Untitled - Revista Crítica

sin temer que al fondo del paisaje hay una isla sentimental; todo residuo ...... que ver con la suma dispersa de individualidades anárquicas carentes de dirección ...... Hay noches, en el Océano Índico pero también al sur de Portugal, y de este.
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el sueño de la aldea

La pareja imposible A ntón A rrufat

Ciertos textos literarios tienen un des­ tino imprevisto, destino que suelen sus propios autores, en numerosas ocasio­ nes, ignorar. Carmen, de Prosper Mé­ rimée, figura entre esas raras obras. Publicada en París en 1847, completa y en forma de libro –dos años antes ha­ bía aparecido en una revista–, tuvo un éxito literario discreto, o tal vez un tan­ to menos que discreto. Pocos pudieron sospechar cuánto aguardaba a esta no­ veleta de unas sesenta páginas, que los franceses leyeron sin darle mucha im­ portancia. Fueron escasos los comen­ tarios críticos. Era un relato más del autor, que ya tenía varios publicados, recogidos en su libro Mosaico. Arqueó­ logo, inspector de monumentos históri­ cos, viajero incansable, conocedor de varios idiomas. Poseía, como se decía en su época, seis lenguas, con su lite­ ratura y su historia: griego, latín, ita­ liano, inglés, el español y el ruso. De esta lengua tradujo relatos de Pushkin, Gogol, Turgueniev. De un modo que asombraba a los propios gitanos, ha­ blaba el caló. Apasionado observador de costum­ bres ajenas, le gustaba participar en ellas cada vez que podía. No sólo de ø prosper

mérimée

la alta sociedad, también de los pobres. “He comido más de una vez en la mis­ ma mesa con gentes a las que un hom­ bre respetable ni siquiera miraría”. En sus múltiples viajes convivió con gitanos y toreros, con quienes le gus­ taba conversar y narrar anécdotas. De los lugares en que más a gusto se en­ contró en su vida, recuerda en Cartas a una desconocida, publicadas después de su muerte, se hallaba “un mesón es­ pañol, al que acudían arrieros y aldea­ nos andaluces”. ¿Cómo era, físicamente, este hombre, partidario de los desplazamientos, de pasearse entre cosas y gentes distin­ tas a él? ¿Un parisino educado, hijo de buena familia, que disfrutó una exis­ tencia desahogada desde joven y luego de un cómodo empleo interesante, re­ corrió diez o quince veces Europa, In­ glaterra, Grecia, el Oriente, escribió diversas estudios históricos y textos de ficción? Su presencia se conserva en nume­ rosos retratos o daguerrotipos, que a su vez también se han conservado. Des­ cribir alguno sería una colección de palabras inertes. En su lugar, citaré una suerte de retrato en movimiento, realizado por un testigo real. Este testigo estuvo entre los que co­ nocieron personalmente a Prosper Mé­ rimée. Se trata de la descripción que 5

realizara su contemporáneo Hippolyte Taine, vertida al castellano por Julio Gómez de la Serna. Lo vio como un hombre alto, erguido, pálido, y que, sal­ vo la sonrisa, poseía ese aire distante, que rechaza de antemano cualquier fa­ miliaridad. Sólo con verle, observó Tai­ ne, se sentía el dominio de sí mismo, el ejercicio continuado de la voluntad. En las tertulias, en los salones, en las reu­ niones, “su fisonomía era impasible”. Cuando narraba una anécdota –¿sería así en el mesón andaluz en el que tanto le agradó estar?–, una anécdota diver­ tida, “chusca –escribió Taine–, su voz seguía siendo inalterable, ni un esta­ llido ni un ímpetu”. Los detalles más ridículos, con el tono de quien pide una taza de té. A continuación de su retra­ to, cuando debe penetrar el alma del modelo, Hippolyte Taine se pregunta por su sensibilidad. “En él estaba do­ meñada hasta parecer ausente”. No es que no fuera sensible, aclara el retra­ tista, es que la “doma” había comen­ zado desde muy temprano. Un episodio de sus once años, apor­ ta Taine como demostración, dándole origen sicológico al retrato. Habiendo cometido una falta, Prosper fue rega­ ñado con severidad por sus familiares. Llorando, se encerró en su cuarto. Oyó risas y que alguien dijo: “Pobre niño, nos cree muy enfadados”. Se sintió en­ 6

gañado y juró reprimir los excesos de su sensibilidad. Al paso de algunos años, asegura Hippolyte Taine, tuvo por divisa: “Acuérdate de desconfiar”. Por tanto, estar en guardia contra la efusión, no entregarse del todo, reser­ var una parte de sí, actuar y escribir, principalmente escribir, como en pre­ sencia de un espectador indiferente y burlón, “ser uno mismo ese espec­ tador”. He aquí, concluye Taine, el rasgo cada vez más acentuado que se grabó en los acontecimientos de su vida y de su escritura. Cuanto he glosado forma parte del prefacio que Hippolyte Taine escribiera en 1873 para Cartas a una desconocida. Sorprende que todavía en tal fecha, y un filósofo positivista como era Taine, participara de una doctrina o, más bien, de la creencia en la relación unívoca, y casi absoluta, entre el físico de una persona y su temperamento. ¿No late –oscuramente– esta creencia en las líneas de su retrato de Mérimée? Encontrarse con él, observarlo, era como leer en su cuerpo, en la palidez de su piel, en su aire distante y reser­ vado, en su voz inalterable, algo de su alma secreta, de sus emociones y su pen­ samiento. Conocía Taine la obra de su amigo muerto, y sin duda su presencia física dialogaba –inevitablemente– con su obra escrita.

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Verlo era recordar cuanto había leí­ do. Sus páginas, semejantes a las ac­ titudes de su cuerpo, eran también distantes, mesuradas. No parecía incli­ nado por ningún personaje, ambiente, por paisaje alguno. Había tenido el va­ lor de guardar para sí, confesó cierta vez a un amigo, la busca, el acto de comprimir pasiones, el esfuerzo de la escritura, hasta el punto de ofrecer so­ lamente al lector el resultado. “Reser­ va lúcida e irónica”, dirá Thibaudet. Tal vez este afán, esta estrategia, lo indujeron a crear un género que no exis­ tía antes: la novela corta, que llevó a la perfección en la literatura francesa. Austero, imparcial, enfriado, permite a sus personajes y al ambiente hablar por ellos mismos, sin que él, como un autor omnisciente, intervenga. En vez de decirnos algo acerca de algo, opta, múltiples veces, por mostrarlo. Sus diálogos son tan estrictos, tan su­ ficientes, que pudieran anteceder a los de Hemingway o Robbe-Grillet. Llegado en los primeros momentos de la “innovación romántica francesa” –la observación es de Sainte-Beuve durante 1841 y en vida de Mérimée–, no aceptó de ella más que el vigor, la curiosidad del viajero, la libertad de otros temas inexplorados, la energía real. “Para otros la teoría y el canto, el vapor y la nube”. Parecía haber

tachado cuanto creía sobrante en las quinientas páginas, por ejemplo, de La cartuja de Parma, que había escri­ to su dilecto amigo Stendhal, el H.B., de su folleto encomiástico, uno de los pocos ensayos de apreciación literaria que Mérimée publicó. Contaba 33 años cuando publicó Carmen. Se trata, por igual, de una nove­ la corta (noveleta, nouvelles) y figura entre las mejores que Mérimée escri­ biera. Aquí, como en otras suyas, el narrador es un viajero. Esta vez, un investigador, un antropólogo francés que llega a Sevilla, a principios del otoño de 1830, compulsado por una mi­ nuciosa curiosidad geográfica, tan eru­ dita y remota que el lector no sabrá con certeza, durante el tiempo de la narra­ ción, de qué se trata. Otra realidad, la no buscada, casi literalmente, lo asalta. La tranquilidad del erudito se diluye ante la desenfre­ nada y patética actividad de un soldado convertido, por consecuencias en parte demoniacas del amor, en un bandole­ ro, un traficante, un contrabandista, como se decía en época de Mérimée, que anda oculto, huyendo de los gen­ darmes. Joven, de mirada sombría y aspecto huraño, armado de un arcabuz, del que no se separa, no parece inquie­ tar sin embargo al arqueólogo; por el contrario, despierta su curiosidad. Se 7

acerca y le ofrece un cigarro. “Espero que le guste –dice, presentándole– un legítimo regalía de La Habana”. Con verdadera fruición ambos fuman. Aquí comienza una constante del relato, el humo del cigarro. Los per­ sonajes principales, todos, fuman. Ex­ trañamente en una mujer, la misma protagonista, “si daba con cigarros muy suaves”. Le encanta el olor, tra­ baja por un tiempo en la fábrica de Sevilla, anda con la navaja que corta la punta de los cigarros. Cuando se en­ cuentra por primera vez con el francés narrador, charlan largamente, “con­ fundiendo nuestros humos”. (Tal in­ timidad no impide que, al separarse, descubra que la bella cigarrera le ha robado su reloj de oro.) Durante una de las secuencias más hermosas, el francés fuma, sosegado, un cigarro, acodado en el puente del río Guadal­ quivir. Un grupo de mujeres se halla reunido a orillas del río. A la caída de la tarde, tras la última campanada del Ángelus, un hecho inesperado ocurre: las mujeres se desnudan y entran en el agua. Gritan, ríen, bracean. Aquel espectáculo en el anochecer, “de som­ bras blanquecinas e inciertas”, despier­ ta la fantasía mitológica del arqueólogo: imagina a Diana, la diosa cazadora, y a sus ninfas, bañándose. La narración –siempre en primera 8

persona–, que ha comenzado en boca del arqueólogo francés, se desplaza de la voz del erudito a la del bandolero, que apenas será interrumpido por el vi­ sitante en su desolado relato, en el que coexisten dos protagonistas extraordi­ narios: Carmen y don José. El conflicto entre ellos, dos gran­ des personajes de la narrativa france­ sa del romanticismo, está visto desde los ojos, enturbiados por la pasión, de don José. Convertido en bandolero, en contrabandista, en un asesino, en cual­ quier cosa, en lo que Carmen le pida o le mande, es, junto a ella, la pareja imposible. Como en varias de sus novelas cor­ tas –Tamango, Mateo Falcone–, en gran medida todo ha ocurrido ya desde el comienzo: ella está muerta, ha cam­ biado el amor que le ofrece don José por su libertad de elegir experiencias, cualesquiera que éstas sean, y tal an­ helo, inadmisible en una mujer de su época, le ha costado la vida. Quien la ha amado, amor tiránico, deseoso de convertirse en un absoluto, don José, condenado a morir, a punto de ser ajusticiado por haberla matado, sólo espera, más nada le queda por hacer. Únicamente contar las dramáticas expe­ riencias, vividas junto a ella, al francés viajero que lo escucha, con la tranqui­ lidad con la que escucha un arqueólo­

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go, mientras pasan fumando esos bre­ ves minutos antes del fusilamiento. Carmen es una evocación, evocación trágica: sus protagonistas, como en la tragedia griega clásica, nada pueden hacer que no esté trazado por los dioses, solamente cumplir, Orestes y Electra, no con el destino, sino con la inevitable razón sicológica, tan poderosa como el destino trazado por los dioses: ambos se niegan a convivir. En las páginas últimas, en verdad espléndidas, en verdad conmovedoras, Carmen y don José se encuentran por última vez. La voz del amante se de­ tiene, hace un silencio, ha de contar ese instante, parece tomar aliento y se le oye continuar después. Todo está a punto de finalizar. En verdad amarla le ha sido difícil. La quiso solamente para él. Carmen fue suya, y de otros a la vez. Él fue quitándo­ los del camino, matándolos uno a uno. Pese a esto, ella nunca estuvo sola, nunca fue –exclusivamente– para él. Gitana al fin, no pertenecía a nadie ni a nada. Así se lo confiesa al narrador arqueólogo, con el sombrío desdén por las que considera imperfecciones de la amada, habitual experiencia en quien ama: “Los gitanos no tienen patria, vi­ ven en cualquier parte, están siempre de viaje, hablan todas las lenguas, se sienten bien lo mismo en Portugal que

en Francia o Cataluña. Hasta con los moros se entienden”. Ella lo abandonará y de nuevo ha de volver, a los pocos días, como si nada hubiera ocurrido entre ellos. La relación, invariablemente instantánea, empeza­ rá otra vez. Belleza “extraña y bravía, voluptuosa y fiera”, sentencia el narra­ dor arqueólogo. Don José ignora de veras a quién amó, no sabe a cuál de las diver­ sas Carmen. Embaucar es la palabra con que Carmen define su accionar. Cada vez se le presentará distinta, con otra mentira, “nunca me dijo una verdad, 9

ha mentido siempre, y yo le creía. Era más fuerte que yo”. Cada una de estas veces, con ropas diversas: toda de negro, en el pelo un ramo de jazmines, exhalando un aro­ ma embriagante o con una falda encar­ nada muy corta y un ramo de acacias que le salía del pecho. Acicalada, cu­ bierta de oro y cintas, zapatos azules, lentejuelas y flores. Guitarra y casta­ ñuelas. Bailaba y cantaba, entonces, durante esta nueva aparición. Otra vez, vestida de seda, con un chal sobre los hombros y una peineta de oro. “Su hu­ mor cambiaba como el tiempo en las montañas. Cuanto más brilla el sol, más cerca está la tormenta”. Nada más parecido a un Don Juan femenino que Carmen. El mito de Don Juan fue una de las preocupaciones de Prosper Mérimée. En otra de sus nove­ las cortas, Las almas del Purgatorio, ha de reaparecer otro Don Juan más cercano a la tradición. Si el Don Juan del mito abandona sus conquistas, ha­ cerse amar por una vez tan sólo pare­ ce saciar su necesidad de seducir, el personaje de Carmen, en la versión de Mérimée, introduce una variante po­ sible: don José ha de permanecer a su lado hasta la muerte, pero no será el único. Numerosas seducciones y con­ quistas han de rodearlo y atormentarlo, sin consideración posible. Después, a 10

semejanza del Don Juan, Carmen será y estará siempre libre. Será su mujer pero no su amante. Don José, sin duda, es el anti-Don Juan por excelencia: para él no cuenta más que un amor. Le basta una sola conquista. Para Carmen, tal hecho es aburrido y monótono. Ambos, dos absolutos en pugna, y en el fondo, de tan distintos, se pare­ cen: ninguno abandona su deseo, que en los dos es total, intolerante, decisi­ vo. No podrán estar juntos. Como en la tragedia griega, los dioses parecen haber trazado para ellos un destino inflexible, con una salvedad: los dio­ ses son ellos dos. Constituyen la pa­ reja imposible. Ninguno ha de ceder. Es el verbo que los dos emplean para explicarse. Ceder significa un tipo de renuncia, a la que ninguno está dispues­ to. La muerte, buscada por ambos en secreto, pondrá fin a este conflicto sin solución en la vida. Vuelvo al principio de esta nota. Mérimée murió lejos de París, ciudad en la que nació y a la que siempre re­ gresaba después de sus múltiples viajes por el extranjero. Murió en Cannes, en 1870. Indudablemente, sin la menor sos­ pecha de que Carmen, una de sus tantas novelas, casi inadvertida cuando se publicó, alcanzaría, a diferencia de las demás, una inesperada consagración. Al contrario, por ejemplo, de Colom-

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ba, éxito fulminante en su momento de crítica y venta, y a la que Mérimée, por tanto, naturalmente, hubiera podido atribuir un promisorio futuro. Murió sin saber que el personaje de la gitana y su historia se convertiría, en el transcurso de los años, en un mito, en el mito de la mujer audaz, reunidos en ella los atributos de la feminidad margi­ nal imaginada por occidente: peligrosa, seductora, libertaria. Que se transfor­ maría en ópera, en ballet, en cine, en pintura, en poemas, en estatua en los parques. Que viviría en la mente y en los sueños de cientos de miles de perso­ nas, tanto o más que otros mitos como el propio Don Juan, como Fausto. Que lle­ garía a alcanzar tanta resonancia, más que ningún otro mito de la literatura mundial, a excepción tal vez de Don Quijote. Que fuera ella el único mito literario femenino. ¿Alguien recuerda algún otro?

House of cards: la monstruosidad del melodrama F ernando M ontenegro

La propuesta de Netflix es violenta. De eso ya no tengo ningún tipo de duda.

House of cards es la punta de esa es­ pada o ese garrote, no sólo por ser su serie más emblemática (por lo menos en principio), sino aquella que deja entre­ ver los mecanismos propios del streaming, esta nueva (ya ni tan nueva) forma del entretenimiento y la cultura. Sus procedimientos recuerdan a los de las editoriales comerciales españo­ las: aquéllas que nos obligan a la es­ pera, a la especulación, al barbarismo. Esperamos, con un ansia morosa y se­ creta, la siguiente obra prometida de –digamos– Javier Marías, o el siguien­ te volumen de los diarios de Renzi. Y, entonces, cuando están disponibles, consumimos esos libros en una ma­ drugada turbulenta y ajustada, como a una amante esquiva que finalmente cede a nuestros deseos. La consumi­ mos, por tanto, con violencia. Otros dirán que con pasión. Este mecanismo del consumo no es nada nuevo, sin embargo. Ya Charles Baudelaire, hace 150 años, hablaba de un lector que se traga el mundo en un bostezo. A pesar de ello, la televisión, o lo que hoy llamamos series de televi­ sión, ha cambiado sólo recientemente, por lo que no es exagerado decir que estamos todavía frente al nacimien­ to de una forma de enfrentarnos a la cultura, algo que, por otro lado, se ha dicho hasta el cansancio. 11

Pero ¿qué significa esto realmente? ¿Cómo opera en nosotros esta nueva modalidad? Evidentemente es una pre­ gunta que ha merecido grandes dis­ quisiciones en múltiples campos y, sin embargo, a mi entender, es una que se puede indagar en los propios produc­ tos que pretendemos discutir. Lo que hay que advertir en un principio es que existe una diferencia, no tanto de contenido sino en la relación que tie­ ne el producto con el televidente. Ni siquiera la “radical” hbo, la cadena a la que muchos le atribuyen este shift en la cultura audiovisual de la última década y media, podía resistirse a la infalible estrategia de los puntos sus­ pensivos semanales. La televisión, como la conocimos, mantenía alimentada aquella relación en cierta estabilidad: manejaba el tiempo del romance, de­ jando que el olvido, como diría Bor­ ges, hiciera su trabajo. Así funciona el amor. La televisión nunca tuvo pretensiones de ser vista como un alienígena. Ha ocultado muy bien su violencia haciéndose pasar como otro miembro de la familia. Todo mundo recuerda la escena introducto­ ria de Los Simpsons, parodia indiscu­ tible de las series familiares de la Guerra Fría, donde esa degradación de la institución familiar norteameri­ cana, su enfermedad crónica e infinita 12

(¿por eso son amarillos?), quedaba re­ constituida gracias a la televisión. En los noventa, shows como Cheers, Seinfield o Friends, trasladaron esa ex­ periencia a otros escenarios: los cafés, los bares, la casa de los amigos. Pero la relación seguía siendo, por decirlo de alguna manera, la de un saludable y prolongado romance, aquel que se ali­ menta, con conflictos y sus soluciones, con pausas, postergaciones, amagues y reconciliaciones. Como en un poema de Mario Benedetti, digamos. Evidentemente, Netflix no pretende entablar con sus televidentes una re­ lación así de lacrimosa, aunque sólida como un roble. Nadie sollozará cuan­ do Frank y Claire Underwood, si así ocurre, sucumban ante la aplanadora de sus propias conspiraciones. No se trata de la relación entre el streaming y sus televidentes (si así se los pue­ de llamar), de un romance que deba o pueda hacerse público. No hay catarsis familiares en Netflix. No ocurrirá nada parecido al final de Friends, con el cual la serie recompensó la fidelidad de sus seguidores: ofreciéndoles el de­ senlace con el que soñaban transmiti­ do, además, en vivo y en directo en Times Square. Aquella escena fue, sin duda, un retrato perfecto de los años dulces del capitalismo tardío. House of cards pertenece a otra épo­

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ca. Acaba de estrenar su última tempo­ rada (la cuarta), en plena carrera pre­ sidencial en los Estados Unidos, en un mundo cada vez más inseguro sobre el liderazgo de la gran potencia occi­ dental del último siglo. La serie, en sí misma, no ofrece tanto un contenido o una reflexión sobre este delicado mo­ mento político mundial, sino un me­ canismo que tal vez nos pueda ayudar a entenderlo. Quizá de allí (el contenido) su ma­ yor vacío. Las últimas dos temporadas carecen de la fuerza narrativa de las primeras dos. Y es lógico que así sea. Siempre será más entretenida la per­ secución del objetivo que su logro (por eso El coyote y el correcaminos es tan adictiva). Con Underwood en el poder, son pocas las opciones que nos puede ofrecer el personaje que, como su ape­ llido lo sugiere, es siempre un underdog, esto es, una especie de marginal, de asesino silencioso que, como el Ia­ go de Shakespeare, aprovecha un mo­ mento de descuido para inyectar su veneno. Con todo, la serie ofrece mucha tela para cortar en este aspecto, pero tales son sus dificultades narrativas que los escritores se vieron en la necesidad de asesinar (o intentarlo, al menos) al presidente de los Estados Unidos, lo cual, a estas alturas del siglo xxi, pa­

rece algo salido de un libro de ciencia ficción. Quienes han visto este show sabrán que Frank Underwood tiene un solo interlocutor al que le confía todos sus secretos. No es su esposa Claire ni su jefe de gabinete (guarura, sicario y tra­ mitador), Doug Stamper. Es usted. El televidente, o como quiera que se lla­ me el individuo que se pasa una ma­ drugada devorando, horas y horas de esta serie, en la soledad de una laptop sobrecalentada. Este mecanismo no tiene nada de no­ vedoso como tal y, sin embargo, al pre­ sentarse en este nuevo formato, nos re­ sulta igual de siniestro y vívido. Pero esa tenebrosidad no sólo está inscrita en el gesto de interpelación, sino en nuestro estatuto de interpelados, no ya como simples escuchas o testigos de un crimen, sino como co-conspiradores. Aunque ya se han advertido hasta el cansancio las fuentes principales de las que se nutre esta serie, más vale re­ cordar lo mucho que le debe a Ricardo III (incluso más que a Macbeth), si es que no es House of cards un calco casi simétrico del drama histórico de Shakespeare. De hecho, Kevin Spacey, co-productor y actor principal de House of cards, representó al conde de Glou­ cester en una compañía que, dirigida por Sam Mendes, recorrió el mundo 13

entre 2012 y 2014. Al respecto, existe un documental llamado In the wings on a world stage que da cuenta de las vicisitudes de esta compañía teatral errante, exclusivamente dedicada a re­ presentar Ricardo III. El documental se puede conseguir, como es de ima­ ginarse, en Netflix. En mi opinión, aquel documental es un subtexto de House of cards, una serie extremadamente dependiente no sólo del personaje principal sino de la actuación. El propio Shakespeare, inseguro aún de su talento como dra­ maturgo, le había confiado a Richard Burbage, el primer gran actor inglés de su tiempo, el papel de Ricardo III. 14

Quizá gracias a la popularidad de Bur­ bage, esta obra gozó de una inmensa popularidad. Pero ese impacto que tuvo sobre el público isabelino también se debía al mecanismo de interpelación (la ruptura de la cuarta pared, como la llaman) que hoy vemos funcionar en House of cards. Basta ver la primera escena de Ricardo III para rápidamente darse cuenta de que estamos envueltos en una trama de conspiraciones que, por otra parte, veremos desde dentro y de la que seremos no sólo testigos sino cómplices, pues Ricardo (entonces con­ de de Gloucester) cuenta con nuestros oídos para pensar y, por tanto, para actuar. Con Underwood sucede exactamente lo mismo. Antes de chantajear a algún pez gordo de la Casa Blanca, se detie­ ne un momento para mirarnos, como si necesitara verse en un espejo para encontrar un último impulso asesino. Y, claro, le correspondemos la mira­ da: ¡seguimos viendo la maldita serie! No se trata, empero, de una mirada diáfana, como aquella que vemos entre Macbeth y su esposa. Esa transparen­ cia no existe tampoco entre Claire Un­ derwood y Frank. En realidad, hay algo de virtuoso en Macbeth que nunca deja­ mos de admirar incluso después de su muerte. Cierto valor para superar su pro­ pia cobardía –inconmensurable, como

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la de cualquier hombre–, para abrazar el porvenir que el destino le tiene pre­ parado (o que él mismo, sin saberlo, se forjó). Y entonces esa muerte es, a su modo, gloriosa, heroica. Ricardo III, como Frank Underwood, encarna otra situación. Harold Bloom la explica mejor que nadie: “Se trata de un manipula­ dor, altamente auto-consciente, héroe/ villano obsesionado, más allá de ser maquiavélico o no, conspirador o idea­ lista, arruinado o no, pasa de ser un sufridor pasivo respecto a su propia deformación moral y/o física, para con­ vertirse en un personaje altamente me­ lodramático.” El hecho de que Bloom hable de Ri­ cardo como de un performer, más que cualquier otra cosa, quizá responda a la primera impresión que tuve al ver la serie. Me parecía que Kevin Spacey sobreactuaba su personaje, que había cierto exceso en su maldad. Ese exceso, sin duda, está relacionado con la “mo­ ralidad monstruosa” de la que habla el crítico norteamericano. En realidad, Frank Underwood y Ricardo III son dos caricaturas que funcionan como con­ trapropuesta de Falstaff, quien, por su parte, representa los apetitos humanos. Pero si Falstaff representa los apetitos del cuerpo, Frank y Ricardo son una grotesca caricatura de los apetitos de la mente, de la moralidad y, en última

instancia, del poder. Nos muestran la cara deforme del poder en un sentido muchas veces infamemente literal. En esta última temporada de House of cards, Frank finalmente adquiere algo característico de Ricardo III: su monstruosidad física. Una que no es demasiado visible pero que, incluso en esta época, se va dejando apreciar conforme pasa el tiempo. Nada pare­ ce mantenerse demasiado oculto en el streaming, cosa que saben los escrito­ res de la serie. Tenemos la facultad de detener, adelantar, agrandar. ¿Cuántas divas del espectáculo se han caído de sus pedestales gracias a la alta defini­ ción? Ahora, parece decirnos House of cards, ha llegado la hora de los políti­ cos. Y, en efecto, esto no se logra sino a través de la violencia del streaming, que siempre tiene algo parecido a un reality show en el cual hay siempre al­ guien vigilando. Curiosamente, es ésa la forma en que parecen funcionar las primarias en los Estados Unidos, especialmente en el bando republicano. Por si fuera poco, la constante aparición e interpelación que recibimos de Donald Trump (el ejemplo más notorio) se parece un po­ co a la de Frank Underwood. No en cuanto al contenido ideológico, por de­ cirlo de alguna manera, sino en cuanto a la estrategia melodramática que utiliza. 15

Hace unos cuantos días, Trump dijo que si saliera con un arma en medio de Nueva York y disparara aleatoriamente a los transeúntes, sería capaz de con­ vencer al pueblo norteamericano de que votara por él. Y sí lo creo. De cierta manera, House of cards nos obliga a ese especie de devoción que no es, como he tratado de decir antes, fru­ to del largo y cuidadoso romance que existía entre la televisión y sus tele­ videntes, sino de esa relación descar­ nada, violenta y estrepitosa que existe entre dos adúlteros, que se encuen­ tran en la mitad de la noche, cuando todos están dormidos, y aparecen los monstruos de nuestros deseos. Más aún, esta nueva forma del me­ lodrama, una forma que no tenemos todavía calculada –y es, por eso, toda­ vía violenta–, nos deja sin saber qué hacer con los monstruos sino adorar­ los. Quizá por eso Donald Trump tiene, por increíble que esto parezca, opor­ tunidad para llevarse las elecciones en noviembre de este año. Quizás hay aquí una oportunidad para pensar en el contrato ético que nos propone Ne­ tflix y el streaming en general, que, como lo hacía el teatro en la Inglaterra isabelina, era capaz, al mismo tiempo, de cuestionar y legitimar la monstruo­ sidad moral de la clase política. En realidad, mucha parte del trabajo crí­ 16

tico depende ya del lector, del escu­ cha, del televidente, que es también un votante. Habrá que reflexionar al respecto, si bien a veces resulta nebu­ loso pensar con la oferta monstruosa de entretenimiento a la que nos enfren­ tamos todos los días.

El cálculo infinitesimal M atías S erra B radford

. Las fotos más silencio­ sas de todas las que sacó son de lec­ tores. Las reunió, como era debido, en un libro. Esas imágenes muestran a per­ sonas que sostienen un ejemplar o el diario del día en lugares que simpatizan con la tarea. Fue Kertész el que se dio cuenta que a los que había que fotografiar era a los lectores, que cultivan la decencia del anonimato, y no a los escritores, demasiado conscientes, presumidos, mil veces vistos. A personas que incorpo­ ran la lectura como una práctica natu­ ral en su vida, no como un lujo o una ostentación, de ahí que para ellas sea imprescindible. Kertész registra como nadie la concentración del lector (que el fotógrafo copia). En imágenes equi­ distantes del infinito, Kertész muestra a un monje y a un vagabundo leyendo, andré kertész

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en un claustro y en la calle, y los dos revelan la misma apetencia. Kertész capta la lectura en lugares abiertos, a la luz de un nuevo día, en un banco de plaza, en un balcón, sobre el pasto, en una terraza, en una reposera. O a alguien que lee caminando, como detenido por una frase. La diferencia entre ver una foto en un libro y verla contra una pared no es la que hay entre una reproducción y un cuadro, es la que existe entre un cuadro y otro (del mismo artista). En húngaro, “kertész” significa jardinero y las imágenes de este desterrado están plagadas de árboles lon­ gevos, hojas que se avienen al blanco y negro, flores en un vaso transparente. Vemos el primer plano del tronco de un árbol transformar una foto en un dibujo. Este hombre, que usaba los panta­ lones por encima del ombligo –modal de los gruñones y los bondadosos–, se definía como un aficionado, un debu­ tante, y la modestia de los motivos es abrumadora: un solo gesto, al vuelo, de un campesino; un soldado redactando una carta con un lápiz ínfimo. Gitanos y músicos callejeros. Gente común, que no eleva su condición gracias a la perfec­ ción de la foto (la foto es perfecta, entre otras cosas, por esta razón). Kertész de­ cía que sus fotografías eran su diario ín­ timo –habría que subrayar este último término–; no buscaba provocar sino

conmover levemente, sin alevosía (al­ go que a veces prefirió hacer Robert Doisneau). Un árbol caído sobre el Sena, un caballo blanco volcado en el camino, tironeado por peones fuera de foco. Su hermano Jeno, saltando, nadando. (La fotografía es el único lugar en el que el gerundio se sostiene.) Niños –reyes del gerundio– por todas partes. La luz de un día gris sobre el río. Kertész sa­ bía con qué clima salir a caminar. Y la luz resulta similar en casi todas las fotos, como si sus miles de imágenes fueran las tomas de un solo día. Igual que con Robert Frank, cuesta creer que estos momentos hayan existido. El tiem­ po dado vuelta como un guante: “dos segundos son mil años”. Kertész: paciencia para esperar y rigor para descartar. Instinto para la geometría de una escena que dura mi­ lésimas, para la posición de las figuras en el cuadro, la configuración instan­ tánea. Facilidad para triangular siluetas, ángulos y transiciones: puentes, escale­ ras, cruces de esquina. El instante co­ rre por cuenta del tiempo, el espacio está a cargo del hombre de la cámara. En un fotógrafo de buena memoria co­ mo Kertész, cuando los reflejos funcio­ nan de ese modo quizá se deba a que, sin saberlo, recuerda planos de otra vida. No hay fotógrafo que no oculte una superstición y un truco. El secreto 17

de Kertész era ése: a dónde se paraba para tomar una foto. La simultaneidad está menos en primer plano que en Henri Cartier-Bresson. Las suyas son, en gene­ ral, imágenes más estáticas pero igual de potentes. Es una simultaneidad, en todo caso, no tanto de movimiento sino de disparidades: la contigüidad de lo ines­ perado, como en el mercado de animales en el muelle St. Michel, con el niño de boina y el perro minúsculo en sus brazos. Una fotografía dice lo que tiene que decir en el momento que la miramos, los primeros segundos; lo que pensa­ mos después viene de otra parte, no le pertenece a ella. (Hay que escribir rá­ pido en honor de un fotógrafo, que tie­ ne menos de un segundo para tomar una decisión y ejecutar su trazo. ¿No existen los fotógrafos lentos?) Todo es estilo tardío en fotografía: el momento que se va a captar siempre está a punto de morir. El tiempo se condensa, se desplaza, comienza un viaje con destino desconocido. Y al salir de una muestra –un libro–, el visitante tiene la sensa­ ción de haber salido de un cine, años después de haber entrado a la función. werner bischof. Cuando son varias las imágenes que a uno lo deslumbran de un fotógrafo, ya no es la suerte o la casualidad, se trata de otra cosa. Cla­ ro que esa afinidad nunca logra que

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aquello que nos atrae deje de pertene­ cer al orden de lo inexplicable, aun­ que esa serie de adivinanzas terminen conformando una familia. Quizá algo es­ clarezca la habilidad de Werner Bischof para retratar estados de desconcierto. Su pericia, precisamente, se ejercitó en la posguerra, en el estoicismo de niños con escasísimos juguetes, en la foto­ genia de las ruinas, y lo más proba­ ble es que no ignorara la paradoja de estar inmortalizando ruinas (que, por otra parte, pronto dejarían de serlo). El viajero suizo obtenía muy distintos ejemplos de fotos memorables, a pesar de que lo capturado dé la impresión de encarnar un mismo tipo de conciencia (en lo visible y en el testigo). La debi­ lidad por la coreografía geométrica no es novedad en un gran fotógrafo, pero hay que ver con qué sentido visual, diverso y versátil, la registra Bischof. Los objetos repetidos o una fila de co­ sas iguales son sólo uno de sus fetiches: una serie de flores artificiales dentro de vasos junto a una ventana, en Tokio, o las zapatillas de unos escolares que visitan un templo en Kioto (todavía no han salido). Pocas veces nevó en una foto como en el jardín de un templo sobre cuatro monjes que van de a dos bajo sendos paraguas. (Contada, una foto es un mal chiste.) Para conocer de verdad a un fotógra­

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fo es insuficiente con ver sus imágenes estelares –que son, en realidad, las que empatan a los fotógrafos de todo el mun­ do y producen la sensación de que las mejores fotos las sacó una misma y úni­ ca persona, es decir, nadie–, sino que hay que ver numerosas, demasiadas, incluso las que él mismo consideraba fallidas, sobrantes. Las fotos se van jus­ tificando unas a otras (a solas, varias no resistirían), crean otra coreografía. A la vez, las menos vistosas, por decirlo así, dejan en el aire más interrogantes, impresiones más duraderas. Lo inolvi­ dable en fotografía es en verdad lo que uno no quisiera olvidar. Grabarse una imagen para estar acompañado por un acertijo, no para resolverlo. Un libro de fotografías de Bischof nunca se puede considerar leído. A la vez, un fotógrafo notable desmiente que por detrás de lo que muestra una imagen su autor quie­ ra decir otra cosa. (Lo que no consigue evitar es que, al examinar dos instan­ táneas de Bischof, en páginas enfren­ tadas, el pareo sugiera la aparición de una nueva, una tercera imagen.) No hay nada placentero en Bischof que no deslice algo inquietante, sobre todo cuando la escena es más bien es­ tática. La belleza de lo visto al pasar se ve profundizada por un anhelo estético en clave menor. Bischof, cabe sospe­ char, no quería caer en el facilismo de

la perfección. Estaba buscando lo que iba encontrando: lo accidental, la so­ ledad innegociable, lo absurdamente poético. Lo que modifica la percepción de sus fotos no es tanto el cambio de formato y tamaño de un libro a otro, sino el cambio de papel (lo favorece el opa­ co, mate, con fuerte perfume a madera). Al ir alternando y mezclando países de una página a la siguiente, Bischof borronea la pretensión de hacer cróni­ ca sobre un lugar específico. Hay algo muy anterior a la presunta identidad nacional: el instante fugaz. No hay nada menos nacional, y nacionalista, que la cara de un chico. Casi cualquier niño fotografiado puede pertenecer a cual­ quier otro país. Lo mismo pasa con los animales, bautizados o no. Cada uno en su tarea –así sea sufrir, esperar–, igual que un paisaje, o lo inorgánico. Las de Bischof son fotos de las que no se puede aprender (muchas pertenecen a circunstancias excepcionales). Sus es­ cenas seguirán enseguida, al contrario que otras bellas fotos que no se pro­ longan en el tiempo. Se pueden repa­ sar mejor de noche, en la oscuridad total, o junto a la vela sobresaltada de la memoria. Un fotógrafo es el único a quien la parte visible –material– de su obra no le pertenece. Un buen fotó­ grafo es el único que se vuelve miste­ rioso limitándose a mirar. 19

sebastião salgado.

