La Gaceta núm. 517 del FCE. Enero de 2014 - Fondo de Cultura ...

22 ene. 2014 - ARTE Y DISEÑO ... erizos y un adelanto de Religión sin dios. Concluimos esta entrega ..... teorías del valor del arte y de la naturaleza de la de-.
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ISSN: 0185-3716

D E L F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I C A  E N E R O 2 0 1 4

Vidas bien vividas Las verdades acerca del vivir bien y ser bueno y de lo que es bello no sólo son coherentes entre sí sino que se respaldan mutuamente —RONALD

DWORKIN

Además 

HACIA UNA TEORÍA DEL PERSONAJE

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Ilustración: © J E S Ú S C I S N E R O S

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Hasta el fin TOMÁS SEGOVIA

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El nacimiento de un clásico A . C G R AY L I N G

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Religión sin dios RONALD DWORKIN

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El economista que leía poemas. Conversación con Albert O. Hirschman ARCADIO DÍAZ QUIÑONES Y THOMAS BOGENSCHILD

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Hirschman: un intelectual “del norte” influido por intelectuales “del sur” Una conversación con Jeremy Adelman

E DI TOR I A L

Vidas bien vividas

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n diciembre de 2012 y febrero de 2013 concluyeron dos vidas sumamente productivas: la de Albert O. Hirschman, que había visto la luz en Berlín casi un siglo antes, y la de Ronald Dworkin, nacido en 1931. Tal vez no sea posible hallar otra circunstancia en sus respectivas biografías que los hermane, pues el primero es un tardío héroe de las convulsiones guerreras del siglo xx, mientras que el segundo conoció las cómodas mieles de la vida académica en las mejores universidades anglosajonas. Pero la fecundidad de su existencia, lo original de sus escritos, el unánime entusiasmo que despierta en sus lectores —e incluso en sus críticos— confirman que las suyas fueron vidas bien vividas. Hirschman participó en hechos de guerra, defendiendo a la república durante la Guerra Civil española, y debió emigrar por motivos políticos, primero a Estados Unidos y luego, víctima indirecta del macartismo, a Colombia. Formado como economista, estudió el desarrollo y la democracia, así como las formas en que los individuos pueden manifestarse en la sociedad, sea a través del mercado, sea mediante organizaciones políticas. Más de una decena de libros dan cuenta de la importancia que este autor tuvo para el Fondo; como parte de los festejos por las ocho décadas de la editorial, nos aprestamos a publicar una compilación de ensayos y capítulos provenientes de esos volúmenes, preparada, junto con un texto introductorio, por José Woldenberg. Aquí presentamos, como quien prepara un campo para un próximo cultivo, dos conversaciones, una con el propio Hirschman y otra con su biógrafo reciente, Jeremy Adelman. Dworkin fue un brillante alumno de derecho con marcadas inclinaciones filosóficas. Tras su paso por los juzgados, como litigante y como colaborador de jueces, emprendió una larga carrera académica que lo llevó a formular teorías, audaces y sutiles, sobre asuntos polémicos como el aborto y la eutanasia. Como estamos por publicar dos de sus últimas obras, una sobre la noción misma de valor y sobre la posibilidad (y el significado) de bien vivir, otra sobre la benéfica experiencia religiosa que pueden tener los no creyentes, ofrecemos una reseña de Justicia para erizos y un adelanto de Religión sin dios. Concluimos esta entrega con un fragmento de un libro de Maria Nikolajeva que discute cómo se construyen los personajes en la literatura infantil. Acaso esas disquisiciones sirvan también para entender mejor el trascurso vital de los colosos, personajes al fin, a los que dedicamos esta entrega.W

ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

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¿Por qué una teoría del personaje? M A R I A N I KO L A J E VA

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CAPITEL NOVEDADES

José Carreño Carlón

León Muñoz Santini

D I R E C TO R G E N E R A L D E L F C E

ARTE Y DISEÑO

Tomás Granados Salinas

Andrea García Flores

D I R E C TO R D E L A G AC E TA

F O R M AC I Ó N

Alejandro Cruz Atienza

Juana Laura Condado Rosas, María Antonia Segura Chávez, Ernesto Ramírez Morales

J E F E D E R E DAC C I Ó N

Ricardo Nudelman, Martha Cantú, Adriana Konzevik, Susana López, Alejandra Vázquez C O N S E J O E D I TO R I A L

V E R S I Ó N PA R A I N T E R N E T

Impresora y Encuadernadora Progreso, sa de cv IMPRESIÓN

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Suscríbase en www.fondodeculturaeconomica.com/editorial/laGaceta/ [email protected] www.facebook.com/LaGacetadelFCE La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certificado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716 I L U S T R AC I Ó N D E P O R TA DA : © J E S Ú S C I S N E R O S

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V I DAS BI P OEN ES ÍVAI V I DAS

A pocas semanas de su fallecimiento, Segovia escribió estos versos de veladas referencias personales: al mirar un punto frágil del árbol que se asomaba por la ventana, supo “lo que le está pasando a esta hoja”; desde entonces le “andaba ronroneando ese poema”, incluido en la porción final del segundo volumen de su poesía reunida, que nos aprestamos a publicar como parte de los festejos por nuestro 80 aniversario

Hasta el fin TOMÁS SEGOVIA

En el gran chopo frente a mi balcón Tan seguro de sí y sin altanería Tranquilamente vivo Mientras amarillea ya por trechos Su verde población Qué claramente distinguimos Las hojas pálidas que más agita Desentendido el viento Las que más sin querer se balancean Las que más locamente giran En torno a su peciolo Las que van a caer más pronto Hay una que hace días Vapuleada más que todas Tironeada atropellada Más que cualquiera otra Se aferra más que todas Su voluntad entera convertida En uñas dientes garras También ella hasta el fin resistirá A este atropello sordociego Que la quiere arrancar de la densa hermandad De verdores de sueños de susurros De inevitable don de amor A la que tan del todo pertenece.W

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Ilustración: © J E S Ú S C I S N E R O S

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DOSSIER

Vidas bien vividas Ronald Dworkin demostró que la filosofía jurídica no tiene que ser una disciplina impenetrable, infestada de tecnicismos y ajena a la experiencia del lector llano. Albert O. Hirschman respondió a un legítimo deseo de mejorar las condiciones económicas y políticas de los países en desarrollo. A mirar vida y obras de ambos nos dedicamos aquí con una reseña, el fragmento de un libro de próxima aparición y un par de entrevistas

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Fotografía: © DAV I D S H A N K B O N E

Fotografía: I M AG E N U T I L I Z A DA E N L A E D I C I Ó N O R I G I N A L D E J U S T I C E F O R H E D G E H O G S

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El último libro que Roland Dworkin dio a las prensas es un ambicioso recorrido filosófico por la moral individual, la justicia, los deberes del Estado con los ciudadanos, en busca de una idea unificadora. A punto de salir de las prensas Justicia para erizos, presentamos aquí una entusiasta reseña de otro filósofo interesado en el mismo abanico de asuntos que apuntan a la médula de la convivencia social

R ES EÑA

El nacimiento de un clásico A . C. G R AY L I N G

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oy es una idea popular y deprimente entre filósofos y moralistas que los objetivos que deberíamos tener para nuestra propia vida y los ideales que deberíamos perseguir para nuestras comunidades políticas se encuentran sumidos en tan profundo conflicto los unos con los otros que, lo queramos o no y sin importar nuestro comportamiento, incurriremos en algo sumamente lamentable. Por ejemplo, ellos afirman que el conflicto nos es inevitable, pues todos tenemos el deber moral de ayudar a los más pobres hasta volvernos tan pobres como ellos. No obstante, si en realidad dedicáramos nuestras vidas a ese inagotable deber, no seríamos capaces de crear vidas dignas para nosotros mismos. En necesaria cierta transigencia: debemos ayudar a los pobres, pero no demasiado. Sin embargo, esa transigencia significa que, después de todo, no cumpliremos con nuestro deber moral. Del mismo modo, para muchos filósofos el conflicto es inevitable en la política porque un gobierno ha de buscar tanto proveer a su gente de igualdad

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económica y oportunidades, como salvaguardar su libertad, pero no puede hacer ambas cosas porque la igualdad de la gente puede lograrse sólo mediante serias limitaciones a su libertad. Esto no es sólo la declaración del hecho manifiesto de que diferentes personas y comunidades poseen valores distintos. El argumento asegura que incluso una persona consciente no puede expresar, ya sea en la forma en que vive o mediante sus decisiones, todos los ideales que sabe que debe reconocer. Los supuestos conflictos asociados con los valores políticos son particularmente graves, pues parecen tornar inevitable cierto grado de injusticia política incluso en sociedades generosas. Por supuesto, a las personas con ideales políticos extremos no las aqueja este conflicto; lo único que tienen que hacer es repudiar los valores que consideran causantes del conflicto. El libertario puede decir que la libertad es lo único importante, mientras el totalitario afirma que la libertad personal no importa en absoluto; sin embargo, para las personas sensibles a toda la gama de valores morales, estos puntos de vista extremos no constituyen opciones: ellas deben albergar la esperanza de que los llamados conflictos sean ilusorios, que la libertad de una persona no deba ser comprada a costa de injusticias en contra de los demás y que

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después de todo la igualdad general no signifique restricciones a su legítima libertad. Algunos de los pensadores que declaran que la esperanza es en vano e insisten en que los valores importantes sí entran en conflicto, como Richard Rorty y Jean-François Lyotard, han sido infectados por el rechazo postmoderno a las grandes ideas y gustan del relativismo moral. Sin embargo, una serie de distinguidos filósofos actuales y contemporáneos también ha argumentado, de forma más cuidadosa, que el conflicto no puede eliminarse. Entre estos filósofos se cuentan Isaiah Berlin, Thomas Nagel, Bernard Williams, Michael Stocker, David Wiggins y John Kekes. En una discusión continua, profunda y rica en texturas, que de ahora en adelante será esencial para todo debate sobre el tema, Ronald Dworkin argumenta a favor de la opinión contraria: la unidad del valor. “Las verdades acerca del vivir bien y ser bueno y de lo que es bello no solo son coherentes entre sí sino que se respaldan mutuamente —escribe en Justicia para erizos—: nuestra idea de cualquiera de ellas debe estar, llegado el caso, plenamente a la altura de cualquier argumento que estimemos convincente sobre las restantes.” Si consideramos admirable el hecho de que la gente trabaja duro y corre riesgos

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EL NAC I MI ENTO D E U N C L ÁS I CO

para mejorar la situación de su familia, entonces no podemos también insistir en que la justicia exija que los recursos de las personas sean iguales independientemente de sus decisiones laborales y de inversión pasadas. Debemos buscar conceptos atractivos tanto de lo que es una buena vida como de justicia social que no entren en conflicto el uno con el otro. Presentar este argumento le exige a Dworkin entretejer discusiones sobre ética, moral, interpretación, libre albedrío, política y legislación en un complejo tapiz argumentativo que, como veremos, impugna algunas de las concepciones filosóficas contemporáneas más ampliamente aceptadas. Además, Dworkin escribe desde la posición del filósofo aplicado: los temas que discute son cuestiones de importancia práctica, pues afectan la posibilidad y la forma en que la gente puede dar sentido a sus vidas; hacen la diferencia en asambleas legislativas y en tribunales cuyas decisiones afectan a cientos de millones de personas. Esa es la razón que da al argumento general su importancia. La meta de Dworkin de establecer la unidad del valor es su objetivo final: demostrar cómo la ley y el gobierno pueden basarse en la moralidad política. Dworkin cita dos condiciones fundamentales para la obtención de legitimidad, a saber, un gobierno legítimo debe mostrar la misma preocupación por cada persona dentro de su jurisdicción y, al mismo tiempo, debe reconocer el derecho y la responsabilidad de todos los individuos a elegir cómo ganarse una buena vida para sí mismos. Sin embargo, tener la misma preocupación no significa tratar a todos por igual, significa, más bien, tratar el impacto de una decisión política sobre cada ciudadano con la misma importancia. Si el gobierno ofrece becas a estudiantes brillantes, por ejemplo, esto no debe ser porque se preocupe más por ellos, sino porque juzga que si el bienestar de todos es considerado como igualmente importante, la comunidad en general se beneficiará si los estudiantes sobresalientes reciben una educación más avanzada. En conjunto, estos dos principios descartan las teorías de justicia económica promotoras de las virtudes ofrecidas por los mercados desenfrenados y, en el extremo contrario, también descartan las teorías que instan a la igualación de los recursos independientemente de los esfuerzos y talentos individuales. Dworkin busca, en las últimas secciones del libro, una teoría única de distribución justa que respete ambos principios. No obstante, el camino hacia ese objetivo consiste en hacer frente a muchos puntos de vista actualmente arraigados que aseguran la existencia de una falta de unidad de valor. La mayor parte del libro se enfrasca en una gran batalla contra esas opiniones. Para lograr su objetivo, el autor recurre a dos estrategias. En primer lugar, construye interpretaciones poco ortodoxas pero atractivas de los principales valores políticos que no chocan las unas con las otras. En segundo lugar, sostiene, a un nivel más filosófico, que dada una comprensión correcta de la clase de verdad contenida en un juicio de valor, podemos defender dicha interpretación sólo al mostrar cómo se apoya en otros valores distintos; sólo mediante la eliminación de los conflictos entre nuestros valores. Volveré a la segunda estrategia después de tratar de explicar la primera. Dworkin desarrolla interpretaciones de la libertad y la justicia económica que no entran en conflicto entre sí mediante la distinción del concepto de libertad como irrestricción [freedom] del de libertad negativa [liberty]. El gobierno restringe lo que él llama la libertad como irrestricción cada vez que impide que alguien actúe como mejor le parece, al robar la propiedad ajena, por ejemplo. Dado que la justicia obviamente requiere esas limitaciones, exige, también, poner en peligro parte de la libertad como irrestricción. Por el contrario, el gobierno restringe lo que Dworkin llama libertad negativa sólo cuando impide a las personas hacer lo que tienen derecho a hacer; por ejemplo, hablar sobre temas políticos. No cree que exista un derecho general a la libertad como irrestricción, sino sólo un conjunto de “derechos” que derivan de los derechos políticos básicos que todos debemos tener: el mismo nivel de preocupación, entendido según lo describí anteriormente, y el derecho a buscar una buena vida para sí mismo. Estos derechos básicos, explica Dworkin, generan los derechos a la libre expresión, a la propiedad de bienes, a procedimientos legales justos y a la autonomía ética, entre otros. Dado que, según este análi-

