El desorden establecido

superávits gemelos despejaban el campo de la incertidumbre. Con ello, las pasiones ... La paradoja está pues a la vista: los gobernantes han montado.
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OPINION

Jueves 15 de marzo de 2012

D

PARA LA NACION

ESDE el 17 de diciembre último, Radio de la Ciudad cambió de directores, levantó toda su programación y sólo emite música. Se evaporó del aire, sin que las nuevas autoridades hayan expresado públicamente cuándo ni cómo será, de haberla, la operación de rescate. Silencio de radio y sólo rumores. Cuando ya se veía “venir la noche”, con los compañeros del piso bromeábamos rebautizándola como Radio BeckettIonesco. Me explico. El gran tema de Beckett fue el vacío y el de Ionesco, lo absurdo de la condición humana. Durante las tres temporadas que conduje e hice la producción artística de “La ronda de los teatros” (noticiero del Teatro San Martín y salas asociadas), cada sábado que desembarcaba en la AM 1110 pasaban cosas que me hacían evocar de inmediato a esos dos grandes dramaturgos. El clima metafísico se inauguraba en los ascensores del Centro Cultural General San Martín (el de la calle Sarmiento) en cuyo octavo, noveno y décimo piso funciona la radio. Muchas veces no andaban y tanto personal de la casa como invitados a los programas subíamos por escalera, con más de uno a punto de perecer en el intento; pero cuando funcionaban era toda una decisión existencial montarse en ellos. Así como la Winnie de Los días felices de Beckett se hunde en la arena, el temor era que los elevadores, al agitarse como cocteleras, se estrellaran contra el foso en alocada caída final. Y cuando quedábamos encerrados, padecíamos un ahogo idéntico al de los espacios asfixiantes tan característicos de Beckett. En otro ascensor, secundario, ocurría otro hecho patafísico. Es de esos “inteligentes”, que hablan cuando las puertas quedan trabadas. Y así podía estar horas, sin que nadie viniera a repararlo y cacareando a viva voz “córrase de la puerta, por favor”, en un loop sonoro enloquecedor. Ionesco puro: una radio con ascensores parlanchines, pero cuya salida por la Web enmudece seguido y cuya señal por aire se capta mejor en el Gran Buenos Aires que en la CABA, donde es difícil de sintonizar y llega con muchas “frituras”. Otro espectro lleva directo a Esperando a Godot, la obra cumbre de Beckett. Desde hace casi veinte años (cuando la por entonces Radio Municipal perdió durante la intendencia de Fernando de la Rúa la mejor frecuencia de AM, la 710), circula en los pasillos la leyenda de que un fabuloso y potente transmisor está por llegar en barco de allende los mares, criatura técnica fabulosa que lograría por fin hacer captable la señal. Algunos expertos en cuestiones del éter se reían con piedad de quienes nos ilusionábamos con que Godot estaba al caer. Explicaban que dada la altura de la frecuencia no hay antena ni transmisor que puedan entrar en sincronía como para que el milagro comunicacional se produzca. El estudio mayor, majestuoso aun en medio de la debacle, estaba más veces cerrado que abierto, y desde allí, grandes retratos de Niní, Tita o Discépolo siguen dando testimonio de esplendores pasados, mientras los talentosos operadores aprietan los botones con presión fina de cirujano, ya que los dispositivos fallan cada dos por tres. Pese a tanta dificultad, la audiencia estaba. Llamados había. Y a veces muchos. Lo testeamos: cuando hicimos un especial con Enrique Pinti hablando de Molière, el teléfono estalló. Con alambre, clavitos y mucho entusiasmo, hicimos una programa cuyo norte fue evitar los tonos protocolares y el mero autobombo institucional, y en su primera temporada la Mención Especial que ganamos en los Premios Éter nos indicó que estábamos en el rumbo correcto cuando el jurado resaltó en sus considerandos “el modo original y distinto” con que abordábamos la cultura porteña. La misteriosa situación de Radio de la Ciudad no produce revuelo mediático ni político, como cuando, por ejemplo, estalla el Teatro Colón. Es la hermanita pobre del sistema cultural porteño. Lo repetitivo de sus crisis terminó hartando. Es como una obra absurda, donde pasa de todo pero en definitiva, al final, nunca pasa nada o todo termina siempre igual. Desde hace veinte años, Radio de la Ciudad es un “síntoma” de Buenos Aires. De terminar de disiparse ese aire, grandes creadores de las artes, la cultura y el espectáculo se quedarían sin valiosos espacios (como los de Osvaldo Quiroga, Natu Poblet, Liliana Daunes, Juan Carlos Montero, Marcela Cairoli, Moira Soto y otros) donde poder difundir su obra, de la que raramente se ocupan las AM comerciales. Y hasta ahora no hay ninguna señal de que haya un proyecto superador. Las autoridades del Teatro San Martín, que en su calidad de coproductores de “La ronda de los teatros” mostraron voluntad y gestos de querer seguir adelante, me comunicaron hace pocos días que el programa había dejado de existir. La hasta ahora imparable evaporación de Radio de la Ciudad dejaría, así, en el dial un agujero tan sin fondo como los de Beckett y sería la consumación de un absurdo a la altura de Ionesco. © LA NACION El autor es psicoanalista, periodista y crítico teatral