Sería fácil pensar –lo hacen aquellos a quienes cualquier detalle del mundo les parece el colmo de la obviedad– que la perfección téc­ nica de las fotos de Salgado invalida su valor testimonial o incluso, aunque parezca ridículo, su valor fotográfico. No se trata, por otra parte, de otra cosa que nitidez, y en fotografía la mera ca­ lidad no ha sido, antes o ahora, una ca­ racterística distintiva. Salgado sabe que el ojo debe responder por el lujo de su herramienta; el valor del instrumento (cámaras Canon) debe operar como vara de exigencia del trabajo que produzca. El que parece estetizar la pobreza, está visto, es el que menos fotógrafo quiere ser. No pretende ser un gran fotógrafo, no es reconocible si no es te­ máticamente. Capaz de mirarlo todo, se conforma con ser un testigo que no parpadea. Quizá esa superficie de cla­ roscuros límpidos dé la impresión de un ojo inconmovible. Es sólo la simula­ ción necesaria para soportar lo peor que haya para ver e inscribirlo en un negati­ vo: un alma arrasada (es el precio que Salgado pagó por tener acceso a un reincidente repertorio de infiernos). Si infancia significa ausencia de len­ guaje, una imagen se ofrece como su tierra natal. Este nómade busca cap­ tar una mirada en fuga, que no acuse ni implore, una mirada con la valen­ 20

cia de un hecho (una huida: un niño salva su vida al precio de abandonar su lengua). Una mirada que sólo pide derecho a observarnos, a sostenernos –mientras facilita otras acepciones– la mirada. La gravedad que transmiten las imá­ genes de Salgado no provienen de un intento –suyo o de sus retratados– por dar pena. Las caras, los cuerpos, algu­ nos de ellos desnudos, callan desde el reverso de la conmiseración. Un niño deportado se aferra a su cartuchera y planta cara en esa pequeña fortaleza, la dignidad de no dar lástima en pre­ sencia de asesinos. Su revancha es ir cobrando cuerpo delante de una lente, mientras los que operan fuera de cua­ dro se van convirtiendo en espectros. El objetivo de Salgado es devolverle un rostro a quienes fueron tratados como la nada misma. La pobreza prístina que copia Salgado produce una lectura in­ quietante: la claridad –la errata corre­ gida de caridad– se impone en algo que suele asociarse con la suciedad (des­ preciarse por la suciedad). Al ser menos sucias, más deliberadamente estéticas –las de Cartier-Bresson de la India y China, por ejemplo, son más táctiles y más geométricas–, las fotos de Salgado po­ nen más de relieve el contraste entre la belleza de la foto, la belleza última, final, del modelo, y la crueldad de las causas.

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Salgado no oculta que tiene un pro­ pósito, no está para sutilezas que no sean técnicas. Busca gritar –a falta de lenguaje– algo a los cuatro vientos en el silencio terminal de una imagen, sa­ biendo que no se cree imprescindible (aunque pueda sospechar que es in­ sustituible). La fotografía muestra, no mendiga aclaraciones. Es un cuento infantil sin moraleja. Es difícil pensar que alguien pudie­ ra elegirlo como fotógrafo dilecto (como alguien podría elegir a Josef Sudek o Boris Smelov). El decoro impide que se establezca una intimidad con los re­ tratados o el propio fotógrafo (como se la puede establecer con el checo o el ruso). Son como fotografías de grafito, que no vienen a mejorar –embellecer– una muerte. Frente a estas imágenes, sentirse mal en una galería de arte o hundido en un sofá de un cuerpo es un acto de lujuria, de insolencia. Sal­ gado abandonó el pudor para hacerle frente al impudor de la violencia, la tiranía, la imbecilidad. Ha vuelto al mundo más legible, más milagrosa, aterradoramente legible. diane arbus. Ubica en el centro del cuadro el nudo de la fotografía: a quién retratar y cómo, bajo qué luz. Ante Ar­ bus, un espectador se pregunta qué hay de voluntario e involuntario (en

la elección y el consentimiento del re­ tratado, en el instante de la foto). Las suyas producen el desvelo que debe producir una imagen. Sus retratados miran a cámara, apuntan al fotógrafo y, al mismo tiempo, al espectador sentado en el futuro. Se saben frágiles inmor­ tales. “Son personajes de un cuento de hadas para adultos”, decía Arbus de sus enanos, sus maltrechos, prostitutas y retardados. Hay que ir hasta Herzog para encontrar una familia emparenta­ da. Desafían, como los muertos enmar­ cados, a sostenerles la mirada. Dan la sensación de que la fotógrafa salía de foco para volver a hacer foco, con el fin de verificar que la primera impre­ sión fuera justa. Tal la maravilla de la que era testigo. ¿Hay algo que apren­ der, fotográficamente, de Arbus? Una crítica que ella le hizo a un retrato aje­ no demuestra que era consciente del riesgo de inclinarse sistemáticamente por esas criaturas: “El sujeto es mejor que la fotografía”. Los rostros de Arbus invitan a jugar el juego de los suscep­ tibles: mirar y no mirar. Hay en ellos una soledad y una tenacidad incondi­ cionales. Pero estas caras, ¿no hacen algo más que una obra? Su biografía es el retrato de una de las mayores expertas en retratos de la (breve) historia de la fotografía. Curio­ samente, la de Arbus es una cara que 21

fue cambiando bastante entre épocas no demasiado distantes. Para la vida corre lo mismo que para las imágenes: “La fotografía es un secreto que habla de un secreto. Cuanto más te dice, me­ nos uno se entera”. Ninguna biografía responde el enigma más grande: cómo alguien que no era nadie –una forma de decir– se convierte en el nombre que tenía destinado. Como es costumbre, las pistas sobran pero son insuficientes: lectora de novelas góticas, devota de los monstruos de Goya, del cine de Tod Browning. Su hermano era el poeta Ho­ ward Nemerov; su marido, el fotógrafo Allan Arbus. Tomó clases con Berenice Abbott. Dejaba correr agua para cal­ marse. Admiraba a Weegee y Walker Evans, pero Lisette Model y Robert Frank fueron sus mayores inspiradores. Ado­ raba los dibujos de Saul Steinberg, las cajas de Joseph Cornell, y las crónicas y personajes de Joseph Mitchell, quien se volvió un íntimo amigo telefónico. En comparación con los de Arbus, se puede pensar que cada día hay me­ nos rostros singulares, o que miramos cada vez peor. Esta lectora que me­

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morizaba a Lewis Carroll, fotografió a cientos de chicos y era un lince para retratar el estado mítico de una edad. Otra de sus especialidades son los dúos, con su modo casi metafísico de compe­ tir por la atención del fotógrafo. Jugar a mirar a dos en el momento de la foto: “Es importante sacar fotos malas, por­ que son las que guardan relación con lo que no has hecho nunca”. Arbus tenía debilidad por las personas similares o idénticas: mellizas, trillizas. Igual que las máscaras y antifaces que usan mu­ chos en su nómina de desterrados, se mofan de su arte, de su vano intento por captar lo que la psicología –que está del otro lado de sus vidas– llama una identidad. En las imágenes pode­ rosas, el fotógrafo parece el autor de todos los detalles: peinado, zapatos, postura, luz. Escribir sobre fotografía: encontrar el modo de escribir sin es­ cribir. Caminar por fuera del perímetro de un jardín en el que dos hermanas gemelas no hacen nada por esconder sus ojeras (de tanto mirar, de tanto ha­ blar entre ellas en un cuarto oscuro la noche anterior).

Palinopsia L eón P lascencia Ñ ol Palinopsia es una alteración visual que hace que las imágenes persistan hasta cierto punto, incluso después de que su correspondiente estímulo se ha ido. Estas imágenes se conocen como imágenes residuales y ocurren en personas con visión normal. Sin embargo, una persona con palinopsia los experimenta en un grado mayor, hasta el punto en que se convierten en imposibles de ignorar. 1 : faint afterimages

Ver seis patos parpando cerca de un lago cenagoso es una postal que derrumba cualquier posibilidad retórica. Hemos ido de caza y hay una imagen imprecisa que aparece entre los juncos: fragmentos de niebla y escopetas negras. El hocico del cachorro tiene un poco de sangre que no es suya. Detrás de nosotros hay una impostura y una falsa ornamentación, como de cuadro decimonónico con blancos sobreexpuestos. La escena es básica: un grupo de hombres, no más de cuatro, y dos perros, uno de ellos un cachorro, permanecemos quietos, 23

sin temer que al fondo del paisaje hay una isla sentimental; todo residuo de amor viene de la periferia. Nada falta. Los seis patos que parpan de manera insoportable, vuelan y luego bajan al lago de aguas turbias. Alguien dispara unos perdigones y el perro sale en busca de su presa. La niebla ralentiza los movimientos de la persecución en zigzag. A un costado, un muro de árboles frondosos, es falsa mampostería, como un jardín de hespérides. Un viento transitorio arroja de nosotros la niebla pegada a nuestros huesos y queda visible el cielo abandonado como una inestable sensación de pérdida y súbita disolución. 2 : mild afterimages

Ver seis patos cerca de un lago es una postal que derrumba cualquier posibilidad retórica. Hemos ido de caza: fragmentos de niebla y escopetas negras. El hocico del cachorro tiene un poco de sangre. Detrás de nosotros hay una impostura y una falsa ornamentación. La escena es básica: un grupo de hombres, no más de cuatro, permanecemos quietos, sin temer que al fondo del paisaje hay una isla: todo residuo de amor viene de la periferia. 24

Los seis patos que parpan de manera insoportable, vuelan y luego bajan al lago de aguas turbias. A un costado, un muro de árboles frondosos, es falsa mampostería, como un jardín de hespérides. Queda visible el cielo abandonado como una inestable sensación de pérdida. 3 : strong afterimages

Seis patos. Hemos ido de caza y hay una imagen imprecisa que apare­ ce entre los juncos: fragmentos de niebla y escopetas negras. El hocico del cachorro tiene un poco de sangre que no es suya. La escena es básica: un grupo de hombres, permanecemos quietos. Los seis patos que parpan de manera insoportable, vuelan y luego bajan al lago de aguas turbias. Alguien dispara unos perdigones. La niebla ralentiza los movimientos. Queda visible el cielo abandonado como una inestable sensación de pérdida. 4 : negative afterimages

Ver seis patos parpando cerca de un lago cenagoso es una postal que derrumba cualquier posibilidad retórica. Hemos ido de caza y hay una imagen imprecisa que aparece entre los juncos: fragmentos de niebla y escopetas negras. El hocico del cachorro tiene un poco de sangre que no es suya. 25

Detrás de nosotros hay una impostura y una falsa ornamentación, como de cuadro decimonónico con blancos sobreexpuestos. La escena es básica: un grupo de hombres, no más de cuatro, y dos perros, uno de ellos un cachorro, permanecemos quietos, sin temer que al fondo del paisaje hay una isla sentimental; todo residuo de amor viene de la periferia. Nada falta para completar lo que dijo el profeta frente a una cámara súper ocho. Los seis patos que parpan de manera insoportable, vuelan y luego bajan al lago de aguas turbias. Alguien dispara unos perdigones y el perro sale en busca de su presa. La niebla ralentiza los movimientos de la persecución en zigzag. A un costado, un muro de árboles frondosos, es falsa mampostería, como un jardín de hespérides. Un viento transitorio arroja de nosotros la niebla pegada a nuestros huesos y queda visible el cielo abandonado como una inestable sensación de pérdida y súbita disolución. 5 : tracking afterimages

Ver seis patos parpando derrumba cualquier posibilidad retórica. : fragmentos de niebla y escopetas negras. 26

al fondo del paisaje hay una isla sentimental; todo residuo de amor viene de la periferia. Ver seis patos parpando derrumba cualquier posibilidad retórica. Alguien dispara unos perdigones y el perro sale en busca de su presa. Los seis patos que parpan de manera insoportable, vuelan y luego bajan al lago de aguas turbias. La niebla ralentiza los movimientos de la persecución en zigzag. Ver seis patos parpando derrumba cualquier posibilidad retórica. Un viento transitorio arroja de nosotros la niebla pegada a nuestros huesos y queda visible el cielo abandonado como una inestable sensación de pérdida y súbita disolución: como una inestable sensación de pérdida y súbita disolución.

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Acerca del habla en México* R aúl D orra Hay palabras que no necesitan ser dichas pero que uno no puede dejar de decir. Por ejemplo, cuánto me llena de satisfacción el acto que se lleva a cabo en estos momentos. Me satisface y me enorgullece haber sido objeto de este reconocimiento porque algún mérito se me vio para ello, pero sobre todo por la gente querida –amigos, colegas, compañeras y compañeros– que se siente reconocida en este reconocimiento porque nos reúnen largos años de tareas y afanes compartidos. En cuanto a mi ingreso en la Academia Mexi­ cana de la Lengua, también es casi innecesario decir que me abruma pensar en tantos hombres ilustres que pasaron por ella desde sus primeras sesiones efectivas celebradas allá por 1875; tantos filólogos de saber erudito o escri­ tores de brillante pluma a quienes yo debería, desde ahora, esforzarme por emular. Para atenuar ese sentimiento prefiero quedarme en mi casa, es decir en esta Universidad, y limitarme a decir que, como Miembro Correspondien­ te por Puebla, me siento una suerte de heredero del maestro Salvador Cruz Montalvo, con quien esta Universidad estuvo dignamente representada antes que yo tuviera este lugar en que hoy se me confirma. Ojalá la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, mi Universidad, pueda sentir que vuelve a estar presente con aceptable decoro en la Academia Mexicana de la Len­ gua a través de mi persona. La tarea que ha tenido, y tiene, ante sí una Academia de este tipo no es simple. Las academias nacionales de una lengua multinacional como es el Discurso leído en la ceremonia de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua el 3 de marzo de 2016 en la Biblioteca Lafragua. *

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español, son, podría decirse, un delicado intento por establecer el necesario equilibrio entre lo local y lo global, entre la norma culta y los usos populares, mejor dicho, entre los regímenes de escritura y los regímenes de oralidad, lo cual es tanto como decir entre lo intelectivo y lo afectivo pues la escritura más bien tiende a lo primero y la oralidad a lo segundo. Pero sin duda tam­ bién habría que distinguir entre lo nacional y lo regional, pues una nación está a su vez integrada por diversas regiones y son las hablas regionales las que, por tener la comunicación oral como fuente, aportan el caudal de su creatividad para dar vida a la lengua nacional. Todas las hablas regionales, las de cualquier nación, tienen sus necesidades expresivas, sus formas de elaborar la comunicación, y también sus secretos, secretos que quedan más allá de lo que un aficionado a la lingüística como yo, o incluso un lingüista hecho y derecho, podría averiguar. Para el caso del español que hablan los mexicanos, sería redundante ponderar el ingenio verbal que en él se desplie­ ga pues es harto conocido, y para quien no lo conoce por ser un recienvenido bastaría con una visita a cualquiera de sus tianguis o aun a los sitios urbanos de reunión distendida para entrar en contacto con esa especie de festival lingüístico que ahí se desarrolla. O le bastaría con ver una película protago­ nizada por Cantinflas, ese modelo insuperable que muestra su destreza en el desvío, su maestría para salir del paso con una rapidez mental y verbal de infinitos recursos. Nadie mejor que él ha practicado la retórica del subterfu­ gio, o el arte de sustraer la realidad que está ante los ojos y reemplazarla por otra, hecha de puros gestos y palabras. A mí, que llevo exactamente cuarenta años de vida en México, lo que nunca deja de sorprenderme es que esta suerte de continuo regodeo en la producción de giros idiomáticos y piruetas argumentativas esté tan extensa­ mente repartido en su población y alcance prácticamente por igual a todas las clases sociales que la integran. Yo podría decir que casi no he encontrado mexicano o mexicana despojados de agudeza verbal, aunque muchas veces la posición social que ocupan, o la profesión en que se desempeñan, los obligue a una conducta retraída y un habla cautelosa o protocolar. Me explico mejor: en los medios en que me muevo he encontrado a menudo, y por causas di­ versas, a personas cuya comunicación se muestra afectada por la inhibición o la timidez. Y sin embargo, por los años que llevo de observar conductas y 29

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sobre todo modalidades de habla, yo estoy siempre seguro de que esa perso­ na –funcionario, estudiante o prestador de servicios– en cuanto se encuentre en una situación en la que se sienta relajado, en cuanto se afloje la corbata o aun encorbatado se beba algunas copas, se convertirá en una fuente de di­ chos ingeniosos y argumentaciones invencibles. Los minusválidos verbales son pieza rara en México. Yo diría que el goce de la lengua y la explotación de sus posibilidades expresivas son, de hecho, un ejercicio continuo. Es como si en su infancia más temprana el hablante mexicano hubiera absorbido, junto con otros jugos nutricios, esa característica habilidad que a lo largo de su vida irá ejerciendo con la naturalidad de quien se mueve en un terreno que siempre le ha pertenecido. Diría eso y agregaría que, justamente por eso, por ser algo que se transmite o se hereda en la profundidad, tal característica se asienta en un núcleo siempre enigmático. Es claro que más de una vez se ha tratado de explicarla, y no sin razones, como una compensación de otras carencias igualmente profundas, o como la continua búsqueda de espacios de libertad ante una vida signada por la restricción. Esto sería como explicar que las burlas y desfiguros dedicados a la muerte no hacen sino exhibir el deseo de conjurar el temor que la muerte nunca deja de inspirarnos. Se trata de explicaciones verdaderas pero también insuficientes para dar cuenta de lo peculiar de estas conductas y sobre todo del suelo emocional en que ellas se sostienen. Dado que mi profesión, y aun más que mi profesión, mi vida entera ha sido dedicada al amor a la palabra y al asombro frente a lo que las palabras hacen con nosotros, yo prefiero pensar que el hablante mexicano es un su­ jeto –individual o social– que transforma las palabras en la misma medida en que es transformado por ellas, que recurre a su poder al mismo tiempo que trata de armarse frente a sus efectos, que las explora gozosamente en la mis­ ma medida en que trata de cubrirse de ellas, con ellas. Las palabras, y el tono de voz con que se las profiere, adquieren mati­ ces inesperados, revelan comportamientos, formas de valoración o maneras de representarse el mundo, prometen, amenazan o entusiasman y crean un vínculo entre quienes comparten tales valores y tales representaciones. De ahí que ciertas voces tengan más peso expresivo que otras, que ingresen con mayor o menor energía semántica en la conformación de redes o de cons­ 30

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telaciones léxicas. Estas redes o es­ tas constelaciones dan cuenta de un modo social de ser, de desear, de te­ mer o imaginar. Si le pidiéramos a un hablante mexicano que hiciera una selección de las expresiones de mayor carga expresiva a las que recurre en el habla cotidiana, creo que difícilmente dejaría de mencionar voces como cabrón, madre, ahorita, ándale o pendejo. Cualquiera de esas voces, apenas hace falta decirlo, es un centro expansivo, se despliega en funciones gramaticales di­ ferentes, se asocia a otras palabras por analogía, por desplazamiento o por opo­ sición: ahorita da, por ejemplo, orita, oritita, tantito, órale, ni maiz. Creo eso pero creo aun más firmemente que si le pidiéramos a nuestro hablante que de esa selección a la que hemos alu­ dido seleccionara a su vez una, una sola palabra, y que si nuestro hablan­ te está medianamente atento a sus propios hábitos verbales, difícilmente vacilaría o vacilaría sólo por pudor. Según lo que uno oye aquí y allá, en no importa qué esfera social, y según queda establecido, de hecho, por las agudas reflexiones que le han dedicado escritores, antropólogos sociales, lingüistas e intelectuales en general, esa palabra sería chingar, palabra que se sitúa a la vez en un centro y un origen. Esa palabra tiene varias acepcio­ nes según la zona geográfica en que se utilice. En México, la acepción de base es la que el Diccionario de la Real Academia Española pone en cuarto lugar definiéndola como una “Voz malsonante” que significa “Practicar el coito, fornicar”. Insistente tanto como insoportable, esa expresión, oída o proferida en México, como ya muchos veces y de muchas maneras se dijo, alude a una suerte de pecado de origen, a una mancha infamante que persis­ 31

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te en el tiempo histórico y que por esa persistencia deja de ser historia para ser mitología: es decir, queda anclada en una profundidad mental y moral de la que parece imposible sustraerse. Ello explicaría que, en relación con esta palabra, el hablante mexicano se sienta interpelado, o más bien desa­ fiado, y que trate de conjurar sus efectos moviéndose entre la blasfemia y la eufemia, esto es, afrontándola radicalmente o solapándola mediante desvíos incesantes. Usada como blasfemia en un arrebato pasional, el verbo chingar, en cualquiera de sus conjugaciones, tiene un efecto cuasi performativo porque su sola pronunciación, brutal, realiza imaginariamente la acción que esa palabra significa. Chingar es palabra que chinga. Más que una palabra, entonces, ella llega a ser un acto ultrajante, un golpe que toma por objeto a alguien a quien el que la profiere busca victimizar. Es palabra que hiende, que abre una herida humillante en un cuerpo vulnerable. Seguramente por ello este uso blasfemo está reservado a ciertos momentos de fuerte tensión confrontativa. Así, resulta más frecuente verla aparecer atenuada o domes­ ticada por usos eufemísticos. Por ejemplo, apocopada en ¡chin! se convierte en una interjección que denota sorpresa o admiración, e incorporada a la frase andar en chinga nos presenta a un sujeto que se agita y se apresura como quien huye acaso llevado por un chingo de obligaciones que pueden resultar puras chingaderas. Por otro lado, el funesto adjetivo chingada se atenúa en palabras de parecida estructura silábica y fonética como “frega­ da”, “tiznada”, “guayaba”, “patada”, “mañana”. Todos sabemos, entonces, qué se quiere decir y sobre todo qué no se quiere decir cuando se dice “Hijo de la guayaba”. Estas reflexiones que acabo de exponer y que bien podrían extenderse largamente no tienen el propósito de mostrarme como un émulo de Octavio Paz (quien parece haber dicho todo sobre los usos del verbo chingar) y mu­ cho menos posar como un experto en esa materia siempre controversial que es la “psicología del mexicano”. Lo que pretendo es ofrecer una muestra de mi asombro ante el poder que pueden alcanzar las palabras y mi avidez por conocer el peso social que en casos como éste las palabras acumulan. Es claro que para medir este poder expresivo no habría que detenerse en el nivel puramente léxico sino también observar formas sintácticas, mo­ dos de narrar, de pedir, de imponer, en suma, de comunicarse. Por ejemplo, 32

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resulta de interés observar la frecuencia con que los hablantes mexicanos recurren al uso del pronombre le agregado a un verbo conjugado, como el caso de “ándale”, o en formaciones más complejas como “quihúbole”. De ese modo uno advierte el continuo recurso a ese pronombre en el intercam­ bio coloquial (búscale, piénsale, ráscale, apúrale), sobre todo cuando este in­ tercambio denota intensidad afectiva. El asombro, la conminación, el deseo de mostrarse seguro y convincente para movilizar al otro, suelen expresarse en palabras que agregan un le. Ese recurso generalmente aparece en formas imperativas que, más que un mandato, sugieren un interés activo por movi­ lizar al interlocutor. Locuciones como “búscale”, “piénsale”, “apúrale”, tie­ nen la particularidad de ser compuestos verbales que incorporan un dativo (complemento indirecto), el que, en estos casos, funciona al mismo tiempo como acusativo (complemento directo) y por lo tanto hay que entender que significan algo como: busca [eso], piensa [lo que te dije], apura [tus asuntos]. Estas locuciones promueven una tensión que vincula íntimamente al ha­ blante con el oyente. Podríamos decir, entonces, que ese le es un espacio de intersubjetividad propicio para reunir a uno con el otro en una disposición o un ánimo que es común a ambos. Así, este rasgo morfosintáctico, esta breve forma pronominal adquiere gran complejidad y fuerza ilocutiva, y contribuye a que la expresión en que aparece, trascendiendo la verbalidad, sea un im­ pulso movilizante pues cuando se recurre a ella se suele hacerlo de manera enfática y muchas veces también reiterativa: “¡búscale!, ¡búscale!” Tales consideraciones me permiten volver sobre otra locución que me impresiona como una admirable muestra de la creatividad del genio parlante: órale. En verdad, si a mí me preguntaran cuál es la palabra preferida entre todas las de uso coloquial que escucho a diario, no vacilaría en decir que es órale, locución que es, o al menos eso me parece, una joya idiomática, el pro­ ducto de una magia operada por el habla. Resultado de una fonetización popu­ lar del adverbio “ahora”, la voz “ora” alargada con la flexión “le”, que toma la forma y el lugar del pronombre, produce –y de algún modo hace real– la fuerte ilusión de que el adverbio funciona a su vez como verbo. Como si dijé­ ramos que por virtud de ese compuesto gramatical aparece ante nosotros un nuevo verbo, único, el verbo ahorar, que significaría poner en presente, ins­ talar, en este momento y aquí, lo que aún es futuro y está en otro lado. En el 33

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habla coloquial, “¡órale!” puede ser reemplazado por expresiones como “¡hecho!” o “¡sale!”, lo que significa dar por realizado algo que todavía es un proyecto. Pero la forma “¡órale!” agrega un elemento más: agrega ese espacio de encuentro entre dos suje­ tos unidos por una misma decisión. Desde luego, también esta expresión es usada para expresar asombro co­ mo en: “¡Órale, qué carrazo!” Pero en este caso lo que se ahora, lo que se instala en este momento ante los ojos, es algo que sobreviene y obli­ ga a incorporarlo como una realidad presente de la que es necesario hacerse cargo. En cualquier caso, el le, ese breve factor morfosintáctico, funciona como un espacio intersubjetivo en el que se explaya una emoción. En el habla coloquial, ligada al deseo y a las emociones, está siempre la presencia del sujeto, sea el sujeto individual, sea el sujeto social. Es, pues, una forma de la comunicación que busca atajos y desvíos para exponer las pasiones de individuos o de grupos humanos. El Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua, elaborado bajo la dirección de Concepción Company Company, en su entrada “maiz”, señala que esta palabra, antecedida de “ni”, significa nada y, como ilustración de su uso, pone el siguiente ejemplo: “Que abro el refri y no había ni maiz”. Aquí, más que el término registrado, a mí me llama la atención la construcción verbal en que aparece. Estamos ante una frase que se abre con un Que relativo. Como sabemos, este pronombre suele tener por función introducir una oración o una cláusula subordinada. Bien mirada, esa frase –o ese que– supone un an­ tecedente, un verbo principal que aquí está elidido. Entonces, lo que queda supuesto es algo como: “Ocurre (que)”, “Pasó (que)”, o “Te cuento (que)”. Todo sugiere que en este caso se ha omitido ese antecedente porque lo que le interesa al sujeto es mostrar el acto realizado (“abro el refri”) y la decepción 34

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que le siguió (“no había ni maiz”). En dicha frase, al sujeto le interesa mos­ trarse obrando y viviendo una decepción, le interesa poner esa decepción en primer plano. De ese modo podríamos decir que el sujeto ha construido su frase como un pequeño espectáculo. Esa impresión se refuerza si observa­ mos que el primer verbo (“abro”) sitúa la acción en un presente y el segundo (“no había”) la sitúa en un pasado imperfecto, en un tiempo durativo. Como si el abrir el refri, el acto de procurarse algo de comer o de beber, ocurriera ahora pero puntualmente, y el sentimiento de frustración durara desde un pasado y señalara al mismo tiempo que a lo puntual de la apertura del refri le siguió una exhaustiva, y por lo tanto más detenida, inspección que dio como resultado la desalentada comprobación de que “no había ni maiz”. Si nos atenemos a la definición de la Poética de Aristóteles, según la cual la carac­ terística del drama es que “presenta a los personajes en acción”, podríamos decir que este ejemplo nos pone ante un minidrama. Y es interesante agregar que este ejemplo está tomado de una de las construcciones narrativas más usadas en el español coloquial de los mexicanos. A este respecto, siempre me ha llamado la atención en primer lugar la abundante presencia de la narración en el habla cotidiana, como si la mane­ ra más eficaz de la comunicación fuera la construcción de un relato donde abunda el diálogo directo (“Entonces yo le dije: mira, lo lamento pero esto es así, ni modo”); y en segundo lugar me ha llamado la atención el recurso a ese que relativo mediante el cual el narrador parece desdoblarse y observar­ se a sí mismo obrando y exhibiendo la propia pasión vivida en ese obrar: “Y que se para y que me mira feo y que me dice: ‘fíjate dónde pones tus cosas, buey’; y que yo me paro también y que me le pongo delante y que le contesto: ‘las pongo donde se me da la regalada gana, tú; y no seas menso y ya cierra esa bocota, o te doy un trancazo y te vuelvo a sentar”. En este ejemplo, la recurrencia a ese que relativo introduce en cada caso una oración subordi­ nada regida por un verbo elidido, el cual correspondería a suceder: “Sucede [que]…” Ello abre la posibilidad de una narración estructurada dramática­ mente y por eso mismo proclive a las escenas animadas por el diálogo. A una forma de narración, habría que añadir, que crea una suerte de espacio ficcional donde se confunden realidad y deseo. Es curioso observar que el hablante que nos refiere esta escena de confrontaciones verbales es el que 35

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siempre pronuncia las frases victoriosas, aquéllas que dejan sin respuesta al oponente. Por cierto, si tratamos de indagar acerca de la efectiva veracidad de tales frases –si insistimos preguntándole– no tardaremos en encontrar que no son exactamente las que nuestro narrador dijo haber pronunciado sino más bien las que siente que hubiera querido, o acaso hubiera debido, pronunciar. La escena, pues, que nos refiere, está modificada por su deseo y eso ocurre, según pienso, porque esta manera de narrar permite recompo­ nerla, de modo tal que pueda entrar en ella no sólo la realidad, lo que ver­ daderamente ocurrió, sino el impulso afectivo, y también el deber. Por ello lo que él nos está comunicando es una especie de insatisfacción que ahora compensa con el relato que nos hace, esto es, el relato con el que regresa a esa escena para hacer, ahora, lo que no hizo en ese momento. Es como si en ese modo de narrar el hablante pasara de un tiempo indicativo a un tiempo subjuntivo donde se construye otro escenario, más elástico, más maleable y por lo tanto siempre más propicio a las proyecciones del sujeto. Ahora bien, en estos relatos de vida, tan frecuentes y en los que tan frecuentemente se escenifican diálogos y en los que se argumenta y contraar­ gumenta, así como en los otros usos del habla aquí evocados, la voz cobra un protagonismo decisivo. La voz que nos habla y que, hablando, reproduce otras voces. Porque es la voz, en este caso la manera peculiar de entonar el español, lo que parece cargar con el mayor peso significante. El mismo relato dicho con otra voz es otro relato, crea otras identidades, modifica la presen­ cia de los personajes. Así, para lo que nos interesa, siempre será difícil, por no decir imposible, conocer o dar a conocer el español de México si no re­ construimos una imagen de la voz, esto es, del modo de entonar la lengua. La entonación es una marca de identidad y pertenencia. Incluso se podría decir que un buen conocedor del modo de hablar de los mexicanos podría reconocer, por la sola entonación y sin necesidad de atender a las palabras pronunciadas, de qué región es el hablante, a qué grupo social pertenece. El modo de en­ tonar una lengua, subrayo, es en general percibido no sólo como una marca de identidad sino también de pertenencia: a un estado, a un territorio, a una ciudad, a una clase y, en el extremo, a una familia. Así, alguien sabría reco­ nocer, por la sola entonación de las frases, si el que habla es un chilango, un veracruzano, un tabasqueño o un sinaloense. Esto lleva a pensar que es en el 36

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nivel fónico donde se alojan los rasgos decisivos de una identidad local. En la pronunciación está el sujeto, la persona presente y única con su coraje o su complacencia, con su entusiasmo o su temor, en una palabra, con el mun­ do de afectos que toma forma en su boca pero antes en sus humores vitales. Astucias léxicas; torsiones sintácticas; estrategias argumentativas; re­ tóricas de la dramatización; recursos a la hipérbole pero sobre todo a la ate­ nuación; itinerarios narrativos en los que el narrador se desdobla y se observa con distancia e imaginariamente se admira o se corrige, actúa como si su lugar fuera el de su interlocutor, o bien coloca al interlocutor en su lugar, se hace otro, cambia la voz para que cambie la escena, para que la palabra adquiera un nuevo matiz; modos diversos con que la palabra hace del mundo un espacio subjetivo: los ejemplos podrían prodigarse pero todos partirían de un mismo centro de irradiación: el mundo afectivo del hablante. He ahí la fuente, el destino, el horizonte. Y ya que hablamos de afectos, lo que en este discurso he perseguido y lo que quisiera haber logrado es dejar un testimonio de mi dedicación apasionada al estudio del idioma y a las incesantes maneras con que los ha­ blantes lo procesan y lo entregan tanto en los espacios geográficos como en los espacios sociales y mentales. Pero es una pasión que ahora debo refrenar porque estoy frente al tiempo y el tiempo también tiene la suya, una pasión que, en su caso, se expresa de un modo dual: como fuga y como límite. El tiempo quiere pasar y también quiere que lo que está pasando se acabe. Así, mi tiempo de exposición ya ha pasado y ahora debo ceder gustosamente la palabra al director adjunto de la Academia Mexicana de la Lengua, a Felipe Garrido o, más académicamente dicho, a don Felipe Garrido, un hombre que es todo entrega a la vocación por la palabra noble, serena y constructiva, como cualquiera puede ver en su actividad de escritor, de editor, de traduc­ tor, de antologador, de formador de escritores y de lectores. Un admirado amigo que recientemente ha obtenido, con todo merecimiento, el Premio Na­ cional de Lengua y Literatura. Es para mí un orgullo que él sea el encargado de cerrar este acto y de entregarme lo que necesito para ingresar formalmen­ te a la Academia Mexicana de la Lengua. Con él los dejo y ahora ocurre que cierro mi boca, que abro mis oídos, y que soy todo atención a sus palabras. 37

