Freud y Jung, un fértil desencuentro - Amazon Simple Storage Service ...

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OPINION

Lunes 11 de junio de 2012

I

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LINEA DIRECTA

LA NECESIDAD DE COMPRENDERSE A UNO MISMO

Un simple acto de contrición basta

Freud y Jung, un fértil desencuentro

GRACIELA MELGAREJO LA NACION

B

ORGES viene siempre al rescate cuando se trata de dar ejemplos de buen decir en la maravillosa lengua que nos acuna, el español. Claro que no siempre nuestro gran escritor fue comprendido en todo el mundo hispanohablante. A propósito de una recomendación de Fundéu, que desarrollamos más abajo, un ejemplo de cómo con la mejor intención se pueden cometer erratas (o errores). En 1984, se publicaron en España las Obras Completas de Borges en Círculo de Lectores. En el final de uno de sus cuentos más conocidos, y más bellos, “El jardín de senderos que se bifurcan”, la frase final, de antología, figuraba así: “No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contribución y cansancio”. Pues no, no había habido ninguna “contribución” de parte del narrador (Yu Tsun), porque la frase original, la que escribió Borges desde luego, es: “No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio”. El ejemplo vale, entonces, porque Borges sí sabía de qué se trataba cuando usó la palabra contrición. Efectivamente, un último e-mail de Fundéu avisa sobre el uso inapropiado de esta palabra relativamente frecuente: “Contrición, y no contricción, es la forma apropiada de escribir esta palabra que indica ‘arrepentimiento’, y su adjetivo correspondiente es contrito. Sin embargo, a menudo se puede ver en los medios, probablemente por su cercanía a la palabra constricción, la forma inadecuada contricción: «Sin hacer el mínimo acto de contricción, el fútbol argentino comienza su próximo torneo», «La prensa española se congratuló el jueves del acto de ‘contricción histórico’ del rey Juan Carlos». Fundéu termina su aporte con una cita de autoridad: “Según el Diccionario panhispánico de dudas lo adecuado es escribir este término con una sola c, de modo que en los ejemplos anteriores lo propio hubiera sido decir «acto de contrición»”. Habrá que coincidir, entonces, con el profesor Felipe Zayas (@fzayas), que en un tweet reciente escribía: “A veces me pregunto si tanta herramienta #TIC no nos distrae de lo fundamental: en #lengua, aprender a participar en prácticas discursivas”. Por supuesto, Internet sí hace aportes fundamentales. Los interesados en oír y ver las recomendaciones de Fundéu pueden ir a YouTube, http:// bit.ly/KtyCgL, y disfrutar de los por ahora doce videos, muy didácticos, sobre algunos de los últimos temas tratados también en esta columna.

Un país plurilingüe ¿Una cortina de palabras? Sí, una cortina de palabras: por ejemplo, una en español (“sol”) y otras tantas que son su traducción a nueve lenguas aborígenes (mocoví, pilagá, qom, chorote, nivaclé, wichi, vilela, tapiete y ava-guaraní), escritas en tablitas. Así hasta formar una cortina completa, de techo a piso, que se puede atravesar una y otra vez, como en un juego. Esta “cortina” está expuesta hasta fin de año, en el Museo del Libro y de la Lengua (Avda. Las Heras 2555). Integra la muestra “Chacu: multitud de naciones. Lenguas indígenas en el Gran Chaco argentino”, en el subsuelo del edificio que completa, sobre Las Heras, el conjunto de la Biblioteca Nacional, realizado por los arquitectos Clorindo Testa, Francisco Bullrich y Alicia Cazzaniga. El Gran Chaco –se recuerda en el catálogo– “es una región que incluye zonas de Brasil, Paraguay, Bolivia y Argentina. En ese territorio se hablan más de 32 lenguas”. El Gran Chaco argentino ocupa las provincias de Formosa, Chaco, Salta, Santa Fe y Santiago del Estero, la zona en donde está la mayor concentración de pueblos indígenas del país, y allí residen los nueve que hablan las lenguas antes mencionadas. La Argentina es un país plurilingüe, en donde se hablan con distinto grado de vitalidad quince lenguas indígenas americanas –el wichi tiene el mayor número de hablantes, y el qom es una lengua amenazada–, además del español y las lenguas de inmigración. Distintas cosmovisiones del mundo, con riqueza lingüística y cultural, que ahora podemos apreciar mejor. © LA NACION [email protected] Twitter: @gramelgar

