Derechos humanos, de la justicia a la venganza

24 mar. 2014 - grises. Algunos se adueñaron de los blancos y los esgrimieron contra el resto. Sucedió en .... Los puertos de Montevideo y Bue- nos Aires han ...
407KB Größe 5 Downloads 73 vistas
OPINIÓN | 19

| Lunes 24 de marzo de 2014

lesa humanidad. En un nuevo aniversario del 24 de marzo de 1976, la

democracia muestra sus promesas incumplidas cada vez que no garantiza la igualdad ante la ley y se violan las garantías procesales de los acusados

Derechos humanos, de la justicia a la venganza Luis Alberto Romero —PARA LA NACION—

A

ntonio Orlando Vargas, ex militar de 73 años, fue detenido en Córdoba en diciembre de 2010, acusado de delitos de lesa humanidad cometidos en Jujuy en 1976. Padecía de EPOC y de cáncer de próstata, enfermedades crónicas, irreversibles pero controlables, por lo que se le concedió la prisión domiciliara. En julio de 2012 fue trasladado a Jujuy para prestar declaración. Hizo el viaje en una ambulancia, con escasa atención; llegó en estado deplorable y debió ser internado inmediatamente. Igualmente fue llevado a la audiencia judicial, la que no pudo avanzar por la aguda descompensación del declarante. Finalmente, el tribunal dispuso su traslado a la unidad penitenciaria de Ezeiza, provincia de Buenos Aires, donde –aseguraron los médicos peritos– dispondría de condiciones adecuadas para su tratamiento. No es así y el estado de Vargas se agrava día tras día. Estas líneas resumen el análisis hecho por el doctor Mariano N. Castex, destacado psiquiatra forense, basado en los peritajes médicos, pues no se le permitió examinar al detenido. Ya ha hecho públicos otros casos similares y más dramáticos, como el del ex general Ibérico Saint Jean, muerto en parecidas circunstancias. Además de las fallas generales del sistema carcelario, Castex encuentra en ellos una voluntad deliberada de venganza y una complicidad taimada y mendaz de la que suelen participar funcionarios judiciales y peritos médicos. Un caso menos dramático, pero igualmente representativo de la voluntad de venganza, es el del Instituto Universitario Devoto de la UBA, que posibilitó a muchos condenados –entre ellos, Sergio Schoklender– iniciar una nueva vida. En 2012 el Consejo Superior de la UBA decidió no admitir allí a condenados o procesados por delitos de lesa humanidad, siguiendo la recomendación de expertos consultados, como la diputada Adriana Puiggrós y el juez Eugenio Zaffaroni. El teniente primero Vargas está acusado por la llamada “noche del apagón” de Jujuy, que dejó treinta desaparecidos. Los frustrados aspirantes de la UBA –Adolfo Miguel Donda, condenado; Juan Carlos Rolón y Carlos Guillermo Suárez Mason (h.), procesados– tienen nombres conocidos en la triste historia de la represión clandestina. Pero ése no es el punto. Más allá de los crímenes aberrantes que pueden haber cometido, para la Justicia son individuos, personas iguales ante la ley y poseedores de lo que hoy llamamos derechos humanos. Son personas que, además de sufrir frecuentes discriminaciones en los procesos judiciales,