El segundo lugar G eney B eltrán F élix para Pilar Nieto, chamana y salvadora

Ya iban los demás alumnos saliendo del salón de quinto grado. Por encima del cabello sentía el Iñaqui el aire que las aspas al girar desperdigaban frescamente por el aula, un lápiz caído venía sobre el mosaico rueda y rueda hasta tocarle la suela del zapato. Qué desespero: algo siniestro le decía al oído el profesor Cipriano a su alumno predilecto, el gordo Inzunza. A un lado del pizarrón, el muchachito se hallaba inmóvil con los hombros erguidos, el cue­ llo ligeramente inclinado. Por su mirada seria, no parecía un chamaco de once años sino alguien mayor, un adolescente que se esforzaba, con algo de nerviosis­ mo, por mostrarse confiable para asistir en una tarea de endurecidos adultos. El Iñaqui observaba la escena de pie desde atrás de su mesabanco, a cuatro metros. Cuánto no daría por ser capaz de leer a la distancia lo que estaban soltando los labios finos en el rostro cuadrado del profe, lo que es­ cuchaba el odioso gordo de cara redonda y pelo engominado, el siempre sonriente y lambiscón que a lo largo del año llenó de regalitos el escritorio del maestro. El Iñaqui querría gritarle al profe ya estuvo bueno, ¿era otra emboscada contra él? Y al tiempo de vivir este impulso, algo ajeno dentro de sí (un or­ ganismo más sensato y también más cobarde que su rabia) puso sus piernas en movimiento. Se fue caminando hacia la puerta, farfullando ¡chinteguas, me va a joder este maestrito! Y por dentro del abdomen lo oprimía el efecto de una mano helada tan­ teándole las vísceras como siempre le vino pasando todo el año cada día en 38

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que el profe le elogiaba al gordo una respuesta una tarea un examen, y a él nada. Buen rato de la tarde la pasó el morrito en el patio de su casa. Esta­ ba parcialmente techado y por ser un día de junio la sección soleada, esa que entregaba sin pudor sus mosai­ cos al cielo, era inhóspita: el calo­ rón se hacía expandir dotando de un opresivo grosor el aire luminoso. Él ahí se mantenía, en un trance sus­ pendido, como si el pensar se le hu­ biera derrotado ante un estado de cosas inaudito. –¡Mijo! ¡Qué haces ahi bajo el solazo? Te me vas a poner todo prieto... El chico ni pestañeó. –¡Raúl! Digo... ¡Erik! Este... ¡Yordi! ¡Tú, muchacho pendejo! Te estoy hablando... Durante esos instantes en que se sabía invocado sin que terminara de llegar su nombre a los labios maternos, el Iñaqui experimentaba un coraje sordo a la altura del pecho. Salió ahora la mujer de la cocina. Era fuerte y alta, de facciones huesudas y piel muy blanca y pálida. Traía un pañuelo azul anudado en torno de la frente. Poniendo los hombros sobre la cintura, se quedó mirando al niño, hincado: tenía en la mano derecha un estuche lleno de lápices de colores y lo agitaba como si limpiara con él alguna mancha del suelo. –Por qué me habrás salido tan medio orate tú, de veras... A lo lejos se dejó escuchar, raspando la aquietada superficie de la tarde calurosa, el veloz aullido de una sirena de ambulancia. El plebito se puso de pie. –No estoy loco, amá –levantó la mirada–. Es que pensaba en la fiesta –con el estuche en la mano caminó por el pasillo techado hacia la sala. 39

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–No vamos a ir a esa fiesta, ni pienses demasiado –soltó la madre. …Ella, sin embargo, estaba en un error. La fiesta en que pensaba la mujer era un quinceaños en el Country Club, de la Lucila, una prima segun­ da hija de parientes ricos con quienes los Aispuro Urquidi, venidos a menos, ya ni se llevaban gran cosa. En cambio, lo que rondaba por la mente del chico no era “fiesta” en sí, o en los labios ilusos del profe Cipriano solamente. Antes de dejarlos salir, hoy les dijo, alisándose con lentitud el bigote: “Jóvenes, mañana es la fies­ ta”. Ya muy bien sabía el Iñaqui cómo el hombre se dejaba llevar por la bo­ quiflojez diaria de su carácter para usar con ligereza las palabras al saberse en falta (un ignorante, un impostor) por algo de las materias que explicaba sin claridad al alumnado. En los primeros meses no habría podido el niño decir cuánto descon­ fiaba del maestro; nadie nunca se acercó tampoco a preguntárselo, pero ya hacia enero, cuando iba muy temprano por las calles de su casa a la escuela y escuchaba la violenta bocina del carro de El Debate gritando los titulares de su nota roja, ¡Ándale, llenan de plomo a tres empistolados en Las Quintas!, ¡Depravado viola y mata a muchachita buscona de quince años, ándale! Du­ rante esos momentos se acostumbró sin saberlo a que un reptil le habitara en la nuca y le fuera lamiendo amenazante una región del cerebro para dejarle ahí una viscosa sensación de hartazgo y frustración ante el solo recuerdo de la cara fruncida del maestro. El Nájera fue el primero que se le acercó al día siguiente. No tardaban en ser llamados por el timbre para entrar al aula en filas. Ese compañero no es que fuera muy cercano suyo, pero sí algo se llevaban: también era bas­ tante matadito, de esos muy duchos con los números aunque nada paciente a la hora de la clase de español o de ciencias sociales. Además, le había comentado en los recreos al Iñaqui: “Este profe no sabe gran cosa, qué fiasco de veras”. Era moreno y de piel muy lisa, con pestañas chinas y ojos grandes que en ese momento, como si fuese la primera vez que lo veía, llamaron la atención del Iñaqui: parecían de un personaje de caricaturas japonesas. –Pues la fiesta –y el Nájera hacía caer sobre la palabra un tono bur­ lón al tiempo que subía y bajaba los dedos índice y cordial de cada mano poniéndole comillas al aire– será hoy más al ratito, anda diciendo el gordo 40

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lamebolas. Y ¿qué crees, Huerco? Van a estar sus jefes... Por ahi andan orita… A cinco metros vio el Iñaqui al mismo Inzunza rodeado de tres mucha­ chillos también de uniforme azul: extendía un papel que uno de sus compa­ ñeros leía en voz alta y al escucharlo los demás sonreían obsequiosamente. Se imaginaba el Iñaqui que el niño aborrecido habría de levantar la vista y sonreírle también pero con un dejo de soberbia. No fue así: uno de los cha­ valos en el grupo tomaba con rudeza el papel del Inzunza, se lo restregaba sobre el área de los propios genitales al tiempo que sacaba la lengua y po­ nía los ojos en blanco, provocando la carcajada de los otros dos y una risa nerviosa en el muchachito gordo, que parpadeaba y movía la cabeza a la derecha temiendo encontrar la mirada de sus padres, allá del otro lado de los cristales de la Dirección. –Y el bruto de Sor Cipriana que le dice fiesta a esta tarugada… –soltó el Nájera, riéndose mientras suponía en el silencio del Iñaqui un terreno favorable para la complicidad: su compañero seguía con la vista fijamente encendida en el grupito encabezado por su enemigo. Habría querido responder. No lo hizo. No sabía cómo volver voz ese ahogo seco en los pulmones. Veía a los padres del Inzunza y al maestro salir de la oficina de la Dirección. Todo él ceremonioso, peinado con gel brillante, Cipriano vestía una camisa negra y corbata –¡para qué corbata si hace un calorón!–, y luego de caminar rumbo al aula se detuvo para ver hacia el centro del patio, con ojos disminui­ dos por el esfuerzo de enfocar entre las figuras infantiles. El Nájera le tocó a su amigo el hombro: –Capaz que Sor Cipriana está enamorada del panzón ese –dijo, movien­ do los dos brazos de adelante hacia atrás, los puños ostensiblemente apreta­ dos, como si jalara un cajón hacia sí; trataba de hacer gruesa y masculina la voz, dándole un medio tono de sarcasmo a sus dichos y al gesto sexual que las acompañaba. Ante el silencio del otro, el Nájera levantó las cejas y acer­ có la cabeza hasta ponerle el rostro a pocos centímetros, con una expresión inquisidora que parecía esculcarle una sombra de asentimiento. El Iñaqui llevó los ojos hacia abajo. –Sí, ¿verdad? –pero algo lo atenazaba: una cosa para sí mismo secreta, 41

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la presencia de un ser deforme en su interior de quien ignoraba todo pero del que muy agriamente sentía los zarpazos. ¿Era esa envidiosa bestia entonces, era esa presencia dentro de sí lo que más lo angustiaba, y no sólo la cara lustrosa de entusiasmo del Inzunza? ¿Y durante qué largo tiempo habría aún de hallarse invalidado, como ahora de once años apenas, para oponerse a sus golpes? –¡Orden! ¡Silencio! Los niños entraban al aula bisbiseando, azorados por el pastel, los va­ sos de plástico, las botellas de coca-cola y fanta de naranja sobre el escrito­ rio del maestro. Quién si no el Nájera se iba a dar media vuelta para guiñarle el ojo al Iñaqui con expresión de ¿Ves? Te lo dije. –Sí, cabrón, ya me di cuenta –no quería que el Nájera adivinase esta inquietación vivaz y vergonzante que le brincaba en el tórax, y que se agravó al advertir las figuras sonrientes de los padres del gordo. Estaban (la mujer de traje sastre, peinada de chongo y muy maquillada; el hombre con saco y corbata y un cigarro encendido entre los dedos) detrás del maestro, y entre ambos el hijo, que miraba a sus compañeros con cara de ¿Qué esperan pa aplaudirme, putos? –¡Muchachos! –el profe tenía las manos juntas en posición de rezo–, vamos a festejar el fin de curso, tenemos invitados especiales… Para entonces había el gordo Inzunza ya tomado asiento en su lugar, en la primera fila. En diagonal atrás suyo, a la izquierda, el Iñaqui se hallaba muy nervioso, prohibiéndose voltear a ver a su adversario. Fijó la mirada en un fragmento de pared encima del pizarrón, en que estaba escrita la frase Colegio Miguel de Cervantes. –…ha sido un largo año, lleno de aprendizaje y compañerismo… Eso. Por algo somos el Miguel de Sobrantes, ¡todos! Alejaba la vista de la pared y miraba a sus compañeros de la izquierda: el Nájera, con los ojos muy abiertos y solícitos; el Garrocha metiéndose con aire distraído un dedo en la oreja, más atrás el Josué parecía murmurar el padrenuestro. El niño empezó a escrutarse las uñas y los dedos, como quien descubre que le sobra cuerpo. –…y antes de pasar a los refrigerios, empecemos por el diploma de primer lugar en aprovechamiento… 42

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El Iñaqui levantó los ojos. El profesor lo miraba con una media sonrisa, un filo amable que prometía tánto, de veras tánto, al grado de que por un instante el plebe estuvo convencido de que habría de resarcirse ahora el mal­ entendido de todo el año: el profe se habría de disculpar por haber fingido no aprobarlo cada día, y el Inzunza es quien hoy— La sonrisa del profe se hizo más rotunda. Un cuerpo se puso de pie allá por el lado derecho de la visión del Iñaqui. Los rostros de los padres sonreían, sus manos palmeaban el obeso cuerpo en la espalda, las voces hablaban de bravos y quéorgullos. –Muy bien, muchacho, llegarás lejos –oyó el Iñaqui la voz cada vez más aguda del profesor que al mismo tiempo abrazaba y palmeaba en el hombro al– Al– …Y es que el apellido Inzunza a lo largo de ese instante era más que un sonido: una maza en las vísceras. –Iñaqui, mijo, pasa por tu diploma. Creía tener la cara incendiada. La voz del profe insistía: –Muy buen esfuerzo. El niño caminó hacia el frente, extendió la mano y el diploma que decía segundo lugar pasó entre sus dedos. Al verlo caer al piso, se supo más abo­ chornado: alguien dejó salir una risita en los asientos del fondo, otro más hizo escuchar un grito agudo, disfrazando en un falsete su voz con la frase “¡El Huerco tenía que ser!”... –Vamos, silencio… El padre del Inzunza se inclinó, levantó el papel, se lo puso en las manos. –Gracias... –Felicidades, buen resultado –escuchó hablar a la mamá, que le soba­ ba la espalda ¡con su mano ratera! Él se sacudió el contacto, pero al darse cuenta de que ese gesto habría de interpretarse equívocamente (qué equívo­ camente ni qué nada: groserazo el chavalillo, andarían diciendo más al rato, se decía), volteó la mirada hacia el matrimonio, sonrió, dijo “Gracias… dis­ culpen” mientras desde las tripas le subía una invasión fría de tercas aguas que buscaban reventarle el tórax. Regresó a su mesabanco, el profesor mencionaba el nombre del Náje­ 43

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ra y éste se erguía y caminaba para hacer mantener en sus manos el di­ ploma de tercer lugar. Habría querido disolverse ahí mismo en el aire, el Iñaqui: ser in­ visible, que sus huesos renegaran del afán de la dureza, que lo dejara ese trotar de bestias rumbo al pecho. Pero ahí seguía la dura piel de la realidad. Los niños se formaban ante el escritorio. La mamá del In­ zunza partía el pastel, el padre ser­ vía refresco. Los ruidos le llegaban atropellándose unos a otros, como si su intención fuera abrumarlo para mantenerlo dócil y callado en su si­ tio. Cada segundo pesaba: el aire se había vuelto de fierro y entraba en su cuerpo abriéndole con temple ofensivo las células, para al fin dejarlo como una pura cosa residual, una existencia inútil y sin valor... –aunque eso sí: nada de per­ mitirse las voces de la queja, nada de romper con desfiguros la estúpida alegría de los demás con un pedazo de pastel y un refresco en las manos... ¿Él menos inteligente que el Inzunza? ¡Qué burla! ¡Si desde siempre había sacado el primer lugar! Este profe era un lamesuelas ignorante que sólo quería quedar bien con– ¿Será cierto? ¿No es él quien se equivoca? No, en serio: el profe –se decía– quiere quedar bien con los papás ricos del gordo: tienen dinero y conectes, poder y palancas, así lo presumió desde el comienzo el panzón repugnante. Y es que ambos habían ingresado al colegio en septiembre pasado, para cursar quinto. Al Iñaqui luego luego lo apodaron El Huerco por su acento serrano, que dejaba oír notas de un perpetuo azoro, un estiramiento de las sílabas finales. Había crecido en un pueblo de la sierra; su familia se mudó a finales de agosto y no consiguieron ya inscribirlo en ninguna escuela de gobierno (ni cómo, a esas alturas del año). Ahí estaba el Cervantes, el más barato de entre los de paga. 44

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Y el Inzunza (lo llamaron siempre por el apellido, aun sabiendo su nom­ bre de pila, tan agringado, de Jeremy) había estado inscrito en el Colegio Tlacaélel, propiedad de una orden religiosa que se afana en amoldar las mentes de los hijos de los ricos. Las versiones sobre por qué lo expulsaron a fines del ciclo anterior, cuando cursaba cuarto, fueron varias: que lo hallaron besuqueándose con un chamaquito de sexto en los baños, que se había roba­ do una calculadora de la Dirección (sin necesitarla, claro, precisaban), que le encontraron en la mochila fotos de viejas encueradas refocilándose con caballos y perros... Los padres recurrieron al Sobrantes para que el plebe levantara cabeza, cursara quinto, no perdiese un año. Desde el principio estuvo claro que el gordo no era burro: algo listillo, sí, participaba, erguía la mano. Y nada más. El Iñaqui no habría tenido los modos de expresarlo, era esto: que para el Inzunza aprender no era sino un trámite pasable que se le pedía para algún día heredar la lana de sus jefes. No era la tabla de salvación que desde sus primeros días en un aula, allá en el pueblo, descubrió el Iñaqui: lo que habría de evitarle, según la espartana voz de su padre, una vida de jodidez y miseria en la milpa, si no es que la tentación de meterse a los negocios chuecos traficando con yerbamala. A lo largo de los meses fue creciendo en el Iñaqui la percepción de que, hiciera lo que hiciera, él no sería visto en su real medida, pues Cipriano hubo siempre de inflarle las notas al Inzunza (quien además, pinche holgazán, faltaba mucho a clases). Esa intuición se veía de inmediato invadida por la incertidumbre: ¿y si él, Iñaqui, exageraba su valía? ¿Si sólo era un ardido y un mal perdedor? Igual y había estado ganando el primer lugar porque allá en la sierra, en un pueblucho de veinte casas, competía con plebillos burros a los que estudiar les valía un cerote pues su futuro estaba en, como sus padres, sembrar chingaderas que habrían de venderle al comandante de la judicial, o en irse de mojados pa pizcar algodón en Óregon o en Idaho… Esto volvía a su mente ahora: sin levantarse, veía al maestro recoger platos y vasos, a los padres Inzunza despedirse de su hijo, a los alumnos regre­ sar ruidosos, sin gana, a los asientos. –¿Y no vas a felicitar al gordo nalgas de tinaco? No seas mal perdedor –escuchó el susurro venir de los labios filosos del Nájera. –Me voy a limpiar la cola con este papelito –respondió el Iñaqui, en voz 45

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baja–. Si tiene la firma de Sor Cipriana, no sirve ni pa… –dejó la frase así, temió haberse dejado llevar por una expresión que muy límpidamente mos­ traba el gesto de las fauces que le roían los intestinos. –Ya se acabaron las clases, ma –llegó diciendo a su casa–. Hoy nos la pasamos viendo películas. Mañana y pasado va a ser lo mismo. El lunes está la boleta lista pa que la recoja. –Pero es una escuela de paga, ¿cómo que los ponen a ver películas? –El profe Cipriano llevó una tele y la videocasetera, y a darle: dos pe­ lículas de Cantinflas… Y no fue sino hasta una semana después que se animó a mostrarle el papel (tenía los bordes ajados). Lo había llevado y traído en la mochila desde el día de la entrega. –Mijo, no siempre se gana… –Es que somos pobres, ma. El que ganó es riquillo. –No somos pobres, Iñaqui. Los que sí lo son no tienen ni pa comer, cuán­ do pa enviar a sus escuincles a una escuela de paga. El niño se quedó inmóvil. ¿Podría soltar ante la madre su carcomida pen­ sadera? No era muy inclinada a escucharlo… –Ma, en serio. Todo el año el profe se la pasó echándole la mano al Inzunza. –¿El famoso gordito que te cae bien mal? –Ey. No sorprende que le haya dado el primer lugar, es retelambiscón. –Mijo, igual y en sexto le ganas. Pero tienes que esforzarte de a de ve­ ras… Nomás no veas tanta tele… Además no es bueno ser un envidioso. ¿Cómo lidiar con esa respuesta? La furia le nació desde el estómago. Su madre estaba de pie, ante la estufa, con una cuchara revolvía la olla de frijoles, con la otra mano se quitaba el sudor de la frente. Él, de pie a un lado de la puerta, con el diploma en una mano, se moría de ganas de gritarle, pero… ¿podía estallar realmente? De no hacerlo, ¿qué pasaría? No estallaría el planeta; peor aún, tal vez nada de esto importaba… Más feroces tragedias pasaban en el mundo: balaceras entre judiciales y narcos de cada tercer día en esta ciudad, todo ese moridero de niños raquíticos en Biafra… Se llevó las manos al tórax, como si así –susurrándole lo mínimo de sus agravios– pudiera apaciguar a la inflexible bestia. 46

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¿Habría su madre de entenderlo? El enojo dio paso a la compasión: una vez su madre le confió yo no pude estudiar mijo: ella habría querido seguir más allá de tercero de primaria, dejar su pueblo y venir a la ciudad para hacer la secundaria, la prepa y la carrera de medicina, pero ¿cómo? Allá parriba en la escuela serrana, por los años cuarenta, sólo se podía estudiar hasta tercer grado, y su padre, tan mandón y tan machista, cómo habría de enviarla a la siudá, y a vivir dónde, con quién, pa que prosiguiera sus estudios, y qué tal si ella daba el malpaso, y un fulano la empanzonaba y luego no le quería cumplir… El niño salió de la cocina. Caminó sobre los mosaicos hasta cruzar la línea de sombra y poner la testa desprotegida ante los rayos del sol insacia­ ble. Se mordía los labios. Ahí estuvo largos momentos sudando, poniendo la mente en una pantalla negra como quien ansía divorciarse de los llamados tan vehementes del aire cotidiano, hasta que una gota de sudor brincó de su dedo índice al diploma. De regreso a la escuela en septiembre para cursar sexto, ya luego luego el primer día en el recreo se enteró de la noticia: no sólo el Inzunza había sido reaceptado en el Tlacaélel, también Sor Cipriana se estrenaba como profe de quinto en ese colegio de estirados. Era maestro allá, de puros niños riquillos y creídos. –Por eso le dio el primer lugar al gordo –completó el Nájera el chisme–. Los papás tienen la vara alta ante los curas. El profe Isauro resultó otro cantar. Dicharachero, sabio, amigable. Con­ siderado. Desde el primer día el nuevo maestro se habría dado cuenta de la sed de saber y también de la vulnerabilidad del Iñaqui. Lo adoptó favorable. Le reconoció siempre, abierto, su inteligencia. Por una razón que el Iñaqui no se planteaba comprender, la aprobación del profe Isauro parecía insufi­ ciente, o incapaz, en su tarea de sanar el hueco latente de rechazo que lo des­ centraba. Algo permanecía: un temor a haber olvidado saberes elementales y a que el elogio del maestro fuera no un acto de justicia sino sólo un capricho de benevolencia: así como el ciclo previo Sor Cipriana apapachó a un In­ zunza sin merecimientos, quizá Isauro lo amparaba ahora a él, perjudicando a alguien más que a sus espaldas estaría conociendo la misma escrupulosa decepción que él meses atrás. 47

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–¿Cómo que el segundo lugar, mi Iñaqui? ¿Qué pasó ahí? Lo agarró desprevenido su cuñado. El niño no sabía para dónde voltear. –El segundo… sí –pasó saliva. Esto fue una tarde de principios de octubre. Sentado en un extremo del sofá de la sala, a un lado de su esposa (la media hermana del Iñaqui), Rufino lucía una cara regordeta y sonriente, ojos pequeños y achinados, siempre vivaces y proclives a la burla. Cargaba en la mano un vaso de coca-cola con leves restos de hielos. El Iñaqui se fijó sobre todo en cómo le brillaba la calva. ¿Me va a hacer carrilla por el mugre diploma? Mi amá le habrá dicho … –¿Qué promedio tuviste? –Diez. Y con buena conducta… –¿Entonces cómo que el segundo lugar? ¡Ha llegado el momento!, gritaba la voz de las vísceras. El niño soltó aire, volteó a ver a su media hermana que, a la izquierda, le tomaba la mano a Rufino mientras algo decía a la madrastra y al viejo padre, mostrando el aire displicente de hija biemportada en sus visitas de cada domingo. –Ninguno de tus hermanos se ha sacado nunca un segundo lugar, ¿qué no? Todos son bien cerebritos… –Fue un robo –lo interrumpió el niño antes de acusar la pulla de las últimas palabras. –¿Y eso? ¿No es grave que digas eso de robo así tan fácil? El Iñaqui volvió la mirada, una y otra vez, al sillón de su izquierda. Buscaba mirar de refilón, como quien quiere y no se anima, el rostro arruga­ do y seco del padre, su espalda corcovada, la expresión grisácea de los ojos. A como le iban saliendo las palabras fue ganando más soltura, hasta que acabó la explicación sintiendo un alivio a la altura del estómago. –Sí, los conozco a los Inzunza –dijo Rufino–. Son gente muy persinada. Rufino fue siempre un modelo para los chicos Aispuro, tan así que, como señal inconsciente de respeto, con todo y que aún era joven, a su nom­ bre no se le anteponía el artículo determinado. Vino de abajo, su padre tenía sólo un estanquillo, y el muchacho estudió administración, había trabajado duro siempre, ahora ocupaba un alto puesto en quién sabe qué empresa importante. 48

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–Te vua decir lo que tienes que hacer –el hombre levantaba el índice derecho, enarcaba las cejas–. Llevas el diploma, pides hablar con el director y le dices que digo yo que te lo cambie por uno de primer lugar. Si sacaste puros dieces, y nada de mala con­ ducta, tenían por lo menos que haber empatado en el primer lu­ gar tú y el muchachito ese… –¿Ir con el director? –Vas con el director. El Iñaqui irguió los hombros. –¿No dices que te mereces el primer lugar? ¿O es pura men­ tira todo esto? –…Claro que no –se creyó de veras sospechado, como si Rufino hubie­ ra advertido la causa por la que Cipriano habría tenido razón en segundearlo. –Ya está. Que digo yo, le dices. ¿Podía en serio plantársele al viejito en la Dirección? El Iñaqui sintió una mosca volarle cerca de la oreja. ¿Y si mejor el mismo Rufino lo acompañaba? Se volvió a la izquierda y encontró de frente los ojos de su padre, que lo veían sin emoción, con una incierta dureza, y él mantuvo la mirada mientras pasaba la saliva dolorosamente. ¿De veras hay chanza de reclamar? Bajó los hombros. Sin decir nada, el anciano movió los ojos hasta volver a posarlos sobre el rostro de su hija Rosa. Esa tarde, apenas acabaron las prácticas de volibol en las canchas de la prepa, el Jorge ofreció raite a dos alumnos del grupo 101 cuyas casas le que­ daban, según descubrieron ahí platicando, en el camino. –…Casi no recuerdo nada de ese tiempo –respondió el muchacho al volante, frunciendo la cara mientras con la derecha hacía el gesto de alejar 49

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de sí una mosca inexistente–. Era una escuela de la jodida –añadió. En el asiento del copiloto, el Iñaqui había esperado, para hacer su pregunta, a que dejaran primero al Ortega en su casa, lo que acababa de ocurrir tres cuadras antes–. Me acuerdo que éramos muy carrilludos y te decíamos El Huerco… Pero veo que ya perdiste el acento. Desde uno de los primeros días del semestre el Iñaqui reconoció salien­ do de un aula, en el piso de abajo, a un viejo rostro. El muchacho se veía más atlético, con los rasgos de la cara distendidos, no destacaban ya tanto sus ojos y la piel morena parecía lucir más brillante y suave. Tenía una apostura serena, como si la vida la viese transcurrir ahora con desapego y nunca hubiera sido, pues, un maldiciente carcomido por la envidia. Se saludaron sin efusión esa vez: el Iñaqui mantuvo los brazos cruzados por detrás de la espalda (nunca le extendió la mano). El otro aceptó recordarlo, qué tal te ha ido, vaya coincidencia, y no hubo ya más comentarios, como si buscaran pasar inadvertidos, dar la impresión de chicos serios y maduros –los intimi­ daba aún y de igual modo el haber sido aceptados, ambos con beca, en el bachillerato del Tecnológico. –¿Del Inzunza, te acuerdas? –con avidez acercó el Iñaqui el rostro a la fresca ventila del aire acondicionado al tiempo que oía pasar, rebasándolos por la derecha, a un par de patrullas con las torretas agitadamente encendidas. Luego de seguir con una desconfiada expresión en los ojos la huida de los dos autos, el Jorge tocó el botón de play en el modular y de a poco se dejaron oír unas notas graves que al Iñaqui le sonaron a música de iglesia. –Son cantos gregorianos, loco… es música clásica –aclaró el Jorge qui­ tándose un mechón del pelo sobre la frente. Con un tono de suficiencia pa­ recía querer sofocar en el otro cualquier expresión de guasa por su gusto musical de aparente beatería. Los carriles del bulevar Zapata hacían ver mucho tráfico pero los autos avanzaban con buen paso. A la derecha de una sucursal de Banoro se veía salir a dos muchachas con uniforme de cajeras que parecían carcajearse ante un buen chiste. –Así que te quedaste obsesionado con el Jeremy –el Jorge bajó la veloci­ dad hasta detener el auto atrás de una camioneta de redilas a la espera del cambio en el semáforo de la Obregón–. Pobre bato, qué cosa tan fea que le pasó. 50

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–¿Cómo? El Iñaqui no preguntó más; el otro muchacho miraba, inclinando la ca­ beza a la izquierda, hacia el semáforo en rojo. Los rayos del sol caían obli­ cuamente sobre la carrocería, dejaban saltar breves destellos azulinos que al Iñaqui hacían recordar la luz flotando sobre las aguas del río de su infancia allá en la sierra. Al volver la mirada al interior del auto, y ver la mano del Jorge sobre la palanca de los cambios, brevemente sintió como si, al dejar de ver el río en la piel árida del carro, algo benévolo, algo entrañable hubiese perdido: esa remembranza de su médula rural la sentía incompatible con su hallarse ahí, en ese Thunderbird de interior oloroso a una esencia artificial de fresa, con el Jorge a su izquierda, un muchacho él sí plenamente citadino, ahora ya poco menos que un adulto de trabajados bíceps y pelo corto casi militar, de un viril dominio al volante con el que presumiría su licencia de conducir, a los 16. –Yo estuve el último año de secundaria en el Tlacaélel –precisó el Jorge. –¿Tú en el Tlacaélel? ¿Lo tuviste entonces de compañerito de banca, al Inzunza? Arrugando la nariz, el Jorge volvió a dejar ver una mueca de incomodi­ dad. Tosió primero, con algo de fingido, y al tiempo que arrancaba el motor para cruzar los carriles de la Álvaro Obregón, soltó por fin: –Una semana. Eso fue todo. Luego de eso le reventó la cabeza. El Iñaqui creyó su deber reírse; se trataría de una broma, una cosa ab­ surda para echar carrilla a costa del gordo. Y no. Luego de terminar la primaria en el Cervantes, Jorge Nájera Izaguirre estuvo los dos primeros años de la secundaria en la Federal 4, pero consiguió una beca para cursar tercer grado en el Tlacaélel; sus padres pensaban que así, con que siguiese sacando buenas calificaciones, al ser tan aplicado en matemáticas y ciencias le resultaría fácil dar el salto a la prepa en el Tec y ya después a una ingeniería ahí mismo. –Mis papás nunca se paran en misa. Y tampoco sabían gran cosa del Opus Dei, pero el Tlacaélel sí es de buen nivel… Digo, tiene sus cosas... –Loco, pero… ¿qué ondas con el Inzunza? Ya se hallaban muy cerca del estadio Ángel Flores. Ahí el tráfico se 51

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volvía lento, con una estridente reiteración de cláxones, personas que sacan la cabeza por la ventanilla o incluso salen de autos ni siquiera bien estacio­ nados para ver cuándo se mueve el congestionamiento (estaba por empezar el partido de beisbol). El Jorge movía los dedos sobre el manubrio y fruncía las cejas. –No es chilo hablar de esto, Iñaqui –se le oía una voz de repente grave que parecía rimar con la música eclesiástica y también con la nueva oscuri­ dad en torno: el sol se había puesto con la prisa un poco vergonzante que le gana hacia estas horas desde los primeros días de octubre, como si nada de interés suspendiera más su vista sobre los destinos de la gente en el valle–. Cuando apenas llevábamos una semana de clase, al pobre bato se le fundie­ ron los cables. Agarró un cuchillo, se lanzó contra su padre y casi lo mata. Lo tuvieron que internar. Se lo llevaron a un hospital de Guadalajara, pa que menos gente supiera del escándalo... En un manicomio, ¡a los catorce! Ahí sigue, hasta donde sé... Entonces supimos que siempre había tenido problemas mentales, desde siempre lo habían estado medicando sus papás. ¿Te acuerdas que faltaba a clases bien seguido? Sor Cipriana le dio aquel diploma por pura lástima… Una guayina marrón, a centímetros de la puerta del Iñaqui, hizo sonar el claxon. Ese ruido tan cortantemente agudo irrumpiendo contra la voz del Jorge y la música solemne fue la señal para que se desatara en el Iñaqui un como vaciársele los pulmones de aire, un paulatino írsele apagando la ener­ gía de las células a la manera de esas veces de su infancia en que, ofuscado por algo que lo hacía verse anulado, se sometía en el patio abierto de su casa a la enrarecida fuerza del sol. Volvía a vivir esos instantes en que se sospe­ chaba no dotado de los órganos resistentes y propios de la vida sino sólo de una delgada piel sin dureza por dentro a la que bien podían los rayos solares derretir ya despiadadamente. ¿Qué era él? Un cuerpo habitado por sangre que apenas si muy lenta avanzaba, un cuerpo temeroso y nunca listo para los días de guerra en que las demás gentes se mostraban invulnerables y tozudas. Este verse encapsulado en una burbuja de súbita asfixia, con una pauta de nerviosismo, miedo, peligro, le dejaba sólo el chance de mínimamente respi­ rar, no hacer ruido, llevar la vista abajo... Respiró. 52

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Quién sabe cuándo levantó la mirada. En la banqueta vio a una jovencita que lloraba con las manos tapándose la cara, de pie al lado de una mujer ma­ yor que, con un perrito blanco en los brazos, le hablaba con sordos regaños. Cinco jovencitos pasaban en dirección a la taquilla del estadio, vociferando entre risas y empujándose unos a otros, sin reparar en las mujeres. ¿Qué tan grave puede ser todo esto? No lo es… …Porque él (se dijo) sí terminaría la prepa y luego la carrera de admi­ nistración y llegaría a gerente de ventas en una compañía chingona, se casa­ ría con una morrita rubia y esbelta de la colonia Chapule o de Las Quintas, tendría dos o tres hijos e irían a Orlando o Tucson de vacaciones cada cuán­ do. Estos sofocos suyos duraban uno o dos minutos. ¿Qué pasaba en cambio por la cabeza del Inzunza durante sus ataques? ¿Cómo se vivía eso en lo más interior de la carne, en las invisibles regiones del dolor del cuerpo? ¿Qué pasa cuando todo se fractura y la realidad se vuelve un bloque negro sin esquinas ni salidas ni relieves de nada? –Chingadísima mierda –soltó el Jorge el puño derecho contra el ma­ nubrio–. ¿Tú no te acordaste que hoy había juego de beis? Hubiera tomado otra ruta. Ocurrió entonces: Con la mirada de un ser sin carne ni amarras difuminado en las altu­ ras, el Iñaqui vio su cuerpo ahí, en el asiento del copiloto de un carro azul, a pocos pasos del estadio. Se vio a sí mismo libre para abrir la puerta del automóvil y, sin despedirse del Jorge, salir y caminar: Salir y caminar mas no para recorrer las pocas cuadras que restaban hasta su casa sino rumbo al oriente de la ciudad, hacia la salida a Sanalona más allá de la presa, subiendo a la sierra en contra de la corriente del río: Y así hasta llegar a la casa de su infancia. Se veía hurgando entre las ruinas, paredes asoladas, alimañas y ramas secas, en el pueblo hoy abando­ nado entre los cerros inclementes. Podría volver a ese sitio y vivir como su padre de joven o como sus abuelos, sacándole a la tierra lo que se requiere para no morirse de hambre, y esto sin horarios ni diplomas, sin exigencia de futuros, dejando caer como una liberación sobre su piel la decepción y el resentimiento que traía contra sí mismo: 53

