POLÍTICA | 7
| Lunes 13 de octubre de 2014
el máximo tribunal | cambios en la justicia y efectos políticos
Enrique Petracchi Un juez que defendió desde la Corte sus convicciones liberales
el análisis
Una Justicia que no se ajustará a la lógica binaria de Cristina Carlos Pagni —LA NACIoN—
Adrián Ventura LA NACIoN
Murió ayer Enrique Santiago Petracchi. Ha desaparecido así una figura decisiva en una parte importante de la historia judicial más reciente, y tal vez quien haya sido uno de los ministros más liberales que tuvo la doctrina sentada por la Corte Suprema de Justicia desde el regreso de la democracia. A primera vista, podría parecer sesgado definir a un hombre que falleció a los 78 años por lo que ha hecho antes que por lo que ha sido. Pero en su caso esa absoluta coincidencia entre las convicciones y la actuación profesional y judicial, entre la vida privada y la magistratura, constituyó un dato sobresaliente de su trayectoria. La personalidad de Petracchi trascendía el ámbito ceñido a la actuación estricta del magistrado. Nació en 1935, tuvo cuatro hijos y dos matrimonios. Disfrutaba del buen vivir, amaba veranear en el sur de Brasil y se regocijaba con los placeres de la tertulia después de una buena mesa. Su voz gruesa y pausada coincidía con un carácter formal, por momentos distante y hasta adusto, pero que podía seducir cuando se entregaba con humor ácido. Los amigos de toda la vida, los que disfrutaban de largas charlas en su casa de la avenida Córdoba, o en la señorial casona de Monte Grande –que había sido el casco de estancia de un lugarteniente de Rosas–, sabían que, invariablemente, la conversación con Petracchi terminaría en alguna de sus tres grandes pasiones: el derecho, la política y, como hobby especial, la caza mayor, actividad que lo había llevado a andar por muchas latitudes. Su abuelo había sido escribano. Y su padre, Enrique Carlos Petracchi, titular de la Procuración del Tesoro durante la primera gestión de Juan Domingo Perón (1949-1955) y, luego, de la Procuración General de la Nación, en los gobiernos de Héctor Cámpora, Juan Domingo Perón (en su mandato de los años setenta) y María Estela Martínez de Perón. Para Petracchi, esa filiación política era una suerte de herencia familiar. Pero, por convicción, razonaba y decidía como un liberal. Ésa fue, posiblemente, su característica más distintiva. Luego de egresar del Colegio Nacional de Buenos Aires, se graduó como abogado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Lo hizo con diploma de honor. Fue ayudante en las cátedras de Filosofía del Derecho y de Derecho Procesal; dirigió la Revista Lecciones y Ensayos de la UBA y se desempeñó como profesor adjunto ordinario de Introducción al Derecho de esa facultad entre 1971 y 1983, y también como titular de la cátedra de esa misma disciplina en la Facultad de Derecho de la Universidad de Morón (1963-1972). Además, fue miembro de la Asociación de Teoría del Derecho y autor de importantes trabajos en revistas especializadas sobre los problemas de la Justicia y los derechos humanos. Más aún que en el campo académico, Petracchi descolló y brilló en el desempeño judicial. Pasos en la Justicia Había ingresado en Tribunales en 1956, como auxiliar mayor en un juzgado civil, tras lo cual pasó a ocupar distintos cargos letrados en la Corte Suprema. Allí trabajó a las órdenes de un destacado funcionario y jurista, el procesalista Lino Palacio, y también estuvo cerca de Esteban Imaz, uno de los más eminentes estudiosos del derecho que estuvieron en la Corte, primero como secretario letrado y, más tarde, como ministro del tribunal. A partir de 1964, y por dos años, Petracchi se desempeñó como secretario de primera instancia del Juzgado Civil y Comercial Federal N° 4. En 1966 la Corte lo nombró en la Procuración General, un organismo que era, en aquella época, parte integrante del alto tribunal. Allí llegó a convertirse, en 1973, en procurador fiscal de la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal de la Capital, cargo al que renunció en 1982. Ese año, la justicia electoral lo había nombrado veedor en el Partido Justicialista. En 1983, el presidente electo Raúl Alfonsín, que necesitaba dotar a la Corte Suprema de una nueva integración, ofreció al candidato derrotado del Partido Justicialista, Ítalo Lúder, entrar en el tribu-
