La epopeya de pagar la deuda

21 jun. 2014 - nidad de Frasquía, provincia de Omasuyos, no muy lejos de la ciudad de La Paz. “Muy huerfanito era mi papá. Cuando era guagüi- ta se le ...
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OPINIÓN | 29

| Sábado 21 de junio de 2014

El default del relato argentino Eduardo Fidanza —PARA LA NACION—

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ue al cabo de una tortuosa negociación, el fallo de un juez del país más poderoso del mundo sacuda al Estado y pueda precipitar al país a una crisis económica y social, suena a final de juego y quizás exige una reflexión más abarcadora. La hipótesis que propongo examinar es que el eventual default de la deuda encierra, en rigor, un default aún mayor: el del relato mismo sobre la Argentina. No sólo el del kirchnerismo, hiperbólico y machacante, sino el que ha sostenido la elite política y ha acompañado la sociedad a lo largo de décadas. Sugiero que lo que se pone en tela de juicio es nuestra identidad, confrontada con la imagen que el mundo posee de nosotros. Y que ese cuestionamiento debilita a la Argentina en momentos en que debería mostrar fortaleza para enfrentar la adversidad. El síntoma de esta caída es el reiterado error de percepción en que incurre la dirigencia política, no los funcionarios de carrera, al tratar delicadas cuestiones de Estado vinculadas, por empezar, con las relaciones

internacionales. Como lo han mostrado diversos análisis, pareciera que este defecto no depende del sistema de gobierno que rija a la Nación. Bajo una dictadura se evaluó que Estados Unidos sería un aliado clave en una guerra insensata, como en democracia se creyó factible un blindaje financiero, una renegociación exitosa de la deuda o un acuerdo con el país sospechoso del peor atentado de la historia nacional. Todos estos supuestos se demostraron luego falsos, con graves consecuencias para la Argentina. Lo que se manifiesta como un desenfoque hacia afuera se expresa hacia adentro bajo la forma de políticas económicas que se exaltan y se sostienen más allá de lo conveniente, transformándose en dogmas, sobre todo si han resultado electoralmente exitosas. La convertibilidad en la década del 90 y el “modelo” en los 2000 concluyeron con el mismo error: creer que eran sustentables indefinidamente, sin advertir su utilidad decreciente y sus efectos adversos en el mediano plazo. Destrucción del aparato productivo y rece-

sión en un caso, alta inflación en el otro, con el correlato de desocupación y pobreza, fueron los resultados de esos defectos de evaluación. Pueden postularse una serie de factores para sustentar la idea de un default más amplio y sistémico, de carácter cultural. Son un catálogo previsible de defectos que, considerados en conjunto, acaso expliquen el colmo de que nos vapulee un juez extranjero. En orden de exposición, no de importancia, pueden mencionarse: soberbia, impericia, improvisación, ideologismo y falta de apego a la ley. Tal vez la soberbia, que es la tara de creerse superior, se asiente en un mito de riqueza y de fortuna difícil de erradicar a la luz de los acontecimientos que le ocurren al país. Un ejemplo clásico es lo que sucedió durante años con la pampa húmeda, fuente de rendimientos extraordinarios que habilitaron el dicho “con una cosecha nos salvamos”. No es ficción: al trigo y la carne le siguió la soja, que le dio al país una década de prosperidad. Pero allí no termina el destino venturoso. Ahora irrumpe Vaca Muerta,

con su combinación de novela y realidad, para seguir sosteniendo el mito de la superioridad y la suerte argentinas. Observados sin apasionamiento, estos contrastes resultan, a la vez, oportunidades de progreso y tentaciones de fácil salvación a la que es propensa nuestra sociedad. La impericia y la improvisación resultan, en este inventario, caras de una misma moneda. Cuando un ministro vacilante dice, en medio de una dura dificultad, que el país puede quedarse tranquilo porque todo está profundamente estudiado, asoma la precariedad argentina que pretende arreglar con alambre un desaguisado de incalculable complejidad. La impericia y la improvisación llevan, entre otros desatinos, a juzgar erróneamente cómo funciona el sistema de toma de decisiones en el exterior, a evaluar mal las estrategias de negociación y a errar o desconocer el cálculo de las relaciones de fuerza en los conflictos, una preocupación táctica de Gramsci que debería conocer Cristina, preocupada por lograr la hege-