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O podría huir más lejos, escapar de la ciudad hacia la frontera, cruzar al Otro Lado y nunca volver, borrarse de sol a sol en un campo de garbanzo o lavando letrinas en un res­ taurante de hamburguesas en California: Como si su vocación de invisible hubiese estado firma­ da desde los tiempos del profe Cipriano. Estaba libre para ha­ cer de su vida una pura nada: …Pues ahora mismo –¡có­ mo quitarse esto de la mente!–, ahora mismo un desconocido hermano gemelo se encontraba entre paredes blancas desnu­ das, tarareando ahogadamente una cancioncilla o alelado de­ jaba caer la baba sobre el sue­ lo. ¿Le darían electroshocks? ¿Lo violarían los enfermeros? ¿Alguien iría a visitarlo o sus padres le mandarían una tarjeta cada cuatro meses o sólo llamarían por teléfono al psiquiatra para ver si hay alguna me­ jora? Eso era el Inzunza: un cuerpo joven destruido por laberintos de hielo que se le espesaron entre las sienes. Ante una injusticia así de verdadera, él estaba exento de cualquier compromiso. La más agria identidad se le cosía en ese instante sobre la cara: sentía compasión por ese muchacho antes tan odiado como antes, tantas veces, sintió lástima por sí mismo. Lo peor era intuirse en el comienzo de un camino baldío, pesaroso, con una nueva bestia adulta y resignada que a su ser, desprovisto ya de la menor inocencia, le estaría naciendo. 54

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Su padre enfermó y murió, dos de los hermanos mayores se encargaron del dinero y la casa, él pudo estudiar la carrera becado. Al recibirse no consiguió una chamba en la Pepsi ni en Bachoco y a regañadientes aceptó dar clases en el mismo Tec, se casó a los 32 después de la muerte de su madre, luego luego llegaron dos varones, mellizos. Un día muy temprano vio en el noticie­ ro de la tele, mientras desayunaba antes de salir a la prepa, el rostro de un hombre envejecido flanqueado por judiciales: ¿de dónde, de dónde?, se dijo, esculcando con dedos impacientes en el sótano de sus años niños. Escuchó al locutor decir con tono indignado que el ingeniero Gaspar Inzunza Jacobo, de 68 años, hasta hoy un próspero representante del ramo restaurantero, ha­ bía sido detenido en la noche, acusado de lavar dinero y por delitos contra la salud. El profe Aispuro detuvo el tenedor a la altura de su boca, lo dejó caer sobre el plato con huevo revuelto. Se llevó una mano al tórax. No supo decirse qué buscaba en esa parte del cuerpo. Respiró con un dejo turbio de beneplácito. Urgió a su esposa que le sirviera más café. Llevó el diploma varios días. Lo llevaba en un fólder dentro de la mochila. A la hora del recreo lo sacaba, caminaba a la Dirección. Antes de siquiera tocar a la puerta, resonaban en sus sienes las pala­ bras posibles de la secre, opacas y agresivas por adelantado: ¿Quieres hablar con el director? ¿Para qué? La voz de Rebeca, una mujer de 50 años, de pelo muy corto y siempre de traje sastre, con una expresión áspera en su rostro pálido lo habría de recibir: Está muy ocupado, si es algo que urge que vengan tus papás… Y en caso de que el chico insistiera –estaba seguro–, la voz de Rebeca resonaría en su mente con tonalidades aun más rocosas: ¿Qué traes ahí? ¿Tu diplomita mafufo? ¿Vienes a quejarte? ¿No sabes perder entonces? Y él, tartamudeando todo enrojecido al momento de llevarse una mano al cabello, no sabría de dónde sacar las palabras que –desde la noche que Rufino le dio la encomienda– habían tomado una forma física en alguna par­ te de su ser y que ahora se le habrían de estar evaporando, negándosele por una voluntad socarrona. A pocos pasos de la puerta, se daba cuenta de lo sucio que traía el zapato izquierdo, al otro día la camisa arrugada, ya un día después no se 55

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había lavado los dientes después del desayuno… Pero, eso sí, a la mañana siguiente sin duda hablaría por fin con énfasis y resolución: el empate, chin­ gada madre. …Aunque también lo detenía el pensar que, claro, en el mundo, en África, en esta misma ciudad, “la Chicago del noroeste”, como le decían los periódicos por tantas matazones, en tantos lados pasaban broncas más serias que eso que él consideraba una… ¿podía usar la palabra “injusticia” sin verse irresponsable? Cada que veía a Rufino temía escuchar la pregunta ¿Ya te cambiaron aquel papelito?, y él sin poder decirle Mejor acompáñame porque yo solo nomás no… Y es que no podía permitirse el fracaso en esa misión, ser su propio abogado a los doce años, sin quedarse con una ampolla de amargura en la garganta. El siguiente jueves, al terminar las clases, metía ya los cuadernos y lápices en la mochila. Bajo su mesabanco vio el borde azul del fólder. Se agachó, la mano palpitante. Al abrirlo, tragó saliva. Lo descubrió vacío –pero no levantaría la mirada; alguien en el mismo salón lo habría de estar burlo­ namente observando, a la espera de su iracunda o llorosa reacción. Luego de salir del aula, se acercó al bote de la basura. Estiró la mano. Antes de dejar caer el fólder, sus ojos vieron ahí dentro, entre vasos de unicel y bolsas con restos de churrumais y chamoy, el diploma pisoteado y lleno de rayaduras, su propio nombre tachado y, encima, la frase el huerco pendejo escrita con un crayón rojo. Un breve animal dentro del tórax lo hizo respirar con una bocanada de alivio.

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David Alfaro Siqueiros (¡Tiemblen, paredes! Ahi viene el nieto del Siete Filos) Montaje en cuatro movimientos J orge J uanes 1 . masturbación totalitaria / “ no hay más ruta que la nuestra ”

David Alfaro Siqueiros, defensor acérrimo del “No hay más ruta que la nues­ tra”. ¿Y Orozco? Mientras espero contar con el tiempo para acercarme a su obra, baste recordar por el momento la sentencia de Cardoza y Aragón: “Los tres grandes son dos: Orozco”. Pero concentrémonos en Siqueiros. Para que no quepan dudas, nuestro muralista pontifica y levanta su propio altar (No hay más ruta que la nuestra: importancia nacional e internacional de la pintura mexicana moderna: el primer brote de reforma profunda de las artes plásticas del mundo contemporáneo, 1945): La pintura mural mexicana [Siqueiros dixit, yo subrayo] es el único aporte colec­ tivo importante que ha dado el genio de América Latina. Nuestra posición estética es la más saludable del mundo. La única ruta, sin duda alguna, que tendrán que seguir indefectiblemente, en un próximo futuro, mucho más cercano de lo que pueda suponerse, todos los artistas de todos los países, inclusive París y los parisinistas. ¿No hay otro? ¿Alguien se atrevería a afirmar lo contrario, después de analizar, aunque sea sumariamente, el actual panorama artístico del mundo? En el panorama del arte moderno existe una excepción. Y esa excepción lo es también en el conjunto mundial de las artes plásticas representativas, frente a la propia Francia contemporánea…, el movimiento pictórico mexicano mo­ 57

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derno, nuestro movimiento. Un movimiento proclasista, como el de David a Ingres y como el de Cézanne a Picasso, pero que ha tomado la ruta adecuada, que es la ruta objetiva, aquella que busca el nuevo realismo, desiderátum teórico del artista moderno. A través de la reconquista de las formas públicas sociales y técnicas del mundo democrático. Más aún: un movimiento que no se ha quedado en la teoría abstracta, sino que, desde hace veinte años, viene tocando los primeros escalo­ nes de la adecuada práctica. Sin duda alguna, la única y posible ruta universal para el próximo futuro.

Hegel resumió la Historia (por supuesto, de Occidente) como aventura progresivamente autoconsciente del Espíritu, postulándose como consuma­ dor de la hazaña dialéctica. Algo similar intentó Siqueiros en la pintura, pero en pequeña escala. Reconstruyamos la triada dialéctica. (Afirmación): “La historia del arte de la pintura es la historia de la búsqueda del realismo”. (Negación): “Llevamos sobre nuestras espaldas 400 años de un arte menor”, ajeno al realismo cabal. (Negación de la negación): El muralismo mexicano es la cima del realismo, mi pintura es la cima de cimas. La fórmula siqueiriana arte moderno, “nuevo realismo humanista”, progreso artístico, no sólo es pueril, es también falsa. ¿Existe progreso en el arte? Plantear la pregunta significa no entender, de entrada, que lo propio del arte estriba en la multiplicación al infini­ to e intempestiva de la diferencia. Sólo progresa lo que avanza sobre un común denominador y en un mismo sentido, nunca lo que traza derivas rizomaticas. Siqueiros solía confundir el ruido ostentoso y melodramático de sus ca­ denas con la melodía de la vida. Cual un Atila de la cultura, gustó del gesto autoritario, juzgó el arte desde el Tribunal inapelable en que se encontraba instalado, poblado de fórmulas cerradas e inamovibles. “No hay más ruta que la nuestra”, habéis entendido, “No hay más ruta que la nuestra”. Al igual que el pastor que reúne al rebaño, proclamó la necesidad, en textos y murales, de “subordinar a las masas y darles homogeneidad ideológica”. ¿Guía científica de la historia? Ponderemos. Dramaturgia totalizadora, wagneriana, que en el marco de un barroco actualizado y claustrofóbico desmonta verdades religio­ sas para imponer a cambio verdades seculares. ¿Pero acaso la Verdad no ha sido, es y será, el arma blanca del totalitarismo: máquina célibe, impoluta, hija dilecta de fundamentos paranoicos omniscientes? Siqueiros cumple con el ordenamiento reductivo: identifica el ser del arte con el empeño de deste­ 58

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rrar los misterios del mundo, de aniquilar cualquier margen innombrable e impedir la proliferación de singularidad alguna. Cumple incluso a rajatabla: reduce el arte a una ley externa al arte, el poder irresis­ tible de la Historia. Hace tiempo, desde sus orígenes, que la complicidad –en primera y últi­ ma instancia– de la izquierda del bloque con el Estado-Padre es un hecho consu­ mado y celebrado: ¡para qué dejar a los individuos entregados a su suerte, si se puede garantizar la seguridad del ogro filantrópico! Complicidad encadenada –por cierto– al engranaje circular que embona Verdad, Ley, Historia y Poder. El acceso al engranaje se convierte entonces en la premisa absoluta del arte comprometido con interdictos su­ pra-artísticos. Siqueiros no percibe nunca que el arte no evoca un mundo ex­ terior a su propio juego, un más allá. Asunto difícil de entender por un artista que le exige a los pintores del mundo, como lo hace él, que pinten dentro de un contexto social controlado por el Estado y con medios de producción instrumen­ tales, provocadores, avasallantes. ¿Por qué ponerle los grilletes prometeico-ce­ sáreos al muralismo, cuando al juego de la pintura le basta con un papel y un lápiz? Silencio. Silencio por más que se demuestre que el cometido del Estado-Padre estriba en oprimir y homogeneizar, y por más que se haga ver que ello ha sido, es y será así: los defensores cierran filas. Siqueiros pone la cereza del pastel. Seríamos injustos con los jóvenes si no les dijéramos al mismo tiempo que ellos no son los culpables de cuanto acontece actualmente, sino en cierto modo las víctimas. Sólo son culpables en la medida de su desatención política, en la medida que no entienden que nosotros debemos hacer un arte de Estado, y al decir noso­ tros los incluyo a ellos, y lo que ellos están haciendo es exactamente lo contrario (…) Los jóvenes no se han dado cuenta que al resurgir en México una pintura de escala estatal se fijaba el terreno del que puede emerger un arte importante (…) En el mundo del futuro el artista será realmente libre, no en el sentido de que 59

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no estará sujeto al Estado. Será en su libertad cuando esté más sujeto al Estado que nunca. Sin un Estado no es tan poderoso como para crear un potente arte de Estado, pues que lo cambien; si los funcionarios gubernamentales son estúpidos, que vengan otros que no lo sean, pero el Estado debe ser el director, el guía.1

Cercanos ya a la devastación total del mundo (Gulag, Auschwitz, Hi­ roshima, energía atómica desatada, barbarie capitalista, totalitarismos es­ tatal-ideocráticos, imperio de la mercancía e industria de la cultura…), en medio del dominio total del hombre sobre la naturaleza y de la liquidación en marcha de cuerpos y almas, se ha planteado con fuerza la necesidad de borrar del mapa la autonomía del arte y de los saberes nómadas, ya sea en nombre del progreso, de la política democrática, de la emancipación de las masas, de la diversión sana, de la revolución en curso… La irreductibilidad del arte como arte, dictan los voceros, no tiene razón de ser ya que responde a la cultura burguesa, elitista. El arte por el arte es improductivo, gratuito. Hagamos cortocircuito, me digo yo. Afirmemos el arte no servil, capaz de con­ firmarse confirmando y extendiendo su territorio soberano, libertario e irre­ ductible. Pero como van las cosas, parece que los intransigentes defensores del arte comprometido no se detendrán en la empresa de poner un hasta aquí al arte que resiste, que permanece fuera de imperativos exteriores. Buena muestra el recitado de teoría estético-ideológica que nos endilga el camarada Siqueiros: “El arte sin contenido ideológico no tiene razón de ser y no tiene existencia duradera: hay que dar la batalla contra el abstraccionismo y crear un arte de y para las masas y la revolución. Por esto mismo los pintores adictos a la lucha del proletariado tienen exclusivamente la palabra. Sólo ellos pue­ 1

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David Alfaro Siqueiros, A un joven pintor mexicano, Empresas Editoriales, México, 1967.

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den producir arte emocionado y trascendental, representativo de la época actual. Solamente ellos pueden crear la estética del fin de la vieja sociedad burguesa y del principio de la nueva sociedad comunista: los otros, los adic­ tos a la ideología burguesa, padecen la misma terrible degeneración. Su obra es el reflejo de la decadencia capitalista”. “Sólo ellos… tienen exclusivamente la palabra”. Mucho ruido, pocas nue­ ces, demasiadas cadenas y cráneos rotos rodean el debate alrededor del arte revolucionario. El debate, claro está, proseguirá: sobre todo en América Latina en donde, entrado el siglo xxi, se sigue celebrando el advenimiento de Mesías salvadores de la Patria. Y no porque haya mucho que debatir, sino sencillamen­ te porque los cabezas graníticas se resisten a aceptar algo muy elemental: sólo cuando el arte es arte puede ser subversivo. Exigirle al arte que sea otra cosa que arte (un medio para…) es la mejor prueba de que no se entiende de qué va el asunto. Significa humillarlo, esclavizarlo. Y para que los defensores, ya sea del arte burgués o proletario, se lleven las manos a la cabeza, esto: no hay arte bur­ gués ni arte proletario. Arte y sólo arte, sin adjetivos. Nadie puede negar que el arte responde a una cierta tradición, a una cultura y a una cierta manera de ver la naturaleza, a ciertos modos perceptivos y civilizatorios, ni quien lo discuta, pero siempre lo hace comprometido con la imaginación, la disconformidad, su propio territorio y sus formas irreductibles, corriendo los riesgos que haya que correr. Theodor W. Adorno afirma: “Lo único que puede salvar al arte moderno es seguir incesantemente trasformando las formas. Su formalismo es su fuerza. Lo moderno no es caduco por avanzar demasiado, sino, al contrario, por no ha­ ber ido demasiado lejos. El peor peligro del arte nuevo es su falta de peligros”. El camarada Siqueiros fue siempre fiel a la Unión Soviética, al estalinis­ mo y al post-estalinismo. Los comunistas del bloque reconocieron su firmeza revolucionaria. Lo tratan con respeto y cariño, a pesar de que en líneas gene­ rales no compartan su ideario artístico. Eso en la urss, en donde le otorgan medallas. En Francia, con motivo de la Exposición Mexicana de Arte Anti­ guo y Moderno (1952), que contenía algunas obras de Siqueiros, el poeta Ben­ jamin Péret –de manera destacada– lo atacó con saña por estalinista y, desde luego, por haber intentado asesinar a Trotsky en ataque a mano armada en su búnker de Coyoacán: “¡Atrapen al asesino!” A la par de los ataques de Peret, las frases más socorridas e hirientes de la intelectualidad francesa son 61

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(tomado del ensayo de Francisco Reyes Palma, “Cuando Coyoacán tendió su sombra sobre París. El caso Siqueiros”, en Otras rutas hacía Siqueiros): “Siqueiros es un agente de ejecuciones de la policía rusa”. “Tiene las manos manchadas de sangre”. “No es casual que Siqueiros pinte con pistola”. Los defensores del pintor saltaron de inmediato a la palestra. A su entender, atacar a Siqueiros equivalía a atacar a México, hecho esperable en los per­ soneros del imperialismo yanqui y del formalismo artístico. De hecho, los ataques redoblan la fe estalinista de Siqueiros: “Tal participación la guardo como uno de los más grandes honores de mi vida”. Servir al pie de la letra los dictados del amo se traduce en: “Vivió, creció, luchó y murió comunista”. Triunfo de la vanguardia política sobre el desorden emancipador de las vanguardias artísticas, que marca a sangre y fuego el siglo xx. Ad maiorem Dei glorian, las vanguardias políticas autofundan la necesidad de la Historia y se ponen a la cabeza. Y, si algo rechazan las vanguardias artísticas, es cual­ quier pretensión mesiánica de ocupar ideológicamente el centro de la vida social: hable, si no, su resistencia al embate mítico de la Historia preñada de inteligibilidad indubitable, contrastada desde las derivas marginales del acontecimiento y del azar. Derivas del arte que desatan una revuelta insur­ gente, insurrecta, en cuyo marco son abolidas de golpe las jerarquías entre amos y esclavos, dirigentes políticos y subordinados, conciencia del partido guía y falsa conciencia, y dentro del cual, además, los sitios y los papeles asignados por el orden institucional son trastocados, puestos en crisis, final­ mente desarmados. En principio, baste con desmontar el juego panóptico de la verdad y de la mentira. Se me ocurre citar aquí una tonadilla de Tristan Tzara ¿Hasta qué punto es verdadera la verdad? ¿Hasta qué punto es falsa la mentira? ¿Hasta qué punto es falsa la verdad? ¿Hasta qué punto es verdadera la mentira? 2 . arte contemporáneo , razón instrumental , técnica industrial

Armado con la ciencia de la historia, el “marxismo-leninismo”, versión Sta­ lin, Siqueiros alega defender un “arte objetivo y científico”, paradigmático, 62

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indiscutible, atento a la “voz del pueblo” (fundamentalmente el proletariado) y entregado al “servicio de la revolución comunista”. Empresa que, artís­ ticamente considerada, equivale a convertir al pueblo, en lucha contra el capital, en el protagonista central de la obra de arte (mural) y a ésta en un proyectil público (nunca privado), subversivo y con gran capacidad de con­ vocatoria que, al revelar mediante una propuesta representativa-plástico-re­ alista la situación de las clases explotadas, contribuye de hecho a la toma de conciencia revolucionaria de éstas. Propuesta que los enemigos del socia­ lismo son incapaces de comprender. Y arte revolucionario no es sólo aquel que corresponde a las ideas revolucionarias de una época, sino también a la técnica revolucionaria de una época. Con la técnica moderna hemos topado: “No es posible llevar a cabo un movimiento positivamente trascendental de producción de las artes plásticas si la técnica de este esfuerzo no marcha pa­ ralelamente, y en impulso creativo, con la técnica más avanzada de la época correspondiente en su conjunto”. El despliegue de la modernidad, basado en la fuerza expansiva de la tecnociencia convertida en garantía afirmativa del homo sapiens sobre la Tie­ rra, previa muerte de lo sagrado rebajado al miserable nivel de “opio del pueblo”, trasformó las historias locales en Historia Universal, con la consi­ guiente cesión a Humanus de los modos paradigmáticos de vivir y pensar. Nada que ver con invocar la magia para estar en paz con las naturaleza; tampoco de ponerse de rodillas ante un Dios o de exorcizar a los demonios, con tal de que no falten en nuestra mesa ni el pan ni el vino: no, se trata en adelante de dominar la naturaleza y la historia mediante la potencia célibe de la razón instrumental. Final prometido: la constitución técnico-raciona­ lista de una comunidad desembarazada de mitos y de prejuicios, puesta al servicio de la reconversión antropocéntrica de la Tierra. Antropocentrismo que liquida cualquier hechizo y lo sustituye por disciplinas instrumentales. Aquellos que forman parte del territorio del arte no tardaron mucho en per­ catarse que, tras la epistemología racionalista, se ocultaba una modalidad renovada del apocalipsis. Y la nueva horda tecnocrática, deslumbrada por el imaginario del progre­ so, acusó a los artistas disidentes de románticos. Tras fustigar a las minorías rebeldes, la mega-máquina productiva (incluidos saberes e instituciones) tri­ 63

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turó todo lo que le salía al paso y alcanzó la meta deseada: la naturaleza-má­ quina. Progresemos. Se dio pauta a la conversión del existente en un autó­ mata que no tiene por qué rendir cuentas al cuerpo-carne; autómata seguro de sí mismo, imperativo, ajeno a remordimientos, exento de mala concien­ cia. Un autómata despersonalizado que requiere un marco adecuado para desenvolverse a sus anchas, un mundo maquínico, energizado al máximo. Mientras el objetivo se cumple en términos planetarios, los pintores pueden contribuir desde ya a la empresa. Buen ejemplo son los murales-máquina de Siqueiros que, llegada la ocasión ofrecida por el diseño urbano, pueden lle­ gar a contemplarse desde el automóvil y a alta velocidad. Cuerpo-máquina, pensamiento-máquina, arte máquina, intensidad y energía-máquina, pintura mural-máquina. Todo espacio arquitectónico verdadero –decreta Siqueiros–, ya sea por dentro o por fuera, ya sea en su concavidad o en su convexidad, es una máquina, y sus par­ tes, muros, bóvedas, arcos, pisos, etcétera, son ruedas de esa máquina considerada no como un armatoste mecánico estático, sino como un máquina en movimiento rítmico, en juego geométrico de intensidad infinita… El espectador activo dentro de la concavidad (es) el único switch posible para poner en marcha esa máquina arquitectónica rítmica; es la corriente que le da el movimiento necesario. Ya veremos cómo si el hombre espectador se detiene, la máquina también se para…

Tenía que suceder. El espectador del arte, otrora expectante, termina sien­ do convertido por Siqueiros en un switch, en un mero dispositivo energético de una máquina-pictórica que impone directrices unívocas. Hagamos cortocir­ cuito entonces, no vaya a ser que el renovado caballo de Troya nos aniquile. Desertemos, huyamos de la presencia agobiante del mural-ruta única, del mural-máquina, del mural-robotizado. Hombres de hierro, futuros habitan­ tes del mundo configurado por la técnica planetaria, limpiado ya el mundo de hombres humanos demasiado humanos, tengan cuidado de que el switch los electrocute. O…P…Q…X…Y, os tuestan. Y una recomendación: res­ guárdense de los murales que llevan inscritos en sus paredes mecanismos tecnológicos capaces de trasformar al espectador cautivo en ente programable. ¿Inocencia de la técnica? ¿Neutralidad? Al igual que los liberales de antaño, y los tecnócratas actuales, Siqueiros considera que el destino de la técnica de­ pende de sus usos –capitalistas para mal, socialistas para bien–, pero inocua 64

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en sí. Hoy sabemos que las cosas no son así, que la técnica es un poder cuya materia gris reside en la Razón instrumental cultivada, entre otros lugares, en las universidades con calificación triple A. Siglos de Señorío sobre la Tierra (producción, eficacia, culto al trabajo, dominio de la naturaleza, disciplina y orden, saberes instrumentales) llegan en nuestros días a su fase terminal: la aniquilación de todo lo que vive y res­ pira. Podría hablarse, con Herbert Marcuse, de la inscripción totalitaria del código de la producción en las entrañas de Eros con la consiguiente conver­ sión del placer en una vivencia trágica, culpable, entristecida. Pesan sobre nuestros cuerpos las jorobas de Calvino, Lutero, Descartes y… agréguense el sinfín de nombres que tomaron la estafeta. Llegará el momento, hacia allá vamos, en que el conjunto de la sociedad devenga un ente unidimensional, con­ figurado por mecanismos económico-tecnológicos mediados por dos motores abstractos: valorización del valor (plusvalía), reducción del saber a meras operaciones cuantitativas, etc. Aquí las identidades se producen en serie, los nombres propios ocultan apenas un simulacro de existencia singular. Es­ tamos atrapados, en suma, por la lógica binaria del gran taller histórico-so­ cial y de los autómatas que lo sostienen. Adorno remarca: La tecnología hace gestos precisos y brutales, y con ella los hombres… ¿Qué con­ ductor no está tentado, sólo por el poder de su máquina, de suprimir los gusanos de las calles, peatones, niños y ciclistas? Las máquinas de movimiento exigen de los usuarios el violento, enérgico e incesante espasmo fascista. No menos culpable del vaciamiento de la experiencia resulta el hecho de que las cosas, bajo la ley de la pura funcionalidad, asumen una forma tal que limita el contacto con ellas a una pura operación, y no tolera exceso ni en la libertad de conducta ni en la au­ tonomía de las cosas, nada que pueda sobrevivir como núcleo de la experiencia, al no ser consumido al momento de la acción.

En la zarandeada tradición de las artes plásticas y de la pintura en par­ ticular, hoy más que nunca se busca contrarrestar el sometimiento que se hace sobre la materia. Mientras en la producción económica los materiales quedan reducidos a materia prima, para ser explotada a la par que se explota a los hombres y a la Tierra buscando siempre la producción de plusvalía al infinito, en el arte se preserva la indecible cosidad de la cosa, irreductible a fórmulas racionales y rebelde ante los sometimientos de cualquier índole. 65

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Naturaleza y cuerpo a los que se deja ser, sin profanar, sin destruir. Orden de reconciliación, que no sólo no le debe nada al orden de dominio sino que se realiza a su pesar y en su contra, desmontando el narcisismo del sujeto de dominio. ¿Qué decir entonces de una pintura que, como la de Siqueiros, obe­ dece en todos sus momentos al predominio de una concepción instrumental del mundo: el progresismo tecnocrático que anula, tritura la materia? Octavio Paz puntualiza: “El temperamento dialéctico de Siqueiros lo ha llevado a predicar la utilización de nuevos materiales pictóricos…esta necesi­ dad de emplear nuevos materiales es más fatal de lo que él mismo se imagina, pues toda su pintura, cuando triunfa, cuando se realiza, tiende a negar la mate­ ria, a inflamarla y trasformarla. Buscar nuevos materiales es una de las maneras con que este dialéctico pretende escapar a la materia”. La ruta cerrada del Mural-máquina (reducido a objeto industrial) deu­ dor del apogeo tecnocrático empotra a la materia, la somete a su control, hasta dejarla exhausta, laminada, homogénea, finalmente recubierta por los contornos eficaces de su productividad continua; sólo puede tratar la cosa como otro dispositivo de una serie destinada centralmente al consumo incle­ mente de energía pictórica que envuelve paredes y hombres. Acaso por ello el mural-máquina (objeto industrial) deba verse como la forma actual del kitsch, a la que la política rinde tributos. Esto contrasta con el esfuerzo del arte moderno por revelar los secretos que posee cualquier materia olvidada de sí misma, reencontrada: calas, moho, grumos…, cuerpo gastado de los cuerpos. Tal como Miguel Ángel procedía, adivinando a través de las vetas de la piedra los volúmenes de esculturas subyacentes. Umberto Eco, en Obra abierta, señala: En diversas corrientes del arte actual, estimulantes fantasías coloristas, compo­ siciones sobre la materia en las que se saca provecho de la compleja vitalidad de los albayaldes, de los grumos de color despedidos violentamente del tubo, de diversos materiales, hierro, tejidos, telas, maderas, desechos, láminas de metales preciosos tratados con pasión bizantina por un pintor enamorado de su riqueza cromática, de su sugestividad plástica… Observaría cómo los artistas han sabido sacar de la composición de los diversos materiales sabios ritmos, ilusiones dimensio­ nales, llenas de genio; cómo han sabido crear movimiento y profundidad, manifes­ taciones de gracia, gritos de estímulo, formas que expresan fuerza y compacidad a través de ir condensando la materia tratada en grandes masas. Y disfrutaría, 66

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en definitiva, este espectáculo de una materia que muestra en cada una de sus nervaduras la intención ordenadora del arte, que se hace significado estético y muestra, en su calidad de “forma” realizada, la legitimidad de la operación con­ formadora que ha creado como objeto contemplable. 3 . formalismo . el enemigo a vencer

Sólo en la cristalización de su ley formal, y no en la pasiva admisión de los objetos, es como el arte converge a la realidad. Theodor W. Adorno

El realismo sin fisuras de Siqueiros, presto a configurar narrativas e imáge­ nes a partir de concepciones del mundo resueltas de antemano, es discutible. Discutible en tanto incluye en sus alforjas la exclusión tajante de lo otro. Fetiche de sí mismo, código férreo que artísticamente –a los hechos me re­ mito– no ha dejado de ser catastrófico. Baste destacar la carnicería pictórica practicada por Siqueiros en sus escritos, en donde el arte contemporáneo queda resumido en estigmas brutales: “Nihilistas”, “fraudulentos”, “reac­ cionarios”, “subjetivistas”, “formalistas”. Artistas sin plataforma doctrinaria o, en el mejor de los casos, sin “unidad” doctrinaria. “Empiriocriticistas”, “bohemios montparnasianos” que pintan bajo la guía del “instinto y el gus­ to”, y que participan aún de la desfachatez de defender el “arte abstracto”. “Artepuristas chic”, “adoradores del arte por el arte” atraídos “por la histeria de la novedad por la novedad”, “fabricantes de sombreros de señora”. Ar­ tistas que, ante el drama de la guerra, “sueñan con los senos de una mujer”. Hacedores de un arte “circunscrito al hogar rico, culto o snob”. Hijos de “la época de la estética placer íntimo”, “perfumistas”. Idólatras “del color por el color” y de la línea por la línea; en suma: “decadentes”, o peor, entregados a los intereses abominables de la burguesía. Fiel a la iglesia estalinista, Siquei­ ros reconoce, en suma, que el mundo de las artes se encuentra pervertido por mil diablos (cubismo, Dadá, expresionismo y, horror de horrores, el arte abs­ tracto, por poner algunos ejemplos) y presidido, en la cima, por un príncipe de las tinieblas: el vanguardismo en general: “Artepurismo o abstraccionis­ mo, es lo mismo. Por eso empleé el término ‘vanguardismo’ para envolverlos 67

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a todos. Nuestra posición niega los principios fundamentales del forma­ lismo y del artepurismo”. Son todos iguales, irrelevantes, clama colérico el ejemplar militan­ te David; una operación comercial patrocinada por los mercaderes del templo capitalista, eso es todo: “Ni Picasso ni Braque ni Klee pueden se­ guir siendo mitos; hoy sabemos que su excepcionalidad fue en gran parte fruto del tremendo fraude llevado a cabo durante medio siglo por los Ro­ semberg, los Pierre Matisse y muchos otros mercaderes del producto artísti­ co en sus consorcios de París-Nueva York”. ¡Caracoles! ¡Viva la tolerancia! ¿Y no expuso Siqueiros cuadros de ca­ ballete en enero-febrero de 1940, justamente en la aborrecible galería neo­ yorkina de Pierre Matisse? Los lugares comunes y el humor involuntario de Siqueiros tienen, hay que reconocerlo, una ventaja: basta con reproducir sus palabras para que el autor se ponga la soga al cuello. Hecha la amalgama to­ talizadora, plantada la calumnia, anulada la diversidad, no se siente obligado –¡faltaba más!– al esfuerzo que implica el análisis concreto, pormenorizado, del arte que vitupera. Los totalitarismos realmente existentes combaten la diferencia desdeñándola y, de inmediato, proceden a montar una unidad có­ moda para descalificar al enemigo de un solo golpe. Unidad que responde a un calificativo favorito: reaccionarios. Calificar de impostores y reacciona­ rios a la minoría de artistas disonantes, marginales, que supieron mantener la bandera del arte frente a los totalitarismos dominantes, incluye a Siquei­ ros en la tropa conformada por comisarios encubiertos hostiles al arte con­ temporáneo y a la vida abierta. Su realismo demodé le impide comprender, sentir, apreciar, los vuelos de la libertad. De no haber existido la aventura de las vanguardias por romper con la mecánica del código unidimensional que tiende a envolvernos, a derecha e izquierda (dominio de lo muerto sobre lo vivo, del futuro fetichizado sobre lo otro que ya es y respira…), de seguro 68

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estaríamos sometidos en el campo del arte a meras consignas anacrónicas, a viejas formas y a viejos contenidos. Pero Siqueiros le tuerce el cuello al cisne: “El arte de vanguardia vivió fundamentalmente de la histeria de la novedad por la novedad propia de la plutocracia parasitaria”. Y también, o también: “Si revisamos bien la teoría y la consecuente práctica del arte llamado de vanguardia encontraremos que es el movimiento más integralmente reaccionario que se ha producido en toda la historia de la cultura. Reaccionario en su género, reaccionario en su contenido, reaccio­ nario en su tecnología, reaccionario en su forma y en su estilo, reaccionario en su esencia estética”. Postura explicable en un pintor metido a ideólogo que, como Siqueiros, busca una consonancia entre arte y realidad (histórico-revolucionaria), exigién­ doles a los “pintores del mundo” la creación de “un nuevo arte público que será la equivalencia social e industrial… del mundo moderno”. Exigencia que no sólo da muestras del narcisismo del pintor, sino que aúna la gravedad de que más allá de la propuesta señalada no hay nada. Siqueiros lo reconocería sin duda, reconocería que sus cartas marcadas de antemano, sus boletos de en­ trada al Paraíso del futuro que nos espera, sólo podrán convertirse en hechos consumados si cumplimos con los programas encarnados en los murales. Lo peor que pudiera pasarnos sería engolfarnos en rutas azarosas, inciertas, dependientes del mero tiempo existencial que trascurre entre el nacer y el morir y no, como se debiera, del tiempo objetivo e impersonal de la Historia. tic-tac-tic-tac-tic-tac

¡help! ¡help! ¡help! ¡help! tic-tac-tic-tac-tic-tac ¡help! ¡help! ¡help! ¡help!

