D E L F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I C A J U N I O 2 0 1 4
efraín huerta Resumen de todos los insomnios Huerta fue el primero, quizá el único que supo ver el crecimiento de un mal, hecho de imprevisión y de irresponsabilidad, pero sobre todo del lucro e injusticia que desembocaría en la catástrofe de estos años y quién sabe adónde nos llevará — J O S É E M I L I O PA C H E C O
Además
EL PADRE DEL PSICOANÁLISIS EN UN PAÍS SURREALISTA
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©AU TO R R E T R ATO D E E F R A Í N H U E R TA , TO M A D O D E I C O N O G R A F Í A ( F C E , 2 0 1 4)
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Corrido de la enamorada EFRAÍN HUERTA —————————
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De vuelta a la metrópoli: “Declaración de odio” EMILIANO DELGADILLO MARTÍNEZ
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El habla del alba R A FA E L VA R G A S
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Efraín Huerta: antologar al antólogo CARLOS ULISES MATA
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Otro Efraín: el crítico de cine EFRAÍN HUERTA
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Otro Efraín: el periodista EFRAÍN HUERTA
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Efraín Huerta O C TAV I O PA Z
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CAPITEL NOVEDADES
E DI TOR I A L
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fraín Huerta estaba complacido con ser un buen poeta de segunda del tercer mundo. Desde luego se equivocaba, y no porque haya caído en desuso la jerarquía de los países según su grado de desarrollo o su afinidad política. A cien años de su nacimiento, con entusiastas lectores por doquier, está claro que el poemínimo donde se autorretrataba merece una fe de erratas: donde dice “buen”, debe decir “gran”; donde dice “segunda”, debe decir “primera”. Este número de La Gaceta es un vehículo para mostrar, con hechos, que ése es el juicio que el Fondo aplica al escritor nacido en Silao el jueves 18 de junio de 1914. Poco después del fallecimiento de Huerta, el fce reunió en un volumen su Poesía completa. En este 2014 reaparece en la colección Poesía, también bajo el cuidado de Martí Soler, y con un escueto pero divertido agregado: los versos que aparecen en la página de enfrente, ejemplo de algunas de las vocaciones efrainianas. Rafael Solana dijo de Los hombres del alba algo que puede aplicarse al conjunto que el lector hallará en ese volumen: “para quien lee por segunda vez, con detenimiento, sin prisa y sin descuido, estas poesías, Efraín Huerta aparece como un altísimo poeta, de grandes vuelos, de vigorosa personalidad, de exquisita pureza, de novedad sorprendente”. Y es que, como dice David Huerta —cuyo mérito menor es ser hijo de su padre— en la introducción a esa suma poética, uno encuentra ahí “desde la delicadeza lírica del amor declarado con tonos impresionistas […] hasta los estallidos de la sensualidad alburera […] Abarcan lo mismo el poema civil que el poema familiar, la viñeta paisajista y las alucinaciones apocalípticas”. Los primeros dos textos de esta entrega son navegaciones por un poema y por el libro que lo contiene. Emiliano Delgadillo Martínez, enciclopedia ambulante de la vida y la obra de Huerta, recorre el momento y el clima personal que llevaron a Efraín a escribir su “Declaración de odio” a la Ciudad de México, esa musa que en cada generación se renueva. Y Rafael Vargas relee, gracias a la edición facsimilar preparada por Conaculta, aquel poema y lo disfruta como lo hicieron en los años cuarenta sus primeros lectores. Pero hubo otro Efraín, sin duda más prolífico que el poeta: el redactor de notas periodísticas, el crítico literario y cinematográfico, el ensayista que disertaba sobre política y arte. Carlos Ulises Mata, antólogo de El otro Efraín, explica en unos párrafos el espíritu con que preparó esa variopinta colección, de la que hemos tomado algunos textos que ejemplifican la diversidad de registros del Huerta prosista. Rematamos con las líneas que Octavio Paz, su contemporáneo estricto y compañero de armas creativas, escribió tras la muerte del guanajuatense; están incluidas en el tercer volumen de la nueva edición de las Obras completas pacianas, que empieza a circular en estos días. Aunque a Efraín le llevó una línea en blanco y una sangría dar un paseo alrededor de su vida, la iconografía que hemos publicado, preparada por Delgadillo Martínez, muestra lo inmensamente rico que fue su paso por esta tierra. De ahí hemos tomado las fotos que alegran este número. Pero las ilustraciones merecen explicación aparte: son obra de Dr. Alderete. Invitado por el Fondo a recrear, que no sólo interpretar, varios poemínimos, este artista gráfico nacido en Argentina y radicado entre nosotros hace ya varios años logró poner en un lenguaje fresco, igualmente desmadroso, algunas de esas piezas breves que tanta fama —y tantas confusiones— han traído a la poesía de Efraín. De El Gran Cocodrilo en treinta poemínimos hemos tomado la imagen de nuestra portada y unas cuantas más. Ya en otro registro, cierra el número la reseña, a la vez encomiástica y crítica, de una novedad del Fondo: Néstor Braunstein revisa con admiración Freud en México. Historia de un delirio, de Rubén Gallo.W
Freud y México: agudezas, hallazgos e imperfecciones
José Carreño Carlón
León Muñoz Santini
D I R E C TO R G E N E R A L D E L F C E
ARTE Y DISEÑO
Tomás Granados Salinas
Andrea García Flores
D I R E C TO R D E L A G AC E TA
F O R M AC I Ó N
Javier Ledesma
Ernesto Ramírez Morales
J E F E D E R E DAC C I Ó N
V E R S I Ó N PA R A I N T E R N E T
NÉSTOR BRAUNSTEIN
Ricardo Nudelman, Martha Cantú, Adriana Konzevik, Susana López, Alejandra Vázquez
Impresora y Encuadernadora Progreso, sa de cv IMPRESIÓN
C O N S E J O E D I TO R I A L
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I L U S T R AC I Ó N D E P O R TA DA : © J O R G E A L D E R E T E
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Ilustración: © J O R G E A L D E R E T E
P O ES Í A
Muchas aficiones de Efraín Huerta coinciden en este singular juego narrativo acomodado en estrofas: el amor a los relatos cinematográficos; el conocimiento de la lírica espontánea, la de la calle; la devoción por las mujeronas que colonizaron la pantalla grande; la sensibilidad justiciera. Estos versos rescatados se incluyen por vez primera en la nueva edición de su Poesía completa, que comienza a circular en estos días
Corrido de la enamorada EFRAÍN HUERTA
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Vengo a contarles, señores, lo que en Cholula pasó, cuando el general Juan Reyes con sus hombres la tomó.
Cuando iban a fusilarlo, Peñafiel no se asustó. Como quería mucho a su hija José Juan lo perdonó.
Era el año diecisiete, nunca lo olvidaré yo. Las balas eran demonios, diablo parecía el cañón.
Vuela, vuela, palomita, vuela sin decirme adiós. A Beatriz ya la consume el fuego de la pasión.
Ganó el general Juan Reyes por su temerario ardor, pero también sus soldados demostraron gran valor.
Una noche, José Juan serenata le llevó. Perdón pidió el general, un perdón para su amor.
Luego Reyes mandó traer al que riqueza logró. ¡Ay Virgen de los Remedios, la matanza comenzó!
El padre Sierra está listo para casar a los dos. José Juan en la cantina solito se emborrachó.
Al señor de Peñafiel treinta mil pesos pidió. Nunca pensó José Juan aquel tropiezo que dio.
Ya vienen los federales, vienen con hondo rencor. Nunca olvidarse pudieron que Reyes los derrotó.
Una mañana en la plaza a una joven se encontró. Hermosa, altiva y señora, que por sus ojos entró.
Con el ingeniero Roberts, que ya su mano pidió, Beatriz a casarse va, destrozado el corazón.
—“¡Águila de mi sombrero que paloma se volvió! Palomita de mis sueños que sangra en mi corazón.”
Tengan paciencia, señores, que la boda comenzó. Los federales ya están cerca de la población.
—“Deja en paz a esa mujer”, le dijo con gran vigor el padre Sierra llamado, que en su infancia conoció.
Ay José Juan, no te vayas ardido por el dolor. Ya Beatriz iba a firmar cuando su mano tembló.
—“Con ella me he de casar”, José Juan le contestó. “Hombre soy y de a caballo, viva la Revolución.”
Salió Beatriz a la calle llorando de puro amor. Va siguiendo a José Juan, el dueño de su pasión.
Señores, no les he dicho que la hija de aquel señor con un gringo va a casarse y ya las donas compró.
—“Perdón, mi padre, querido, perdón les pido a los dos. Yo me voy de soldadera, viva la Revolución.”
Mujer como ésa, ninguna en belleza y esplendor. Lunar, el de su mejilla, y en sus ojos gran fulgor.
Ya con ésta me despido, con el alma esperanzada. Aquí se acaba el corrido de Beatriz, la enamorada.W
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Ilustración: © J O R G E A L D E R E T E
DOSSIER
efraín huerta Resumen de todos los insomnios Eso dijo de su voz este amante del alba: en ella se acumulaba la incapacidad de dormir. Los descubrimos en estas páginas velando sus armas poéticas antes de odiar a la ciudad o reinventando el significado de la madrugada. Lo vemos juguetear, con su prosa veloz, con las divas y las tragedias. Y lo vemos —según el retrato de su par Octavio Paz— convertido en pionero, en vanguardista sin estridentismos. ¡Cuántos insomnios caben en una voz!
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Fotografía: © LO L A Á LVA R E Z B R AVO , 1 9 4 0
ENSAYO
De vuelta a la metrópoli: “Declaración de odio” EMILIANO DELGADILLO MARTÍNEZ
Efraín Huerta dejó numerosos indicios del momento en que terminó de escribir uno de sus poemas más socorridos, ese en que declara a los cuatro vientos una falsa animadversión por la urbe que lo vio prosperar. En estas páginas se rastrea además su filogenia lírica, ora debido a las lecturas que el guanajuatense habría realizado, ora por las convicciones políticas que definieron su juventud
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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
DE VUELTA A LA METRÓPOLI: “DECLARACIÓN DE ODIO”
Edificios de erigida ceniza josé revueltas, Los muros de agua
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yer terminé la ‘Declaración de odio’, enorme poema. Los Talleres Gráficos me la publicarán en folleto. Ha gustado. Y gustará […] Tu carta, ¿la primera carta que me escribes?, inesperada por ansiada. Era tan necesaria, Andrea, que el gusto y el placer me atontan. / Te amo. / Efraín.” Así concluye la carta del 9 de diciembre de 1936 que Efraín Huerta envió a su Andrea de Plata, seudónimo de Mireya Bravo. Gracias a esta carta sabemos que la “Declaración de odio” —sin duda uno de los poemas más conocidos de Efraín Huerta— fue terminado el 8 de diciembre de 1936. En esa época Huerta solía escribir por las noches (en el quicio de una de las ventanas que daban a la Plaza de Santiago, por Tlatelolco), así que podemos suponer que en la mañana del día 9 fue con su poema en la mano a enseñárselo a sus amigos José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez, José Revueltas, Rafael Solana y Octavio Paz, quienes seguramente le dieron su aprobación. Así lo corrobora un artículo de Ramírez y Ramírez, publicado en enero de 1937, en el que señala: “El año pasado se han conocido en México dos grandes poemas, escritos por dos jóvenes poetas de México. Me refiero al ‘No pasarán’ de Octavio Paz y a la ‘Declaración de odio’, de Efraín Huerta”. Ramírez conoció el poema de Huerta de primera mano, pues la “Declaración de odio” no se imprimió sino hasta enero de 1937 precisamente, y no en los Talleres Gráficos (¿de la Nación?), como supuso Huerta, sino en la revista Crítica y Orientación Popular (1936-1937), la cual era dirigida por un joven comunista, Marco Antonio Millán, futuro editor (junto con Efrén Hernández) de la mítica revista América (1942-1959). Recuerda Millán: “En los últimos años del régimen de Cárdenas, coordino una revista llamada Crítica y Orientación Popular, donde se publica por primera vez la ‘Declaración de odio’ de Efraín Huerta”. El propio Huerta lo confirmó en un par de ocasiones: “Yo escribí ‘Declaración de odio’ en 1936, el mismo año que Paz publicaba ¡No pasarán!”; en otro sitio apunta: “publiqué ‘Declaración de odio’ en 1937 [la revista que dirigía Marco Antonio Millán, que tomaba su título del año en curso], con una espléndida ilustración de Rafael Solana”. Huerta regresó a la Ciudad de México hacia finales de octubre y principios de noviembre de 1936. Había estado en Mérida cerca de tres meses, a donde arribó en calidad de representante del Congreso Nacional de Estudiantes —inaugurado el 3 de septiembre de 1936—, y de donde partió como militante comunista y periodista profesional, pues ahí se hizo no sólo con el carnet oficial del Partido Comunista Mexicano, apadrinado por Juan de la Cabada, sino también con una carta de recomendación que le abrió las puertas de El Nacional —“baluarte del cardenismo contra el asedio de la gran prensa”, como lo llama José Emilio Pacheco—. En Mérida, el director del Diario del Sureste, Clemente López Trujillo, lo invitó a colaborar en la filial yucateca de El Nacional, lo que prolongó su estancia en la península por más tiempo de lo previsto. Tal estancia fue crucial en la formación poética de Efraín Huerta, pues allí empezó a publicar sistemáticamente sus poemas sueltos, y también porque allí escribió “Presencia de Federico García Lorca”, fechado el 16 de octubre de 1936 y publicado el 1º de noviembre en el Diario del Sureste. Esta elegía, compuesta a raíz de leer la noticia sobre el asesinato del poeta granadino, nos revela, por un lado, a un avezado lector de la obra lorquiana —y aun de César Vallejo— y, por el otro, a un poeta que se encuentra a mitad de camino entre “Línea del alba” y “Declaración de odio”, esto es, entre el primer estilo madurado de Huerta y el segundo. A su regreso a la capital, Huerta empezó a escribir su “Declaración de odio” a la Ciudad de México, motivado tanto por los contrastes entre la península yucateca y la metrópoli del altiplano como por sus más recientes lecturas: Rafael Alberti, Federico García Lorca, Raúl González Tuñón y Pablo Neruda (léase, especialmente, “Sobre una poesía sin pureza”, el editorial de Caballo Verde para la Poesía). También tuvo presente el Congreso Mexicano de Escritores y Artistas Revolucionarios, que se llevaría a cabo en Bellas Artes en enero de 1937, así como su in-
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greso oficial a las filas del pcm. Todo ello influyó en la composición de la “Declaración de odio”, concluida finalmente el 8 de diciembre de 1937. Cuando Enrique Ramírez y Ramírez recuerda conjuntamente los poemas “¡No pasarán!” y “Declaración de odio” —notemos que Huerta también tiene conciencia de la cercanía de ambos poemas—, no puede referirse a su contenido, de índole distinta, sino a su impetuoso tono de consigna o proclama compartido. Si el poema de Paz “¡No pasarán!” se ocupa de un acontecimiento puntual, el de Huerta lo hace de un proceso de mayor envergadura que no es sino el de la modernidad urbana. Ya en sus primeros artículos periodísticos lo notamos. Escribe Huerta: “Amanece en Mérida como si un chorro de cuchillos cayese de las alturas; como si nevara dulcemente; como si la ciudad se llenara minuto a minuto de una música blanca y suavemente azul”. En cambio, al hablar de la Ciudad de México lo hace de un modo distinto: “algo triste la tarde moribunda, fría, cortante como espada furiosa, de esta metrópoli cruel e imprescindible”, y más adelante: “La tarde no ha sido triste. Simplemente otoñal. Seca, repleta de hojas caídas y poemas apenas bosquejados”, donde “desde luego, hay un aire de frivolidad ineludible. Un aire sofocante, venenoso”; o bien: “la terrible ciudad sangrienta, dolorosa, rígida y desesperadamente fría”. El contraste simbólico entre la península y la metrópoli es más que notorio. Tras la muerte de Efraín Huerta, Octavio Paz escribió: Se ha señalado muchas veces el lugar que ocupa la vida urbana en la poesía de Huerta. Es un rasgo que, al definirlo, lo define como un poeta plenamente moderno. Aunque la Antigüedad grecorromana conoció la poesía de la ciudad —apenas si es necesario recordar a Propercio— y aunque también los poetas renacentistas y barrocos la cultivaron con fortuna, sólo hasta Baudelaire la ciudad no reveló sus poderes, alternativamente vivificantes y nefastos. La modernidad comienza, en la literatura, con la poesía de la ciudad. [Véase el texto completo aquí, en la p. 19.]