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CUANDO EL ESTADO RELEGA SU DEBER DE PRESTAR SERVICIO

Una radio que se evaporó PABLO ZUNINO

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El desorden establecido NATALIO R. BOTANA PARA LA NACION

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N los últimos años, según el discurso oficial, se habla constantemente del retorno de la política y del papel central del Estado, como si antes de 2003 la única intención que animara a los gobernantes hubiese sido el desmantelamiento de la esfera pública. La política habría permanecido en suspenso, poco menos que abolida, y también la acción del Estado, en un vacío donde tan solo se destacaba en el país la presencia viciosa de unas corporaciones –entre ellas desde luego la mediática– que reproducían su propia dominación. La irrupción del kirchnerismo en su doble versión, masculina y femenina, habría abierto curso a una nueva historia, sin duda heroica, imbuida de la potencia necesaria para redimir esa penosa situación. A poco que se observe esta construcción ideológica y se la ponga en tensión con los últimos datos de la realidad, se puede precisar mejor el ángulo estrecho de una visión que gozó, durante casi dos quinquenios, del sustento derivado de cambios favorables en el comercio internacional y de un ascenso espectacular en el concierto de las naciones de los países emergentes (entre ellos, mucho más que la Argentina, Brasil). En cierta medida éste es un tiempo pasado, no exclusivamente por razones exógenas. Hoy la materia dura del Estado y la economía está crujiendo. No se ha desmoronado, nada de eso, pero los indicadores auguran una circunstancia mucho menos propicia que aquella en que imperaba el consumo masivo, cundían los subsidios para las clases medias y los superávits gemelos despejaban el campo de la incertidumbre. Con ello, las pasiones e intereses se calmaban. El pasaje de la incertidumbre al desencanto y tras él al disgusto y a la frustración no es una novedad propia de este gobierno. Es, al contrario, resultado de una larga decadencia del Estado y de una no menos pronunciada declinación del concepto de servicio público. La tragedia de la estación Once es, más que un hecho aislado, otro episodio dañino de la cadena de incompetencias que nos ha legado el imperio de una legalidad malsana. La responsabilidad del Gobierno en funciones reside precisamente en esa incapacidad para torcer el rumbo de un Estado privado de control. Por más que se insista, la retórica ya no puede enmascarar estas carencias. No se trata, por cierto, de constatar que no hay instituciones. En rigor, las instituciones prolongan lo mejor y lo peor de nosotros. El genio del estadista consiste en dar en el blanco para institucionalizar lo mejor. Si repasamos con la debida atención la cantidad de informes que ha ido acumulando en esta década la Auditoría General de la Nación (AGN), podemos comprobar cómo ambos términos se imbrican: en la normas escritas, las instituciones de control están definidas; en los hechos ocultos detrás de esas reglas, se ha institucionalizado un comportamiento que no atiende a dichos controles y los esquiva por ineficiencia y, tanto o más grave, por corrupciones. Estos son algunos de los síntomas, parafraseando un antiguo concepto, de un “desorden establecido”. Un desorden que invade la sociedad y nace en las entrañas del Estado. Quienes pagan este precio que

