Espectáculos
Página 6/LA NACION
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Martes 9 de febrero de 2010
MUSICA POPULAR Tantanakuy
Entre el stand-up y la copla Las hermanas Ernestina y Candelaria Cari hablan de su trayectoria como guardianas de la tradición colla Por Gabriel Plaza Enviado especial HUMAHUACA.– “El culpable de todo es Jaime Torres. El nos vio cantando un carnavalito y nos llevó a un teatro de Buenos Aires en 1977.” A partir de ese momento comenzaba la historia artística de las hermanas Cari, docentes, recopiladoras de coplas y guardianas de una tradición que estaba en peligro de extinción en Humahuaca en los años setenta, y que pervive hasta hoy en una lucha a brazo partido con la cumbia. Ernestina y Candelaria, protagonistas del Tantanakuy que se desarrollará hasta mañana, le dieron a la copla otro vuelo y crearon un estilo diferente y original, cercano al stand-up andino. “Todo surgió en aquel teatro de Buenos Aires, cuando Jaime nos pidió que hiciéramos un diálogo. Yo no sabía qué hacer porque había ido nomás a cantar mis coplas y mi hermana fue la que se animó. Candelaria me dijo: «Yo
voy a hablar de todo y vos sólo decí que sí». Entonces, cuando empezó la charla, pensé: «¿Cómo no le voy a contestar?», y así fue como un tema fue llevando a otro y espontáneamente surgió ese diálogo de dos comadres por el que nos hicimos tan conocidas”, recuerda Ernestina, cuya temporada exitosa la tuvo como protagonista a lo largo de dos años en Buenos Aires.
Improvisación Vestidas de comadritas con trajes típicos, Ernestina y Candelaria realizan sobre el escenario un improvisado diálogo sobre la realidad del país y de su región, sazonadas por coplas tradicionales que se cantan en diferentes zonas de la quebrada, con un filoso sentido del humor. “Nosotros hacemos monólogos sobre la realidad como hacía Tato Bores. Tomamos temas actuales como la política, la salud, la educación y sobre el escenario improvisamos. Y eso es para mostrar cómo el colla sabe recibir las noticias, las asimila, y desde nuestro punto de
vista decimos lo que está mal y está bien. Siempre son los políticos los que caen en nuestras manos y en épocas de militares también sabíamos criticarlos, pero jamás nos pasó nada”, dice sonriente Ernestina. Fiel al estilo de las comadres, Ernestina se despacha con un monólogo en el que “surte” a los gobiernos, a los gringos que se aprovechan del collerío, a los propios que no respetan las tradiciones y a la influencia de los medios en la confusión de la identidad en la que está inmerso el pueblo. Eso le da pie para trazar su propio camino de reencuentro con su origen, cuando era docente rural en una escuela de Rodero, una localidad situada a 24 kilómetros de Humahuaca. Ese viaje que le llevaba cuatro horas de caminata por día transformó su vida como coplera. “Pese a que nuestros padres cantaban coplas en sus fiestas y en carnaval, a mí no me gustaba porque era un canto monótono. Pero cuando empecé como maestra en Rodero, mi labor era entender cómo se vivía en esa zo-
na. Pero no bastaba con visitarlos, y empecé a participar en sus fiestas. Se comían su asadito, tomaban chicha, un poco de vino, se alegraban y se ponían a cantar sus coplas. Yo me quedaba sentadita viéndolos, memorizando, y así me fue gustando la copla. Hasta que una vez me levanté y me puse a cantar.” A partir de ese día, Ernestina incorporó la copla como su forma de expresión más auténtica. Al principio, no fue fácil. “En esa época, la copla era tabú. Se cantaba puertas adentro porque era un canto solamente para nosotros. Cuando sacamos las coplas afuera, fuimos muy criticadas.” –¿En ese tiempo había vergüenza de ser colla? –Sí, porque la palabra “colla” se usaba para menospreciar a alguien, Había cierta resistencia a reconocer lo que éramos. Pero si no éramos collas, ¿de dónde veníamos y hacia dónde íbamos como pueblo? Hoy nadie se avergüenza de ser coya y de cantar sus coplas tradicionales.
