"FUNDAMENTOS Y PRINCIPIOS DE LA REGULACIÓN ESTATAL DE LA ECONOMÍA" A modo de introito En un mundo donde es enorme la pobreza, con inconcebibles desigualdades en la distribución de los recursos, donde no cesan las guerras y en muchos lugares se pisotean las legítimas libertades, etc., es ineludible esforzarse por implantar la “bandera de la justicia”. Y la justicia lleva, necesariamente, a los derechos: derechos de todo hombre, cuya dignidad debe ser tutelada y defendida; y derechos de todos los pueblos, cuya soberanía, en cuanto Estados, debe ser respetada, aunque siempre dentro del contorno de la solidaridad con los otros pueblos, especialmente, en nuestro caso, con los que forman la comunidad iberoamericana. Para ello debemos tener esperanza, mas no en que hemos de llegar a tiempos paradisíacos, en los que el supremo ideal que reunirá a la humanidad, la preocupación primordial del hombre y de los Estados, será -o seguirá siendoel deseo desordenado de riquezas, ideología que hasta ahora ha vencido y que domina al mundo a través del influjo de la mayoría de los medios y de la propaganda de alcance satelital. Tal parece ser el punto de encuentro del marxismo con la burguesía, más cuando Marx predicó “el paraíso en la tierra”, y lo que suele denominarse “Occidente” lo ha tratado de traducir en los hechos con su teoría del consumismo hedonístico. Adversarios de todo ello somos quienes pensamos que este mundo no es el definitivo, que el ser humano -sin mengua de su dignidad- no es la realidad suprema, que el mundo no se puede organizar por conciencias obsesas por el hedonismo de masa.
Somos los que nos enrolamos definidamente entre los que creen, como Gustave Thibon, que “el hombre no escapa a la autoridad de las cosas de arriba, que lo alimentan, más que para caer en la tiranía de las cosas de abajo, que lo devoran”; y los que comulgamos con quienes tratan de delinear un proyecto para las sociedades en las que sea posible conjugar justicia y solidaridad, derechos y deberes de las personas, ética y compromiso social y político. Por tanto, consideramos que el primer aspecto del bien común (que es el que “define” al Estado) está dado por el reconocimiento y la defensa de los derechos de la persona humana, los que en rigor son medios espirituales para el cumplimiento de sus deberes. De ahí que apreciemos que el cometido principal de los gobiernos es reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover nuestros derechos, para de ese modo facilitar el cumplimiento de los deberes para con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos. Ahora bien, diversas formulaciones modernas han presentado la libertad, en el dominio ontológico o de la naturaleza humana, como una “libertad - de”, pero no como “libertad - para”: libertad de autonomía, de indiferencia, absoluta, como fin en sí, y, por tanto, exenta del orden moral, más allá del bien y del mal, ajena a todo finalismo natural. Esos viejos errores, que datan de la baja Edad Media y que, pasando por las diversas formas de racionalismo, han llegado por ejemplo al existencialismo de nuestros días, afirman entonces, incorrectamente, que el hombre, por ser naturalmente libre, debe vivir desligado de toda ley eminente, como si fuese él quien, como supremo legislador, se diera a sí mismo la regla normativa de sus propias acciones, cuando la verdad es que el hombre, precisamente por ser libre, ha de vivir sometido a una ley trascendente, norma de lo que hay que hacer y de lo que hay que evitar, grabada en los seres racionales, que los inclina a las obras y al fin que les son propios.
Esta exigencia ontológica de la libertad humana es aplicable a los hombres unidos en sociedad para el bien común. Y un sistema económico, social y político que hace de la libertad de los individuos el bien máximo y el fin en sí, termina destruyéndose a sí mismo y degenera en anarquía y revolución. Pero, así como es menester impugnar el carácter licencioso de las libertades cuando no se sujetan a los necesarios y justos límites morales y legales, cuando no son conformes a la dignidad de la persona humana, así también debe reivindicarse su núcleo moral auténtico cuando éste ha sido amenazado por distintas formas -muchas veces solapadas- de autoritarismo o totalitarismo. La sociedad política debe conceder a cada miembro la máxima libertad relativa frente al poder, entendiendo bien esa relatividad: no sólo la que proviene de la libertad de los demás -mi libertad termina donde comienza la libertad ajena-, sino aquella que proviene de la ley moral objetiva -y, por tanto, de la dignidad de la persona humana-, que regula los derechos y deberes de unos y de otros. Las regulaciones económicas públicas y el control Entiendo por regulaciones económicas públicas, el amplio rango de utensilios normativos -constituciones, leyes formales, normas generales subordinadas, sentencias judiciales, etc.- mediante los cuales las autoridades establecen condiciones en la conducta de los ciudadanos, las empresas y el Estado mismo en el ámbito económico. Ellas constituyen una especie dentro del género “reglamentación”. Los sistemas regulatorios no sólo comprenden las reglas nacionales, sino también las desarrolladas por niveles subordinados (provinciales, municipales, etc.), además de las normas definidas en los procesos internacionales.