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sis, tenemos derecho a hacer sólo lo que permite un gobierno que da igual importancia a cada individuo, los conceptos de libertad como irrestricción e igualdad están totalmente integrados. No existe manera de resolver lo que la libertad como irrestricción exige sin adoptar un punto de vista acerca de qué forma de distribuir los recursos y oportunidades mostrará el mismo interés por cada persona. Por ejemplo, en vista de que ni dentro de los fundamentos de cómo mostrar la misma preocupación ni en la responsabilidad personal hay algo que milite en contra de los impuestos para aliviar la pobreza, la justicia fiscal no afecta la libertad negativa. Posteriormente, Dworkin aborda otro supuesto conflicto: el de la libertad negativa y la igualdad, ya reconciliados, y un tercer valor, la democracia. Una mayoría democrática puede votar para aprobar leyes que reduzcan o deroguen la libertad negativa, o que nieguen una distribución justa de los recursos económicos. Sin embargo, el sólo dar a la gente el derecho a participar en la toma de estas decisiones no elimina el riesgo de que exista tal conflicto. Dworkin afirma que la solución está en discriminar con más precisión entre sentidos de “democracia”. En lugar de conformarse con una definición mayoritaria o estadística del término, argumenta a favor de una concepción “asociativa” de la democracia, la cual resalta el hecho de que ningún gobierno es verdaderamente

Lo ético —la forma en que debemos vivir— promueve lo moral —cómo debemos tratar a los demás—. Lo ético funciona así porque en el cumplimiento de nuestra propia humanidad reconocemos y respondemos a la humanidad de los demás. democrático a menos que los votantes se traten entre sí como socios y no sólo como competidores. Tratar a los demás como socios significa que las decisiones políticas deben preocuparse por todos por igual en el sentido antes descrito: que tales decisiones ya sea en los impuestos, la previsión social o la educación en el balance final deben considerar como de igual importancia el impacto que tienen en cada uno de los ciudadanos. De acuerdo con esta concepción asociativa, la democracia exige la libertad negativa y la justicia precisamente en los sentidos descritos por Dworkin. Dworkin admite que esta manera de eliminar los conflictos puede hacer parecer que gana la victoria demasiado fácil: llegar a la unidad de los valores mediante la redefinición de los términos haciendo así desaparecer el conflicto. Sin embargo, en los capítulos sucesivos del libro Dworkin argumenta cada idea de su estudio de forma enérgica y plena, y el análisis que él mismo sugirió “lo que pensemos de cualquiera de ellas debe estar, llegado el caso, plenamente a la altura de cualquier argumento que estimemos convincente sobre las restantes” prevalece a lo largo de todo el texto. Esto nos lleva a la segunda de las estrategias de Dworkin: su discusión sobre la naturaleza del juicio moral y el argumento moral. Compartimos nuestros conceptos morales y políticos, asegura, no porque estemos de acuerdo en los criterios para su aplicación por el contrario, discrepamos de forma radical sobre qué criterio utilizar para decidir si alguna imposición, como los impuestos progresivos, es justa o injusta. Sin embargo, incluso así compartimos conceptos morales y políticos debido a la forma en que figuran en nuestra experiencia común y en lo que Wittgenstein llamó nuestra forma de vida. Reconocemos que tales conceptos describen los valores pero no estamos de acuerdo sobre el carácter exacto de los valores que describen.

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Cada uno de nosotros puede argumentar a favor de la propia idea de justicia sólo apelando a algún otro valor que apoye dicha comprensión. Podríamos defender una concepción rawlsiana al mostrar cómo la justicia así entendida ejecuta una teoría kantiana de la libertad, por ejemplo, o una interpretación utilitarista de la justicia al mostrar cómo ésta promueve la concepción del placer de Bentham. Dworkin llama a este estilo de argumentación “interpretación”: interpretamos nuestros valores morales y políticos mediante la conexión con otros valores. Sin duda, sólo podemos defender nuestras concepciones de los otros valores que citamos al interpretarlas, a su vez, mediante su conexión con otros valores. Podríamos defender la idea kantiana de la libertad, por ejemplo, al ofrecer una teoría de la dignidad humana, o la concepción de Bentham de la centralidad del placer al mostrar la importancia del placer para la verdadera felicidad, y así sucesivamente. El hecho de cómo compartimos y discutimos acerca de conceptos de valor muestra en sí mismo que los valores están interconectados de forma indivisible: un juicio ideal e integral de cualquiera de nuestros valores se basaría en el resto de nuestros valores y eliminaría cualquier conflicto entre ellos. Debido a la importancia de la idea de interpretación en el análisis de Dworkin, el autor le dedica dos capítulos, uno a su uso general en una amplia gama de temas, incluyendo la literatura, la historia, el derecho, la sociología, y más, y uno de forma más concreta a la interpretación conceptual, que afecta de manera directa en el razonamiento moral. En el primero de estos capítulos, Dworkin ofrece lo que él llama una teoría del “valor”, misma que, según él, explica la interpretación a través de todos estos géneros. La interpretación es una cuestión, dice, no de recobrar la intención de un autor al crear un poema, una pintura o una ley, sino de atribuir valor a estas creaciones, un valor que el autor mismo pudo no haber reconocido. Es una cuestión de hacer que tal o cual objeto sea lo mejor que puede llegar a ser, dado su texto o estructura y dado lo que el intérprete considere que sea el punto de la actividad de interpretar. Las diferentes “escuelas” de interpretación difieren sobre lo que significa “mejor” en este contexto. Los abogados no están de acuerdo en cómo interpretar una ley, pues apoyan diferentes teorías de justicia ni en si los jueces impuestos tienen el derecho o la responsabilidad de tratar de mejorar las leyes que interpretan. Los críticos marxistas de la literatura discrepan con los críticos más convencionales, porque piensan que el meollo de la interpretación literaria es proporcionar la “mejor” explicación del papel de la literatura en el conflicto entre las clases económicas. Dworkin propone varios ejemplos de estas diferencias dentro de las conjeturas sobre el significado de “mejor”; su objetivo es mostrar cómo en un mismo intérprete una amplia variedad de convicciones estéticas, políticas y morales controlan lo que “ve” en el objeto de su interpretación. De esta idea se desprende que no hay perspectiva de valor neutral desde la cual pueda juzgarse la exactitud de interpretación alguna. En ese sentido, Dworkin afirma, la interpretación está cargada de valores “de arriba abajo”. En lo que respecta al valor, Dworkin es un “objetivista”: afirma que las personas en verdad tienen maneras de vivir mejores y peores, que existen instituciones políticas mejores y peores, y que hay teorías del valor del arte y de la naturaleza de la democracia, también, mejores y peores. Al pensar así contraviene la corriente de pensamiento mayoritaria dentro del debate contemporáneo cuya materia de estudio es el valor. “No podemos defender una teoría de la justicia escribe sin defender también, como parte de la misma empresa, una teoría de la objetividad moral.” Dworkin critica la distinción tradicional que los filósofos morales hacen entre las dos clases de teoría moral: en primer lugar, lo que ellos llaman “metaética”, que incluye un estudio de cuestiones filosóficas tales como si los valores en verdad existen, y en segundo lugar, lo que para ellos es moralidad “sustantiva”, la cual considera los derechos y deberes morales con los que las personas realmente cuentan. Dworkin considera falaz esta distinción. Cuando un filósofo declara que los valores morales no existen, o que los juicios morales no pueden ser ciertos, sus afirmaciones supuestamente filosóficas en realidad implican una gran cantidad de posturas políticas controvertidas; por ejemplo, que los ricos no tienen la responsabilidad moral de cuidar de los po-

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bres. Él cree que el escepticismo moral, que niega que los juicios morales pueden ser objetivamente buenos o malos, verdaderos o falsos, es en sí mismo un derecho moral y puede verse respaldado, en todo caso, sólo por la argumentación moral. De ello se desprende que el escepticismo moral extremo que, sin importar su tipo, ningún juicio moral puede ser realmente cierto es necesariamente contraproducente, negando, al mismo tiempo, la única razón el argumento moral en sí bajo la cual se le puede defender. Esta es una aseveración clave del libro de Dworkin, y si bien su argumento es nuevo, me parece convincente. En caso de tener razón, de forma sensata no podemos pedir una explicación neutral y moralmente independiente de lo que convierte a un juicio moral o político en correcto y a otros en equivocados. Podemos, desde luego, identificar falacias y contradicciones evidentes que invalidan algunos argumentos morales. Sin embargo, incluso después de eliminar estas falacias, algunas personas pueden ser persuadidas por los argumentos y convicciones rechazados por otros. Entonces, cada uno de nosotros deberá decidir, sin ningún tipo de prueba de fuego final, cuál de estos argumentos nos parece convincente. Lo mejor que podemos hacer es pensar tanto y tan responsablemente como podamos, y luego adoptar lo que creamos justo. Sin embargo, la homilía de que debemos pensar cuidadosamente en nuestras convicciones morales y éticas no es el único objetivo de Dworkin; él describe, además, una prueba especial de responsabilidad. Dado que, desde su punto de vista, no nos concebimos apoyando convicción alguna a menos que creamos que ésta puede ser respaldada por el conjunto de nuestras otras convicciones, debemos, por lo menos de vez en cuando, reflexionar sobre la compatibilidad de opiniones similares, procedentes de lo que parecen ser aspectos muy diferentes de la vida. Debemos preguntarnos, por ejemplo, si nuestras ideas políticas sobre la conveniencia de otorgar derechos procesales comunes y corrientes a presuntos terroristas son congruentes con nuestra opinión personal sobre cuándo es adecuado para alguien poner en peligro sus normas morales por temor a la violencia; o si nuestras opiniones políticas sobre la responsabilidad de los pobres por sus propias desgracias son consistentes con nuestros puntos de vista acerca de la obligación de los miembros de nuestra familia a ayudar al otro. Entendemos, por supuesto, que no podemos pasar días angustiados por estas cuestiones antes de actuar. Sin embargo, debemos hacer nuestro mejor esfuerzo como individuos y de forma colectiva, y asistidos por filósofos morales para identificar y tratar de resolver dichos conflictos dondequiera que se produzcan. Sin duda, llegaremos a respuestas y resoluciones distintas a las de los demás, no obstante, lo que requiere el disímil ideal de responsabilidad es el intento por alcanzar la unidad. El énfasis de Dworkin en la responsabilidad requiere que nos imaginemos a nosotros mismos como capaces de ejercer responsabilidad moral. Considera, por lo tanto, el perenne debate sobre el “libre albedrío”: la posibilidad de que la gente sea responsable de sus actos si su comportamiento está enteramente determinado por leyes naturales, fenómenos físicos pretéritos y por su composición genética y neuronal. Ese debate está tan trillado y tan plagado de esfuerzos por distinguir entre cláusulas de escape que, en su mayor parte, se ha vuelto imposible de explorar sin tener primero que levantar una montaña rodeada de discusiones complementarias. Su gran dificultad queda bien ilustrada por la confesión de Thomas Nagel de que la idea de una causa sin causa lo que la voluntad humana sería si existiera un agente causal es a la vez ininteligible e irresistible. Dworkin comienza su propia discusión insistiendo en que la posibilidad de ser o no responsables de nuestras acciones, y en qué casos, es una cuestión ética más que un asunto científico. Debemos decidir si la verdad del determinismo podría extinguir la responsabilidad personal al preguntar qué respuesta se ajusta mejor a nuestra gama completa de convicciones éticas y morales. Aquí distingue dos principios posibles. El primero sostiene que somos responsables de nuestras acciones sólo si nuestras decisiones no están totalmente determinadas por sucesos naturales que escapan a nuestro control. El segundo sostiene que somos responsables, ya sea que nuestras decisiones estén determinadas o no, siempre y cuando tengamos dos capacidades a la hora de actuar:

