Venganza en lugar de justicia

17 ene. 2011 - código del honor y la omertà, el juramento de silencio, so pena de muerte, acerca de los asuntos en los que están involucrados los integrantes ...
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OPINION

Lunes 17 de enero de 2011

I

LINEA DIRECTA

MALPARIDA, REFLEJO DE UNA SOCIEDAD DEGRADADA

Platos timoratos y teteras de porcelana

Venganza en lugar de justicia

GRACIELA MELGAREJO LA NACION

L

OS grandes escritores en lengua española, los que nos cautivan y nos roban el sueño con sus historias, sus poemas o sus ensayos, también nos enseñan mucho sobre nuestro propio idioma. Esta afirmación puede parecer trivial, trillada, pero lo obvio, a veces, es lo que pasa más inadvertido (recordar, si no, “La carta robada”, de Edgar Allan Poe). Ya vamos a ver por qué. El lector Coriolano Fernández, entre molesto y resignado, escribe en su correo electrónico del 12/1 que “se ha generalizado decir predio en vez de lugar (o terreno), precipitaciones en vez de lluvia, y plata en vez de dinero. La ausencia de sinónimos, a mi juicio, empobrece todo discurso, y la televisión y la radio, como siempre, contribuyen al empobrecimiento. Podrían multiplicarse los ejemplos, pero baste uno, acaso paradigmático: decir y escribir tiempo y nunca clima”. No anda descaminado el lector; aquí mismo se ha comentado que pronto todo hecho, acontecimiento o caso (por nombrar sólo algunas posibilidades) va a terminar siendo un evento. Lo mismo ocurre con generar, que ha reemplazado (sin remordimiento alguno por parte de la mayoría de los hablantes) a realizar, producir, provocar y –lo que es quizá más alarmante– crear. Hoy, todo se genera o es generado, como la electricidad. Sin ir más lejos, originario, que quiere decir “que da origen a alguien o algo” o “que trae su origen de algún lugar, persona o cosa”, ha pasado a suplantar a indígena o aborigen en la expresión, hoy tan popular entre nosotros, de “pueblos originarios”. Algo parecido sucede con étnico, cuando oímos decir que alguien es “étnico” (?). Otra lectora, la profesora Claudia L. E. de Caamaño, en un correo electrónico dirigido a esta columna, dice que se quedó pensando “si realmente tendrá razón el director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua, cuando afirma que las diferentes modificaciones que se realizan a la lengua «funcionan de acuerdo con las necesidades que tiene una sociedad»”. Ocurre que Blecua, respondiendo a otra pregunta de la misma entrevista que le hicieron en el diario español El País el 21/12/10 (citada en Línea Directa del 10/01), dice también: “En este momento parece que [el español] tiende a elementos muy simples”. Y agrega: “La fuerza de los medios hace que hoy la dinámica del cambio lingüístico sea muy rápida. Uno enciende la radio por la mañana y ve que sensibilidad ha cambiado de significado totalmente en tres meses, o que no se hace nada sin un plan b, casi nadie habla ya de alternativa”. Pero para Blecua, que se define a sí mismo como “un profesor de lengua”, la solución para todos los problemas es leer más. “Vargas Llosa –dice– unifica mucho más de lo que pueda disgregar el spanglish.” De ahí que, ahora sí, podamos volver al principio de la columna y a las enseñanzas de los grandes escritores. Por ejemplo, ¿qué niño o adolescente argentino sabe, si se le pregunta de sopetón, qué quiere decir timorato? Sin embargo, es casi seguro que pueda tararear de memoria y entender estos versos inolvidables por su belleza y humor: “Un plato timorato/ se casó anteayer./ A su esposa, la cafetera/ la trata de usted./ Yo no sé por qué”. ¿Quién sino una gran escritora como María Elena Walsh, que dominaba tan excepcionalmente el español, puede haber rescatado el adjetivo timorato (“tímido, indeciso, encogido”, pero también, “que se escandaliza con exageración de cosas que no le parecen conformes a la moral convencional”) para aplicárselo a un plato que se casó con una cafetera, en la “Canción de tomar el té”, en la que la tetera “es de porcelana,/ pero no se ve”? Como Osías el Osito en el bazar, para solucionar el problema del “empobrecimiento del lenguaje” hay que leer más. Leer, por ejemplo, “cuentos, historietas y novelas”, pero “de la mano de una abuela que las lea en camisón”. © LA NACION [email protected] Twitter: @gramelgar

