EL TEMOR SALVADOR Por Jorge Eladio Pérez Argibay Usado con permiso La cumbre de una pequeña montaña no es nada para un “verdadero alpinista”, así que no sería cosa pesada el escalar la ladera de un montecillo rodeada de animales que pacían entre la maleza y los espinos. Sin dudas era así, solo cosa de diversión; era la mañana indicada para el abuelo y su nieto dárselas de verdaderos héroes y recorrer los derriscos para luego tener qué contar. Partieron temprano, para no volver con el sol fatigador del mediodía; sería un día glorioso donde tendrían un verdadero momento íntimo, rodeados de naturaleza, que tanto deseaban. Alzaron sus ojos al pie de la pared rocosa de la montaña raída por el tiempo y experimentaron una sensación de pequeñez y vértigo invertido. Parecía que el cielo era el lugar profundo de la caída, que las nubes no podrían detenerlos en el desplome de sus cuerpos al vacío. -Oh, hijo mío, que difícil es ver el universo infinito con ojos tan pequeños. Para el niño, aquellas palabras era la imagen clara de lo grandioso e inalcanzable que tenía frente a sus ojos. Un azul insondable rodeado de la verde periferia enmarañada de bejucos y aromales y, frente a ellos, el blanco cenizo de las ásperas rocas. De pronto un dolor agudo y abarcador le recorre el brazo izquierdo hasta centro del pecho. El abuelo palidece de sufrimiento y fatiga, parecía que la muerte tenía en aquel lugar su residencia y que la tarde de ese día no pasaría por las pupilas del anciano. El niño queda paralizado al ver la expresión del abuelo y al no soportar su peso sobre las piernas, cae derrumbado en el pasto verde. El pequeño grita despavorido, viéndose inútil en aquel solitario lugar con su anciano abuelo tumbado en el suelo. Pero su vocecilla aguda penetra los enredados maniguales y vuela presurosa sobre la sabana cercana donde un campesino atendía su huerta. Sin esperar otro grito, el rudo hombre corta la distancia a paso redoblado, imaginando la caída de algún niño desde las rocas. No tarda en llegar a la escena donde el pequeño intenta despertar a su abuelo abriéndole los ojos y manoseándole la cara. El hombre mira al infante con cierto alivio al ver que no era un niño el accidentado, reconoce la vida que lucha aún en el anciano, lo toma entre sus brazos y camina hasta el pueblecito, donde le ayudan a transportarlo al policlínico cercano. La noticia vuela entre las gentes y no tarda su familia en estar junto al anciano que se recupera del infarto. El niño aún está suspendido en el terror y sus ojos redondos no pestañean para no dejar escapar a su abuelo. Al otro día, en el hospital, los familiares junto a la cama rodean al anciano, y el niño con su manita agarrada del pulgar de su abuelo, le mira recordando aquel momento tan difícil que pasaron juntos. -¿Te asustases, hijo mío?- le dice el abuelo. -Sí, porque en tu cara vi mucho miedo- contesta el niño. -Mi´jo, yo no temía por mí, porque sé dónde voy; temí por ti, por dejarte solo en aquel lugar. El campesino, que también estaba allí, reconoció que el temor le dio otra oportunidad al abuelo; el temor de lo que pudo ser fue lo que le apresuró al rescate. El temor en la vida cotidiana impulsa a todas las personas a obrar y muchas veces no de la mejor forma: el que tiene miedo a padecer necesidad, roba; el que teme a que lo maten, mata; el que teme a las consecuencias de que se sepa su secreto, miente; el que teme que lo marginen, se rebela. Y todos, de una forma u otra “tenemos un motivo” para temer lo que tememos. Pero solo existe un temor correcto, beneficioso. Una dosis de ese temor en nuestras vidas puede hacer la diferencia cuando se trata de la vida o la muerte, de la justicia o el “provecho” de la impiedad, de la santidad o el pecado. Como aquel que grita, como aquel que corre; el temor reverente debería guiar nuestras vidas cuando de la eternidad se trata. Cuando al encontrar la bifurcación queda claro el camino a seguir, por la certeza de apoderarnos de las buenas promesas de un Dios fiel que por ninguna razón dejará al culpable sin castigo.
Isaías 8:12…No temáis lo que ellos [los impíos] temen, ni os aterroricéis. ¡A Jehová de los Ejércitos, a él tratad como santo! Y si él es vuestro temor, y si él es vuestro temblor, entonces él será vuestro santuario…. El autor es miembro de la agrupación paraeclesiástica cubana: Ministerio CRISTIANOS UNIDOS. ObreroFiel.com – Se permite reproducir este material siempre y cuando no se venda.