Catorce minutos de reflexión

11 oct. 2010 - traña conjunción que es el ser humano, con un costado oscuro, detestable a veces, y otro luminoso, casi angelical. Como los dos personajes ...
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OPINION

Lunes 11 de octubre de 2010

Para combatir la corrupción EZEQUIEL NINO

I

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TESTIMONIO DE MARIO VARGAS LLOSA SOBRE COMO RECIBIO EL NOBEL DE LITERATURA

Catorce minutos de reflexión Continuación de la Pág. 1, Col. 2

PARA LA NACION

A

HONDAR sobre los perjuicios sociales que trae aparejada la corrupción se vuelve ya sobreabundante. Existen amplísimos consensos acerca de las consecuencias negativas que acarrea sobre las instituciones democráticas, el desarrollo económico e incluso sobre su claro vínculo con concretas vulneraciones a los derechos humanos de los grupos más desfavorecidos de la sociedad. La corrupción tiene efectos nocivos también a nivel social. Genera una competencia desleal a favor de quien se aprovecha de sus ventajas y desincentivos para emprender actividades de manera honesta. Entre los ciudadanos produce desconfianza y los efectos contrarios a los de un proyecto colectivo. Existen coincidencias, entre los actores relevantes en la materia, sobre las medidas que deben adoptarse, aunque las decisiones políticas que se toman no coinciden con esos acuerdos. Entre otras propuestas, vale la pena destacar la necesidad imperiosa de que se produzcan reformas estructurales en la Unidad de Información Financiera, organismo encargado de evitar y sancionar el lavado de dinero. Un reciente informe del GAFI criticó con términos extremadamente duros los nulos avances realizados en esta área. A su vez, resulta imperativo que se adopten medidas legislativas y judiciales para enfrentar de una vez la impunidad de la corrupción. Prácticamente, todas las denuncias se encuentran estancadas en la etapa escrita de los procesos. Como complemento, los organismos estatales pertinentes no solicitan el embargo de bienes sospechosos de haber sido adquiridos de manera ilegítima y, en consecuencia, no se producen los recuperos de los activos ilegítimamente apropiados. Por otro lado, pese a los numerosos escándalos que se produjeron a partir de la utilización indebida de fondos reservados en poder de la Secretaría de Inteligencia del Estado –como el caso de las coimas en el Senado de la Nación– no se llevó adelante, desde entonces, ninguna reforma para evitar que se reiteren. Otros ámbitos clave para la prevención de la corrupción incluyen el fortalecimiento –y dotación de mayor autonomía– de los organismos de control, revisiones sesudas sobre el financiamiento de las campañas electorales, la regulación sobre los Aportes del Tesoro Nacional a las provincias y los subsidios estatales a organizaciones sin fines de lucro y a particulares. A ello debe agregarse que los estados provinciales se encuentran en situación aún más precaria, pues prácticamente no existen mecanismos de transparencia y rendición de cuentas. Estas falencias nos ubican cada vez más entre los Estados más retrasados en estos aspectos. Desde una visión pragmática, debe advertirse que la aún exigua experiencia democrática del período que se inició en 1983 indica que el año previo y el año posterior a las elecciones presidenciales suelen brindar las mejores circunstancias para los avances en estas áreas, pues, en ambas situaciones, se busca exhibir a la ciudadanía un compromiso diferenciado frente al reclamo de integridad de los representantes. Por esa razón, corresponde robustecer –desde todos los sectores sociales involucrados– los esfuerzos para obtener algunas de las transformaciones necesarias. © LA NACION El autor es codirector de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia