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la capacidad de formarnos creencias verdaderas y la capacidad de tomar decisiones que reflejen nuestra personalidad y nuestros propios fines. Cada uno de estos principios produce una teoría de cuándo somos responsables de lo que hacemos, mismas que se contradicen entre sí. Dworkin elige entre ellas al argumentar que el primer principio es “un huérfano interpretativo: no podemos encontrar ni construir ninguna buena razón por la cual deba formar parte de nuestra ética”; no nos ayuda, pues, a tomar una decisión. El segundo principio, por otro lado, embona perfectamente con el resto de la experiencia y la opinión éticas; se ajusta en una visión integrada de la manera en la que nos juzgamos a nosotros mismos y de cuándo nos sentimos orgullosos o nos avergonzamos por lo que hemos hecho. Así, explica por qué entendemos que una decisión fatídica, como pedir el divorcio, es tan consecuente para nuestra evaluación de si hemos vivido como deberíamos. “[El] drama en desarrollo de la vida autoconsciente” exige que nos hagamos responsables de aquellas decisiones que definen nuestro curso y que un análisis biográfico y del carácter no sería capaz de ignorar. Sea cual fuere el caso, el argumento de Dworkin es muy importante y, de la misma manera que tantas otras cosas en el libro, a partir de ahora influirá de manera significativa el debate sobre el tema. Los filósofos que niegan la capacidad de las personas para desarrollar responsabilidad moral porque su comportamiento ha sido predeterminado por completo, deberán volver a preguntar en nuestras autobiografías éticas acerca de la plausibilidad de cualquier punto de vista que ignore la relevancia de estas dos capacidades. El siguiente asunto que Dworkin aborda es la ética: el estudio de lo que es vivir bien, de hacer algo valioso de nuestras propias vidas.1 A menos que aceptemos la responsabilidad de vivir bien, afirma, no podemos responder por las emociones y las motivaciones que tenemos y no podemos abandonar. Posteriormente argumenta que nuestras responsabilidades para con los demás se derivan de esta responsabilidad hacia nosotros mismos. El valor que buscamos promover en ambos casos es el “valor adverbial”, que surge de la forma en que vivimos, de la forma de nuestra vida. La dignidad y el respeto propio, tomar la propia vida en serio, hacer efectivos nuestros derechos y aceptar la responsabilidad de tomar decisiones éticas para nuestro propio bien son los componentes de la buena vida, e implican una actitud de respeto hacia los demás. Por lo tanto, lo ético la forma en que debemos vivir promueve lo moral cómo debemos tratar a los demás. Lo ético funciona así porque en el cumplimiento de nuestra propia humanidad reconocemos y respondemos a la humanidad de los demás. A continuación Dworkin discute asuntos morales fundamentales. ¿Qué obligación de ayudar tenemos para con los desconocidos? ¿Por qué no se nos permite lastimar deliberadamente a la gente, incluso para lograr un bien mayor? ¿Qué obligaciones tenemos, en consecuencia, hacia la familia u otras relaciones? ¿Por qué incurrir en obligaciones con promesas? ¿Tenemos obligaciones especiales con respecto a los miembros de nuestra propia religión o grupo étnico? ¿Las tenemos hacia conciudadanos de nuestra comunidad política? Estas preguntas construyen un puente a la cuestión de la justicia, que es donde termina el libro, completando la demostración de que la política es parte de la ética, y que los valores que componen la red global de la ética constituyen, ipso facto, un sistema unitario e integrado. Dworkin acepta la famosa “ley” de David Hume en la que señala que los juicios de valor no pueden extraerse de las declaraciones de hechos; sin embargo, se basa en dicha ley, que a menudo es considerada un justificante del escepticismo hacia la moralidad, para desarrollar una conclusión opuesta: él cree que apoya su tesis, descrita anteriormente, de que una sentencia filosófica sobre la moral es en sí un juicio moral sustantivo, un juicio concreto que cuenta para decidir lo que es correcto y lo que es incorrecto en la propia vida. Sin embargo, vale la pena señalar que uno puede estar de acuerdo con

1 Véase su reciente artículo: “What is a Good Life?”, extraído de este libro, The New York Review, 10 de febrero de 2011.

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Dworkin en esa tesis y al mismo tiempo rechazar la idea de Hume, una distinción de valor aceptada por Dworkin. Existe una alternativa atractiva a esa distinción, mediante la cual se afirma que hay ciertos hechos acerca de las criaturas conscientes, evidentemente los seres humanos, que están completamente empapados de valor, y cuya verdad es lo que convierte en verdaderas ciertas afirmaciones morales. Por ejemplo, la capacidad de los seres dotados de sentidos para experimentar sufrimiento y placer y su preferencia en general por el último sobre el primero establece una restricción inmediata en las decisiones de un agente consciente de este hecho y de la conformidad de sus propias preferencias con él. Acusar a alguien de insensibilidad, crueldad, maldad, sadismo y similares, si perjudica a otros seres dotados de sentidos a pesar de saber que, como él, ellos preferirían no ser dañados, recae por completo en la apelación a estos mismos hechos. Para incontables moralistas, de Epicuro en adelante, esto ha parecido muy obvio, que son más bien Hume y G. E. Moore quienes parecen tener puntos de vista extraños al oponerse a la objetividad de la moral y al describir, en el caso de Moore, la explicación natural como una falacia (en efecto, “la falacia naturalista”). El argumento de Dworkin de que un juicio moral no puede establecerse o ser socavado por hechos sociales relacionados, por ejemplo, con qué tan popular es el juicio que en ese sentido los juicios morales son objetivos y no subjetivos es bastante consistente con el supuesto, como he sugerido, de que algunos otros tipos de datos, tales como los datos acerca de la crueldad, están en sí mismos empapados de valor. Los lectores familiarizados con la teoría de la ley de Dworkin descubrirán en su último capítulo un estudio fresco de cómo su tesis sobre la unidad de los valores conduce y justifica a su afirmación de que la ley es parte de la moral política. Este punto de vista rechaza de forma categórica el positivismo jurídico, teoría alguna vez dominante entre los filósofos del derecho angloestadunidense, que sostiene que la moral es irrelevante, incluso en casos controvertidos, al decidir lo que en verdad es la ley de una comunidad. Dworkin ha defendido el punto de vista contrario durante muchos años, por ejemplo, en su libro Law’s Empire (1986), así como en su obra más reciente Justice in Robes (2006). Sin embargo, en Justicia para erizos Dworkin ofrece una versión más dramática de su tesis que aprovecha al máximo todo el argumento del libro. Así, el autor completa, en el capítulo final, una cadena de razonamientos que puede considerarse unificadora de convicciones sobre moral personal con principios de justicia política, para después mostrar cómo todos ellos se reúnen en un sistema más grande de ideales morales que, para él, tanto abogados como jueces deben implementar para descubrir lo que los principios abstractos de la Constitución estadunidense en realidad significan y requieren. Estamos aquí ante el nacimiento de un clásico filosófico moderno; de una de las obras esenciales del pensamiento contemporáneo destinada a modificar el curso de los debates, pues incluso todos aquellos que encuentren en la obra un aspecto con el cual diferir después de todo, Dworkin adelanta de forma contundente que tampoco está de acuerdo con ellos no serán capaces de ignorar los retos que plantea. Sin duda, del calor de la discusión emanará, también, una brillante luz.W

Traducción de Dennis Peña. A. C. Grayling fue profesor de filosofía en la Universidad de Londres hasta 2011 y miembro supernumerario del St Anne’s College, Oxford. Sus libros más recientes son The God Argument y Friendship, ambos publicados en 2013.

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Fotografía: © L E Ó N M U Ñ OZ S A N T I N I

Fotografía: © L E Ó N M U Ñ OZ S A N T I N I

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En 2011 Ronald Dworkin preparó unas emocionantes conferencias sobre los valores esenciales del género humano y las creencias religiosas. Con la sencillez propia de la exposición oral, salpimentada con pinceladas literarias y humorosas, ese discurso se convertiría en un pequeño libro que estamos por publicar; ofrecemos ahora una breve muestra de este ensayo sobre el escepticismo, la religiosidad, lo trascendente más allá de dios

ADENLANTO

Religión sin dios RONALD DWORKIN

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a bien conocida y tajante división entre las personas religiosas y aquéllas que carecen de religión es demasiado burda. Muchos millones de personas que se consideran ateas tienen convicciones y experiencias similares —e igualmente profundas— a las de aquéllas que los creyentes conciben como religiosas. Ellos afirman que, si bien no creen en un dios “personal”, creen en una “fuerza” en el universo “superior a nosotros”. Sienten una responsabilidad inexorable de vivir bien sus vidas, con el respeto que las vidas de los otros merecen; se enorgullecen de una vida que para ellos fue bien vivida y, en ocasiones, sufren un arrepentimiento inconsolable por una vida que consideran, en retrospectiva, desperdiciada. No sólo les parece que el Gran Cañón es impresionante sino que su maravilla roba el aliento y provoca escalofríos; no sólo se interesan por los últimos descubrimientos sobre el inmenso espacio exterior sino que éstos los fascinan. Para ellos, no sólo se trata de una respuesta sensual inmediata o, en

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cualquier otra forma, inexplicable; tienen la convicción de que la fuerza y el asombro que sienten es real, tan real como los planetas o el dolor; de que la verdad moral y el asombro natural no sólo sobrecogen sino que ameritan esta respuesta. Existen expresiones famosas de este conjunto de actitudes. Albert Einstein decía que, a pesar de ser ateo, era un hombre profundamente religioso: “El conocimiento de que lo que para nosotros es impenetrable realmente existe, que se manifiesta en la sabiduría más elevada y en la belleza más refulgente que nuestras torpes facultades sólo pueden comprender en las formas más primitivas; este conocimiento, esta sensación, se ubica en el centro de la religiosidad. En este sentido, y sólo en él, me cuento entre las filas de los hombres devotamente religiosos.”1 Percy Bysshe Shelley decía de sí que era un ateo que, no obstante, sentía que “La sombra de una Fuerza incognoscible / flota, aunque incognoscible, entre

nosotros.”2 Los filósofos, historiadores y sociólogos de la religión han insistido en una definición de la experiencia religiosa que proporcione un espacio para el ateísmo religioso. William James afirmaba que uno de los dos elementos indispensables de la religión era un sentido de fundamentalidad, de que hay “cosas en el universo —como él lo expresó— que ríen al último”. 3 Los deístas tienen un dios que cumple ese papel, pero para un ateo la importancia de vivir bien ríe al último, no hay nada más básico en lo que descanse esa responsabilidad o en lo que deba descansar. Para fines legales, los jueces deben decidir continuamente cuál es el significado de religión. Por ejemplo, cuando el congreso estadunidense estipuló una exención del servicio militar por “objeción de conciencia” para aquellos hombres cuya religión les impedía servir, la Suprema Corte se vio en la necesidad de decidir si un ateo que se veía impedido por

1 Albert Einstein, en Clifton Fadiman (coord.), Living Philosophies: The Reflections of Some Eminent Men and Women of our Time, Nueva York, Doubleday, 1990, p. 6.

2 Percy Bysshe Shelley, “Himno a la belleza intelectual” (1816), trad. Gabriel Insausti. 3 William James, The Will to Believe and Other Essays in Popular Philosophy, Nueva York, Longmans, Green and Co., 1986, p. 25.

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Fotografía: © A N N E T T E B O U T E L L I E R

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sus convicciones morales calificaba para dicha objeción. Decidió que sí calificaba.4 En otro caso, cuando la corte tuvo que interpretar la garantía constitucional del “libre ejercicio de la religión”, declaró que en Estados Unidos florecen muchas religiones que no reconocen a un dios, entre ellas lo que llamó “humanismo secular”.5 Asimismo, la gente común utiliza religión en contextos que nada tienen que ver con dioses o fuerzas inefables: dicen que los estadunidenses han convertido su constitución en una religión o que, para algunos, el béisbol es una religión. Claramente estos últimos usos del término “religión” sólo son metafóricos, pero no parecieran alimentarse de la creencia en dios sino de compromisos más profundos en un sentido general. Por lo tanto, la frase “ateísmo religioso”, si bien resulta sorprendente, no constituye un oxímoron; en cuanto al significado de las palabras, la religión no se restringe al deísmo. No obstante aun se la puede considerar confusa. ¿Acaso no sería mejor, por el bien de la claridad, reservar religión para el deísmo y afirmar que Einstein, Shelley y los otros eran ateos “sensibles” o “espirituales”? Sin embargo, tras considerarlo nuevamente, la expansión del territorio religioso aumenta la claridad pues vuelve más nítida la importancia de lo que es común a dicho territorio. Richard Dawkins sostiene que las palabras de Einstein son “destructivamente confusas”6 porque la claridad requiere de una distinción tajante entre una creencia en que el universo está gobernado por leyes físicas fundamentales —lo que Dawkins creía que Einstein quería decir— y la creencia en que lo gobierna algo “sobrenatural”, lo que según Dawkins sugiere la palabra religión. Sin embargo, Einstein no sólo quería decir que el universo se organizara alrededor de leyes físicas fundamentales; de hecho, la opinión que cité, en un sentido importante, es una adhesión a lo sobrenatural. La belleza y la sublimidad, a las que, en sus palabras, sólo podemos acceder en un débil reflejo, no son parte de la naturaleza, son algo que está más allá de la naturaleza y que no podemos entender incluso cuando finalmente comprendamos la más fundamental de las leyes físicas. Einstein tenía fe en que un valor trascendental y objetivo impregna el universo, un valor que no es un fenómeno natural ni una reacción subjetiva a fenómenos naturales. Eso lo llevó a insistir en su propia religiosidad. No existía otra descripción, pensaba, que capturara mejor la naturaleza de su fe.

4 United States vs. Seager, 380 U.S. 163 (1965). 5 Torcaso vs. Watkins, 367 U.S. 488 (1961), n. ii: “Entre las religiones de este país que no enseñan lo que suele considerarse la creencia en la existencia de dios, están el budismo, el taoísmo, la cultura ética, el humanismo secular y otras. Vid. Washington Ethical Society vs. District of Columbia, 101 U.S. App. D.C. 371, 249 F. 2d 127; Fellowship of Humanity vs. County of Alameda, 153 Cal. App. 2d 673, 315 P. 2d 394; II Encyclopædia of the Social Sciences p. 293; 4 Encyclopædia Britannica, 1957, pp. 325-327; 21 id., en p. 797; Archer, Faiths Men Live By, 2ª ed. rev. de Purinton, pp. 120-138, 254-313; 1961 World Almanac, pp. 695, 712; Year Book of American Churches for 1961, en pp. 29, 47”. 6 Richard Dawkins, The God Delusion, Boston, Houghton Miffl in, 2006, p. 8.