monía del pueblo. La pesada herencia de la deuda no la exime de la lucidez. Respecto del ideologismo y la falta de apego a la ley, alcanza con decir que el populismo argentino, no sólo el peronista, capturó el Estado con fines partidarios, estropeando la aspiración a la objetividad que debe distinguir a una nación seria. Allí tiene que ubicarse el origen de las más notorias anomalías del país, empezando por la falta de confiablidad internacional, la corrupción y la incapacidad de fijar políticas a largo plazo. Antes de denunciar la indudable injusticia del capitalismo habrá que revisar estas rémoras. Sólo la solidez permitirá enfrentar con suerte a la depredación financiera internacional. Como el rey de Andersen, el relato argentino quedó al desnudo. La amarga medicina de un juez foráneo, aunque provoque repulsa, puede ser una oportunidad para pensar que el temido default excede a la economía, hasta cuestionar nuestras prácticas y la versión cultural que tenemos de nosotros mismos. © LA NACION

empresarios & cÍa

La epopeya de pagar la deuda Francisco Olivera —LA NACION—

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unca tan locuaz y franco, Carlos Zannini sorprendió en la mañana del miércoles a legisladores en la Cámara de Diputados. “Tenemos que hacer las cosas prolijas o vamos todos presos”, confió. Hablaba en sentido figurado. Había ido, acompañado por Axel Kicillof y Jorge Capitanich, al Salón de Honor de la Presidencia a informar a los jefes de bloque sobre las alternativas que el Gobierno maneja para la negociación por la deuda en default. Lo notaron inquieto y más extrovertido de lo habitual. La decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos sobre el litigio con los fondos buitre no sólo desconcertó a la dirigencia política en general, sino que además dejó entrever algo que parte de la oposición venía intuyendo desde la semana pasada, después del viaje que un grupo de legisladores de varios partidos hizo a Washington para respaldar a la Argentina: el fallo tomó al Gobierno sin estrategia. Que una presidenta que ha hecho en estos años gala de capacidad oratoria y desinhibición haya decidido grabar y editar su discurso del lunes habla de la fragilidad de la situación. Ayer, en Rosario, embanderada en el eslogan “Patria o buitres” que el Gobierno le dio al acto, y con la misma convicción con que había acusado a Griesa de extorsionarla, Cristina Kirchner insistió en su voluntad de pagar. Las palabras pesan más afuera que adentro. En una entrevista con Alejandro Fantino en el canal América, Aldo Pignanelli contó el jueves una visita que hizo en 2002 como presidente del Banco Central al entonces secretario del Tesoro norteamericano, Paul O’Neill. Dijo que, al llegar al despacho, el funcionario lo esperaba con una copia de las declaraciones que había hecho, en todos los medios, desde los meses previos hasta tomar el vuelo a Washington. La complejidad del diferendo lleva también a la mayor parte de la oposición a cuidar sus reacciones. Quedarán entonces para más adelante las objeciones públicas por la escasa información que el Gobierno transmitió en los encuentros del Congreso. “Vinieron solamente a sociabilizar los errores que cometieron”, le oyeron decir al diputado massista Mario Das Neves. Mientras, el kirchnerismo intentará al menos capitalizar el conflicto mediante las puestas en escena, un recurso que maneja

con absoluto profesionalismo. Los organizadores del acto de Rosario, una celebración que se había previsto austera, recibieron esta semana una contraorden: ampliar el palco y los invitados y repartir cotillón contra los fondos buitre. Los detalles no pasaron por alto a Elisa Carrió. “El Gobierno busca crear un clima prebélico con el propósito de mostrarse como salvadores de la Patria y esconder sus errores”, advirtió. La teatralización es atendible. Esa militancia convencida de defender a Boudou, Milani o los pagos al FMI, Repsol y el Club de París es el reducto desde donde Cristina Kirchner podría relanzar su carrera más allá de 2015. Es cierto que estas epopeyas resultan cada vez más acotadas. El martes por la tarde,

en la sede de la Unión Industrial Argentina (UIA), Héctor Méndez, presidente de la central fabril, abrió la reunión semanal con una pregunta: “Llegó la invitación para el acto del viernes en Rosario y yo no puedo ir por cuestiones de salud. ¿Alguien se ofrece?”. Hubo silencio. Hace un año, la propuesta habría agotado los palcos en segundos. La UIA optó por ungir a representantes locales: Guillermo Moretti y Carlos Garrera, miembros de la Unión Industrial de Santa Fe y empresarios afines al proyecto nacional y popular, harían acto de presencia. La hora más crítica del modelo se atravesará entonces con menos aplausos. Una sensación de despedida que incluye a funcionarios. En áreas que vienen objetando a Kicillof, como el Banco Central o el Ministe-