se mide en vidas humanas son, obviamente, los segmentos más desfavorecidos de la sociedad. Volvemos una vez más al asunto no resuelto de la democracia institucional. La democracia electoral, su mayor o menor legitimidad, se prueba en el momento de los comicios; la democracia institucional, cuyo cometido es la puesta en forma de un Estado competente, demanda una tarea indeclinable sobre los efectos nocivos de esos vínculos entre desigualdad e inseguridad. Montar elecciones es menos exigente que poner en forma los sistemas de control propios del Estado. Consecuentemente,

Es el Estado-botín en contraste con el Estadoservicio. Por eso, nuestra democracia se degrada presa de escándalos abrir las puertas del Estado, sin atender al mérito y al concurso, para satisfacer el apetito de una facción ideológica es el camino más rápido para convertir el Estado democrático, cuya legitimidad descansa en el control interno y externo de sus propias agencias, en un botín de recursos gubernamentales que ignora esos presupuestos. El Estado-botín en contraste con el Estado-servicio. Por eso, nuestra democracia se degrada presa de escándalos, violencia diaria, corrupciones y, de tanto en tanto, tragedias. La paradoja está pues a la vista: los gobernantes han montado un régimen basado en la hegemonía del Poder Ejecutivo Nacional, condimentada

con una personalización omnipresente, y han olvidado consolidar la estructura estatal sobre la cual ese proyecto debería levantarse. De este modo, quienes nos mandan han producido un gobierno con abundante dinero encaramado sobre un Estado dislocado que, a través de un sinfín de experiencias que no dejan lugar al olvido, termina manifestando en algunos sectores (en especial, los de la seguridad e infraestructura) su propia inutilidad. Desde el ángulo fiscal, la pérdida de oportunidades en un contexto de crecimiento económico (por ejemplo, mediante el desperdicio de nuestro potencial energético) tiene mucho que ver, en particular en este momento, con ese humillante padecimiento debido a la malformación de los bienes públicos. Dada nuestra conformación histórica y constitucional, estas acciones están segando la raíz de nuestro federalismo. El conflicto que en estos días tiene atenazados a los porteños proviene de una causa próxima y de otra más lejana. Al intentar bloquear las pretensiones del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires de erigirse en un referente de la oposición, el Gobierno acredita su vocación hegemónica: ningún rival, en efecto, debe hacerle frente, salvo que asuma ese papel una oposición lavada. Sin embargo, al obrar el Gobierno de esa manera, pone a descubierto otro rasgo saliente de nuestra anomia o insuficiencia institucional. Como se deduce de nuestra Constitución, el diseño federal del Estado caduca si las provincias no entablan con el Gobierno Federal una relación de igualdad horizontal. Este complejo sistema supone la vigencia de criterios objetivos de coparticipación fiscal y, sobre todo, el perfeccionamiento