Tres décadas como ministro Dos momentos en la trayectoria de Enrique Petracchi en la Corte Suprema
2006
Como presidente de la Corte Enrique Petracchi ocupó ese lugar en dos oportunidades, entre 1989 y 1990 y entre 2004 y 2006, elegido por sus pares. En este último período le tocó tomarle juramento a Raúl Eugenio Zaffaroni (foto) cuando asumía la presidencia del jury de enjuiciamiento en el Consejo de la Magistratura
2013
En pleno Petracchi junto al resto de sus colegas en una de las últimas fotografías que compartieron con la composición de siete miembros, cuando el 29 de octubre del año pasado declararon constitucional la ley de medios. Entonces, aún vivía la ministra Carmen Argibay, que murió en mayo pasado
nal. Lúder declinó el ofrecimiento. Entonces, Alfonsín convocó para el cargo a Petracchi. La Corte se encarnó en una vocación con la cual Petracchi estuvo dispuesto a seguir hasta el final. Así fue que interpuso una medida cautelar con la que obtuvo de la Justicia autorización para superar el límite de edad de 75 años que había establecido la reforma constitucional de 1994. En dos oportunidades, entre 1989 y 1990, y entre 2004 y 2006,
Sus grandes pasiones eran el derecho, la política y, como hobby especial, la caza mayor fue elegido por sus colegas para presidir el máximo tribunal. En la condición que reivindicaba de peronista y liberal –aunque sus amigos radicales siempre le señalaron la incompatibilidad de ambas, que él defendía por igual–, sintonizó con las ideas de Alfonsín
mejor que otros jueces, incluso los más radicales. Por eso, intentó junto con el presidente radical buscar una solución que cicatrizara definitivamente la cuestión militar, que no logró, pero que constituyó un esfuerzo más por dejar sentadas las bases para hacerla posible algún día a favor de la unión nacional de los argentinos. Este juez fue el autor, junto con su colega Jorge Bacqué, del fallo “Sejean”, que le abrió la puerta al divorcio vincular en la Argentina. Sentó los cimientos de la doctrina más importante sobre libertad de prensa en la causa “Ponzetti de Balbín”. Y también admitió, en los tempranos noventa, la formación de la Comunidad Homosexual Argentina, una asociación que hasta entonces había sido resistida por el gobierno nacional. Diferencias con Menem Cuando el presidente Carlos Menem llegó al poder y se propuso ampliar la Corte Suprema de cinco a nueve jueces, Petracchi, junto con Augusto Belluscio, Carlos Fayt y Jorge Bacqué, dictó la Acordada 44, para resistirse. No
logró su objetivo y siempre consideró que haber llevado la conformación de la Corte Suprema de cinco a nueve miembros “fue uno de los mayores errores históricos de Menem”, según dijo en alguna entrevista. Si bien luego logró una convivencia bastante armónica con la Corte menemista, Petracchi pasó a votar en disidencia en muchas de las causas que llegaron al máximo tribunal en ese período. Y, en más de una oportunidad, votó con Belluscio, Fayt y Gustavo Bossert, en oposición a la llamada mayoría automática que de modo seguro daba razón a las tesis de Menem. Durante la gestión que comenzó en 2003, Petracchi buscó asegurarse su permanencia en el cuerpo, más allá del límite de 75 años. El límite de edad que había establecido la reforma de 1994 no le era aplicable ni a él ni a Fayt. Y, en los últimos años, sus posiciones liberales lo llevaron a votar junto con Carmen Argibay, con quien compartió muchas decisiones. Sus restos serán inhumados hoy en el cementerio de la Recoleta, a las 11.45.ß
C