ANA MARIA LLAMAZARES PARA LA NACION

Y

A nos hemos familiarizado tanto con el semblante circunspecto de Sigmund Freud, con su mirada inquisitiva, esos anteojos redonditos, la prolija barba blanca y su cigarro siempre a mano, que hoy su imagen es un ícono del siglo XX y de las rupturas que marcaron sus grandes protagonistas. Junto a otros de la talla de Albert Einstein, que se internó en las profundidades del tiempo y la materia, o de Pablo Picasso, que se animó a romper las prolijas reglas de la representación artística, Freud se ocupó de quebrar la corteza de las apariencias de la conciencia para descorrer el velo de una dimensión hasta entonces casi desconocida: el inconsciente y la dinámica del psiquismo humano. Así, logró canonizar al psicoanálisis como el método psicoterapéutico contemporáneo. Pese a los que siguen pensando que es una “pseudo” ciencia, hoy en día es indiscutible la solidez y difusión de la visión freudiana. Ser psicoanalista ha llegado a ser una de las profesiones más rentables y reputadas, casi un sinónimo de la sofisticación intelectual de las grandes metrópolis. En los últimos tiempos, también ha comenzado a crecer el interés por otra figura pionera de la psicología, tan o más colosal que el mismo Freud. Es el médico y psicólogo suizo Carl Gustav Jung, creador de la psicología analítica y de conceptos tan resonantes como los de arquetipo e inconsciente colectivo. Pese a la magnitud de su obra y a sus esfuerzos por avanzar sobre campos aún desconocidos para la ciencia –como el de la sincronicidad, que exploró junto al físico Wolfgang Pauli–, la psicología académica sigue retaceándole lugar a Jung. Lo considera irracionalista, de inspiración esotérica y, por tanto, poco “científica”. Aunque hay excepciones, en los claustros universitarios parece resonar aún la admonición del propio Freud, cuando en las vísperas de su histórica ruptura con quien había sido su discípulo, exhortó a Jung a convertir la teoría sexual en un “dogma” y mantenerse en ella como en un “bastión” frente a la “oscura avalancha del ocultismo”. Pero ha pasado casi un siglo de aquel encuentro, nuestros oídos se han hecho más receptivos y el legado de ambos personajes –ese amplio jardín con senderos que se bifurcaron– parece cobrar cada vez más vigencia. Desde diversos ámbitos de la cultura, tanto el cine como el teatro, el ensayo, la literatura y hasta la televisión, siguen generando una renovada reflexión en torno a ellos. Después de muchos años de ostracismo, en 2009 salió a la luz una de las obras más monumentales de Carl G. Jung, el famoso Libro rojo. Más que un libro es casi un objeto de culto, un tesoro artístico y bibliográfico que respeta el tamaño del original y reúne los facsímiles de la transcripción caligráfica que hizo Jung de las visiones que tuvo entre 1913 y 1917, sus propias interpretaciones y las pinturas con las que las ilustró. Casi simultáneamente la edición castellana –bella y cuidadosa– obtuvo el Primer premio de la Cámara Argentina del Libro en 2010, y se presentó en Buenos Aires junto con la primera obra interpretativa aparecida hasta la fecha, El libro rojo de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable, un tratado ya ineludible del filósofo argentino Bernardo Nante, quien ganó por ese ensayo el Primer premio de la Cámara argentina de publicaciones a la mejor obra de estudio y consulta de 2011. El Libro rojo es algo especial, completamente distinto del resto de la obra de Jung. No hay en él casi jerga psicológica,

sino, en cambio, textos visionarios, prosas poéticas e imágenes intrigantes. Nante lo describe como un libro “inclasificable y mercurial”. Su significado es tan vasto e inasible como el mercurio; cuando creemos haber comprendido algo, sólo se abre una nueva puerta que nos trae, como un eco lejano, “la voz de las profundidades”. No se puede leer sólo con la razón, porque está escrito en varias claves simultáneas. Es como una partitura: mientras la mano izquierda dibuja, ilustra, profetiza; la mano derecha interpreta, pugna por comprender y rescatar el “sentido” dentro del mar simbólico del aparente “sinsentido”. Dice el mismo Jung que todas sus obras posteriores sólo son una reelaboración del material acuñado durante los 16 años de trabajo que le llevó esta gran zambullida en las fuentes de su propio inconsciente. Pero parece ser la vida de Jung, tan entrelazada con su obra, la que más cu-