rio de Transporte, volvieron a oírse reproches sutiles y gestos revanchistas. Fuera de esa mesa chica que tampoco esta vez será ampliada se descree de conspiraciones. Como si, con la deuda, el Titanic le habría estado apuntando deliberadamente al iceberg. La amenaza del default tomó también desprevenidos a los empresarios. A los más optimistas, mientras auguraban una recuperación en la actividad. Hasta la semana pasada, bancos de inversión que descontaban un fallo más amigable anticipaban que no sólo el Estado nacional mejoraría en el segundo semestre su situación crediticia, sino que varias provincias –principalmente, las petroleras– se preparaban para tomar deuda en dólares. Pero, con el diario del martes, volvieron el escepticismo y el

sarcasmo. Lo más filoso del establishment: la Casa Rosada se comportó con la justicia norteamericana como si estuviera frente a la de Santa Cruz. Algo de esto entendió aquella comitiva de legisladores en Washington. Al oír de sus pares argentinos los montos que el país ya había pagado en cupones PBI, en el Capitolio se sorprendieron. “No lo sabía. Pero ustedes son como el tío ausente de la familia: no va nunca y se expone a que lo critiquen”, graficó el demócrata Xavier Becerra, representante del estado de California. El republicano Ed Royce, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores, prefirió en cambio saltearse la retórica: “Esos que ustedes llaman fondos buitre para nosotros son norteamericanos”, dijo. Y eso que el grupo había intentado llegar despojado de prejuicios. La kirchnerista Juliana Di Tullio, por ejemplo, exageró incorporando el protocolo papal en el Departamento de Estado: cuando se topó con Roberta Jacobson, secretaria adjunta para Asuntos del Hemisferio Occidental, la saludó con un beso en la mano. Julián Domínguez, que hacía de coordinador, corrigió además la mecánica de oradores: no tenía sentido que expusieran todos porque eso entorpecía las relaciones. Un rasgo de diplomacia. De tan diverso y numeroso, el conjunto oficialista-opositor había caído en manifestaciones descoordinadas e innecesarias en el emblemático edificio Harry S. Truman. El sanjuanino Ruperto Godoy, por ejemplo, se dio el gusto de referirse en duros términos a los Estados Unidos. Y cuando Federico Sturzenegger, de Pro, argumentó que la Argentina pretendía integrarse a la comunidad internacional para volver a ser “un país normal”, recibió un encendido reproche de Carlos Heller, que adujo que la Argentina era desde hacía diez años un país normal. El contrapunto motivó después una broma de Martín Lousteau: “Carlos, ¿vinimos hasta acá para que le contestes a Sturzenegger?”. Obsesiones de pago chico que, de tanto en tanto, distraen de objetivos más amplios y gravitantes. Pero que explican la lógica de la eventual solución: si se paga la deuda, volverá a hacerse pateando la mesa. Aun obligándolo a hacerlo, Griesa acaba de darle al kirchnerismo la oportunidad de ser fiel a lo que siempre ha sido. © LA NACION

El secreto de una larga vida Héctor M. Guyot

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os interesan los longevos porque sospechamos que con el último suspiro se llevan de este mundo el secreto de saber cómo vivir, cosa en la que estamos todos empeñados con resultados dispares pero por lo general insatisfactorios. Ahí vamos, improvisando un parche ante cada problema, tapando agujeros con las manos y los pies, y de pronto nos topamos con la noticia de que en las cercanías del lago Titicaca murió a los 123 años Carmelo Flores Laura, el hombre más viejo de Bolivia y acaso del mundo, según arriesgan las agencias de noticias. Antes de leer el texto trato de hallar alguna clave en la foto que viste la nota. Data de 2013, cuando Flores tenía 122. Veo un aymara auténtico envuelto en su poncho rústico, la cara tallada a cuchillo bajo un gorro de lana del que cuelgan las clásicas orejeras. Busco allí algún indicio de sabiduría, la señal de los que lo han visto todo, pero poco me dicen la boca abierta, sin dientes, y los pequeños ojos entrecerrados, efecto quizá de la edad o de la intensa luz del entorno, hecho de cielo vacío y piedra blanca. Parto de un primer supuesto: vivir mucho es bueno. Una presunción que suscribo de