En seguida, el poeta de Mixcoac hablará de ejemplos anteriores a Huerta (López Velarde, Villaurrutia, Leduc) pero para Paz “la ciudad de estos poetas era todavía una capital soñolienta, más francesa que yanqui y más española que francesa (y siempre ‘rayada de azteca’)”. Sin embargo, con la vía vanguardista iniciada por los estridentistas (esto no lo señala Paz, al menos en ese texto) se inaugura una nueva etapa poética urbana, cuyos mejores exponentes fueron, ahora sí, Efraín Huerta, Octavio Paz, algunos compañeros de generación y otros aún más jóvenes (pienso en Alí Chumacero y Rubén Bonifaz Nuño, los “jóvenes maestros”, como Huerta los llamaba): “Con nosotros comienza, en México, la poesía de la ciudad moderna. En ese comienzo Efraín Huerta tuvo y tiene un sitio central”. En la misma dirección se encuentra la opinión de Carlos Monsiváis: “Él [Huerta] asume antes que nadie el fatalismo de la gran ciudad, la raíz de la estética cuyo vigor escénico depende en mucho del abandono y la desolación: los cuartuchos de hotel de paso, el recorrido de las grandes avenidas, la poesía surreal que se alimenta de las maldiciones en la eterna taberna, el hallazgo del ‘piernón bruto’ en un camión Juárez-Loreto”. El antecedente ineludible de la poesía de la ciudad moderna —y, en particular, de la “Declaración de odio”— es Vrbe. Súper-poema bolchevique en 5 cantos (1924) de Manuel Maples Arce. Aunque la experiencia vanguardista de Vrbe abreva en otra tradición —la de la ciudad industrializada, “hecha toda de ritmos mecánicos”, donde “los motores cantan / sobre el panorama muerto”, cara al futurismo y a Maiakovski—, muchas de las imágenes poéticas y, sobre todo, el tono de desafío característico del estridentismo tendrán descendencia en los poemas de Efraín Huerta. Dice Maples Arce: “esta nueva belleza / sudorosa del siglo”, “¡Oh ciudad fuerte / y múltiple, / hecha toda de hierro y de acero”; y Efraín Huerta: “Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro, / de acero, sangre y apagado sudor”. Las “calles subversivas” o las avenidas saqueadas por el sol, por donde “pasan los batallones rojos” de Maples Arce, son las mismas que recorren las “columnas”, los “militantes comunistas” y las “huelgas victoriosas” de Huerta. Ambos poetas captaron la violencia inherente de la urbe, donde la inocencia y la pureza no existen: “alguna novia blanca se deshoja”, dice Maples, o bien: “La lujuria apedreó toda la noche / los
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balcones a oscuras de una virginidad”; a su vez, Huerta escribe en “La poesía enemiga”: “escuchar el eco de una virginidad perdida / en el tiempo preciso”, y en “Verdaderamente”: “en el alba las rodillas desesperadas de una virgen”. Los “horizontes humillados”, “devastados”, y “el panorama muerto” de Vrbe se asemejan a la ciudad huertiana, con su “cemento doloroso de las banquetas” (“Los ruidos del alba”). La paleta gualda de Maples Arce (“y el jardín, / amarillo / se va a pique en la sombra”) precede a la obsesión amarillenta, mustia, marchita de Huerta, señalada tempranamente por Antonio Alatorre en su hermosa reseña de Los hombres del alba. Sin embargo, Huerta no adopta el instrumental poético más característico del Súper-Poema: cables, motores, dársenas, grúas, fábricas, tranvías, escaparates, postes telefónicos, tubos ascensores, mástiles, trasatlánticos, trenes, explosivos, gallardetes, cordajes, vidrieras, máquinas, pistolas, vapores, arquitecturas de hierro… Muy poco de este instrumental lo encontramos en Los hombres del alba. La poesía de Huerta no es propiamente vanguardista, como sí lo es la de los estridentistas, o tal vez lo sea en cuanto al sentido metafórico de la palabra: “Octavio Paz recuerda que el término vanguardia es una metáfora que delata una concepción guerrera de la actividad literaria”.1 Lo que es claro es que Huerta no comparte con los poetas estridentistas la “estética de timbre eléctrico y martillazo”, señalada por Paz en su prólogo a Poesía en movimiento (1966). En todo caso Huerta es continuador del romanticismo estridentista, esto es, de su actitud rebelde (“la poesía entra en acción”), de la misma manera que es continuador del romanticismo de Apollinaire y Maiakovski, para decirlo con Octavio Paz. Si Maples Arce suspiró por la utópica Estridentópolis (“¡Oh ciudad internacional!”), Huerta maldijo por la metrópoli real, la Ciudad de México, “cruel e imprescindible”: Ciudad que llevas dentro mi corazón, mi pena, la desgracia verdosa de los hombres del alba, mil voces descompuestas por el frío y el hambre. (“Declaración de amor”)
Desde su arribo a la capital mexicana en 1930, Huerta sintió admiración y curiosidad por el mundo que lo rodeaba: “Mira, la ciudad nunca me dio miedo, ni siquiera por venir de la provincia; para mí, el mundo era Garibaldi y los rumbos de por allá”. Efraín Huerta fue desde muy temprana edad un observador apasionado, como consta en sus escritos juveniles: “parece que soy otro en Irapuato. A todo le encuentro detalles hermosos. Al jardín, a las calles lavadas; los campanarios me dicen más que hace años”. El contraste entre “la paz provinciana” y la capital del país ayudó a que Huerta se enamorara de la realidad contradictoria de la metrópoli: “pienso, sin embargo, que no sabría vivir en una ciudad como Querétaro, y que México, con su grandeza y su miseria, es mi cuna, mi sustento”. Muchos años después, José Emilio Pacheco señalará: En lo que hoy nos imaginamos como una capital grata, humana, habitable, el México de 19[37]-1944, Huerta fue el primero, quizá el único que supo ver, como lo demuestran Los hombres del alba, el crecimiento de un mal, hecho de imprevisión y de irresponsabilidad, pero sobre todo del lucro e injusticia que desembocaría en la catástrofe de estos años y quién sabe adónde nos llevará. CO N T I N ÚA EN L A PÁG I N A 1 3
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1 Efraín Huerta, “La poesía actual de México”, en El otro Efraín (fce, 2014). En su “habilísimo prólogo” (Huerta dixit) a Poesía en movimiento, Octavio Paz escribió: “El núcleo de la ‘vanguardia’ está formado por los cuatro poetas arriba citados [Pellicer, Novo, Cuesta, Villaurrutia]. La palabra ‘vanguardia’ quizá no les convenga y ellos no la usaron casi nunca para calificar su tendencia. A su izquierda, está Manuel Maples Arce, éste sí un auténtico ‘vanguardista’, por vocación y decisión. Fue el fundador del ‘estridentismo’. El nombre fue poco afortunado y el movimiento duró poco. Pero Maples Arce nos ha dejado algunos poemas que me impresionan por la velocidad del lenguaje, la pasión y el valiente descaro de las imágenes. Imposible desdeñarlo, como fue la moda hasta hace poco”.
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Fotografía: A N D R E A , A L Í C H U M AC E R O , R E G I N O P E D R O S O , E U G E N I A Y E F R A Í N , C A . 1 9 5 0
A RTÍ C U LO
El habla del alba R A FA E L VA R G A S
Porque es imposible desligar la vida de la obra de un autor, Rafael Vargas ofrece aquí, para redondear lo que en otras de estas páginas se dice de Huerta, un puñado de claves sobre su biografía, con lo que arroja luces sobre aspectos tan cruciales como los significados que el bautizado como Efrén —aunque tal vez hayamos olvidado esto— depositaba en la palabra alba, o bien las propias raíces de su vocación
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Fotografía: © LO S H O M B R E S D E L A L B A (G É M I N I S , 1 9 4 4)
EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
EL HABLA DEL ALBA
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1930: luego de un agitado proceso electoral en el que José Vasconcelos afirma haber triunfado, su contrincante, Pascual Ortiz Rubio, ocupa la presidencia de la República. México, según el censo realizado ese año, tiene en conjunto dieciséis y medio millones de habitantes. La Ciudad de México, su capital, cuenta con poco más de un millón. El país comienza a vivir un proceso de industrialización, y en consecuencia crece la corriente migratoria a las ciudades. Como parte de ella, a mediados de ese mismo año llega al Distrito Federal la familia Huerta Romo, con la intención de que los hijos mayores estudien en la Universidad Nacional, que acaba de conquistar su autonomía. México cambia con rapidez, y la mayor parte de esos cambios —como, por ejemplo, la popularización de la radio (la xew comienza sus transmisiones el 18 de septiembre de 1930)— se refleja en la metrópoli. Efraín Huerta tiene 16 años de edad. Por su talento para el dibujo, quiere inscribirse en la Academia de San Carlos, pero ya no hay cupo. Para aprovechar su tiempo, decide ingresar a la Escuela Nacional Preparatoria, a la que empieza a asistir el 11 de febrero de 1931. En el maravilloso edificio de San Ildefonso su destino toma otro rumbo. Prácticamente de inmediato, porque también está inscrito en el grupo A-1, conoce a Rafael Solana, cuya amistad será muy importante en su formación como lector y, a través de él, a Enrique Ramírez y Ramírez, a quien también le interesan el dibujo y la pintura, aunque quizá menos que la política. Su amistad lo ayudó a crecer intelectualmente con rapidez. Recuerda Solana que durante un tiempo apodaron a Huerta el Paisano, como también recuerda haberse sorprendido el día en que se dio cuenta de lo mucho que aquél sabía de poesía. “Ignorábamos que le interesase la poesía, hasta el día en que fue el único que supo decirle al maestro Loera y Chávez de quién es el verso ‘Le dard empoisoné du sauvage’…”1 Uno de los motivos de ese creciente trato con la poesía era una muchacha llamada Mireya Bravo Munguía, nacida en Zaachila, Oaxaca, en 1916. También estudiaba en San Ildefonso. Huerta la conoció en febrero de 1933, cuando ella se lavaba las manos en una fuente. Resulta grato imaginar la escena, similar a las estampas de los antiguos romanceros, como ésta, de Gil Polo:
Tiene razón Rafael Solana. Efraín suena mejor, si bien no es más que una variante de Efrén, nombre arameo. Su significado, en ambos casos, es el mismo: “fructífero”. ¿Efrén Huerta habría escrito otros poemas? ¿Habría sido una persona distinta del Efraín al que seguimos leyendo y admirando? No tiene mayor caso preguntárselo. Lo que sí sabemos es que esa fructífera huerta de poesía que él fue, que ha sido, que seguramente será en el futuro, debe poco de su nombradía a su apelativo personal y mucho, en cambio —todo—, a los nombres y palabras que empleó para construir sus poemas. Entre ellas hay una que, por lo menos en México, no se puede pronunciar sin que de inmediato nos remita a su obra: alba. O quizá, más que una voz aislada, sola, se trate, en su caso, de un concepto: el alba. El alba es el emblema de la poesía del joven Efraín Huerta. Y en Los hombres del alba, su primer libro (así como Libertad bajo palabra era para Octavio Paz el primer libro que reconocía como tal, porque en él se reconocía), podemos apreciarlo en toda su complejidad. Huerta lo maneja con una gran pluralidad de sentidos: lo convierte en un concepto polisémico. Aunque el alba, para él, no deja de tener los significados habituales —anunciación de la claridad, proximidad de la luz y, por ende, renacimiento, revelación, esperanza, conocimiento—, es claro que, dependiendo de su situación inmediata en el cuerpo del poema, puede entenderse también como joya, espejo, lámpara, pan, valor, resistencia, fuerza, rebelión.
III
Si el agua te es placentera Hay una fuente tan bella Que para ser la primera Entre todas, sólo espera Que tú te laves en ella.
Mireya, a sus 16 años, era una muchacha informada y buena lectora, y, en las cartas que Huerta le escribe, los nombres de libros y autores tienen casi siempre un lugar relevante. Como bien supone Emiliano Delgadillo Martínez, Huerta prácticamente se convirtió en poeta para conquistarla. Muchas de las cartas que le envió durante su noviazgo formaron parte de ese aprendizaje literario. Lograr el amor de su musa le tomó más tiempo que dar sus pasos iniciales como poeta. Absoluto amor, su primer libro, apareció en agosto de 1935. Su noviazgo con Mireya se prolongó por ocho años, en los que cupieron rupturas y reencuentros. Se casarían en febrero de 1941. Aunque esos pasos iniciales fueron un tanto inciertos y derivativos —muchas veces se ha dicho que en las páginas de sus primeros poemas se advierten las sombras de Alberti, de García Lorca, de Neruda—, es innegable que también muchos de esos primeros versos consiguen desplegar cierta gracia plástica o sonora. En todo caso, Absoluto amor tuvo la virtud de presentarlo ante los lectores con el nombre que utilizaría en lo sucesivo. “Tal vez ni sus hijos sepan —dice Rafael Solana en el texto ya citado— que el nombre con que pasa a nuestro Parnaso se lo puse yo. En la escuela pasaba lista como Huerta Romo, Efrén; pero al momento de reunir sus versos para editar su primer libro, le hice notar que sería más eufónico que cambiase su nombre de pila por el del héroe de María, aunque no por una admiración a Jorge Isaacs que no sentíamos. Decidió hacerlo, y nunca más, ni él ni nadie volvió a acordarse de aquel Efrén que se mencionó en su bautismo…” 1 (“El dardo envenenado del salvaje”) Solana no revela el nombre del autor ni añade más porque da por consabido que ese verso procede, tal cual, en francés, de Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes. Con él Reyes hace una sutil alusión al Viaje a Oriente, de Lamartine.
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nal, creo que la corona del libro es, precisamente, la “Declaración de odio”, cuya primera versión apareció en la revista dirigida por Solana, Taller Poético, en 1937. Seguramente Huerta habrá vuelto sobre él más de una vez hasta dejarlo listo para su inclusión en Los hombres del alba, siete años después. Entre las muchas lecturas que nos requiere la obra de Huerta, está la de comparar por lo menos tres ediciones del poema, cuya trascendencia es clara. Para comenzar, me parece evidente que varias de las mejores páginas de Carlos Fuentes —en especial algunas de las que se encuentran al comienzo de La región más transparente (“ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad, ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mineral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos…”)— no habrían sido escritas, o no serían exactamente como las conocemos, sin el poema de Huerta, que sin duda Fuentes, gran lector de poesía, conoció pronto. El muchacho de 25 años que era Fuentes cuando comenzó a escribirla, a mediados de los años cincuenta, encontró una de las piedras angulares para erigir el edificio de su novela en el poema de Huerta. Creo asimismo que un poema como “Épica”, de José Carlos Becerra (“Me duele esta ciudad / me duele esta ciudad cuyo progreso se me viene encima como un muerto invencible”), guarda también una relación directa con la “Declaración de odio”, de Huerta, y que uno de los libros más importantes de Jaime Reyes (Isla de raíz amarga, insomne raíz), debe mucho a ese poema específico y a Los hombres del alba en general. De hecho, en el título del libro de Reyes hay un reconocimiento implícito al legado que recibió de Huerta, quien en 1962 publicó “La raíz amarga”. “Declaración de odio” es un poema de inmenso poderío, un poema de genio que requiere de un análisis pormenorizado para mostrar su enorme riqueza. No es sólo una suerte de imprecación colérica contra la ciudad. Es un poema de amor. Un canto de amor despechado a la ciudad, en cuyo centro habita una mujer concreta. Si no hubiese otro poema de similar calidad en Los hombres del alba, bastaría con él para que Huerta se hubiese abierto un lugar en la historia de la poesía de lengua hispana.
Sin embargo, a veces también parece ligarse a nociones contrarias a aquéllas: desaliento, fatiga, tristeza. A ratos el alba promisoria parece tornarse más bien una hora ominosa, que hace recordar aquella definición de “la hora del lobo”, que en la hermosa película homónima Ingmar Bergman pone en boca del personaje principal, Johan Borg: “Es la hora entre la noche y el día. Es la hora en que muere la mayoría de las personas; la hora en que el sueño es más profundo, cuando las pesadillas parecen más reales. Es la hora en que los demonios son más poderosos. La hora del lobo es también la hora en la que la mayoría de los niños nace.” Hay en el alba lugar para cosas tan contradictorias porque se trata de una hora indefinida (“ni del todo es de noche, ni del todo es de día”, para decirlo con san Juan de la Cruz), sin luz, o en todo caso con una luz blanquecina, lechosa, turbia, carente de color, “luz de eclipse”, dice Antonio Alatorre en la espléndida reseña que dedicó al libro en el número 7 de la revista Pan, correspondiente al bimestre enero-febrero de 1946. Sin quererlo, se nos vienen de nuevo a la cabeza esos murales de Orozco en los que oscuras masas de obreros caen acuchillados, y grises niños famélicos mueren amontonados unos sobre otros. Ésos son los hombres del alba. Largamente habla de ellos en sus dos “Declaraciones”, la de odio y la de amor, que son de sus poemas más sinceros y decisivos: “Ciudad que llevas dentro mi corazón, mi pena, la desgracia verdosa de los hombres del alba…” Tiene toda la razón Alatorre cuando señala que las “Declaraciones”, los tres “Cantos de abandono” y “La muchacha ebria” —“poesía reconcentrada”, los llama— son lo mejor del libro, que debe haber leído concienzudamente en el transcurso de 1945. En lo perso-
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En realidad, basta con ponerse a leer un rato a Huerta con detenimiento para que uno se dé cuenta de que se ha escrito relativamente poco sobre su obra y que aún está pendiente la valoración de su legado; abundan los comentarios al paso, las anécdotas, pero no los análisis detallados, las calas en profundidad. Por fortuna, la reedición cuasi facsimilar de Los hombres del alba que este mes ha puesto a circular la Dirección General de Publicaciones de Conaculta ya ha dado lugar a un estudio así. El volumen, que reproduce las 198 páginas del original, con todas sus características —salvo por el papel, que resulta imposible duplicar—, incluye cuarenta páginas más, en las que se despliega un notable ensayo de Emiliano Delgadillo Martínez. En él, a manera de epílogo, se cuenta con gran amenidad y conocimiento la historia del libro. Delgadillo, joven ensayista de 26 años (nació en la Ciudad de México en 1988), tiene fama ya de ser un investigador informado y cuidadoso, y gracias a los autores que cita de cuando en cuando —la estadunidense Helen Vendler, por ejemplo, extraordinaria lectora de poesía— es fácil advertir que se procura buenos maestros. Por lo que conozco de su trabajo, me parece que su interés lo lleva más a la historia de la literatura que a la crítica literaria, propiamente, aunque es obvio que tiene el gusto y los indispensables conocimientos de poética para practicarla. Por lo pronto, su ensayo, que permite comprender e imaginar el proceso de composición del libro, es una muy bienvenida aportación a la lectura de Efraín Huerta. En el centenario del nacimiento del Gran Cocodrilo, cabe esperar que se incremente el número de estudiosos de su obra, pero para que eso ocurra es necesario contar con más ediciones de sus libros, y propiciar que los nuevos lectores de poesía los encuentren fácilmente en las librerías, no sólo en las bibliotecas públicas. En tal sentido, la edición facsimilar de uno de los libros más importantes de Huerta, cuya edición original era hasta ahora conocida sólo por un puñado de bibliófilos, representa un gran estímulo.W
Rafael Vargas es un historiador aficionado de la maquinaria poética.