Es notable cómo los creadores anticipan a través de sus obras las inquietudes aún borrosas del imaginario de la gente riosidad despierta en el gran público. Sus búsquedas espirituales, su conflictiva relación con Freud, con quien rompió después de siete años que parecían proyectarlo como su heredero intelectual, la gran crisis existencial en la que cayó después, rozando incluso los bordes de la psicosis, y como siempre, los temas más concitantes: los creativos vínculos amorosos que sostuvo Jung con sus discípulas y colegas, y también con algunas pacientes, como Sabina Spielrein y Christiana Morgan, devenidas ellas mismas en conspicuas psicoterapeutas. Sabina Spielrein es casi la protagonista del film Un método peligroso, de David Cronenberg. Jung, en sus inicios como médico psiquiatra, trata su grave trauma histérico con la “cura hablada”. Sabina le permite demostrar las bondades del “mé-

todo peligroso”, algo experimental para la época, más cercano a la magia que a la ciencia. A partir de este nudo central, se despliega una relación tormentosa, que el director condimenta a gusto con ingredientes sexuales más picantes. Paralelamente, el film también desnuda los entretelones de la intensa relación intelectual que se entabla entre Jung y Freud, marcada por las tensiones entre el desafío a la autoridad y la fidelidad al propio camino. Desde la literatura, La tejedora de sombras, novela del mexicano Jorge Volpi, recibió el Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casamérica 2012. Con una mirada más escéptica, se trata de otra historia de crisis y triángulos amorosos que involucra a Jung y dos pacientes, Christiana Morgan –artista y psicóloga norteamericana– y su gran amor extramarital, Henry Murray, un prestigioso médico de Harvard. El mayor atractivo de la novela consiste en que recrea paso a paso el análisis que el mismo Jung hiciera de la obra plástica basada en las visiones de la protagonista. Agrego a esta breve nómina una estadística local que ilustra aún más el fenómeno que estamos refiriendo. En la última Feria del Libro de Buenos Aires, los dos rubros más vendidos fueron autoayuda y novela histórica. Aunque no lo parezca, existe un hilo que los une. Además de la pobreza, pareciera que hay otras necesidades básicas igualmente insatisfechas y acuciantes: la necesidad de comprendernos a nosotros mismos y a nuestro pasado, dos maneras distintas pero concurrentes de encarar la búsqueda por el autoconocimiento, aquello en lo que tanto Freud como Jung siguen siendo indiscutibles maestros. Es notable cómo los creadores anticipan a través de sus obras las inquietudes y temáticas que se encuentran aún borrosas en el imaginario de la gente. Ellos le ponen voz, imagen y sonido, ayudando así a que esos procesos se constelen y manifiesten, emergiendo con más claridad en la conciencia colectiva. Seguramente, algo de esto es lo que está sucediendo. Así como Freud, más allá de su consciente adscripción al paradigma mecanicista, fue la bisagra que permitió abrir la gran puerta

que cancelaba celosamente las penumbras del psiquismo humano, Jung fue quien se aventuró más allá, por los ominosos territorios de lo “oculto”, hacia el abismo de lo colectivo, en busca del suprasentido que nos trae la persistente voz de las profundidades. Aquello mismo que lo llevó a romper con Freud, a quien no pudo perdonarle su autoritarismo y la renuncia expresa a incluir en su psicología una mirada más trascendente, es lo que hoy lo torna tan actual. La visión junguiana sobre el ser –más orgánica y vitalista–, como potencialidad que busca desplegarse; sobre el inconsciente, como fuente de sabiduría, y sobre el símbolo, como gran herramienta de autosanación, conforman hoy una vía terapéutica para ampliar el camino del autoconocimiento hacia la espiritualidad, centro genuino de la salud psíquica y existencial, que nos permite ir más allá de la erudición intelectual sobre los mecanismos psicológicos que nos atormentan. Aún estamos procesando los ecos del gran cambio de paradigmas acaecido desde comienzos del siglo XX. La física cuántica, el vacío de la materia, la energía, la relatividad del espacio-tiempo, la holografía y la interrelación de todo con todo siguen siendo chino básico para muchos. Sin embargo, el alma capta lo que la razón no alcanza a comprender, y sabe que por allí puede llegar la respuesta a su persistente desorientación. “Es importante y también saludable hablar de cosas inaccesibles”, dice Jung. ¿Será que necesitamos poner la cabeza “en remojo” para tolerar ese desconcierto y abrir nuestros corazones al misterio sanador de lo inaccesible? Pensemos también en quiénes son las que han traído hasta los oídos de esos grandes “patriarcas” de la psicología los gritos y susurros de lo inaccesible. ¿Será también que necesitamos escuchar las voces más sutiles de lo femenino, tanto hombres como mujeres, para trascender esa disputa ancestral y lograr un encuentro realmente más amoroso y equilibrado? © LA NACION La autora es antropóloga y epistemóloga. Investigadora del Conicet, escribió Del reloj a la flor de loto. Crisis contemporánea y cambio de paradigma.

