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ENFOQUES
I
Domingo 12 de abril de 2009
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| Humor |
Jimmy Margulies / The Record, de New Jersey, EE.UU. –Tenemos un plan infalible para matar a miles de norteamericanos... Nos sentamos sin hacer nada. “Masacre en Nueva York”, “Disparos en una escuela”, “Pistolero asesina a una familia”, etc.
Nate Beeler / The Washington Examiner, de Washington, EE.UU. El gasto norteamericano, desde la perspectiva norcoreana. –¿Así que Uds. también están probando misiles de largo alcance?
Patrick Corrigan / The Toronto Star, de Canadá Los clásicos de Shakespeare sucumben ante el influjo de las nuevas tecnologías. –Ah... ¡Twitter!
La dos
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| Punto de vista |
| Sin palabras por Alfredo Sábat |
| Catalejo |
Sobre los exploradores del futuro
La música de la desgracia ajena
MORI PONSOWY
HERNAN CASCIARI
PARA LA NACION
PARA LA NACION
Las mujeres estaban vestidas de largo y los varones de smoking. El menú incluía una infusión de cucarachas silbantes de Madagascar, tarántulas glaceadas a la miel, bruschettas de escorpión, carne de cocodrilo grillada y canapés de lombrices y larvas. Mientras los invitados saboreaban estas exquisiteces, un grupo de músicos tocaba una pieza de Mozart y un monito vestido con pañal saltaba de hombro en hombro robando canapés. También hubo un canguro que golpeó a un invitado en el baño y un gran búho que permaneció posado sobre el brazo de su dueño toda la noche. Quizá el ave no se sintiera demasiado a sus anchas en los salones del Waldorf Astoria de Nueva York. Todo esto ocurrió hace un par de sábados con motivo de la Cena Anual del “Explorers Club”, una sociedad fundada en 1904 y dedicada a promover la investigación científica de la tierra, el mar y el aire. La primera persona en llegar al Polo Norte, la primera en ascender a la cima del Monte Everest y la primera en la superficie lunar fueron intrépidos miembros de este Club. Esa noche, el orador principal fue el entomólogo Edward Wilson. Este profesor de Harvard empezó narrando anécdotas de sus viajes por las montañas inexploradas de Sarawak y Borneo. El punto central de su discurso, sin embargo, no tuvo tanto que ver con lo anecdótico, sino con el futuro de la exploración. Wilson dijo que al final de este siglo no quedará un solo centímetro de la superficie del planeta sin explorar. Toda la geografía terrestre, todos los rincones exóticos con los que los exploradores soñaron durante siglos habrán sido recorridos por el hombre. ¿Significará eso el fin de toda exploración? No, según Wilson. En opinión del científico, los exploradores del futuro se dedicarán a conocer lo muy pequeño. Aquello que habita y late bajo nuestros pies sin que hasta ahora le hayamos prestado demasiada atención. Estudiarán el millón de especies diferentes de lombrices de tierra, o las miles y miles de bacterias y sus potenciales usos como generadores de energía limpia o como devoradores de residuos. Probablemente, lograr un mapa cabal de toda la superficie terrestre ha resultado más sencillo de lo que será trazar uno sobre lo infinitamente pequeño. Al fin y al cabo, ¿cuánto nos conocemos a nosotros mismos? Wilson mismo mencionó que en la cavidad bucal de cualquier persona o en un zapato usado habitan más bacterias que en toda una selva tropical. También nuestro cerebro es hasta ahora un universo mayormente inexplorado. Tal vez dentro de uno o dos siglos, para la Cena Anual del Club de Exploradores, sus miembros ya no lleven búhos y canguros, sino que asistan solos. Tal vez entonces hayan empezado a sospechar que las mascotas más exóticas son nuestras propias neuronas. Ese descomunal territorio virgen frente al que los desiertos, los polos y la luna no son más que simples cabecitas de alfiler.