Ahora bien, es menester diferenciar entre: 1º el establecimiento de políticas y planificación económicas, 2º la regulación y 3º el control, autocontrol o control interno, que suele ser alcanzado a su vez por la fiscalización de órganos especializados del sector estatal (p.ej., Tribunales de Cuentas), sin perjuicio del control jurisdiccional. La regulación presupone un modelo, que es la conducta deseada del regulado; tal conducta está contenida en la norma o criterio regulatorio, y la verificación de su cumplimiento es la tarea de control. . Sobre la reglamentación jurídico-positiva de los derechos De más está decir que el conocimiento de este tema es fundamental en materia de reglamentación y de regulación económicas. El objeto de la reglamentación es limitar las libertades o derechos, pero en orden a promover el bienestar general, debiendo aquélla ejercerse dentro de los límites establecidos constitucionalmente, en especial los que determinan la competencia y los que -por aplicación de principios trascendentes- resguardan la intimidad personal, y la razonabilidad como opuesta a la arbitrariedad. Ahora bien, la autoridad -sin la cual no se puede instaurar y mantener el orden político- no es incompatible con la auténtica libertad, cuando se ejerce en observancia del orden de la justicia para promover el bien común; al contrario, así la autoridad protege y educa a la libertad. Ambas conforman un grupo indisoluble y marchan en pareja, no mediando en manera alguna lesión a la libertad en la observancia de reglas objetivas de la autoridad ajustadas al orden natural. En rigor, el conflicto entre autoridad y libertad surge sólo cuando una u otra se desbordan.
Y en los supuestos de emergencias, si bien éstas en ningún caso deben suponer la ampliación meta-constitucional de las competencias de los “poderes” del Estado, determinan que el límite jurídico elástico de la razonabilidad pueda legitimar medidas que, en situaciones de normalidad, aparecerían como irrazonables y, por tanto, como inconstitucionales. Por otra parte, en la práctica política y constitucional las delegaciones han sido, sobre todo últimamente, harto frecuentes. De allí que la doctrina, la jurisprudencia y las propias constituciones más modernas, las consientan con algunas limitaciones. Por ejemplo, el parlamento puede delegar su función legislativa en el poder ejecutivo, sujeto a condiciones tales como: fijación de criterios generales dentro de los cuales debe moverse dicho poder; establecimiento de un lapso durante el cual la delegación puede ejercerse por el delegado; mantenimiento del control por parte del parlamento sobre el ejercicio que se hace de la legislación delegada; posibilidad de que el parlamento reasuma en cualquier momento la facultad delegada, etc. Sobre los servicios públicos Respetando opiniones diversas, debo a esta altura decir que, a mi juicio y en síntesis: a) Caracteriza al servicio público, al margen de tratarse de una actividad básicamente industrial y/o comercial, la titularidad estatal sobre la actividad y el carácter de mero gestor delegado de quien presta una sobre la que no detenta aquélla, por lo que queda vinculado a las condiciones de suministro que han sido determinadas por el delegante, entre ellas la obligatoriedad.
b) Discrepo con quienes propician una evolución del concepto de servicio público hacia otro que llega a identificarse al de las actividades particulares de interés público, propugnando que se cambie en todo caso la técnica o herramienta de regulación, sin abandonar en definitiva el concepto de servicio público, que puede seguir siendo útil, incluso en el ámbito supranacional. Si bien se puede mutar el régimen jurídico de cierta actividad económico-industrial, abandonando el campo del servicio público y pasando al de las actividades particulares de interés público, entiendo no parece conveniente alterar aquél, el que, con un régimen jurídico adecuado, puede seguir siendo útil. c) Pienso que la titularidad no es indiferente al régimen a establecer, explicando la existencia de dos regímenes distintos: el acomodado al de la actividad administrativa del Estado o el de regulación externa de actividades particulares; igualmente, que la dejación “a la prestación” o a la gestión directa del servicio por el Estado, no permite deducir renuncia “a la titularidad de la actividad”, sino, únicamente, a la gestión directa del servicio; asimismo, que en el estado actual de los procesos de integración, la cuestión puede resolverse delegando por ejemplo en una “unión supranacional” lo concerniente a declarar que la realización de la prestación de un servicio está dentro de la finalidad que ella asume a través de la “publicatio”, las técnicas que habilitan a una empresa privada a prestar un servicio público, la promoción de la competencia; etc. d) En aplicación de la regla de prudencia y de sagaz administración, conocida como principio de subsidiariedad, en estas materias -y habida cuenta de las circunstancias- si basta la regulación policial, no hay por qué avanzar; si el régimen de concesión, licencia o permiso satisface, no hay para qué ir al desempeño directo, aunque este último pueda ser en algunos casos indispensable por razones de bien común. Algunos principios en materia de regulación Los principios en materia de regulación juegan un papel muy importante, permitiendo que aquélla no pierda el rumbo ante intentos de cambios, y en situaciones de furor normativo. Frente a esos intentos, sólo la articulación del ordenamiento sobre un diseño de principios generales permite sustentar un buen sistema y entender su funcionamiento, manteniendo orientada la bitácora
