ños. Si se reemplaza la luz del mediodía por la nocturna y se traslada la escena a la Via Margutta, se podría pensar que la mejor trascripción fílmica de este cuadro podría haber sido aquella cena en la calle, de 1938, que Fellini reconstruyó en su falso documental, también autobiográfico, Roma.
La primera novela de Alicia Steimberg, Músicos y relojeros, se publica en Italia cuarenta años después de su lanzamiento
Los domingos todos almorzábamos en Donato Álvarez. Iban los novios de Otilia y Amanda. Los hombres alegraban la mesa. Eran conversadores, traían botellas de vino, la sentaban a una en sus rodillas para mostrar cómo estaba aprendiendo a leer. Las mujeres no se peleaban. Yo recitaba, probaba el oporto de papá, y decía que lo quería a mi hermanito.
Las letras de la venganza POR NÉSTOR TIRRI Para La Nacion
ARCHIVO / TONY VALDEZ
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ay una edición tardía de Músicos y relojeros, de 1994, en la que esta novela de 1971 fue relanzada por Planeta junto con Su espíritu inocente, otro relato de la misma autora. Podría decirse que Alicia Steimberg, con “su espíritu inocente” de fines de los años 60, concibió y compuso Músicos y relojeros, su primera novela que, al cumplirse 40 años de su aparición, conserva su frescura. Además acaba de conocer una nueva epifanía: la editorial Lantana la ha lanzado en Roma con el título Musica e orologi, en traducción de la escritora piamontesa Silvia Rupati. “No puedo creer que hayan pasado 40 años desde el día en que el Centro Editor de América Latina lanzó mi primer libro”, dice Alicia, mientras despliega sobre la mesa del living de su casa las numerosas ediciones (cinco en castellano, más las traducciones) que su novela “primogénita” fue acumulando a lo largo de los años. Su azoramiento ante el paso del tiempo se parece a la mirada a veces desconcertada de la narradora de Músicos..., una niña que se va convirtiendo en adolescente y que narra el microcosmos familiar con un sesgo afectivo sutil. Aunque a veces las tintas son fuertes: “El personaje de la abuela, verdadera fuerza de la naturaleza, podría haber sido inventado por Jorge Amado en colaboración con Sholem Aleijem”, afirmó el crítico de Kirkus Review cuando apareció en Estados Unidos. Hay un cuadro familiar que se remonta a 1938, un bullanguero almuerzo en el que confluyen las tías, sus novios y los ni-
Sus libros * * * * * * * * * *
Músicos y relojeros (1971). La loca 101 (1973). Su espíritu inocente (1981). Como todas las mañanas (1983). El árbol del placer (1986). Amatista (1988). Cuando digo Magdalena (1992). Vidas y vueltas (1999). La selva (2000). La música de Julia (2008).
