo sé. –Paso a buscarte a las nueve. –No vengas a buscarme a casa. Espérame en la esquina, al lado del río. No entres a mi calle. –No me acerco a tu calle, entendido. Estaré en la esquina a las 9, junto a la cabina telefónica. No sé por qué le he dicho que me espere allí, ni siquiera estoy segura de que sea buena idea ir a la fiesta con él. –Tengo que volver a las toallas, mis padres estarán buscándome. –Tal vez no –me guiña un ojo. –Ya, soy la hija invisible, es verdad. Igualmente tengo que irme. Axel baja de la roca y me abraza para ayudarme a bajar. –Hasta esta noche –dice antes de apartarse de mí. Parece mentira la cantidad de veces que en mi mente paso del sí al no respecto a la fiesta con él. ¿Tres mil veces? Quizás más. No paro de cambiar de idea en el breve trayecto que hay hasta las toallas. No tengo ni idea de si le veré. No sé qué decidirá mi cabeza mutante. Ni siquiera sé si lograré decidir algo en absoluto, todo parece indicar que no, que estoy destinada a ser un semáforo averiado entre el verde y el rojo. La gente no es lo mío. Las fiestas no son lo mío. Y Axel... Bueno, ya veremos qué pasa con él.
1 En la Universidad de St Andrews los estudiantes de primer año tienen una madre o un padre;
estudiantes de cursos más avanzados que les sirven de guía, tanto para cuestiones prácticas como para actividades lúdicas. 20
L
a música está bien, sí... en realidad está más que bien y hay que reconocer que han montado la fiesta con mimo. No imaginaba que Axel se moviera en estos ambientes. La casa es espectacular, demasiado bonita para ser de estudiantes. Grande y con jardín. Hay muebles antiguos y alfombras por todas partes. Nada que ver con los pisos remendados y cochambrosos de la vida universitaria en otras ciudades. No hay un solo póster, solo cuadros bien enmarcados. Mis ojos saltan rápidamente entre varios objetos. Yo los habría puesto a buen recaudo antes de organizar una fiesta. No porque piense en la gente de mi clase; bueno, de mi exclase en el instituto. Cuesta hacerse a la idea de que aquello ha terminado. No es por los bestias de mi exclase sino por simple sentido común. Pero está claro que esto es otro mundo. La gente se mueve con soltura, sin apenas reparar en los objetos tan caros y, por supuesto, sin hacerlos peligrar. Llevo un buen rato clavada en mi sitio, podría haber echado raíces ya. Pero es mejor así, mis movimientos patosos y el cristal caro no son una buena combinación. Axel estaba en la esquina de la calle, tal como prometió. Salí de casa sin saber por qué. No es la primera vez, a veces mis pies son autónomos. Al verle a lo lejos me pregunté qué habría ocurrido si finalmente no hubiese decidido ir a la fiesta. De acuerdo, no es que lo hubiese decidido. Al poco tiempo de despedirnos en la playa mi cabeza dejó de pasar del verde al rojo. Fue volver a la toalla, junto a mis progenitoreslibro, y quedarme en ámbar. Ámbar, sí, con la diferencia de que en los semáforos eso significa que algo va a ocurrir, es una advertencia para el cambio hacia un pase o deténgase. Dentro de mí el ámbar es simple y sencillamente inmovilidad, desconexión cerebral. Diría –si no me disgustara mentirme a mí misma–, que incluso olvidé por completo lo de la fiesta, la sonrisa de Axel, nuestros ojos pegados en el extremo más desierto de la playa. Lo diría pero no lo digo porque sé que no es verdad. Ignoro qué parte de mi cerebro, cuál de sus cables lanzó las chispas necesarias para que me levantara pronto de la mesa después de la cena. Lo siguiente que recuerdo es ver a Axel a lo lejos, junto a la cabina telefónica. Parecía tan tranquilo. ¿Y si yo no hubiese venido, me habría esperado allí un buen rato? Supongo que sí. Me ve, sonríe, se guarda algo en el bolsillo de la chaqueta. Me saluda con la mano. Y aquí estamos, en la famosa fiesta que se suponía que iba a ser pequeñita y donde yo me pregunto si el concepto de fiesta pequeña puede diferir según seas universitario o no. Tomaré nota, en breve seré universitaria yo también. Axel parece alegrarse de que haya venido con él. Corrijo, no, no parece alegrarse, está exultante y el dios de los inadaptados sabe que no uso esa palabra a la ligera. No ha parado de presentarme gente desde que llegamos. No recuerdo ni un solo nombre; no podría aunque quisiera, son demasiadas caras, demasiadas manos las que han pasado por aquí 21
en unos cuantos minutos. No he podido dejar de observar a Axel, toda mi atención ha sido para él en la última media hora. ¡Lo conoce todo el mundo! Y yo que lo consideraba más bien rarito. Vamos, estaba segura de que era un friki, pero aquí lo adoran. Y no, noooo, no estamos ante una panda de frikis. Al menos no son el tipo de frikis a los que estoy acostumbrada. Son simpáticos, no puedo decir lo contrario, pero me hacen sentir tan fuera de lugar. Fueron educados en una liga superior, eso está claro. Esos tonos refinados con los que hablan de cosas que no entiendo. Ahora que lo pienso, no sé qué narices pinto aquí. Ser LA friki de la fiesta, supongo. –¿Y esa cara? –me pregunta Axel bajito, con su sonrisa perenne, rozándome cariñosamente la mano–. Espero que no te sientas incómoda. Estoy a punto de decirle que no tengo motivo alguno para sentirme incómoda, pero eso indicaría que sí lo estoy. Le miro, no para de sonreírme. Me pregunto si es que le gusto de verdad y me sorprende mi propia respuesta. Está claro que sí, no hay más que verle. No lo entiendo, yo jamás me gustaría... Vale, ya estoy desvariando. –¿De verdad no estás incómoda? –No. –¿Y por qué no paras de jugar con los dedos? No respondo, me limito a esbozar una sonrisa lo más natural que puedo. La enésima chica de la noche llega y saluda a Axel acariciándole el cuello. ¿Es que no ve que estamos en un momento privado? Pues no, no lo ve, o no lo quiere ver. Parece que la invisibilidad que gasto frente a mis padres se extiende también al resto de la gente de St Andrews. Perfecto, no he empezado aún mi vida universitaria y ya estoy triunfando por todo lo alto. Los dedos de Axel siguen rozando mi mano. No me lo pienso dos veces, mientras la princesita le dice no sé qué estupideces a mi chico le cojo la mano para que quede bien claro con quién está. ¿Será posible? ¿Acabo de llamarlo mi chico? Ahora sí que estoy desvariando. –No me voy –me dice Axel al oído con suavidad. Me doy cuenta de que estoy apretándole la mano con bastante más fuerza de la necesaria. La princesita se ha ido. No me la ha presentado, ni falta que hacía, yo tampoco quería conocerla. ¿Está más guapo que de costumbre o solo me lo parece? Dice, procura no babear. Miro a mi alrededor, ¡qué cantidad de nenitas guapas! ¡Y los modelitos que llevan! Es como si nos hubiéramos colado en las páginas de una revista de moda. Axel tendría que habérmelo advertido, tendría que haberme dicho algo. Sí, he venido con una de mis camisetas extra grandes; tampoco es que haya mucho más en mi armario. El cantazo no podría ser mayor: tacones, vestiditos, maquillaje y yo con mis vaqueros y mi camiseta. ¿Me miran por eso o porque estoy con él? Supongo que me miran precisamente por eso y porque estoy con él. Un momento, ¿por qué no me ha presentado a la última que ha aparecido por aquí? Se me ocurren toda clase de explicaciones rocambolescas y ninguna de ellas me deja muy bien parada. Suelto la mano de Axel. Vuelvo a retorcerme los dedos. No debería haber venido. Axel me abraza. –¿Estás a gusto? Asiento y sonrío. –Nunca me habías sonreído así. Mensaje especial para las cacatúas: está conmigo. Habría que ver cuántas horas tardaron en peinarse las tres cotorras del grupito que hay frente a nosotros. Sí, esas que nos miran y se ríen. Veo venir a la rubia número tres mil. Se acerca a Axel y le da 22