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Continuación de la Pág. 1, Col. 2 aunque ese daño no haya sido ilegal. Es el caso de la amante abandonada que mata a su ex amado y a su nueva compañera por motivos sentimentales. Pero la venganza también es el último recurso que le queda a una víctima contra la que se ha cometido un delito por el que el culpable no ha pagado su pena ante la sociedad. Esa venganza es la de quien, según la expresión popular, “hace justicia por mano propia”. Es sugestivo que, en el último tiempo, al hombre o la mujer que actúa de ese modo, se le aplique, en la Argentina, la expresión “justiciero”, de significado por completo distinto. En el Diccionario de la Real Academia Española, “justiciero” es quien “observa estrictamente la justicia en el castigo de los delitos”. El que mata en represalia, en cambio, incurre en un nuevo crimen. La venganza es común en las sociedades donde la justicia del Estado no funciona, en las que los delitos sólo son castigados por medio de un escarmiento privado, es decir, otro delito. La organización mafiosa, a la manera siciliana, es uno de esos ejemplos de trama social, donde la venganza se convierte en un método de “justicia”. Un detalle: la Mafia es una familia cuyos miembros se rigen por el código del honor y la omertà, el juramento de silencio, so pena de muerte, acerca de los asuntos en los que están involucrados los integrantes de la Cosa Nostra. Un silencio semejante cierra las bocas de los personajes de Malparida, cuando callan los crímenes cometidos por allegados. En el caso de Malparida, la venganza responde al primer tipo, a un hecho que, en principio, no tiene nada que ver con la delincuencia; sin embargo, como casi toda venganza, produce delincuentes y revela la degradación social del país. María Herrera, una joven pobre, abandonada por su marido, Felipe Medina, con quien tuvo una hija, Renata Medina (de adulta, Juana Viale), se enamora de Lorenzo Uribe (Raúl Taibo), un rico heredero. María queda embarazada del apuesto millonario y tiene un hijo, Manuel, pero no logra hacérselo saber al hombre que ama. Le entrega una carta con esa información a Olga, el ama de llave de los Uribe, que jamás se la hace llegar al bienintencionado Lorenzo porque no quiere alterar la paz de la familia que éste va a formar con Nina, una mujer de clase alta como él. (El personal de servicio esnob es desaconsejable) Por lo tanto, como se cree abandonada por Lorenzo, María se suicida ante los ojos de la pequeña Renata. La madre de María Herrera, Gracia (la excelente Selva Alemán, una tuerta sublime de crueldad, especie de Maria Callas del conurbano), jura que vengará la muerte de su hija y educa a su nieta en el odio a los Uribe, en el culto a la Virgen y a San La Muerte, pero sobre todo prepara a Renata para llevar a cabo la Misión (así con mayúscula), es decir la ruina y la eliminación de Lorenzo y su familia. Apenas Renata, convertida en una muchacha de una hermosura que corta el aliento logra infiltrarse en la empresa inmobiliaria de los Uribe, se enamora de Lautaro (Gonzalo Heredia), el hijo de Lorenzo y Nina. Lautaro, a su vez, queda hechizado por Renata y, con ese amor, la Misión se complica. En poco tiempo, Renata asesina a seis personajes, entre ellos a su propio padre, a la madre y a la esposa de Lautaro. Además, se convierte en la esposa de Lorenzo y en la amante de Lautaro, del detective Lucas Carvallo (Luciano Castro) y de Eduardo Uribe (Gabriel Corrado), el siniestro y poderoso hermano de Lorenzo. Por supuesto, los culpables logran evadir la ley por medio de coimas.

Juana Viale, en Malparida La Argentina es uno de los países en los que la Justicia, en la ficción y en la realidad, no funciona bien y donde está muy difundida la idea, real o fantaseada, de que distintos grupos mafiosos ejercen y se disputan el poder. A la corrupción de los funcionarios políticos, la policía y la presunta complicidad de los magistrados con los poderosos de turno (a veces probada), se suma una legislación que no parece la más adecuada. Todo eso se ve en Malparida. La “sensación” de fragilidad legal y educativa (¿alguien reparó en el modo de hablar de los personajes más jóvenes de la telenovela?) contribuye a la degradación social y es algo contra lo que se resiste buena parte de la población argentina que no quiere caer en la barbarie. Quizá por eso los casos de justicia por mano propia