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Dejemos a Einstein con su descripción de sí, a los académicos con sus categorías generales y a los jueces con sus interpretaciones. La religión, diremos, no implica necesariamente la creencia en dios; entonces, suponiendo que alguien pueda ser religioso sin creer en un dios, ¿qué significa ser religioso? ¿Cuál es la diferencia entre una actitud religiosa frente al mundo y una que no lo es? La respuesta a estas preguntas no es sencilla porque “religión” es un concepto interpretativo.7 Es decir, las personas que lo utilizan no están de acuerdo en su significado preciso, sino que toman una postura con respecto a lo que debería significar. Cuando Einstein se llamó religioso bien podía pensar en algo muy distinto a lo que pasaba por la cabeza de William James cuando clasificó ciertas experiencias como religiosas o a lo que pensaban los jueces de la Suprema Corte cuando afirmaron que las creencias ateas podías ser calificadas de religiosas. Consideraremos nuestra pregunta bajo esta luz. ¿Adoptar qué definición de religión resultaría más revelador? Enfrentaremos este reto casi de inmediato, pero antes debemos detenernos en el trasfondo sobre el que consideramos el tema. Las guerras de religión, como el cáncer, son una maldición de nuestra especie. Las personas se matan en todo el mundo porque odian a los dioses de los otros. En lugares menos violentos como Estados Unidos el terreno principal de sus peleas es la política, en cualquier nivel, desde las elecciones nacionales hasta las reuniones de los comités educativos locales. Las batallas más aguerridas no suceden entre las diferentes sectas de religiones con dios sino entre los creyentes fervorosos y aquellos ateos a los que los primeros consideran bárbaros inmorales en los que no se puede confiar y cuyo número creciente es una amenaza para la salud moral y la integridad de la comunidad política. Actualmente los fanáticos tienen gran poder político en Estados Unidos. La así llamada derecha religiosa es un sector votante al que se corteja con vehemencia. El poder político de la religión ha provocado, como era de esperarse, una reacción opuesta (aunque difícilmente igual). El ateísmo militante, si bien políticamente muerto, goza en estos momentos de un gran éxito comercial. En Estados Unidos, nadie que se considere ateo podría resultar elegido para un cargo de importancia, pero el libro The God Delusion (El espejismo de Dios) ha vendido millones de ejemplares, y otras docenas de títulos que condenan la religión como una cábala atestan las librerías de ese país. Hace unas décadas, los libros que se burlaban de dios eran extraños. La religión implicaba una Biblia y nadie pensaba que valiera la pena señalar las innumerables equivocaciones de la creación bíblica. Esto ya no es así. Ahora los académicos dedican carreras enteras a refutar lo que parecía, en-

7 Vid. Ronald Dworkin, Justice for Hedgehogs, Cambridge, Massachusetts, Belknap Press of Harvard University Press, 2011, cap. 8: “Conceptual Interpretation”.

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tre aquellos que compran con entusiasmo sus libros, demasiado tonto refutar. Si podemos separar a dios de la religión, si entendemos cuál es en verdad el punto de la religión y por qué no requiere —ni asume— la existencia de una persona sobrenatural, entonces quizá al menos seamos capaces de disminuir la temperatura de esas batallas al separar las cuestiones científicas de las de valor. Las nuevas guerras de religión son en realidad guerras culturales. No sólo tratan sobre la historia científica —sobre lo que más ayuda al desarrollo de la especie humana, por ejemplo— sino, de manera más fundamental, sobre el significado de la vida humana y de lo que significa vivir bien. Como veremos, la lógica exige una separación entre los aspectos científicos y los de valor de una religión deísta ortodoxa. Una vez que los hayamos separado adecuadamente, nos daremos cuenta de que son absolutamente independientes: la parte de valor no depende —no podría depender— de la existencia de cualquier dios o de su historia. Si aceptamos esto, entonces disminuimos de manera formidable el tamaño y la importancia de estas guerras. Dejarían de ser guerras culturales. Ésta es una ambición utópica: la guerras de religión, violentas y no violentas, reflejan odios más profundos de los que la filosofía puede expresar. No obstante, un poco de filosofía puede resultar útil. ¿QUÉ ES L A RELIGIÓN? EL NÚCLEO METAFÍSICO ¿Entonces qué consideramos una actitud religiosa? Intentaré dar una explicación razonablemente abstracta y por lo tanto ecuménica. La actitud religiosa acepta la absoluta e independiente realidad del valor; acepta la verdad objetiva de dos juicios centrales sobre el valor. El primero afirma que la vida humana tiene un significado o valor objetivos. Cada persona tiene la responsabilidad innata e inalienable de intentar que su vida sea exitosa; es decir, de vivir bien y aceptar responsabilidades éticas con uno mismo y responsabilidades morales con los otros, no sólo porque lo consideramos importante sino porque en sí mismo es importante que lo creamos o no. El segundo afirma que lo que llamamos “naturaleza” —el universo como un todo y cada una de sus partes— no sólo es una cuestión de hecho sino sublime en sí misma: algo con un valor y maravilla intrínsecos. Juntos, estos dos amplios juicios de valor expresan el valor inherente de ambas dimensiones de la vida humana: la biológica y la biográfica. Formamos parte de la naturaleza porque tenemos un ser físico y una duración; la naturaleza es el lugar y el nutriente de nuestras vidas físicas. Formamos parte de la naturaleza porque tenemos conciencia de que construimos una vida y debemos tomar decisiones que, en conjunto, determinan la vida que llevamos. Para un buen número de personas la religión incluye mucho más que esos dos valores: para muchos deístas también incluye la obligación de adorar, por ejemplo. No obstante, tomaré estos dos —el significado intrínseco de la vida y la belleza intrínseca de la naturaleza— como los paradigmas de una actitud

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completamente religiosa hacia la vida. Es imposible aislar estas convicciones del resto de nuestra vida. Conforman una personalidad completa. Impregnan la experiencia: generan orgullo, arrepentimiento y emoción. El misterio es una parte importante de esa emoción. William James escribió “Como el amor, como la ira, como la esperanza, la ambición, los celos, como cualquier otro ímpetu e impulso instintivos, [la religión] añade un encanto a la vida que no es racional o lógicamente deducible de cualquier otro.”8 El encanto es el descubrimiento del valor trascendental de lo que, de otra manera, parecería efímero y muerto. No obstante, ¿cómo puede un ateo religioso estar seguro de lo que afirma sobre los muchos valores que abraza? ¿Cómo puede estar en contacto con el mundo de los valores para revisar la aserción probablemente caprichosa en la que deposita tanta emoción? Los creyentes respaldan sus convicciones en la autoridad de un dios, pero los ateos parecieran tomar las suyas del aire. Es necesario explorar un poco la metafísica del valor.9 La actitud religiosa rechaza el naturalismo, que es uno de los nombres de una teoría metafísica muy popular según la cual nada que no se pueda estudiar por las ciencias naturales, incluida la psicología, es real. Es decir, no existe nada que no sea materia o mente; en esencia no existe algo como la buena vida, la crueldad o la belleza. Richard Dawkins habló en nombre de los naturalistas cuando sugirió la respuesta adecuada de los científicos a las personas que, criticando el naturalismo, citan perennemente a Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía”. “Sí —contestó Dawkins— pero estamos trabajando en ello.”10 Entre los naturalistas, algunos son nihilistas: afirman que los valores sólo son ilusiones. Otros naturalistas aceptan, en cierto sentido, la existencia de los valores, pero los definen de tal forma que les niegan cualquier existencia independiente: los vuelven dependientes por completo de los pensamientos o las reacciones de las personas. Dicen, por ejemplo, que calificar el comportamiento de alguien de bueno o malo sólo significa que, en realidad, las vidas de las personas serían más placenteras si todos se comportaran de esa manera; o que afirmar la belleza de una pintura sólo significa que, en general, la gente siente placer al observarla. La actitud religiosa rechaza todas las formas de naturalismo, insiste en que los valores son reales y fundamentales, y no sólo manifestaciones de algo más; tan reales como los árboles o el dolor. También rechaza otra teoría que podríamos llamar realismo fundamentado. Esta postura, también popular entre los filósofos, afirma que los valores son reales y que nuestros juicios de valor pueden ser objetivamente verdaderos, pero sólo si asumimos, y podemos equivocarnos, que tenemos razones, además de nuestra confianza en nuestros juicios de valor, para pensar que tenemos la capacidad de descubrir verdades sobre el valor. Existen muchas formas de realismo fundamentado, una de ellas es una forma de deísmo que sigue el rastro de nuestra capacidad de elaborar juicios de valor hasta un dios. (Argumentaré brevemente que este supuesto fundamento va en la dirección equivocada.) Todas ellas concuerdan en que, si los juicios de valor pueden llegar a ser confiables, debe haber razones independientes para pensar que las personas tienen la capacidad de elaborar juicios morales confiables; “independientes” porque no dependen de dicha capacidad. Esto vuelve al estado de valor dependiente de la biología o la metafísica. Supongamos que encontramos evidencia irrefutable de que nuestras convicciones morales sólo existen a causa de la adaptación evolutiva, lo que sin duda no haría que fueran necesariamente verdaderas. Por lo tanto, dentro de esta opinión, no tendríamos razones para pensar que la crueldad está mal; si creemos que lo está, entonces debemos tener otra manera de “estar en contacto” con la verdad moral. La actitud religiosa insiste en una separación aún más fundamental del mundo del valor y el mundo

8 William James, The Varieties of Religious Experience, Nueva York, Modern Library, 1902, p. 47. 9 Aquellos que quieran explorar esta objeción y mi respuesta de manera más profunda consulten Ronald Dworkin, Justice…, op. cit., cap. 2: “Truth in Morals”. 10 Richard Dawkins, Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the Appetite for Wonder, Boston, Houghton Miffl in Harcourt, 1998, p. xi.

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de los hechos relacionados con la historia natural o con nuestras susceptibilidades psicológicas. Nada puede refutar nuestro juicio de que la crueldad está mal, excepto una buena justificación moral de que, después de todo, la crueldad no está mal. Preguntamos: ¿qué fundamentos tenemos para suponer que poseemos la capacidad de elaborar juicios de valor confiables? El realismo no fundamentado responde: el único fundamento posible que podríamos tener: reflexionamos con responsabilidad sobre nuestras convicciones morales y nos resultan convincentes. Creemos que son verdaderas y, por lo tanto, creemos que somos capaces de encontrar la verdad. ¿Cómo podríamos rechazar la hipótesis de que todas nuestras convicciones con respecto al valor no son más que ilusiones que se sostienen entre sí? El realismo no fundamentado responde: entendemos que la hipótesis es la única forma que lo vuelve inteligible; sugiere que no tenemos argumentación moral adecuada para respaldar ninguno de nuestros juicios morales. Rechazamos esta sugerencia al elaborar argumentos morales para algunos de nuestros juicios morales. Volvamos sobre esto, la actitud religiosa insiste en la independencia absoluta del valor: el mundo del valor se contiene y certifica a sí mismo. ¿Acaso esto descalifica la actitud religiosa por su circularidad? Nótese que no existe una forma definitiva y no circular de certificar nuestra capacidad de descubrir una verdad de cualquier tipo en cualquier dominio intelectual. En la ciencia, dependemos de la experimentación y la observación para certificar nuestros juicios, pero los experimentos y la observación sólo son confiables en virtud de la verdad de asunciones básicas sobre la causalidad y la óptica cuya certificación confiamos a la ciencia misma, y no a algo más básico. Por supuesto también todos nuestros juicios sobre la naturaleza del mundo externo dependen, de manera aún más esencial, de la asunción compartida universalmente de que existe un mundo externo, una asunción que la ciencia misma no puede certificar. Nos resulta imposible no creer en las verdades elementales de las matemáticas y, cuando las entendemos, en las verdades sorprendentemente complejas que los matemáticos han probado. Sin embargo, ni siquiera podemos demostrar las verdades elementales del método de demostración matemática desde el exterior de las matemáticas. Nos parece que no necesitamos certificación exterior alguna: sabemos que tenemos una capacidad innata para la lógica y la verdad matemáticas. Pero ¿cómo sabemos que poseemos dicha capacidad? Tan sólo porque nos formamos creencias en estos campos de las que no podemos, sin importar cuánto lo intentemos, renegar. Por lo tanto, debemos tener dicha capacidad. Podríamos decir: esencialmente aceptamos nuestras capacidades científicas y matemáticas más básicas como una cuestión de fe. La actitud religiosa insiste en que abrazamos nuestros valores de la misma manera: esencialmente también como una cuestión de fe. Hay una diferencia apabullante. Tenemos estándares convenidos en general para un buen argumento científico y para una demostración matemática válida, pero no existen estándares de este tipo para la moral o para otras formas de razonamiento sobre el valor. Por el contrario, estamos en notable desacuerdo sobre la bondad, lo correcto, la belleza y la justicia. ¿Acaso esto significa que tenemos una certificación externa de nuestras capacidades para la ciencia y las matemáticas de la que carecemos en el campo del valor? No, porque el acuerdo interpersonal no es una certificación en ningún campo. Sólo las ciencias que han producido los principios del método científico, incluida la necesidad de la confirmación interpersonal de la observación, justifican estos métodos. Como ya dije, en la ciencia todo, incluida la importancia de la observación conjunta, es interdependiente: no se apoya en nada afuera de la ciencia misma. Aun así la lógica y las matemáticas son diferentes. El consenso en cuanto a la validez de un argumento matemático complejo no es evidencia de su validez. ¿Qué pasaría si —oh, inimaginable horror— la humanidad dejara de estar de acuerdo sobre la validez de los argumentos lógicos o matemáticos? Caería en un declive terminal, pero en el camino nadie tendría razones para dudar de que cinco más siete es igual a doce. Aún así el valor es diferente. Si el valor fuera objetivo, entonces el consenso sobre un juicio de valor particular resultaría irrelevante para