BARCELONA Hay un segmento en el canal EuroNews en el que ofrecen diversas noticias del mundo con imágenes y audio originales, sin locutores ni entrevistas. Es un experimento informativo estremecedor que nos acerca a las realidades del mundo desde lo sensorial. Durante veinte minutos, sin que nadie explique los hechos, este informativo mudo nos presenta los sonidos de una guerra, de un juicio, de un festejo deportivo multitudinario, de una manifestación, de un atentado, de una boda real, de un desastre. Únicamente el sonido ambiente y las imágenes rigurosas, sin edición ni juicio. Esta semana el centro de Italia apareció muchas veces retratado de esa forma. Casas y edificios en ruinas, escombros y sirenas de ambulancia. Gritos superpuestos de bomberos, chicos, voluntarios y enfermeras. Ladridos de perros, un abrazo entre dos hombres, una mujer alzando una fotografía, alguien a lo lejos gritando un nombre de pila, dos, tres veces. Timbres de celulares, camionetas. Pedidos de silencio y otra vez gritos. Llantos a lo lejos, lamentos apagados. Insultos y grúas. Chirridos y rosarios a cuatro voces. Si cerrabas los ojos y atendías al volumen del televisor, comenzaba a pasar algo increíble: la mezcla de las palabras, de los gritos, de los llamados y los lamentos se convertían en una barahúnda difusa. Se perdía el sentido del idioma, sólo quedaba su gestualidad y su entonación, y entonces ya no eran decenas de italianos los dolientes, sino decenas de argentinos. Sonamos idénticos. No es parecido ni semejante: en el fragor, es igual. La manera de llorar de esas mujeres, el modo de alzar la vista al cielo pidiendo explicaciones, los gritos de los hombres sanos que levantan ladrillos a contrarreloj, la musicalidad de la desesperación es la nuestra. Es la nuestra en el murmullo de cada detalle. Cada pueblo tiene una música del dolor, y el ritmo es el llanto de sus mujeres. Por ejemplo: en Oriente Medio, la mujer se arrodilla y se golpea el pecho, las palmas abiertas, después abofetea el ataúd. Es un ritmo. Nosotros no somos así. Podemos comprender ese dolor, pero no es nuestro. Los nórdicos, en cambio, dejan los ojos fríos en la nada. Los ingleses mastican su desesperanza, pero no la escupen. Recordemos a los hijos de la princesa Diana (William y Harry), muy niños aún, rojos de angustia pero sin llanto, recibiendo el cajón que guardaba a su madre. Tampoco somos así. Ni japoneses. Ni mexicanos. Nosotros asumimos la desgracia con el sonido que esta semana se alza en el centro de Italia. Lloramos de ese modo, gritamos con la misma aspereza, y así, como ellos, levantamos las manos y ponemos los dedos, juntas las yemas, apretadas, para preguntar por qué. Somos dos gotas de agua hirviendo. Por más esfuerzo que le pongamos a la compasión, al dolor por la desgracia ajena, cuanto más nos parecemos al que está sufriendo, cuanto menos desiguales somos, nos duele más. No es que el dolor sea racista. No tiene nada que ver con la xenofobia. Es la sangre, que tiembla en el epicentro de lo que somos.
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El muro
| Prisma |
La edición de la memoria ENRIQUE VALIENTE NOAILLES PARA LA NACION
El lavado de cerebro ha sido siempre una expresión metafórica, pero tal vez no lo sea por mucho tiempo más. Se anunció recientemente que, en la universidad estatal de Nueva York, se ha identificado una molécula que resulta esencial para el funcionamiento de la memoria y se ha logrado bloquearla con un medicamento que aún está en su fase experimental. La molécula se llama PKMzeta y los científicos descubrieron que se activaba cuando una experiencia empezaba a asentarse en el cerebro. Así, la neurociencia se prepara para editar la memoria, como si se pusiera un escrito dentro de un procesador de textos. Hasta ahora la eliminación de ciertos recuerdos desagradables ha sido una función reservada al inconsciente que, lejos de hacerlos desaparecer, los deja sumergidos en su témpano. Allí lo vivido no queda eliminado, sino latente, cumpliendo un destino secreto. Pero en este caso sería factible borrar todo trazo de lo ocurrido. Uno imagina, en la misma lógica, aunque en la direc-
ción inversa, que se podrán implantar también recuerdos donde no los hay. Imaginemos una agencia de turismo que no venda viajes, sino recuerdos de viajes que nunca han existido. Estas cosas se hacen con un fin siempre loable, además de comercial: el olvido de miedos crónicos, heridas, y hasta de adicciones, que son una forma de comportamiento aprendido. Pero ¿es necesario desaprender una adicción de manera artificial? ¿No tienen una función los malos recuerdos, los traumas, los remordimientos, o las experiencias desagradables? ¿Qué desaparecería de nosotros si estos recuerdos fueran borrados? ¿En qué equilibrio invisible estaríamos metiendo mano? Lo que a veces se deja de lado, el verdadero olvido en curso, es que existen consecuencias imprevisibles para lo que hacemos, en particular cuando modificamos la Naturaleza con el fin de perfeccionarla. De por sí, este tipo de cosas nunca pasan de su fase experimental, porque no son acompañadas por una reflexión acerca de sus efectos secundarios, que pueden ser más profundos que los primarios. Una intervención sobre las expe-
riencias “negativas” sería equivalente a eliminar los virus dentro de un organismo, por ser malos. Sólo que lo dejaríamos totalmente vulnerable e inerme, porque no tendría la posibilidad de aprender a generar anticuerpos. ¿Y si aquellas cosas que consideramos males, como una neurosis o un trauma, nos estuvieran en realidad protegiendo de un mal mayor? En cierto sentido, el pasado nunca está concluido y siempre está escribiéndose. Mediante el recuerdo, siempre tiene uno la posibilidad de examinar la propia vida, cosa que equivale a editarla, ya que las cosas que nos han ocurrido pueden modificar su sentido a la luz de nuevas interpretaciones. Aunque diferente es eliminar materialmente partes de la memoria. En realidad, desconocemos las razones por las cuales las cosas son como son. Causa desagrado que la vida sea ambivalente y que deje rastros de su ambivalencia. Pero, ante lo que no comprendemos, tal vez sea mejor orientar el esfuerzo a dotarlo de sentido que a eliminarlo mediante un artificio.
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