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Fotografía: “¿ Q U É S U C E D E C O N L A P O E S Í A E N M É X I C O ? ” C O N F E R E N C I A E N L A U N I V E R S I DA D V E R AC R U Z A N A . J A L A PA , F E B R E R O D E 1 9 6 8
A RTÍ C U LO
Efraín Huerta: antologar al antólogo CARLOS ULISES MATA
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En un artículo publicado a tres semanas del fallecimiento de Huerta, Monsiváis buscó describir en dos frases —y en dos fases también— el contrastante trayecto seguido por la obra poética de aquél en la consideración de los críticos y de los lectores de a pie. Dijo Monsiváis que Huerta pasó de ser —al inicio de la década de los años cincuenta— “un poeta conocido de obra desconocida”, a verse consagrado —veinticinco años después— como “un poeta admirado y leído”
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unque el esquema de contrastes tajantes que propone Carlos Monsiváis podría matizarse, el planteamiento es convincente y puede documentarse hasta con facilidad —sobre todo si se recuerda el paisaje nacional donde ocurrió— evocado por el propio Monsiváis: el de “una vida cultural pobre y una militancia extrema en el contexto de la Guerra Fría”. Añade el cronista que en las tres décadas transcurridas para pasar de una estación crítica a la otra, “Efraín Huerta escribe poesía fuera de los aparatos de consagración”, “publica un libro importante: Estrella en alto (1956) y poemas de la significación de El Tajín (1963)”, sin que ello baste para lograr un protagonismo determinante, pues “su modo de vida lo extrae del periodismo” e “inevitablemente, se declara (y se le declara) un marginado literario”. Siguiendo su argumento, el punto de quiebre que hizo pasar a Huerta de esa marginación a la centralidad que luego ocuparía siempre ocurrió el año terrible de la matanza de Tlatelolco: “A partir de 1968, la renovación de criterios revalúa a Huerta, su erotismo reverencial, su amargura ideológica, su humor salvaje, su topografía mítica”. Aunque Monsiváis no lo dice, la nueva y definitiva visibilidad y audibilidad adquirida entonces por Huerta se explica por algo menos escapadizo que “la renovación de criterios” operada en ese año convulso: tiene su origen en la publicación, precisamente en 1968 y por parte de Joaquín Mortiz, del volumen Poesía 19351968, compilación histórica a la vez que antología crítica de Efraín Huerta, cuya selección fue explicada por el poeta con estas palabras: Recojo en este volumen casi todos los poemas publicados en libros, plaquettes y diversas revistas, de 1935 a 1968, excluidos de manera involuntaria algunos poemas extraviados y de manera voluntaria los poemas “políticos” (“¡Mi país, oh mi país!”, “Elegía de la poesía montada”, “Barbas para desatar la lujuria”, etc.), que espero juntar en un libro que se titularía Los poemas prohibidos y que podría editarse hasta en forma póstuma.
Equiparable en importancia —por el antes y el después que marcó— a la aparición en 1944 de Los hombres del alba, la publicación de Poesía 1935-1968 tuvo, por lo menos, un efecto triple. El primero, editorial, al volver accesibles colecciones poéticas y libros que no se habían reeditado tras su publicación primera, varias décadas atrás, siendo Absoluto amor, de 1935, el más alejado en el tiempo. El segundo, literario, al revelarlo como un poeta mayor ante sus contemporáneos y ante los integrantes de dos generaciones posteriores a la suya. Y el tercero, un efecto crítico, al introducir Huerta en el breve prólogo de la autoantología y en la selección misma (en ese caso implícitamente) dos categorías de apreciación que se volverían perdurables y aún ahora influyen en el estudio de la poesía efrainiana, a veces olvidando que el poeta las enunció en términos descriptivos y no jerárquicos: por un lado, la categoría de los “poemas poemas”, es decir, los poemas no prohibidos o, si se quiere, los lícitos y autorizados —¿por quién?—, que venían a ser los incluidos en el libro; y por el otro, en un conjunto diferente y contrastante que se anunciaba para una compilación posterior, la categoría de los “poemas políticos”, identificados por él mismo como “poemas prohibidos” (como se sabe, la colección que reunió a ese segundo grupo la publicó en 1973 la editorial Siglo XXI, con un título cuyo tramo final —“y de amor”— ha creado más de una confusión
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y repetidos casos de misreading entre los críticos: Poemas prohibidos y de amor). Es tal la relevancia de ese libro que José Emilio Pacheco llega a insinuar que su publicación y su repetida lectura representan una especie de momento crítico (usado el término en la acepción que le otorga la física nuclear) a partir del cual la condición o clásica o canónica de Efraín Huerta se reafirma. Dice literalmente Pacheco que con Poesía 1935-1968: Huerta encontró por fin los lectores y las lectoras que no tuvo en las tres décadas pasadas. Se convirtió en El Poeta del México post68 y en el maestro y modelo de buena parte de lo que, con un arraigado galicismo, llamamos la joven poesía. El establishment al que en más de una ocasión había afrentado Huerta nunca le negó (contra lo que se dice ahora) su reconocimiento, pero en los setentas tuvo que sumarse a la apoteosis y le dio todos los premios. El hombre modestísimo y cordial que siempre fue Huerta agradeció estas recompensas, tomó su autoirónica distancia respecto a ellas y consideró su único, verdadero y legítimo triunfo: el que lo quisieran los jóvenes (y ante todo las jóvenes).
Con ser cierto, lo extraordinario de todo lo hasta aquí dicho es que Poesía 1935-1968 no es un libro original de Efraín Huerta. En este sentido: es un libro que no incluye ni un solo poema que no se hubiera divulgado antes en otros libros o en plaquettes, revistas, antologías y hasta sueltos, publicaciones todas ellas que circularon y fueron reseñadas a largo de las décadas, siempre elogiosamente. La explicación, entonces, del excepcional efecto suscitado por ese volumen, además de en la calidad extraordinaria de la mayoría de los poemas que lo componen y hasta en la renovación de criterios invocada por Monsiváis, debe buscarse en un rasgo poco atendido: Huerta fue el mejor antólogo de sí mismo y ese libro, todavía más que al escribirlo, lo hizo al seleccionar sus partes. En otros términos, Huerta hizo de la actividad antológica un ejercicio esencial para definirse —ante sí y ante los demás, ante su tiempo y ante la posteridad— como el gran escritor que celebramos en 2014 en ocasión de su primer centenario natal.
DE POEMAS Y LIBROS La afirmación anterior sería desmedida si Poesía 1935-1968 fuera el único caso que la ejemplificara, pero no es así. Si se revisa la obra de Huerta a partir de la publicación de Los hombres del alba —ejemplo insuperable en su obra de un libro homogéneo en estilo e intención que, si bien se publicó en 1944, fue escrito casi en su totalidad entre los 21 y los 25 años—, se observará que no volvió a publicar libros poéticos unitarios concebidos como proyectos sistemáticos de escritura. En contraste con autores de todos los periodos y lenguas, tras la hechura y publicación de su libro central de 1944, Huerta hizo su obra posterior a golpe de poemas, no de libros. Publicó libros, claro está, pero éstos son, de una o de otra manera, antologías. Veámoslos, siguiendo su orden de aparición. Estrella en alto (1956) es la oportuna conjunción de poemas que “no cupieron” en Los hombres del alba junto con otros acumulados en la década, como se asienta en el prólogo. Los poemas de viaje (1956) es una reunión de piezas escritas a lo largo de cinco años, en ocasión de sus viajes por Estados Unidos, la Unión Soviética, Polonia, Checoslovaquia y Hungría. Poemas prohibidos y de amor (1973) es una autoantología en apariencia temática —por el título—, pero al analizarla es, al mismo tiempo, un intento de autobiografía ideológica a través de poemas escritos durante 35 años, un manifiesto de reafirmación de sus creencias y el marco creado para dar a conocer, por primera
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vez, los poemínimos. Los eróticos y otros poemas (1974) es un mosaico de seis secciones que son casi seis plaquettes autónomas: las que reúnen los extraordinarios poemas del deseo (“Apólogo y meridiano del amante”, “Juárez-Loreto”, “Barbas”); otra con diez poemas de asunto cubano escritos tras su primer viaje a la isla; una más de poemínimos; otra de poemas “para pintores”, y la última de escritos varios llamada “los otros poemas”. Circuito interior (1977) es una miscelánea poética vasta y flexible que, como la anterior, acoge sin disonancia la caudalosa sucesión de poemas compuestos en la etapa de admirable fecundidad posterior a la experiencia hospitalaria de 1973. Transa poética (1980) es —lo dice Huerta— “una autoantología caprichosa que deberá irritar a muchos y que muy pocos celebrarán”.1 Estampida de poemínimos (1980) es, de nuevo, una autoantología del género ya entonces buenamente celebrado y malamente imitado que no recoge todos los redactados hasta la fecha de edición, sino sólo los publicados en libros anteriores.2
DAMAS NEGRAS Y OTRAS ESPECIES CRESTOMÁTICAS Se ha hablado de las antologías poéticas de Efraín Huerta, pero la indagación no concluye ahí, pues el género antológico en sí se halla en el centro de su actividad literaria y la atraviesa en varios momentos significativos. Para revisar varios de esos momentos, señalemos primero —y es un dato casi desconocido— que Efraín Huerta es autor de una obra subterránea que, si bien no llegó a publicarse —al no superar el filtro de su autocrítica o por no haber estado destinada a ese fin—, forma parte de su proyecto general de escritura. Ese corpus oculto y heterogéneo lo integran: poemas terminados e inconclusos (mecanografiados y manuscritos); decenas de versiones descartadas de otros que sí incluyó en sus libros; incontables notas de lectura; textos privados en los que enjuicia obras y retrata autores; centenares de cartas dirigidas a las personas que quiso (acompañadas a su vez de recortes de periódico, fotografías y papeles varios); apuntes y aforismos de tono autobiográfico, y en un gran apartado, compilaciones antológicas de poemas, relatos, artículos, ensayos y libros enteros leídos, transcritos a mano, ordenados e indizados por él mismo.3 La variedad de ese legado —una parte en posesión de sus hijos y otra en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional— se conserva en ordenadas carpetas y fólders; en cuadernillos hechos a mano con cartulinas de colores distintos (destinados a recoger la versión final de poemas editados o inéditos); en series de hojas recortadas y dobladas que conservaba para sí o remitía por carta a diversos destinatarios y, sobre todo, en unas libretas de papel revolución y en unos cuadernos de “forma francesa” que, al tener sus tapas oscuras, fueron llamados por Huerta “damas negras”. Si bien no existe un inventario completo de esos cuadernos antológicos, son múltiples las referencias
1 Así sea de pasada y en tono de broma, Huerta llegó a declarar su aprecio por el recurso de la compilación heterogénea a la hora de componer algunos de sus libros. Dijo: “Explico: [la palabra] miscelánea me apasiona, porque todos mis libros tienen, como dijo un crítico tamalero, de chile, de dulce y de manteca” (“Paseo de verdades con Rogelio Naranjo”). 2 Los títulos restantes de Huerta son, en realidad, poemas sueltos de mediana o gran extensión sólo por convención considerados como libros: Para gozar tu paz (1957), La raíz amarga (1962), El Tajín (1963), Barbas para desatar la lujuria (1965), y Amor, patria mía (1980). 3 Aunque en su parte sustancial está inédito, el material descrito ha sido citado en ensayos y trabajos académicos. Emiliano Delgadillo incluyó en su tesis “La fragua de Los hombres del alba de Efraín Huerta: 19351944” (unam, 2014, inédita; vease aquí en la p. 7, un fragmento de su tercer capítulo) una parte de gran interés a la que llamó “Manuscritos de 1935”: cuatro cuadernillos con versiones primigenias de los primeros poemas de Los hombres del alba, valiosas en sí, al grado de que se leen como poemas autónomos “alternos”, y utilísimas para adentrarse en el taller poético del escritor.
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Fotografía: © H E R M A N O S M AYO . N I C O L Á S G U I L L É N , PA U L É L UA R D , Á N G E L AU G I E R , PA B LO N E R U DA , E F R A Í N H U E R TA Y M I G U E L OT E R O S I LVA . PA S E O D E L A R E F O R M A , 1 9 4 9
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EFRAÍN HUERTA: ANTOLOGAR AL ANTÓLOGO
que sobre ellos existen. Al realizar con Huerta una entrevista en 1978, Cristina Pacheco tuvo en sus manos y hojeó una decena, refiriendo así la ocasión: Efraín se dirige hacia un librero lateral y de allí saca unos cuadernitos sin pasta, de magnífico papel revolución, en cuya primera página se lee “Notas y selecciones”. Todos tienen consignada la fecha: 1932, 1933, 1934. —Este de 1933 lo escribí en Irapuato; este de 34 tiene fragmentos de Unamuno (hay otros nombres y entre ellos aparece reiteradamente el de Alfonso Reyes). —Y mira este otro, insiste mostrándome su manuscrito de Los fantasmas del deseo de Luis Cernuda, 1933. —¿Y éste? Donde habite el olvido, Signo, Madrid, 1937.
radores. En esa página se lee: “Rafael Solana, patriarca de la religión de estas damas negras, deposita una tímida en las dignas manos de Ephraím Huerta”. En la entrevista con Cristina Pacheco, Huerta le mostró otro del mismo tipo: “Mira, en este [cuaderno] que se llama ‘Greguerías mínimas’ hice que me escribieran algo los amigos de entonces. En el primero, que es de 32, hay algunos hai-kais de don Francisco Monterde”. Asimismo, las compilaciones respondían a la costumbre de Huerta de tomar notas, citas y referencias precisas de los libros y revistas leídos, a efecto de utilizarlas en la elaboración de sus escritos en
jes considerados como centrales en los libros, revistas y periódicos que Huerta leía; de tipo histórico, de los poemas, los capítulos de novelas y las frases que juzgaba perdurables y hallaba coincidentes con sus postulados literarios en diferentes épocas; y al fin, de las obras que adoptaba como modelos artísticos. Vistas así, las compilaciones de diverso tipo y formato que Huerta hizo y se conservan pueden ser estudiadas como indicadores —parciales, pero fiables— del esprit du temps literario y cultural de los años y periodos a los que pertenecen, y también como bitácoras precisas de las oscilaciones y las reiteraciones registradas por su gusto de lector ordenado y exigente.
LA PROSA De signo más heterogéneo, otro de los cuadernos es descrito por el propio Huerta en un pasaje del artículo “Varias perfecciones”, de 1970: Cuando la hipérbole lo acosa, nada detiene al escritor. Conviértese, entonces, en una mula de varas galopando a rienda suelta. Así escribía yo hace varias décadas, en los cuadernos que he dispuesto pasen a las dignas manos de José Emilio Pacheco. En un cuadernillo de veinte páginas, fechado en Irapuato, Gto., y en Nopala, Hgo., en 1932, advierto transcripciones de los autores más disímbolos: Pierre Louys, con su pequeño fragmento de La pequeña Fanion […] Poemas de Jaime Torres Bodet, de Paul Verlaine, de André Maurois, de Gautier y de Baudelaire […], de José Juan Tablada y de Ramón López Velarde […] El fragante cuadernillo termina en una cuarteta de Baltasar Dromundo, tomada de su Romance de la Niña Nueva.