en prisión resultan víctimas de un ánimo de venganza que cobra vidas. En un nuevo aniversario del 24 de marzo de 1976, la democracia que ya ha cumplido tres décadas está renunciando a sus principios fundadores: el Estado de Derecho y la garantía de los derechos humanos. Esta desviación de la Justicia a la venganza surge de dos procesos ideológicos que tuvieron un catalizador en el kirchnerismo. El primero resultó de la confluencia entre un sector intransigente de los derechos humanos y los continuadores de la tradición ideológica y política de los años setenta. El segundo, menos discutido, tiene que ver con la manera como la sociedad y sus voceros redujeron desde el principio la cuestión de la violencia terrorista a una confrontación de demonios, ajenos a ella. La intransigencia surgió entre aquellos familiares de víctimas que solo pudieron elaborar su dolor con reclamos extremos. Pero pronto se les sumaron los herederos de las ideas setentistas, que se incorporaron a la política democrática sin necesidad de revisar o criticar sus convicciones y supuestos. Desde 1983, la violencia de las organizaciones armadas no fue sometida al mismo escrutinio que la del terrorismo de Estado y sus víctimas fueron miradas con la benevolencia que habitualmente les cabe a los perseguidos. Quizá por eso, el discurso de los setenta no perdió legitimidad, y comenzó a reaparecer en las palabras de quienes, como Hebe de Bonafini, han trasmutado la defensa de los derechos humanos, de la ley y la vida por el reclamo de la justicia del Talión. La segunda causa, más profunda y dilemática, arranca con la misma refundación democrática de 1983, cuyas bases consensuales se construyeron sobre el repudio absoluto a la dictadura militar y el terrorismo clandestino. Según este consenso, nuestra sociedad fue atacada por un reducido grupo de malvados. La gran mayoría fueron buenos ciudadanos; gente correcta, justa, incontaminada, que simplemente padeció al demonio. Desgraciadamente las cosas no sucedieron exactamente así. La naturalización de la violencia asesina, común en los años setenta, fue el producto de una larga historia colectiva de conflictos en los que el tono fue subiendo gradualmente, hasta pasar de las palabras a los hechos. Sebastián Carassai ha reconstruido esa naturalización entre la gente común, en una época en la que la metáfora de “matar” servía para vender una colonia o un chocolate, o se podía publicar una revista cuyo lema era “El mejor enemigo es el enemigo muerto”. Cuando los muertos comenzaron a aparecer en las calles, la pregunta habitual era a qué bando pertenecían y por qué habían sido asesinados. Durante la dictadura los argentinos sobrevivieron en este país, convivieron con las muertes y

siguieron preguntándose por qué habría sido. Pocos salieron a poner el pecho, como lo hicieron las Madres de Plaza de Mayo. Cuando cayó la dictadura se construyó una historia generosa y benevolente, que exculpó globalmente a los argentinos y concentró el mal en unos pocos. Fue una conciencia engañosa, pero probablemente indispensable para construir una democracia que surgía sólo de la voluntad y la ilusión. Más tarde aparecieron los costos de esta división en blanco y negro, sin lugar para los grises. Algunos se adueñaron de los blancos y los esgrimieron contra el resto. Sucedió en tiempos de los escraches y los juicios públicos, cuando la condena del demonio sirvió para justificar las pasiones de quienes se

Historia de dos ciudades —PARA LA NACION—

L

MONTEVIDEO

Malvinas y en cambió la reivindicó Buenos Aires, y luego la Argentina, con lo que nos evitamos otro contencioso. Traigo estas evocaciones para mostrar que el puerto –los puertos– han sido para el Uruguay una poderosa raíz de su identidad. Ese localismo de la época colonial se hará sentimiento provincial, en acuerdo –las más de las veces– con las provincias litoraleñas del Uruguay, cuyos intereses comerciales coincidían, amén de sus afinidades políticas confederativas. De esa puja nacerá un sentido de pertenencia que es parte del sentimiento de nacionalidad que conducirá a la independencia uruguaya. Desgraciadamente, la vida de nuestros países ha chocado con frecuencia por esos intereses portuarios que a esta altura de la evolución económica deberían ser arqueología, cuando se han firmado tratados que aseguran , en la región, la circulación de las mercaderías sin trabas de especie alguna. Hoy, el caso es que el gobierno argentino, invocando un proyecto de “acuerdo de transporte multimodal” que se discute desde hace años y no está vigente (porque no todos lo firmaron), establece una reserva de carga en virtud de la cual el puerto de Montevideo no puede hacer transbordo de mercaderías provenientes de la Argentina si no es en buques argentinos. De este modo, Montevideo deja de ser un puerto “concentrador”, como es hoy la modalidad normal en el comercio, y sólo podrá entonces manejarse con su propio comercio exterior. Esta medida, aparte de agredir el espíritu de integración, viola el Tratado de Asunción y el Protocolo de Ouro Preto, que establecen el libre comercio entre nuestros países, y el Protocolo de Montevideo sobre “comercio de servicios”, de 1998. O sea que se adopta una medida violatoria de los compromisos del Mercosur y, lo que es igual o peor, hiriendo una vez más el tantas veces invocado espíritu de integración.