narrador omnisciente de la historia es una astuta ausencia erudita, libresca, barroca y rebuscada que narra desde muy cerca de la sensibilidad del esclavo Ti Noel, quien cree en los Grandes Loas del vudú y que los hechiceros del culto, como Mackandal, gozan del don de la licantropía, es decir, pueden transformarse en animales a voluntad. Hacía por lo menos veinte años que no la releía y su poder de persuasión seguía siendo irresistible. De pronto advertí la presencia de Patricia en la salita. Se acercaba con el teléfono en la mano y una cara que me asustó. “Una tragedia en la familia”, pensé. Cogí el aparato y escuché, entre silbidos, ecos y eructos eléctricos, una voz que hablaba en inglés. En el instante en que alcancé a distinguir las palabras Swedish Academy la comunicación se cortó. Estuvimos callados, mirándonos sin decir nada, hasta que el teléfono repicó otra vez. Ahora sí se oía bien. El caballero me dijo que era el secretario de la Academia Sueca, que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura y que la noticia se haría pública dentro de catorce minutos. Que podía escucharla en la televisión, la radio y el Internet. –Hay que avisar a Alvaro, Gonzalo y Morgana –dijo Patricia. –Mejor esperemos que sea oficial –le contesté. Y le recordé que, hacía muchos años, en Roma, nos habían contado la broma pesada que le jugaron unos amigos (o más bien enemigos) a Alberto Moravia, haciéndose pasar por funcionarios de la Academia Sueca y felicitándolo por el galardón. El alertó a la prensa y la noticia resultó un embrollo de mal gusto. –Si es cierto, esta casa se va a volver un loquerío –dijo Patricia–. Mejor dúchate de una vez. Pero, en vez de hacerlo, me quedé en la salita, viendo asomar entre los rascacielos las primeras luces de la mañana neoyorquina. Pensé en la casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde pasé mi infancia, y en el libro de Neruda Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que mi madre me había prohibido leer y que tenía escondido en su velador (el primer libro prohibido que leí). Pensé en lo mucho que le hubiera alegrado la noticia, si era cierta. Pensé en la gran nariz y la calva reluciente del abuelo Pedro, que escribía versos festivos y explicaba a la familia, cuando yo me negaba a comer: “Para el poeta la comida es prosa”. Pensé en el tío Lucho, que, en ese año feliz que pasé en su casa de Piura, el último del colegio, escribiendo artículos, cuentecitos y poemas que publicaba a veces en La Industria, me animaba incansablemente a perseverar y ser un escritor, porque, acaso hablando de sí mismo, me aseguraba que no seguir la propia vocación es traicionarse y condenarse a la infelicidad. Pensé en el estreno, ese mismo año, en el Teatro Variedades de Piura, de mi obrita La huida del Inca, que mi amigo Javier Silva publicitaba a voz en cuello por las calles con una gran bocina, desde el techo de un camión, y en la bella Ruth Rojas, la Vestal de la obra, de la que yo estaba enamorado en secreto. –Es una tontería pensar que esto puede ser una broma –dijo Patricia–. Llamemos a Alvaro, Gonzalo y Morgana de una vez. Llamamos a Alvaro a Washington, a Gonzalo a Santo Domingo y a Morgana a Lima, y todavía faltaban siete u ocho minutos para la hora señalada. Yo pensé en Lucho Loayza y Abelardo Oquendo, los amigos de adolescencia, y en la revista Literatura, de la que sacamos apenas tres números, de nuestro manifiesto contra la pena de muerte, del homenaje a César Moro y de las feroces discusiones que a veces teníamos sobre si Borges era más importante que Sartre o éste que aquél. Yo sostenía lo último y ellos lo primero y eran ellos, por supuesto, quienes llevaban la razón. Fue entonces cuando me pusie-

AFP

Vargas Llosa, durante la conferencia de prensa, en Nueva York, para referirse al otorgamiento del Nobel de Literatura ron el apodo (que a mí me encantaba): “El sartrecillo valiente”. Pensé en el concurso de La Revue Francaise que gané el año 1957, con mi cuento “El desafío”, que me deparó un viaje a París, donde pasé un mes de total felicidad, viviendo en el hotel Napoleón; en las cuatro palabras que cambié con Albert Camus y María Casares en las puertas de un teatro de los Grandes Bulevares, y mis desesperados y estériles esfuerzos para ser recibido por Sartre aunque fuera sólo un minuto para verle la cara y estrecharle la mano. Recordé mi primer año en Madrid y las dudas que tuve antes de decidirme a enviar los cuentos de Los jefes al Premio Leopoldo Alas, creado por un grupo de médicos de Barcelona, encabezado por el doctor Rocas y asesorado por el poeta Enrique Badosa, gracias a los cuales tuve la enorme alegría de ver mi primer libro impreso. Pensé que, si la noticia era cierta, tenía que agradecer públicamente a España lo mucho que le debía, pues, sin el extraordinario apoyo de personas como Carlos Barral, Carmen Balcells y tantas otras, editores, críticos, lectores, jamás hubieran alcanzado mis libros la difusión que han tenido.

Y pensé lo increíblemente afortunado que yo he sido en la vida por seguir el consejo del tío Lucho y haber decidido, a mis veintidós años, en aquella pensión madrileña de la calle del Doctor Castelo, en algún momento de agosto de 1958, que no sería abogado sino escritor y que, desde entonces, aunque tuviera que vivir a tres dobles y un repique, organizaría mi vida

Pensé en lo maravillosa que es la vida que inventamos para trasladarnos a otra, más libre, a través de la ficción de tal manera que la mayor parte de mi tiempo y energía se volcaran en la literatura, y que sólo buscaría trabajos que me dejaran tiempo libre para escribir. Fue una decisión algo quimérica, pero me ayudó mucho, por lo menos psicológicamente, y creo que, en sus grandes rasgos, la cumplí en mis años de París, pues los trabajos en la Escuela Berlitz, la Agence France Presse y la Radio Televisión Francesa me dejaron siempre algunas horitas del día