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su verdad o para la responsabilidad de cualquiera en creerlo verdadero, y la experiencia nos demuestra, para bien o para mal, que la comunidad humana puede sobrevivir a los grandes desacuerdos sobre la verdad moral, ética o estética. Para la actitud religiosa, el desacuerdo es una maniobra de distracción. Hace unos momentos afirmé que la actitud religiosa en esencia descansa sobre la fe. Lo dije principalmente para mostrar que la ciencia y las matemáticas son, en igual medida, cuestiones de fe. En cada dominio aceptamos convicciones sentidas e inevitables, antes que medios independientes de verificación, como el árbitro final de aquello en lo podemos creer responsablemente. Este tipo de fe no es sólo una aceptación pasiva de la verdad conceptual de que no podemos justificar nuestra ciencia o nuestra lógica o nuestros valores sin apelar a la ciencia o a la lógica o a los valores. Es una afirmación positiva de la realidad de estos mundos y de nuestra confianza en que, a pesar de que todos nuestros juicios estén equivocados, tenemos derecho a pensar que son correctos si reflexionamos sobre ellos con suficiente responsabilidad. No obstante, en el caso específico de los valores la fe implica algo más, porque nuestras convicciones sobre ellos también son compromisos emocionales y, sin importar las pruebas de coherencia o apoyo interno que pasen, deben además sentirse bien emocionalmente. Deben asirse a toda nuestra personalidad. Los teólogos suelen decir que la fe religiosa es una experiencia sui generis de convicción. En un libro notablemente influyente, Rudolf Otto llamó a esta experiencia “numinosa”11 y afirmó que era una forma de “fe-conocimiento”. Intento sugerir que las convicciones sobre los valores también son experiencias emocionales complejas y sui generis. En el segundo capítulo veremos cómo cuando los científicos se enfrentan a la inmensidad inimaginable del espacio y a la sorprendente complejidad de las partículas atómicas, experimentan una reacción emocional que se corresponde de forma sorprendente con la descripción de Otto. De hecho muchos de ellos utilizan el término “numinoso” para describir lo que sintieron. El universo les parece impresionante y digno de una respuesta emocional que al menos se acerque al estremecimiento. Por supuesto no quiero decir, al hablar de la fe, que el hecho de que una convicción moral pase la prueba de la reflexión sea en sí mismo un argumento a favor de dicha convicción. Una convicción de verdad es un hecho psicológico y sólo un juicio de valor puede argumentar a favor de la verdad de una convicción. Por supuesto tampoco busco decir que, en última instancia, los juicios de valor sólo sean subjetivos. Nuestra sentida convicción en que la crueldad está mal es una convicción en que la crueldad realmente está mal; no podríamos tener esa convicción si no la creyéramos objetivamente verdadera. Reconocer el papel que una convicción sentida e irresistible desempeña en nuestra experiencia del valor sólo reconoce el hecho de que tenemos esas convicciones, que pueden sobrevivir la reflexión responsable y que no tenemos ninguna razón, hasta no tener mayor evidencia, para dudar de su verdad. Habrá algunos de ustedes a quienes no haya logrado convencer. Pensarán que, si todo lo que podemos hacer para defender juicios de valor es apelar a otros juicios de valor y, por último, declarar nuestra fe en todo el conjunto de juicios, entonces nuestras afirmaciones de una verdad objetiva no son más que patadas de ahogado. Este desafío, sin importar cuán familiar resulte, no es un argumento contra la visión de mundo religiosa, sólo es un rechazo de ella. Niega los principios básicos de la actitud religiosa: en el mejor de los casos produce un empate. Simplemente ustedes no tienen el punto de vista religioso.W Traducción de Víctor Altamirano. Ronald Dworkin fue uno de los pensadores estadounidenses más influyentes en el campo de la filosofía del derecho. Aparte de Justicia para erizos y Religión sin dios, el Fondo publicó una valiosa antología de ensayos preparada por él: La filosofía del derecho (Breviarios, 1980).

11 Rudolf Otto, The Idea of the Holy, Oxford, Oxford University Press, 1958, p. 7.

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Fotografía: © U P I

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Como parte de los festejos por los 80 años de esta casa, hemos previsto la publicación de un par de antologías sobre autores que, en este dilatado lapso, fueron importantes para el Fondo; una sobre Albert O. Hirschman la está preparando José Woldenberg. Para recordarle a nuestros lectores quién fue este singular pensador, reproducimos aquí una entrevista inédita con él, facilitada por el profesor Díaz Quiñones, de Princeton

ENTR EV I STA

El economista que leía poemas. Conversación con Albert O. Hirschman ARCADIO DÍAZ QUIÑONES Y THOMAS BOGENSCHILD

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lbert O. Hirschman (19152012) nació en Berlín pero abandonó Alemania en 1933. La penetrante biografía que publicó en 2012 Jeremy Adelman, Worldly Philosopher: The Odyssey of Albert O. Hirschman, contribuye decisivamente a esclarecer y a situar su vida y su pensamiento, marcados por la resistencia antifascista y por su experiencia en Estados Unidos y América Latina. Hirschman se educó en París y en Londres, y recibió su doctorado en economía por la Universidad de Trieste en 1938. Peleó en defensa de la república española en los comienzos de la Guerra Civil, y después formó parte del ejército francés. Emigró a Estados Unidos en 1941. En Berkeley conoció a quien sería su esposa y colaboradora, Sarah Hirschman. Ya casado, volvió a la guerra como soldado del ejército estadunidense. En la posguerra, en 1946, se unió a la Reserva Federal y trabajó en la reconstrucción de Europa occidental. De 1952 a 1956, en los peores años del macartismo, se mudó con su familia a Colombia y se desempeñó como asesor, primero con la Junta de Planificación Nacional y luego como consultor privado. En América Latina se convirtió en un observador atento de los problemas y desafíos del desarrollo como proceso económico, social y cultural. Su amplia perspectiva interdisciplinaria, así como el original entrecruzamiento de pensamiento económico, filosofía y lenguaje metafórico de sus ensa-

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yos, ejercieron gran influencia. Trabajó en las universidades de Berkeley, Yale, Columbia y Harvard. Desde 1974 fue profesor de Ciencias Sociales en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Su gran pasión por América Latina animaba el empeño que puso a lo largo de los años por atraer fellows a la comunidad intelectual del Instituto y el generoso apoyo que le brindó al Programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Princeton. Entre sus libros y ensayos clásicos se encuentran La estrategia del desarrollo económico (fce, 1961), Journeys Towards Progress (1963), Development Projects Observed (1968), Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados (fce, 1977); Desarrollo y América Latina: obstinación por la esperanza (fce, 1973), Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo antes de su triunfo (fce, 1978), De la economía a la política y más allá. Ensayos de penetración y superación de las fronteras (fce, 1984), El avance de la colectividad. Experimentos populares en la América Latina (fce, 1986) y Retóricas de la intransigencia (fce, 1991). Este texto es un extracto de una entrevista realizada en octubre de 1994 para el Boletín del Programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Princeton. En aquellos años, Hirschman observaba intensamente las luchas por la transición a la democracia en América Latina, reflexionaba sobre las consecuencias del fin de la Guerra Fría e intervenía en los debates en torno a las políticas neoliberales, siempre en busca de alternativas y esperanzas. En la conversación, Hirschman mencionaba el

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libro, en parte autobiográfico, que preparaba entonces: A Propensity to Self-Subversion [Tendencias autosubversivas. Ensayos], publicado en 1995. Ese título reviste un gran interés para analizar su talante intelectual y la ironía que le servía de coraza. ¿Cuál ha sido el impacto de su experiencia latinoamericana en su idea sobre la democracia? Mis ideas ciertamente se vieron afectadas por esa experiencia. En la década de los cincuenta, muchos teóricos postulaban que más crecimiento económico traería más democracia. Dados mis antecedentes y la experiencia alemana de los años treinta, yo pensaba que ese tipo de proposiciones debían tomarse con pinzas. En Alemania, y también en otros países, hemos descubierto que no existe una conexión tan directa entre crecimiento económico y democracia. Desde el punto de vista estadístico, el caso alemán era un “valor atípico”, pero ocurrió que ese “valor atípico” hizo bastante daño al estado de nuestro siglo… El problema es que a los científicos sociales les encanta ser consejeros políticos y aplicar u “operacionalizar” sus teorías. Hay una pregunta que domina en Washington y en el Banco Mundial: ¿esa teoría es “operacional”? Tiendo a ser más especulativo y a no buscar recetas o “soluciones”. La búsqueda incesante de regularidades me deja frío. Las recetas para la democracia fracasan con frecuencia. Me interesan más las formas en que los países encuentran sus propios caminos hacia órdenes políticos aceptables. Los senderos que llevan a la democracia son singulares; no son reproducibles ni siquiera recomendables en muchos casos. El ex-

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EL ECONOMISTA QUE LEÍA POEMAS. CONVERSACIÓN CON ALBERT O. HIRSCHMAN

traño camino de Chile hacia su actual y vigorosa democracia, o el propio Pinochet, difícilmente resultan recomendables. Siempre me interesa cuando un país recorre un camino o sendero singular. Algo se puede aprender de cada experiencia, pero no constituye una receta. Desde el principio he cuestionado la idea de un número fijo de “obstáculos” o de “prerrequisitos” para desarrollar el sistema democrático. Mi trabajo es muy distinto al de gran parte de las ciencias sociales y toma distancia de la búsqueda de soluciones globales o universales. Sin embargo, el descubrimiento de un camino singular crea esperanzas de que se pueda dar con otros descubrimientos extraordinarios a pesar de los “círculos viciosos”. Por ejemplo, cómo iniciar el desarrollo de la democracia y sostener sus instituciones. Esa es mi bias for hope, es decir mi compromiso con la esperanza. En uno de sus ensayos usted se refiere al significado de su experiencia en Colombia, a la manera en que lo llevó a repensar las grandes expectativas del Plan Marshall y a descubrir las paradojas ocultas del desarrollo. En ese ensayo, y también en Salida, voz y lealtad, usted introduce las categorías de incertidumbre y grados de imprevisibilidad en la práctica del desarrollo. ¿A qué se refiere específicamente? He examinado ciertos programas de desarrollo y he tratado de analizar su gran cantidad de efectos no anticipados, así como la manera en que los países pueden aprender a seguir ciertas prácticas útiles. Uno de mis ejemplos más tempranos y más conocidos fue una comparación entre las líneas aéreas y las rutas en el proceso de desarrollo. En ese momento, el sentido común indicaba que las rutas eran medios de transporte más eficientes y “apropiados” para los países en vías de desarrollo. Pero descubrí que las prácticas asociadas a la introducción de tecnología avanzada, como las líneas aéreas —el mantenimiento programado, por ejemplo—, podían ser formadoras de hábitos y extenderse a veces a otros sectores. Aquí la idea básica es que las consecuencias no anticipadas a menudo acompañan los programas de desarrollo; los países frecuentemente llegan al desarrollo adoptando ciertas necesidades y hábitos. Desde ese entonces, estuve investigando las formas en que los países cambian ciertas prácticas culturales. No quiero decir que deban abandonar su cultura o dejarse fascinar totalmente con la puntualidad occidental y esas cosas, pero hay un cierto tipo de confiabilidad que debe trasladarse a la economía y a las relaciones sociales. Los economistas clásicos como Hume o Smith escribieron sobre cómo ciertos hábitos eran creados por la industria, que es más efectiva para crear estos hábitos que, digamos, la agricultura tradicional. Ello es muy importante en mi pensamiento. Me interesa cómo el desarrollo puede volverse parte de una cultura, y cómo con frecuencia ciertas actividades y rasgos no planeados pueden llegar a internalizarse. Esta introducción de un sector modernizado en economías subdesarrolladas, ¿conlleva algún peligro? El desarrollo sectorial, ¿no puede llevar a la desafección y a una fragmentación política que a menudo se resuelve por medios autoritarios? Es de esperar un cierto dualismo que, en ocasiones, puede tener una función positiva. Por supuesto, tener dos mitades diferentes es un problema considerable para cualquier país, pero una vez que el problema ha surgido no necesariamente tiene un resultado desastroso. Durante el siglo xix, en muchos países europeos se producía una cierta reacción romántica ante la industrialización y la inminente sociedad de mercado. Había tremendos conflictos en casi todos los países de Europa continental, como también actitudes ambivalentes hacia Inglaterra, que era el país líder. Inglaterra era admirada por su tecnología de avanzada pero muchos países rechazaban el tipo de cultura industrial que desarrollaba y la consecuente declinación en la producción de alimentos. La reacción alemana fue particularmente aguda: los nacionalistas alemanes querían una nación industrial pero no querían depender de la importación de alimentos. Esto nos lleva a otro tema relacionado. La adaptación más extendida del modelo económico neoliberal en Latinoamérica parece haber engendrado varias formas de resistencia al imperio del mercado y la desregulación. El movimiento ambiental, por ejemplo, ha

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impulsado una campaña en pos de las formas sustentables de desarrollo, que difieren mucho de los programas propuestos hace treinta años. ¿Cómo lee usted esta combinación de tendencias? Esto debe entenderse como distintas etapas en diferentes momentos. La campaña por la sustentabilidad y la ecología se opone al crecimiento económico como meta única. El crecimiento económico ha perdido la primacía que solía tener en los años cincuenta. Cuando trabajaba en los estudios del desarrollo, había consenso en que el crecimiento era el objetivo principal. La percepción general era que los problemas de distribución, equidad y sustentabilidad debían atacarse más tarde en la secuencia del desarrollo. Esto ya no es así. Ahora nos damos cuenta de que debemos buscar valores múltiples. Una vez que aceptamos eso, también aceptamos que habrá conflictos ocasionales. Estos objetivos no son todos compatibles. Esa concepción de que “todas las cosas buenas llegan a la vez” es claramente falsa. Pero tampoco debemos creer en lo contrario, que son siempre antagónicas: esto es igualmente simplista. Quizás es posible negociar un camino estrecho entre ambos dilemas. El modelo económico