La ceguera de Siqueiros respecto a la fiesta irredenta del arte contem­ poráneo resulta patética. Esa ceguera le impide ver el estallido sucesivo, in­ cesante, de insurrecciones e iluminaciones profanas. Ni siquiera puede pulsar la deriva incontrolable de materiales y cuerpos, acompañada, a la vez, de la clausura de paranoias estatales y de esquizofrenias capitalistas. Diferencia, sí, diferencia respecto a la metafísica de dominio, guerrera feroz que quiere derrotar a la naturaleza desterrándola. Ataque a fondo, en definitiva, al orden unidimensional que no respeta lo particular como particular, su irreducti­ 69

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bilidad, ni el acontecimiento como acontecimiento, instante intempestivo e inesperado. Diferencia respecto a obras pobladas de imágenes verdaderas y a los lenguajes cerrados que prohíben la improvisación, el gesto sin reservas. Diferencia contra la intolerancia icónico-ideológica que no tolera la mancha y lo informal como tales. Diferencia frente a los realismos estereotipados, fieles espejos de la realidad, empeñadas en corregir accidentes. Diferencia, en fin, contra los que no han entendido que de lo que la pintura trata es de la propia pintura. Paul Valéry testifica: “Me detengo delante de este cuadro de Venus acos­ tada, y la contemplo primero desde muy lejos. Esta primera contemplación me evoca una frase que a menudo he oído pronunciar a Degas: ¡Es simple como la bella pintura!” Recordemos que los terrorismos totalitarios enunciados mediante mo­ nótonos toques de tambor, insignias patrias o dialécticas históricas, fueron desarmados por las vanguardias ruso-soviéticas, Dadá, el surrealismo y el expresionismo. Nada mejor que el collage o el encuentro azaroso entre cosas y entre existentes particulares para desarmar la marcha belicosa, homogenei­ zadora y arrogante de los Estados-Nación y del capitalismo planetario. Gra­ cias a las vanguardias percibimos, sentimos, apreciamos que lo concreto es tal cuando se afirma y confirma como entidad diferenciada, como fragmento no totalizable, como constelación innombrable poblada de diversas partes que se encuentran entre sí a partir de sus mutuas autonomías y al margen del Rey Sol o de cualquier unificador esencial, indiscutible, castrante. Porque el montaje es eso: un ataque frontal a toda unidad jerarquizada y exterior, una herida mor­ tal a los códigos que ordenan y mandan, una apertura a la poesía primordial. Habla Breton: “Comparar dos objetos tan remotos como sea posible uno de otro, o, por cualquier otro método, ubicarlos juntos de manera abrupta y pas­ mosa, ésa sigue siendo la tarea más elevada a la que puede aspirar la poesía”. Siqueiros no pudo desprenderse, a veces, de accidentes imprevistos. Afortunados instantes de descontrol que muestran en acto la imposibilidad de prescindir del desorden y del azar, saltando por encima incluso del orden maquinal. Sintió la sensación de incertidumbre cuando se entregó, seducido, a cierta influencia del montaje expresionista hasta que su voluntad de pas­ tor de almas aplastó las fugas del azar, terminando por convertir el montaje 70

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expresionista en un carnaval ideológico (Mural del Sindicato Mexicano de Electricistas). Sin embargo, algunos momentos de intensidad rizomatica de­ jan huellas, por ejemplo, en el Mural de la raza. Finalmente dio marcha atrás. Retrocedió paralizado. Se autocriticó y enmendó la plana integrando las de­ rivas expresivas en el fetiche cerrado de su estética, al grado de aniquilar la fiesta originadora. Corrigió accidentes, subyugó la variedad de texturas. Rec­ tificaciones inevitables en un proyecto plástico que responde a una estética del contenido, que sólo reconoce la presencia de componentes azarosos y formales en el arte, a tenor de que terminen subordinándose al código estre­ cho pictóricamente encarnado que, en nombre de la causa revolucionaria, no soporta los acosos reaccionarios del formalismo: “Es posible que en mi pin­ tura de los últimos tiempos haya mucho de lo que pudiera llamarse forma­ lista; sin embargo, no es oscura para la gente que la observa, y no es oscura porque en mi pintura están presentes siempre el hombre y los objetos reales. Y cuando digo formalista no debe entenderse que yo esté empleando la for­ ma por la forma misma, sino que aparecen en mi obra elementos subjetivos”. Leemos en una presentación de Arte Povera, escrito por Celant: “El arte pobre, arte actual, antiformal, conceptual, earthwork o arte imposible, tiene un enfoque básicamente anti-comercial, precario, vulgar y antiformal, que se refiere en primer lugar a las cualidades físicas del medio y a la mutabilidad de los materiales”. El arte entregado a la exploración y ampliación de su propio territorio inmanente ha sido, y sigue siéndolo, un hueso duro de roer para los defenso­ res del “arte comprometido” con determinantes exteriores. En el caso de Si­ queiros, la última instancia se encuentra representada por una Historia preñada de futuro comunista ante la cual la pintura de contendido revolucionario tiene que poner su granito de arena. Premisas que, lo hemos indicado, Siqueiros no abandono nunca. Premisas de las que, asimismo, se vale para juzgar el arte contemporáneo y situar, a la vez, el lugar que le corresponde a su propia pro­ puesta. Que un artista defienda lo que hace, es lógico, pero resulta inadmisi­ ble que a partir de ello excluya lo otro y a los otros. Siqueiros lo hace. Como ha sido documentado, su bestia negra es el arte puro o formalista, ayuno de contenido, subjetivo, resumido a su entender en “masturbaciones cerebra­ les” y decoraciones intrascendentes. Llegados aquí los adoradores del artista 71

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advierten que, sin embargo, Siqueiros le otorga un chance al “arte puro”, el que, si bien resulta improcedente bajo las sociedades clasistas, podría tener razón de ser en un futuro comunista. Tras denostar el “arte puro” del presente mediante argumentos falaces e injuriosos, lo hemos documentado, remite la posibilidad del arte por/para el arte a la futura sociedad sin clases: “Con­ sidero la teoría del arte puro como suprema finalidad estética. Agrego: una manifestación de tal naturaleza no ha existido hasta la fecha en el mundo, y solamente podrá existir en una sociedad sin lucha de clases, es decir, sin política; esto es: en la sociedad comunista integral”.2 Debate concluido. En lugar de reflexionar con rigor sobre las condiciones que propiciaron el surgimiento de las vanguardias artísticas, y el significado radical de propuestas consagradas a explorar nuevos territorios libertarios prestos a ser concretados en el mundo social, que de eso va la cosa (un buen ejemplo son las vanguardias ruso-soviéticas, cuyo proyecto artístico revolu­ cionario no le hace nunca ascos al arte autónomo), Siqueiros elige la ruta del borrón y cuenta nueva: el arte autónomo “no ha existido hasta la fecha en el mundo”. La negligencia analítica de Siqueiros se sustenta –¡faltaba más!– en un optimismo, este sí formal, propio de aquellos que consideran que la revolución (ya en curso vía el pcus) va a resolver todas las contradicciones de la historia acontecida. Establecido el tribunal de la Historia resulta fácil, y “justificado”, proclamar el veredicto que declara nula la posibilidad de cual­ quier arte entregado a su propia aventura irreductible. Pero pareciera que habría otra manera de enfocar el asunto que nos ocupa. Examinar el periodo de la etapa “tecnicoexperimental” (1932-1938), que nos muestra a un Siqueiros engolfado en la experimentación y el formalismo, a grado tal que pudiera llegar a conside­ rársele un antecedente de la pintura de acción practicada por Jackson Pollock. Puntualicemos. En 1936, Siqueiros funda en Nueva York el Laboratorio para la Prueba de Técnicas Modernas en el Arte. El laboratorio opera duran­ te cuatro meses y tiene entre sus miembros –en efecto– a Jackson Pollock. Periodo experimental bastante fértil, ya que marca de un modo definitivo la ruptura del muralista con arcaísmos técnicos y folclorismos trasnochados. Los alumnos del taller están encantados con Siqueiros, pues les ha abierto la 2

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David Alfaro Siqueiros, Rectificaciones sobre artes plásticas, 18 de febrero de 1932.

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puerta al uso de barnices sintéticos, pintura al duco y nitrocelulosa, brocha mecánica, perspectivas fotográficas o cinematográficas, el fotomontaje, etc., aprovechables pictóricamente hablando. Dejar de lado la pintura de caballe­ te y la perspectiva monocular, explorar la posibilidades de la perspectiva diná­ mica, fue algo que fascinó asimismo a los futuros artistas estadunidenses, pero lo que más caló, destacadamente en Pollock, es el uso de la técnica del “accidente controlado”, que lleva implícita el goteo (dripping) y el vertido (pouring). Derrocar el imperio de la razón, abrirle cauces a la “loca de la casa” para que cobre presencia a la luz del día, afirmar el derecho a la existencia artística del azar y los sueños, la improvisación y lo irracional, fue moneda corriente desde los años veinte en el arte de vanguardia: Dadá y el surrealis­ mo llevan la batuta. Se habla de automatismo psíquico (Bretón), de método paranoico crítico (Dalí); de frottage (Max Ernst), de calcomanía (Oscar Domín­ guez), accidente pictórico (Joan Miró)… y por ahí sigue el juego abierto de lo inesperado. Siqueiros, también él, quiere formar parte del juego, pero dentro de sus propias reglas. Como su nombre lo indica, el “accidente controlado” no es un fin en sí mismo, sino un medio, ya que, provocado el accidente, debe superárselo, integrárselo en un momento pictórico significativo-totalizador, construido a priori, ordenado. A lo más, el “accidente” sirve, puntualiza Si­ queiros, para observar el comportamiento de los materiales cuando se los deja ser a su propia suerte mediante vertidos y goteos. El resultado es sor­ prendente, incluso fascinante, pero no como para elevarlo al absoluto:3 He descubierto por razón de mis modernas herramientas y materiales. Se trata del uso de lo accidental en la pintura; esto es, del uso de un método espacial de absor­ ciones de dos o más colores superpuestos que al infiltrarse uno en el otro producen las fantasías y formas más mágicas que pueda imaginarse la mente humana (…) Algo sólo parecido a la formación geológica de la tierra, a las vetas policromas y multiformes de las montañas. A la integración de las células y a todos esos fenó­ menos microscópicos que no puede ver el hombre sin usar para ello aparatos apro­ piados. En fin, la síntesis, la equivalencia misma de la creación toda, de la vida…

Tras leer la carta de Siqueiros, advertimos que los términos admirativos “Carta a María Asúnsolo”, lunes 6 de abril de 1936, en David Alfaro Siqueiros. Un mexicano y su obra, por Raquel Tibol. 3

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respecto a los experimentos formales recién descubiertos no cesan: fantasías, formas infinitas, misterio, “dinamismo tumultuoso, de tempestad, de revolu­ ción física y social que a veces causa pavor”. Yo agregaría, semejanza con la natura naturans. Siqueiros convoca así el caos originario, del que surge lo individuado. Confiesa sentir en carne propia “la profundidad de la pintura”, sus posibilidades infinitas, lo inexplorado. Y al seguir el hilo de la carta, de súbito, ¡cataplín!, entra en escena el corrector o controlador de accidentes. Siqueiros pone, como ejemplo de “accidente controlado”, Birth of fascism (El nacimiento del fascismo), obra trabajada con un nuevo material (la piroxilina), en que el pintor “realiza esa superposición de lo objetivo con lo subjetivo, del realismo real con el realismo mental”. Observo la obra, repintada posterior­ mente, en que, por cierto, Siqueiros recrea La balsa de Medusa, de Eugène Delacroix. Lo temía: el accidente se pone aquí al servicio de una causa polí­ tica, justa sin duda: la lucha contra el fascismo comandada por Stalin y sus huestes: Mi cuadro presenta un mar tempestuoso, el más tempestuoso de todos los mares que pueda concebir la imaginación del hombre, con sus formas agitadas, con sus trasparencias, con su interior negro y su exterior hirviente, con sus espumas des­ lumbrantes. En la mitad del cuadro, cargada hacia la derecha, está la estatua de la Libertad Americana, hundida ya hasta el cuello. En el lado izquierdo flota un libro, como símbolo de las religiones, de la moral y las filosofías de la burguesía, en pleno naufragio. Al fondo, en una roca inmensa, en medio de un huracán de olas que se rompe con sus acantilados, surge blanca y brillante la Unión Soviética, sin letras, sin números, sólo simbolizada por unas estructuras metálicas, unas chime­ neas y una bandera que como una roja serpiente las envuelve y rodea, ligándolas a algo que debe ser la organización de la construcción del socialismo. Y en primer término, como elemento central, un pango o lancha de náufragos, construido na­ turalmente con tablones atados con cables marinos, y en el centro de ese aparato de salvación una mujer terriblemente gorda, vieja, fláccida al mismo tiempo, con cara de prostituta internacional, que está dando a luz en un parto bestial, aun monstruo de tres cabezas: la primera de Mussolini, la segunda de Hitler y la del centro de Hearst…

Los clichés inscritos en el manual del buen militante del comunismo del bloque emergen en la imagen de los fascismos, paradigmáticamente ilustra­ dos. Si el accidente pictórico es parte del control, si es eso mediante lo cual 74

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se adoba el contenido de un cuadro, si es eso que a fin de cuentas representa fuerzas telúricas (mares tempestuosos, espumas deslumbrantes…) y no tanto energía pictórica irrepresentable, y si además adquiere su sentido del mensaje político, puede concluirse que el acci­ dente deviene aquí un mero simulacro o, si se prefiere, asistimos a un sacrificio pagano surgido de la tentativa impuesta por un código discursivo resuelto y ma­ niqueo. La razón dialéctica doméstica somete, en suma, el accidente al rigor de sus fórmulas omnisapientes. ¿Qué que­ da por decir? Ya en general, si nos acercamos a las obras de la etapa expe­ rimental (1936 a 1939), podrá comprobarse que el realismo histórico político prima siempre sobre el accidente, reducido en el mejor de los casos a un re­ fuerzo expresivo del contenido determinante (Nacimiento del fascismo, 1936; Postrado pero no vencido, 1939… y similares) o, en el peor, a mera retórica ornamental (Suicidio colectivo, 1936; Muralla, 1936… y similares). Son los modos de Siqueiros. Me contentaré aquí con advertir que re­ sultan incompatibles con otros usos posibles del vertido o del goteo. Pienso ahora mismo en Jackson Pollock. Sabemos que mientras Siqueiros, que nunca abandona la representación figurativa, pone fin en 1939, según propias pala­ bras, a la etapa experimental-formalista (“periodo de liquidación de la etapa tecnicoexperimental”), Pollock por el contrario, entre 1939 y 1946, radicaliza el accidente y lo convierte en el motor energético de su pintura. El artista margi­ nal logra, así, algo que no se había hecho nunca antes en la historia de las artes plásticas. La pintura experimental encuentra en la acción corporal el ámbito que la encauza y potencia. Entendamos. Mientras Siqueiros madura la parte racional y técnica de la pintura, Pollock derroca la racionalidad al poner la tela sobre el piso, rompiendo en consecuencia con la posición erguida-racio­ nal que ha acompañado el acto pictórico en el mundo occidental. Esta ruptura le permite encarnar, en un mismo movimiento, el gesto pictórico incontrolable, o 75

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sea las descargas pulsionales del propio cuerpo, y una composición pictórica que proviene de la autoexpresión corporal misma y no de la razón constructi­ va. Lejos entonces de ilustrar signos cognitivos, Pollock los derroca, en nombre de las derivas rizomaticas del cuerpo innombrable. Procederes divergentes que explican la diferencia abismal entre la pintura del estadunidense y la del mexicano. Pollock le debe a Siqueiros el cuestionamiento de los instrumentos heredados de la pintura convencio­ nal (caballete, paleta, pincel…), le debe también el haberlo encaminado a la aventura de la experimentación artística (goteo, vertido). No es poca cosa. Pero hasta ahí. Para apuntalar argumentos me permito reproducir aquí un fragmento de un texto mío dedicado a Pollock:4 Fotografías y películas nos muestran a Jackson Pollock tejiendo, instantánea tras instantánea, una tupida y turbulenta red pictórica forjada desde el instinto. Juego de piernas, brazos, manos y muñecas, el artista baila literalmente sobre la tela. Un instante, otro; un vértigo que todo lo devora y todo lo satura. Lo que se obtiene como resultado son obras en las que Pollock rompe con la posición er­ guida y, en consecuencia, hace tabla rasa del modo de componer óptico vertical heredado por la tradición, pone en crisis la verticalidad que doméstica, impone distancias, le da demasiado peso a la razón. La gesta de nuestro artista equivale a un estallamiento de energía corporal patente en gestos incontrolados y desme­ didos prologados en chorros de materia plástica. Pintura de acción, sin duda…

Más aun que el “accidente controlado”, lo que en rigor ocupa los des­ velos de Siqueiros es la relación estrecha, insoslayable, entre el arte y la téc­ nica moderna. Siqueiros comparte con el futurismo la necesidad de afirmar la modernidad, sin eufemismos, de manera tajante. Tiene información plena de los esfuerzos de Giacomo Balla y otros por explorar las líneas dinámicas (dinamismo abstracto) de existencias y cosas. Como los futuristas, Siquei­ ros piensa que cada época se encuentra permeada por determinada sensa­ ción: puede hablarse incluso de la sensación de lo moderno, su dinámica, su energía. La pintura mural debe responder al reto. Por principio, asumir los materiales y las técnicas modernas. Sus charlas interminables con Sergei Ei­ senstein en Taxco, sobre las cuales queda mucho por investigar, le informan 4 Jorge Juanes, “Jackson Pollock y la pintura sin límites”, en Artaud/Dalí. Los suicidados del surrealismo, Ítaca, México, 2006.

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sobre los usos revolucionarios de la tecnociencia y los materiales modernos por parte de las vanguardias ruso-soviéticas. Lo que hace Dziga Vertov con el cine, Vladimir Tatlin con los nuevos materiales, Alexander Ródchenko con la fotografía y el fotomontaje, todo eso formará en adelante parte del bagaje de Siqueiros. Tal bagaje que será puesto en obra en sus murales, cuyas aporta­ ciónes hacen época, y en donde alcanza mayores logros. Gracias a Siqueiros tenemos murales-ruta, tenemos máquinas pictóri­ co-dinámicas, tenemos Estado-Estado, tenemos futuro resuelto y promisorio; y más: tenemos h-i-s-t-o-r-i-a: progreso, técnica desatada, ciencia social, realismo dialéctico, crítica de la crítica, y como es de suponerse tenemos… 4 . los principios del muralismo de siqueiros

Si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en un hoyo (Mateo xv, 14; Lucas vi, 39)

Para empezar. Siqueiros es, antes que nada, un muralista. El muralista que comprendió, como nadie en México, los requisitos que debe cumplir la pin­ tura mural del mundo contemporáneo, establecido sobre la tecnociencia y la re­ volución industrial. Convicción acompañada de un rechazo a toda propuesta anacrónica, pre-moderna, encallada en modos medievales, renacentistas o primitivas en general. Metido en obra Siqueiros asume, en los años 1932-1933, el muralismo realizado con técnicas y materiales de su época depurando procederes a lo largo de su vida. Me parecen destacables tres influencias que contribuyen al hecho: la propuesta modernolátrica del futurismo; el en­ cuentro y los diálogos tenidos con Eisenstein en Taxco, en donde éste lo pone al tanto del complejo y propositivo debate artístico emprendido por las vanguardias ruso-soviéticas, haciéndole ver la importancia del cine, la foto­ grafía y el fotomontaje; el choque que le produce una ciudad tecnologizada como Los Ángeles. No nos extrañe que rompa, de buenas a primeras, con el arcaísmo que acompañaba a sus primeros trabajos, incluido el indigenismo y el llamado arte popular: “Péguennos, critíquennos; pero situados 20 kiló­ metros adelante, y no 20 kilómetros atrás”. Se acabó lo que se acabó. Nada de pinceles, brochas de mano, pintura 77

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al fresco, escenas costumbristas o tipos folclóricos. Otra determinante de la pintura de Siqueiros empeñada en la búsqueda de la supremacía de la pintu­ ra monumental sobre la pintura de caballete es, desde luego, el compromiso con el comunismo. Quiere que el mural sea una especie de púlpito generador de conciencia revolucionaria. Ya en términos de la práctica artística de una “estética del fin de la sociedad burguesa y del principio de la nueva sociedad comunista”, Siqueiros concentra sus desvelos en la búsqueda de un arte orgá­ nico, integral y dinámico, capaz de aunar pintura, escultura y arquitectura. Arte público contemporáneo que, desde donde se lo analice, equivale a un realismo dialectico-subversivo que exige, como condición insoslayable, tra­ bajar en equipo de manera colectiva, disciplinada, con “disciplina de clase”. Trabajo colectivo en que Siqueiros, faltaba más, se reserva siempre el papel de comandante en jefe: pinta aquí, borra allá, alarga este trazo, acorta aquel, mete este tono allí y este otro allá, corrige la perspectiva, elimina los ángulos rectos, revela los negativos fotográficos utilizados y, aprovechando el viaje… tráeme unos cigarros con filtro. Y tenemos al colectivo pintando a paso redoblado bajo las órdenes del maestro-coronelazo (José Renau lo justifica en su artículo “Mi experiencia con Siqueiros”: el “humo” del maestro era mejor). Siqueiros recalca: “En la pintura hay que tener un sólo equipo y a la cabe­ za de éste un solo director”. Sólo resta encontrar el punto de fusión de los ayudantes y la cabeza motora. En este punto los desacuerdos serán resueltos en procura de que todos marchen al unísono. He ahí el auténtico colectivo, adelanto en pequeña escala del colectivismo del futuro comunista. Nada que ver con la suma dispersa de individualidades anárquicas carentes de dirección centralizada. ¿Teoría del partido de Lenin trasladada a la pintura? En efecto. Al guía que piensa por encima de los colaboradores le cabe la responsabilidad última de la empresa pictórica, sin que nadie le replique, es decir, sin resistencias perturbadoras. Sin embargo, hacerse comprender no es tarea fácil. Por lo pronto habrá que resignarse a que las cabezas duras de los ayudantes asimilen las lecciones del maestro y aprendan a no meter la cornamenta en donde no se debe: “Contados son los que entienden qué significa la poliangularidad de una composición mural, inclusive mis pro­ pios compañeros de trabajo no la entienden. Por más que les digo: ‘Si miras de frente lo que estás haciendo no lo vas a poder resolver’, ellos insisten en 78

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verlo de frente: ‘Velo de frente, píntalo de frente porque no puedes hacerlo de otra manera; pero obsérvalo desde todos los ángulos para poder precisar’. La dificultad es enorme pero invariablemente se ponen por delante”. Apoyado en las líneas maestras de su estética cinética, “plástica-dia­ léctico-subversiva” con tintes futuristas, calificada de “Nuevo realismo hu­ manista”, Siqueiros se dirige siempre a lo “pintores del mundo”. Su pintura, patrocinada paradójicamente por el Estado (en la última etapa muralista, por la iniciativa privada), incluye los siguientes instrumentos y materiales técnico modernos: pistola y cincel de aire, pistola para cemento, soplete, proyector eléctrico, aerógrafo, materiales de plástico, cámara fotográfica, cine, pintura de automóviles, sin descartar el accidente… Siqueiros exige, además, que la pintura técnico-revolucionaria se integre a las determinaciones espaciales internas y externas derivadas del urbanismo y de la arquitectura modernas. Si el proyecto mural da a la calle, y puede ser visto en todas partes y a cual­ quier hora, qué mejor. Siqueiros propone entonces una obra mural orgánica (confluencia en un mismo espacio de pintura y escultura) y dinámica (va­ lerse de una perspectiva poliangular que integre el mural y el “transito del espectador”). Esta obra, al generar un espacio vivo y politizado, susceptible de ser contemplado desde cualquier punto de vista, convierte al espectador en un creador más de la obra, y a ésta en una obra abierta e inmersa en el orden de la vida cotidiana. Fiel a un espacio pictórico dinámico revulsivo identificado como la úl­ tima palabra en pintura mural, Siqueiros hace temblar las paredes. Dócil y previamente domeñado por el diseño del pintor, el espacio utilizable debe ser ante todo maleable, mudo, plastilina dúctil para que el todopoderoso ar­ tista cristalice sus propósitos. El hecho habla por sí mismo de la falta de versatilidad o plasticidad de la pintura tecnificada propuesta por Siqueiros. Su pintura requiere, en efecto, invariablemente, de una caja de muros sin ángulos rectos y de un espacio arquitectónico hecho a la medida, continuo, en obediencia a superficies cóncavo-convexas (muy en la órbita de Umberto Boccioni),5 adaptado imperativamente a las necesidades que impone el códi­ go cerrado de la perspectiva poliangular. Siqueiros nunca entendió el diálo­ 5

Ver: Jorge Juanes, Futurismo, esplendores y penumbras, Quinto Sol, México, 2015. 79

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go recíproco entre arquitectura y pintura, dado su empeño en reducir aquélla a un espacio adaptado (o adaptable) de antemano a su idea de muralismo. Pareciera que el primer requisito que debe cumplir la arquitectura moderna, previo a sus usos sociales, estriba en amoldarse a determinado proyecto pic­ tórico. En nuestro caso, amoldarse a la epopeya muralista del maestro: “Si yo hubiera tenido oportunidad de intervenir [comenta en relación al mural en la rectoría de la unam. Mutatis mutandis para el conjunto de sus propuestas] hubiera exigido que los muros para pintar fueran colocados más arriba y que fueran convexos y adelantados en su parte superior. Las superficies que me ofrecieron no correspondían a mis teorías de la composición y de la perspec­ tiva en el exterior”. ¡Habráse visto insensatos! ¿Qué habría sido la tercera etapa del mu­ ralismo (yo, sólo yo) de no haber existido arquitectos (Enrique Yáñez en el Hospital de la Raza; Guillermo Rosell de la Lama en el Polyforum) que, ilu­ minados por las lecciones espaciales del maestro, aceptaron sus indicacio­ nes sin rechistar? Arquitectos del mundo por venir, prepárense para someter el espacio con todo y paredes a las determinantes poliangulares. Y Siqueiros agradece, a través de la voz del colectivo: Estimulados por Siqueiros los arquitectos Guillermo Rossel de la Lama y Ramón Miquelajáuregui proyectan un edificio en forma octogonal, donde eliminan todas las aristas o rompimientos en las relaciones entre la paredes y de éstas con el techo, creando así superficies activas en un espacio continuo: de esta manera logran el ideal de integración defendido por Siqueiros durante más de 30 años. Por tanto Siqueiros modifica el proyecto de planta rectangular, para aprovechar las mayores posibilidades plásticas y cinéticas que le ofrecía el nuevo edificio, que poste­ riormente fue denominado Polyforum Cultural Siqueiros (Firma: El director del taller Siqueiros; yo coloco las cursivas).

Ninguna pared queda indemne. La lógica poliangular del nuevo mura­ lismo deviene, en los hechos, un proceso demoledor de los muros existentes a partir del cual se engendra el mural integral, dinámico-continuo, sin repo­ so, a fin de que las resistencias encontradas cedan por completo al impulso desaforado del colectivo pictórico comandado por un guía decidido a devas­ tar todo aquello que obstaculice sus designios. Poniendo manos a la obra (“el rectángulo no genera la movilidad indispensable”), Siqueiros remodela el 80

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espacio de los muros del congal particular del burguesito don Torcuato (Ejercicio plástico), de la Ex-aduana de Santo Domingo (Patricios y parricidas) o del Museo Nacional de Historia (Del porfirismo a la Revolución)… hasta que, por fin, logra convencer a los arquitectos –subrayamos– para que construyan una caja de muros a su medida, para evitar desaguisados. Pensemos en el Hospital de la Raza, en donde el arquitecto diseña una concha parabólica. O el Polyforum: obra cumbre que consuma su etapa muralista, más vale tarde que nunca, contando Siqueiros ahora con una caja de muros interna y externa acorde con la espacialidad pictórico dinámico poliangular que abre la po­ sibilidad, además, de forjar un gran espectáculo moderno mediado por una teatralidad extrema. Y la humanidad marcha: “Se eliminaron las aristas, se unificaron muros y techos para crear un espacio continuo y lograr más posi­ bilidades plásticas y cinéticas”. Tenemos que reconocer que, sin abandonar nunca la pintura totalizadora, Siqueiros supera el horror al vacío de su primeros murales (Ejercicio plástico, 1933; Retrato de la burguesía, 1939; Muerte al invasor, 1941-1942…) y le da lugar a espacios geométricos, sintéticos, abiertos, confrontados en franco dialogo con el atiborramiento de figuras y símbolos (Polyforum). Aunque esto sí. Iden­ tificado con la eficacia en el dominio de los materiales y con la abundancia homogéneo-cuantitativa en la representación de la realidad (identidad su­ prapersonal de las masas convocadas, dialéctica de lo Uno y lo igual), el progreso artístico termina mordiéndose la cola; mientras más perfecta la pro­ puesta (Hospital de la Raza, Castillo de Chapultepec, Polyforum), se conso­ lida imperturbable el proceso de repetición de los viejos clichés simbólicos y de los reiterados –y aburridos– mensajes políticos. Eco del eco del eco. Sin embargo, y nada más concluida la empresa, Siqueiros se atreve a proferir un grito clamoroso de victoria absoluta: “Es la obra integral más completa que se haya realizado en nuestro movimiento muralista por lo que respecta a su composición (…) y su concepción exterior e interior. No hay nada parecido en todo el mundo, por sus proporciones o por el hecho de que las superficies interiores y exteriores estén cubiertas con esculto-pinturas murales”. Ayer Miguel Ángel, hoy Siqueiros. Tras ser injustamente detenido y pasar cuatro años en la cárcel (1960-1964), Siqueiros empieza a vislumbrar su proyec­ to más ambicioso, el Polyforum (1967-1971), sito en el Parque de la Lama: el 81

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mural más grande del mundo, muy superior en metros cúbicos a la Capilla Sixtina. Obra acorde en todo, efectivamente, con su ideario estético-político. Siqueiros ilustra: “El mural en escultopintura La marcha de la humanidad en la América Latina ha sido ejecutado sobre tableros de asbesto-cemento, material que fue seleccionado por economía, por ser un material inerte y existir control en su elaboración, porque permitía la fabricación de grandes superficies de una sola pieza que reducían al mínimo los empastes de las unio­ nes”. El patrocinador de la empresa, Manuel Suárez, identifica el conjunto arquitectónico con un diamante tallado en facetas; mientras otros, como el crítico de arte italiano, Mario de Micheli, encuentran semejanza con un co­ leóptero. Dejémoslo en dodecaedro. Habrá que advertirlo. La zona urbana donde está ubicada la obra no es precisamente un lugar de tránsito de las masas que permita hablar de realismo público popular. Sentido general. La histórica, penosa y trágica lucha de la humanidad hacia la emancipación final, comunista. Muro sur: La marcha penosa de la humanidad, que transita históricamente en medio de la miseria y el dolor hacia la revolución democrático-burguesa. Muro norte: La marcha de la huma­ nidad hacia la revolución del futuro. Cuando uno entra, previo paso a máxima velocidad por los fallidos doce paneles que dan a la calle, recibe la impresión de encontrarse en un recinto sagrado en que la odisea histórica del homo sapiens reluce por los cuatro puntos cardinales. Discutible o no, la obra es ambiciosa y original. Dispongámonos entonces a recibir una clase de materialismo his­ tórico que resalta igualmente las bondades potenciales de la técnica moder­ na en el marco apabullante de un espacio pictórico abrumado por tonos rojos y ocres muy enfáticos. Comienza el show de aproximadamente 25 minutos. Un espectáculo que combina sonido, luz y movimiento. Las luces se apagan. Mientras la voz de Siqueiros ofrece explicaciones y más explicaciones, la plataforma se mueve por el espacio para que los espectadores cómodamente sentados podamos contemplar el espectáculo pictórico-escultórico. El juego de las luces apoya voz y movimiento… y prohibido marearse con la rotación de la plataforma giratoria. Gigantesco, grandilocuente, didáctico-revolucionario. Propuesta mural en que los iconos ideológico-volumétricos enfilados como masas hambrien­ tas o revolucionarias, configuradas en ambos casos por la despersonalización 82

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hierática bizantino-decorativa animada, paradójicamente, por ritmos barro­ cos extremados. Las abigarradas escenas esculto-pictóricas no dinamizan al espectador sino, por el contrario, lo aburren y anonadan; espectador que, llegado un momento –es mi caso–, se siente atrapado en una especie de pa­ nóptico pictórico. Observamos en el muro sur la eterna lucha de los pueblos contra los opresores colonialistas y contra su hijo dilecto: las sociedades burgue­ sas. Hombres explotados, ancianos agobiados por cargas de trabajo inhumanas, mujeres embarazadas o con hijos en brazos, niños, tropa de famélicos que tran­ sitan por la tierra, de momento, sin esperanza alguna de emancipación. Marcha trágica que encabeza el demagogo infaltable, corrupto, un clown que se vale de los oprimidos para fines privados. Y si alguien tiene razones para rebe­ larse es la raza negra, cuya violencia padecida queda recreada por Siqueiros en la parte baja del muro sur mediante la figura de un negro linchado, en lo que puede interpretarse como un pasaje de la esclavitud de los negros en América y, podríamos agregar, en el mundo entero. En el muro norte, en franco contraste con las víctimas de la opresión, Siqueiros pinta el pueblo en armas, la multitud rebelde con los brazos en alto en señal de resistencia a la opresión y cuya insurgencia pugna por alcanzar un futuro emancipado, la revolución comunista: “Porque los grandes movi­ mientos no se detienen”. El mensaje es contundente: sólo mediante la lucha podremos sacudirnos el peso de las opresiones santas y no santas. La empatía de las sacudidas sociales con las sacudidas del mundo natural son ilustradas por Siqueiros mediante la figura de un volcán en erupción. Por lo demás, no vale el optimismo iluso pues el camino hacia la libertad se encuentra sembra­ do de fuerzas malignas, tal como lo muestra la figura nefasta del nahual que acomete a una mujer. Sin embargo hay que proseguir la lucha. La esperanza no debe perderse nunca, las mismísimas mujeres lo asumen a plenitud. Para no fallar, deben atender las directrices de un nuevo líder que invita a las masas a dar la batalla final no concluida. Sorprende, en efecto, el pasaje pictórico-escultórico dinamizado al extremo, del que se vale Siqueiros para plasmar su ideario estético-político. No podía faltar el encuentro/desencuentro de dos culturas mediadas por simbologías inconciliables que dan lugar en México al mestizaje. También comparecen en la cita los militares que comprenden las luchas sociales, al 83