La existencia de las carpetas y, sobre todo, de las libretas y las “damas negras”, trasciende la mera curiosidad al haber concurrido en su elaboración motivaciones diversas y profundas. De acuerdo con su testimonio, Huerta comenzó a elaborarlas al no poder adquirir los libros y las revistas cuyos poemas y pasajes en ellas transcribía, para luego leerlos él mismo o dárselos a leer a Mireya Bravo, o aun para tenerlos ambos a la vez, según lo muestra el que subsistan cuadernos con “tiraje” de dos ejemplares idénticos.4 En otros casos, los cuadernos fueron concebidos como antologías de piezas escritas ex profeso para incluirse en ellas. En Efraín Huerta. Absoluto amor (1984), la historia documental de Mónica Mansour, se reproducen varias páginas de los cuadernos, entre ellas una de los pertenecientes a esta categoría, tan semejantes a los álbumes de versos que las musas decimonónicas formaban con el concurso de sus admi-
4 Para sorpresa de mi ignorancia, la práctica de copiar a mano poemas y libros enteros no era inusual en el México de la época. En El trato con escritores, José Luis Martínez recoge este recuerdo del mismo periodo (1932-1937): “Entre nuestros primeros bailes, nuestras primeras novias y nuestras primeras cervezas, leíamos encarnizadamente los libros de Alí [Chumacero] y los que luego fuimos procurándonos cada uno. Un día descubrimos a García Lorca, cuyo Romancero gitano, que nos prestaron sólo un día, copió Alí con su abierta escritura por la noche para que pudiéramos leerlo” (Uam, 1993, pp. 45-46). A su vez, José Revueltas, en carta de diciembre de 1936, le dice a Olivia Peralta, su primera esposa: “Desde aquí te voy a remitir la primera entrega de tu antología. Te preparo alguna cosa buena” (Las evocaciones requeridas I, Obras Completas de José Revueltas, vol. 25, Era, 1987, p. 117).
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prosa, compuestos muchas veces mediante el recurso de armonizar antológicamente pasajes propios y fragmentos de otros copiados de sus cuadernos. Sin perdonar la autoburla, Huerta hacía proceder su inclinación compilatoria de una desviación personal (“soy un mañoso y tengo espíritu de archivero”). No hay duda, sin embargo, de que le gustaba tenerlas a mano y de que las siguió elaborando, frecuentación a la que aludió con claridad en más de una ocasión.5 Al lado de esas motivaciones “utilitarias” para compilar los cuadernos, existen otras, a mi modo de ver más importantes. Miradas a la distancia —he revisado una decena—, las “damas negras” son auténticas y rigurosas antologías: de tipo crítico, de los pasa-
5 Hay dos menciones elocuentes. Al cerrar un ciclo de conferencias en 1965, dijo, socarrón: “Confieso y se ha escuchado que estas lecturas, como las del año pasado sobre la poesía, son producto en gran parte del espíritu de ropavejero que me anima”. Luego, en 1979, en el prólogo a Transa poética, anunció su decisión de no adornarlo de citas, con todo y que guardaba miles “en esos cuadernos y esas carpetas”: “Repito que los epígrafes y los textos breves de que dispongo forman una montaña, una cordillera […] Insisto que son un fregabundal —vocablo que le robo impunemente a Vicente Leñero— de notas que yo debería revisar para alargar un poco más estas necias palabras”.
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Como quizá no podía ser de otra manera, en la prosa de Efraín Huerta —el continente oculto de su geografía escritural— se manifiesta también su acentuada vocación antológica, de dos maneras. La primera, en la elaboración de las tres compilaciones de su obra en esa modalidad que ideó: Textos profanos (unam, 1978), Prólogos de Efraín Huerta (unam, 1981) y Aquellas conferencias, aquellas charlas (unam, 1983, pról. de Mónica Mansour), que no llegó a ver impresa. Y la segunda, en la gran cantidad de sus escritos literarios y periodísticos compuestos con el procedimiento de la crestomatía, reivindicado de forma explícita en más de una ocasión. Tras explicar que la palabra crestomatía —“tan horrible que provoca escalofríos”— se la descubrió Huberto Batis, Huerta reveló haber aprovechado el método antológico para elaborar varios artículos de extensión mediana y larga, de los que publicó algunos en Textos profanos tras escribirlos en la década anterior. Se trata de textos, precisamente, crestomáticos sobre una variedad peregrina de asuntos: las cucarachas, el futbol, las salamandras, los bisontes, los búfalos, los poemas de toreros, los sonetos satíricos, las perfecciones corporales, las pesadillas y los cuentos de hadas, sobre los cuales es oportuno decir que —contra la definición de “crestomatía” que aportan los diccionarios— carecen de intención educativa y se ven animados, más bien, de un propósito de diversión y curiosidad literaria. De parecida manera (y el tema aquí sólo se deja apuntado), el aprecio de Huerta por los valores expositivos, analíticos y lúdicos de los florilegios y las antologías se manifiesta diversamente también en dos aspectos poco estudiados de su quehacer: i) en las páginas de tema fílmico que tuvo a su cargo, por ejemplo “Close-up de nuestro cine”, en El Nacional, en la que, al lado de sus propios escritos, antologaba fragmentos, textos íntegros, citas y aforismos de otros autores, que seleccionaba y a veces traducía porque tenían relación con su exposición o por el mero gusto de darlos a conocer a sus lectores, y ii) en algunas de las columnas misceláneas que Huerta sostuvo por años, formadas con apuntes de asunto e intención variados, como es el caso de “Columnas del Periquillo”, “El Periquillo en su balcón” (estas dos en El Nacional) y “Libros y antilibros” (en El Día), en cuya elaboración mostró haber alcanzado una madurez y una pericia envidiable en el género antológico de la revista.
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Fotografía: © I G N AC I O M I L L Á N . C O N L A B A N D E R A S OV I É T I C A , 7 D E N OV I E M B R E D E 1 9 4 2
EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
EFRAÍN HUERTA: ANTOLOGAR AL ANTÓLOGO
DE VUELTA A LA METRÓPOLI: “DECLARACIÓN DE ODIO”
“EL OTRO EFRAÍN, ANTOLOGÍA PROSÍSTICA” A la luz de lo que se ha dicho, practicar una antología de los escritos en prosa de Efraín Huerta ha de hacerse teniendo a la vista la libertad y la alegre soltura de las maneras antológicas que él mismo desplegó. El uso de esas facultades resulta, por lo demás, indispensable, ante la enormidad, la dispersión y el deficiente conocimiento que en este momento se tiene de la prosa de Huerta: sobre su precisa extensión y aun sobre la calidad y vigencia de los escritos que la forman. Ante ese escenario, El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta, ha sido realizada teniendo en cuenta dos principios. Uno: se ha hecho con la deliberada voluntad de eludir la discusión sobre la posibilidad y la conveniencia de integrar una “prosa completa”, adoptando al respecto una actitud más práctica y sobre todo más apropiada al estado actual de conocimiento y valoración de esa franja de su obra, el cual, ya se dijo, es parcial e incipiente, sobre todo en la parte de los artículos políticos, los de cine y los que podrían ocultarse bajo seudónimos aún no identificados. Y dos: integrando la selección a partir de tres grandes núcleos: i) los escritos de importancia obvia, sea por pertenecer a la etapa de configuración de la generación literaria con la que se identifica a Huerta (la de la revista Taller, aunque también se recogen los publicados en otras revistas), sea porque contienen apuntes valiosos hechos en primera persona sobre sus ideas literarias y políticas y sobre la escritura de su obra (los prólogos y las entrevistas), o hasta por su rareza (La causa agraria); ii) los escritos que el propio Huerta consideró dignos de perduración más allá de su primer destino periodístico (por eso los reunió y editó), que forman grupo con los que quiso ver compilados e intentó publicar, en los que su visión del mundo y la literatura se redondea (las nueve conferencias de 1964 y 1965); y al fin, iii) los escritos rescatados por los investigadores que hasta hoy se han preocupado por iluminar diversas zonas de la geografía prosística huertiana: Mónica Mansour, Guillermo Sheridan y Alejandro García, cuyos esfuerzos críticos y compilatorios ameritan ser reconocidos y ver multiplicados sus efectos. A partir de ese universo, el cual sin criba alguna formaría un volumen monstruoso de más de mil páginas o dos intimidantes de más de 600 cada uno, se optó por elaborar una antología de lectura, entendida como una selección de los mejores escritos del conjunto, en este sentido: los que más me gustan a mí y los que creo que podrán gustar a más lectores. El resultado es una selección de 176 textos, ninguno de ellos inédito, algunos publicados hasta en dos ocasiones y sin embargo todos poco conocidos o ignorados al haberse publicado por primera vez entre 1936 y 1980, en periódicos y revistas cuya posesión actual está reservada a las hemerotecas y a los coleccionistas, y la segunda (si es el caso) en compilaciones que circularon en medios muy restringidos o están agotadas. El resultado es sorprendente por partida doble: por los escritos incluidos, cuya lectura nos descubre a un Efraín Huerta otro (periodista, lector, cronista urbano, poeta en prosa, crítico de cine y de artes, polemista), y también por los que no se recogen, es decir, por la inmensidad oculta y dispersa de la que son indicio (la selección representa la octava o novena parte del total conjeturable). La antología consta de siete apartados: “Libros y autores”, “Párrafos sobre artistas”, “Crónicas líricas y urbanas”, “Cine”, “Artículos políticos y de actualidad”, “Prólogos” y “Entrevistas”.W
Para este artículo el autor retoma algunos pasajes de su prólogo a El otro Efraín. Véanse algunos adelantos de la obra aquí, en las páginas 14-17. Carlos Ulises Mata es articulista, ensayista, poeta e historiador de la literatura. Ha participado en varios coloquios acerca de la obra de Huerta.
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EV I EN E D E L A PÁG I N A 7
Algunos versos de Huerta se ajustan a lo señalado por Pacheco: “Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de sentirte cada día más inmensa, / cada hora más blanda, cada línea más brusca”. No por nada el símbolo de la ciudad es, para Efraín Huerta, el de la desgarradura: “Ciudad que lloras, mía, / maternal, dolorosa”, “Ciudad, invernadero, / gruta despedazada” (“Declaración de amor”). El proceso de modernización que vivió Huerta fue sumamente violento y fue precisamente éste el que lo motivó a hablar de la realidad apremiante, de inmiscuirla en su vida y en su obra. Si Carlos Montemayor encuentra “el germen de la visión cotidiana” en “Línea del alba”, a partir de la “Declaración de odio” esa visión crece, alcanzando su plenitud en los poemas de la segunda parte de Los hombres del alba: Conozco el hambre, el frío haciendo de pies mármoles, la miseria en los gestos de los desamparados del subsuelo, el alcohol amarillo, corazón, que beben trozos de hombres en la desierta plaza donde calumnias, iras y verdes maldiciones brotan como el cariño en la piel de los ciegos. (“Tu corazón, penumbra”)
En esta misma dirección quiero destacar la plena coincidencia de la poesía de Efraín Huerta con lo expresado por los escritores de Hora de España en la “Ponencia colectiva” leída en Valencia durante el Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura, en 1937, el mismo año de la “Declaración de odio” y de “Los hombres del alba” (no por nada los colaboradores de Hora de España pasaron, en 1939, a engrosar las filas de Taller; sus afinidades son evidentes): nosotros declaramos que nuestra máxima aspiración es la de expresar fundamentalmente esa realidad, con la que nos sentimos de acuerdo poética, política y filosóficamente. Esa realidad que hoy, por las extraordinarias dimensiones dramáticas con que se inicia, por el total contenido humano que ese dramatismo implica, es la coincidencia absoluta con el sentimiento, con el mundo interior de cada uno de nosotros.
Aunque México no vivía días de guerra abierta, la trascendencia histórica de la realidad mexicana (la de “los desamparados del subsuelo”) era equivalente a la española; la Revolución ocurriría en el mundo entero, según el sentimiento de fin d’époque y según la fe en los postulados del marxismo. En “¡No pasarán!” Paz había usado como epígrafe la sentencia del historiador Élie Faure: “España es la realidad y la conciencia del mundo”; y Revueltas insistía en la responsabilidad histórica: “La Historia no es lo que ha pasado, sino esto que estamos haciendo hoy, aquí, en todo lugar. Estamos haciendo historia todos. Los activos y los indiferentes, los canallas y los limpios. ¡Una Historia como no la había visto jamás la tierra!” Para Efraín Huerta, como para sus camaradas, la realidad no podía ser ignorada. “La realidad, como un fardo pesado, era más violenta que cualquier ensueño”, escribió Revueltas al comienzo de Los muros de agua. En el ciclo de Los hombres del alba encontra-
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mos la insistente idea de abrir los ojos al mundo, de no ocultar ninguna verdad, de no huir del “mal gusto” según el llamamiento de Neruda (“quien huye del mal gusto cae en el hielo”), de denunciar cualquier atisbo de falsedad: “No era verdad tanta limpia belleza” (“La traición general”); “Días enturbiados por salvajes mentiras” (“Declaración de odio”); “Rehúyes la mentira y el olor de las callejuelas” (“Precursora del alba”). Huerta quiere que la realidad del mundo en el que vive aflore desde lo más profundo: Y después, aquí, en el oscuro seno del río más oscuro, en lo más hondo y verde de la vieja ciudad. (“Los hombres del alba”)
La visión cotidiana de los primeros poemas de Los hombres del alba, como el verso señalado por Octavio Paz en su ensayo sobre Huerta, “alba suave de codos en el valle”, se ensancha y ahonda a partir de “Declaración de odio” por la incorporación de la experiencia de Huerta en el poema, experiencia a la vez apasionada y trágica que deja una impronta de la condición humana. Su poesía gana transparencia y las imágenes se llenan de realidad, o mejor, de impurezas de la realidad. Las diferencias halladas entre una región casi virginal, Yucatán, y una metrópoli abigarrada y violenta, la Ciudad de México, aunadas al fervor revolucionario de la década roja de 1930, provocaron un verdadero quiebre poético en la vida y en la obra de Huerta. Mucho tiempo después reconocerá que “Declaración de odio” representó su primer gran poema (el segundo es “Los hombres del alba”, escrito en junio de 1937). Sin lugar a dudas, el poema marcó un antes y un después en su quehacer poético. Vale la pena leer la reseña que Huerta escribió sobre La rosa blindada de González Tuñón para acercarnos a sus ideas poéticas de entonces. Sirvan de ejemplo, momentáneamente, las palabras prologales al libro Poemas prohibidos y de amor (1973): “‘Declaración de odio’ nace de la lectura del argentino Raúl González Tuñón”. Echemos también, pues, un vistazo a la poesía del autor de “Las brigadas de choque” y “La paloma y el jabalí”. Quiero terminar con una observación: así como José Emilio Pacheco señaló la hermandad entre Los hombres del alba e Hijos de la ira de Dámaso Alonso (ambos de 1944), “sin posibilidad de influencia mutua tienen numerosas semejanzas”, así quiero apuntar la hermandad entre la “Declaración de odio” y un poema de Rafael Alberti, “Capital de la gloria”, escrito en el otoño de 1936 y publicado en febrero de 1937 en la revista Hora de España, tanto por su afinidad temática y política, como porque en el fondo respira la Capitale de la douleur de Paul Éluard, poeta admirado y conocido tanto por Alberti como por Huerta. En dos artículos periodísticos de 1937, Huerta da fe de que leyó el poema de Rafael Alberti —Huerta era asiduo lector de las páginas de Hora de España—. ¿Habrá conocido el gaditano la “Declaración de odio” de Efraín Huerta?W
Nota bene: Las cursivas en todas las citas son del autor. Emiliano Delgadillo Martínez es autor de Efraín Huerta. Iconografía. Véase aquí una breve reseña de esta obra en la p. 20.
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Ilustración: J O R G E A L D E R E T E
EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
“Amo mi siglo”: López Velarde cristalizó en esa sencilla frase el motor primigenio del cronista y con ella se puede resumir la labor de Huerta más allá de la poesía. El otro Efraín da cuenta de esa labor y nos regala textos como los que aquí presentamos; en éstos orienta su mirada —y su amor— hacia dos figuras míticas del cine nacional, una de las grandes pasiones a las que su pluma dio cauce
ADELANTO
Otro Efraín: el crítico de cine EFRAÍN HUERTA
Blanca Estela Pavón es más actriz de intención que de intensidad, fenómeno muy extraño entre las artistas latinoamericanas. Es dueña de todas las virtudes necesarias para tener derecho a superarse constantemente, y sabemos que ella lo hará.