on la muerte de Enrique Petracchi, que ocurrió ayer, la Corte queda reducida al número de cinco miembros, que es el establecido por la ley. Las decisiones dependerán, entonces, de una mayoría de tres magistrados. Es un balance que fortalece al presidente del cuerpo, Ricardo Lorenzetti, quien cuenta con Juan Carlos Maqueda como un aliado sistemático. Ese dúo podrá sumar a sus posiciones a Carlos Fayt, con el que tiene una relación amigable. o, según sea el caso, a Helena Highton de Nolasco, que tiende a simpatizar con el Poder Ejecutivo. La nueva composición hace prever que Lorenzetti tendrá menos inconvenientes para alcanzar su objetivo: dotar a la Corte de una dinámica propia, que no quede atrapada en la alternativa oposición/oficialismo. Este balance es, de todos modos, provisorio. El juez Raúl Zaffaroni, muy identificado con el kirchnerismo, promete abandonar el cargo en enero próximo, después de cumplir los 75 años, que es el límite de edad para integrar el tribunal. Zaffaroni acepta cada vez menos expedientes, y, ajeno a las versiones que lo imaginan como candidato a algún cargo legislativo, dice que regresará a la academia. La jubilación de Zaffaroni abriría una vacante, que a la Presidenta le será difícil cubrir antes de irse. Es imposible que los candidatos en los que se ve representado el kirchnerismo consigan los dos tercios de los votos que requiere el acuerdo del Senado. Uno es Alejandro Slokar, el más observante discípulo de Zaffaroni, que integra la Cámara de Casación Penal. La otra es Alejandra Gils Carbó, más lejos que Slokar del consenso necesario: desde que reemplazó a Esteban Righi, convirtió la Procuración General de la Nación en un apéndice de la Casa Rosada. Hay que imaginar, por lo tanto, que los empates que puedan producirse en el tribunal superior a partir de enero se resolverán incorporando a un conjuez, que debe ser elegido por sorteo entre los camaristas federales y nacionales. Para una nueva designación es mucho más probable que haya que esperar a otro gobierno. Como tampoco la Presidenta dejará un Consejo de la Magistratura diseñado a su imagen y semejanza, el resultado de su saga judicial es poco ventajoso: apenas alcanzó para dejar un tendal de magistrados ofendidos. Un plan poco conveniente para un grupo que se aleja del poder atribulado por amenazas penales. La dificultad de la señora de Kirchner para designar a un nuevo miembro no radica sólo en su predilección por los talibanes. Muchos conocedores del Poder Judicial identifican abogados cercanos al Gobierno a los que el radicalismo no vetaría. El primero de la lista es, siempre, Carlos Arslanian. Pero el margen de maniobra de la Presidenta es estrechísimo por un factor más poderoso que la identidad del candidato. Ella ha decidido reforzar, en los últimos meses que le quedan en olivos, el programa de poder que más conoce: una polarización permanente que dinamite el centro. Esa estrategia es incompatible con la que necesita para integrar la Corte. La Constitución previó que el juzgado más importante del país no exprese a una facción, sino a un acuerdo entre las partes. Cristina Kirchner no puede pensar la política de esa manera. Ella ve el contexto en el que actúa como un campo con sólo dos colores: blanco y negro. La fuente del conflicto es la perversidad de sus sucesivos adversarios. En los últimos meses, su estilo discursivo, su forma de decidir y de relacionarse con el entorno coinciden cada vez más con la descripción que Jerrold Post hace del liderazgo “paranoide”. Post, uno de los máximos especialistas en el estudio de las relaciones entre la mente y el poder, escribió con sus colaboradores de la Universidad George Washington el ya clásico The psychological assessment of political leaders. Allí describe tres estructuras de personalidad en relación con el ejercicio del poder. Aclara que esa tipología es abstracta. Es decir, los casos particulares dependen del sistema político en el que opera el individuo. También advierte que no se refiere a cuadros patológicos, sino a simples propensiones que se verifican en personas sanas. Al cabo de esas salvedades, Post habla de tres perfiles: el narcisista, el obsesivo compulsivo y el paranoide. Cualquier lector argentino identificaría con cada uno a Menem, De la Rúa y a ambos Kirchner. El liderazgo paranoide, que Post describe entre las páginas 93 y 100 de su trabajo, se sostiene en una creencia