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grado de invitar el pueblo a dotarse de armas para combatir al opresor. Ya un poco desorientados por la circularidad poliangular, descubrimos ¿a diestra?, ¿a siniestra?, algunas de las lacras que han perseguido a la humanidad: la peste de los fanáticos que identifican su destino con la quema de fanáticos, la magia que enajena a las masas, las drogas que sirven para anonadar a los pueblos primitivos, la maldición de la ignorancia… y más, mucho más. La voz de Siqueiros nos advierte lo que sospechábamos: el Polyforum cristaliza un metarrelato omnicomprensivo que abarca desde la comunidad primitiva hasta al comunismo venidero. ¡Salud, camaradas del partido! El porvenir está a la vuelta de la esquina: “El espectador [transita] por la historia del continente desde las épocas de sus tribus más primitivas hasta la Revolución Mexicana y de ahí a la revolución actual”. Hay nuevas sorpresas. Al igual que Diego Rivera, aunque sea sólo en esto, Siqueiros recurre también a estereotipos que definen lo masculino y lo femenino. Repárese, por ejemplo, que mientras en el muro poniente una figura masculina dotada de imponentes manos escorzadas y con las palmas hacia arriba encarna la unificación de ciencia, tecnología e industria, en el muro oriente reluce un escorzo femenino con las palmas de la mano hacia abajo quien, al entender del pintor, encarna la armonía, la cultura y el anhe­ lo de paz. Siqueiros embona, por cierto, lo femenino y lo masculino a través de grandes trazos patentes en la bóveda. Si fijamos la mirada en la bóveda, repararemos de inmediato que Siqueiros exalta, con plena convicción, la conquista del cosmos (llegada del hombre a la luna): de allí los astronautas soviéticos, adelantados del futuro tecnológico que espera la humanidad y que cargan en su fórmulas de saber la posibilidad de superar miserias, enfer­ medades, guerras. El espacio kinestésico siqueiriano sacude nuestro aparato perceptivo y alerta nuestra conciencia permitiéndonos, en suma, descubrir las potencialidades político-técnico-revolucionarias que carga en sus alfor­ jas la edad planetaria. En la obra de Siqueiros, la escultura policromada sirve para potenciar o minimizar volúmenes. Sirve también para unir pintura (color) y escultura (volumen), permitiendo a la vez que la una y la otra conserven su querencia. Sirve incluso para distinguir visualmente a los buenos, enérgicos, decididos, de los malos, tratados al modo del gran guiñol. Siqueiros no escapa siempre 84

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–era previsible– a sus propios clichés. Por ello repite estereotipos presentes en otros murales: es necesario vivir de las rentas iconográficas, acervo de imágenes, masas entrelazadas, gestos, líneas geométrico-plásticas… El hecho es que, permítaseme reiterarlo, la perspectiva poliangular, lejos de multi­ plicar las líneas de fuga que pudieran potenciar en el espectador derivas visuales autónomas, abiertas, siempre inconclusas, encierra la mirada entre los barrotes de una celda pictórica imperativa. Me viene a la memoria aque­ llo de la mirada paralizante de la Medusa, sin un Perseo a la vista capaz de cortarle la cabeza. Haciendo balance de la suma de cuerpos innumerables escorzados en posiciones inverosímiles, de la reiteración obsesiva de superfi­ cies activas, de la homogeneidad casi andrógina de la familia humana consi­ derada, me atrevo a sostener que todo ello en su conjunto genera monotonía y, algo paradójico, una estaticidad de base encubierta por un dinamismo de superficie. Muchas ideas de Siqueiros sobre el muralismo contemporáneo, o era de la técnica, le aportan al muralismo la posibilidad de liberarse de las ave­ jentadas rutinas del fresco renacentista. Pero parece inevitable que en la pintura realista-revolucionaria el contenido imponga las formas, de manera acentuada si el contenido es rígido. Y Siqueiros fue víctima de su propio esquematismo cognitivo, que lo condujo a repetir hasta la saciedad tautolo­ gías ideológico/pictóricas. Siendo revolucionario en pintura lo fue, a la vez, anacrónico y conservador. Me refiero al uso reiterado de metáforas plásticas, alegorías, símbolos… Usos que, en manos de las vanguardias transgresoras que definen el arte del siglo xx, son letra muerta, sociología barata, periodis­ mo parroquial. Formalmente advierto en la obra de Siqueiros un esfuerzo por exaltar masas y volúmenes, traicionados por el uso del color. Si bien Siquei­ ros pudo superar, quizá desde el mural del Museo de Historia del Castillo de Chapultepec, la dureza y acartonamiento de sus figuras, no pudo singularizar pasajes que lo exigían, por ejemplo las esculto-pinturas especificas del Poly­ forum terminan por ser negadas, a fin de cuentas, por la voluntad totaliza­ dora-planificadora del conjunto: codificación imperturbable que, en vista de las morfologías y colores efectistas contribuye, esa sería mi conclusión, al engrandecimiento del kitsch nacional. 85

Dos poemas A ntonio L ópez M ijares naturaleza muerta

¿De dónde, sí, tanta evidencia a través de tanto enigma…. Yves Bonnefoy ay, ciegos de su lustre, ay, ciegos de su ojo José Gorostiza

El deseo redondea al fruto, ojo voraz de Cézanne, molicie de la forma que en sí reposa, en el cáñamo pintado con la mesa firme y sobre ella, intacto en la luz extraña el frutero, tan real, donaire de la transparencia que toma cuerpo, rubor de sangre –ápice del arte– y conmueve el pulido lienzo: redondas redundancias, belleza que en nada se sostiene, vive de aire, 86

peras o naranjas, cándidas manzanas… Desnuda veracidad, el fruto cavila en sombra –nada, pura mirada– el deseo que lo saborea. Espera la mano o el beso o el hambre. El deseo –ojo voraz– redondea al fruto. Ciega tu redondez, peso de padecerte –tan a solas– contorno que posa entre luces vagas, y enardece en fruto la mirada. Belleza, rara palabra, nombre del hambre. Desea el fruto intacto –nada, pura mirada−, la piel sabe a deseo, y el deseo, ¿a qué? Aguardas el hambre, urdimbre de brisa, antojado esperas 87

la caricia del ojo. Contorno obstinado el cuerpo –el fruto– aroma o paráfrasis de un hueco que llamaste eva o deseo, voracidad del ojo que, ciego, mirándote se mira, cáñamo pintado, ápice del arte. Belleza que en nada se sostiene, vive de aire…

quién

−cómo pretende el idiota que lo llama “yo” comprender a sus innumerables quiénes? E. E. Cummings

quiénes quién memoria imprecisa imperiosa rota y recompuesta alzada en intrincados meandros de agua quebradiza quieta incierta arrebatada 88

soy bosque de voces cabrilleo de disonancias familiaridad oblicua con un lenguaje un rostro parásito parodia paráfrasis al espejo nace, iluso, aquel joven abstracto batahola en la caja craneal soy tedio delirio desolación deseo fauna de hambre y hábitos extraños −eres la novela inacabable (…) peso no de morir, de no decir… no saber y empeñarse en esto: desear decir quién soy tinta −byte− espejeo y compras la misericordia no de acabar de no saber quién quiénes −decirlo destella insumiso en la música de acordarse 89

Bipolar E duardo S abugal I

Lucía odiaba su nombre porque en su familia había existido una mujer con ese mismo nombre. Una suicida, le habían dicho, una tía loca que deambu­ laba desnuda por pasillos llenos de pacas de paja y botes de leche recién ordeñada, una sonámbula que veía cosas en los establos. Pero el nombre era paradójicamente lumínico, era lucidez, un ingrediente sanguíneo que ella había heredado muy a su pesar, una lucidez maldita que no aceptaba, que no quería. Aquella tía homónima, desvanecida en la memoria de un rancho antiquísimo, quizá demasiado lejana o cercana, que ella ahora imaginaba como una figura fantasmal, tenía un nombre oscuro e indeseable como el suyo. Lucía miraba los últimos rayos de luz solar sobre el césped recién cortado del club hípico, los caballos ya estaban en su lugar tomando agua, un poco más allá los caballerangos bromeaban en silencio mientras se la­ vaban y guardaban cosas. El olor a estiércol y tierra mojada penetraba en la nariz de Lucía y era una fortuna y una evasión. Ella trabaja ahí desde hace un par de años, primero contenta, después en abierta inconformidad. Desde hace días se sentía arrastrada por una inercia estéril, monotonía que su amor a los caballos no había logrado romper. O mejor dicho, que lograba romper a ratos, porque todo en ella era por ratos, un rato de luz, un rato de lucidez y aire fresco y fuego animal y ojos que cabalgaban. Y luego esa otra cara de la moneda, las dudas, el odio contenido, las ideas perversas de prostituirlo todo, el olvido, la negrura de los rompimientos, el disfrute de ver morir, de ver caer cualquier edificación, de verse caer. Sanar y herir, sanarse y herirse. 90

bipolar

A veces en el pelaje de los caballos ella admiraba el cambio cromático de los desperdicios lumínicos de la tarde. Entonces ella se sentía así, como una evolución cromática caprichosa que iba del girasol a la violeta. Su amor por los caballos era como su amor a todo, es decir, un amor fundado en el des­ amor, en la capacidad de poder revertirlo todo, de sabotearlo siempre, una bella fragilidad de cascarón de huevo que ella podía aplastar en su mano. Le tranquilizaba saber que sus afectos eran provisorios, fáciles de revertir o des­ truir, la vocación profesional, su trabajo como equinoterapeuta, sus estudios de arte, su relación con aquel hombre (que sólo quería o deseaba a ratos), su nacionalidad, su identidad, su cerebro. A veces las yeguas que se parecían a ella le daban temor, a veces le inspiraban una comprensión profunda, y era una alegría darles fuetazos, montarlas y saberse en un sitio, lejos de aquel apartamento en aquel edificio que ella no había elegido ni imaginado, en donde vivía esa otra parte de sí misma. Otra yo que tampoco había elegido ni imaginado. La duplicidad podría ser multiplicidad, podría ser peor, pero qué carajos, ella no iba a estar pensando en eso ahora, había que vendar las patas de los caballos y darles cuerda y atender a los clientes, alemanes nostálgicos que llevaba a sus hijos enfermos a cabalgar para sanar, y enton­ ces todo era enfermizamente natural, equinamente maquinal. Verse reflejada en los hermosos ojos de los animales le hacía sentirse pacífica, pacificada. Entraba, diminuta, en la esfera de un globo ocular de un caballo, como en un lente angular, pero en ese reflejo distorsionado, además de algo hermoso, había algo siniestro en pleno derrame solar. Ella acariciaba por última vez a su caballo preferido, que podría llamarse Esencia o Trueno, se despedía de todos y luego regresaba en bicicleta a su casa pensando en todo, en nada. II

Furiosa, porque estaba furiosa, despertó decidida a poner en orden su furia, es decir, a irse desprendiendo poco a poco de ella. Para encontrar la paz, primero había que dejarse bañar por el sol que entraba por su ventana, un sol que se filtraba en la atmósfera que flotaba en San Pedro Cholula y que entraba en su ventana como un voyerista majestuoso, calentaba su piel blanquísima y le ponía en los párpados un despertador color ámbar. Después había que ir 91

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a orinar al cuarto de baño, mirarse el tatuaje circular en el antebrazo, mi­ rarse los círculos del alma también, poco a poco, con el agua bajando en la cara, el agua fría que descen­ día de los tinacos y que pasaba por las tuberías de aquel edificio anó­ nimo, que ella no había elegido ni imaginado ni deseado. El agua la despertaría, sí, con soles circulares en los ojos, con ojos solares en las grietas. Y después había que entrar en la cocina, mirar el refrigerador como quien contempla un artefacto caído de quién sabe qué galaxia, abrirlo. Beber la leche almendrada con cereal servido en un plato, sentar­ se en donde se pudiera, en la orilla de la cama entre la ropa y las sábanas echas bola, o en alguna mesa del co­ medor, y dar cucharadas al desayuno mientras la mente, el cerebro escorpióni­ co, tardaba horas o siglos en despertarse completamente, quitarse las ramas del sueño, los rasguños del sueño, los lunares del sueño. Y luego había que mirar los colores pastel, odiosamente pastel, que alguien había elegido ma­ liciosamente para pintar la superficie de aquellos muros, que para ella eran muros de una jaula mediocre y triste. Entonces las ramas, los rasguños y los lunares oníricos desaparecían y poco a poco los mosaicos de la cocina, el desmadre de la mesa del comedor, el desmadre de todo el apartamen­ to, el desmadre del mundo, reaparecía dolorosamente ante sus ojos. Había que concentrarse en el sabor a dulce almendra en el paladar, en la práctica yoguística, en algún trozo alegre de su vida que todavía brillara por ahí, al alcance de su mano. Levantarse de la silla, o de la orilla del colchón, llevar el plato vacío al fregadero, echarle agua. Luego quedarse un rato así, desgre­ ñada, con pucheros en la cara, aun despertándose o aun durmiéndose. Tarde 92

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o temprano había que correr la puerta de la ventana para alcanzar el calen­ tador que vivía en el pequeño abismo cuadrangular que ese edificio tenía en sus entrañas, un pasillo vertical que era la nada misma, que terminaba quién sabe dónde, quizá en el diminuto patio interior del vecino del primer piso o en el infierno de los arquitectos de mal gusto. Y Lucía corría la puerta metálica de esa ventana y prendía el fuego ridículo de un cerillo y el calen­ tador se encendía mecánicamente. Y era un momento cotidiano, anodino, y era metálico y mecánico, y ridículo, y ese instante olía a fósforo quemado y a mañana entrando violentamente al apartamento. Y luego había que verse las ojeras en el espejo y dejarse acariciar por el agua en todo el cuerpo, sentir la pequeña lluvia que la regadera arrojaba en su cuello y que descendía por sus hermosos senos, su espalda, sus glúteos, sus piernas, los dedos de los pies, y que luego desaparecía en miles de ríos diminutos que también se perdían en el círculo oscuro de la coladera, y terminaban quién sabe dónde, quien sabe en qué mar negro subterráneo que corría bajo todo San Pedro, en las cañerías y el drenaje, y que se mezclaba con las aguas sucias del mercado y de la funeraria de enfrente y con los orines de los borrachos que iban al bar o al billar de junto y con los veneros sagrados que alguna vez limpiaron los cimientos de la pirámide y que seguramente también pasaban por debajo del hípico bajo los rítmicos golpes de los cascos de los animales. Y ella a veces prefería no mirar el piso, ni pensar en ese desagüe que ocurría ahí en su baño, bajo sus pies, y prefería cerrar los ojos bajo el chorro del agua des­ pabilador y volver a concentrarse en ese trozo de alegría que aún empuñaba, que aún podía demoler todo lo que le hacía estar furiosa, tranquila pero pa­ radójicamente furiosa con ese estado de cosas, con esa permanencia que le contenía como un pájaro atrapado o dos pájaros atrapados. III

Pero esta vez el pájaro no está dispuesto a seguir entre los muros rosas, ver­ des, amarillos pastelosos, muros de colores sin fuerza, deslavados como el mundo, erosionados como el futuro, apagados pero mustios, colores que para Lucía casi ni son colores. Esta vez el pájaro moverá las alas furiosamente contra los barrotes de la jaula y su plumaje quizá se lastime, se ensucie un 93

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poco, pero es inevitable. Y es un camino largo, largo, largo, largo, largo, has­ ta la brocha que no tiene, hasta los litros de pintura que tampoco tiene, hasta las persianas y los muebles nuevos, hasta los rascacielos que ella habita en su furioso despertar. Y llena de soles y de una voluntad de poder que antes no la habitaba, hará que ese apartamento poco a poco se transforme. Como la luz en sus ojos, que ya se ha transformado. La alquimia es irreversible, el pe­ queño círculo dibujado en el antebrazo es un cosmos, un redondel zen y nietz­ scheano al mismo tiempo, y la pulsera azulada de la muñeca derecha es un amuleto. Sus ojos se iluminan, los pucheros se transforman en sonrisa conta­ giosa, en la jaula hay plumas que el pájaro picotea furioso. Lucía comienza tirando ropa. Hace poco ella vio una piel de serpiente tirada en un terreno cercano al hípico. Le dio asco, la sensación de ver algo aún vivo, repulsivo. Quizás esa mudanza de piel en aquel animal era el anuncio de su propia mu­ danza, el cambio de aquel apartamento. Mudarse o enmudecer, piensa. Ella tira ropa, compra nueva, escombra su clóset, o, mejor dicho, des-escombra, tira los escombros acumulados en días, meses, años, porque ya no quiere vivir entre escombros. Y tira guantes de estambre, chalecos, blusas. Escom­ bros o pieles, vacas profanas que mugen un pasado lleno de polvo, ella huele la mala leche del tiempo, reblandecida como piel de serpiente abandonada a la intemperie. Y se ensucia con el polvo de la mudanza, alza huacales de ma­ dera donde el gran ciempiés del abandono ha procreado. Replanta plantas, renueva nuevos planteamientos, y quizá un loco insomne escribe su contorno lumínico, lejos de ahí, sin que ella lo sepa. Tira fotografías y poemas que le han escrito. Desempolva lo empolvado y se sienta sudorosa y fatigada a ver las viejas sillas, las cortinas percudidas que habrá que tirar, el televisor prehistórico, las pilas de papeles amontonados como cadáveres. Se frustra un poco pero su voluntad ha echado a volar y vale madres ya si la mudanza es cansada, porque ella no piensa enmudecer. No importa si se tarda un día o dos o tres, o si con una brocha o dos, o tres, o si con el rodillo podrá ter­ minar este muro de acá y el de allá. Cambia cosas de lugar y descubre cosas que antes estaban escondidas, y recupera objetos valiosos, pertenecientes a cierta edad de oro, recuperados como de un naufragio. Pero también descu­ bre reliquias que ya no quiere, basuras que han perdurado neciamente en el tiempo y en el espacio y se tiene que armar de valor para tirarlas por la borda. 94

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Pinta de blanco la indiferencia y alisa lo arrugado. Descubre bichos enroscados sobre sí mismos bajo maderas podridas, le atemorizan un momento pero se deshace de ellos como si fuesen fósiles inofensivos y también barre, descubre un mar de luz rompiendo contra las cosas y las ideas. Destroza un mueble negro y de plástico como quien destruye una maldición. Entonces hay que verla subir y bajar tres pi­ sos con bolsas de basura en las manos, y verla cargar cosas, y ver­ la sonreír por dentro. Se lava del polvo, se lava del tiempo, ahí, en el centro de ese apartamento que es el centro del mundo. Las plan­ tas extienden sus raíces en ma­ cetas más profundas y de barro, también se mudan de morada, como serpientes vegetales que cantan a la vida nueva. Y los soles vuelven a ser soles, y los ojos ojos. El círculo vuel­ ve a ser circular, vuelve a ser sagrado; y los signos todos, que armonizan y apuntalan el hogar, la casa, se renuevan. La figura de un san Francisco de Asís blanquea también lo oscurecido, la paloma en su regazo vuela, sale de ahí, en paz, volando a través de la puerta abierta. IV

Ella está lavando las brochas y el rodillo en el fregadero de la azotea, está cansada, siente sudor en el cuerpo. No se reportó en el club, no piensa re­ gresar al hípico ni contestar las llamadas perdidas de aquel hombre que dice amarla. Su furia se ha ido muy lejos, teñida de color tofu y de color gris, se ha ido de forma líquida por la coladera de ese fregadero. No está muy segura de 95

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quién ha hecho todas esas labores de renovación en la vivienda. Y podríamos verla ahí, inclinada sobre las brochas sucias, mal vestida, lavando y mirando cómo la paz regresa poco a poco. Podríamos verla ahí entre los tendederos y los tanques de gas, pequeña en la inmensidad cholulteca, pero gigante en la circularidad de su antebrazo, porque ella crece y decrece como Alicia, según los soles y los días y los vientos. Y sería un largo, largo, largo, largo, largo camino, hasta sus pensamientos y su voluntad, hinchada en este momento como barco en una tormenta. Y podríamos ver a Lucía ahí, tomando su pro­ pio nombre entre las manos, y también un rodillo lleno de pintura, pero en realidad no veríamos nada, porque ella ya se ha metido al apartamento y ha cerrado la puerta y no podemos espiarla. Y probablemente se esté quitando el sudor bajo la regadera o esté tomando agua mientras escucha a los Beatles en su laptop, o quizás ella regresó al apartamento y lo encontró vacío, sin li­ bros ni muebles, ni libreros, ni botes de pintura, ni macetas ni televisores, ni polvo ni ciempiés, ni recuerdos ni vestigios, simplemente no encontró nada y se metió en un cielo de diamantes o en las habitaciones de aquel edificio y tampoco encontró nada, porque después de barrer y lavar y pintar y restau­ rar, no quedó nada, ni un par de plumas blancas ni una constelación lunar, nada. Y entonces en ese vacío, en la médula de ese vacío, en la estancia de aquel apartamento de escasos metros cuadrados enclavado en la siete po­ niente, se escuchó un sonoro relincho que rompió el silencio, y ese relincho creció en eco monstruosamente, como un cerrojo de una prisión que se corre violentamente. Porque dentro de aquella vivienda de San Pedro Cholula, en medio de la disyuntiva entre mudarse o enmudecer, nació un caballo, una bestia inquieta, de crines revueltas, de dos colores, desajustada con la rea­ lidad, con el mismo desajuste mundano que esta mujer profesa. Un caballo que no entendía qué hacía ahí, en un tercer piso de un edificio citadino. Un animal imponente y salvaje, blanco como ella, oscuro como ella, voluntario­ so y apático como ella. Y daba coces contra las baldosas del piso, manchadas con gotas de pintura. Y llamaba a la mujer en el lenguaje de los caballos que sólo ella entendía, caballos de su psique profunda y laberíntica. Porque ni siquiera los otros caballos, los que saltaban allá lejos, en el club hípico, o los que dormitaban parados en los cobertizos de los ranchos perdidos, podían entender ese lenguaje, o podrían haberlo entendido, pues ellos habían sido 96

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engendrados en el vientre de una yegua y no como este caballo que había sido parido por la nada o por ella, en medio de un apartamento así, recién pintado por una mujer. Lucía se acercó a él, dejó que oliera su mano, lo acarició. El ojo de la mujer se reflejó en el ojo del caballo, y eran dos luces caníbales de­ vorándose y eran dos soles circulares generando un incendio. Las paredes se cuartearon, los vigorosos relinchos hacían vibrar las columnas y las losas, la dermis de concreto se cuarteó. Los cimientos empezaron a replicar un tremor como de Apocalipsis aunque en realidad, ella sentía y sabía, era un tremor de Génesis. Subió al caballo y sujetó las riendas, y era como si estuviera sos­ teniendo dos grandes hilos invisibles que conectaran el cielo con la tierra. La cristalería de las ventanas cayó, los tres pisos del edificio se volvieron un intersticio, las ráfagas de viento que soplaban desde la pirámide refrescaron la desaparición de aquella masa de concreto; y ella, cabalgando sin miedo, salió de ahí y salió de todos los naufragios, salió de todas las caídas previas, montando ágilmente el caballo. Y habría que haberse dejado bañar por la luz que la acompañaba, casi líquida, para entender la zona etérea en la que ella y el animal entraban en ese momento. Una no zona sombría. Y tendríamos que haber estado ahí para comprenderla, apartados de todo, rasguñándonos con las ramas metafísicas de su transmutación bipolar, acompañándola en su intersticial cabalgata solar, nomádica, hermosa y cruel.

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Diez poemas F ujiwara no T eika Versiones y nota de Ernesto Hernández Busto El más sutil y refinado de los poetas de la era Heian es también uno de los menos conocidos y el que peor acepta traducciones: Fujiwara no Teika (1162-1241) –o Fujiwara no Sadaie, otra posible lectura fonética de los ideogramas que forman su nombre–. Maestro del tanka, calígrafo, arbiter poético de su época, erudito, intrigante, crítico y antólogo (se le deben varias entre las mejores y más famosas compilaciones de poesía clásica japonesa), sus descendientes y sus ideas estéticas dominaron la tradición poética nipona durante siglos. Sin embargo, las pocas versiones existentes en español (con excepción de las de Octavio Paz y otras, más recientes, de Aurelio Asiain) son textos deslavazados, cuya complejidad sentimental y formal queda atrapada muchas veces en el sentimentalismo o la cursilería. Un lector común occidental ignora los códigos poéticos de la época –y los del waka son mucho más complejos y menos flexibles que los del haiku–, pero aún así, bajo el aire cortesano y la tosca indumentaria de las versiones por idioma interpuesto, se consigue percibir al menos el eco de un talento fuera de lo común. Durante varios meses he ensayado torpemente estas versiones de Teika a partir de las traducciones literales y comentarios de Donald Keene, Kenneth Rexroth y Earl Miner. Ojo: Teika es un poeta travesti; lo mismo adopta la voz de una trémula cortesana enamorada que la del amante tierno o despechado; o bien nos habla desde el estoicismo y el rigor de una vejez sabia. 98

pasa casi sin primavera que me caliente. Pero me he acostumbrado a ver amaneceres. otro año

· trenzas que tanto acaricié… Cada mechón se despierta primero que yo, si duermo solo.

sus negras

· puedes ver cambiar los colores allá en el Cielo: el otoño se nota en la luz de la luna. piensa, no

· mucho oí que enamorarse era partir. Aun así me entregué, sin pensar en el alba. desde hace

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¡nuestras plegarias eran tan poderosas! Ya entre nosotros las cosas han cambiado: ni esperanza, ni mundo.

· yazgo esperando

un tono de la luna entre los juncos: el viento del otoño sopla sobre mi cama.

· primavera. Roto el puente colgante del sueño, he despertado: una banda de nubes se arrastra entre los picos.

noche de

· lo lejos: no hay cerezos en flor ni hojas rojizas; la cabaña en la playa, crepúsculo de otoño.

miro a

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¿que me olvidaste, dices? Pues yo también olvidaré que al irte traté de convencerme que no era sino un sueño.

· vasto que empañan los ciruelos con su fragancia. Luna de primavera, casi limpia de nubes.

un cielo

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Francisco Segovia: La poesía es lo más concreto que hay C arlos N oyola Los poemas de Francisco Segovia (Ciudad de México, 1958) recuerdan la conexión permanente del hombre con la naturaleza. Recurren casi siempre a lo primitivo, a lo más básico, porque la poesía –afirma Segovia– se sirve de lo concreto para llegar a lo abstracto. Poeta presocrático, como lo han llamado; poeta pagano, como él mismo se asume, Segovia ha estado siempre comprometido más con el quehacer poético que con la aparición pública. Luego de sentarme varias veces con Francisco –algunas a cenar, otras sólo con un café–, aunque siempre con ganas de formularle más preguntas, decidí registrar una de nuestras pláticas. Así por lo menos tendría la seguridad de conservar un poco de lo que hablamos. Esa tarde, en su casa, ante unas tazas pequeñitas de café, Segovia prendió un cigarro y comenzó a responderme. –José Emilio Pacheco dijo en uno de sus poemas que “En la poesía no hay final feliz/los poetas acaban/viviendo su locura”. Y termina diciendo: “o lo que es peor/ poetas oficiales/amargos pobladores de un sarcófago/llamado Obras Completas”. ¿Qué lugar ocupa la poesía reunida en la obra de un poeta? –No puedo hablar en general, por todos, pero en mi caso es una especie de revisión, como cuando un pintor hace una exposición retrospectiva y se detiene a mirar el camino recorrido. A un poeta esto le ocurre, normalmente, cuando siente que algo está a punto de cambiar, o que ha alcanzado cierta madurez, y entonces cree que vale la pena detenerse un momento y mirar hacia atrás. Supongo que esto tiene que ver con la edad, porque la mirada 102

la poesía es lo más concreto que hay

retrospectiva no suele ser una mirada juvenil. Debe haber poetas que recojan su poesía antes de cumplir los 40 –por­ que es abundante o por cualquier otra razón–, pero la mayoría empieza a pre­ ocuparse por los recuentos después de los 50. Es cuando miran hacia atrás, qui­ zá porque quieren hallar un poco de or­ den, un poco de sentido. Ésa es también la edad en que a los escritores les da por registrarlo todo, cuando empiezan a es­ cribir memorias. Quizá se sienten nel mezzo del cammin (aunque esa edad, para Dante, fuera alrededor de los 30). En cualquier caso, se detienen a hacer francisco segovia un recuento… “Cuando me paro a contemplar mi estado,/a ver los pasos por do m’han traído”… –decía Garcilaso–… Si uno tiene suerte, no tendrá que agregar, como él: “a tanto mal no sé por do he venido”. Pero, aunque no la tenga, si se ha decidido a mirar hacia atrás, por lo menos sabrá “por do ha venido”. –Tu poesía parece encontrar su camino en la naturaleza; o, mejor dicho, en los elementos: tierra, aire, agua, fuego. Es ahí donde se la siente cómoda. Pocas veces entra a los recovecos urbanos. Y, dentro de ese camino, hay un contraste: la importancia del agua en tu obra (título de uno de tus poemas más extensos) y, por el otro, la sequía (título de uno de tus libros)... ¿Qué buscas y qué encuentras en estas exploraciones? –Agua ha sido como una pausa en mi preocupación por la sequía. La sequía, o la tierra seca, es un tema recurrente en mi poesía, tanto por lo que ella misma implica (empobrecimiento, inanición y muerte) como por lo que re­ presenta simbólicamente, por ejemplo cuando se habla de vampiros. Siem­ pre me han intrigado los vampiros. Aunque es un libro de poemas, Sequía es un libro de vampiros; sus poemas tratan sobre el vampirismo. Tiene un epígrafe que dice: “La sed es mucho peor que el hambre”. Es lo que declaró el último francés en ser condenado por licantropía, por ser un hombre-lobo. El lector 103

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no tiene manera de saber esto, pero, puesto al frente de un libro de vampiros, el epígrafe deja claro que esa sed es sed de sangre. Pero tienes razón; quizá la sed de Sequía se sacia con el agua de Agua. En cualquier caso, mi poesía ha ido siempre más bien por el lado de la sequía. Me imagino que eso tiene que ver con mi infancia. El paraíso infantil que todo el mundo tiene, o el que todo el mundo se inventa, tiene siempre algo de mítico, y los mitos subrayan o exageran ciertos rasgos por encima de los demás; o sea, ellos deciden qué es importante y qué no lo es… De niño, viví un par de años en Culiacán, en Sinaloa, y allá el paisaje no es muy exu­ berante que digamos. Es muy fértil si hay riego, eso es verdad; pero, si no lo hay, es un semidesierto. Supongo que ése es el paisaje que a mí me marcó y sobre el cual fui construyendo la mitología infantil que se ve en mi poesía. En cualquier caso, el paisaje semidesértico me marcó mucho más que el pai­ saje urbano de la ciudad de México, que también forma parte de mi infancia. ¿Fue la infancia misma la que eligió uno y no otro? No lo sé. Quizás fue la adolescencia, en una especie de desafío a aquella frase del Doktor Faustus en que Thomas Mann declara que a los jóvenes no les interesa la naturaleza. Los jóvenes ven en la naturaleza un lugar para contemplación, no para la ac­ ción, y por eso la asocian con los viejos. Pero no hay que olvidar que el personaje de esta novela es un joven que le vende su alma al diablo, y que el diablo es “el Príncipe de este mundo”; es decir, del mundo natural. Se trata pues de un alma colocada frente al mundo natural, lo cual implica que, para ella, la na­ turaleza tiene sentido. Cuando habla o dialoga con los hombres, la naturale­ za no puede dejar de tener un tinte diabólico. Sólo puede ser neutral cuando no habla con ellos; cuando es objeto de la ciencia, por ejemplo… Pero el arte dialoga con la naturaleza... También con la civilización, desde luego, pero en este caso no habla con el diablo sino con los hombres… Lo que quiero decir es que, cuando la naturaleza que el viejo contempla pasa a la acción, lo que resulta es diabólico. Por eso, supongo, toda revolución es diabólica, porque es obra de la acción en este mundo... La acción diabólica no es tecnológica, pero sí es técnica y metódica: es magia, es poesía, es arte… No sé… –En ese libro, Sequía (2002), escribiste: “Es un cuajo mi sangre en su saliva / agrumándose aún, aún caliente/entre su lengua bífida y su diente como una espesa flor, en la que liba”. ¿Cómo caracterizarías a este vampiro que no se 104

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aleja de los elementos de los que hablábamos antes, que es más animal que hombre, a diferencia del vampiro de Stoker? –El vampiro aristocrático es anterior al conde Drácula de Bram Stoker. El lord Ruthven de Polidori, el médico de lord Byron, es anterior, y fue muy famoso. Pero estamos hablando aquí del vampiro literario. En realidad, las historias de vampiros son mucho más viejas que eso que llamamos “literatu­ ra”; son relatos, simplemente relatos, tan viejos que podría decirse que na­ cieron al mismo tiempo que la humanidad. Y ese viejo vampiro, el vampiro tradicional, es un monstruo terrorífico, no un aristócrata culto y civilizado... Creo que la transformación llegó un poco después de la Ilustración. Voltaire se preguntaba: ¿Vampiros en París, o en Londres, en pleno siglo xviii? No, claro. Si acaso en Rumania, en Bulgaria, en la Europa más atrasada. Aun­ que... pensándolo mejor… Sí –decía Voltaire–: el clero, la Iglesia, que chupa la sangre de los pobres y está tan corrupta como cualquier cadáver... Los románticos llegaron a una conclusión parecida, pero ellos no limitaron la condición de chupasangres al clero, sino que la extendieron a la aristocracia. La novedad es que, para los románticos, el monstruo podía ser un hombre refinado. Puede haber refinamiento en la crueldad... –Tu vampiro retoma la parte anterior al conde vampiro de los románticos. –Sí y no. La vampira del soneto que citaste hace un momento es una vam­ pira salvaje y no, de ningún modo, una vampiresa. En los demás poemas del libro quien habla es un vampiro sin refinamiento, pero aun así conserva un rasgo romántico: no es una bestia salvaje sino un hombre salvaje. Es el hom­ bre monstruoso, el que puede ser inhumano sólo porque es humano, el que no vive en el mundo del amor. Su meollo podría reducirse a una pregunta: “¿Verdad que tú también estás muerta, mi reina?” Sequía es un libro de desamor. Eso lo acerca más a Drácula que al chupacabras, que es una forma salvaje y animal. Uno podría decir que el mito del vampiro salvaje nace de nuevo hoy bajo la forma del chupacabras... Sólo que a éste se le ha pegado ahora otro mito moderno: el de los extraterrestres. Se dice que el chupacabras viene del espacio exterior, que es un alien... Esto es un signo de los tiempos: hemos rebajado tanto lo ultraterreno que ahora es meramente extraterrestre. El origen del chupacabras ya no es el infierno, como era el del vampiro, sino el espacio exterior. Sin embargo, el centro del mito es el mismo. 105