—LA NACION—

forma automática quizá porque supone postergar el inevitable encuentro con la muerte. Somos una especie que se aferra a lo que conoce: esas piedras y ese cielo, en el caso de Flores, que así habrá durado en esta Tierra lo que duró. Pero quién sabe. Desde el balcón de sus 122 años quizá haya podido ver, con los ojos cerrados y la boca abierta, un destello de lo que viene después. Tal vez Flores, cansado de lo vivido, ya había empezado a dejarse ir cuando el reportero de Reuters le tomó esa última foto en las alturas de la cordillera. Todo el que aferra tendrá que soltar. Hay otro supuesto que opera en estos casos: sólo los que han sabido templar el espíritu alcanzan estas edades matusalénicas; los que han evitado la angustia y el estrés que corrompen la máquina antes de tiempo hasta hacerla estallar. Por eso las vidas con bonus prosperan lejos del vértigo de las grandes urbes, en estepas o valles donde los ciclos del hombre se dilatan junto con el paso de las horas hasta empardar los ciclos de la naturaleza, de respiración más amplia. Bichos de ciudad, nosotros queremos eso, menos estrés, menos locura, pero no es tan sencillo. Podemos recluirnos en el bosque, como el viejo Thoreau, pero además de una mochila

con dos mudas cargaríamos el peso de la civilización, y eso tarde o temprano nos aplastaría en medio del trino de los pájaros. El viejo Carmelo Flores habrá tenido sus pesares, pero ninguno parecido a éste: sus días en las faldas del nevado Illampu transcurrieron ajenos a la historia del mundo occidental. Los datos de su biografía dicen que cuidaba de sus ovejas y sus llamas en la comunidad de Frasquía, provincia de Omasuyos, no muy lejos de la ciudad de La Paz. “Muy huerfanito era mi papá. Cuando era guagüita se le murieron papá y mamá”, relata Cecilio, de 64 años, el único de sus seis hijos que sigue vivo. En su adolescencia, Flores dejó el páramo donde lo crió una tía y trepó a uno de los puntos más altos de la cordillera. Allí construyó un refugio. Hilaba lana de oveja y llama para tejer sus pantalones y camisas. Hacía sus sandalias con cuero de llama. Se echaba a dormir sobre una piel de oveja. Y sólo de tanto en tanto bajaba a la comunidad. Su mundo y el nuestro se parecen en algo: un día llegó una mujer que le cambió la vida y Flores dejó su refugio para siempre. “Mi mamita se murió hace 20 o 21 años. Ella sí estaba viejita, andaba muy agachada y con bastón. Tenía 107 años –recuerda Cecilio–.

Mi papá caminaba derecho. Este último tiempo se ayudaba con bastón.” El perfil erguido de un hombre de más de 120 años sugiere que el secreto está en el cuerpo. En las caminatas junto a sus animales por los senderos angostos. En el aire helado de la montaña. En el viento y el sol cordilleranos, que le habrán curtido la piel y los huesos. En una dieta magra y regular. Sin embargo, cuando no hay para los ojos más obstáculo que la piedra y el cielo, la mente tiende a perderse, a irse entre los picos nevados y los abismos. Hay geografías tan elocuentes que están más allá de las metáforas. Allí, es el ojo el que entiende y sabe, mientras la mente descansa. ¿El secreto de una larga vida reside en el cuerpo o en la mente? ¿Qué tan divorciados el uno del otro estarían en el caso de Carmelo Flores? Cuando don Carmelo nacía, en 1890, los hermanos Wright no habían creado aún el primer avión y faltaban unos años para que otros hermanos, los Lumière, inventaran el cinematógrafo. Hoy, cuando muere, media humanidad anda con una cámara en la palma de la mano y se anuncian viajes tripulados a Marte. Flores se perdió todo lo que hubo en el medio porque vivió más de

un siglo ante la eternidad de los elementos. En la montaña los cambios se miden en eras geológicas. ¿Qué otros sucesos habrá habido en su vida, más allá del nacimiento y la muerte de sus seres queridos? Hubo un anuncio. En mayo, Flores había pasado unos días en el hospital Arco Iris de La Paz, descompensado por una deshidratación aguda, cierta desnutrición y un pequeño problema de gastritis. Según informó Ramiro Narváez Fernández, director del centro médico, Flores conservó su lucidez y nunca perdió el humor. El paciente se repuso mediante un tratamiento ortodoxo combinado con medicinas naturales, las únicas que había necesitado en su vida. Apenas pudo pararse sobre sus dos pies, quiso dejar la clínica y regresar a sus montañas: pensaba mucho en sus ovejas y sus llamas. Y allí volvió. A los pocos días de retomar el cuidado de su rebaño, Carmelo Flores Laura murió una noche de lunes a causa de una diabetes tipo 2. Fue el 9 de junio. Le faltaban cinco semanas para cumplir 124 años. Además de su hijo Cecilio, lo sobreviven 14 nietos, 39 bisnietos y un misterio que jamás será resuelto. © LA NACION