hacia el auténtico bien común; y lo mismo, en el barullo normativo que parece tener una tortuosa disposición de enredo abstruso. Creo que en esta materia, el Estado puede asumir diversas modalidades y tipos de actuación, siempre que respete en su sentido y alcance propios los principios de seguridad, libertad, propiedad, subsidiariedad, competencia, igualdad, solidaridad, control y “pacta sunt servanda”. Es que estos principios no constituyen una “receta” bien definida, que simplemente hubiese que “aplicar”, sino un “enfoque” del tratamiento de los problemas, que ha de ser constantemente complementado y concretado en las distintas situaciones históricas y regionales. Para el logro del bien común -y, por ende, para la debida satisfacción de las necesidades individuales de importancia colectiva- mediante los principios que anteceden, es fundamental quiénes sean los que ejerzan el poder político, porque no es verdad que gobiernen las leyes, sino que son los hombres los que lo hacen, utilizando -bien o mal- las leyes. Si quien ejerce el poder público no ve en su cargo u oficio la misión de realizar la justicia u orden natural, surgirá el peligro de que el egoísmo del poder o de los intereses prevalezca sobre las exigencias esenciales de la moral política y social, y que las hueras apariencias de una democracia de pura forma, sirvan de disfraz a cuanto en realidad hay en ella de menos democrático y sin que -por ende- los gobernantes logren obtener el respeto, la confianza y la adhesión del verdadero pueblo. Conclusiones 1ª La reglamentación de las actividades de los particulares incluye la regulación de la economía y, por ende, la de los servicios públicos, la que es económica por ser aquéllos básicamente actividades industriales y/o comerciales. 2ª Los fundamentos de la reglamentación estatal, sus límites, las formas de delegación de atribuciones, etc., son aplicables a la regulación económica y también, por tanto, a la de los servicios públicos. 3ª Importancia capital en estas materias tienen los principios de reflexión, los criterios de juicio y las directrices de acción que he enunciado “supra”, como bases
para
promover
un
humanismo
integral
y
solidario.
Permítaseme finalizar esta tarea con algunas reflexiones en torno al desarrollo de nuestros pueblos, ponderando que nos hemos reunido para que
seamos capaces de forjar pensamientos nuevos y sacar nuevas energías al servicio de aquéllos. El largo brazo de la globalización parece que alcanza -nos guste o no- la existencia de nuestras poblaciones, lo que nos rodea, sus perspectivas, experimentando aquéllas un rápido cambio, probablemente irremisible en algunos aspectos. Frente a ello, estos terruños no pueden encontrarse en una situación mediocre, siendo factores sin consecuencias de aquel movimiento del mundo, permaneciendo estáticos en un proceso que posiblemente se intensificará. Debemos levantarnos hasta ser en muchos modos comunidades dirigentes. No podemos escapar a esta responsabilidad, recordando que es el precio de la grandeza. No hay lugar para el descanso. Hemos de comenzar o de continuar un viaje donde no puede haber pausas. Podemos ser una de las fuentes de lo que puede convertirse algún día en río poderosamente fertilizante y enriquecedor. Y creo que nuestra adecuada integración -que no coloque a ninguno de estos pueblos como segundones, ni les impida explorar las fantásticas posibilidades de relacionarse con otros del mundo- no es simplemente una idea mesiánica de tecnócratas, sino una expresión del desarrollo de la economía y de la política en las sociedades de nuestro tiempo, siendo hora de que nuestros Estados abandonen algunas rivalidades recíprocas para arribar a acuerdos capaces de orientar un bienestar común, dando sustento firme a los objetivos económicos, sin descuidar los relativos a cultura y educación, ciencia y técnica, información, etc., evitando cuando sea conveniente superposición de autoridades y posibilitando lograr la solución concertada de asuntos compartidos. Es menester, por tanto, exhortar continuamente la asociación fraternal de nuestras comunidades, sin propósitos subalternos de dominación o codicia, levantándonos al pleno nivel de nuestra oportunidad y de nuestra obligación. ¿Quanta est nobis via?, ¿cuánto camino nos queda aún por recorrer?; pues el que sea necesario, mientras empecemos o prosigamos juntos en el empeño.