un beso en la mejilla antes de que él se dé cuenta de su presencia. –Hola, guapo –le dice con voz de divoncia fatal. Se aleja antes de que él pueda reaccionar. Cuando está a cierta distancia mira hacia atrás y le sonríe. Axel la saluda moviendo la mano como un pelele. La odio automáticamente. –¿Quieres beber algo? –pregunta Axel, pero no llego a responder cuando nos interrumpen otra vez. –¡Axel, tío! ¿Qué pasa? –grita un chico alto con media melena, mientras se acerca a nosotros con los andares acompasados y despreocupados de un dromedario. –Dice, David –dice Axel a manera de presentación. –Encantado –dice David casi sin mirarme. Sus ojos no se detienen ni medio segundo en mí–. ¿Cómo va esa novela, tío? –le pregunta a Axel. –Bien, bueno, no va mal, supongo. Eso ya es algo ¿no? –¡Ya ves! –David le da una sonora palmada en la espalda a Axel. Los dos se echan a reír a tal volumen que varios invitados giran la cabeza para mirar hacia nosotros. –¡Qué envidia me das, tío! –exclama David. –A ver si para finales de mes termino el borrador y así le doy a la corrección el resto del verano –dice Axel. –¡Qué máquina! ¿Tienes ya el primer borrador? ¿Qué borrador? Genial, ahora ya no solo me pierdo con lo que cuentan los demás invitados sino también con lo que cuenta Axel. –Sí, ya está el borrador... Hombre, casi. Axel se hincha como un pavo real. Creo que nunca lo había visto tan orgulloso. O tan feliz, ¿está feliz? De pronto no lo reconozco. De hecho, desde que llegamos a la fiesta ha empezado a parecerme alguien a quien nunca he conocido. No sabía que se relacionara tan bien y muchísimo menos que tuviese un borrador de nada. –Pues entonces lo tuyo va más que bien, tío –dice David–. Yo estoy atascado, no termino de ver al prota... "Tío", "tío", "tío", es de lo único que me entero. ¿Qué pasa conmigo? ¿Ya no importa si quiero beber algo o no? ¿Qué pasa con todo lo que me dijiste ayer, con lo que me has contado esta misma mañana? Axel gesticula apasionadamente, no para de hablar de cosas que no entiendo y que me excluyen por completo. ¿De qué novela hablan? ¿A qué borrador se refieren? ¿Desde cuándo le gusta tanto la literatura? Me ha soltado la mano en cuanto ha visto a su amigo. Vale, sí, ya tendría que saber lo mucho que le gusta la literatura, lo demostró en la playa sabiendo de dónde han sacado mis padres los nombres de los gemelos. Está claro que su amigo ha escrito algo o lo está escribiendo, ¿es eso? Pero parece que Axel también está escribiendo. Oigo la risa estridente de la rubia de antes. Sí, la de la voz de diva fatal. Ha repetido el numerito del beso fugaz en la mejilla con unos cuantos. Podrían resbalarse con sus propias babas los tres que la rodean. No una copa sino tres, la reinona de la fiesta tiene frente a sí las manos de tres chicos distintos ofreciéndole una copa. Axel en cambio ya ni se acuerda de mí. Hay que ver la soltura de la niña. Ignoraba que fuera posible mover las pestañas así. Sí, señora, ninguna de las tres copas ofrecidas le ha parecido bien. La rubia le pone la mano en la cintura a uno que pasa. No, no le pone la mano, se la posa. Me doy cuenta de que tiene una elegancia que yo no tendré jamás. No la tendría ni si muriera y volviera a nacer. Así son las cosas. La rubia ha pasado de sus tres trovadores y le ha quitado al chico que pasaba la copa de la que él estaba 23
bebiendo. Él, lejos de enfadarse, se une a la corte de admiradores babeantes. Axel y su amigo siguen hablando de revisiones, tramas y no sé qué más. Se han ido acercando tanto uno al otro que me han dejado totalmente excluida. Axel prácticamente me da la espalda y sé que ni siquiera es consciente de ello, lo cual evidentemente es peor que si lo hubiese hecho a posta. Veo acercarse a una chica con copas de colores sobre una bandeja. Cojo una cualquiera, ni siquiera me molesto en mirar qué son. Doy un trago y el sabor cálido del alcohol me sugiere mi siguiente paso en falso. Por experiencia sé que cuando decido hacer algo, irremediablemente es un paso en falso que culmina en una de tres: error a lamentar, ridículo o ambas cosas. Pero lo he decidido y ya no hay vuelta atrás: tengo que aprender de la rubia divina si quiero sobrevivir a la universidad. Esa es mi misión. No te rías de ti misma, Dice, puedes conseguirlo. No le quito ojo. No pienso pedirle a Axel que vuelva a prestarme atención, tiene que salir de él. Parece, por lo que veo en mi nueva maestra, que esa es la técnica. Levanto morritos al aire aún cuando eso me hace sentir profundamente ridícula. Desvío un poco la mirada y veo que hay un chico en la otra punta del salón mirándome. Bajo la mirada hacia mi copa con un golpe seco y me encojo. Ya ves, estoy a un paso de lograr la delicadeza de la princesita rubia... Culpa mía, no debería ni haberlo intentado. No me había dado cuenta de que las copas son de cristal. El borde tiene azúcar azul y una guinda. La despego y me la llevo a la boca solo para dudar en el acto si era solo un adorno y si habré demostrado mi paletismo comiéndomela. ¡Cómo echo de menos a Marion y Laura! Siempre han estado conmigo en las pocas fiestas a las que he asistido. Nunca pensé que echaría de menos los vasos de plástico, a la gente sentada en el suelo, la música tan alta que no se puede hablar. Los pósters que acaban con bigotes pintados o con alguna dedicatoria graciosa al final de la noche. –Perdona, creo que no nos conocemos. Hay un chico con chaqueta de tweed frente a mí. –Soy Carl. –Dice –estiro la mano para saludarlo, pero me la escondo detrás de la espalda enseguida porque me doy cuenta de que tengo los dedos llenos de azúcar–. Eurídice – rectifico. –Encantador nombre, Dice. El chico me toma el brazo para hacerse con mi mano. Besa mi puño cerrado. Siento el tacto pegajoso del azúcar entre mi palma y las yemas de los dedos. –¿Puedo llamarte Dice? –Asiento–. No he querido dejar a una chica como tú tan solitaria. Sería una especie de pecado –Hago mi mejor esfuerzo por esbozar una sonrisa, aunque no estoy segura de lograrlo–. Sería un pecado si creyera en los pecados, claro. El chico lanza una risotada que le resuena en la nariz con un ruido similar al de los cerdos. –¿Cómo has dicho que te llamas? –pregunto intentando ignorar la resonancia nasal. –Carl. ¿En qué escuela estás, preciosa? –¿Cómo? Acaba de llamarme preciosa. ¿De dónde ha salido este? –Sí, ¿en qué facultad? Ya sabes, escuela, facultad... Aquí más bien hablamos de escuelas. 24
–Ah, empiezo Matemáticas este año. –Interesante, el mundo es matemática pura, por mucho que a algunos nos pese –Carl dibuja pretenciosos círculos en el aire con la copa de vino tinto que lleva en la mano–. Los números dieron origen al universo, eso sostienen algunos. Yo en cambio pienso que fueron la primera broma pesada de los dioses para los humanos. Se aburren, sabes, les gusta vernos sufrir –Vuelve a brotar la risa nasal, aunque ahora con más fuerza. Hay un silencio bastante incómodo–. Me refiero a los dioses. Sin duda la vida en el Olimpo debe ser aburrida. Carl me mira fijamente mientras yo intento mirar de reojo a Axel. Me gustaría saber si está al menos un poquito pendiente de mí. ¿Estará jugando a no conocerme como me dijo que podría hacer? Sé que aquello solo era una broma para convencerme de que viniera con él. Pero, ¿para qué me quería aquí? Veo su perfil y es como si lo observara por primera vez. –Yo estoy en mi último año de posgrado –la voz de Carl es como una bofetada que me saca de golpe de mis pensamientos–. Facultad de Teología, más conocida por todos como Escuela de Divinidad, supongo que te suena. ¿Cómo puede tener un acento tan ostentoso? Carl redondea tanto las vocales al pronunciarlas que parecen pompas de jabón a punto de estallar. –Perdona, me he distraído –sacudo la