Mi trabajo es muy distinto al de gran parte de las ciencias sociales y toma distancia de la búsqueda de soluciones globales o universales. Sin embargo, el descubrimiento de un camino singular crea esperanzas de que se pueda dar con otros descubrimientos extraordinarios a pesar de los “círculos viciosos”. neoliberal generalmente implica que todos estos conflictos se pueden resolver fácilmente, por ejemplo haciendo que la gente pague por la contaminación. Esto puede formar parte de la solución, pero también es útil crear una conciencia proambiental. Esto es al menos tan importante como crear una conciencia procrecimiento… La gente debe darse cuenta del rol crítico que la ley tiene en este sentido. Las leyes sirven no sólo para disuadir sino también para crear conciencia. Latinoamérica tiene una larga historia de legalismo, con resultados variados, pero en muchos casos las leyes escritas han servido para crear condiciones favorables para el cambio cultural. ¿Y el orden económico neoliberal? ¿Lo entiende como un movimiento positivo en Latinoamérica? Algo esperanzador que puedo decir acerca de estos fuertes movimientos de opinión es que las diferentes culturas van a saber cómo beneficiarse de ellos para sus propios objetivos en vez de tratar de resistir estas “modas” a todo costo. Se pueden elegir partes del paquete y modificar un tanto las cosas. Por ejemplo, la burocratización excesiva de Latinoamérica podría reducirse ventajosamente. No tenemos por qué destruir al Estado. Pero como el Estado se ha visto involucrado en muchas empresas improductivas y ha creado burocracia, las teorías neoliberales de moda pueden utilizarse para corregir algunos abusos. No debemos esperar, por supuesto, que haya soluciones liberales para todos los problemas. La campaña para eliminar aranceles es un ejemplo de esto. En un momento, había un acuerdo general entre los economistas de que todos los países debían mantener ciertos niveles mínimos de impuestos, tal vez un 20 o 30 por ciento, para proteger la industria doméstica. Cuando se propuso esto, no había duda de que los aranceles

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eran demasiado altos, en algunos casos más de 300 por ciento para muchos productos. Entonces, pronto algunos postularon que debían bajarse a cero, lo que constituyó una sobrerreacción. Los momentos de un acuerdo razonable en estos temas son fugaces; muy frecuentemente nos vemos propensos a oscilar entre posiciones extremas. Usted ha sido muy creativo en el uso del lenguaje, apartándose de los significados y las asociaciones convencionales de las ciencias sociales. A menudo utiliza referencias literarias para reinventar matices de significado, siguiendo una tradición intelectual que se nutre de filosofía y literatura, y no del marco teórico que utilizan la mayoría de los economistas convencionales. Por eso su trabajo es ampliamente leído y resulta muy atractivo para académicos con poca formación técnica en economía. ¿Podría hablarnos de las experiencias que han dado forma a su trabajo y visión interdisciplinarios y a su lenguaje? Creo que tenemos una necesidad de traducir nuestros pensamientos de un campo a otro. Cuando lidiamos con dificultades en las ciencias sociales, necesitamos encontrar otros lenguajes en los que expresar nuevas ideas. La mayoría de los economistas dependen de las matemáticas, que son en verdad un lenguaje distinto. En ciertos momentos he hecho uso de otros tipos de lenguaje, como la metáfora o la poesía. Un amigo mío escribió una vez una ecuación matemática para una idea que yo había elegido elaborar metafóricamente: “el efecto túnel”. Esto no siempre es posible, pero tienes razón al decir que, cuando pienso algún tema, en general encuentro en la poesía o en la literatura una situación con estructuras o preguntas similares. Esto me permite enmarcar el tema en un contexto diferente y me ayuda a examinar otros ángulos del mismo pensamiento, y avanzar en mi análisis. Para mí, encontrar ideas similares en diferentes campos no es sólo un agregado decorativo, sino que es parte esencial del mismo proceso del pensar. En relación a un libro de ensayos nuevo que estoy por publicar, podría mencionar que allí, una vez más, estoy utilizando el lenguaje de una forma nueva. Antes rehabilité los términos sesgo y penetración. Ahora que la Guerra Fría ha quedado atrás, intento hacer algo similar con el concepto subversión. El título de mi nuevo libro, A Propensity to Self-Subversion, incluye varias formas con las que recientemente he matizado algunas de mis propuestas más tempranas. Ese libro consta de ensayos, algunos fragmentos autobiográficos y un conjunto de textos sobre el significado del final de la Guerra Fría para el Tercer Mundo. Una última pregunta: sus intereses literarios y filosóficos, ¿están vinculados a intereses similares en las artes visuales? Con el tiempo, me he convertido en un visitante ávido de museos y me he interesado en ciertos temas de las artes visuales. Mi esposa Sarah y yo hicimos varios viajes a Italia y Alemania, donde seguimos los itinerarios de artistas específicos de la Edad Media y el Renacimiento. De hecho, ahora tengo un nuevo proyecto en el que las artes visuales cumplen un rol importante. Es más: incluso el libro que está saliendo por estos días incluye un ensayo sobre “Industrialization and its Manifold Discontents” [La industrialización y sus múltiples descontentos], donde recurro a las artes visuales. Así que, en efecto, tus sospechas son correctas.W

Traducción de Yamila Begné y Paul Firbas. Arcadio Díaz Quiñones y Thomas Bogenschild son profesores en la Universidad de Princeton. Agradecemos su autorización para reproducir aquí esta entrevista.

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V I DAS BI EN V I V I DAS

El año pasado se publicó en Estados Unidos Worldly Philosopher: The Odyssey of Albert O. Hirschman, una detallada biografía preparada por un experto en estudios latinoamericanos de la Universidad de Princeton: Jeremy Adelman. Al conversar sobre este trabajo, el biógrafo subraya algunos aspectos de la vida y el carácter de este originalísimo pensador de origen alemán ENTR EV I STA

Hirschman: un intelectual “del norte” influido por intelectuales “del sur” Una conversación con Jeremy Adelman ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

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Podría hablarnos del título de su libro? En parte, el título hace eco de un libro famoso: The Worldly Philosophers, de Robert Heilbroner, una historia de los grandes economistas, desde Adam Smith hasta Keynes. Podemos situar a Hirschman entre todos ellos, aunque, siguiendo la tradición humanista de Smith, él trascendió lo económico. El título pretende evocar a un hombre de gran amplitud intelectual. Hirschman fue también un hombre de este mundo: vivió todos los horrores y todas las esperanzas del siglo xx. Sus ideas siempre estuvieron comprometidas con las grandes preocupaciones del cambio social en el mundo. Usted es un reconocido historiador latinoamericanista. ¿Cómo llegó a la decisión de escribir una biografía? ¿En qué difiere este género de sus narrativas históricas? ¡Muy a menudo me hago la misma pregunta! Hasta ahora, mis estudios sobre Argentina y América Latina han sido estudios muy “macro”, a gran escala. Pero siempre me han interesado los microfundamentos de la historia; también me ha interesado el papel que juegan las ideas y las ideologías. Pero la intención de escribir una biografía me llegó casi por accidente, como ocurre con muchas cosas buenas. Siempre fui un ávido lector de Hirschman. Cuando llegué a Princeton lo conocí personalmente; incluso hubo un momento en el que almorzaba con él a menudo. Mientras compartía conmigo sus experiencias de vida, se hizo evidente que, además de una mente notable, tenía también una vida extraordinaria. Si hubiera sabido entonces, como sé ahora, lo desafiante que puede llegar a ser una biografía, quizás no habría encarado ésta. Pero Hirschman siempre nos advertía: no esperes a tener la certeza completa para entrar en acción; puedes perderte grandes oportunidades.

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¿Cuándo y por qué se mudó Hirschman, con su familia, a Colombia? La experiencia en Latinoamérica, ¿cambió su perspectiva política a grandes rasgos? Se mudaron a principio de 1952. En Estados Unidos, ese año marcó el punto álgido de las purgas macartistas, enfocadas en las personas “sospechosas”. Como Hirschman había peleado en la Guerra Civil española y estaba involucrado en la resistencia italiana, el fbi comenzó a seguirlo. Finalmente lograron que se fuera. A través de un amigo encontró, casi por azar, un trabajo en el proyecto que el Banco Mundial tenía en Colombia. Esto le dio la oportunidad de reinventarse a sí mismo como un gran economista del desarrollo. A la vez, empezó a trabajar muy cerca de intelectuales latinoamericanos, que lo influyeron profundamente. Hirschman es un raro ejemplo de un intelectual “del norte” influido por intelectuales “del sur”, influencia que acogió con alegría. En cuanto a la influencia política, vivir en Latinoamérica redobló su fe en la democracia. Usted le prestó mucha atención a El avance de la colectividad. Experimentos populares en la América Latina ( FCE, 1986), un libro de Hirschman que no es muy conocido. ¿Nos podría hablar de su importancia? Originalmente fue un pequeño libro solicitado como una reseña de proyectos desde la Inter-American Foundation, que fundó las bases de los proyectos de desarrollo. En el punto más álgido de la era Reagan, los republicanos en Washington querían desmantelarla. Hirschman no sólo celebraba los logros sociales de los pobres, sino que también quería narrar una historia alternativa sobre el desarrollo capitalista, desde abajo. Hubiera sido fácil ser muy pesimista en 1983; Hirschman quería mostrar que, incluso en tiempos de oscuridad, hay posibilidades de avanzar hacia adelante. Un ensayo suyo sobre Hirschman formó parte de la Historia de los intelectuales, un libro editado por Carlos Altamirano. ¿Qué tipo de intelectual fue Hirschman?

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En muchos sentidos, Hirschman fue el resultado de la suma total de nuestras tradiciones intelectuales. Moldeado por el idealismo alemán, el marxismo, la literatura francesa, así como también por los trabajos más importantes del liberalismo, Hirschman cruzó varias fronteras y atravesó las barreras de los saberes. En este sentido, fue un poco como un anacronismo, el producto de una era en la que las ciencias humanas no estaban tan delimitadas como disciplinas profesionalizadas. Además, él sencillamente amaba las palabras, el lenguaje, e imaginaba a las ciencias humanas como una rama de la literatura. Ahora que ha terminado la biografía, ¿qué ensayos o metáforas de Hirschman se han quedado más cerca de usted? Depende de lo que esté analizando o de aquello con lo que esté dialogando. Hirschman era famoso por sus aforismos y amaba jugar con las palabras, así que hay mucho para elegir. El ensayo en el que estoy pensando ahora se titula “Morality and the Social Sciencies” [La moral y las ciencias sociales], un ensayo que nos pide no renunciar a la objetividad como aspiración, pero, a la vez, ser honestos acerca de los rasgos morales de una investigación social. Pensar sobre la moral no debe convertirse en algo secundario; el pensamiento sobre la moral se ubica en el centro de nuestro trabajo. Muchos académicos piensan que tienen que elegir entre ciencia y moral. A Hirschman siempre le gustó arrojar luz sobre las importantes y necesarias tensiones que surgen del vivir en este mundo; pretender que vivimos por fuera de la historia o en un más allá que permita alcanzar el desapasionamiento era para él una premisa falsa. Hirschman era un profundo realista a la vez que un idealista pragmático.W

Arcadio Díaz Quiñones, ensayista y crítico literario de origen puertorriqueño, es profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Princeton.

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Ilustración: © J AV I E R Z A B A L A

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Una señal de la jerarquía inferior que suele asignársele a la literatura para niños y jóvenes es la escasez de estudios críticos sobre las obras que se escriben para los lectores más pequeños. Con el ánimo de revertir ese desequilibrio, estamos por publicar un muy original estudio sobre los personajes en esta rama literaria, del que presentamos aquí como adelanto el texto de introducción

ADELANTO

¿Por qué una teoría del personaje? M A R I A N I KO L A J E VA

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scribí Retórica del personaje en la literatura para niños como respuesta a diversas dificultades que se me han presentado de manera recurrente durante mi trabajo como profesora universitaria de literatura para niños. Antes de darme cuenta de que había un contratiempo, yo misma, como tantos otros de mis colegas, diseñaba exámenes con instrucciones tales como: “Explique la construcción de personajes en…”. Como respuesta, recibíamos ensayos tediosos y descriptivos, cuando lo que naturalmente deseábamos leer era algo más allá de la mera descripción de cuanto hacen los personajes en cada historia, y algo más incluso que una evaluación de las ideas que tales personajes representan. La culpa era nuestra, pues no fuimos capaces de ofrecer a nuestros alumnos las herramientas adecuadas para analizar los recursos artísticos que fueron utilizados para la construcción de los personajes. El tema de los personajes parece tan obvio que ha merecido poca atención por parte de los estudiosos de la literatura para niños. Vemos que en los libros de texto existen algunos conceptos básicos y con frecuencia notamos que las reseñas sobre libros infantiles afirman cosas tales como que

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“la creación de los personajes es fuerte y vívida”. No existe, sin embargo, una idea clara de lo que significa la “construcción de los personajes”. Los académicos no han alcanzado un acuerdo sobre la naturaleza y la función de éstos en la literatura para niños; tampoco se ha hecho investigación teórica acerca de su construcción en los libros de ficción para estos lectores. Además, escasean términos establecidos que permitan debatir acerca de los personajes y su construcción. No hay, por otra parte, un estudio teórico que compare a los personajes de la literatura de ficción en general con los personajes de ficción para niños. Entre las muchas preguntas que los maestros hacen a los niños cuando comentan con ellos textos literarios, hay dos que me parecen muy ilustrativas: “¿quién es el personaje principal de la historia?” y “¿qué personaje de la historia te gusta más?” (Existen versiones menos sofisticadas como: “¿De cuál de los personajes te gustaría ser amigo?”; o más sofisticadas aún: “¿Con cuál personaje te identificas?”) Cuando los maestros formulan estas preguntas asumen desde luego que las respuestas son evidentes, pero si las examinaran con mayor cuidado se meterían en problemas, tal como ocurre con mis alumnos —muchos de ellos serán futuros maestros— cuando tratan de ubicar el personaje principal de Mujercitas o de El león, la bruja y el armario. La teoría literaria contemporánea ha cuestionado incluso la asunción de que, en tanto que lectores,