¿A quién le importan las debilidades de un libreto inverosímil si en cada capítulo hay un asesinato, una traición? no sean numerosos (además, existe una fuerte oposición a la pena de muerte). En cambio, hay un constante y masivo reclamo de justicia estatal por parte de las víctimas de delitos. Muchas veces se señaló que los familiares de desaparecidos durante la última dictadura siempre recurrieron a las instancias legales para castigar a los responsables y nunca ejercieron la violencia por propia mano: un hecho de suprema dignidad. Ahora bien, más allá de la moderación y civilidad con que actúan en el país la mayoría de las víctimas y sus allegados, el inconsciente hace su trabajo oscuro y, por algún camino de pesadilla, es decir, de ensueño, debe encauzarse. Quizá de esos monstruos nocturnos se nutra el éxito de Malparida. La fascinación que ejercen Renata Medina y Gracia, su abuela, acaso se deba

a la catarsis que producen en la sociedad dos mujeres sin escrúpulos, que ponen en acto sus emociones más primarias y utilizan para ese fin la inteligencia, la superstición y el sexo. No hay ley ni tabú que Renata y Gracia no infrinjan con tal de lograr la ruina de Lorenzo Uribe. Es imposible no condenarlas, pero se hace muy difícil no seguir sus abominables crímenes con sádica complacencia. Cada uno de sus asesinatos se comenta con la misma pasión con que un hincha de fútbol celebra los goles de su equipo. Renata mató a seis personajes y ya se acumularon en la temporada más de 20 cadáveres de asesinos varios: un pequeño cementerio del altiplano. Lo bueno de Malparida es que exhibe, sin ánimo de condena, con un carácter costumbrista, algunas deformaciones sociales muy profundas. El paradójico sentimiento “religioso” de Gracia, la abuela de Renata, que rinde un culto diabólico a San La Muerte, la Virgen, Jesús y Dios, es una caricatura de prácticas comunes en la vida real. A esas figuras de fe, abuela y nieta les piden que las ayuden a cumplir la Misión, es decir, a matar a Lorenzo. Renata besa una medallita antes y después de asesinar a un amante. No ve ninguna contradicción en ese acto. En ese sentido, los autores de Malparida reflejan, por medio de un personaje perverso, el carácter contractual de varios cultos religiosos, tal como se los desarrolla en la actualidad. Por supuesto, se puede decir que las creencias de Gracia y Renata son mera superstición. Y es cierto. Pero las imágenes en que Gracia aparece rogando a San La Muerte y se la ve rodeada de estampitas, velas, y pequeñas esculturas que representan a santos y virgencitas, no difieren casi en nada de las que se ven en los noticieros televisivos cuando se registran peregrinajes, aniversarios del santoral y colas frente a santuarios (por ejemplo, San Cayetano). La religión como vínculo sagrado con Dios, la idea y la experiencia mismas de la sacralidad parecen haber desaparecido para dejar lugar a un pacto

comercial, “Doy para que me des”, que revela otro aspecto de degradación espiritual. El genuino vínculo con la divinidad nunca fue un trueque. Orar es ante todo despojarse del yo, no ser el primero de la fila ante el altar. La promiscuidad de Renata es otro de los atractivos de la telenovela. La muchacha pasa de una cama a la otra con una naturalidad en la que no queda el menor resquicio para la culpa o el pudor. Lo hace con la actitud de un depredador sexual masculino. Quizá sea otra forma de venganza, pero de género. El sexo para ella no tiene importancia, salvo cuando se encuentra con Lautaro, al que ama. Jamás se sabrá si goza o finge cuando se acuesta con Lorenzo y Eduardo Uribe o con el detective Lucas Carvallo. Con ellos

Nadie duda de que, al final, ella recibirá el merecido castigo y todos nos sentiremos buenos, higiénicos y absueltos nunca pierde el control, quizá porque el hielo también quema. Una situación envidiable para las espectadoras que pueden fantasear, desde sus casas, con los varones más apuestos de la televisión (distintas edades y tipos físicos), y eliminarlos con Juanita Viale. Malparida es un entretenimiento muy bien pensado, porque ¿a quién le importan las debilidades de un libreto inverosímil, si en cada capítulo hay un asesinato, una traición, un adulterio, una espalda y un torso desnudos, un tabú pisoteado y la cara perfecta de belleza y maldad de Juana Viale? Nadie duda de que, al final, ella recibirá el merecido castigo y todos nos sentiremos buenos, higiénicos y absueltos de haber visto tanta crueldad amontonada... © LA NACION