cabeza, me siento un poco aturdida. –Mi especialidad es la Historia de las religiones. Me interesan en cuanto fenómeno antropológico, ¿sabes? Mi tesis es sobre religión oriental antigua, la interrelación entre... No puedo evitar volver a mirar hacia Axel, pero él ni siquiera se da cuenta de que lo estoy mirando. Supongo que esta es la constatación de lo que venía temiéndome hace ya meses. Lo que resumo frente a mis amigas como el gran batacazo. Sí, ese momento en el que te das cuenta de que todo lo que has vivido junto a alguien no ha sido más que un tiempo extra, no pertenece al partido real. Para evitar los grandes batacazos hay que saber disfrutar un poco, solo un poco. Es importante no engolosinarse, porque entonces quieres más y más, y resulta que cuando vas cantando con los brazos levantados, la noria frena de golpe y sales volando... Axel pasa de mí. Creo que estoy en pleno vuelo. –Te has distraído otra vez. Tranquila, es fruto natural del agobio. Mis ojos vuelven hacia Carl, no deja de acariciar la copa con sus dedazos. –¿Cómo? ¿De qué agobio? Por absurdo que parezca, las palabras de Carl han conseguido herirme. Es la primera vez que le miro a los ojos. Son negros, diminutos, como dos canicas nerviosas tras unas gafas de cristal grueso. –Es normal que estés agobiada. –No estoy agobiada. –Al principio es difícil. Profesores, asignaturas, sociedades, bailes, juegos de golf, esgrima... –La piel lechosa de Carl deja traslucir unas venas diminutas que le cruzan la cara como finísimas patas de araña–. No te preocupes –insiste–, al final conseguirás ser como cualquiera de estas chicas. No para de mover pomposamente la copa. Las canicas que tiene por ojos pasan de las princesitas de la fiesta a mis zapatos planos. Sí, se han parado en mis zapatos planos. –Seguro que al final terminas siendo mejor que ellas, tienes mucho potencial. Dice. Eurídice. Eurídice, ninfa de los bosques... 25
–La fiesta está llena de chicas, ¿por qué has venido a hablar conmigo? Los diminutos ojos de Carl dan un respingo detrás de los cristales. –¿Así de abiertamente me vas a echar? –Sí –respondo con sequedad. Estoy más enfadada de lo que me gustaría admitir. Sé que no es solo Carl el culpable de mi nubarrón mental. –¡Cuánta pasión! Ya decía yo que eras diferente. Axel desvía por un segundo la mirada hacia mí, el último comentario de Carl ha llamado su atención. –Perdona, Carl –hago mi mejor esfuerzo por ser agradable. –No pasa nada –Carl posa su manaza sobre mi hombro–. Ya hemos dicho que son los nervios de la recién llegada. Yo podría echarte una mano si quieres; en nada estarás haciéndoles sombra a todas. Podemos empezar por escoger una society2. Axel está pendiente de mi conversación, su amigo sigue hablando pero sé que no le escucha a él, está pendiente de mí. Un triunfo insignificante para la humanidad, un gran triunfo para Eurídice. ¡Gracias, dios de los inadaptados! –¿Es difícil escoger una society? –pregunto con una voz edulcorada. Sin el más mínimo interés. Por el placer de que Axel me oiga. –Este curso pasado había 140 y van en aumento. –¡Vaya!, ¿tantas? –La oferta abarca intereses muy diversos, por ello escoger puede ser una tarea abrumadora. Carl se acerca la copa a los labios. Un sorbo claramente audible hace que mi único deseo sea alejarme cuanto antes del sapo vestido que tengo delante. –Lo mismo no voy a ninguna. Mi tono no disimula la repulsión que siento... Axel vuelve a centrarse en la conversación con su amigo. Si es que estos juegos no son para mí. –Harías muy mal. –¿Qué más da? Paso de sociedades. –Mal, muy mal. Permíteme que te ilustre. Sería como dar a entender que no has sido capaz de escoger entre todas las opciones. O que no encajas en ninguna de ellas, lo cual sería aun peor. –¿Por qué iba a ser tan importante una cosa de tiempo libre? –Segundo error. Más que de tiempo libre, yo definiría a las societies como de ámbito social. Será la esfera en la que socialices, eso te define frente a los demás. Comprenderás que no es cuestión de poca monta. Busco desesperadamente una vía de escape, como si estuviera ante un desastre natural. En el camino mi mirada se encuentra con la de Axel. ¿Es que no piensas salvarme de este pelmazo? Es como si pudiéramos hablar sin palabras. ¡Son celos lo que veo en sus ojos! Lanzo una risita fingida y le toco el brazo a Carl. –Bueno, habrá que encontrar una sociedad entonces –ser simpática me supone un esfuerzo titánico–. Y si no, siempre puedo crear mi propia society de inadaptados, ¿no? –¿Inadaptados? –Inadaptados, sí. Tenemos un dios propio y todo... –¡Eso me interesa! 2 Se llama societies a los distintos clubes de actividades de tiempo libre.
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–El dios de los inadaptados... –Habrá que hacerle una ceremonia de bienvenida al panteón. Lo propondré entre mis colegas teólogos. Una vez más resuenan los gruñidos de jabalí de Carl. Fuerzo una risotada estridente. –Eres sencillamente brillante, Carl. ¿Habré sonado tan estúpida como me lo parece? Carl deja de reír y me acaricia la mejilla. Axel está mirándonos, pero no puedo evitar echarme hacia atrás, eludir el contacto con la babosa es instinto puro. –Venga, no te enfades. ¿Te llevo a dar una vuelta y me cuentas más sobre ese dios tuyo? Tengo el deportivo ahí fuera. ¿El deportivo?, ¿qué tiene de malo la palabra coche? –No, gracias, he venido acompañada. Estiro la mano buscando la de Axel y en ese mismo instante sé que soy la mayor idiota del universo, no puede existir otra más certificada. Haber aguantado a Carl para luego romper así el juego. –Excusez-moi, mademoiselle! Payaso... Axel me ha cogido la mano pero ni siquiera me mira, sigue hablando con David. Pasa de mí de una forma tan evidente, que Carl esboza una sonrisa de medio lado. –Bueno, si te aburres y te apetece dar una vuelta en el deportivo solo tienes que decirlo, ¿vale? Su mirada de zorro me pone la carne de gallina. Sí, he sido una presa fácil. En menos de un segundo Carl se marcha y me quedo sola, experimentando el encogimiento progresivo propio de estos casos. Podría ser una bolsa de la compra por la forma en la que me sujeta Axel con la mano. De hecho creo que una bolsa de la compra le importaría un poco más. Observo a la gente, algunos de los que me ha presentado Axel me sonríen desde el otro lado del salón mientras los objetos parecen hacerse cada vez más grandes. Carl lo ha dicho, soy diferente, aunque no en el mejor de los sentidos. Jamás tendré ni la décima parte del glamour de la más fea de esta fiesta. En el fondo tampoco estoy segura de querer parecerme nunca a ellas, son lo opuesto a mí. Sin embargo, un abismo de duda tira de mis pies como una fuerza infinita que me succiona hacia el centro de la Tierra. Nunca había sido consciente de mi aspecto patoso. No me había parado a pensar en cómo me muevo, ni había notado que coloco las puntas de los pies hacia adentro cuando estoy quieta. Ese tipo de cosas no importaban antes de que entrara en escena el imbécil de Carl. Esa babosa repugnante. No tuvo que decir nada, bastó su diminuta mirada parapetada detrás de sus gafas, deteniéndose unos instantes en mis pies. –Empieza matemáticas este año. Axel está hablando de mí con David. Me suelto con un tirón seco, cruzo el salón hecha una furia y salgo al porche. Los farolillos de papel incrementan mi mal humor, no soporto sus colores pastel. Sentir el viento en la cara no ayuda. Oír las risas que explotan en distintos puntos del salón, todo eleva mi mala leche hasta cotas desconocidas. –¿Qué pasa? Es Axel, no me hace falta girarme para verlo, podría reconocer su voz en cualquier lugar. Aún dormida sabría que esa voz es la de él. –Nada –respondo mirando hacia la oscuridad del jardín. 27