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debemos necesariamente identificarnos con alguno de los personajes del relato que estamos leyendo. Los autores de literatura para niños han logrado subvertir dicha identificación creando una serie de personajes repulsivos y desagradables con los que ningún ser humano normal querría identificarse. Con algunas excepciones, el problema de la subjetividad en la literatura, convertido hoy en tema central de la crítica, no ha merecido hasta ahora la atención de los académicos. Los anteriores son sólo dos ejemplos muy elementales sobre la complejidad de nuestro tema, en apariencia tan sencillo. Por desgracia, no tenemos la opción de tomar prestados de la crítica general conceptos y herramientas de análisis, como sí sucede en otras áreas de la literatura para niños. La teoría del personaje ha sido sólo desarrollada marginalmente en los estudios de literatura general. Al buscar el tema “personajes y características en la literatura” en el catálogo en línea de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, hallé 427 entradas, 95 por ciento de las cuales caía dentro de una de tres categorías: 1] “quién es quién en la literatura”, lo cual incluye quién es quién en Shakespeare, Dickens, Jane Austen, etcétera; 2] manuales para escritores (“cómo crear un personaje verosímil”), y 3] estudios críticos sobre algún escritor o texto en particular. En esta tercera categoría, la mayoría de los estudios se

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¿POR QUÉ UNA TEORÍA DEL PERSONAJE?

concentran en qué o quiénes son los personajes y, en el mejor de los casos, en lo que representan más que en cómo fueron construidos y cómo son revelados al lector. En la investigación sobre literatura para niños, son buen ejemplo los estudios de Gillian Avery sobre héroes y heroínas en la narrativa para niños del siglo xix y principios del siglo xx. Muchos títulos resultan engañosos en este sentido: por ejemplo, Life Made Real: Characterization in the Novel since Proust and Joyce [La vida hecha realidad: caracterización en la novela desde Proust y Joyce], de Thomas F. Petruso (1991), es un brillante estudio sobre qué son los personajes, estudio que, sin embargo, presta muy poca atención a los aspectos teóricos de la construcción de los mismos. El prometedor título A Rhethoric of Literary Character [La retórica de los personajes literarios], de Mary Doyle Springer, tiene como subtítulo Some Women of Henry James [Algunas mujeres de Henry James], el cual se ajusta mejor al contenido de la investigación. Los títulos de algunas investigaciones sobre narrativa para niños son igualmente engañosos; por ejemplo, Characters in Children’s Literature [Personjaes en la literatura infantil], de Raymond Jones, es un índice anotado, mientras que Deconstructing the Hero [Deconstruyendo al héroe], de Margery Hourihan (ambos fueron escritos en 1997), es un maravilloso estudio feminista de la ideología tradicional en la literatura infantil. Paradójicamente, las más gratificantes discusiones teóricas sobre los personajes se encuentran en los estudios generales de narrativa, los cuales, a pesar de todo, no se concentran específicamente en ellos. Estos estudios van desde el clásico Aspectos de la novela, de E. M. Forster (escrito en 1927), hasta la segunda edición de Teoría de la narrativa, de Mieke Bal (de 1997), una de las más recientes reflexiones en dicho campo. Pero casi ningún estudio teórico de narrativa presta atención a los personajes. Hitos de la teoría contemporánea de la novela, como La retórica de la ficción, de Wayne C. Booth, en modo alguno abordan

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el tema de los personajes o su construcción. En The Nature of Narrative [La naturaleza de la narrativa], Robert Scholes y Robert Kellogg ofrecen información valiosa sobre la construcción de los personajes en su intento por ir más allá del análisis de la novela y entablar puentes entre la literatura antigua o medieval y la literatura posmoderna en términos de estructura narrativa; de hecho, la mayor parte de este lúcido estudio trata acerca de los personajes, incluso en aquellos capítulos dedicados a la trama, el punto de vista y el significado. Scholes y Kellogg sostienen que “los personajes son los principales vehículos para desentrañar el significado de la narración”. Con todo, si bien los autores hacen algunas observaciones valiosas en el capítulo sobre los personajes en la narración, su obra ya ha sido superada por estudios más recientes, especialmente aquellas que se concentran en la vida interna de los personajes. También el capítulo sobre el punto de vista es abstracto, dada la naturaleza expansiva de los estudios de narrativa en el último cuarto de siglo xx. Por su parte, los manuales para escritores, cada vez más abundantes, carecen de rigor académico. No obstante, debido a la falta generalizada de fuentes, estos manuales no deben ser menospreciados. Aunque, por obvias razones, carecen de bases teóricas, los manuales para escritores sugieren el vasto rango de herramientas artísticas disponibles para los escritores que buscan crear personajes. Estas herramientas incluyen descripciones, diálogos, contextos, antecedentes, características personales psicológicamente verosímiles, oficios, pasatiempos, relaciones, personajes involucrados en una trama, utilización de escenarios para la construcción de personajes y muchas más. El dilema para el estudioso de literatura para niños se halla en que resulta casi imposible extrapolar los resultados de los estudios de narratología general a la narrativa para niños. Un muy buen ejemplo de ello es que muchos de los géneros que se discuten en los estudios de narrativa no resul-

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tan relevantes en el contexto de la ficción para niños, como son los casos de la novela de época, los fabliaux,1 el mito sagrado, la épica, la leyenda, la alegoría, la confesión o la sátira. Con raras excepciones —como Roald Dahl—, la literatura para niños no acude a lo grotesco. De acuerdo con las definiciones convencionales del género, la narrativa para niños puede ser etiquetada como Bildungsroman o novela de formación. La naturaleza de la literatura infantil presupone un conjunto de reglas diferentes tanto para la construcción de personajes por parte del autor como para la comprensión de los mismos por parte del lector. En un buen número de estudios —y con frecuencia, de encuestas— se discuten tipos concretos de personajes en la narrativa para niños y jóvenes: la representación de los afroamericanos, los personajes homosexuales, los inmigrantes, las personas con discapacidad, etcétera; existen también proyectos de investigación que examinan la representación de los abuelos en la narrativa infantil. Una vez más, sin embargo, todos estos estudios se concentran menos en el cómo que en el qué. Por ejemplo, algunos conceptos básicos de Aspectos de la novela de Forster, tales como el binomio de los personajes “planos y redondos”, han sido utilizados por Rebecca Lukens y Joanne Golden para evaluar a los personajes en la narrativa para niños. Pero es sobre todo la teoría narrativa contemporánea (Seymour Chatman, Shlomith Rimmon-Kenan, Mieke Bal, Thomas Docherty) la que ofrece nuevas herramientas de trabajo para acercarse a los personajes, mientras que algunos estudios abren también nuevos horizontes en lo que atañe a la representación mental y los puntos de vista (Dorrit Cohn, Ann Banfield).

1 Cuentos humorísticos y satíricos de la Edad Media, escritos en verso, que se utilizaban para entretener a los burgueses de las ciudades haciéndolos reír de sí mismos y de sus propios miedos. [N. del t.]

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¿POR QUÉ UNA TEORÍA DEL PERSONAJE?

Si bien muchas preguntas generales referentes a los personajes literarios son sin duda pertinentes para la narrativa para niños, su poética específica presenta algunos retos adicionales. En la narrativa para niños, los personajes no son necesariamente menos complejos pero requieren ser comprensibles para un público joven. Con más frecuencia de lo que sucede en las tendencias prevalecientes, los personajes en la narrativa infantil sirven como vehículos ideológicos (o mejor dicho, educativos). Más aún, sus personajes son por definición dinámicos, están en constante desarrollo porque aún no han alcanzado su madurez psicológica. Todos estos factores, y muchos otros, sugieren que los personajes en la narrativa para niños son, en muchos aspectos, construidos de manera diferente con respecto a lo que ocurre en la narrativa general. ¿Cuáles son las preguntas básicas que conforman la teoría del personaje literario? El punto de partida más profundo debe ser el estatus ontológico de los personajes: ¿debemos verlos como personas reales, con características psicológicas verosímiles, o sólo como construcciones textuales? Desde Aristóteles hasta el día de hoy la teoría literaria ofrece diversas respuestas a esta pregunta. La diferencia entre el Homo sapiens y el Homo fictus (términos usados por Forster y adoptados por otros estudiosos) es especialmente relevante en la investigación sobre la narrativa para niños, pues ellos, en tanto que lectores poco experimentados, tienden más que los lectores adultos a interpretar a los personajes como seres vivos y reales, y los juzgan en consecuencia. Como lectores, podemos entender a los personajes literarios mejor de lo que jamás entenderemos a las personas reales: los personajes son transparentes en un sentido en que jamás podrán serlo las personas. En la narrativa para niños se asume que los escritores pueden describir la experiencia de los personajes niños con mayor facilidad que la de los personajes adultos, lo cual le ha dado a la narrativa infantil la reputación de ser “simple”. (En anteriores investigaciones he cuestionado esta opinión.) Debemos considerar con mayor énfasis el hecho de que el papel de los personajes en la narrativa varía de una época histórica a otra y de un género a otro. En la narrativa para niños, la función de los personajes está estrechamente relacionada con propósitos didácticos: se supone que éstos deben proporcionar modelos y ejemplos de comportamiento a los lectores. Esto da como resultado características tan propias de la narrativa para niños como el uso de protagonistas colectivos, herramienta que permite al escritor presentar una notable variedad de características personales sin requerir para ello de una gran complejidad en lo que concierne a la construcción de personajes. La segunda pregunta básica de la teoría de los personajes tiene que ver con cómo se presentan a los lectores los personajes literarios y qué herramientas y estrategias usan los autores para la construcción de los mismos: descripción externa, representación interna, expresión directa e indirecta, comentarios del narrador, acciones y reacciones, etcétera. En esta área, los dilemas más interesantes se originan en la esencia misma de la narración para niños, pues se trata de una narración que hace un adulto para y sobre una persona más joven. La discrepancia entre los niveles cognoscitivos del autor, el narrador, el personaje y el lector implícito crean una amplia gama de posibilidades que casi nunca existen en la narrativa general. De hecho, muchos estudios narratológicos señalan textos como Lo que Maisie sabía, de Henry James, y El sonido y la furia, de William Faulkner, como ejemplos excepcionales de un despliegue de condiciones preverbales y no verbales,2 mientras que en la narrativa para niños esta discordancia entre autor y personaje es antes la regla que la excepción. Retórica del personaje en la literatura para niños tiene, en suma, dos propósitos: investigar los aspectos ontológicos y epistemológicos de los personajes en la narrativa para niños y señalar las principales diferencias entre la creación de personajes en esa literatura y en la narrativa en general. Pretendo también ofrecer terminología consistente y fácil

2 En la primera novela, el narrador adopta el punto de vista de una niña y, en la segunda, el de una persona con discapacidad intelectual. [N. del t.]

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de usar a la hora de analizar personajes y su construcción. Esta investigación se divide en dos partes: “Ontología y tipología del personaje” y “Epistemología del personaje”. Esta clasificación refleja mi intención de plantear dos grupos de temas distintos que con frecuencia se confunden en los estudios generales y en los libros de texto sobre literatura. Por un lado, tenemos a los personajes a nivel de la trama: su lugar en la narración, su mutua importancia, el grado de integridad que representan, los valores que expresan, etcétera; estas preguntas se pueden resumir como “¿qué son los personajes literarios?” (cf. la definición común de trama: “¿qué se cuenta?”). Por otro lado, tenemos a los personajes a nivel discursivo, es decir, la construcción de los personajes: ¿cómo construyen los autores a los personajes y cómo los reconstruyen los lectores a partir de los textos? (cf. la definición más común de discurso: “¿cómo se cuenta?”). Esta distinción me parece crucial más allá del hecho de que discurso y trama —y, en consecuencia, el aspecto de los personajes en ambos niveles— son naturalmente interdependientes. La estructura de los capítulos de mi libro varía considerablemente de acuerdo con su contenido. Algunos se concentran en la teoría mientras que otros analizan con mayor profundidad algunos textos literarios. Esta estructura es intencional, ya que refleja mi objetivo de cubrir la vasta área de mi exploración. Además, aspiran al mismo tiempo a prestar particular atención a aquellas secciones que considero esenciales o más interesantes y que han sido menos estudiadas en investigaciones previas. Muy pronto renuncié a la idea de abarcarlo todo, pues la teoría de los personajes significa para un grupo de estudiosos el trabajo de toda una vida. En su marco teórico, esta investigación es deliberada y conscientemente ecléctica. No existe una sola teoría crítica que haya ofrecido una visión universal de los personajes; yo me concentro en aspectos particulares. He incorporado ideas del formalismo ruso y del estructuralismo francés, de la nueva crítica anglófona, de la crítica mítica inspirada en Frye, de la crítica junguiana, de la crítica feminista, de la teoría de la respuesta del lector, de la teoría del acto de habla y de la narratología contemporánea. Ninguna de estas teorías ha sido utilizada en su totalidad; más bien, he elegido los conceptos que consideré apropiados y las posturas teóricas que sirven a mis necesidades específicas al abordar este tema particular.W

Traducción de Ignacio Padilla. Maria Nikolajeva, académica de origen ruso actualmente adscrita a la Universidad de Cambridge, ha estudiado con gran originalidad la literatura para niños. Estamos por publicar su Retórica del personaje en la literatura para niños.