Si pudiera sacarme los ojos y comérmelos…
RECUERDO DE BLANCA ESTELA PAVÓN Si pudiéramos hacer un millón de cosas. Y entregar el alma, el espíritu, el cuerpo todo, apagado y mortal. Dar la sangre, las manos cercenadas. Todo sería por ella: por su propia sangre, por su alma, por su juventud y su claro espíritu. Por su ancha bondad y su maravillosa alegría. Estar junto a ella, lejos de ella, era pensar en el redescubrimiento de la alegría. En la pantalla, a excepción de su ágil papel de comerciante en pequeño de Los tres huastecos, la vimos entregarse en forma decidida al temperamento dramático de sus personajes. Su voz y su rostro daban para eso, casi en forma esencial. Ismael la hizo llorar en el más perfecto estado de patetismo; la hizo gritar desgarradamente ante la muerte de su hijo en el incendio. Y la hacía reír y cantar cuando fue necesario. No mucho. Ella estaba viviendo, en su bien definido papel de Chorreada, una vida espiritual que la hizo famosa. Era una muchacha de nuestro pueblo. Inventora de la abnegación y del sacrificio. Pueden o no haber gustado los temas generales de esas películas; pero fueron sus películas, sus mejores películas y sus magníficas creaciones estéticas. Ella fue quien fue, quien es, desde Cuando lloran los valientes. Más tarde, repito, se entregó a un personaje redondeado casi a la perfección. Y el público fue amándola, admirándola, consintiéndola. Frágil, sanamente emocional, Blanquita era la hermana consentida de la gran fraternidad de los artistas del cine, teatro y radio. Pues no se negaba a nada. Se la necesitaba, y allí estaba, cabal y entera. Le pedíamos una canción, y cantaba canciones. Y tomaba la guitarra entre sus brazos largos y limpios y empezaba el gran alboroto de la alegría. Y danzaba y reía y hacía chistes. Era la alegría en persona. Sirena de digna pureza en un mar de inquietudes y de azoro ante lo inesperado. ¡Lo inesperado! Ah, si pudiera sacarme los ojos y comérmelos lo haría por su sencilla y mexicana belleza, por su voz de fino cristal educado, de seda. Por su carrera hacia el triunfo. Por su seguridad ante las cosas. Por las rotas palabras de angustia y sus lágrimas de aquella noche en que recibió su Ariel. ¿Qué no hubiéramos hecho por ella los que supimos entenderla y amarla? Cuando hice su perfil pude escribir lo siguiente: Maestra de danza, cantante y actriz de radio y de cine, Blanca Estela Pavón es la joven estrella de más limpia promesa en la cinematografía mexicana. Desde los 13 años asomó en ella la magnífica artista que sería más tarde, que es hoy. Entonces no era sino Florecita, graciosa y expresiva cancionera de xew y xeq. Pero su porvenir estaba, sin embargo, aquí, en el cine. En La liga de las canciones, El niño de las monjas, Cuando lloran los valientes, Vuelven los García, La cortesana, Nosotros los pobres, Los tres huastecos y Ustedes los ricos. Su magnífica voz y su reconocida fuerza dramática la llevaron a Nueva York, por cuenta de Metro Goldwyn Mayer, a doblar a Ingrid Bergman en Luz que agoniza y El hombre y la bestia; a Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó y a Ann Baxter y Deborah Kerr en otras cintas. De vuelta en su país, la chica nacida en Minatitlán fue imponiendo con gracia y a pulso su personalidad. Y es ya, como se dijo arriba, la joven estrella de más segura promesa en la cinematografía mexicana. Blanca Estela Pavón es fina y espiritual. No es bonita; es bella. No inspira, sugiere. Es una característica intuitiva del lenguaje, y sabe penetrar hasta la raíz, hasta el oculto sentido de las palabras. Esto es lo que se llama, sin duda, ser actriz. Agita y conmueve. Nadie solloza tan hermosamente, ni tan elegantemente como ella. Posee el rostro más sensible de nuestro cine. Con dos películas más tendrá para dejar de ser una poética promesa, para transformarse dignamente en la más perfecta realidad de la pantalla nacional.
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Allí dije: “Nadie solloza tan hermosamente… como ella”. Cierto: ella nos enseñó el secreto de la crispación, de ese estremecimiento de todas las fibras; el secreto de sentir que la piel es tan sólo una superficie de llamas. Sollozar y llorar… ¡El resto es biografía, secos y duros datos biográficos! No es ya su vida lo que late adentro de nosotros, sino su violenta muerte de paloma. Para nosotros, Blanquita sabía brillar con soberana dignidad entre un mundo de increíbles mediocridades. Y a su brillo respondíamos con el justificado elogio a su reciedumbre de actriz. La rodeábamos de dulzura, de consejos, de protección, “Blanquita, no hagas esto, no hagas lo otro”, y generalmente no lo hacía, o lo hacía cuando ya los compromisos estaban firmados. ¿Qué fue lo último que le dije después que me cantó “Sólo tú”? Le dije que retornara a las actuaciones vigorosas y que no se nos anduviera perdiendo en una selva de banalidades. Que yo sabía que Rogelio estaba escribiendo para ella el papel estelar absoluto que se merecía. Y creo que me agradeció el consejo. Pero no, no era aconsejarla. Era tan sólo no dejarla escapar. Que no se nos fuera de entre las manos, en una palabra. Ella tenía un amable gesto de atención a las palabras. Sabía escuchar y doblegarse ante la fuerza de las enseñanzas. Era flexible y expresiva. No creo que haya sabido disimular nunca. Se entregaba firme y casi conscientemente a su carrera y a sus admiradores. Parecía una adolescente que acaba de descubrir un mundo de triunfos, éxitos y laureles. Ahora, en estos momentos, en esta amarga hora de este amargo día miércoles, ella está en lo alto. Perdida para siempre entre la niebla, el frío y la arena volcánica. Es nuestra paloma muerta. Y es como haber perdido un tibio pedazo de nuestro deseo de vivir. O de no seguir viviendo. ¿Qué no quisiéramos hacer o haber hecho por ella? ¿Era necesario, era humano este abatimiento por su caída? ¿Es cierto eso que ha pasado? ¿Son ciertas esas lágrimas vertidas aquí y allá? Es cruel y despiadada la imaginación y serían crueles las palabras y las imágenes de la Elegía por la Paloma Muerta. Mejor dicho: serán crueles las imágenes y las palabras. Aquí estoy y allí están mis amigos periodistas, escribiendo sobre ella, sobre la flor destrozada. Creando la fina y merecida inmortalidad de Blanca Estela Pavón. ¿No nos enseñó ella misma a sollozar? ¿No creó un aire irrespirable de tragedia en sus ficciones? Somos, en cierta forma, sus fieles discípulos. Los fraternales discípulos de una hermana adorable y adorada. Pero ahora se nos ha ido de las manos para una dulce eternidad. Nos la ha robado una tragedia. Se nos ha ido Florecita en un segundo que fue un siglo de mortal agonía. También dije ayer, u hoy… No sé. Pero dije: Lloramos por ella, por su joven cuerpo aniquilado, como lloramos por quienes a su lado hallaron la misma muerte. Nuestra oración sea por ella, por don Gabriel, por Paco Mayo, por Luis Bouchot, por Chavito Toscano… Un racimo de amigos y hermanos muertos, y ella, Blanca Estela Pavón, orquídea del arte más auténtico, en medio de todos, como el hada madrina del eterno recuerdo.W
Primera aparición en Revista Mexicana de Cultura, suplemento de El Nacional, 23 de octubre de 1949. Posteriormente reproducido en Close-up, La RanaUniversidad de Guanajuato, 2010.
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Fotografía: © M A R Í A F É L I X Y E F R A Í N H U E R TA , C A . 1 9 5 0
EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
OTRO EFRAÍN: EL CRÍTICO DE CINE
MARÍA FÉLIX: TRES ARIELES Bárbara! ¡Endiabladísima! Parece tenernos condenados en el séptimo círculo donde nunca se pierde una apuesta, y condenada ella misma a no perder nunca, a pesar siempre sobre nuestras débiles espaldas, sobre nuestras conciencias pecadoras. Especie de demonio tutelar de nuestro cine, luciferino ángel de la guarda, desmedidamente hermosa y satánica estatua vigilante de todo lo que sucede y debe suceder en este paraíso de bien organizadas maldades y de perfectas envidias. Alas de bronce deben haberle crecido y en los ojos no habrán de faltarle los maliciosos brillos del triunfo. De once feroces académicos, cinco votaron por ella, tres por Dolores del Río y tres por Libertad Lamarque. No se diga que fue, el suyo, uno de esos triunfos arrolladores que pasman y desmayan a las multitudes. Su trabajo en Doña Diabla le costó. Como le costó en Enamorada y Río Escondido. Y así, la bella desterrada puede ya pasear por las Europas, al par que su majestuosa presencia, tres estupendas cartas de victoria. Fueron segundos de angustia, de desesperación: al escenario habían llegado ya Dolores del Río y Libertad. Dolores con su alta clase y su dignidad de gran señora: La casa chica, Deseada. Libertad, otra desterrada ilustre (curioso: las tres lo son y cada una por su estilo y motivos muy distintos), con el respaldo de su Otra primavera. Ganó la ausente. Triunfó la tremenda desdeñosa. La aislada en sí misma. La mala amiga mía. Y hubo, para ella, para su bien meditada lejanía, un aplauso de escándalo menor, desde luego, que el que se llevaron como ramos de gladiolas Dolores del Río y Libertad Lamarque, las leales, las siempre presentes. A varios colegas, a artistas señalados, les pareció increíble el triunfo de María Félix. No hubo absurdo ni inmerecido [triunfo], increíble, tan sólo. Sorprendente, en una palabra. Tanto o más que el triunfo de Judy Holliday sobre la experta veterana Gloria Swanson, que con sólo la imitación de Chaplin tenía ya el Óscar en casa. Pero así son las cosas. Nunca se había integrado una terna de mayor calidad y categoría. Tal vez pueda comparársele aquella que formaron Rosita Díaz Jimeno (Pepita Jiménez), Dolores del Río (La otra) y la propia arrolladora María, María la Grande, por Enamorada. Y entonces también ganó María. Así son las cosas, y es una pena que los inconformes quieran salirse de cuadro y hablar, por hablar nomás, de errores académicos. *** ¡Diabla! ¡Demoníaca! ¿Qué extraños magos te confirieron tan maravillosos poderes? ¡Calibánica! Eternamente ausente: estás en París, en Roma, en Madrid. Estás en todas partes. Tu espíritu, a lo largo de esa noche, se apoderó del aire, de las estatuillas, de las palabras, del mármol. Y una de las estatuas fue a dar a tus manos. Pero no estás en México. Estás y no estás. ¡Angelísima! María de Todititos los Ángeles. Cada día menos nuestra y cada día más dueña, tú, de nosotros, pobres inconscientes, humildes enjuiciadores, miserables académicos, inquisidores de 16 mm, fieles
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testigos de lo bueno, lo malo y lo peor de eso que se llama cine nacional. Testigos de tu prolongada ausencia y de ese triunfo de fantasía que acabas de obtener: destacarte, de golpe, de la terna integrada por lo mejor de América Latina: Dolores, Libertad y tú, endemoniadísima María. ¿Quién había de decírtelo, María? Viejos tiempos aquellos, 1943. En Xochimilco, el Indio Fernández, Gabriel, Subervielle, Pedro y Dolores creaban María Candelaria, es decir, hacían que el cine nuestro recomenzara artísticamente. En clasa, hacías La china poblana; esto es, apenas te iniciabas, archibellísima, en el arte de conquistar todo lo conquistable. Para mí, aquella mañana es inolvidable. Arroyito te tomó las fotos más claras y luminosas del presente siglo. Más tarde, el mundo se arrodilló ante tu persona, ante tu personalidad. Después, ese angelote que es el Indio Fernández te hizo cobrar una vida real, contrapuesta al clima poético de El monje blanco. Y ganaste con Enamorada y con Río Escondido. ¡Ah, prodigiosa norteña! Mira que ahora ganarle a Dolores y a Libertad. Pero ganaste, y aquí está tu Ariel, aguardándote, ilustre desterrada por propia voluntad. Ven por él. Ven hacia nosotros. *** ¡Cero y van tres! Tres Arieles que le han caído a María como del cielo, o como del infierno. Ella, como estrella, pertenece ya a una especial mitología, muy superior a lo elementalmente popular cinematográfico. María es mundial, universal. No hay límites que no haya rebasado. Nada ha perdido y, la muy bárbara, todo lo ha ganado. Qué bien. No se cree que María pierda su sitio, y hasta se podría organizar una mesa redonda para discutir su actual situación con respecto a nuestro cine y en relación con las mediocres películas que ha hecho fuera de México. Habría que conminarla, entonces, a que, por lo menos, cada año hiciera una película entre nosotros. Sería su mejor camino de salvación. Envío: María de Toditos los Arieles. Bella es Europa, mágica la Costa Azul, límpido el cielo de Italia, tierno el azul de las seis de la tarde por los Campos Elíseos. Pero ¿todo eso es acaso comparable con los días y las noches del Valle de México? La Ciudad de México te reclama. Te reclama la República entera. Y tantos millones de mexicanos no pueden estar desequilibrados. De todos modos, ven a darnos el deseado equilibrio. A recoger tu Ariel y a explicarnos a Gabriel Figueroa y a mí por qué no contestaste los cables que hace un año te pusimos desde todas partes de Europa, y si recibiste los cisnes azules que el gran camarógrafo te mandó por el cielo. ¡Salud, hermosa! ¡Suerte, sonorense! Que Ariel, espíritu alado, te siga protegiendo y librando de todo mal.W
Especie de demonio tutelar de nuestro cine, luciferino ángel de la guarda, desmedidamente hermosa y satánica estatua vigilante de todo lo que sucede y debe suceder en este paraíso de bien organizadas maldades y de perfectas envidias.
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Primera aparición en Revista Mexicana de Cultura, suplemento de El Nacional, 15 de julio de 1951. Posteriormente reproducido en Close-up, La RanaUniversidad de Guanajuato, 2010.