© LA NACION

El autor es miembro de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino

lÍnea diReCTa

Julio María Sanguinetti os puertos de Montevideo y Buenos Aires han vivido, a lo largo de la historia, una convivencia polémica, una suerte de matrimonio inevitable lleno de altos y bajos. Por estos días, como ocurre desde hace dos siglos y medio, han quedado una vez más enfrentados en medio de esa disputa interminable que se ha dado entre el kirchnerismo y los gobiernos uruguayos del Frente Amplio. Si llevamos tan atrás la historia es porque desde que nació Montevideo su ubicación lo arrastró a una competencia con un Buenos Aires más grande desde siempre pero con un puerto más difícil. Por esta última razón la corona española privilegió a Montevideo, declarándolo puerto terminal o de escala obligatoria para las naves en tránsito al Pacífico y “puerto único” de introducción al virreinato del ominoso tráfico de esclavos. Al mismo tiempo, Buenos Aires fue sede del consulado, institución que arbitraba justicia en la materia comercial y se beneficiaba de los tributos que se cobraban en el puerto montevideano. A partir de esta circunstancia, el reclamo de independencia de Montevideo pasó a ser una fuente constante de fricciones, que incluso se acentuaron con las Invasiones Inglesas. Se generó allí una disputa de orgullos, porque la participación de los montevideanos en la reconquista le valió el título de “Muy fiel y reconquistadora ciudad”, impugnado airadamente ante la Corte de Madrid por Juan Martín de Pueyrredón en su carácter de diputado porteño. El puerto de Montevideo, por otra parte, fue sede del apostadero naval, que comandaba la marina española en todo el Atlántico Sur, hasta la Patagonia, las Malvinas y Tierra del Fuego y no dependía del virreinato, sino de la corona. Felizmente, la naciente República Oriental del Uruguay no reclamó jurisdicción sobre las

consideraron justos, y que sin sentimiento de culpa se deslizaban de la justicia a la venganza. En un momento esta venganza justiciera, de doble origen, se convirtió en un instrumento de construcción de poder. Esta maquiavélica transformación fue realizada, con calculada frialdad, por el kirchnerismo. En 2003, lanzado a ampliar su endeble base política, y elegido el camino de la confrontación radical –que conocía intuitivamente, sin necesidad de leer a Carl Schmitt– Kirchner percibió en ese mundo de los derechos humanos facciosos un filón fácil de conquistar. Como en otros terrenos, manipuló con habilidad ideas imprecisas y sentimientos difusos y les dio una forma

política. Se proclamó campeón de los derechos humanos, se apropió de objetivos, discursos y símbolos y hasta encontró la retribución adecuada para que las organizaciones emblemáticas se le sumaran. La llamada política de derechos humanos sirvió para disciplinar a los indecisos. Siempre habría algún archivo comprometedor y una acusación descalificadora. Probablemente esto les ocurra a algunos funcionarios judiciales o peritos médicos de nuestra historia inicial. También sirvió para las aparatosas puestas en escena del discurso, cuya retórica, ampulosa y confusa, fue cada vez más ajena al espíritu fundador del Estado de Derecho y la igualdad ante la ley. El 24 de marzo dejó de ser una jornada para la reflexión y se convirtió en un feriado. La ESMA resultó un lugar adecuado para celebraciones y asados, y un festival de rock resultó el evento adecuado para inaugurar una tanda de juicios por delitos de lesa humanidad. Pero, sobre todo, el espectáculo requería víctimas sacrificiales. A diferencia de los Schoklender, que tuvieron una segunda oportunidad, para los acusados o condenados por los crímenes de lesa humanidad hay escasa justicia, mucha venganza y, sobre todo, mucha manipulación. Se acerca la hora del balance de esta experiencia. La llamada política de derechos humanos ha contribuido mucho al clima de enfrentamiento faccioso que hoy sufrimos. Ha afectado seriamente a la Justicia, revelando las falencias de sus miembros –sean militantes convencidos o simplemente acomodaticios– y ha puesto al desnudo la endeblez del Estado de Derecho que se intentó construir en 1983. Se trata de un daño institucional y moral. Para quienes estas cuestiones no son importantes –me temo que no son pocos– quizá convenga recordar que la Justicia es la única defensa de los débiles, y que quienes la destruyen pueden llegar a ser, en otras circunstancias, las víctimas propiciatorias.