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Ilustración: E M M A N U E L P E Ñ A

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André Schiffrin, ejemplo e ideal

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ontra la edición sin editores, una editorial universitaria sin universidad: así podría resumirse la última, exitosa aventura intelectual de André Schiffrin, el fundador en 1992 de The New Press, quien falleció a comienzos de diciembre pasado. En 1990, este respetado editor —estadunidense nacido en Francia de padre ruso— fue forzado a abandonar la dirección de Pantheon, sello que pocos años antes había sido adquirido por Random House, pues a juicio de los nuevos directivos no producía las utilidades que cabía esperar de toda empresa editora. En el muy leído La edición sin editores (Era, 2001), encontramos el crudo diagnóstico de un fenómeno que no nos es del todo ajeno: la concentración empresarial de las editoriales —en la pasada fil de Guadalajara los lectores se toparon con el remozado stand de Penguin Random House, expresión local de un acontecimiento global—, pero sobre todo la miopía que hace ver a las “industrias culturales” sólo como maquinarias para producir ingresos. Schiffrin reconoció que “la edición mundial ha cambiado más en el curso de los últimos diez años que durante el siglo anterior […] Hasta hace bien poco, la edición era esencialmente una actividad artesanal, a menudo familiar, a pequeña escala, que se contentaba con modestas ganancias procedentes de un trabajo que todavía guardaba relación con la vida intelectual del país.” Tras la muerte de este gran hacedor de libros, queremos aquí repasar su vida y la manera en que entendía su oficio, pues hay muchas semejanzas —o eso anhelamos— entre su modo de ser y el que, desde su fundación, ha pretendido el Fondo de Cultura Económica.

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tezontle Dibujos de Primitivo Miranda Litografías de Hesiquio Iriarte y Santiago Hernández Curaduría editorial de Gerardo Villadelángel Viñas Prólogo de Carlos Montemayor 1ª ed., 2013, 554 pp. 978 607 16 1693 7 (tapa dura) 978 607 16 1692 0 (rústica) $850 (tapa dura) $650 (rústica)

EL LIBRO ROJO

chiffrin nació en París en 1935, en un envidiable entorno intelectual. Su padre, Jacques, había fundado la Bibliothèque de la Pléiade con la intención original de dar a conocer en Francia a diversos autores rusos. Por los buenos oficios de André Gide, de quien Jacques era tan cercano que lo acompañó durante su esclarecedor viaje a la urss, la colección fue adquirida por Gaston Gallimard, con quien se convertiría en sinónimo de excelencia en edición, por el cuidado de las obras, las herramientas críticas que las acompañan, la calidad material de los ejemplares, la rigurosa selección de los autores. El polémico Gaston no tuvo empacho sin embargo en deshacerse del primer Schiffrin por así convenir a sus intereses durante la ocupación alemana, y la familia debió exiliarse a una nada cinematográfica Casablanca, desde donde lograría encaminarse a Nueva York. Ahí, Jacques se asociaría con otro reputado editor, el alemán Kurt Wolff, quien pasará a la historia literaria por haber secundado a Max Brod a la hora de ignorar el pedido de Franz Kafka de no publicar su trabajo. Juntos echaron a andar Pantheon Books, que con naturalidad buscó llevar a los lectores estadunidenses literatura europea entonces muy innovadora; ahí aparecerían, por ejemplo, Doctor Zhivago de Boris Pasternak o El gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

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l joven André se adaptó con facilidad a la vida económicamente limitada pero intelectualmente rica que le ofreció su nuevo país. Desde la tem-

M A N U E L PAY N O Y V IC E N T E R I VA PA L A C I O

en científico así como cada una de las razones para continuar siéndolo. Redactadas con su fluidez, amenidad y erudición características, estas páginas son una invitación de gran valor para los jóvenes que quieran acercarse a ese campo del conocimiento así como un punto de reflexión fértil para aquéllos que ya se dedican a la ciencia. Otras obras del autor en Fondo son ¿Existe el método científico? Historia y realidad, La estructura de la ciencia, Historia general de la ciencia en México en el siglo XX y Ética médica laica. centzontle 1ª ed., 2013, 147 pp.

Publicado originalmente en 1870, este portentoso trabajo conjuga una serie de escritos en los que los autores narran, hablan y ensayan sobre la muerte en México, sobre los hechos de nuestra historia que estuvieron marcados por la sangre y el conflicto. Fusión de literatura, periodismo, historia y arte (hay que destacar los grabados y litografías que acompañan a la letra impresa), esta obra fue considerada por José Luis Martínez como una de las grandes empresas editoriales del siglo xix mexicano, pues así como conjugó diferentes disciplinas para observar la memoria nacional, ofreció una aproximación original y única que encontró en la sangre un hilo conductor para reconstruir los hechos clave de nuestra historia de 1520 a 1867. En años recientes, también publicados por el Fondo, Gerardo Villadelángel Viñas elaboró lo que sería la continuación de este Libro rojo, compuesta ya por tres volúmenes que abarcan de 1868 a 1979 y para los que convocó a artistas y escritores a narrar hechos sangrientos de nuestra biografía como país.

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978 607 16 1650 0 $65

DIEZ RAZONES PARA SER CIENTÍFICO RU Y PÉR EZ TA M AYO

Es posible que muchos lectores reconozcan en Pérez Tamayo a un hombre de letras, a un elocuente divulgador que ha redactado algunas de las mejores obras en el campo de la socialización científica —es por ello que nuestro concurso internacional de divulgación de la ciencia lleva su nombre—, pero este autor es antes que nada un científico, un médico patólogo e inmunólogo que ha consagrado su vida a la investigación y labor médica. Es por eso un lujo presentar este volumen en el que realiza una exposición de motivos, un recuento de las contingencias que lo llevaron a convertirse

KANT Y EL PROBLEMA DE LA METAFÍSICA MARTIN HEIDEGGER

Tras una larga historia editorial que da inicio en 1929 con la publicación de esta obra bajo el sello de Friedrich Cohen, y que continuó con diferentes ediciones y versiones (la cuarta, de 1973, revisada por el propio autor) hasta 1991, lanzamos ahora la tercera edición en español de esta pieza

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NOV EDA D ES

clave de la filosofía heideggeriana en la que el autor alemán realiza una original interpretación de la Crítica de la razón pura, de Kant, que lejos de centrarse en la teoría del conocimiento se avoca a desentrañar su fundamentación metafísica. Además del texto original (revisado por Gustavo Leyva, quien hizo una fina labor de corrección y adaptación), el volumen ofrece seis escritos complementarios, cinco de ellos a cargo del propio Heidegger y uno más que recoge el protocolo de su discusión con Ernst Cassirer, con lo cual se ofrece no sólo la versión más terminada en nuestro idioma de Kant y el problema… sino que se brinda a los lectores la aproximación más rica y cuidada de esta importante obra. filosofía Edición original en lengua alemana de Friedrich-Wilhelm von Herrmann Traducción de Gred Ibscher Roth Revisión de la traducción de Elsa Cecilia Frost Edición, revisión de la traducción para esta nueva edición y traducción de apéndices de Gustavo Leyva 3ª ed., 2013, xxiv + 274 pp. 978 607 16 1660 9 $200

ERICH FROMM Y LA NATURALEZA HUMANA R A MÓN XIR AU

A mediados de la década de los sesenta Erich Fromm y Ramón Xirau iniciaron un diálogo intelectual que, entre otros frutos, dio lugar a los textos contenidos en este libro. En sus primeras dos partes, la obra rescata las reflexiones del poeta y filósofo de origen catalán sobre uno de los temas fundamentales en la obra del humanista judeoalemán: la libertad. La tercera y última parte es un brillante ensayo, escrito conjuntamente, sobre la naturaleza humana y su lugar en la historia de la filosofía. Aunque nuestros lectores pudieron conocer el primer escrito, titulado “Erich Fromm y la naturaleza del hombre y el arte de ser”, en el número 510 de esta Gaceta, este pequeño volumen ofrece una aproximación privilegiada a estos grandes pensadores del siglo xx. De Xirau hemos publicado también Ciudades, Antología personal, Entre la poesía y el conocimiento. Antología de ensayos críticos sobre poetas y poesía iberoamericanos y Poesía completa. Edición bilingüe.

CAPERUCITA ROJA ADOLFO SERR A

LEONES BRITÁNICOS Y ÁGUILAS MEXICANAS Negocios, política e imperio en la carrera de Weetman Pearson en México, 1889-1919 PAU L G A R N E R

Con la aparición de este título, sumamos dos obras en nuestro catálogo de este historiador nacido en Shoreham, Inglaterra. Antecedido por La Revolución en la provincia. Soberanía estatal y caudillismo en las montañas de Oaxaca, 1910-1920, este trabajo aborda la función del empresario británico Weetman Pearson en las relaciones comerciales que se establecieron entre México e Inglaterra durante el Porfiriato. Personaje polémico, reconocido como uno de los hombres de negocios más importantes en el extranjero, desde la historiografía mexicana ha sido considerado como un agente rapaz del imperio británico (que, entre otras cosas, estuvo involucrado en la explotación y venta de petróleo nacional) y, desde la visión de los biógrafos ingleses, como un prototipo del emprendedor. Distanciado de estas lecturas, Garner estudia su papel en el desarrollo de los comercios globales y en la modernización del territorio mexicano, así como las condiciones que le permitieron consolidarse como uno de los mayores hombres de negocio de la época.

Publicista de formación pero pronto desertor de la mercadotecnia, este joven ilustrador español lleva años dedicándose a la literatura para niños. En esta ocasión, toma el cuento clásico de la Caperucita para ofrecer un giro narrativo que trastoca los horizontes geográficos y fantasiosos de la historia original (el bosque no es el bosque, no aparece la abuela enferma, no hay canasto con comida), y coloca al peligro en el centro del relato. Y lo realiza sin palabras, apoyándose únicamente en metáforas visuales, en láminas cargadas con apenas tres colores que hacen vibrar una lectura inédita de esta trama tan sonada. En el peculiar viaje que ofrece, la pequeña niña deberá completar un recorrido que va desde la punta de la cola hasta el fiero hocico del animal, y el miedo y la incertidumbre invadirán a Caperucita cuando avanza por los inciertos parajes del bosque que son, a la vez, el pelaje del lobo. Una obra abierta que ofrece múltiples lecturas e invita a recrear este clásico de la literatura universal. clásicos del fondo 1ª ed., 2013, 34 pp. 978 607 16 1653 1 $100

historia Traducción de Mario A. Zamudio Vega 1ª ed., fce-El Colegio de México-Instituto Mora-El Colegio de San Luis, 2013, 419 pp.

prana adolescencia se reconoció como socialista —algo que en los años cincuenta resultaba menos raro que hoy, cuando esa denominación se usa en Estados Unidos casi como un insulto— y se sumergió en actividades políticas y escolares, primero en Yale y luego en Cambridge, que lo convertirían en un creyente de la necesidad de que el Estado haga algo más que regular y garantizar las libertades individuales. A los 26 años, con apenas experiencia en la New American Library, una casa especializada en libros literarios de bolsillo, Schiffrin fue invitado a hacerse cargo de la dirección editorial de Pantheon, y desde el comienzo supo ganarse su independencia. Estaría al frente del sello por casi tres décadas, durante las que publicó narrativa internacional como El tambor de hojalata de Günter Grass o El amante de Marguerite Duras —también contó con Julio Cortázar y Eduardo Galeano en sus filas—, pero sobre todo prestó atención a la historia, con Eric Hobsbawm como principal seña de identidad —introdujo en su país al Michel Foucault de Historia de la locura en la época clásica—, y la política, con estudios sociológicos de la clase obrera en Estados Unidos o los encendidos análisis de Noam Chomsky.

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ero construir un catálogo de largo plazo dejó de ser una actividad deseable a la luz del fenómeno de concentración que ha venido aquejando a las grandes ligas editoriales en las últimas décadas: para un bateador de la talla de Random House, lo prioritario sería la rentabilidad, pero no a la que usualmente se aspira con la edición y que permite sostener los muchos, e inevitables, fracasos con los escasos títulos que dan el campanazo comercial. No, a fines de los años ochenta del siglo pasado se buscaba que cada obra produjera utilidades, y Schiffrin no logró convencer a S. I. Newhouse, dueño de Condé Nast —el paraguas que cobija a revistas como The New Yorker y Vanity Fair— y a la sazón también de Random House, de la íntima lógica de la edición de libros no comerciales. No es que Pantheon perdiera dinero haciendo sus malabarismos para atenerse a la casi inevitable “ley de Diderot” (“De cada diez libros que se publican, sólo uno, y esto es mucho, produce utilidades, cuatro cubren los gastos a la larga y los cinco restantes ocasionan pérdidas”, Carta sobre el comercio de libros, fce, 2003), pero estaba lejos del umbral exigido en esa época: 15 por ciento de utilidad anual, en vez del 3 o 4 que Schiffrin identificó como lo usual entre editoriales de su tipo. Con dignidad, y produciendo casi sin proponérselo un pequeño escándalo en los medios, André abandonó la empresa pero pronto hizo más que lamerse las heridas.

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ara reinventarse como editor, creó The New Press, una entidad sin fines de lucro, financiada en su origen con los aportes de diversas fundaciones, que en las últimas dos décadas ha logrado un estrecho contacto con el mundo académico, tanto por el lado de los productores como el de los consumidores, y con ese ser cada vez más extraño que es el lector autónomo, crítico, que busca escapar de la más convencional oferta libresca. Schiffrin estaba convencido del error usual de aceptar que “no existe un verdadero público para los libros que exigen un esfuerzo intelectual”, público al que ha ofrecido “traducciones de autores extranjeros y obras eruditas sobre la teoría del derecho, libros de historia y textos a contracorriente de las ideas dominantes sobre temas de actualidad […] en ámbitos en los que las editoriales comerciales bien consolidadas tienen cada vez más miedo a entrar”. En gran medida, un ánimo semejante alienta los esfuerzos editoriales del Fondo. Su vida profesional, incluida la propensión a cavilar sobre ella, es por todo ello un ejemplo y un ideal.

978 607 16 1644 9 $265

centzontle Traducción de Dennis Peña

Tomás Granados Salinas

1ª ed., 2013, 85 pp. 978 607 16 1721 7 $65

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