–¿Nada? –Nada en absoluto. Axel suspira y yo me giro hacia él despacio, desafiándolo con la mirada. –¿Qué he hecho? –pregunta con cara de paciencia, apoyándose en la barandilla del porche. –No necesito que me tengas paciencia, ¿sabes? No tienes por qué resoplar. –No he resoplado. Dice, ¿qué ocurre? ¿He hecho algo? Ahora su voz se ha vuelto dulce y eso me pone aún más frenética. –No sé, no se me ocurre nada. Espera, a ver... ¿Ignorarme? ¿Tratarme como a una niña pequeña? ¿Explicarle a todo el mundo los detalles de mi vida? ¿Invitarme a un lugar en el que no conozco a nadie para luego pasar de mí? Párame cuando no quieras escuchar más motivos. –¡Pero si solo le he dicho a David lo que vas a estudiar! ¿Qué tiene de malo? –Nadie te obligaba a invitarme a la fiesta si preferías venir solo. –¿Pero qué estás diciendo? –Lo que has oído –las palabras se abren paso arañándome la garganta. Veo a Axel junto a mí, en este porche desconocido, y no logro entender por qué está conmigo. Carl ha dejado bien clara mi condición de patito feo. Según él seré un cisne precioso un día. Personalmente lo dudo mucho. Lo que está claro es que ahora, en este momento, mis pies de pato escondidos en zapatos planos unen sus pulgares y no puedo ni quiero evitarlo. –Perdona –Axel me toma suavemente las manos–, no pensé que te molestaría. Me pareció normal ayudar a que te conozca la gente para que te integres. –¡Sé integrarme sola! Una ráfaga de orgullo sale despedida de mis ojos. No suelto las manos de Axel, estoy tan tensa que ni siquiera siento su tacto. –Ya he visto cómo te integras. El tono de Axel es amargo, luego sí se ha percatado de mi charla con Carl. Sí le ha importado. Ninguna palabra recorre el espacio entre nosotros. Pierdo la noción del tiempo, no sé si han sido solo unos segundos o mil minutos los que han alojado nuestro silencio. ¡Vaya forma de darme de bruces con la realidad! No soy nada comparada con las chicas de la fiesta. ¿Qué hace conmigo? Soy imbécil. No existen palabras en el diccionario para describir mi imbecilidad por haberme permitido llegar a este punto. –¡Axel! Es una de las princesitas. Ha gritado el nombre con una estridencia innecesaria. Él la mira, le hace un gesto negativo con la cabeza y ella desaparece. –¿Quieres decirme qué he hecho? ¿Por qué te has enfadado? Suena bastante más tranquilo que hace un rato, pero no respondo. No es que no quiera hablar, es que sencillamente no encuentro las palabras. –Odio cuando te encierras en tu caparazón –Axel musita y lanza un suspiro al vacío de la noche. –Te has portado como si no estuviera presente. Me tenías a tu lado como una mascota, pasabas totalmente de mí. He visto cómo te miraban tus amigas y cómo las mirabas tú y, ¿sabes? No tenías por qué haberme invitado, no hacía ninguna falta. No soy ni seré la primera persona que empieza su vida universitaria en una ciudad nueva, ya haré mis propios amigos, no necesito que me presentes a la gente. 28
Muy propio de mí, nada de término medio, o no encuentro las palabras o se me escapan en tropel. –¿Pero qué dices? Si solo estaba hablando con un amigo, no pretendía que te sintieras excluida. Además, podrías haber participado en la conversación. –Claro, como entendía tan bien de lo que estabais hablando... De pronto, sin saber cómo, empezamos a discutir, algo que nunca había ocurrido entre nosotros. No es una charla intensa, no, es una pelea en toda regla y no puedo ni quiero evitar lanzarle mil reproches cual cañonazos. ¿Quién es Axel? ¿Cómo hemos podido llegar hasta este punto? Más bien, ¿cómo he podido llegar hasta este punto sin saber prácticamente nada de él? La vida es así, espera a que te sientas fuerte para darte una bofetada. Espera a que te sientas fuerte para demostrarte que eres la pieza más débil. Es el castigo que merezco por haber llegado a la fiesta montada en mi nube personal. El que se enamora pierde, siempre lo he sabido, pero me niego a aceptar que la derrota esta vez haya caído en mi tejado. –Venga, Dice, no seas cría. Axel intenta sujetarme. Supongo que quiere abrazarme pero yo solo puedo pensar en salir corriendo de allí. Lo haré, esta vez seré contundente. Me mantendré firme en mi posición. Ahora sí que no hay vuelta atrás. Me iré para siempre en cuanto haya terminado de escupirle las verdades a la cara, al menos tengo que dejarle bien claro lo egoísta que es. Una pareja hace el amago de salir al porche pero vuelven al salón en cuanto se percatan de nuestra discusión. –Llevan ya un buen rato peleando. El comentario flota hasta nuestros oídos seguido de unas risas que indican claramente que el asunto resulta demasiado banal para prestarle más atención. Somos la atracción superficial en una fiesta aún más superficial. La música sigue sonando, se entremezcla con charlas de tesis, caballos y vacaciones en lugares exóticos. El mundo sigue girando aunque a mí se me haya parado el corazón. –Habrá que poder salir a fumar en algún momento, ¿no? –dice alguien desde el salón con el volumen exacto para que podamos oírlo. La gracia es celebrada con risas. Estoy harta de ser el bufón, cansada de mis dos opciones de vida: mujer invisible o bufón. –Dice, por favor... Axel me habla con su serenidad habitual, con la dulzura de siempre. Si no acabara de venirse abajo mi mundo pensaría que le importo de verdad, que su mirada es sincera. Sus ojos esperan una respuesta, pero ya no tengo nada que decir, me siento totalmente vacía. Empujo sus brazos mecánicamente para separarme de él, no sé en qué momento ha conseguido abrazarme. Sé, por su cara, que mis ojos ahora mismo son gris oscuro, gris tormenta, que lo miran despiadadamente. Las yemas de nuestros dedos al fin pierden el contacto y yo giro mis pies de pato para alejarme cuanto antes de allí. Axel se apoya en la barandilla, no deja de mirarme. Las cortinas ondean al viento, entran y salen del salón como etéreas espirales danzarinas. No miro hacia atrás. Sé que él me mira pero yo no miro hacia atrás, nunca más volveré hacia atrás. Camino hacia Carl sin saber muy bien por qué, sin que mi cerebro dirija mis acciones, sin que mi cuerpo parezca ya tener un alma. No me hace falta decirle nada, él me toma de la mano y salimos. Oigo a lo lejos voces que le dicen a Axel que me deje marchar, que pase de mí. Todo parece un mal sueño, como si le ocurriera a otra persona, no a mí. 29
E
l humo, el polvo y la niebla se confunden en un todo, son una masa que densifica el aire y hace difícil respirar. De alguna forma agradezco la dificultad, pues es justo eso lo que me da la tranquilidad de saber que estoy viva. No sé dónde estoy ni qué ha ocurrido, pero sé con seguridad que estoy viva. Noto algo tirando de mí. El cinturón de seguridad aún me sujeta al asiento. Busco a tientas el broche para liberarme y, cuando por fin lo consigo, caigo sobre mi cabeza. Estoy en un coche volcado. Toco algo que parece césped. Me arrastro y salgo por la ventanilla sin dificultad, seguramente se habrán roto los cristales, sí, sería lo más normal. Me pongo de pie sin problemas. No me duele nada. He tenido un accidente pero no me ha pasado nada. He volcado... Hemos volcado, de pronto recuerdo a mi acompañante. –Carl... Carl... Mi voz suena como si estuviera hablando dentro de una lata. No hay respuesta. Me muevo con desesperación, giro alrededor del coche y me detengo con un vuelco en el corazón; no hay sonido alguno. No oigo insectos, ni el viento, ni siquiera el ruido que deberían haber hecho mis propios pasos al pisar la hierba y los cristales rotos. Entro a gatas en el coche, noto cómo los cristales se me clavan en las manos. Busco a Carl, pero es imposible encontrarlo, la oscuridad es demasiado espesa y tengo que guiarme a tientas. Toco algo que parece una linterna, mis dedos vuelan sobre el nuevo objeto buscando el botón de encendido. Una escuálida luz ilumina el interior del coche, estoy del lado del copiloto. Elevo la mano para dirigir la luz hacia el otro asiento. Doy un respingo y el golpe que me doy en la cabeza ahoga mi grito. El asiento del conductor tiene el cinturón de seguridad abrochado pero está vacío. Las ideas se me agolpan, cruzan mi mente a toda velocidad. Carl podría haber salido disparado por el impacto. Salgo del coche, intento hacer un par de respiraciones profundas para calmarme. ¿Y si está tirado en algún lugar? Debería ir a buscarlo, pero ¿en qué dirección? Me apoyo en la rueda para volver a mirar el interior del coche con la linterna, más por esperanza que por lógica. El cinturón está abrochado. Carl no está. –Aaaaaaaaaaaaah. Grito hasta sentir que se me desgarran los pulmones. Sé que estoy gritando pero no consigo oír mi voz. 30