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Fotografía: © FA C H A , J U L I O D E 1 9 4 1
ADELANTO
Otro Efraín: el periodista EFRAÍN HUERTA
Extraídas también de El otro Efraín, en estas notas se advierten, de entrada, las cualidades de la prosa del periodista Huerta. Se trata aquí de dos textos complementarios: mientras que el primero es una bienvenida entusiasta a Henri Kloz, el segundo es una suerte de lamentación por el malhadado día en que el surrealista francés halló su destino bajo nuestro cielo, procedente de uno “atmosféricamente anonadador”
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EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
OTRO EFRAÍN: E L P E R I O DI STA
HENRI KLOZ EN EL VALLE DE MÉXICO
DESVENTURAS Y SUICIDIO DE HENRI KLOZ
El traído y llevado surrealismo, esa doctrina estética de tanta sencillez y tanta confusión, tiene en su haber el nacimiento y desarrollo de ciertos tipos ejemplares, o prototipos, de los cuales se valen sus cada día menos abundantes partidarios para hacer más efectiva su labor apostólica. No nos referimos concretamente a ningún progenitor surrealista, ni tampoco cometeremos la torpeza de decir, por ejemplo: Ah, esa ilimitada novela, Nadja, del diáfanamente puro André Breton. Desde luego que no. Por la razón sencilla de ser atacado sin descanso, el surrealismo ha llegado a convertirse en un lugar común, y no nos creemos en la obligación de citar tal o cual personaje: cualquier empleado de tercera de la secretaría que ustedes quieran podría, si se lo pidiese una comisión idónea de intelectuales mexicanos, dar amplias charlas sobre los dictados del pensar con ausencia de todo control ejercido por la razón, es decir, del automatismo psíquico puro. ¿Se entiende? Si no, aclararemos que nuestro rumbo se encaminaba de mostrar lo corriente que es ya el surrealismo entre todos los hombres, a pesar de quererlo tener guardado como oro en paño sus procreadores. La gran revolución, en vez de hacerse añicos o enmohecerse en lo que pudo convertirse en su tumba, rebasó su cauce inundando con su maravilloso evangelio los humanos entendimientos, antes de su sagrado rocío tan sedientos y desorientados. Un prototipo surrealista, Henri Kloz, ocupará por hoy nuestra atención. Que no se alarme la reacción por lo que vamos a escribir; la libertad de prensa, que otros confunden con la publicación de libelos, nos ampara. Además, la solvencia de la patria ideal de cuyo seno es hijo Kloz, sería, en dado caso de que nos procesaran, nuestra máxima defensa. Henri Kloz es un joven pequeño burgués, estudiante de ciencias químicas, ex futbolista y, desde su llegada al mundo, incondicional apasionado del surrealismo. Buen chico, por lo demás, y muy sentimental cuando lo espían. Las malas lenguas —escribir la filosofía de la mala lengua es como una conminación—, que abundan en todas partes y se reproducen por millares, aseguran por su salvación que Henri Kloz es producto del talento creador de Ramón Gómez de la Serna. (Pensamos que, de haberlo conocido la deliciosa Minnie, se habría suicidado en la primera mitad del segundo acto.) Habiendo vivido muchísimo tiempo desterrado de su país de origen, el dulcísimo suelo francés, acusado por autorizados alienistas de cometer punibles actos en contra de la santa moral y pretender, queremos decir propugnar, en tumultuosos mítines de franco carácter o matiz subversivo, la desaparición inmediata de la cortesía y del aburrimiento, por considerar que estas virtudes son contrarias al espíritu progresista del siglo xx, nadie sabe dónde pasó los días, seguramente negros, de su destierro, siendo lo más seguro que los haya pasado en las profundidades desérticas del Sahara, o en el fondo del mar en busca de la piedra filosofal, o surrealistamente enamorado de una sirena veleidosa. Nada se sabe de cierto, repetimos, sobre el asunto de su exilio. Pero es el caso que hoy, cuando su recuerdo comenzaba a borrarse de la frágil memoria de los hombres, aparece en México, ante el jubiloso asombro de nuestro planetilla intelectual y de la sabida región más transparente del aire. Henri Kloz, en consecuencia, es un viajero nada común. Apenas tiene días contados entre nosotros y ya el Valle está bajo su dominio, a merced de su juvenil impulso, pues según su propia confesión, Kloz no puede vivir tranquilo sin imaginarse, sin soñarse dueño, si no de todos los mares, continentes, constelaciones, sí de varios kilómetros a la redonda del suelo que sus pies de impaciente máximo pisan. No llegó a México por ninguna de las vías ordinarias; descendió con la primera lluvia de junio, goteando brillantes estrellitas, como cualquier Liliom. Declaró venir directamente de una zona celeste donde todo es “atmosféricamente anonadador” y son desconocidos los actos de cortesía, de tedio, de disidencia y sabotaje; que ahí, en fórmula que a nosotros nos extrañó por lo poco original, “había pasado los mejores años de su vida”. A los periodistas díjoles venir a romper lanzas en defensa de monsieur André Breton, injustamente atacado, quizá por la envidia o la falta de capacidad comprensiva de los tipos del altiplano patrio, o sea, del Anáhuac romántico y legendario. Que, con honradez que también nos extrañó, habíase cumplido la profecía de su mismísimo padre, de Ramón el de las greguerías, que fue, según versión del propio Kloz, de esta guisa: “Quizá algún día quede solo sobre cubierta Breton, aguantando el fuego de todas las escuadras”, lo que en regular romance significa que Gómez de la Serna pronosticó, señaló el momento solemne en que Breton se quedaría clamando en el desierto. Henri Kloz trae, pues, una honrosa misión: la defensa del incomprendido, del abandonado por la traición de sus antiguos cofrades de parto. Felicitémosle porque nos ha demostrado que todavía hay sobre la tierra abnegación y fidelidad; y felicitémonos de poder contar —con los dedos naturalmente— a otro heroico surrealista. No todos los días nos es dada la dicha de palpar una existencia como la de este desmesuradamente rebelde Henri Kloz. Pero, en vista de que los linotipos no esperan y esta crónica, por su importancia informativa tiene que ser dada a conocer sin más tardanza, suspendemos aquí la presentación de Kloz, prometiendo en cercano número de nuestro periódico dar detalles exactos de su labor reivindicadora.W
Triste misión la nuestra, de narrar con brevedad las desventuras y el inevitable suicidio de nuestro amigo Kloz. No quisiéramos hacerlo. Pero el deber informativo es más fuerte que nuestra voluntad de no hacer nada. Hay deberes que se cumplen hasta con alegría; los hay que nos apasionan como si de amar se tratara; y se dan deberes que, por ineludibles, pesan como una tonelada de piedra sobre la conciencia. A estos últimos pertenece el de hoy. ¿Por qué, nos preguntamos angustiados, Henri Kloz sólo era conocido nuestro y ningún reportero le prestó el interés suficiente como para hacerse su amigo y no abandonarlo en sus tribulaciones? ¿Y por qué el afán de evitar escribir sobre seres desventurados y su muerte? No somos egoístas. Al contrario: más ampliamente ya no podemos obrar. Pero es que Kloz, tipo caótico de la posguerra, si resucitase, nos reclamaría airado por no escribir acerca de sus últimos días. Y siendo los surrealistas como son, capaces hasta de tomarse en serio ellos mismos, mejor será que digamos, temerosamente, nuestras visiones finales de la vida del héroe. Aclaramos que ni de sus desventuras, ni de su estruendoso suicidio tenemos la culpa. También él, a su debida hora, se encontró solo en la cubierta de la lancha surrealista. No le salvó ni su contextura de habitante de las nubes, ni aun le dieron una mano quienes estaban obligados a dársela. Henri Kloz, haciendo gala de su independencia, no se puso en contacto desde luego con M. Breton. Temía encontrarse con Diego Rivera y decirle que es, además de un “monstruo de inteligencia” (Elie Faure), un caso extraordinario de clownería, demostrándoselo con la publicación Choque, en la que apareció un artículo del pintor de Coyoacán, afirmando que el surrealismo es un arte de maricones. Kloz dejó correr el tiempo, pensando en mítines de calle y preparando manifiestos a la nación. Sí pensó encontrarse con Efrén Hernández, ya que en su Breve historia de la literatura americana, Luis Alberto Sánchez asegura que el autor de El señor de palo es un “joven escritor surrealista, autor de un cuaderno promisor, titulado Tachas, solfeo de prosa joyciana”. Pero no encontró a Efrén, y, un tanto decepcionado, se echó a buscar prosélitos entre los habitantes de la Alameda Central, sitio en que se apareciera, una cruda noche de verano, el fantasma doloroso del Perro Andaluz. Y halló una docena de pioneros criollos del surrealismo, jóvenes dispuestos a emprender la cruzada reivindicadora. Unas cuantas inspiradas frases de Kloz y un regular almuerzo bastaron para convencerlos. El primer mitin se llevó a cabo ante la impasibilidad del Benemérito Juárez, a quien los ángeles aún no acaban de coronar. La cosa principió apaciblemente, hasta que nuestro moderno templario abordó las cuestiones fundamentales y espinosas del surrealismo. Entonces el desorden, como una porción de olas rebeldes, se hizo poco a poco dominador, no sólo del bien luminoso hemiciclo, sino de toda la avenida. Fueron los setenta limpiabotas de la Alameda, con su prodigiosa intuición, los alborotadores. Los siseos y los gritos de reprobación alcanzaron tal poder, que los escasos mercenarios de Kloz aconsejaron a éste prudencia y siempre prudencia. Pero Kloz no escuchó los sabios consejos de sus alquilados, siguiendo fogosamente la exposición de la doctrina y lanzando centenas de salivazos intelectuales a los estultos desorientadores que sólo han visto en M. Breton un “chiflis” y no llegan, en su ceguera, a percibir el carácter evangélico y noble del gran poeta francés. Pero en un momento sublime, las dóricas columnas estriadas temblaron y agotóse la paciencia marmórea de los leones del monumento; un frío viento de tragedia sopló; las mujeres sufrieron un ataque de histeria agudísima y los hombres sintieron que habían perdido para siempre la facultad de soñar, y que de ahí en adelante serían como dice Platón que eran los habitantes de la Atlántida. Desencadenóse el huracán; la multitud curiosa y furiosa obligó a Henri Kloz y a sus ocasionales partidarios a huir. Lentamente, con esa lentitud guardiana del quebranto moral, se renovó la tranquilidad; los leones de mármol siguieron en reposo y las columnas apaciguáronse. Juárez el Impasible, continuó siéndolo. Poco más tarde se supo que Kloz y su cuadrilla eran perseguidos por la policía. Las escenas que presenciamos fueron épicas. Los silbatos de los fieles guardianes del orden entremezclábanse con la desesperante sirena de los hombres del fuego, también partícipes en el film. Las rotativas dieron a luz escandalosas extras, en que se hablaba de orden subvertido y perturbación de la paz pública; los bares y los cafés donde la intelectualidad se reúne se despoblaron; tembló oscilatoria y trepidatoriamente una vez más; los pegasos, aprovechándose de la confusión, emprendieron el ansiado vuelo; pasó sobre la ciudad un hálito de sobrenaturalidad, como si los dioses del Olimpo protestaran por la agresión hecha a uno de sus más distinguidos miembros. Pero, como dijera un húsar de la muerte, órdenes son órdenes. Y la policía (¡Síganlo por el aire en bicicleta, aunque no sepan astronomía!), la policía secreta y uniformada prosiguió la persecución, con tal saña que cualquiera hubiera dicho que andaban en busca del sátiro redivivo de Düsseldorf. Y en verdad que la huida de Kloz y testaferros semejó un trozo de una de esas películas de episodios que otra vez comienzan a estar de moda. Cuando ya, a la altura del Banco de México, creían los policías atraparlo, Kloz ordenaba a cualquiera de sus secuaces que le protegiera, entregándose, la retirada. La velocidad de Kloz era demoniaca; ni sus mismos pandilleros supieron cómo ni cuándo lo perdieron de vista. El caso es que en un momento, “el Zócalo, en el que cabe la más recia tempestad”, viose repleto de un público ansioso que contemplaba a un joven desmelenado escalando la fachada de la Catedral; que pronto llegaba hasta el amarillento reloj y abrazaba a la más hermosa de las estatuas, quizá la Esperanza, esculpidas por Tolsá; que, dominando el vacío y la angustia trepidante de la multitud, gritaba que iba a morir por un ideal sacrosanto y que jamás el mundo, del cual se llevaba una impresión asquerosa, volvería a tener noticias suyas. Y el espectacular suicidio consumóse. Kloz se lanzó al aire “planeando”, y cuando estaba a diez metros del suelo, se evaporó cual tenue suspiro de muchacha, igual que deben evaporarse los auténticos surrealistas al morir. Las calles asfaltadas parecieron pocos minutos después anchos ríos de lágrimas. Algunos timoratos hablaron del Anticristo y nosotros, acongojados, comenzamos apresuradamente una invocación al recién desaparecido.W
Primera aparición en El Nacional, 2 de julio de 1938. Posteriormente reproducido en Aurora roja, México, 2006.
Primera aparición en El Nacional, 10 de julio de 1938. Posteriormente reproducido en Aurora roja, México, 2006.
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Fotografía: © M A R I T Z A LÓ P E Z , 1 9 8 1
SEMBLANZA
Efraín Huerta O C TAV I O PA Z
En este breve y condensado testimonio, escrito poco después de la muerte de Huerta y publicado en 1983, Paz pone en claro el papel de Huerta como uno de los iniciadores de la poesía de la ciudad en nuestro país y recuerda —y nos recuerda—, con un par de instantáneas bien elegidas, a quien fuera su amigo y correligionario desde la adolescencia: íntima complicidad de autores hoy centenarios
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Fotografía: ©X AV I E R Q U I R A R T E , 9 D E O C T U B R E D E 1 9 7 7
EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
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l poeta Efraín Huerta murió en los primeros días de febrero de 1982. Murió en un hospital de esta ciudad de México que, simultáneamente, inspiró algunos de sus más exaltados poemas de amor y algunos de sus sarcasmos más violentos. Se ha señalado muchas veces el lugar que ocupa la vida urbana en la poesía de Huerta. Es un rasgo que, al definirlo, lo define como un poeta plenamente moderno. Aunque la Antigüedad grecorromana conoció la poesía de la ciudad —apenas si es necesario recordar a Propercio— y aunque también los poetas renacentistas y barrocos la cultivaron con fortuna, sólo hasta Baudelaire la ciudad no reveló sus poderes, alternativamente vivificantes y nefastos. La modernidad comienza, en la literatura, con la poesía de la ciudad. Algunos poetas mexicanos —pienso en López Velarde y en Villaurrutia— percibieron y expresaron en líneas sobrecogedoras la seducción ambigua de la ciudad que, al afinar y pulir nuestra conciencia y nuestros sentidos, nos hace más sensibles, más lucidos —y más vulnerables. Otro poeta, Renato Leduc, supo oír y recoger, como un caracol marino, el oleaje urbano; también supo transformarlo, con humor y melancolía, en breves e intensos poemas. Pero la ciudad de estos poetas era todavía una capital soñolienta, más francesa que yanqui y más española que francesa (y siempre “rayada de azteca”). A mi generación, que fue la de Efraín Huerta, le tocó vivir el crecimiento de nuestra ciudad hasta, en menos de cuarenta años, verla convertida en lo que ahora es: una realidad que desafía a la realidad… Con nosotros comienza, en México, la poesía de la ciudad moderna. En ese comienzo Efraín Huerta tuvo y tiene un sitio central. Lo conocí cuando era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria. Era amigo de otros jóvenes que, como él, comenzaban a escribir: Rafael Solana, Carmen Toscano y alguno más. Leían a los poetas españoles de ese momento —García Lorca, Salinas, Alberti, Guillén— y también a los mexicanos: Pellicer, Villaurrutia, Novo, Torres Bodet. No tardaron en descubrir a Neruda, que fascinó a Huerta. Les interesaba más la literatura que la política, más la poesía que la novela y más la novela que el ensayo. No asistíamos a los mismos cursos pero, gracias a Rafael Solana y a Carmen Toscano, conocí a Huerta. Fuimos amigos y nunca dejamos de serlo. Lo fuimos tanto que me invitó a ser uno de los dos testigos de su primer matrimonio. Más tarde las pasiones políticas nos separaron y nos opusieron pero no lograron ene-
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mistarnos. Vi en él siempre al Efraín de nuestra adolescencia: al poeta apasionado e irónico, al amigo un poco silencioso y afable. En su trato Efraín era cortés y discreto, como buen mexicano. La violencia de algunos de sus poemas y epigramas contrastaba con su finura personal… El más inquieto de aquellos muchachos, Rafael Solana, fundó Taller Poético, una lujosa revista dedicada, como su nombre lo indica, exclusivamente a la poesía. Todos los poetas de entonces colaboramos en sus páginas, de Enrique González Martínez a Neftalí Beltrán. Después Solana nos invitó a Efraín Huerta, a Alberto Quintero Álvarez y a mí para, con él, emprender una nueva aventura: Taller, revista literaria. La historia de esta revista ha sido contada varias veces —y en versiones un poco distintas. No voy a repetirlas ahora. En 1941 apareció el último número de nuestra revista. Después, nos dispersamos. Muy joven aún Efraín Huerta ingresó en el Partido Comunista de México. Era amigo de Enrique Ramírez y Ramírez y también de José Revueltas. En esos años comenzó a escribir poemas políticos en los que se esforzaba por ajustarse a los moldes estrechos del realismo socialista. Por fortuna, pocas veces lo
conseguía enteramente, de modo que aun en sus poemas de propaganda hay líneas y fragmentos que son relámpagos de poesía. Nada más alejado de los gustos poéticos y del temperamento de Huerta que el didactismo de esa literatura doctrinaria. Curiosa o, más bien dicho, reveladora contradicción: en esos años en que estaba poseído por la certeza de participar en el “movimiento ascendente de la historia” (¿habrá conservado esa ilusión hasta el final?), escribía en uno de sus mejores poemas: “Nunca digas a nadie que tienes la verdad en un puño” (La rosa primitiva, 1950). Esta línea revela, una vez más, que el poeta acaba siempre por vencer al ideólogo. En su último periodo Efraín volvió a encontrar la vena de su juventud y compuso varios poemas notables, como “El Tajín” y la autoparodia “Juárez-Loreto”. También cultivó el epigrama, los “poemínimos”: breves, punzantes y, a veces, alados. A pesar de toda esta diversidad, fue ante todo un poeta lírico; sus obras mejores son poemas de amor y de las emociones y sentimientos que acompañan al amor: sensualidad, tristeza, celos, remordimientos, melancolía, júbilo. La ciudad fue para él historia, política, alabanza, imprecación, farsa, comedia, drama, picardía y otras muchas cosas pero, sobre todo, fue el lugar del encuentro y el desencuentro. Termino esta nota apresurada y apesadumbrada con una observación: hay un Efraín Huerta poco conocido, oculto por lecturas más fervorosas que atentas. La violencia de muchos de sus poemas, sus sarcasmos y su afición a las expresiones fuertes han obscurecido un aspecto de su obra juvenil: la delicadeza, la melancolía, la reserva, el gusto por las geometrías aéreas y las gamas perladas y grises. En sus primeros poemas Huerta fue un poeta apasionado y contenido. No en balde su segundo libro se llama Línea del alba (1936). El título alude a indecisas lejanías y claridades tímidas que poco a poco, conforme la madrugada avanza, se precisan: casas, árboles, calles, gente. Al releer esos poemas de juventud —tenía apenas veintiún años— encontré una línea que, estoy seguro, no fue pensada sino vista en algún amanecer y cuya luz siempre lo acompañó: “alba suave de codos en el valle”.W
Octavio Paz, como Efraín Huerta, nació en el annus mirabilis de la literatura mexicana: 1914.
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Ilustración: © E M M A N U E L P E Ñ A
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Ecoedición
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s fácil amargarle a cualquiera la lectura de su libro favorito: basta con hacer explícito el impacto que tuvo en el medio ambiente la fabricación del papel y las tintas que lo componen, el uso de las computadoras con que se diseñó la portada y se formaron las páginas, la utilización de las láminas de imprenta y de hilo y goma para la encuadernación, el transporte de todas las materias primas hasta donde se transformaron en ejemplares terminados y de ahí al punto de venta en que los lectores, ingenuos, entramos en contacto con esa obra amada. Cada una de estas etapas significa cierto aporte de mugre al entorno natural, cierto consumo de agua y energía, y se necesita ser muy insensible para no entristecerse, al menos un poco, cuando se toma conciencia de que un bien tan noble, tan benéfico para quien lo incorpora a su ser, es a la vez un generador de detritus ambientales.
DE JUNIODE 2014 convencionalismo, con su humor privilegiado y la agudeza de su mirada, llegó a constituirse en una de las voces más potentes y preclaras de las letras de su siglo.
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l bendito papel es uno de los principales villanos de esta historia, sea que provenga directamente de árboles recientes —se dice entonces que contiene fibras vírgenes—, sea que provenga del reciclado. En ambos casos, el proceso por el que las masas de celulosa devienen en esbeltas hojas sobre las que puede imprimirse exige grandes cantidades de agua (al menos cien litros por cada kilo de papel), lo mismo que la aplicación de químicos que tal vez embellecen el acabado pero pueden contaminar ríos y acuíferos. Por cierto, el balance global del proceso de reciclado no siempre es positivo: el consumo de energía, por ejemplo para reunir el papel de desecho, más la utilización de sustancias contaminantes y la generación de aterradores lodos a partir de la tinta y demás aditivos del papel ya usado pueden hacer que la buena intención resulte contraproducente. La huella ecológica, pues, de ese magnífico material inventado en China poco antes de nuestra era es muy severa.