para leer y escribir. Y pensé en la extraña paradoja de haber recibido tantos reconocimientos, como éste (si la noticia no era una broma de mal gusto), por dedicar mi vida a un quehacer que me ha hecho gozar infinitamente, en la que cada libro ha sido una aventura llena de sorpresas, de descubrimientos, de ilusiones y de exaltación, que compensaban siempre con creces las dificultades, dolores de cabeza, depresiones y estreñimientos. Y pensé en lo maravillosa que es la vida que los hombres y las mujeres inventamos, cuando todavía andábamos en taparrabos y comiéndonos los unos a los otros, para romper las fronteras tan estrechas de la vida verdadera, y trasladarnos a otra, más rica, más intensa, más libre, a través de la ficción. A las seis en punto de la mañana las radios, la televisión y el Internet confirmaron que la noticia era cierta. Como predijo Patricia, la casa se volvió un loquerío y desde entonces yo dejé de pensar y, casi casi, hasta de respirar. © Mario Varga Llosa, New York, octubre de 2010. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAIS, SL, 2010.

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Caperucita y el Lobo están de vuelta V

OLVIERON el viernes 1º de octubre. Los turistas que iban exclusivamente a verlos, las niñitas cumpleañeras que querían sacarse una foto con ellos, todos los que los extrañaban pueden volver a visitarlos en la plaza Sicilia (sobre avenida Sarmiento, llegando a Libertador, mano izquierda, muy cerca de la calesita). No hubo suelta de globos ni cotillón ni refrescos para celebrarlo, pero sí una pequeña ceremonia en la cual el Ministerio de Ambiente y Espacio Público porteño restituyó a la pequeña Caperucita Roja y su amigo el Lobo a su último domicilio conocido, en el parque Tres de Febrero. Lo de último domicilio conocido no es una ironía. Caperucita y el Lobo Feroz, la creación del escultor francés Jean Carlus, han sufrido varias mudanzas. Un correo electrónico (un e-mail de e-mails, verdaderamente) de la doctora Sonia Berjman, curadora

el año pasado de la muestra sobre el arquitecto Carlos Thays, agregó datos precisos a esta afirmación. El e-mail reúne los recuerdos de Berjman y de dos amigas, Nelly Perazzo, ex presidenta de la Academia de Bellas Artes, y la doctora María del Carmen Magaz, especialista en historia de los monumentos porteños. Escribe Berjman: “Entre los habitantes de la ciudad hay algunos muy especiales: en vez de moverse libremente por el espacio urbano como nosotros, los humanos, se quedan quietos en sus domicilios y esperan nuestra visita. Son los monumentos y esculturas que hacen de Buenos Aires una ciudad-museo al aire libre casi única en el mundo. La Caperucita es una de sus vecinas más singulares; salió de su libro de cuentos para instalarse en un bosque artificial, pero especial para los porteños”. Y a continuación transcribe lo escrito por Nelly Perazzo: “Re-

GRACIELA MELGAREJO LA NACION

cuerdo a Caperucita en las barrancas de Belgrano (su primer domicilio). Lucía espléndida, tan blanca contra la barranca verde coronada por la balaustrada. Para mí, era la reina de las Barrancas. Cuando yo era pequeña todavía había clases en los colegios el día sábado; ése era el día que nos iba a buscar mi papá, porque en su trabajo hacían sábado inglés. Volvíamos del colegio Normal Nº 10 caminando hasta nuestra casa. Por eso recuerdo a Ca-

perucita con tanta alegría y con tanto sol. La visitaba el día en que paseaba con mi padre”. Por su parte, la doctora Magaz aclara: “Caperucita Roja y el lobo estuvieron emplazados primero en las Barrancas de Belgrano y luego en la plaza Lavalle, antes de encontrar, en 1972, en el parque Tres de Febrero, su entorno definitivo, integrando el bosque de mármol al verde del parque. Esta obra única responde a la temática infantil que en las primeras décadas del siglo XX, junto con las alegorías de origen grecolatino, ornamentaron las plazas y parques de la ciudad de Buenos Aires. Jean Carlus esculpió de manera romántica a la ingenua niña y el lobo que la acecha. Es un grupo escultórico para recorrer, descubrir los infinitos detalles artísticos de la obra y permitirnos un momento de fantasía en medio de la acelerada vida de la ciudad”.

Por fin, un recuerdo personal y una última reflexión. Hace años, el padre jesuita Marcos Pizzariello tenía una audición en Radio Municipal, que se llamaba “Tres minutos con usted”. En una ocasión, dijo una frase inolvidable: “Si la fiera no ruge, el ángel no canta”. El reverendo padre se refería a esa extraña conjunción que es el ser humano, con un costado oscuro, detestable a veces, y otro luminoso, casi angelical. Como los dos personajes del cuento infantil: uno define al otro, y los dos están eternamente unidos, en el arte y en la vida. Quizá por eso, la niña blanca (más blanca ahora, que los expertos de Monumentos y Obras de Arte le han devuelto parte de su antiguo esplendor) no se muestra sorprendida de encontrarse con el lobo. Y el lobo sonríe (¡sí, sonríe!), con expresión seráfica. © LA NACION [email protected] Twitter: @gramelgar