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–¿El poema quita la epifanía para siempre o es una extensión de ella, más parecida a un registro? –En cierto sentido, un poema es siempre una epifanía. Aunque no brote de una epifanía, él mismo es una epifanía. Pero no siempre lo es en el senti­ do más profundo, el religioso, sino en el más simple: una epifanía se da siem­ pre que aparece algo que no era real o que estaba oculto. En ese sentido, casi cualquier cosa nueva es una epifanía. Un nacimiento, por ejemplo, es una epifanía. Cualquier cosa que el arte crea es una epifanía (digo, siempre y cuando la obra de arte de veras lo sea)... –En la epifanía vivida se te revela algo que estaba oculto, que te asombra, y que, como decía Rilke, necesitas sacar. Cuando lo haces, ¿se va de ti y ya puedes vivir sin él o es una extensión y se queda como algo que siempre te está acompañando, una forma de hacer que puedas recordarlo? –Yo me inclino a pensar lo segundo, aunque lo primero no me parece imposible. Hay temas que los escritores sienten que no se han revelado lo suficiente, y entonces insisten. Hay algo dentro de ellos que le sigue dando vueltas al mismo tema; tanto, que muchas veces se convierte en una seña de identidad. Si digo laberinto, por ejemplo, inmediatamente piensas en Bor­ ges. ¿Por qué? Supongo que porque Borges le dio muchas vueltas al tema del laberinto, como si nunca hubiera acabado de descifrarlo. Y cada vez que lo tocaba decía cosas asombrosas. Para el lector, siempre hay una revelación –una epifanía, como dices tú–. Pero me temo que a Borges no le bastaba con una epifanía y que el tema le parecía inagotable. Quizás la epifanía le revelaba una verdad, o incluso La Verdad, pero no toda la verdad. Como esa mujer que no acaban de formar los cabalistas en el Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Potocki: ¡tanta y tanta magia para sólo atisbar sus pies!... Las epifanías pueden ser revelaciones momentáneas, o convicciones momentáneas; una fe pasajera. No digo que siempre lo sean, pero a veces lo son, y en ese caso la verdad debe refrendarse. Pero, la verdad, creo que el problema se plantea, la mayoría de las veces, porque tendemos a ver en cada epifanía la solución de un problema o de un enigma; quiero decir, porque creemos que es una respuesta. Pero nos equivocamos. Una revelación no agota el misterio de lo revelado, como sí lo agota la solución de un problema matemático; cuando despejas la incógnita, ya no hay otro paso que dar. En 106

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cambio, la revelación de un misterio es apenas el primer paso de un camino que nadie sabe a dónde va... O, si es en efecto una respuesta, entonces no sabemos a qué pregunta responde... Pero hablábamos de Agua, que es una larga letanía. ¿Podría yo decir que en ese poema agoté todas las epifanías sobre el agua? No lo creo. ¿O que al menos ya sé qué es el agua? Tampoco. Y eso puedo ejemplificarlo de bulto: ya publicado el poema, no pude evitar añadirle aún unas estrofas más. Por eso, si me preguntaras si ya no tendré nunca otra epifanía del agua, te con­ testaría que espero que sí. –Hablando de Agua, ¿cómo llegaste a él, a esa “agua del alba que ilumina el alma”; cómo llegaste a ese poema torrencial, de mucha fuerza, del que ha dicho Luis Paniaga, en un ensayo, que no inicia ni termina, porque forma parte de algo más extenso? Parece como si lo hubieras agarrado al hilo, como un fragmento... –Exacto. El poema empieza con puntos suspensivos, termina con pun­ tos suspensivos, y entre cada estrofa, por llamar de algún modo a sus frag­ mentos, hay más puntos suspensivos. Son cosas que iba pescando al vuelo... Mi madre hubiera dicho que estaba yo “cazando la señal”. Es verdad. Una señal que no aparecía de manera continua. Por eso el poema se presenta fragmentariamente, como si cada estrofa fuera parte de un discurso coheren­ te que yo sólo escuché a pedazos; un discurso que arrancó mucho antes de que yo parara la oreja para escucharlo y que seguramente continúa sonando en algún lado, sin que yo lo escuche. El poema confiesa así que le es impo­ sible adivinar completo el discurso que escucha (el discurso que expone) y que su verdad no se revela de forma continua y coherente; que no se da entera y de un solo golpe, como decíamos antes. En realidad procede por rei­ teraciones, por acumulación. Ése es su riego: abruma o aburre, pero ambas son cosas que sólo ocurren a la larga... Pero creo que tu pregunta se refería al origen concreto, fechable, del poema. No sé si pueda explicarlo con claridad, pero creo que tiene varios. Para empezar, una especie de prehistoria. Había escrito algunos poemas con el tema del agua para acompañar unas fotografías de Selma Ancira. Esos poemas tenían todos un tono muy distinto al de Agua, pero hubo uno sobre el mar que es un antecedente directo del tono final de Agua. Lo curioso es que 107

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luego adapté algunos de esos poemas para que cupieran como fragmentos de Agua –esto es, los hice cuadrar con el tono y el ritmo del poema–, pero entre ellos no quedó aquel poema sobre el mar. Con todo, decidí aprovechar algunos de aquellos poemas sobre las fotografías, aunque sólo después de terminar la primera versión del poema completo (que yo llamaba, al modo cinematográfico, primer corte), de manera que éstos representan una especie de prehistoria del poema, que el poema sólo recogió después. En realidad, Agua empezó como un sonido, con una estrofa que se me quedó sonando en la cabeza. Es la que dice algo así como: “agua guardada en un guaje”... Gua, gua, gua... Eso fue el principio, lo que arrancó el poema, aunque finalmente la estrofa no quedara como inicial. El poema está formado por estrofas, digamos, “modulares”, y no siguen el orden en que las escribí. Su orden es otro, más bien temático, o de tono, pero no cronológico. Así, la primera estrofa que escribí quedó perdida por ahí, no sé dónde... En cualquier caso, lo que arrancó todo fue una reiteración sonora, un sonido que se extiende y se va perdiendo como un eco: agua, gua, gua... Un sonido que se va apagando en la distancia, como el poema mismo. Porque muy pronto me di cuenta de que Agua no iba a ningún lado; de que no tenía que ir a ningún lado. Camina y camina, y eso es todo. Se deja ir con la gravedad, como el agua misma... Se acaba porque su autor se quedó vacío, o porque de pronto se hartó, o por no sé qué razón, pero no porque tenga un principio y un final. –Lo abandonaste. –Lo abandoné. Me dije: “Otro verso sobre el agua y te fusilo”. –Varios títulos de tus poemas se repiten: “Niebla”, “Atardecer”, “Agua”, “Lluvia”, “Sequía”. Si pensamos en el título de un poema como la puerta de entrada, ¿por qué volver a tocar la misma puerta? –Por lo mismo que te decía antes. Hay una imagen de la niebla en un poema y luego hay otra en otro. Esto significa que nadie puede agotar el tema, nadie puede decir que ya sabe qué es la niebla, y que lo sabe para siempre. Uno nunca acaba de saber qué es el amor, aunque en cierto modo siempre sepa qué es. Si acabara de saberlo, el amor ya no sería amor, ni los poemas de amor tendrían sentido. Una manera de explicar esto es decir que cada poema se refiere a una experiencia y que cada una de estas experiencias es distinta. Sólo la ciencia, que trata de fenómenos y no de experiencias, pue­ 108

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da dar leyes generales y decir que las manzanas caen siempre de la misma manera; esto es, que sabe siempre cómo caen las manzanas. Pero en las expe­ riencias personales no hay eso. Puede haber una iluminación –una epifanía, como decías tú– y luego otra. Una experiencia no desbanca a la otra, no se la traga, no la destruye. Y hasta podrías decir que las dos son una misma, aunque expresadas de distinta manera. Claro que también podrías decir que, si las expresas de distinta manera, entonces no son la misma experiencia. Cuando menos, puedes decir que la experiencia de cada poema es diferente. Te pondré un ejemplo, usando dos de esos poemas míos que llevan el mismo título. En este caso, “Figuración del mar”. El primero es un poema largo (en realidad, una serie de poemas continuados); el segundo, un solo poema, en versos endecasílabos. Son poemas muy diferentes, aunque tienen el mismo tema. Ambos tratan de una especie de nostalgia muy, muy vaga. Es algo que a mí me pasa especialmente frente al mar, pero que a todos nos ha pasado algu­ na vez: tener la sensación de que estás recordando algo, pero no sabes qué. Es una nostalgia sin un objeto definido; más un sentimiento que un verdade­ ro recuerdo. Creo que los dos poemas tienen ese tema, pero en uno se rela­ ciona muy directamente con el deseo y el amor y en el otro más bien con la memoria. Uno resalta la vaguedad de la nostalgia en su forma fragmentaria; el otro resalta el ritmo del mar en sus endecasílabos. ¿Dicen lo mismo esos dos poemas? Sí y no. No lo sé... En ambos hay una mujer que no termina de estar presente; una mujer imaginaria, un fantasma... Quizá porque, en cierto sentido, todas las personas de las que uno se enamora son imaginarias... –¿En el sentido en que las idealizas? –No, no. Yo diría casi lo contrario. Cuando te enamoras de alguien, esa persona es bastante imaginaria; no del todo, claro, pero bastante. No porque la idealices sino porque una persona es inasible y misteriosa; está constitui­ da de recuerdos, de sueños, de deseos... Y no sólo de los suyos sino también de los tuyos. Cuando uno al fin encuentra a “la mujer de sus sueños”, es más que probable que esa mujer no sepa nada de esos sueños. No sé si me expli­ co: también somos lo que los demás hacen de nosotros, aunque nos pese... Somos y no somos ése que el otro ama o desama... A mí, por ejemplo, sigue extrañándome que mi mujer diga que se enamoró de mí. ¡De mí!... ¿Soy de veras yo ése que ella ama? No lo sé. No puedo asegurarlo... 109

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A eso alude el título de mi primer libro: El aire habitado. Es el aire habi­ tado en el sentido material; es decir, en el sentido en que el día es aire iridis­ cente, aire que la luz ilumina, que la luz ocupa y habita, pero también en ese otro sentido en el que decimos que una casa está habitada. Cuando dices que un lugar está habitado quieres decir que está lleno de fantasmas. El aire habitado mezcla esas dos cosas: la naturaleza como tal (el día es aire iluminado) y el deseo, que “idealiza” a una mujer, como dices tú, o que la mira conservándola en su misterio, como preferiría decir yo... He perseguido mucho esa idea de la luz en el aire. Está en la poesía clásica española, en Aldana y en fray Luis, por ejemplo, pero la alusión más vieja que conozco es de Plotino, que dice que el alma está en el cuerpo como la luz en el aire. Se trata de una metáfora, desde luego, pero pone en contacto lo natural, lo tangible, con lo espiritual e imaginario. Es algo que me llama mucho la atención. En cierto sentido, es eso lo que me lleva a creer que la poesía es lo más concreto que hay. Todo el mundo piensa que la poesía es pura abstracción, pura idealidad, pero a mí me parece que no, que la poesía es lo más concreto que hay. Entre otras cosas porque, aunque diga a veces cosas muy abstractas, las dice siempre por vía de lo concreto –como Ploti­ no, que usa el aire y la luz para hablar de cómo el alma habita el cuerpo–. La poesía, creo yo, está de ese lado; del lado en que lo concreto sirve para hablar de lo abstracto. Los teólogos medievales llamaban a esto analogía, y se tomaban muchos trabajos para mostrar que el pensamiento analógico no era un pensamiento metafórico sino un pensamiento en sentido recto. Pero eso es otro asunto. –En otro de tus poemas, en El aire habitado, escribiste: “Poco a poco se amontona la sombra contra el risco/y hunde en la claridad del agua, limpiamente, sin reflejo,/su oscura transparencia…” El poeta observa. Pero, confor110

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me avanza tu obra, cambia el sujeto y se vuelve más activo; cambia el yo lírico hasta volverse a la primera persona. En Partidas (2011), el poema 54 dice: “Bajamos al pueblo./ Hileras de puertas y ventanas/entreabiertas al silencio./No hay nadie. / Sólo ese susurro que se arrastra/alzando polvo en el empedrado”. ¿En qué momento debe el sujeto intervenir en el poema? –No, no la primera persona del singular. Lo que ocurre en Partidas es que hay, en efecto, un yo que habla, pero siempre se refiere a nosotros, a la primera persona del plural. Al contar la historia de una persona, cuenta la historia de una colectividad. Eso es importante, al menos para mí. Creo que esta pluralización de la persona fue un cambio importante en mi poesía, que en este libro pasó de ser una poesía del yo a ser una poesía del nosotros. No sé si será siempre así, o si se trata sólo de una fase –de un tono obligado por las condiciones del país y los temas que estoy tratando–, pero tampoco me preocupa mucho saberlo... Podría decirse que todos los poemas apuntan al nosotros, aunque hablen en primera persona. Porque el yo que habla aspira a ser el yo de cualquier otro. Busca el reconocimiento de cada miembro de la comunidad, como di­ ciendo: “Esto que me pasa a mí nos pasa a todos, ¿no es verdad?” Si no fuera así, no tendría sentido leerle a otro un poema. Partidas asume esa pluralidad y la hace constar. Es algo que a mí me viene directamente de Yorgos Seferis, de un librito suyo que se llama Mythistórima. Los poemas de este librito cuentan una historia, y casi siempre la cuentan en primera persona del plu­ ral. Seferis mezcla dos cosas ahí: Mythistórima; o sea, mito e historia. En el griego actual esta palabra significa ‘novela’, pero yo creo que Seferis titula así su libro porque sus poemas conforman, a su modo, un relato, desde lue­ go, pero sobre todo porque le gusta que suenen al mismo tiempo el mito y la historia. Los poemas recurren a la mitología clásica, y ésa es la parte del mito, pero también aluden al éxodo griego después de “la gran catástrofe del Asia”; es de­ cir, al momento en que Ataturk expulsó a los griegos de Turquía y Esmirna, la ciudad donde nació Seferis, que era una ciudad de griegos y se convirtió en una ciudad de turcos solamente. Hubo entonces una gran migración de griegos, parecida a la de los sirios o los africanos de hoy, que llegan a Eu­ ropa en barcazas, en balsas, en llantas de goma, como pueden. También la de aquellos griegos fue una migración por mar, y también estuvo plagada de 111

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ahogados, de náufragos, de muertos. Seferis se imagina que los viajes de los mitos griegos también fueron así: el de Jasón y los argonautas a la Cólquide, o el de Ulises en la Odisea (diez años naufragando)... La historia que cuentan los mitos se traba con la historia que ocurría en ese momento. Por eso el títu­ lo de Mythistórima es perfecto. Cuenta una historia que ocurrió, que ocurre, que seguramente ocurrirá de nuevo (lo estamos viendo). Y, así como todos somos Ulises, así también todos somos los griegos del siglo xx y los sirios del xxi... Quizás esto sea cosa en especial de marineros. Lo digo porque todo esto me hace pensar en Moby Dick. La primera frase del narrador de Moby Dick dice: “Llámenme Ismael”; la última: “y sólo sobreviví yo para contarlo”. Quien cuenta la historia es el único sobreviviente del Pequod, pero no importa quién sea él, no importa su nombre: lo que importa es que, entre las dos frases, cuenta la historia de la tripulación entera del Pequod... En Partidas ocurre algo parecido. Lo que cuenta el narrador no le pa­ saba sólo a él sino que nos estaba pasando a todos, y nos sigue pasando. La violencia que vivíamos en México cuando empecé a escribir ese libro la seguimos viviendo hoy... Pero la violencia no era mi tema, por lo menos no al principio. Mi tema era más bien la sequía, el amor o el desamor, como siempre. Pero la violencia era el tema de todos, y sonaba fuerte. Yo no pude dejar de escucharlo, o no pude evitar que se colara en lo que iba escribiendo. De ahí la primera persona del plural. Al contar su historia, por fantasiosa que fuera, el narrador cuenta la historia de todos... –¿El poeta, el intelectual, como un espejo? ¿Como alguien que capta lo que está sucediendo, lo refina, le da estructura y se lo regresa al pueblo? –No sé si lo refina y lo regresa al pueblo. La verdad, no creo que mis poemas vayan a llegar al “pueblo”. En todo caso, ¿qué quiere decir el pueblo? –Al lector, por lo menos. –Sí, al lector. Pero no sé si el poeta refina lo que le devuelve al lector. Creo que todos contamos el mismo relato de mil maneras diferentes. Es cier­ to que cada quien lo cuenta a su manera, pero lo cuenta para todos y es entre todos donde el relato, digamos... esponja. Es como la fogata de los viajeros, de los aventureros, que se reúnen en la noche en torno al fuego y cuentan sus historias. Son esas historias –contadas “al amor de la lumbre”, como se decía antes– las que forman el corazón de Partidas. Uno de los primeros 112

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poemas del libro dice algo así como: “nos juntamos alrededor de la fogata, y hablamos”. Cada uno cuenta su historia, pero, al final, se trata de la historia de todos. –¿Se te va la historia de Partidas en algún momento, en este cruce del paisaje nacional con el paisaje extranjero y, finalmente, con el paisaje de Marte? –No, no lo creo. La primera parte del libro ocurre, efectivamente, en México, en un paisaje semidesértico, como de Juan Rulfo. Me importaba situar ahí una “partida” de hombres que anduvieran a salto de mata, enfrentados a los elementos, como se dice. Me daba igual si esa partida era de cazadores, de militares, de guerrilleros... Pero, cuando los poemas de esa parte iban ya muy embalados, hice un viaje a Rusia. Los poemas siguieron saliendo, pero ahora ocurrían en un paisaje muy distinto, en un país extranjero. Eso me obligó a suponer que a mi “partida” le habían partido la cara y que se había visto obligada a partir (partidas y partidas, en todos los sentidos). Eso convirtió al grupo en una partida de exiliados, de refugiados. Los poemas que hablan de este exilio forman la segunda parte del libro... No me costó demasiado pensar que esos hombres que vivían en un país extranjero podían convertirse en unos hombres que vivieran en un planeta ajeno. ¿Cambiarían mucho los hombres por vivir en Marte? Estamos ya en la tercera parte del libro, donde hay un poema que declara: “aquí no hay historia”. No hay historia en Marte. No hay restos arqueológicos, edificios viejos, rastros, restos, huellas, basura... Y, sin embargo... Hay en el libro un poema en el que el personaje que escribe está mirando las sombras de la tarde moverse contra una montaña y no puede evitar hallar en ellas algunas formas reconocibles; formas de su historia te­ rrestre, terrícola. Se imagina una escultura griega: “una Niké –dice–, pero no duraría”, y concluye diciendo que “en estos parajes sin historia/sólo el ensueño desentierra estatuas”... No puede deshacerse de su pasado. Seferis decía: “Dondequiera que voy, Grecia me acompaña”. También a mi “marciano” lo acompañan sus recuerdos, su historia, la historia de to­ dos... No hay viajes asépticos, como no habrá un futuro aséptico, por más que George Lucas quiera convencernos de que lo habrá. Cuando viajemos a Mar­ te, llevaremos nuestra historia en las maletas, como la llevan los astronautas de Solaris (me refiero a la película original, la buena, la de Tarkovski)... Esa tercera parte de Partidas, la que se sitúa en Marte, tiene una pre­ 113

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ocupación especial por el lenguaje. No se trata de algo que no ocurra en la Tierra, pero allá, digamos, se ve con más claridad, pues los hombres que viven en Marte provienen del mundo entero y tienen que inventar una lengua común, una lingua franca, o siquiera un pidgin... Pero, además, tienen que inventar nuevas palabras y nuevas metáforas, como tuvieron que hacerlo los españoles al llegar a América. Se trata de nombrar una nueva realidad. Ésa era una de las primeras intenciones del libro: usar un vocabulario técnico-cien­ tífico, no muy común en la poesía. Un poema, por ejemplo, describe los crá­ teres como toberas; es decir, como conos, como esos conos por donde sale el fuego de los cohetes. Otro habla de “biplenilunio”, porque en Marte hay dos lunas... Sí, hay nuevos nombres y nuevas metáforas, pero todo lo que ocurre ahí es completamente humano, completamente de la Tierra. No creo que, por ir al espacio, la humanidad se vaya a convertir en otra cosa que no sea esta misma humanidad. Lo que le ocurre al “marciano” de estos poemas es lo mismo que le ocurría cuando era simplemente un exiliado, un extranjero: extraña a su mujer, añora su terruño. En el último poema del libro, “Posdata”, el na­ rrador resume su viaje y declara que va a volver a la Tierra a buscar el amor, allá, donde lo dejó... –¿Hablarías de Partidas como de un preludio de Agua? No en el sentido del tema, obviamente, sino en el de la longitud, del arrojo del poema. En Par­ tidas ya se siente un poco la rapidez de Agua: no hay epígrafes, no hay títulos, los poemas van seriados; y, después, el último poema, esa “Posdata” de la que hablas, que es un poema extenso. –Bueno, no. Eso se debe al ritmo desacompasado de las editoriales, que publican los libros cuando pueden. Entre Partidas y Agua escribí otro libro, pero la editorial todavía no logra publicarlo: Abrir la boca. Es anterior a Agua. En realidad es casi una extensión de Partidas, porque tiene el mismo tono, el mismo estilo de poemas, que van en serie, numerados, sin título. El perso­ naje que habla en él es un egipcio antiguo; un egipcio que está enterrado en su pirámide, momificado, pero muerto. También aquí habla un yo que cuenta una historia general, la historia de todos; o sea, la de los muertos y la de los que van a morir: la de todos... También aquí aparece el tema de la sequía, el del desierto, y también aquí aparece, a su manera, el tema del vampiro, del no-muerto... No sé si lo has notado, pero los monumentos funerarios de 114

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Egipto (las pirámides, la ciudad de los muertos, los grandes templos) están en la margen occidental del Nilo. No debería extrañarnos. También nosotros asociamos el oeste con los muertos: el occi-dente es el lugar de los occi-sos, donde muere el sol. En este sentido, el libro habla desde el Occidente. Pero tú preguntabas si en ese estilo que comparten Partidas y Abrir la boca hay una especie de adelanto de lo que vendría con Agua. Puede ser, pero aquí también hay una especie de prehistoria. Antes de Partidas publi­ qué un poema extensísimo titulado Baladro. Quien habla en este libro es el mago Merlín, un druida, así que ya podrás imaginarte que los temas son los del ciclo artúrico. En el centro se halla el amor despechado de Merlín por Viviana, que finalmente lo traiciona y lo entierra en una cueva. El poema trata del desdichado amor de un viejo por una joven, pero también del fin del mundo pagano, enterrado por el catolicismo. También aquí habla un muerto, como en Abrir la boca. Además, fue en este libro donde me animé por pri­ mera vez a incluir al final algunas notas sobre los poemas, en una sección especial que en los demás libros he llamado “epigrafiario”. Aunque tiene sus momentos, Baladro es en definitiva un libro fallido. Pero no deja de ser un antecedente de muchas de las cosas que he hecho después, como contar una historia a través de una secuencia de poemas... Varios han visto los tres libros de Partidas como un solo poema, quizá porque así lo sugiere el hecho de que en los tres hable la misma persona y cuente una misma historia. Yo no lo veo así. Para mí, los tres libros compo­ nen una trilogía que tiene un orden que debe seguirse, pero cada poema vale por sí mismo. Es cierto que los poemas funcionan mejor como conjunto, pero podrías sacar cualquiera de ellos de su contexto y aun así se sostendría. En ese sentido, concibo Partidas como una secuencia de poemas, mientras que veo Agua como un solo poema; hecho de fragmentos, sí, pero uno solo. –Cambiando un poco de tema. ¿Tu trabajo como lexicógrafo ha afectado tu quehacer poético? –¿Afectado? No sé. El oficio de lexicógrafo te obliga a reflexionar sobre las palabras, y eso desde luego es importante para un poeta. Así que, en cuanto a las ideas que tengo sobre la lengua, la formación que me ha dado el Diccionario del español de México ha sido definitiva. Pero, si te refieres al voca­ bulario, entonces no, no ha sido determinante. Creo que, después de tantos 115

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años de trabajar en el diccionario, éste sólo ha logrado colar tres palabras en mis poemas. Con esto quiero decir que, de todas las palabras o acepciones de palabras que he aprendido en el diccionario, sólo he usado tres en los poemas... Como ves, es un tema del que estoy consciente... La primera la encontré cuando estaba metido de lleno en el tema de los vampiros. Es una acepción del adjetivo arrebatado. En el campo mexicano se dice que un fruto está arrebatado cuando se pudre o se quema sin haberse soltado de la rama. Me atrajo mucho la idea de que un fruto se quedara muerto en su sitio, como si se mantuviera de pie estando muerto. Porque ¿no es ésa la misma idea que tenemos del vampiro? Los frutos arrebatados tienen una especie de vida abortada, una especie de no-vida... Que hubiera una palabra para decir eso me pareció fantástico. La segunda palabra es lubricán, que usé en el libro egipcio. La hora del lubricán es esa hora en que ya no hay luz pero todavía no es de noche. Ese momento también se llama “la hora del lobo” y hasta “la hora del vampiro”. Pero en este caso no era eso lo que me interesaba, pues la palabra me servía para caracterizar con mucha exactitud a la diosa Neftis, que gobierna las horas anteriores a la noche, pero no la noche misma, y las horas anteriores al día, pero no el día mismo. Neftis es la dueña de esas dos clases de crepúscu­ los que son el amanecer y el atardecer. Creo que fue Oswaldo Hernández, un compañero del diccionario que estudió letras clásicas, quien me dijo que la etimología relacionaba la palabra con la lubricidad y con los lubricantes; o sea, con la idea de resbalar. Ya en latín la palabra se refería a los momentos del día en que es difícil ver con claridad y, por lo tanto, a los momentos en que uno es propenso a resbalar y caer. No es totalmente de noche, pero tampoco es día pleno; no es totalmente de día, pero no es de noche. Estamos en el um­ bral de la mañana o en el umbral de la noche, pero ni en la noche ni en el día... Neftis, “diosa del lubricán”, dice el poema de Abrir la boca. También me pareció fantástico que hubiera una palabra para nombrar esas horas en que se hace difícil ver y uno tiende a resbalarse. La tercera es una palabra que acabo de descubrir: acarrarse. La he usado en un poema que aún estoy escribiendo. Acarrarse es lo que hacen las ovejas cuando se juntan y se aprietan entre sí para darse sombra unas a otras, para protegerse del sol unas a otras. Otra palabra precisa y preciosa... 116

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Esas tres palabras las aprendí tra­ bajando en el diccionario. No las descu­ brí leyendo un libro que me obligara a ir a consultar el diccionario, sino que las apren­ dí estando ya en el diccionario. Porque me tocó definirlas o revisar la definición que había hecho algún compañero... En cual­ quier caso, no me hice poeta después de hacerme lexicógrafo sino al revés: por­ que era poeta –y, supuestamente, sen­ sible al significado y los matices de las palabras– me contrataron para formar­ me como lexicógrafo, cuando en México no había lexicógrafos profesionales. Es una formación que agradezco mucho; es mi formación. –¿Piensas en la poesía, o en la escritura en general, como la cura o como la enfermedad, o ninguna de las dos cosas? –Puede ser las dos cosas, creo. Por el lado de los románticos, la poesía explora las zonas oscuras y corre el riesgo de venderle su alma al diablo, como decíamos antes. Por el lado de los clásicos, es verdad que en algún sentido la poesía cura las heridas y sirve de consuelo. Los términos “román­ tico” y “clásico” no son muy exactos, pero creo que me entiendes. El lado peligroso de los románticos, de los malditos, es una excesiva morbidez; el de los clásicos, una excesiva salud. En esta burda esquematización, los dos polos tienen algo de verdad. Yo podría decir, por ejemplo, que escribo porque escribir me permite entender el mundo, y en ese sentido estaría del lado de la cura. Pero también puedo añadir que, si me curo, es porque antes estaba enfermo. ¿De qué me he curado, entonces? Del desorden del mundo; de un mundo que considero como una enfermedad, como dominio del demonio, como reino del mal, se­ gún decíamos antes. En cualquier caso, en esta visión el mundo está enfermo y la poesía me cura de él. Pero la visión contraria no es verosímil, pues ¿en 117

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qué sentido puedo decir que el mundo me cura de la poesía? Eso sólo puede decirlo alguien que ha repudiado la poesía, alguien que no es –o que ya no es– poeta. Un converso, un profeta, un filósofo... No sé... Hegel decía que un día ya no tendremos necesidad de la poesía, esa cosa de campesinos atra­ sados, supersticiosos e ignorantes. Levinas, por su parte, decía que el arte es mera “vida para la psique”; es decir, un simulacro... Yo, desde luego, no creo ninguna de estas dos cosas. Para mí, un poema es cuando menos “una promesa de sentido”. Si la enfermedad es la falta de sentido, entonces está claro que la poesía da sentido a lo que antes no tenía ninguno... La otra posición sostiene que es la poesía, no el mundo, la que representa la enfermedad. Cassirer se burlaba de un filósofo positivista que sostenía que la metáfora era una enfermedad del lenguaje. Tonterías, claro. Pero tu pregun­ ta apunta, creo, a una cosa menos brutal, más cercana tal vez a la frase en que Nietzsche declaraba que los poetas mienten. Esa afirmación parece muy cercana a la de Levinas, a la del simulacro, pero creo que puede interpre­ tarse de otra forma. La poesía, el arte todo, es “fingimiento” –como decían los poetas españoles del Siglo de Oro–, un “teatro sobre el viento armado”. En este sentido el arte finge, sí, pero finge para decir una verdad, por más que el estatuto de esa verdad conflictúe a los filósofos, y en particular a los racionalistas. Por eso Hölderlin podía decir que es sólo poéticamente como el hombre habita el mundo; esto es, por ponerlo en los términos que usamos antes, que lo habita dándole sentido. Pero al decir esto estamos hablando como desde fuera. Un poeta, desde dentro, no diría que él le da sentido al mundo sino que el mundo tiene sentido en sí mismo, y que él simplemente lo registra; que para la oreja y escucha. El resto de los mortales –o, en todo caso, la mayoría de ellos– ve esto como una especie de locura, aunque no siempre desprecie esa locura. A veces la considera una especie de ilumina­ ción, una inspiración divina. Quien está loco –quien está “tocado”, como decimos nosotros–, está tocado por los dioses, y eso sí que puede verse como una enfer­ medad, como una fatalidad; en cualquier caso, como una manera “anormal” de vivir el mundo (por más que Hölderlin –uno de los poetas más “tocados” de la historia– dijera que sólo así habitan el mundo los hombres, todos los hom­ bres, incluso los que desprecian la poesía, como su amigo Hegel)... En este sentido, ver el mundo poéticamente es verlo desde cierta clase de locura, 118

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desde cierta clase de enfermedad... Algo de eso se nota –aunque en un nivel más bien psicológico– en la excentricidad de que hacen gala los poetas, los artistas en general. Visto así, un poeta sufre de curiosidad y no comprende que haya gente que viva sin curiosidad y sin asombro. A él esa gente le pa­ rece vacía... Para él, una persona a la que no le pasa nada por adentro está muerta: es un zombie... Como ves, comprendo las dos posturas. Creo que el mundo a veces es horrible, el dominio donde se explaya el mal, y a veces en cambio es mara­ villoso, el reino donde son posibles los milagros. La poesía me enseña las dos cosas... –Si la poesía le deja algo al hombre, ¿qué te ha dejado a ti? –Ayer estaba viendo un programa de divulgación de la ciencia y pen­ sando en la entropía, en esa ley que dice, básicamente, que todo tiende al desorden, a la pérdida de la información, a la nada y la muerte... Por decirlo con un poema de Ungaretti, que “también el cielo estrellado acabará”. Ésta es la tendencia fatal del universo. ¿Cómo es posible, entonces, que de pronto nazca una estrella o una galaxia? ¿Cómo es posible la creación en medio de un universo gobernado por una ley de muerte? No lo sé. Pero, así como en la atmósfera hay “bolsas de aire”, así en el universo hay “bolsas de creación”. Si no hubiera esos lugares excepcionales, todo sería muerte y sólo muerte. Con la creación humana ocurre algo parecido: si no somos una masa de zom­ bies es porque hay arte y hay niños que nacen. Dos milagros que conviene tener siempre presentes, como todos los milagros... La verdad, yo creo que la humanidad los tiene siempre presentes, aunque no siempre de la misma manera. Los tiene presentes, por ejemplo, cuando una partida de hombres cuenta historias o recita, canta y baila alrededor de una fogata, pero también cuando hace lo mismo en una discoteca, en un concierto, en un recital de poesía... Eso combate la entropía; o, dicho a la manera tradicional, combate a la muerte, la vence. –Dentro de esa entropía están los destellos, como fuerzas a contracorriente. –Exacto. Esos destellos son creación, son milagros, son –como decías tú– epifanías. Cuando ves uno de esos destellos, sientes que hay una revela­ ción, o al menos una promesa de revelación. En medio del caos, de la muerte y del sinsentido, aparece algo con sentido. 119

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–¿Y eso es porque queremos trascender? –Sí, aunque eso depende de qué quieras decir con trascender. Si trascender significa mantener la llama viva para que pase de una generación a otra, entonces sí. Mantener el sentido a lo largo del tiempo es lo que llama­ mos historia. La historia es un despliegue del sentido en el tiempo. Pero si entendemos la trascendencia como un paso entre este mundo y el otro, entonces tiendo a pensar que no. Hace un rato te dije que, según yo, la poe­ sía es lo más concreto que hay, y ésta es otra de las razones por las que lo creo: la poesía no busca el otro mundo sino éste; no busca el sentido en la trascendencia sino en la inmanencia. Por eso el poeta no dice que él le da sentido al mundo (desde fuera), sino que el mundo tiene sentido en sí mismo (desde dentro). Los surrealistas –que solían hacer pasar por novedades cosas muy viejas; o que se apropiaban de cosas que en realidad nos pertenecían a todos–, lo decían muy bien: no queremos el Paraíso que la religión nos pro­ mete para después de la vida y en el otro mundo; nosotros queremos fundar el Paraíso en este mundo y vivir en él. No la trascendencia, pues, sino la inmanencia... Pensar así no me impide reconocer que también tiene sentido conce­ bir los poemas como un diálogo con una divinidad trascendente, con Dios. Pero yo no soy creyente, de manera que, cuando pienso en los poemas como oraciones, me contento con que dialoguen con los árboles, como hacía Juan Ramón Jiménez en aquel poema donde decía: “Anteanoche a medianoche / oía hablar a los árboles”... La divinidad que yo reconozco es pues pagana, inmanente, salvaje, natural... Quizá por eso me llaman tanto el paisaje, los vampiros, Merlín, los elementos... Como decía Juan Carvajal, no hace falta creer en los dioses para adorarlos; y, en todo caso, adoramos siempre dioses muertos... Éste es el paganismo que asumen mis poemas. No se ha dicho mucho sobre ellos, pero una vez un crítico escribió que yo escribía como un preso­ crático. Me sentí comprendido; pero, sobre todo, me sentí halagado...

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Tres poemas* F rancisco S egovia 1

El dolor más intenso no se emboza no echa las cortinas no se humilla. Deja en cambio en el cenit brillar su sol limpio y claro como un rondó de Mozart. No hay engaño entonces ni hay reproche de las cosas. Está desnudo el mundo y está abierto para el mediodía del dolor…

2

El dolor nos cegó de pronto nos dejó sin ojos como un rayo que el cielo desenvaina sin aviso –un puro nervio sin mielina descarnado… *

De Ofrenda, plaquette que El Errante Editor publicará este mismo año. 121

Pero no cayó. No cae. No está cayendo. Se ha quedado fijo entre nosotros como un flash que no se apaga. Desde entonces cada vez que nos tocamos uno al otro dentro de cada uno se dispara un relámpago –invisible como un tren de rayos equis– y no nos deja ya mirarnos a los ojos sin mirarnos las cuencas mondas de los ojos.

3

No es nuestro este dolor: es del aire que se encoge de la luz que va a quebrarse como un vidrio de las ganas de la puerta de saltar del quicio del malvón que quisiera inflorecer. Es de éstos que no somos en nosotros de estos cuerpos sonámbulos del tacto entumecidos de esos cuerpos cuyos fantasmas somos.