Es una broma. Tiene que serlo, es la única explicación posible. Repaso todo mi vocabulario y no encuentro ninguna palabra que exprese ni remotamente lo que siento ante lo que ha hecho Carl. El hecho de que se haya largado y me haya dejado tirada me produce una rabia que me corta la respiración, pero no puedo entender por qué ha vuelto a abrochar el cinturón... Cabrón... Me suena a halago. ¿Y si está escondido en algún lugar para reírse de mí? No pienso darle el gusto. Echo a andar con una indignación que me quema las vísceras. No tengo ni idea de hacia dónde está St Andrews. Ilumino el camino frente a mí esperando que mi brújula interna me guíe. En un silencio sepulcral, me limito a poner un pie delante del otro. No sé cuánto tiempo llevo andando, no me importa, solo puedo pensar en lo que ha hecho Carl. Aparece por fin la primera farola, su débil luz peleándose con la densa niebla. Hay un campo de rugby a la izquierda, mi brújula interna ha funcionado bien, un poco más allá debe estar el mar. Tengo que seguir andando. Estoy en el oeste de St Andrews, tengo que seguir hasta el este. Queda un buen tramo, pero sé que podré llegar a la casa que han alquilado mis padres. Poco a poco la repugnante imagen de Carl desaparece de mi memoria. Ya veo el puerto, casi estoy en casa. En nada llegaré al pequeño riachuelo que corre en paralelo a la calle. Aquí está, y allí está mi familia. Allí debería estar... Vale, este es el riachuelo, el pequeño puente... ¿Dónde está mi casa? Me apoyo en el murete de piedra del puente, el temblor de mis manos me sube por los brazos. St Andrews termina aquí. No hay ninguna construcción más allá del puente, solo árboles y hierba alta donde debería estar mi casa. Miro hacia abajo, el agua del riachuelo dibuja ondas grises pero no hace ningún ruido. Debo de haber perdido el oído temporalmente. Seguramente estoy desorientada, eso es todo. Tengo que serenarme. Me doy una bofetada, conteniendo las lágrimas de rabia que luchan por salir. Me quedo inmóvil, me siento como si fuese una estatua de sal, como si mi integridad pudiese desaparecer al igual que la realidad física que no encuentro frente a mis ojos. No estoy desorientada. Esto es St Andrews y este es el lugar en el que debería estar la casa de veraneo que han alquilado mis padres. Me niego a dejarme tragar por el absurdo. Dormiré, esta noche de pesadilla pasará y todo volverá a la normalidad. Vuelvo hacia el oeste de St Andrews, decidida a llegar al Old Course, el antiguo campo de golf. Justo en frente está el hotel de lujo en el que se alojan mis tíos. Ni siquiera tengo que pasar la noche con ellos, no tengo por qué aguantar a mis primos. Basta con que llamen a mis padres para que vengan a buscarme. Ya está. Llamarán, mis padres vendrán, aguantaré el chaparrón de su bronca y mañana todo habrá pasado. Al despertar habré recuperado el oído y este absurdo no será más que un mal recuerdo. Paso por Market Street y freno en seco frente al supermercado. ¿Dónde está? Simple y sencillamente no está. En su lugar hay dos casas bajas. Avanzo un poco, tal vez esté un poco más adelante, estoy cansada, puedo estar confundiendo la altura de la calle... El supermercado tampoco está más adelante. Empiezo a sentirme realmente mal. Retrocedo, me detengo para observar estas casas que no había visto nunca. Miro hacia un lado, miro hacia atrás. Del otro lado de la calle, donde normalmente hay una tienda de móviles, ahora hay una sombrerería antigua. Cruzo para acercarme y se me encoge el estómago, a través del cristal del local oscuro se adivinan las plumas y las 31
flores de fieltro que adornan unos sombreros de señora. Todo me da vueltas, necesito sentarme, apoyarme un poco al menos. Echo las manos hacia atrás, es entonces cuando me doy cuenta de que no hay un solo coche, ni siquiera están las líneas que marcan los espacios para aparcar sobre los adoquines. Una ráfaga de viento helado me roza el cuello, es como el susurro de un mal presagio. Giro la cabeza. Junto a la antigua fuente de piedra veo una enorme carpa de circo. Raída, cayéndose a trozos como si hubiese estado allí durante años y el sol y la lluvia hubiesen terminado por rasgar la lona. La visión me produce escalofríos. –Pero... ¡Si he pasado por ahí hace un segundo y no había nada! Muevo la boca como un pez, sin emitir ningún sonido. Podría pensar muchas cosas pero me niego a permitir que el terror se apodere de mí. Esto no puede estar pasando. No puede. No dejaré que ocurra. Reanudo mi camino por Market Street, piso los adoquines con decisión, pienso dejar mis huellas en la piedra, les demostraré a todos que esto no puede estar pasando, no puedo haber perdido el contacto con la realidad. Giro a la derecha en el estrecho pasaje que corta camino hacia North Street. El espacio es tan reducido que de pronto me falta el aire, es como si las paredes se me echaran encima. Levanto la mirada. El farol despide una luz enfermiza, como dibujada a lápiz. Oigo las palabras dentro de mi cabeza, como si mis pensamientos se hubiesen vuelto sonoros. Se me acelera la respiración, tengo que abrir la boca porque no consigo regular el aire por la nariz. Me siento en el suelo del pasaje en un esfuerzo por tranquilizarme. No puedo respirar, me duele el pecho. Apoyo la cabeza entre los brazos y las piernas. Por primera vez en mi vida tengo necesidad de gente, necesito hablar con alguien, con quien sea, solo necesito un poco de contacto humano que me devuelva a la realidad. –¡Ouuu, que vamoooos! Levanto la cabeza de golpe, apenas tengo tiempo para recoger los pies y evitar ser arrollada. Dos enanos de pinta extravagante recorren el pasaje en triciclo a toda velocidad. Al llegar al final uno de ellos frena arrastrando los talones contra el suelo y se gira hacia mí. –¿Vendrás al espectáculo de esta noche? –¿Qué espectáculo? –pregunto inocentemente. Me sobresalto, he oído al enano, he oído mi propia voz. –¡Puaj, por favor!, ¿qué espectáculo? ¿Me preguntas a mí qué espectáculo? –Me lo ha preguntado a mí, a mí –dice el otro enano, asomando el morro de su triciclo por el extremo opuesto del pasaje a donde estoy. Los veo borrosos, como espectros. La tísica luz del farol me impide verles la cara. Intuyo sus piernas regordetas, la silueta de los dos morros de los triciclos, adivino los chalecos, pero no logro ver más. –Te advierto que no deberías perderte la función de esta noche... Este se va a meter a la jaula de los grifos, va a ser espectacular. –¡Sí, porque son grifos sin domar! No digo nada, ¿qué puedo decir? Además, no tengo ni idea de lo que es un grifo. –Lo mismo es que no le gusta el circo –la voz del primer enano está cargada de tristeza. –¿Cómo no le va a gustar? –responde el otro. 32