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o menos atroz es el eco medioambiental que produce el uso de tintas, sobre todo las que emplean metales como aluminio o cinc, pues suelen estar hechas con aceites derivados del petróleo y con disolventes que, en algunos casos, pueden afectar la muy traqueteada capa de ozono atmosférico. Las láminas o planchas de impresión representan una fuente adicional de contaminación; según cálculos reportados en el Manual de la buena edición —un librito que es fruto del Proyecto Greening Books, sobre el que hablaremos más adelante—, entre un quinto y un cuarto del impacto ambiental de la edición proviene de actividades vinculadas con las planchas. Casi otro tanto en este cochinero se origina con la transportación, incluido el ir y venir de ejemplares entre el almacén y las librerías (y de éstas a aquél cuando, ay dolor, se presentan las devoluciones).
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Debe esta información llevarnos a abandonar por completo el milenario arte de hacer libros impresos? Por suerte, la respuesta es un contundente no, pero conviene que los hacedores de este noble producto —lo mismo los papeleros que los distribuidores, los diseñadores y los impresores— incorporen en su vida cotidiana los criterios de la ecoedición. Ésta es una manera innovadora de gestionar las publicaciones atendiendo diversos principios de sostenibilidad, con el propósito de minimizar el impacto ambiental a lo largo del ciclo de vida de los productos edito-
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poesía Compilación de Martí Soler y prólogo de David Huerta 2ª ed., 2014; 656 pp. 9786071619297 $320
POESÍA COMPLETA EFR A ÍN HUERTA
La manera natural de celebrar a un autor, para una casa editorial, es reeditarlo, contribuir a revitalizar su obra e impulsarla a alcanzar nuevos tiempos y nuevos lectores. Hace ya 26 años que Martí Soler preparó para el Fondo el volumen que reunió la Poesía completa de Huerta, que apareció en los legendarios “ataúdes blancos” de nuestra colección Letras Mexicanas; la conmemoración del centenario del natalicio de uno de nuestros más caros autores, en junio de este año, se antoja como la ocasión idónea para sacar de las prensas una nueva edición, esta vez en la colección Poesía, de la obra de una de las mayores plumas que han florecido en nuestro país y que hemos tenido en suerte recoger en nuestro catálogo. Sea esta nueva edición un pretexto para reconocer los poemarios ya vueltos clásicos, a la luz de estos otros tiempos, y para conocer los que acaso se hayan omitido, con el agregado del inédito “Corrido de la enamorada”. Así, con el abanico entero desplegado entre las manos —ese amplísimo espectro que surge de las zonas más íntimas de la sensibilidad del poeta, expresadas en versos preñados de amor y erotismo, y que llega a sus más furibundos cantos, comprometidos con las transformaciones sociales y políticas de su tiempo—, podrá el lector vislumbrar con deleite cómo y por qué este poeta, con su voluntad manifiesta de romper con el canon y sustraerse de todo
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recopilación. Carlos Ulises Mata la ha integrado con numerosos artículos, conferencias, crónicas, reseñas, prólogos, entrevistas y testimonios que Huerta produjo a lo largo de medio siglo y que hasta tiempos recientes habían permanecido dispersos en distintas publicaciones y archivos recónditos. Llena de resonancias, de vasos comunicantes, la lectura de esta colección de escritos hace posible rastrear el itinerario intelectual y reconstruir la vasta constelación de intereses del guanajuatense, que —más allá de sus apetitos literarios— incluyen lo mismo el cine que los temas sociales y políticos más punzantes de su tiempo. Por más profunda que sea la visión de Huerta que resulte de la lectura de su poesía, ésta permanecerá trunca hasta no conocer los escritos de El otro Efraín. letr as mexicanas Selección y prólogo de Carlos Ulises Mata 1ª ed. 2014, 666 pp.
EL OTRO EFR AÍN Antología prosística
9786071620552
EFR A ÍN HUERTA
A Huerta el poeta lo conocemos todos; el periodista, sin embargo, el reseñista, el crítico de cine, ha estado reservado a quienes tuvieron el privilegio de leerlo en publicaciones de su tiempo, y algo más tarde, a quienes tuvieron acceso a esfuerzos notables —Aurora roja, Close-up— por recuperar sus trabajos en prosa. A esos empeños se suma El otro Efraín, cuya vocación está manifiesta en su título. En el ejemplar de La Gaceta que el lector tiene entre sus manos podrá hallar cuatro breves adelantos procedentes de esta antología, que sale a luz como parte central de las conmemoraciones de nuestra casa a propósito del centenario del natalicio del Gran Cocodrilo. Más que cualquier descripción, la lectura directa de esa muestra mínima seguramente bastará para dar unos atisbos de esa vertiente para muchos desconocida, a la vez que permitirá entrever el carácter variopinto de la
EFR AÍN HUERTA Iconografía EMILIA NO DELGA DILLO MARTÍNEZ
Si el lugar común es cierto, entonces una iconografía vale más que cientos de miles de palabras. Es mucho lo que se ha dicho y escrito estos días en que, a propósito del centenario del natalicio de Huerta, hemos refrescado colectivamente nuestra memoria sobre la inmensa
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Ilustración: © E M M A N U E L P E Ñ A
NOV EDA D ES
aportación de uno de nuestros más queridos autores. La iconografía que ahora presentamos busca complementar las numerosas publicaciones y homenajes que se han hecho en torno a su producción literaria, y dar así un rostro visible al que fue un autor, un alto poeta, sí, pero ante todo un hombre. Para integrar esta biografía visual, Emiliano Delgadillo Martínez —un joven pero documentadísimo estudioso del legado huertiano— ha escudriñado en archivos públicos y familiares para construir este mosaico que, más allá de los textos, permitirá al lector vislumbrar el mundo de Huerta e imaginarlo en los escenarios que inspiraron su poesía, lo mismo que en su trato con sus amigos y su familia, con sus colegas y con figuras públicas de su tiempo. Como tampoco se trata de prescindir de las palabras, las imágenes —entre las que figuran reproducciones de escritos y fotografías nunca antes publicadas— se encuentran engarzadas por una cronología precisa que las articula y permite seguir la secuencia de ese fructífero arco vital que partió del modesto Silao de 1914 y, tras una realización plena, alcanzó su fin en la Ciudad de México en 1982.
LOS JESUITAS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO X VI
los especiales de a la orilla del viento
M A RCEL BATA ILLON
y sel. de textos de Emiliano Delgadillo M. 1ª ed., 2104; 156 pp. 9786071620101
1ª ed. 2014; 80 pp. 9786071619655
DEL HOMBRE COMO CONEJILLO DE INDIAS El derecho a experimentar en seres humanos
$255
PHILIPPE AMIEL
EL GR AN COCODRILO EN TREINTA POEMÍNIMOS EFR A ÍN HUERTA
“Una mariposa loca capturada a tiempo”: tal fue la descripción que hizo Huerta de sus poemínimos, y difícilmente alguna otra podría definir mejor estas pequeñas piezas de ingenio, casi siempre surgidas —como guiños flamígeros, chispazos— del habla vernácula o de los refranes populares. Más allá de sus celebrados poemas mayores, acaso sean los poemínimos de Huerta la parte de su producción que más se ha difundido y que más firmemente se ha arraigado en la república de las letras hispanoamericana. Pero ello sólo para ciertas generaciones, vale decir. El libro que ahora se presenta, como parte de los festejos del aniversario del natalicio de Huerta, se propone recoger un puñado de esos poemas —pequeños sólo en su extensión—, a manera de homenaje, y
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Ilustrado por el Jorge Alderete
tezontle Investigación iconográfica, prólogo, cronología
riales, desde la obtención de las materias primas hasta el destino final de los residuos. No es una ocurrencia de editores con preocupaciones ecológicas sino una oportunidad de cambio en el modo de trabajar que permitiría reducir lo más posible la afectación al mundo no humano sin renunciar a los beneficios que solemos reconocer a los libros y las revistas.
prepararlos así para otros públicos, pero ante todo, para las nuevas generaciones. Para ello se ha invitado al Dr. Alderete, uno de los más renombrados ilustradores contemporáneos latinoamericanos, a acompañar los poemínimos con interpretaciones gráficas en las que ha sabido captar el humor y el desenfado del Gran Cocodrilo. El resultado de esta unión insólita se ha depositado en un libro empastado a la vieja usanza —en encuadernación holandesa y con grabados—, destinado a perdurar en un lugar entrañable de toda biblioteca.
Uno de los temas centrales del debate en torno a las implicaciones éticas y jurídicas de la ciencia es la investigación en seres humanos. Esta práctica, tan antigua como la propia medicina, es consustancial a ella y crucial para su progreso; las personas, por otra parte, tienen la libertad de decidir participar en ensayos y experimentos clínicos. Sí, pero ¿hasta qué punto?, ¿dónde se hallan los límites?, ¿cómo puede ello hacerse de manera segura y responsable? Sociólogo de formación, Philippe Amiel ha estudiado diversos aspectos de la en ocasiones tirante relación entre la investigación biomédica y el derecho, y de igual forma ha participado en numerosas discusiones orientadas a conformar políticas públicas en su natal Francia. En su investigación, al margen de desgranar el tema y sembrar hondas reflexiones, ofrece un recuento de la compleja genealogía de la normatividad —que tiene su punto de partida en los juicios de Nuremberg y llega a los marcos jurídicos vigentes—, para de esa manera fundamentar la necesidad de un nuevo contrato social que concilie las necesidades y responsabilidades de la ciencia con la libertad de los individuos de decidir sobre sí mismos y de tener acceso a nuevos tratamientos.
Entre 1945 y 1946, el célebre autor de Erasmo y España, uno de los hispanistas de mayores alcances en el siglo xx, dictó en el Colegio de Francia un curso a propósito del nacimiento de la Compañía de Jesús: una agrupación cuyo origen se remonta a un puñado de estudiantes de la Universidad de Alcalá, unidos con propósitos evangelizadores, que más tarde se desarrollaría hasta convertirse en una congregación religiosa que por siglos ha ejercido una enorme influencia no sólo en España sino en buena parte de América y Europa. Los contenidos del curso de Bataillon, fruto de indagaciones arduas tanto en cartas y juicios de la Inquisición como en los documentos de la agrupación religiosa y en la correspondencia de Ignacio de Loyola y sus colaboradores, permanecieron durante más de cincuenta años en sus archivos, sin que hubiera la certeza —pese a que parecían conformar un conjunto destinado a darse a la imprenta— acerca de si el autor en efecto tenía la intención de incorporarlos a su proyecto historiográfico. Los herederos del legado del historiador pidieron la valoración de varios expertos —en especial de Pierre-Antoine Fabre, quien se ocuparía de elaborar un riguroso aparato crítico para la obra— y éstos coincidieron en la pertinecia de sacar a la luz estos estudios originales, que mucho tenían que aportar a la comprensión del fenómeno jesuita. Ello sucedió en Francia en 2009 y fue rápidamente secundado en España al año siguiente. Por su enorme relevancia para nuestro continente lingüístico, el Fondo pone ahora a disposición de un público mucho más vasto el resultado de esas investigaciones. historia Edición anotada y presentada por Pierre-Antoine Fabre Presentación y notas de Gilles Bataillon Traducción de Marciano Villanueva Salas 1ª ed. 2014; 344 pp. 9786071613608 $240
ciencia, tecnología y sociedad Traducción de Yenny Enríquez 1ª ed, 2014; 328 pp.
l día 5 de este mes, cuando se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente, se llevará a cabo una jornada informativa sobre esta materia, a la que hemos denominado “Libros verdes: cómo reducir el impacto ambiental de la edición” y en la que participarán dos de las personas que más han impulsado este giro de timón en España: Àngel Panyella Amil y Jordi Panyella Carbonell, padre e hijo que desde El Tinter, una imprenta afincada en Barcelona, han realizado investigación con fundamentos científicos para primero medir y luego reducir el maltrato al medio ambiente de la actividad editora. Participarán también José Sarukhán, de la Conabio, y José Carlos Fernández Ugalde, del Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático, quienes procurarán llamar la atención gremial sobre la importancia de este cambio de paradigma.
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odo comienza con un análisis del ciclo de vida de libros o revistas, que puede plantearse desde la “cuna” —el origen de las materias primas— hasta la “tumba” —el destino final de los residuos sólidos—. Desmembrado en los diversos subprocesos, se procura establecer el efecto de cada uno en el calentamiento global, en la destrucción del ozono estratosférico, en la acidificación de los suelos, en el consumo de agua, entre otras dolencias, para luego determinar el nivel de afectación del proceso completo. Con esas tétricas mediciones pueden luego verse opciones de ecodiseño, desde el formato, la selección de papeles o tintas, que reduzcan el mal que los editores hacen a su entorno.
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os investigadores de Greening Books han ideado asimismo un mecanismo, llamado la “mochila ecológica”, para comunicar al lector los niveles de impacto en rubros muy concretos, como el tipo y la cantidad de papel usado, o las certificaciones con que cuentan las empresas involucradas en la hechura del libro. Hoy no estamos acostumbrados a leer esos datos, como durante largo años la información nutrimental de los alimentos era un estorbo en los paquetes para el grueso de los consumidores. Hacemos votos desde aquí por que en un futuro no utópico se vuelva habitual esta clase de comunicación y contribuya a elecciones más sensatas de los consumidores.