Las copleras son figuras del encuentro jujeño ARCHIVO
TEATRO Errática tercera versión de Las mil y una noches, la comedia musical que se presenta en el teatro El Nacional
Irregular obra de Cibrián Campoy Se destaca el contrapunto actoral entre Claudia Lapacó y Georgina Frere Regular ((
Las mil y una noches. Libro, letras, vestuario, iluminación, coreografía y dirección general: Pepe Cibrián Campoy. Intérpretes: Claudia Lapacó, Juan Rodó, Georgina Frere, Laura Piruccio, Diego Duarte Conde, Nicolás Bertolotto, Mauro Murcia, Mercedes Benítez, Eluney Zalazar, Priscila Casagrande, Brian Arévalo, José Luis Bartolilla, Angelina Otero, Andrés Crusafulli, Evangelina Sellán, Ania Bocchetti y Mariano Díaz, entre otros. Música original y dirección musical: Angel Mahler. Escenografía: René Diviú. Diseño de sonido: Osvaldo Mahler. Arreglos y dirección de coros: Carlos Di Palma. En El Nacional. Duración: 150 minutos (con intervalo).
Las mil y una noches que vuelve a traer a escena la dupla creativa de Pepe Cibrián Campoy y Angel Mahler –luego del estreno de 2001 y la reposición de 2004– pone el ojo en el triángulo amoroso (por decirlo de alguna manera) formado por el sultán Solimán, la esclava Elena y la sultana Feyza. En realidad, es ella quien se opone fieramente al sentimiento que ve nacer entre su adorado hijo y la esclava que salva su vida a fuerza de contarle cuentos hipnotizantes y bellos a este hombre poderoso que parece no tener espacio para la ternura. Por ahí corre la tensión dramática de esta propuesta, que es más dramática que tensa, salvo cuando quienes ganan el escenario son las dos protagonistas femeninas. Es valioso el trabajo de Claudia Lapacó, que tiene a su
cargo el rol de Feyza, quien descubre valiosos matices en su fiero personaje. Lapacó canta, baila y se mueve con una gracia y una soltura envidiables. Lo mismo sucede con Georgina Frere, que le da vida con convicción a su joven esclava. La cosa cambia cuando quien aparece es el sultán Solimán, de Juan Rodó, que no puede salir de la dureza ni de la rudeza de su personaje. Así permanece durante toda la obra y no hay momento romántico o erótico que pueda aflojar la coraza que, seguramente, le marcaron desde la dirección. Sin duda, tiene una gran voz –lo mismo que sus compañeras de escena–, pero si bien se trata de una comedia musical, esto no alcanza para encarnar y hacer creíble un personaje.
Firmeza Entre un grupo de cantantes y actores bastante heterogéneo se luce Laura Piruccio, que interpreta a la mujer que termina siendo confidente de Elena. Ella es una de las grandes sorpresas de esta puesta. Tiene una voz bella y personal, y una intensa faceta como actriz. Si hay un problema en este trabajo está en el libro, cosa que se refleja en el planteo dramático y en las letras de las canciones. Cibrián Campoy, como autor de la versión, se para con firmeza en el drama que plantea la pieza (la madre enferma de celos por la aparición de otra mujer en la vida de su hijo) y no sale de ahí, lo que resulta en un transcurrir narrativo algo
monótono que no encuentra la fuerza necesaria en las pocas variantes que plantea. (Sorprende mucho que casi no se recurra al humor.) Esto hace que la obra se perciba especialmente larga, sobre todo poco antes de que se marque el intervalo. En la puesta de Cibrián Campoy, lo que al comienzo se recibe bien, con el paso de los minutos puede llegar a saturar. Pasa, por ejemplo, con la enorme cantidad de bailarines que pone en escena todo el tiempo. Si bien la puesta es sumamente despojada en cuanto a escenografía, todo lo cubren los cuerpos de sus bailarines cantantes. Tienen fuerza y precisión para transmitir sus roles, pero tienen tanta presencia en el escenario que llegan a cansar por sobreabundancia. En cuanto al plano musical, salvo por el tema de amor que le canta Solimán a Elena, todo lo demás se torna casi un recitativo en el que las canciones, más que canciones, son la obligada narración de los hechos. Pasan todas iguales –salvo la melodía señalada– sin que ninguna quede en la memoria. Nobleza obliga, el vestuario de los bailarines es sumamente atractivo y está muy bien pensado. En cuanto a las luces, el trabajo del comienzo es impactante, no así hacia el final, en el que la tragedia, ligada a furibundos rojos, se siente demasiado previsible.
Verónica Pagés