Las peleas entre las tías y las rivalidades de la parte materna de la familia con la paterna provocarán chispazos violentos. Los rastros autobiográficos son explícitos: en la escuela, la maestra nombra a la narradora “niña Steimberg”, mientras que las cartas de la madre están encabezadas por “Alicia”. Es difícil desentrañar cuánto de ficcional invade la reconstrucción de aquel entorno familiar. “Mamá me escribía las cartas en épocas de escuela secundaria –aclara la autora–. Me acuerdo de su dureza; y podría escribir un libro a la manera de mamá que sería terrorífico. Eso se continúa en Su espíritu inocente, mi segunda novela. Fui exigida y maltratada. Lo que había de ternura y de afecto verdadero se dio con mi papá, que se fue cuando yo tenía ocho años. Y donde sí recibí afecto fue en la escuela. En casa, la condición de judíos era un peso espantoso, algo de lo que no había que hablar, lo cual era terrible para una niña. En cuanto a mi reelaboración de todo aquello, no fue algo calculado; nunca pensé ‘cómo lo reelaboro’ sino, más bien, ‘cómo me voy a vengar de todo lo que vivimos en casa’.” La venganza se dio. A la colectividad judía –y principalmente al círculo de Alicia– le molestó mucho cómo la incipiente escritora desnudaba la intimidad familiar, sobre todo las peleas entre las hermanas. “Había mucho de conventillo –apunta la autora–, y por eso la edición italiana es muy significativa, porque italianos, gallegos y judíos convivieron en los conventillos porteños, y que yo exhumara ese rasgo conventillero a los de la colectividad los mató.” La Steimberg adulta que reconstruye aquella cotidianidad familiar no se guarda nada. La figura de la madre es tratada sin concesiones: la descripción de sus reprimendas desnudan una cruel inoculación de culpas, como en la escena del castigo a la niña porque se atrevió a tallar con la punta de un compás, en la madera del receptor de radio, una figura femenina. “No puedo entender cómo me animé a hacer eso –evoca Alicia a la distancia–. Yo
dibujaba chicas estilo Divito, mucha teta, mucha cadera, todo lo contrario de lo que era yo. Con esa pequeña talla en la radio llegué al máximo del horror que podía provocar en mi madre. Pero había otras cosas. Me prohibían libros de una parte de la biblioteca, de la que cerraban con llave una puerta, pero yo ingresaba por otra puertita, metía la mano y sacaba alguno de los libros prohibidos. Pero imaginate lo que serían: la literatura erótica era muy tibia, y la pornografía no existía.” Causa gracia imaginar todas esas prevenciones para con una criatura que, con los años, y antes de ganar el Premio Planeta en su primera convocatoria argentina (con Cuando digo Magdalena, en 1992), en 1988 casi llegó a ganar el Premio La Sonrisa Vertical, la más conspicua expresión de narrativa erótica en lengua castellana (fue con la celebrada Amatista, “la mejor de tus novelas”, según le aseguró el recordado cuentista y poeta Juan José Hernández). “Un libro vedado a las chicas era Cartas de amor, de Marcelo Peyret. Pero no te engañes –advierte–, porque aquellos castigos no me dejaron resabios de culpa. No era el sentimiento de pecado que flota en las recriminaciones de madres o padres católicos. No; en este caso el propósito era el de convencerme de que yo era una mierda. Lo que a mamá le parecía más terrible era pensar que su hija se masturbaba. Era evidente que espiaba mi intimidad, ¿cómo lo sabía, si no? Y para asustarme me traía libros de médicos que hablaban de la masturbación como una práctica deformante. Pero esos médicos hablaban de la masturbación masculina, porque de la femenina… ¡ni suponían que podía ocurrir!” La narradora adolescente se enamora de un chico guitarrista, sobrino de una tal Celeste Aída, y hay un conjunto de 50 guitarras del “Spadavecchia”, que nada tenía que ver con la cantina emblemática de La Boca sino que era un conservatorio. Pero había una mujer a quien sus padres habían bautizado… ¡Celeste Aída! Parece una hija de Verdi. –¿Es que pesaba con tanta fuerza el mundo de la ópera en la clase media de aquella época, Alicia? –Sí. Había un profesor que se llamaba Fioravante Brugni y tenía una academia de barrio (no era precisamente un “conservatorio”). Se sentaba, marcaba el ritmo con el pie y te daba diez minutos de solfeo y otros diez de teoría musical de Alberto Williams. Verdi y la ópera entusiasmaban mucho a la clase media y a la clase media-baja. Era popular, completamente. Mi abuela Carlota, con la que yo abro la novela, había nacido en Ucrania, en Kiev, y vino con su hermano y su padre; se llamaban Jurafsky y escribían música argentina académica, para el Colón. Yo escuché por radio, de niña, a uno de los Jurafsky. Y, por otra parte, tenían relojerías, “porque de algo hay que vivir”, decían. Mi abuela sintetizaba la familia así: “Eran todos músicos y relojeros”.
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13 Viernes 11 de febrero de 2011
Edición tardía De 1971 a hoy