Esas pasiones inconfesables IVONNE BORDELOIS PARA LA NACION

U

N ejercicio válido de nuestra capacidad crítica es exponerla al asombro que nos causa nuestra adicción a causas estéticas indefendibles. En nuestro haber contamos todos con alguna horrenda canción que marcó a fuego nuestra adolescencia, una inconfesable película cuyas escenas todavía nos persiguen, un libro miserable que inexplicablemente nos fascina. Tal ha sido mi caso con Malparida. Carente como soy de las disciplinas sociosemánticas que caracterizan a nuestra sofisticada ciudad, he intentado comprender por mí misma las causas de mi deplorable dependencia, y trato aquí de compartir humildemente estas consideraciones con el público del llano al que pertenezco. Confieso que tan intensa ha sido mi afición que llegó al punto de incitar a queridos y respetables amigos a abandonar o interrumpir una grata cena o un diálogo relevante para asistir conmigo al episodio imprescindible del día. Debo decir que sus reacciones en estas circunstancias variaron explicablemente entre el sopor y la cólera no disimulada. Estas infracciones a la cortesía más elemental han acentuado mi intriga ante mi propia conducta. Puesta a reflexionar sobre el tema, me pregunto: ¿qué es lo que puede disculpar un guión oprobiosamente inverosímil, que llega a desafiar las ya experimentadas tragaderas del televidente argentino? ¿De qué modo misterioso, por ejemplo, el mismo hospital y la misma patética en-

fermera reciben a los múltiples contusos y agonizantes que la trama va produciendo sin descanso, víctimas de asesinatos, asaltos o accidentes ocurridos en los más diversos lugares? Y entre estos incidentes ¿cómo se justifican las circunstancias más cómicamente macabras –como la súbita caída de una cruz de cementerio sobre la cabeza de la protagonista, sutileza simbólica ocasionada por las crueles palabras de su exasperado ex amante? El único modo de reparar estos dislates es equilibrarlos con ciertos destellos compensatorios; enumero aquí los que más me impresionaron. Un acierto indiscutible es la canción inicial, una letanía flamenca a modo de conjuro o exorcismo, que propone la lectura crítica, ética y analítica de la Malparida: Tú eres la reina de los excesos/ La boca con más besos y menos corazón/ Tú eres la flor del adulterio/ Los labios del misterio, la voz de la traición.// Tú eres la virgen de la avaricia/ Y controlas tus caricias con una calculadora./ Tú eres una loca desalmada, /una mujer muy despechada/ La que nunca se enamora./ No tienes corazón, no tienes sentimientos,/ No tienes religión, no tienes miramientos/ No te queda pasión, tan sólo sufrimiento. Controladora, frígida, resentida, condenada a la desesperación: tal es el retrato de la protagonista, que omite el motivo de su ascenso triunfal: su devastadora belleza, acompañada por una inteligencia rayana en la locura. Aquí aparece otra de

las características de esta telenovela, que abandona las habituales dicotomías de los pobres honestos contra los ricos malvados, y parte las aguas entre los hábiles y veloces por un lado y los ingenuos imperdonables por el otro. El defecto más notable de los ricos “buenos” no es la codicia, sino un candor cercano a la estupidez, que sádicamente hace las delicias de un televidente preparado a celebrar las más obvias carencias de los llamados privilegiados. Sólo la maestría de Raúl Taibo ha podido superar el desafío de los excesos

Otro hallazgo indiscutible es el personal oficinesco, con un perfil Almodóvar como el de Mabel, de un humor certero y nefasto evidentes del guión en ese sentido. Otro hallazgo indiscutible es el personal oficinesco, con un perfil Almodóvar como el de Mabel, de un humor tan certero como nefasto, o la histérica Noelia, cuyo dialecto plagado de anglicismos es una imperdible joya de observación lingüística contemporánea. La pertenencia de clase en este grupo es notable: uno de los momentos culminantes de la serie, a mi entender, se da cuando Abel se enfrenta con el despótico Soriano diciéndole memorablemente: “Dinero y miedo, nunca tuve”.

Por fin, en los últimos episodios asoma una temática que queda en ciernes pero no deja de ser interesante: la obligación de denuncia ante la Justicia, opuesta a la lealtad con respecto a los pares. Un pacto de silencio entre los habitantes de Monte Pío protege los designios de la Malparida. Vanessa se niega a ser “buchona” entre los VIP, para luego comprender el elevado precio de su silencio. El moralismo evidente de un guión –que no deja de ser algo perverso en este sentido– es también una advertencia: la solidaridad de clase no debe llegar al encubrimiento. Borges señalaba que sólo en Estados Unidos cabía que se admitiera legalmente la denuncia de un cómplice como atenuante de culpa –lo que aquí se llama la figura del arrepentido, que acabó por adoptarse jurídicamente–. Nuestros códigos de amistad, decía Borges, nos lo prohíben. Uno de los curiosos méritos de Malparida es plantear este dilema, que desdichadamente cada día se vuelve más vigente entre nosotros. No sé si estas reflexiones disculpan las culpables propensiones nocturnas que aquí he confesado. A veces es fascinante presenciar cómo los burdos desvaríos de una trama inverosímil pueden ser rescatados por la acrobacia en los detalles laterales de una puesta en escena inesperada. Que éste sea mi descargo, como arrepentida, por una afición inconfesable. © LA NACION