–Yo qué sé, lo mismo es una de esas a las que no les gusta. –¿De cuáles? –De esas –responde el primer enano. –¿De cuáles? –pregunta el segundo. –De esas... ya sabes. –¿De esas? –No, de estas –responde el primer enano propinándole un sonoro manotazo en la cara al segundo. El diálogo de los enanos se convierte de pronto en una pequeña pelea que intercala manotazos, "de estas", y chirridos de las ruedas de los triciclos. No tengo fuerzas para intervenir. –¿Quién invade mi cunita? –interrumpe una potente voz cavernosa detrás de mí. Me pongo inmediatamente de pie, en alerta para escapar. –Eh, tú, la que no le gusta el circo –susurra uno de los enanos–. Ven acá, sal, el pasaje es su cunita. –No sabemos si es de esas o no –murmulla el otro enano y recibe una bofetada como respuesta. –Es hora de tumbarme en mi cunita –insiste la voz cavernosa–, ya va a empezar la música de cunita. Veo una mata de pelo plomizo que entra en el hueco abierto entre la calle y la casa de arriba. Luego veo la gruesa nuca, ancha como un tronco, los hombros y la parte alta de la espalda. El dueño de la cunita lleva chaleco como los enanos. Es tan increíblemente alto que tiene que doblarse por la mitad para entrar. Me desplazo lentamente hacia los enanos, arrastrando la espalda contra la pared. –Así no, Guli, no –sisea la voz cavernosa–. Es por el otro lado, recuerda, siempre por el otro lado –sus palabras son pesadas y torpes. Veo desaparecer la cabeza. Sé que debería salir corriendo, pero mi cuerpo no reacciona. Unos enormes zapatos de payaso seguidos de unas piernas largas enfundadas en pantalones de rayas entran ahora en el pasaje. Este ser es tan delgado como gordos son los enanos. Veo las enormes pantorrillas acercándose a mí. –Ya –expresa con alivio el dueño de las piernas infinitas–. Ahora lo demás. Las manos se agarran a los tobillos y yo contengo la respiración al ver unos dedos tan delgados y nudosos que parecen ramas articuladas. Con un crujido, las manos tiran de los tobillos y por fin entra el resto del cuerpo. Es un enorme payaso, se ha sentado muy cerca de mí, con las piernas encogidas. Su espalda roza el techo del pasaje, lo que le obliga a agachar la cabeza. –¿Vienes al espectáculo? –pregunta una vez más uno de los enanos. –Buena pregunta –comenta el payaso–, ¿vienes a nuestro circo nuevo? ¿Nuevo? No se referirá a la carpa raída que he visto en Market Street. El payaso gira la cara hacia mí y se me abre un agujero en el estómago al observar que no tiene globos oculares, las cuencas vacías de sus ojos parpadean con unas pestañas enormes cubiertas de telarañas. El terror recorre mi cuerpo, se convierte en el latigazo que me pone en movimiento. Corro hacia los enanos, solo para comprobar que ellos tampoco tienen ojos. Sigo corriendo por North Street hasta quedarme sin aliento. Me va a estallar el corazón, pero no pienso parar. Miro hacia atrás, nadie me sigue. Me apoyo en la piedra húmeda de una fachada, un ataque de tos me zarandea sin piedad. Me limpio los ojos con la manga de la chaqueta, una vez, dos veces. No había visto 33
una noche tan oscura en mi vida. Hay luna llena, pero es como si estuviese dibujada a carboncillo, su brillo es tan extraño como el del tísico farol del pasaje. Las siluetas de las cosas se adivinan apenas, todo es bastante más plúmbeo de lo que debería ser. Camino encogida, con pasos acelerados, ensordecida por el furioso latir de mi corazón. Veo a lo lejos el Old Course, nunca me he alegrado tanto de ver un campo de golf. La silueta del hotel en el que se alojan mis tíos aparece junto a un paisaje que me cuesta reconocer. Parece que aquí también han cambiado las cosas. Me acerco y mis brazos se desploman sobre mis costados. ¡El hotel está en ruinas! Unos tablones cruzados bloquean las ventanas. El cartel de la entrada pende de un solo tornillo, se balancea rítmicamente como si tuviera vida. Miro incrédula el edificio. –Hay que ver cómo se lo montan los ricachones... Oigo una voz femenina detrás de mí. Me giro y veo a una gitana regordeta que lleva un pañuelo con monedas en la cabeza. Retrocedo lenta e instintivamente. No tiene ojos. –Siempre de juerga –prosigue la mujer–, venga a derrochar. Total, sobra manteca pa tirar pal techo. Y a mí ¡me la pela! –se echa a reír con una sonoridad inhumana. Su risa me eriza la piel. –Nos la pela. No los envidiamos ni esto –junta dos dedos dejando solo un pequeñísimo espacio entre ellos–. Nuestro sarao es mil veces mejor. No tendremos luces de colores, ni camareros estiraos, ni na deso quellos tienen... ¡Buah! La gitana da un manotazo despectivo al aire y vuelve a reír a carcajada limpia. No consigo dejar de mirarla. Se acerca a mí. Mi pecho sube y baja en amplios movimientos provocados por mi respiración acelerada. Me abraza. Siento como si su brazo fuera de madera. Me aprieta con fuerza y a mi cerebro no se le ocurre nada más absurdo que preguntarse cómo alguien puede manejar una prótesis así. Arrastro los pies, obligada a seguir a la gitana hasta el quiosco de música situado frente al green. –¿Por qué estás tan rígida, chica? ¿Te han dicho que así es como debes moverte? Pobre, te ha tocao rol de engarrotá. ¡Anímate! ¡Suelta ese cuerpo! Nosotros sí que sabemos dar la bienvenida a los recién editados. Hay varios gitanos más en el quiosco. Unos juegan a las cartas, otros mueven instrumentos musicales de los que no sale sonido alguno. La mujer me ofrece una silla enclenque. La miro unos instantes, parece incapaz de soportar mi peso pero la verdad es que necesito sentarme con urgencia. Me siento perdida, desamparada. –¡Eh! La gitana chasquea sus dedos frente a mi cara. Son de madera, lo he visto claramente. Observándola mejor me doy cuenta de que toda ella es de madera, si es que eso resulta posible. Da un par de palmadas y de los mudos instrumentos empieza a brotar música. –¿Qué te pasa? Estás ida. Ta' bien que acabas de llegar, pero espabila. –El hotel.., la música... Tíos... –soy incapaz de articular una frase. –¿Te molesta la música del hotel? No entiendo a qué música se refiere, lo único que se oye es la música de los zíngaros. Sin darme tiempo a comentar nada, la mujer levanta la voz para dirigirse a sus compañeros. –¡Eh! La nueva tiene razón, os come la orquesta. Sois músicos o qué. La música dentro del quiosco cobra un brío casi ensordecedor. 34
–¡Venga, a bailar! –dice un tipo alto y delgado que, además de tener las cuencas de los ojos vacías muestra una amplia sonrisa desdentada. Me toma de la mano y me levanta de un tirón, como si yo no fuese más que una muñeca de trapo. Cuando me doy cuenta, me tiene bien sujeta. Empezamos a bailar en círculos. Su brazo de madera me aprieta contra un cuerpo nudoso, es como girar pegada a un árbol. No sé si estoy volando, todas las figuras pasan a gran velocidad alrededor de mí. En uno de los giros veo que la gitana se ha sentado en la silla desvencijada. Su vientre es tan protuberante que la obliga a mantener las piernas abiertas. Giro, baile, giro, baile. Veo las patas de la silla temblando por el enorme peso, temo que se rompa de un momento a otro. Pero la mujer no se percata del peligro, sigue el ritmo de la música con sus pies descalzos. El clic-clac de sus golpeteos contra el suelo es como dos tablas chocando a intervalos regulares. Giro, baile, giro. Veo los tablones que bloquean las ventanas del gran hotel, la imagen del edificio en ruinas se funde con los músicos y la gitana sentada. Las figuras grises pasan tan deprisa frente a mis ojos que me da la impresión de estar frente a un dibujo a lápiz emborronado. –¡El hotel! Estiro el índice de mi mano derecha para señalar, giro el cuello todo lo que puedo para no perderlo de vista. –¡Eso, a por el hotel! No sé si han sido mis palabras o mis gestos lo que ha despertado la furia de los zíngaros. Uno de ellos deja de tocar y se levanta con