En el terreno práctico, se ha dañado al puerto de Montevideo, que ha perdido la mitad de su tráfico de tránsito, pero no ha beneficiado a la marina argentina ni a los productores argentinos (los de la Patagonia, por ejemplo, que usaban el puerto de Montevideo). Simplemente la operación de transbordo se ha traslado a Brasil, lo cual agravia aún más a un Uruguay que mantiene sus fronteras abiertas a los productos argentinos, sufre estoicamente un enorme déficit de balanza comercial y no puede aceptar que las obligaciones jurídicas se violen tan arbitrariamente. Como si todo fuera poco, ahora se suma al conflicto el puerto de Nueva Palmira, que recibe barcazas paraguayas que suelen esperar turno en un embarcadero en la ribera argentina, que acaba de ser inhabilitado en medio de protestas de Asunción y Montevideo. Duele pensar que después de dos siglos de independencia republicana y un cuarto de siglo de Mercosur sigamos enredados en estos minúsculos vericuetos proteccionistas, emanados de erráticas decisiones. Como en la célebre novela de Dickens sobre Londres y París que titula este artículo, podríamos escribir: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos derecho al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual que las más vocingleras personalidades merecerían que, tanto en lo que se refiere a lo bueno como a lo malo, sólo se les aplicaran los calificativos más extremos”. © LA NACION

El autor fue presidente de Uruguay

El día en que todos nos entendamos mejor Graciela Melgarejo —LA NACION—

A

veces, uno se pregunta si seguirá soplando el cierzo sobre los peligrosos acantilados de Cumbres borrascosas (Wuthering heights, la famosa novela de Emily Brontë). En realidad, quizá no fuera el cierzo, sino algún otro viento más impiadoso, pero para esta columna será el cierzo. Porque cierzo, con un simple cambio de letra en la página escrita, puede transformarse en ciervo. Ese animal tan bello –que indefectiblemente nos remite a la película Bambi y a su protagonista, el ciervo de cola blanca de Walt Disney–, por otro simple cambio puede transformarse en un siervo, ese esclavo de un señor que también puede ser la persona que adora a Dios. En fin, trampas del lenguaje, que con sus embelecos nos hace trastabillar más de una vez. Es por esa “asociación por semejanza” de la que habla la psicología asociacionista, basada en una aparente similaridad, y que ha servido de base para tantas cosas, hasta concursos de televisión. Aunque no parezca directamente relacionado, este tema estuvo presente también en el panel de periodistas reunidos para hablar sobre “Cómo comunicar efectivamente: periodismo de concientización”, realizado el viernes pasado, en la primera jornada del III Congreso Internacional del Agua, en Villa Mercedes, San Luis. Uno de los participantes del público, un joven estudiante de geología, expuso sus problemas para hacerse entender por los estudiantes de Ciencias Sociales y explicarles por qué hay métodos mejores que otros para extraer minerales (obviamente, se refería al fracking, cuestión candente en las provincias mineras). También asistente al debate, el ingeniero Víctor Pochat, asesor de las Nacio-

nes Unidas –y que después, ese mismo día, integró otro panel, éste sobre “Agua y planificación”–, comentó las propias dificultades en su profesión para que los que no son técnicos comprendan el discurso de los ingenieros: “Como nosotros estamos más acostumbrados a las líneas y las curvas, se nos da mal explicar con palabras”. Alguien del panel recordó entonces que en los años 80, el doctor Enrique Belocopitow, discípulo y compañero de trabajo del doctor Luis Federico Leloir, había creado una agencia de periodismo científico, para que los periodistas se especializaran en ese lenguaje y los científicos argentinos pudieran, por fin, dar a conocer sus investigaciones sin miedo a que sus palabras fueran involuntariamente tergiversadas por desconocimiento. Compartir las mismas palabras, o semejantes, no nos lleva siempre a comprendernos mejor. En los 70, cuando Salvador Bucca era el titular de Lingüística en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, les enseñaba a sus alumnos que los términos técnicos eran unívocos, es decir, tenían un solo significado y, por ende, un contexto muy preciso. Pero hoy, tanto científicos como no científicos parecen tener más dudas que antes, y el lenguaje general y el técnico también reflejan esa situación. En tanto esperamos ese momento luminoso en el que entenderse mejor no será una utopía, podemos compartir esta frase de la escritora polaca y premio Nobel de Literatura Wislava Szymborska: “Las cosas que no se saben son las que convierten la vida en algo fascinante”. © LA NACION [email protected] Twitter: @gramelgar