de un espíritu cooperativo encaminado a resolver problemas en conjunto. Todos sabemos los problemas que soporta la ciudad de Buenos Aires debido a la deficiente legislación que estableció una autonomía a medias, sin control sobre la policía y el transporte. Devolver de parte del Ejecutivo Nacional esas herramientas de gobierno sin negociación previa ni fondos coparticipables es un ejemplo que nos sirve para ilustrar la distancia existente entre, por un lado, el ideal de un federalismo de cooperación y, por otro, las prácticas agonales de un federalismo de confrontación. Este es otro de los emblemas del desorden. Quizá tengamos que pagar por estas alteraciones en la ciudad de Buenos Aires el precio de una mayor inseguridad hasta tanto lleguemos a la conclusión (¿llegaremos algún día?) de que el bienestar de la ciudadanía es un valor superior al del acrecentamiento del poder. En estos días, esos valores son letra lejana como próximos son los signos de nuestro subdesarrollo estatal. Desafortunadamente, estas peripecias no acontecen en tiempos de penuria sino en una época de bonanza (aunque ahora esté disminuida). Lo que vendría a demostrar que, por encima del estentóreo llamado a fabricar una nueva historia, hay continuidades duras. En el instante menos pensado, esas demoras se desquitan y dicen aquí estoy, arrastrando consigo un tendal de víctimas. Estas revanchas del atraso señalan que una cosa es construir la supremacía legal y limitada del Estado democrático y otra bien distinta es acumular poder para abastecer los deseos hegemónicos de un gobierno ocasional. © LA NACION

¿Qué le pasa a la Presidenta? LUIS MAJUL

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UIENES seguimos con interés y detalle lo que dice y lo que hace la Presidenta estamos sorprendidos por el brusco giro que tomó su discurso después del incomprensible silencio ante la tragedia del 22 de febrero pasado en la estación de Once. Desde aquella tarde, en Rosario, donde se la vio gritar frente al Monumento a la Bandera como una militante más “¡vamos por todo!”, y en la que comparó, de manera inapropiada, la muerte de Néstor Kirchner con la de las 51 víctimas del tremendo choque, Cristina Fernández no dejó de cometer errores políticos casi infantiles y excesos verbales y gestuales inhabituales, propios de un principiante y no de una mujer política de extensa trayectoria. ¿Es porque empezó a acusar recibo del rechazo social que provocó su silencio en vastos sectores de la población, incluido el núcleo duro de su clientela más fiel? En el discurso de apertura de las sesiones legislativas Cristina Fernández tuvo repentinos cambios de humor, habló demasiado –tres horas y cuarto– y cometió el mismo tipo de gaffe que había cometido cuando dio por inaugurada la guerra santa contra el campo: estigmatizó a un sector completo de las sociedad, en una reacción típica de la derecha más rancia. En marzo de 2008 había confundido a la parte más productiva del campo con la oligarquía ganadera. La semana pasada hizo lo mismo con los docentes, al afirmar, de manera errónea y prejuiciosa, que trabajan cuatro horas por día y gozan de tres meses de vacaciones. Lo que encendió la chispa del rechazo al Gobierno hace cuatro años fue aquella infeliz alusión a “los piquetes de la abundancia”. Lo que enoja e indigna ahora no es sólo la mención a los maestros que gozan de estabilidad laboral sino tam-

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bién el razonamiento de que la tragedia de Once fue posible, entre otras cosas, porque desde 2003 más personas viajan en tren, ya que hay menos desocupación y más trabajo. ¿Qué es lo que deberíamos hacer los argentinos frente al Gobierno? ¿Agradecer a Ella por todo lo bueno y quedarnos en silencio ante todo lo malo? La desmesura verbal y oficial es tanta que contagió también al ministro de Planificación, Julio De Vido, un hombre de bajo perfil que habla poco y casi siempre lo justo. Al despedir a Juan Pablo Schiavi, De Vido dijo que siempre se cuentan los muertos que se producen después de una tragedia, pero no los que se evitan por obras como la autopista Rosario-Córdoba. Y el martes, en el recinto del Senado, le gritó “sinvergüenza” al senador radical Gerardo Morales, mientras éste lo responsabilizaba por los 51 muertos de la tragedia de Once. En el medio del griterío, el ministro, igual que la jefa del Estado, se quitó de encima toda culpa al argumentar que los subsidios que les vienen dando a los concesionarios fueron producto del colapso de los contratos en 2001, cuando Fernando de la Rúa se fue del gobierno en helicóptero. Se trata de una media verdad. La otra mitad es que hace casi nueve años que él está frente al ministerio, y que Ricardo Jaime, un incondicional de Néstor Kirchner, fue durante cinco años amo y señor de los subsidios y de los negocios paralelos alrededor de ellos. ¿Qué le está pasando a la Presidenta? ¿Volvió a transformarse en la maestra de Siruela que retaba a todo el mundo y se creía dueña de toda la verdad, antes de la muerte de su compañero de toda la vida? ¿Alguien la está asesorando mal o se trata de decisiones propias? ¿Alguien la está