gran agitación. Bebe hasta terminarse una botella que tiene en la mano, luego se inclina sobre la barandilla del quiosco y lanza torpemente la botella contra la fachada. Todos aplauden, silban, brotan carcajadas en algunos y otros se burlan del lamentable lanzamiento. Entre el hotel y el quiosco hay tal distancia que la botella cae derrotada contra la hierba. –Mis tíos... No salgo de mi aturdimiento. Ni siquiera intento entender quiénes son estos seres tan extraños. Daría lo que fuera por poder dormir, dormir y olvidar por fin toda esta locura. –El hotel está cerrado –digo en un susurro. –Claro –responde el hombre que baila conmigo. Solo entonces me doy cuenta de que a pesar de que la música ha cesado él no deja de apretarme contra sí–. Para nosotros está cerrado, pero si vinieras emperifollada como ellos te dejarían entrar. Le miro desconcertada. –Para mí eres la más bonita, te lo digo desde el corazón. Si fuera mi hotel yo sí te dejaría entrar. Su sonrisa desdentada me provoca una mueca que evidentemente él interpreta como de agrado, pues me aprieta aún más. –¡Esto es lo que me parecen a mí sus lujos! –grita el que tocaba el acordeón. Se pone de pie y se acerca a la barandilla del quiosco. Abraza al que antes tiró la botella. Se oye una especie de gruñido largo aspirado, a continuación un gran escupitajo surca el viento. –¡'Tas muy lejos! –grita el de la guitarra–. Ties que acercarte. El que acaba de escupir saca medio cuerpo fuera del quiosco. –¡A que le planto un escupitajo en to' la solapa al portero estirao ese! –exclama triunfal. 35
Los demás ríen a todo pulmón mientras el hombre se prepara para repetir el numerito. –¿Pero qué portero? –pregunto exasperada por tanta absurdidad, haciendo fuerza para soltarme de mi compañero de baile. –El de la derecha, ese que lleva el pelo echao pa'trás –me grita el de la guitarra sin abandonar su puesto. Mi esfuerzo por soltarme ha sido inútil. Un grito me brota de las entrañas. –¿Estáis todos locos? ¡Está abandonado! ¡El hotel está abandonado! ¿Es que no tenéis ojos para ver los tablones en las ventanas? En cuanto la última palabra abandona mi boca me doy cuenta de mi imprudencia. Todas las caras de cuencas vacías se giran de golpe hacia mí. Mi mirada agitada busca una vía de escape. El corazón se me acelera al darme cuenta de que estoy en el centro del quiosco, sería imposible correr sin que alguno de ellos me atajase el paso. Para empezar, estoy atrapada entre unos brazos de madera. El que bailaba conmigo me suelta. Agacha la cabeza y se aleja arrastrando los pies. Todos apoyan sus instrumentos en el suelo y entran en una especie de trance doloroso. Para mi sorpresa, mi comentario no ha provocado rabia sino una profunda tristeza. La gitana hace un gesto de desaprobación con la cabeza. –¡Lo siento! No era mi intención... No quería... Llevo unas horas horribles. La gitana no deja de hacer movimientos de negación con la cabeza, cuando hago el amago de marcharme, me toma de la mano y me lleva hasta una pequeña mesa con dos sillas. Intento resistirme, pero su tirón puede conmigo y acabo sentada. –¡Pobre! Es que estás recién llegada, por eso estás confundida. –No, no es eso. Conozco St Andrews, hace ya unos días que estamos aquí. La cara regordeta de la mujer se inclina hacia un lado como hacen los perros cuando oyen algo extraño. –El hotel estaba abierto esta mañana, había gente allí –insisto–. Muchas cosas eran distintas. Más bien todo era distinto. Abatida, apoyo la cara en las manos. Me pregunto si habré perdido para siempre la cordura. –Están ocurriendo cosas muy raras, sí –dice la mujer muy bajito, teniendo buen cuidado de que no la oigan los demás. Yo levanto la cara como un resorte. Tal vez, por extraño que parezca, todo esto tenga una explicación. –¿Entonces no piensa que estoy loca? ¿Me cree? La gitana asiente casi imperceptiblemente. –¿Sabe qué ha ocurrido? ¿Puede explicármelo? –las dudas asaltan mi mirada– Mi familia ha desaparecido. –La sombra –musita la gitana–. Vienen tiempos muy oscuros... –su índice sobre la boca me indica que debo mantener en secreto todo lo que me cuente–. Crueldad como no la ha conocido nunca La Esfera. La sombra... Solo unos cuantos la hemos visto, y me temo que tú tienes la desgracia de ser uno de nosotros. –¿Nosotros? –Los que hemos visto a la sombra. –Yo no he visto nada –protesto–. ¿Qué sombra, qué esfera? Sobre la pequeña mesa hay un bulto cubierto con un pañuelo. La gitana retira la tela, dejando a la vista una bola de cristal. Sus manos empiezan a bailar rítmicamente por encima del objeto, como si fuera a acariciarlo, pero sin tocarlo 36
jamás. Las ramas que forman los dedos de esta extraña mujer están plagadas de anillos. En el interior del cristal empieza a haber movimiento, entra humo por alguna parte. Las volutas se mueven, dibujando siluetas alargadas que duran solo un instante y desaparecen. La figura de una cara se aprecia perfectamente. Un escalofrío me recorre todo el cuerpo. –Lo sabía –dice la gitana con una sonrisa–, puedes sentirlo. Todo es tan absurdo, tan irreal. Sé que está ocurriendo, pero tengo la esperanza de que si lo niego desaparecerá, la locura se irá como en un mal sueño y volveré al mundo normal. –No siento nada –aseguro, procurando sonar convincente. –Eres la elegida... De nuevo siento escalofríos, son tan fuertes que me sacuden momentáneamente el cuerpo. –Solo tengo frío. Recalco mis palabras con un énfasis que busca convencerme a mí misma. –No es frío, no. Es algo muy oscuro, maligno... solo unos cuantos pueden notarlo. Déjame ver tu mano. –¿Para qué? ¡No! –intento evitarlo, pero mi mano derecha ya está entre las manos sin lijar de la mujer. –Te has colado en La Esfera sin permiso. –¿Qué esfera? –¿Lo ves? –la gitana señala la bola de cristal pero no veo nada. Intento retirar mi mano y ella me aprieta con más fuerza–. La membrana se ha roto. –No veo nada, tengo que irme, de verdad. –Unos y otros desaparecen –bisbisea–. Nadie sabe a dónde van. Solo tú. –¡Yo no sé nada! –libero mi mano de un tirón y me pongo de pie, dispuesta a escapar como sea. –Lo sabes. Has entrado por la rotura. –Yo no he roto nada, no he hecho nada, no sé de qué me habla. Tengo que irme, me están esperando. –Así es –dice la mujer colocando una vez más las manos sobre la esfera–, alguien te espera. Pero no puedes ir a ninguna parte, no hasta que hayas cumplido tu misión. Me muero de miedo, ahora sí que el miedo puede conmigo, se me han dormido las manos y los pies. Abro la boca para hablar, quiero suplicar que me deje marchar pero mis músculos no responden. –Has venido a restablecer el orden. Aunque esa es solo una de tus misiones. –¿Pero qué dice? Deje que me marche, ¡por favor! –Irte solo depende de ti. Pero ya lo he dicho, no podrás hacerlo hasta que completes tu tarea. –¿Qué tarea? ¡Déjeme en paz! –Pide lo que quieras, lo que necesites, tú eres la enviada. La gitana me acaricia despacio la cabeza con su ruda mano y por algún motivo que no acierto a comprender, eso me tranquiliza. –Necesito dormir –mis palabras suenan como un lamento. –¡¿Para qué?! La sorpresa de la mujer es mayúscula, su voz se agudiza hasta convertirse en un chillido. Todos me miran como si hubiese dicho la cosa más rara del mundo. 37
–Estoy muy cansada. Necesito dormir. Mi casa ha desaparecido, el hotel está en ruinas, realmente no tengo adónde ir. –¿Puedo quedarme aquí? La mujer se encoge de hombros. –¿Podría darme algo para abrigarme? Sin dejar de acariciarme la cabeza con una mano, la gitana usa la otra para quitarse el chal que lleva en los hombros, me lo da y se marcha con los demás. Los músicos empiezan a tocar una melodía lenta y suave. Acuno la cabeza apoyando los brazos en la mesa y me quedo profundamente dormida.