indiscutible: hay un enemigo. Y ese enemigo tiene la peculiaridad de vivir en las sombras. Es, como acaba de decir Jorge Capitanich, “un poder invisible”. Los gobernantes que parten de esta suposición viven “escaneando el ambiente en busca de pistas que confirmen lo que ya suponen”. Tienden a menospreciar los datos que no coinciden con sus prejuicios y, por lo general, se sienten solos, rodeados de adversarios. Este tipo de líderes suelen ser manipulados por los subordinados que les proveen información de ese mundo oculto en el que radica el peligro. Ha sido la ocupación cotidiana de Carlos Zannini, Guillermo Moreno, Axel Kicillof y Alejandro Vanoli, el nuevo presidente del Banco Central. La suspicacia de los jefes suele dar a los servicios de inteligencia un poder desmesurado. La personalidad paranoide, sostiene Post, tiende a investir al enemigo oculto de una “racionalidad extrema, un control total de sus acciones” que le permite actuar en planos muy distintos de manera coordinada. Como dice la Presidenta, “todo hace juego con todo”. Con un rival de esa magnitud, la negociación debe resignarse a un solo objetivo: hacerle mantener la guardia baja. Es inútil, dice Post, confiar en el balance de fuerzas. Lo único efectivo es prevalecer. Entre las habilidades que el político paranoide atribuye a su enemigo hay una sobresaliente: la posibilidad de infiltrar su propio entorno. Por esta razón, apunta Post, se rodea de un número de colaboradores cada vez más pequeño e incondicional. Las “cámporas”. Esa camarilla de interlocutores es reclutada con un solo criterio: la subordinación absoluta, que a veces debe ser chequeada con pequeñas humillaciones. Es un método poco aconsejable para armar un equipo de alta calidad. La guerra que Cristina Kirchner acaba de reabrir contra Clarín se sostiene en esas percepciones. Desde hace casi dos meses la Presidenta ha vuelto a los micrófonos para describir cómo se confabulan las fuerzas que operan en su contra. El primer motor inmóvil parece ser Paul Singer, el jefe de los “buitres”, que a pesar de financiar a los republicanos consiguió arrastrar a Barack obama. Después se sumaron los cómplices locales: Capitanich acusó de estar manipulados por los “buitres” a Hugo Moyano y Luis Barrionuevo. Y desde hace 10 días se plegaron bancos y sociedades de bolsa que juegan a la disparada del dólar especulando con el “contado con liqui”. Esa pista condujo al banco Mariva, de José Luis Pardo, que –“todo hace juego con todo”– es amigo de Eduardo Duhalde, reaparecido en escena con la candidatura de su esposa, “Chiche”. El tuit presidencial del 1° de octubre cerró el círculo: “Según se sabe en el ambiente, el Mariva tiene su porcentaje dentro del Grupo Clarín”. Al decidir la adecuación forzosa de Clarín a la ley de medios, el Gobierno cree estar defendiéndose de un ataque polifacético. Sólo los ingenuos o los cínicos pueden reducir ese conflicto a una controversia administrativa. Por lo tanto, es de mala fe pedir a Martín Sabbatella que otorgue a Clarín el mismo derecho a la defensa que les dio, en procesos similares, a DirecTV o a Telecentro, que son ajenos –al menos por ahora– a cualquier conspiración. Tampoco corresponde que antes de tratar ese expediente Sabbatella resuelva otros, más antiguos, presentados por Supercanal o Telefé. Los que son ciegos a la verdadera guerra acusan al kirchnerismo de haber abolido, hace una semana, en el Congreso, el Tribunal de Defensa de la Competencia, demostrando su desinterés por la desmonopolización. El conflicto con Clarín está destinado a judicializarse, como había adelantado Lorenzetti después de que la Corte convalidó la interpretación oficial de la ley de medios. La muerte de Petracchi no cambia mucho el curso del conflicto. El grupo que lidera Héctor Magnetto resolverá su situación cuando haya otro gobierno. Pero para Cristina Kirchner sólo por hipocresía o ignorancia se puede reducir el entredicho a una controversia judicial. El avance sobre los medios es su respuesta a una conspiración que se multiplica en varios frentes, bajo tierra. Sólo las “simples marionetas de un teatro que nunca comprenderán”, a las que ella se refirió en Twitter hace tres semanas, pueden confundirlo como un ataque a la libertad de prensa. Esta lectura elitista del proceso político también es consustancial a la visión paranoide. En el fondo, sólo dos personas entienden lo que ocurre: el líder y el enemigo oculto que lo tiene amenazado.ß