alentando para que ponga la cara “ante la adversidad” y empiece a malgastar, en pocos días, toda la intención de voto, la imagen y el apoyo popular que recuperó inmediatamente después de transformarse en viuda? Las ligeras acusaciones contra el columnista Carlos Pagni, a quien calificó de antisemita, y contra un secretario de Redacción de Clarín, a quien presentó como un nazi, deben inscribirse en esa tendencia a desbocarse. Si se lee con atención la nota de Pagni sobre Axel Kicillof, se notará que, antes que una adjetivación, hay un intento minucioso de describir los antecedentes familiares del viceministro de Economía. Y si se hace lo mismo con el artículo de Osvaldo Pepe, se comprobará que él nunca habló de un “gen montonero” sino que puso de manifiesto la tendencia a la soberbia que tenían los jefes de esa organización guerrillera y la que ostentan hoy quienes conducen La Cámpora. Es decir: hay que forzar demasiado la lectura para coincidir con la estigmatización que hizo Cristina Fernández de ambos colegas. Lo que sí parece una enormidad y un abuso en el ejercicio del poder es que un jefe de Estado use el atril y todo el inmenso aparato de comunicación oficial para señalar con el dedo a dos profesionales que escriben lo que piensan. Constituye una suerte de caza de brujas más propia de las dictaduras o de los regímenes autoritarios que de un gobierno democrático que respeta la opinión de los otros, aunque sea distinta. La derechización y el creciente enojo de la primera mandataria también se registra en el plano de las ideas y de los negocios: en vez de retar a los habitantes de las provincias que defienden el medio ambiente, debería abrir el debate sobre

la conveniencia de alentar la minería a cielo abierto. Es posible que el Gobierno necesite de esas inversiones para recuperar la caja que está perdiendo a pasos agigantados. Es probable también que el ataque a los maestros se explique por la necesidad de poner un límite a las paritarias que inauguran el año económico. Sabemos que la pretensión de tirarle por la cabeza el subte y los colectivos a Mauricio Macri responde a esa lógica. Y también a la de “desfinanciar” el presupuesto de la Ciudad y transformar al jefe de Gobierno en un rehén político y colocarlo en una situación parecida a la del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli. El ataque al enemigo perfecto y ficticio es otra de las jugadas habituales que solía impulsar Kirchner y que repite ahora Fernández cada vez que hechos como la catástrofe de Once amenazan con afectar su imagen e intención de voto. Apunta, además, a “correr” de la agenda los temas negativos, como la denuncia contra el vicepresidente Amado Boudou. Los que le acercan encuestas con números reales y “no para publicar” están empezando a dudar de si Cristina está haciendo una buena elección del enemigo. Macri y Scioli son los dirigentes nacionales que más crecieron desde el 22 de febrero pasado. Y Ella está empezando a bajar, aunque nada indica que esa caída sea constante e irreversible. Será, como siempre, la marcha de la economía la que termine afectando, de verdad, el humor de los argentinos. Es probable que la Presidenta sea consciente de lo que se viene. Y que esté empezando a acomodar el relato para adjudicar responsabilidades bien lejos de la Casa de Gobierno y la quinta de Olivos. © LA NACION