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L
a claridad de la mañana me obliga a abrir los ojos. Tardo unos minutos en darme cuenta de dónde estoy. Me incorporo y giro lentamente el cuello. Me duele, es el resultado de haber dormido sentada. El quiosco está desierto, solo quedan unas cuantas colillas en el suelo. El chal con flores bordadas que me cubría anoche ahora se agita al viento, tendido sobre la barandilla de madera. Miro hacia la playa, el mar se ha alejado, dejando un tramo infinito de arena. A la derecha veo las torres medievales de la catedral. Me llevo las manos a la cara, me aprieto un poco los ojos para luego volver a abrirlos. Veo todo en blanco y negro. Parpadeo incesantemente pero no sirve de nada, todo ha perdido su color. Ha amanecido, hay claridad, podría decir incluso que hay luz, pero nada tiene color. Me vienen poco a poco a la memoria las imágenes de anoche; la fiesta, el accidente, los payasos y la carpa raída en Market Street, los gitanos. Ya por la noche a las cosas les faltaba color pero no le había dado importancia, en cambio ahora... Camino hasta un extremo del quiosco mientras el ritmo de mi respiración se acelera. El hotel sigue como anoche: cerrado y en ruinas. Ahora sé que algo muy extraño ha ocurrido tras el accidente. Chasqueo los dedos y oigo perfectamente su ruido agudo, al menos he recuperado el oído. Me pregunto si es posible dejar de ver en color por culpa de un accidente. No fue ninguna tontería, el coche volcó. Examino cuidadosamente mis brazos, mis piernas y mis manos. No tengo un solo rasguño, mi piel está intacta; grisácea, pero intacta. Se me forma un abismo repentino en el estómago. El miedo sube con prisa, acelerándome el corazón, sujetándome con ambas manos la garganta. ¿Podría ser que? No, eso no. No. ¡NO! Recuerdo la discusión con Axel, aún ahora me cuesta creer que haya podido tenerme tan engañada. El miedo llama otra vez, oigo sus golpes en mi cabeza como si aporreara una puerta. No, lo que pienso no puede ser. Debería volver a casa. Bajo del quiosco y echo a andar sobre un mullido colchón de césped gris. Paso a la calle y pronto me encuentro en el centro. Mis pasos son ágiles, decididos. Los golpes de los talones contra el suelo suben por mi columna y llegan con contundencia a mi cabeza, como cinceladas que esculpen una advertencia que pronto puedo ver con claridad: ¡NO BUSQUES!... ¿Y si...? ¿Y si al llegar a mi calle todo es como anoche? ¿Y si solo encuentro árboles y mi casa ha desaparecido de verdad? Sigo andando, intentando no prestar atención a mis pensamientos. Es inútil, las palabras se arremolinan en mi cabeza. Un paso me da el convencimiento de que todo está bien, de que basta con ver 39
a un médico, y el siguiente me llena de terror. Un médico, venga, seguro que hay una explicación lógica para todo esto... Intento concentrarme, busco en mi memoria la información que me permita ordenar lo ocurrido, pero la mente se me desboca una vez más. El miedo vuelve a recorrerme el cuerpo. Me repito mil y una veces que tengo que encontrar a mis padres, que voy a encontrarlos y todo será normal. Pero por encima, por debajo de la frase que repito sin cesar brotan como ramas llenas de espinas los dedos de la idea que me atenaza. Lógica. Piensa con lógica, Dice, como siempre lo has hecho. Ese pensamiento que te acecha no puede ser. Veamos, no me dolería el cuello por dormir mal. De hecho no debería haber dormido siquiera, ¡pero tenía sueño! Sí, he dormido... Aunque la gitana se sorprendió de que quisiera dormir... La gente con la que me crucé anoche era tan rara. Podrían estar muertos. ¡No estoy muerta!, grito dentro de mi cabeza. Tengo que encontrar a mis padres. ¡Basta! Tengo que aprender a controlar mi imaginación. No puedo estar muerta. Dice, deja de pensar estupideces de una vez. No tengo ni idea de lo que se siente al morir ni de adónde va uno cuando ocurre. Desde luego no elegiría vagar por las calles de St Andrews. Pudiendo escoger volvería a Edimburgo, mi querida ciudad. Sí, siempre pensé que eso sería lo que haría al morir, moverme por los lugares que me son más familiares, tal vez volver casa, atormentar a los gemelos. Siempre he tenido claro mi papel de fantasma errante. Pasar las horas del día flotando entre las lápidas del cementerio de Edimburgo, eso es lo que haría. Observar a la gente que llora a sus muertos, oler las flores sin que nadie me vea. Recuerdo la cantidad de veces que me he tumbado en mi cama, cerrando los ojos para imaginar mi itinerario de fantasma. Tenía todos los puntos muy claros para cuando ocurriera. Por las noches, rondar la muralla del castillo y soplar en el cuello de los viandantes para producirles escalofríos. Lo mejor: colarme entre las parejas jóvenes que se besen por la calle, interrumpir sus besos sin que sepan que estoy ahí. Nunca había entrado en mis planes quedarme atrapada en St Andrews al morir, aunque tampoco había planeado morir aquí ni ahora... Pero, ¿qué estoy pensando? Deberían darme el premio a la imaginación más absurda. Ni siquiera mi mente me respeta, no hay forma de dominarla. Las calles están completamente desiertas. ¿Es raro que no haya nadie? Tal vez sea demasiado temprano para ver gente por la calle. Ojalá tuviera un reloj. Me dirijo al Quad para ver la hora en la torre de San Salvador. El frío de la mañana me ha soltado la nariz. Estoy helada, camino encogida, con los brazos cruzados. Entro en el Quad, esa especie de plaza cerrada en la que se reúnen los estudiantes de primer año para bañarse con espuma, conozco la tradición, es una suerte que ya no tenga que pasar por ello... Pero, ¿por qué he pensado algo así? Todo está bien, aún tengo que pensar en algo para escaparme de la tradición. La niebla ha creado una capota sobre el cuadrado formado por los antiguos edificios, la humedad dibuja manchas fantasmagóricas sobre la piedra de las fachadas. Miro hacia arriba, los picos redondeados de las fachadas siempre me han parecido merengues. Ahora no son más que manchones de tinta corriéndose por la humedad. El césped del centro del Quad es un colchón grisáceo, nunca me había parecido tan melancólico este lugar; esta melancolía casi me inspira serenidad. Se me hiela la sangre y me detengo en seco, incapaz de retroceder. He visto algo que se mueve bajo los arcos de la Capilla de San Salvador, una gran ala negra. Es como si los pies se me hubieran quedado pegados al césped, no consigo moverme. La sombra aparece intermitentemente entre las columnas mientras lucho sin éxito contra mis pies anclados. Estoy a punto de gritar cuando veo que se trata de una figura 40
femenina menuda. Lleva la cabeza cubierta por un velo y los brazos encogidos dentro de una capa que ondea al viento. Su paso es ligero, etéreo, se diría que se desliza en vez de caminar. Desaparece dentro de la iglesia como en un suspiro. –¡Eh, perdone! –grito, o más bien lo intento. La voz se me queda escondida en la garganta. Al menos he conseguido mover los pies. Me acerco, miro el interior del templo. La mujer está sentada en uno de los primeros bancos. La poca luz que logra atravesar la densa niebla acaricia las vidrieras de la capilla de San Salvador. Un solo rayo delgado se cuela con descaro, cae directamente sobre un objeto puntiagudo colocado en el centro del altar. Es algo grande y alargado, una pluma como las que se usaban antes para escribir. No hay nadie en el templo salvo la mujer. Suena una campana y sale un sacerdote. Retiro la cabeza por instinto y me quedo quieta en la arcada. Las gaviotas gritan con furia. Me pregunto si al morir los animales van al mismo lugar que la gente. ¡NO ESTOY MUERTA! Otra vez el grito de rebelión en mi cabeza. Vuelvo al césped para ver la hora en el reloj de la torre... ¡No hay reloj! La torre ha perdido su reloj. Desconcertada, me siento en el banco de piedra que sale de la fachada de la iglesia y agacho el cuello, empiezo a sentirme verdaderamente pequeña y desvalida. Las puntas de mis pies miran hacia adentro, rozándose entre sí. Nunca debería haber montado en el coche con aquel capullo que me hizo notar la falta de elegancia de mis pies. Nunca debí fiarme de Axel, él tiene la culpa de todo. Debo dejar de sentirme mal por haberme marchado de la fiesta con Carl, nunca lo habría hecho si Axel no me hubiera tratado como lo hizo. Una gota moja una de las baldosas de piedra y luego otra gota más. Pronto noto cómo brotan mis propias lágrimas y no hago nada por detenerlas. No lloro jamás, pero hoy la lluvia menuda del verano escocés moja el Quad y yo, bajo la arcada, dejo que mis lágrimas caigan en un torrente que me empapa las rodillas. No, no lloro jamás, el llanto no es para mí. Pero ahora las lágrimas deslavan el tiempo y lo agradezco. Casi logro olvidar dónde estoy, quién soy. El miedo se está vaciando y se lleva consigo el absurdo. Siento una mano en el hombro y me sobresalto. –¿Estás bien? –es una voz de algodón. En un rápido recorrido ascendente, mis ojos se encuentran con una capa negra y una cara muy blanca enmarcada por un velo de encaje. Las cuencas de los ojos están vacías, pero las facciones son tan perfectas y armoniosas que la ausencia de ojos no resulta inquietante. Me levanto como en cámara lenta, me tiembla todo el cuerpo, no consigo controlarlo. Las lágrimas me brotan a borbotones. La mujer me abraza. Siento un tacto de madera, igual que en el abrazo de la gitana, aunque este es distinto, cálido a pesar de su rigidez. –¿Te has perdido? –pregunta la mujer con una suavidad imposible. Asiento y niego enseguida. Sé dónde estoy, al menos en teoría... ¡Mierda, nunca me había sentido tan perdida! –Si me cuentas algo de ti intentaré ayudarte, quizás sepa dónde te corresponde vivir... Me llamo Beatrice, ¿y tú? –Eurídice –respondo sin fuerzas. –¿Te acaban de editar? No sé qué responder. 41
–Ya veo, no te preocupes. Podrías ser una reedición de nuestra Eurídice, aunque no lo creo –la mujer acerca su cara a la mía y me escruta con dulzura–. No, no eres una reedición. ¿Por qué estás aquí? –me seco los ojos con el dorso de la mano y la miro desconcertada–. Este no es tu lugar. –Lo sé. –¿Dónde vives? Levanto el brazo para señalar en dirección a mi casa de veraneo, recuerdo lo ocurrido anoche. Abro la boca y vuelvo a cerrarla sin emitir sonido alguno, dejando caer el brazo. Siento que todo es inútil.
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