Cuando el promedio académico importa LUCIANA VAZQUEZ

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UCHA en el barro, pero de promedios académicos. Con el caso Reposo, saltó a primera plana el debate en torno al tema del promedio académico y su verdadero peso y también el valor que se le atribuye a la cantidad de años que lleva terminar una carrera. Es que para defender a Reposo de sí mismo –de su 4,75 de promedio y de sus ocho años en la Facultad de Derecho de la UBA–, Aníbal Fernández le imputó a Raúl Alfonsín en su carrera de abogacía, también en la UBA, un promedio de 3,15. Reposo, por su parte, lo acusó de haber alcanzado un 3,52. Y una militante radical de nombre Ruth Aguiar, que publicó en Facebook la copia de un documento de la Facultada de Derecho de la UBA, quiso salvarlo con supuestas evidencias de un 8,45. En el documento se leía “Nota número 845”, que parece más una numeración burocrática antes que un promedio académico. Lo que queda claro del desempeño académico de Alfonsín luego de numerosas consultas a Ricardo Alfonsín, Margarita Ronco y Paula Atlante, del equipo del senador Gerardo Morales, es lo siguiente. En esa época, 1950, se evaluaba con una escala conceptual que empezaba por “insuficiente” y culminaba en “distinguido”. Por eso en el legajo oficial no hay promedio académico numérico, pero sí una anotación en manuscrito al margen que dice 3,15, pero que nadie sabe explicar de dónde sale. Y Alfonsín se graduó de

PARA LA NACION

abogado en cuatro años cuando la carrera duraba cinco. ¿Tiene sentido esgrimir el promedio académico a la hora de sopesar las condiciones profesionales de adultos con años en el mercado de trabajo no importa si corporativo o político? Los cazadores de talentos y los especialistas en la economía del capital humano vienen diciendo mucho sobre el tema. Hay conclusiones sólidas. “Buenas notas implican que sos inteligente, serio y motivado. Notas mediocres implican lo contrario”, dice, en su blog, la experta en reclutamiento de personal y desarrollo de carrera best seller en Estados Unidos, Lindsay Pollak. Aunque esta creencia está en discusión y muchos headhunters prefieren incorporar variables más intangibles como inteligencia emocional y social, la fe en el promedio académico como primer filtro sigue funcionando. En la encuesta 2007 de la Asociación Nacional de Universidades y Empleadores de Estados Unidos, el 66 por ciento de los empleadores reconoció que filtran candidatos según su promedio académico. Las notas pesan sobre todo después de recibirse. “En los niveles iniciales de acceso al mercado de trabajo es más importante el promedio académico”, explica Gonzalo Mata, director asociado de Wall Chase Partners, dedicada a la búsqueda de ejecutivos.

En profesionales con años de trayectoria, en cambio, el promedio académico se relativiza, pero siempre que se dé una condición: la acumulación de experiencia y de logros irrefutables. “A medida que subimos en una organización, es más importante la experiencia y los logros que el promedio académico”, explica Mata. Por eso no tendría sentido cuestionar, por ejemplo, a Beatriz Sarlo, que fue una estudiante universitaria mediocre, tardó seis años en recibirse y tuvo un promedio de poco más de siete, porque sus logros de años minimizan su desempeño universitario juvenil. O al ex juez Gabriel Cavallo que terminó su carrera con un módico promedio de 7. Lo mismo podría argumentarse de Alfonsín, cuyo liderazgo político vuelve vano el dato del promedio. En los sectores más técnicos del mercado, el promedio académico sólo tiene peso en posiciones intermedias donde los conocimientos técnicos son claves. Si ese mismo profesional accede a una posición de gobierno de la organización –explica Mata–, el promedio y su carrera académica pasan a segundo plano. “Se supone que puso eso a prueba en los puestos que fue ocupando.” Pero en el mundo del Derecho, aclara Mata, lo técnico importa siempre. Por el contrario, un promedio académico alto no logra cubrir la falta de liderazgo o capacidad estratégica de un ejecutivo. “Hay expertos con promedio alto sin

habilidades de conducción”, dice Mata. Respecto de los años que lleva terminar la carrera, todo depende de en qué se hayan invertido esos años. Para Daniel Novegil, por ejemplo, alto ejecutivo de Techint, la cantidad de años adecuados son signo de foco y capacidad para privilegiar lo importante. Sin embargo, también se valora si la demora acarreó experiencia a través de pasantías o trabajando al mismo tiempo. En su trabajo “¿Importan los años para graduarse? El efecto de la graduación demorada en el empleo y los salarios”, la investigadora Giorgia Casalone demuestra que la demora en recibirse es una variable que los empleadores tienen en cuenta para discriminar entre las habilidades de los candidatos a una posición. Es necesario poner el promedio académico, y los años para graduarse, en contexto. Pero lo que está claro es que en este debate, el caso Reposo representa la tormenta perfecta. Bajísimo promedio académico, demasiados años para recibirse que no está claro en qué fueron invertidos y una trayectoria sin logros relevantes en el mundo del Derecho, que ponen en cuestión su experiencia para el cargo que tenía que cubrir. © LA NACION Periodista, autora de La educación de los que influyen (Sudamericana) y de Los colegios del éxito, de próxima aparición.