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ay quien piensa, con agradecible radicalidad, que la verdadera alternativa amigable con el medio ambiente es el libro electrónico. Para enfatizar el mal que hacen los editores de obras impresas, los promotores del e-book han acuñado en inglés una bonita —y violenta— fórmula, según la cual una entidad como el Fondo practica sobre todo la dead tree edition: así las cosas, seríamos antes que nada comerciantes de árboles muertos. Sin duda, algo de razón hay en esta alternativa, pero el optimismo de los adelantos tecnológicos suele opacarse al revisar la lógica de la industria de artefactos informáticos, adicta a la obsolescencia planificada, a la renovación incesante e insensata. Los colosales tiraderos de basura asociada a la electrónica, con sus toneladas de metales pesados —en una densidad superior a la que hay en las minas de donde se extraen—, son una advertencia de que, con toda la suciedad propia de la hechura de libros en papel, lo más adecuado es adoptar la ecoedición, esa vía innovadora para hacer lo mismo de manera distinta.W
9786071618580
TOMÁS GR ANADOS SALINAS
$315
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Ilustración: © M I G U E L C OVA R R U B I A S
EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
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FREUD Y MÉXICO: AGUDEZAS, HALLAZGOS E IMPERFECCIONES
Este año salió a la luz un libro de Rubén Gallo sobre la relación de Sigmund Freud con nuestro país, en el que se explora su afición por la lengua española, el modo en que el médico vienés fue leído por acá y los inauditos nexos que estableció con algunos mexicanos. Braunstein incita aquí a la lectura de esta obra, detectando sus aciertos y señalando con humor uno que otro de sus excesos NÉSTOR BRAUNSTEIN
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ocas veces he recibido en mi vida el llamado a hacer algo tan grato, tan afín a mis anhelos, incluso tan conmovedor, como la invitación a comentar un libro que conocí en 2010 y que leí con fruición y con creciente entusiasmo en inglés mientras esperaba que se publicase en español, allí donde corresponde, en el lugar mismo donde la acción transcurre, en nuestro país, en esta ciudad. Con Freud en México, de Rubén Gallo, difícil es decidir qué es lo más notable: la rigurosa documentación histórica, la minuciosa investigación de las fuentes, el comentario agudo, la exuberancia de la prosa, el rebosante humor destilado en cada página, la originalidad de la reflexión sobre lo ya conocido, la calidad y el tino en la selección de las ilustraciones. ¡Vaya!, todo: empezando por la portada (esta magnífica cubierta de un Vanity Fair de 1935 en la que Freud analiza un sueño mexicano que tiene la platinada Jean Harlow, debida a la portentosa imaginación plástica de Miguel Covarrubias) y terminando por las conclusiones culminantes de una obra tan perfecta sobre la historia y la prehistoria del psicoanálisis en nuestro país que, incluso, hace encomiables sus imperfecciones. En total acuerdo con el mayor de los comentaristas del aporte freudiano, Theodor W. Adorno, se justifica ahora repetir que: “nada es verdad en psicoanálisis con excepción de sus exageraciones”. El libro de Rubén Gallo es un abigarrado compendio de exageraciones que ponen de manifiesto la verdad escondida en las huecas y tradicionales frases de reconocimiento académico a la novedad freudiana bautizada hiperbólicamente como “revolución”. Gallo nos muestra un Freud y nos presenta un psicoanálisis que parecen haber nacido para implantarse en su tierra prometida: México. Como si el inconsciente de Freud fuese un inconsciente en barbecho, a la espera de la semilla fecunda que contradiga el título mismo de este libro en inglés: Into the Wilds of Psychoanalysis. Wild, aquí, no es tanto lo “salvaje”, como el “desierto”, el “yermo”. El wild West de las tierras de cowboys es, sí, salvaje, pero no lo es el México que recibe a Freud. La traducción más precisa que se me ocurre es “agreste”, ligeramente distinto del título que ahora presentamos: Freud en México sería El México de Freud. En lo agreste del psicoanálisis. “El México de Freud”; sí, aplaudo la duplicidad del geni-
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tivo: Freud tenía un México que le era propio y México tiene “su” Freud, idiosincrático. Creo que con ese agreste subtítulo podríamos prescindir sin perder nada del otro subtítulo: Historia de un delirio. En el libro, escrito en inglés, no encuentro delirios ni delirantes; apenas si encuentra uno excentricidades, funcionamiento desorbitado de un pensamiento trasplantado, tan exótico como esos Habsburgos francoaustriacos que pretendieron armar un imperio en el México que ellos quisieron soñar: incomprendido y distante. ¿Por dónde abordar una obra tan polifacética? Ya comencé haciendo un giro extraño, el de la comparación entre el original y la traducción, pero hay aun otras sorpresas que nos aguardan y nos agradan. Para empezar, la dedicatoria misma, que parece estar cambiada de destinatario. Julia Joyeux, en inglés, “who taught me Freud” —“quien me enseñó Freud”— y Julia Kristeva, en español, sin aclarar la razón del homenaje hasta llegar al prólogo a la edición mexicana donde Rubén aclara que esta doble Julia, lingüista, filósofa y novelista, fue su “maestra de psicoanálisis” en 1995, cuando el autor tenía apenas 25 años. Una década después, él y Terence Gowen acompañaron a Julia Kristeva en un viaje en el que seguían los pasos de santa Teresa de Ávila (1515-2015). Los chismosos (los detallistas, si se prefiere) pronto caeremos en cuenta de que Julia Kristeva, búlgara, más búlgara que el yogurt, es, oficialmente, la esposa del justamente célebre Philippe Sollers, uno de los dandis en el movimiento del 68, el dandi del dandismo, que contó las intimidades del grupo cercano a Lacan en su novela Femmes, como más tarde lo hiciera entre nosotros Jorge Volpi en El fin de la locura. Resulta que Sollers es el seudónimo de Philippe Joyaux y es por eso que su esposa puede firmar con el apellido Joyaux y dar, usando ese nombre, el curso que fue iniciático para Rubén Gallo y cuyo título en inglés se ha trastocado en el prólogo como “La revuelta en la obra de Freud”, en lugar del que aparece en el original inglés: “El sentido y el sinsentido de la rebelión”. “Sense and Nonsense of Revolt”. Rebelión, sí, la freudiana, rebelión contra lo establecido y lo convencional; no revolución ni revuelta. Comentar cada hallazgo, ilustración, párrafo o capítulo del libro sería divertido e instructivo tanto como imposible dado el espacio disponible en La Gaceta y porque lo más interesante es leer el libro. Puedo garantizar a los lectores que ni por un momento decaerá su atención cuando lean la obra. Los sobresaltos serán constantes,
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JUNIO DE 2014
EFRAÍN HUERTA: RESUMEN DE TODOS LOS INSOMNIOS
FREUD Y MÉXICO: AGUDEZAS, HALLAZGOS E IMPERFECCIONES
desde enterarse de las piezas mexicanas que faltaron en la exposición de las anti- embarazada, no se sabe bien de quién pero seguro que no de su marido), ese castigüedades de Freud que se montó en San Ildefonso, como descubrir que “el más serio llo, antecedente del de Chapultepec, que aparece en uno de los sueños de la de los escritores de su generación en cuanto lectores de Freud” fue Salvador Novo. Traumdeutung. ¡Y qué Salvador el Novo nos muestra nuestro Gallo! Yendo a la biblioteca del poeta Gallo diseca esta “travesura literaria” (así la llama) de las cartas amistosas de encontró la primera edición de las Obras completas de Freud en la edición española Freud a Silberstein que debían proseguirse sólo en “el idioma oficial de la Acadetraducida por López Ballesteros, esa traducción que concitó la aprobación del pro- mia Española”. Con toda paciencia analiza las minucias del vocabulario y la sintapio Freud, quien podía muy bien leer el español pues se formó en nuestra lengua xis macarrónica del español de Freud. Debemos lamentar que, en aquel tiempo del como autodidacta para leer a Cervantes. Sorpresa: los textos de Freud, especial- que todos sabemos (por otra carta a su novia de 1885), Freud decidiera, anuncianmente los dedicados a la sexualidad, tenían comentarios, más bien, expresivas in- do una profecía que se cumpliría al pie de la letra, que iba a dar mucho trabajo a terjecciones de Novo, “juguetonas, ingeniosas y altivas”, dice Rubén, en cuanto el gente que aún no había nacido: sus biógrafos. En un mal día destruyó la correspsicoanalista se refería a la homosexualidad, el bestialismo, las perversiones, etcé- pondencia y los textos inéditos de los 14 años anteriores, es decir, precisamente, a tera. En esa época Novo tenía una pasión: los choferes de taxis y autobuses que lo partir del comienzo de la amistad de “Cipión” con “Berganza”. En cenizas se conatraían por su olor a gasolina. Eso lo llevó a ofrecerse como colaborador en la albu- virtieron así las cartas que él recibió de Silberstein; por eso nos quedamos con una rera revista El Chafirete para acabar siendo prácticamente el autor de la publicación correspondencia tuerta y coja, aunque tengamos la parte que más nos interesa, la que aparecía, según rezaba el encabezamiento, con relojera periodicidad: “cuando que el estudiante Sigismund (¿el de Calderón de la Barca?) escribió. se le pega la gana porque no tiene quien lo mande”. La combinación de nuestro GaGallo señala que son pocos los analistas que desmenuzaron esta correspondenllo con Novo, Freud, los chafiretes, el maravilloso retrato de Novo pergeñado por cia y ellos recayeron sobre aspectos anecdóticos como la tímida inclinación de Rodríguez Lozano y otros etcéteras que no se me pega la gana detallar hacen de este Freud por una jovencita llamada Gisela (Gisela Fluss), de la que ambos varones capítulo una joya literaria del humorismo chilango aunque Gallo sea tapatío pero, si acabaron burlándose y llamándola “Ictiosauria”, nombre de un monstruo prehisla hizo como tapatío en el DF, ¿cómo no la haría de chicano puesto a director de es- tórico. Los psicoanalistas, nada menos que ellos mismos, dejaron de lado el tipo de tudios en Princeton, la universidad más prestigiosa del continente? relación que había entre ambos jóvenes y la elección de una lengua privada para sus ¿Qué sigue? Un resumen exhaustivo de las reflexiones sobre la psicología del comunicaciones. Para Gallo, sin pelos en la lengua, esa Academia Española era mexicano que se apoyaban en las obras de Sigmund Freud: desfilan por allí “una institución abierta que anticipó la unión de dos amigos que ahora conocemos Samuel Ramos, Santiago Ramírez, Octavio Paz, Erich Fromm y varios etcéteras. como matrimonio homosexual”. El español de ambos era el idioma en que expresaGallo descarta la idea vulgar de que el psicoanálisis llega a México de la mano de ban sus fantasías mientras que el alemán era el utilizado para la realidad. Todas las André Breton y los surrealistas aunque no descuida la referencia a Remedios vicisitudes del amor juvenil se dejan ver en la relación entre ambos, incluyendo el Varo, a Leonora Carrington y a Luis Buñuel. De este modo, y con una página en- tormento de los cáusticos celos sufridos por Freud al enterarse de que Eduard se cantadora sobre el Hotel Posada Freud en las playas del Caribe mexicano, termi- estaba viendo con una amiga en Leipzig, lejos de Viena, y de su presencia controlana la primera parte del libro, que llevaba en inglés el título del libro que hoy co- dora. Por todo ello, como si hablase del secreto de las anguilas, Gallo se permite mentamos: “Freud en México”, y comienza la segunda, llena de giros pasmosos, hablar del “curioso híbrido de una bisexualidad bilingüe”, de un período de indefide abracadabras y de “¡ábrete, ajonjolí!” que es “El México de Freud”. nición sexual de los dos que acabó en una elección definitivamente heterosexual. Comienza con un capítulo, el más audaz de la obra entera, que es un aporte in- De todos modos, el conflicto persistió, como todos lo sabemos —y el propio Freud lo soslayable a la psicobiografía de Sigmund Freud, un ensayo que va mucho más allá admitía— en la prolongada y difícil amistad con su joven colega Wilhelm Fliess inide México pues su tema es “El español de Freud”. Mexicano era precisamente el ciada en 1887, con quien pudo superar la ambigüedad en la elección del objeto amodestinatario de una carta (el abogado Carrancá y Trujillo) que desde Viena recibió roso pues, según decía, “triunfó allí donde el paranoico fracasa”. en 1934 una nota manuscrita en la que el fundador decía: “En mi juventud tuve el A esta altura debo interrumpir la jugosa reseña de cada uno de los capítulos del placer de aprender su hermoso idioma y por eso estoy en posibilidad de apreciar [su libro y renunciar a las arriesgadas lecturas que hace Gallo de los sueños de Freud artículo]”. Los freudólogos del mundo entero conocemos desde hace mucho tiempo que, debido o a pesar de su atrevimiento, pasan a formar parte del libro que las inseste afecto de Freud por la lengua española y las palabras castellanas que aparecen piró: La interpretación de los sueños. Digo que la obra de Rubén es un apéndice a la en sus escritos. Sin embargo, no somos muchos los que nos adentramos en la co- obra mayor de Freud pues entiendo que cada nueva interpretación y reconstrucrrespondencia entre él y su amigo de la adolescencia, Eduard Silberstein, que no se ción del trabajo onírico en un sueño de Freud se agrega al texto original así como dio a conocer sino en 1989, sin que se aclarase cómo las cartas llegaron a la Bibliote- cada nueva versión del drama edípico se incorpora al mito de Edipo, según decía ca del Congreso en Washington. Esa amistad, en alguna medida epistolar pero en Lévi-Strauss. Esta doble adscripción del sueño freudiano y el mito tebano conflumucho mayor medida muy personal, se prolongó de los 15 a los 25 años de Freud yen en el momento cumbre del libro sobre el México de Freud, aquel en donde, por (1871-1881). Pocos fueron los freudianos que se atrevieron a profundizar en el len- una vía insólita, Freud aparece implicado en el coyoacanense asesinato de Trotski, guaje íntimo que compartían estos dos chicos. Ellos crearon una Academia Espa- un episodio que, a su vez, forma parte del mito de Edipo, además de abordar el criñola con sellos secretos y se rebautizaron como Cipión y Berganza, los dos canes del men político más impresionante del siglo xx. Eso me llevaría a la historia del juez “Coloquio de los perros” de Cervantes, al que ubicaban en Sevilla y no en el Valla- Carrancá y Trujillo, que tuvo a su cargo el proceso penal contra Ramón Mercader. Cadolid de la novela ejemplar. Rubén Gallo no se limita a releer el coloquio del manco rrancá fue el único mexicano que se carteó con Freud a partir del envío que le hizo de de Lepanto sino que lo interpreta en clave freudiana: los dos perros prefiguran a los la revista Criminalia en 1934, publicación que fuera gratamente recibida por Freud. participantes en el diálogo psicoanalítico, uno que habla (Berganza-Silberstein) y En el acuse de recibo Freud se alegraba de poder leer el artículo sobre la “psicotécuno que escucha (Cipión-Freud). Ahorrémonos aquí las conclusiones de este análi- nica judicial” inventada por Carrancá haciendo uso del español que había aprendisis de la relación platónica entre los canes, aunque los lectores más sagaces ya ha- do junto a Silberstein. Carrancá se complugo en reproducir la respuesta de Freud brán captado el subtexto erótico del diálogo perruno y de la correspondencia confi- de modo facsimilar en la entrega siguiente de Criminalia. Poco después, en 1937, el dencial y secreta de los adolescentes en busca de su identidad sexual. criminalista envió su libro sobre el derecho penal mexicano a Freud y éste lo conFreud, en una carta del 7 de febrero de 1884, le contó y describió a Martha Ber- servó entre los volúmenes que llevó de Viena a Londres al exiliarse en 1938. nays, por entonces ya su “novia veterana”, con riqueza de detalles, la intensa amisEl incoluvramiento ulterior del juez mexicano en el juicio penal a Ramón Mertad que lo había unido a Silberstein, a quien había visto ese mismo día, tres años cader (1940) se integra de manera sorprendente con la obra freudiana y con el después de la interrupción de la correspondencia que pudimos leer al terminar el mito de Edipo cuando nos enteramos de que la madre del asesino, Caridad del siglo pasado. En aquel día de 1884 escribió a su muy amada una larga carta en la Río, esperaba en un coche a la puerta de la casa de la calle ¡Viena! donde su hijo que, sin transiciones, sin puntos y aparte, completamente de corrido, pasa del re- Ramón cometía el crimen más sonado del siglo xx. Ella, la madre incitadora del lato del largo tiempo compartido con el camarada (“acostumbrábamos estar lite- crimen, estaba lista para darse a la fuga con el asesino, teniendo a un lado, al voralmente juntos todas las horas del día que no pasábamos en el aula”) a la novia lante del automóvil, a su amante, un general soviético posible e insólitamente re(“después apareciste tú y todo lo que contigo vino”). Habrá que recordar que las lacionado por lazos familiares con íntimos discípulos de Freud, tema que queda últimas cartas que figuran en la correspondencia a Silberstein son de 1881, que no para una insólita novela policial que Gallo insinúa: ¿cuál era el parentesco entre hay más cartas al amigo pues ambos vivían en la misma ciudad sin ninguna nece- Leonid Eitigon y Max Eitigon, el mecenas del movimiento psicoanalítico? Bien sidad de comunicarse por escrito, y que Freud conoció a Martha en abril de 1882. sabemos, por Freud mismo, que el complejo de Edipo no puede ser invocado en La primera de las cartas a “My sweet darling girl” (tal parece que la lengua verná- un juicio penal como argumento ni por el fiscal ni por el defensor, pero esta iluscula no es la más apta para el amor), cuando los novios debieron sepatración, que parece tomada de una tragedia de Sófocles, es deslumrarse por un viaje de ella, es del día siguiente a su compromiso, el 19 de brante, aun cuando carezca de valor jurídico. junio de 1882. La continuidad de las fechas es llamativa ¿verdad? Debería también en este momento debatir en detalle la experiencia El desparpajo de Gallo al leer a Cervantes desde Freud y a Freud desdel convento del padre Lemercier en Cuernavaca y la atinada evocade Cervantes lo lleva a lugares inexplorados de la historia de Freud como, ción de la película El monasterio de los buitres, “based on a true story” por ejemplo, el enigmático suicidio de la primera esposa de Silberstein como se dice hoy en día aun cuando no tenga nada que ver con la histoen Viena, en 1891, no se sabe si antes o inmediatamente después de ria real, dirigida por Francisco del Villar, que habría de ser el padre de una consulta con un especialista en neurología… llamado Sigmund otro Francisco del Villar, mi amigo, que descansa en paz como tamFreud, que tenía su consultorio en el tercer piso del edificio desde donbién se dice, el único mexicano, hasta donde yo sé, que tuvo sesiones de de ella se arrojó por una ventana, según sabemos por el relato de una psicoanálisis con Jacques Lacan. En la película el papel de la mujer fanieta de Silberstein, Rosita Braunstein Vieyra, historia que le fue cotal come-monjes fue adjudicado nada más y nada menos que a la Tigrerroborada en 1981 por Anna Freud. Un misterio que, como todo miste- FREUD EN MÉXICO. sa Irma Serrano. El experimento de Lemercier, como bien sabemos, HISTORIA rio auténtico, llama a la búsqueda de sus claves pero con el que nadie se atrajo en 1967 la condenación del Vaticano tanto a esa aventura como a DE UN DELIRIO ha atrevido. A falta de documentos es lícito imaginar. cualquier intento diabólico, presente o futuro, de psicoanalizar a los Rubén Gallo cita, además, algunas cartas de Freud a Silberstein, de monjes. Sospecho que mi paisano Francisco, este otro Francisco, sería vida 1876, escritas en Trieste, el único puerto marítimo del imperio austromás tolerante. húngaro, donde realizó, a los 19 años de edad, la primera investigación Desocupado lector: ya le conté algo de lo que hay en el libro. Dígame y pensamiento de méxico científica de su carrera, cuyo tema era la por aquel entonces totalmente ahora con franqueza, si tendría el atrevimiento y la desvergüenza de Traducción desconocida reproducción y vida sexual de las anguilas. ¿Una casualidad no leerlo.W o un anticipo de los tres ensayos para una teoría sexual de 1905 y todo lo de Pablo Duarte que le siguió? Trieste, donde está el castillo de Miramar que Freud “pudo Néstor Braunstein, psicoanalista de origen argentino, 1ª ed., 2013; 371 pp. 9786071618023 haber visitado”, dice Gallo, el que Maximiliano hizo construir para su es experto en la obra de Carl Gustav Jung; su obra siempre lejana Carlota, (la “mamá Carlota” que se fue de México estando más reciente es Clasificar en psiquiatría (Siglo XXI, 2013). $345.00
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