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La huida E dgardo C ozarinsky 1

Hay noches, en el Océano Índico pero también al sur de Portugal, y de este lado del Atlántico en las costas de Puerto Rico, en que el mar parece encen­ derse. No son llamas, es más bien una luminosidad azulada, un palpitar llegado de la profundidad que recorre inquieto la superficie, acompañando la res­ piración del oleaje. Los intrépidos, los ociosos, los soñadores que van en su busca parten sin brújula ni calendario. Saben que pueden agotar la vida sin haber encontrado ese mar que dicen fosforescente. En algún momento de su juventud leyeron a Julio Verne y rcuerdan que el Nautilus navegó como en un sueño sobre aguas que el capitán Nemo creyó habitadas por innumerables criaturas marinas luminosas. Poco les importa que investigadores de un siglo posterior hayan identificado la fuente de esa luz en una bacteria que anida en las algas del plancton. La ciencia nunca ha podido expulsar la leyenda que le da sentido. El hombre que desde el puerto de San Antonio Oeste contempla las aguas negras, bordes de espuma apenas visibles que permite descubrir una luna mezquina, no puede distinguir en la distancia horizonte alguno. En su adolescencia leyó del mar ardiente, sin duda ya ha entendido que nunca lo verá, que tampoco respirará en el viento cálido de esas lejanías. Esta noche va a abordar una travesía por tierra, dará la espalda a ese océano del que se despide como de un camino no tomado cuando llega la hora de admitir que es demasiado tarde para poder, algún día, abordarlo. Poco antes de me­ 123

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dianoche va a subir a un ómnibus que recorre la llamada “línea sur” en Río Negro. Tiene mucho frío. Una hora antes, en un restaurant en el extremo de las vías de ferrocarril abandonadas que alguna vez conduje­ ron al puerto, comió unos pulpos dimi­ nutos. El dueño, servicial, feliz de tener un forastero al alcance de su conver­ sación, explicó que se trataba de una variedad muy apreciada propia de la zona, que no iba a crecer, tampoco a de­ rivar hacia otra latitud. Enumeró ufa­ no los países adonde los exportaban y no dejó de añadir, en un alarde de supe­ rioridad provinciana, que en la capital no eran fáciles de encontrar. El ruido sordo del oleaje llegaba hasta la mesa. Al salir, mientras buscaba en la oscuridad el camino hacia la terminal de ómnibus, esa descarga regular, invisible, lo siguió, golpes que se iban perdiendo en el viento helado, como el olor a herrumbre de barcos encalla­ dos, residuos de un pasado sin fecha. Siete horas más tarde, con luz, pensó, si por suerte clareaba temprano, iba a llegar a Ingeniero Jacobacci. No durmió durante el viaje, tal vez sólo sucumbió a un sopor que borro­ neaba las horas pasadas. Se sobresaltó cuando el ómnibus se detuvo en Los Menucos. Varias personas se apearon, sólo dos subieron, y, por la ventanilla, vio rostros que no eran de pasajeros: escrutaban, ávidos, una intensidad au­ sente en la mirada, el interior del vehículo; tal vez buscaran solamente que­ brar la monotonía cotidiana con un atisbo fugaz de gente de paso, gente que venía de otro lado, gente que seguiría hacia otra parte. Cuando el ómnibus retomó el camino, vio que la población se deshacía en unas pocas casas sin luz; en las afueras, lo sorprendieron unas parpadeantes letras de neón azul que anunciaban pub-videoclub. 124

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La noche anterior, en Buenos Aires, le habían robado el teléfono celu­ lar. Como una ráfaga, un chico pasó al lado de su mesa. Con un movimiento súbito, preciso, tomó el celular, salió del bar sin detenerse y, al cruzar la calle, lo atropelló uno de los camiones que a medianoche recogen residuos urbanos. Arrancado a su somnolencia, abandonó la mesa del bar, corrió tras el chico. Alcanzó a ver un camión que se alejaba sin detenerse y en medio de la calzada el cuerpo inerte. Se acercó. Un brazo yacía a corta distancia del hombro, una rueda del camión lo había aplastado y la sangre fluía serena aunque el chico ya estaba muerto. Al lado de la mano abierta estaba el ce­ lular. Se inclinó para recogerlo. La pantalla estaba iluminada, el golpe debía haberla activado. Probó la lista de contactos. Apareció inmediatamente. Ali­ viado, se alejó con el celular en el bolsillo, sin una segunda mirada para el despojo que yacía en la calzada. Y ahora, con la cabeza apoyada en un respaldo nada amable, ojos cerrados que no lograban atraer el sueño, los episodios de la noche anterior volvían ajenos; no era seguro que hubiese sido él quien los vivió, eran más bien imágenes de alguna película entrevista en la televisión una madrugada de insomnio. A menudo le ocurría separarse de una situación vivida, ponerla a una distancia no buscada, llegar a verse con la mirada de algún testigo sin nombre. El hombre que en el bar había estado colocando las sillas patas arriba sobre las mesas, por ejemplo. Exageraba el ruido para advertirle que la hora de partir había llegado, a él, última ave nocturna que no parecía entender ese anuncio ni percibir que las luces se apagaban gradualmente. Hacía dos horas que estaba concentra­ do en el fondo vacío de un vaso de whisky cuando el paso del chico lo arran­ có de su adormecimiento. Había estado consultando cada tanto la pantalla de su teléfono celular, componía un número y parecía no obtener respuesta. ¿Acaso la voz que atendía no era la que esperaba? Ese hombre que esperaba paciente su partida no lo conocía, no era uno de los noctámbulos habituales del bar. Había apreciado de inmediato que el desconocido no hubiese empleado la palabra “mozo” para llamarlo: a él, más de 60 años de edad y cuarenta de servicio, le parecía inadecuada; peor aún: la oía irónica. Para llamar su atención lo había mirado y, con voz fuerte 125

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pero no autoritaria, dijo “amigo” y luego “por favor”. A lo largo de los años había conocido solitarios, pero la mayoría eran locuaces, siempre dispuestos a compartir con cualquiera el relato de su desdicha, el consuelo filosófico, una intimidad que sin duda callaban ante los inadecuadamente llamados íntimos. Todos, además, eran personas mayores (pensó el eufemismo sin sonreír). ¿Qué edad podía tener este hombre? 40, a lo sumo 45 años... Había pedido un whisky de buena marca, lo bebió lentamente y se quedó como esperando algo que no llegaba, quizá simplemente postergando el momento de volver a su casa. El traqueteo del ómnibus le impedía dormir. Cada tanto abría los ojos. Una débil luna le descubría el paisaje árido, sembrado de matas secas, cres­ pas, aisladas. En algún momento distinguió a lo lejos una luz que cruzaba el horizonte, desaparecía, reaparecía más cercana, fuego veloz, apariciones fugaces. Una luz mala, pensó, almas en pena de muertos que no encuentran reposo y vuelven a inquietar los lugares donde traicionaron a quien los amó o abandonaron a sus hijos. Sabía, sin embargo, que no era esa fosforescencia marina que nunca vería, que en esta tierra árida emana de osamentas ente­ rradas a poca profundidad. Desconfiaba sin embargo que se tratase sólo de ganado, había visto ce­ menterios de tierra iluminarse en medio de la noche. Adolescente, más de una vez había esperado que los padres durmieran para escapar de la casa familiar hacia la avenida vecina a un descampado aún no protegido por un paredón de ladrillos, sección nueva del cementerio de la Chacarita, fosas comunes, para contemplar sobre la tierra removida los fogonazos intermitentes de una luz más blanca que la de cualquier lámpara. Años más tarde, ya adulto, iba a entender que los difuntos no abandonan, esperan impacientes a los que aún están vivos y demoran en llegar a hacerles compañía. Esa luminosidad anun­ cia su vigilia y es también una señal que indica el camino a seguir. La noche anterior había visto levantarse viento en la calle, uno de esos breves vendavales de madrugada que en verano alivian el bochorno de un día caluroso y en invierno cortan, filosos, la cara del transeúnte demorado. En el aire flotaban papeles, diarios del día anterior, secuestros, sobornos, promesas electorales, niños violados por los padres, mujeres quemadas vivas por sus amantes: desechos caídos del camión recolector o escapados a los 126

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tachos de basura. Buenos Aires dormía indiferente a la descomposición, gradual, tenaz, que lamía las innumerables fisuras de su trama, insinuándose, incorporán­ dose sordamente en un organismo co­ rrompido. El había atrapado al vuelo una hoja impresa y limpió la salpicadura de sangre que empezaba a secarse sobre la panta­ lla del teléfono. En invierno no empeza­ ría a clarear hasta dentro de unas horas. El día lo esperaba con nuevos peligros. Se había detenido un instante y respi­ ró hondo, con fruición. Le llegó un olor acre y dulzón, podredumbre de frutas y verduras, pensó, antes de reconocer su origen: un hombre acurrucado ante una puerta, dormido, la ropa adherida al cuer­ po por sudor y orina. En ese momento se dio cuenta de que no sabía adónde ir. Siguió un impulso postergado, se dijo que ya era hora de obedecerlo, y se dirigió a la terminal de Retiro para tomar un ómnibus que lo llevase a Viedma, y de allí otro a San Antonio Oeste si es que no había uno directo que le ahorrase el cambio. Llegaría a la tarde del día que empezaba, cansado, sin equipaje, con el dinero cosido al forro de la chaqueta demasiado liviana para la estación, pero no podía volver a su casa a buscar otra. Con los ojos cerrados, la cabeza apoyada contra la ventanilla, se dejó ir a imaginar a la mujer que, aunque no dormía, no quiso atender sus llamados. Estaba seguro de que sabía quién llamaba, ese hombre que todavía podía oler en la almohada sobre la que ella daba vueltas, insomne, la cabeza. No le habían molestado sus visitas erráticas, intempestivas, limitadas a un aco­ plamiento rápido, a unos gestos sucintos de ternura; era el silencio lo que la hundía en una insatisfacción persistente. No siempre había sido así. Supone que hubo un primer momento en 127

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que ella aceptó que no debía hacer preguntas, que no había una esposa descuidada en el desconocido presente de ese hombre; eso lo intuía, y si de algo se jactaba era de su instinto: hombres sucesivos, mentiras y promesas, lo habían afinado. Pero algunas noches el sueño lo venció a su lado y ella le escuchó murmurar frases cuyo sentido se le escapaba, unidas por el miedo, por la necesidad de eludir un acecho, y si al despertar se atrevía a una pregunta él reaccionaba con malhumor y varios días de ausencia. Hubo una mañana –¿cuándo llegó él?, no recordaba– en que ella había decidido, si es que se trataba de una decisión, acaso sólo fuera una forma del cansancio, no vol­ verlo a ver. Un freno súbito, un cambio de velocidad, lo despertaron, si fuera posible que hubiese dormido. Como tantas otras veces, sólo necesitaba cerrar los ojos para que la culpa o el rencor empezasen a proyectar en el interior de los párpados su propia imagen tal como otros lo veían, como él suponía, temía, deseaba que lo vieran. Mantuvo abiertos los ojos todo el resto del viaje. Faltaba poco para llegar a Maquinchao. Había empezado a nevar, la tie­ rra reflejaba y devolvía la luz de la luna, un resplandor metálico, espectral. Ahora el ruido del motor se imponía con nitidez, cada vez más presente, en medio de un silencioso desierto blanco que por contraste parecía denunciar que un vehículo, un intruso se le atrevía. Tuvo una visión: a su paso desper­ taban rebaños fantasmales, callados, habían invernado en esos parajes cuan­ do los cruzaban tribus nómades y solo una toldería temporaria se animaba a asentarse en tierra tan inhóspita, En la estación no bajaron ni subieron pasajeros. Un empleado entregó al conductor un sobre y recibió otro. El ómnibus no demoró su partida y muy pronto dejó atrás la poca luz que había permitido leer en un cartel las letras despintadas que componían el nombre de Maquinchao. Ninguna ventana iluminada interrumpió la oscuridad. La noche se había cerrado. En Ingeniero Jacobacci lo recibió un viento helado. La estación, menos precaria que las anteriores, reunía un entrecruzamiento de vías que declara­ ban su condición pretérita, eje central de líneas ferroviarias, algunas todavía en servicio; reconoció, entre otras, las de trocha angosta que habían unido el pueblo con Esquel. Un empleado apenas despierto, el único en servicio, le señaló a unos cien metros una ventana poco iluminada sobre la cual estaba 128

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pintado “despacho de bebidas”; allí, dijo, podría desayunar. Con la cabeza baja para eludir las ráfagas, se dirigió hacia esa promesa de abrigo y, aunque al entrar lo rechazó el olor de la leche recalentada, imaginó capas de nata amarillenta, se resignó a pedir un café, a esperar que el horno entregase las primeras medialunas del día. 2

–Cada vez duermo menos. Y no sueño. Una bendición. La voz era clara, la mirada firme. Las arrugas grabadas en la piel seca, la barba rala, descuidada, lejos de avejentar el rostro acentuaban un carácter fuerte anunciado por la voz y la mirada. El visitante lo estudiaba. Reconocía al hombre visto por última vez más de veinte años atrás; inevitablemente, como suele ocurrir en una confronta­ ción tardía, se preguntó cómo lo habrían cambiado a él los años. Sabía que el viejo había adoptado un nombre que no era el que le había conocido, y a ese nombre nuevo él enviaba algún dinero cuando los vaivenes de sus finanzas lo permitían. Ahora, después de media hora caminando con­ tra el viento en un rincón de la Patagonia nunca antes visitado, había llegado a un borde de la urbanización, el desierto visible detrás de las últimas casas, y descubría dónde se había refugiado el viejo: paredes de cemento, pocos muebles rescatados de algún éxodo local, una estufa carraspeante que com­ batía el frío en la habitación donde tomaban mate. Cada tanto interrumpían el silencio con frases que no decían lo que hubiesen querido saber el uno del otro. –Podés pasar a Chile, no es difícil desde Bariloche, si lo que buscás es borrarte... ¿Por qué suponía el viejo que estaba huyendo? ¿De qué imaginaba que huía? Él no había pensado en huir, menos aún a otro país. Había llegado para estar junto a su padre, al único que consideraba padre, del que rehu­ saba renegar, como intentaban persuadirlo. Era un impulso que no entendía pero cuya fuerza necesitaba acatar. No se lo decía, no tenía ganas de contar los meses de acoso, la exigencia de cumplir con un requisito legal: ese aná­ lisis de sangre que podría demostrar, le decían, que era hijo de una pareja 129

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sacrificada a ideales que le eran aje­ nos, que habían empuñado armas para luchar por esos ideales y habían caído víctimas de la represión que acabó con esa lucha. Tenía miedo de pronunciar las palabras que podían confirmarlo como un réprobo, uno de los malditos, y al mismo tiempo intuía que esa condición era el lazo filial más fuerte que lo unía al viejo, su padre no biológico, el que lo había criado y le había enseñado a abrir­ se paso en una vida que muy temprano sintió hostil. Algo de todo eso intuía el viejo. Res­ petaba el silencio del que había sido su hijo, el chico de meses del que se había apropiado, según la palabra que con los años se cargo de sentido delictivo, lejos del gesto que en su momento había pa­ recido lógico, aun natural. También en­ tendía que ese territorio, encubierto durante décadas, más valía dejarlo tácito en este reencuentro que podia ser el ultimo. –No te vas a quedar con mate y galleta, tengo unos trozos de carne y en el fondo hay un asador. Acompañó al viejo, lo vio diestro para armar un fuego protegido del vien­ to por una mampara de chapa. El aire helado, filoso, anunciaba una nevada próxima. Permanecieron junto a ese calor que no alcanzaba a desterrar el frío, extendiendo cada tanto las manos hacia la parrilla, esquivando las chis­ pas que subían en el aire. Tantos años más tarde, volvió a uno de los asados de domingo en una quinta de Lomas de Zamora, él al lado del viejo que aun no lo era, observan­ do cómo les tomaba el tiempo a las achuras y a los distintos cortes para que estuvieran a punto en el momento de empezar por el choripán y la morcilla, a veces también unas mollejas, antes de pasar a la tira, a la entraña, al vacío. 130

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Era otro olor entonces, la promesa de una serie de sabores; años más tarde, buscaría el gusto de aquellos asados y nunca lo encontraría. Ahora, ante esos trozos de carne seca que acaso no llegara a tiernizar un fuego lento, la presencia a su lado del viejo le devolvió no sólo aquella ceremonia dominical, su par­ simonia indolente, también una edad clausurada que los años habían hecho casi ajena, la de ese chico en quien le costaba reconocer su propio pasado. Era mediodía pero en el cielo sólo había una luminosidad turbia, sin sol. El viejo le dio unas mantas y le armó un catre en un cuarto donde se acumulaban herramientas, leña y lo que parecían ser partes de un motor des­ armado. Mañana limpio todo esto, prometió, llevo todo a la cocina; la pieza va quedar decente, pobre pero decente, añadió con un sonrisa, la primera que él le veía desde su llegada. El cansancio del viaje nocturno lo venció; lo que empezó como sies­ ta duró hasta que al despertar descubrió en lo alto innumerables estrellas nunca vistas en el cielo nocturno de Buenos Aires, siempre ensuciado por la electricidad. La noche de invierno, temprana, no le pareció más fría que el día. Se quedó estudiando ese cielo desconocido, puntos luminosos fijos en un firmamento negro; al rato de clavarles la mirada parecían palpitar leve­ mente. Se preguntó cuántos de ellos corresponderían a estrellas muertas que sólo la ecuación entre distancia y velocidad de la luz permitía llegar hasta él. Una sombra venía acercándose por la calle de tierra, única presencia viva en ese suburbio oscuro. Sostenía con cuidado una olla cubierta por un repasador. –Su padre tiene para rato en el garage. Me dijo que había visitas, así que le traigo algo que él no sabe preparar. La mujer entró en la casa sin que él la precediera y se dirigió sin vacilar al cobertizo que hacía las veces de cocina, paredes ennegrecidas por años de humo de fogón. La siguió con la mirada: tendría unos 40 años, pechos gene­ rosos, muslos que acompañaban un andar cadencioso; observando sus gestos seguros, su familiaridad con el espacio, se preguntó si esa mujer todavía deseable se limitaba a cocinar para el viejo o si también le satisfacía algún capricho. –Le caliento la carbonada. Coma antes de que se enfríe –aconsejó–, su padre dijo que no lo espere. 131

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Hizo un gesto hacia un rincón a sus espaldas. –Ahí va a encontrar vino, en uno de esos cajones hay botellas. Comió solo. La mujer no quiso demorarse. Horas más tarde, envuelto en una de las mantas que el viejo le había prestado, fumaba un cigarillo en el estrecho espacio de yuyos y pasto ralo, en otra estación acaso un modesto jardín, que separaba la casa de la calle. Empe­ zó a preguntarse qué futuro, aun inmediato, podía esperar del impulso que lo había llevado a ese rincón de la Patagonia, en qué podía convertirse el parco reencuento con el viejo. El afecto latía púdico bajo el silencio, pero el tiempo, la ausencia, las amenazas de una sociedad que se quiere de puros y justos habían hecho de ellos individuos que difícilmente pudieran retomar la rela­ ción interrumpida. ¿Cómo lo veía el viejo? ¿Desconfiaba acaso de su lucidez? El consejo de pasar a Chile daba a entender que lo suponía huyendo. ¿Entendía lo irra­ cional de su miedo? Menos el de cargar con una novela familiar que no le interesaba que el de enfrentar a esa congregación de ancianas empolvadas que lo amenazaban con un análisis de sangre… Y ahora, estas horas tardías del viejo en un garage donde, le había contado, de vez en cuando le confiaban alguna changa, tal vez sólo postergaran el regreso a casa, el intercambio de unas palabras forazadas; sin duda había preferido quedarse comiendo y bebiendo, compartiendo una locuacidad espontánea con los amigos que aliviaban la desolación del lugar… De pronto se vio con nitidez: había querido, sin atreverse a explorar los motivos, volver a su padre. No se le había ocurrido que acaso a éste no le interesase cargar con un hijo. Se sintió muy solo. No tenía equipaje. Y el dinero que llevaba consigo no permitía la aven­ tura chilena. Más le hubiese valido quedarse lejos de este desierto helado, del encuentro con un viejo que ya no podía ser el padre recordado. Una vez más, no sabía adónde ir. Tal vez frente al mar, en San Antonio Oeste, donde el viento frío llegaba cargado de sal, pudiese empezar algo, acaso una nueva vida. Una sola certeza: entendió que se había equivocado. Lo único que bus­ caba estaba fuera de su alcance: su propia despreocupada, desprolija ado­ lescencia. 132

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Días más tarde ganó treinta mil pesos en el casino de Las Grutas. Había dejado Ingeniero Jacobacci sin despedirse, sólo unas líneas en una hoja de papel de embalaje. Con un poco de suerte, el viejo las encontra­ ría al volver a su casa esa noche. Un ómnibus, tal vez el mismo que lo había llevado allí, lo devolvió a San Antonio Oeste. Con el dinero que le quedaba se compró ropa, la menos pobre que encontró en una tienda local, alquiló un cuarto frente al puerto y tomó un taxi hacia Las Grutas. Tiempo atrás había oído del balneario, el último de aguas templadas camino al sur; ahora lo descubrió afeado por construcciones de cemento, por un urbanismo rudimentario. En la base de los acantilados que bordean la playa sin duda seguían estando las grutas que le dieron nombre, cavidades prehistó­ ricas excavadas en la roca, escondite de niños, albergue de amantes, pero la promesa de un paisaje incontaminado, de una costa salvaje, ahora exigía dar la espalda a toda edificación. El casino le pareció una version reducida, sin grandes pretensiones, de los que en décadas recientes habían prosperado en la capital y sus alrededo­ res; los jugadores, sin embargo, no correspondían a los que había visto en el casino flotante ni en el Tigre: algunas fortunas regionales, relojes de marca visibles en la muñeca, acudían en busca de un remedo de la animación y las luces de garitos más prestigiosos; algunas aves de paso intentaban corregir sus destinos. Un croupier, incómodo en su uniforme, lo escrutó con descon­ fianza cuando se acercó a la mesa y con hostilidad cuando, en unas pocas jugadas, ganó treinta mil pesos. A la mañana siguiente, en San Antonio Oeste, fue el primer cliente que arrancó de su letargo al empleado del Banco Patagonia para hacer un giro por cinco mil pesos al nombre ahora usado por el que había sido su padre. Volvió al casino esa noche pero prefirió no jugar. Se quedó en el bar estudiando caras y ropas, mirada de asaltante o de novelista que deduce personajes en tran­ seúntes anónimos, tratando de imaginar de dónde vienen, en qué se ocupa esa gente; le parecieron, todos, vecinos de la región. La ausencia invernal de turistas lo hizo interesarse en la excepción, una mujer que hablaba con el barman en un castellano de acento inubicable: unos sesenta años, bien con­ 133

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servada, vestida y maquillada con esmero y sin afectación. Intercambiaron sonrisas. –How’s your luck? –fue ella la que inició el diálogo, dando por sentado que podían entenderse en inglés. Él informó que esa noche no jugaba y la invitó a un segundo trago. El contacto prosiguió con soltura, sin apuro ni vacilación. Britta, danesa, viuda reciente, sin temor al invierno patagónico ni pena por sacrificar el verano eu­ ropeo, se había arriesgado a visitar parientes en una de las colonias danesas a orillas del Nahuel Huapi, a explorar territorio desconocido. Volvía a Buenos Aires, al avión que la llevaría de vuelta a Copenhague, haciendo etapas a lo largo de la costa atlántica. Se alojaba en el hotel anexo al casino. Una hora más tarde, en su habitación, con más dedicación que entu­ siasmo, cumplieron cada uno lo que esperaba del otro. Ella se durmió casi inmediatamente. Él se vistió y, al ver sobre la mesa de luz una cartera abier­ ta, y asomando de ella dos billetes de cien dólares, decidió que habían sido ofrecidos con delicadeza. El taxi en que volvió a San Antonio Oeste avanzaba penosamente contra el viento. Es raro, comentó el chofer, agosto no es temporada de vendavales, los vientos fuertes llegan en noviembre. Pero él ya era indiferente al tiempo, al paisaje, aun a los días pasados en busca de un padre que ahora había decidido olvidar. El largo insomnio del regreso en ómnibus, las cuarenta y ocho horas junto al Atlántico habían hecho de él, se le ocurrió, un personaje de ficción, aventurero instalado frente a un puerto casi extinto, ganador en la ruleta, fugaz amante rentado de una europea. Se aferró a esta nueva identidad para can­ celar todas las anteriores. No se le ocultaba lo banal de los episodios vividos, tan lejos de sus lecturas de adolescente, de mares fosforescentes, del Nauti­ lus, del capitán Nemo. Pero había sido la única aventura a su alcance. Aquí, pensó, el pasado no llegaría a alcanzarlo. Tal vez, con un poco de esfuerzo y otro poco de suerte, podría conjurar los miedos, hallar el modo de quedarse en ese puerto sin misterio, de no volver nunca a Buenos Aires, de no ser el que había sido. 4

–El mar no sólo es enemigo del hombre ajeno a él, también le es hostil a sus 134

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propias criaturas –el japonés hablaba sin énfasis–. Es capaz de arrojar a las balle­nas más poderosas contra las rocas y abando­ narlas allí, junto a los restos de un nau­ fragio. Hizo una pausa antes de añadir: –El océano es ingobernable y cubre el planeta. El japonés observó al desconocido que lo había escuchado en silencio. No esperó un comentario. Lo había visto por primera vez el día anterior y lo reconoció inme­ diatamente como alguien con historia, no sólo porque un forastero que alquila un cuarto cerca del puerto no es un turista ni un viajante de comercio ni cualquiera de los roles asignados en la vida práctica, trans­ parente del lugar. Él mismo había sido un desplazado y, con los años, lo habían aceptado como un personaje. No se pedía mucho en San Antonio Oeste para hacer un personaje de alguien sin una razón evidente para quedarse allí. –Piense en el canibalismo del mar, todas esas criaturas que se devoran entre sí en una guerra eterna desde el principio del mundo. El japonés sonreía mientras describía la displicente crueldad de la na­ turaleza. Al desconocido que lo escuchaba se le ocurrió que la tierra firme donde es necesario sobrevivir no conoce otra realidad. El recién llegado pidió otra vuelta de cerveza; eran las once de la ma­ ñana, demasiado temprano en el día como para abordar alcoholes más serios. Poco comunicativo, sin embargo había percibido una afinidad posible con el japonés cuando lo cruzó en la calle dos veces en pocas horas, le había des­ pertado simpatía una presencia francamente extranjera, que difícilmente pa­ sase inadvertida en una ciudad poco visitada. Ahora habían coincidido en un bar desierto antes de mediodía –al final de la tarde, lo había observado el día anterior, se llenaba de pescadores– y la conversación surgió con naturalidad. 135

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El japonés había llegado al país detenido por una lancha patrullera de la Prefectura Naval, uno de los trescientos tripulantes del barco pesquero, bandera japonesa, que había cargado dos toneladas de calamares en aguas territoriales argentinas. Fue el único que eligió no ser repatriado. Le anularon el arresto temporario y le dieron un documento que, propusieron, le permi­ tiría trabajar en Comodoro Rivadavia, mano de obra en la petrolera estatal; pero el japonés sabía que lo suyo no era la tierra sino el mar. De Rawson a Puerto Madryn fue subiendo hasta recalar finalmente en el norte de la Pata­ gonia, en ese puerto confinado a la pesca, ya que las naves de gran calado, visibles en la distancia, sólo pueden amarrar en las aguas profundas del otro extremo de la bahía, en San Antonio Este. Ya no navegaba, trabajaba en el acondicionamiento y embalaje para las compañías exportadoras de mariscos. El desconocido escuchó este resumen de veinte años vividos en el país sin sentirse obligado a revelar nada de su pasado. Hay silencios, sabía, que sellan una comunión entre personas dotadas de habla. Se le ocurrió que tam­ bién él podía buscar trabajo con uno de los exportadores mencionados por el japonés, pero instintivamente rechazó cualquier plan que lo atase para el fu­ turo. El dinero ganado en el casino se iría agotando gradualmente y en algún momento de ese descenso surgiría, o buscaría, una forma de obtener algo más, pondría fin a esta entrega inerte, sonámbula, al encadenamiento de días vacíos. Confiaba en ello sin inquietarse. Por la ventana del bar observó las huellas del viento salado, óxido en las construcciones de chapa, revoque gastado y pintura descascarada en las paredes de los edificios cercanos al mar; más lejos, los barcos entregados al desguace lucían todos los matices rojizos de la herrumbre. La corrupción que el mar traía a sus orillas, tan distinta de la basura que había invadido Buenos Aires, no disminuía en su imaginación el esplendor sin límites ni tiempo que en los libros le había prometido la alta mar. El japonés le habla­ ba del mar como enemigo. Él lo sentía como una mujer deseada y peligrosa: podía transfigurarlo o ahogarlo. Días más tarde invitó al japonés al restaurant donde había probado los pulpos diminutos que, se había jactado el dueño, sólo allí se encontraban. Bebieron vino blanco y se demoraron fumando con la segunda botella; como a viejos conocidos, el dueño no los invitó a irse cuando apagó las luces y sólo 136

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dejó encendido un papadeante tubo de neón sobre el bar. Les pidió que lo llamaran a su vivienda, en el piso superior, cuando llegase el momento de cerrar. Tal vez llevado por la penumbra, por la hora o el llamado siempre cer­ cano del mar, el japonés habló por primera vez de su infancia. De su infancia y de la muerte. Contó que en su pueblo, cercano a la playa de Chiba, cuando llega el solsticio de verano, se celebra la ceremonia de Obon. Los pescado­ res limpian la playa, la vacían de todo desecho la noche anterior para que los niños caven hoyos en la arena y allí duerman de cara al mar, atentos al amanecer. Cuando aparece el sol los muertos salen del mar. Los niños no pueden verlos, los muertos los ven aunque para los vivos ellos son invisibles, y los niños deben guiarlos hacia los que fueron sus hogares. Durante tres días habrá música, canto, comida y bebida; la familia estará en compañía de sus muertos, aunque no puedan verlos, y todos juntos festejarán el reencuentro. Y el mar cubrirá la playa, llenará los hoyos vacíos. ¿Qué edad podía tener el japonés? En ese rostro enjuto, de piel terrosa pegada a los huesos, los surcos que en otras caras delatarían la edad podían haber sido precoces. El hombre que lo escucha lo siente mayor que él, intuye que ha vivido más que él, que ha visto cosas y sobrevivido a peligros que a él le gustaría haber conocido. Y piensa en otros muertos, para él también in­ visibles, esos padres que no conoció y ahora buscan endilgarle, mártires que no quiere conocer. Ya no es un niño, pero se le ocurre que los bienpensantes quieren que él, como los chicos de la ceremonia contada por el japonés, conduz­ ca los fantasmas de esos padres al que había sido su hogar perdido, del que habían sido arrancados a los golpes en medio de la noche antes de ser tor­ turados y matados. Pero esa historia él no la quiere para sí, que la celebren los otros, los virtuosos. Hace mucho que él ha elegido el lado de la sombra. Más allá del relato, en el silencio compartido encuentra lo que buscaba en compañía del viejo, el padre elegido que poco a poco, en este puerto que mira al océano y da la espalda al desierto, empieza a alejarse de sus pensa­ mientos. Salieron a la calle vacía. La lámpara colgada entre dos postes oscilaba en el viento y su vaivén descubría perfiles inesperados, revelaba un aspecto invisible de día en los depósitos cerrados, las vías abandonadas, las matas 137

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crecidas entre los rieles. El paisaje cotidiano se volvía espectral en la luz de mercurio, demasiado blanca en medio de la noche cerrada. Ellos, únicos noctámbulos, avanzaban silenciosos, callando una misma sospecha: la de ser fantasmas que nadie espera, que ninguna ceremonia convoca. 5

Encontró trabajo donde no lo esperaba: en el casino de Las Grutas, agente de seguridad no armado, atento a la conducta de los visitantes, señoras mayores que desvían fichas ajenas en las mesas de ruleta, bebedores que intentan alejarse del bar sin haber pagado. Todo un enjambre de conductas que en dos horas escasas de instrucción fue adiestrado para enfrentar con una mezcla inexpugnable de amabilidad y firmeza, situaciones que tal vez en verano pu­ dieran surgir pero que en un frío, ventoso agosto, no vinieron a su encuentro. En un traje oscuro y una camisa blanca, prendas ajenas a sus hábitos –el precio le sería descontado de futuros sueldos–, recorría entre las seis de la tarde y una hora variable después de medianoche las salas de juego. Una iluminación estridente revelaba sin prudencia la baratura de una decoración inspirada en alguna película de los años noventa. Ninguna europea madura lo distrajo de esas rondas. Empezó a sentirse cómodo en su nueva identidad. La había ido adop­ tando insensiblemente desde la llegada a San Antonio Oeste, y aunque en su mente Buenos Aires e Ingeniero Jacobacci no estaban borrados se habían alejado hasta perder urgencia y peligro. Una vez más era el espectador de su vida como podía serlo de una serie de televisión, episodios que acatan la exigencia de renovar la trama con desarrollos imprevistos. Libros y películas habían colonizado su imaginación desde la infancia, le habían trazado el mapa de una vida que la llamada real sólo iba a traicionar; para defenderse de esa promesa incumplida, aprendió a avanzar disfrazando la inseguridad con gestos agresivos, preservándose de las trampas con que amenaza el afecto. La amistad del japonés se convirtió muy pronto en el ancla de su nueva existencia. Decidió no mudarse a Las Grutas y conservar su precario aloja­ miento en el puerto de San Antonio Oeste. Prefería subir todas las tardes al tambaleante, carraspeante colectivo de la línea costera que hacía los quince 138

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kilometros entre vivienda y trabajo, separar con una distancia aun corta dos aspectos de su existencia. Muy pronto empezó a invitar al japonés a tomar un trago en el bar del casino. La visita le permitía conversar en las pausas del trabajo con un interlocutor menos básico que su único colega o el barman. El japonés había estado en Murmansk. Él nunca había oído ese nom­ bre, tampoco el del mar de Barents. Se enteró de que era una ciudad rusa, un puerto al norte del Círculo Polar Ártico. Cuando le preguntó si barcos pesqueros japoneses se arriesgaban tan lejos, el japonés sonrió y movió las manos en un gesto que podía querer decir cualquier cosa. O nada. –Si llegan al Atlántico Sur por qué no al Ártico… En Murmansk el invierno es largo: durante meses no alivia la oscuri­ dad, apenas cede a una débil claridad pocas horas del día. El japonés se reía al recordar esas penurias. Contó una humorada local: en una novela policial cuya intriga ocurre en Murmansk, el comisario que interroga al sospechoso le pregunta qué hizo en la noche del 3 de diciembre al 11 de enero. –Ciudad brava, Murmansk. Llegaron chinos hace cien años, mucho jue­ go, mucho contrabando. El pasado del japonés –al escucharlo se afirmaba la certeza– era terri­ torio incógnito. Antes de su arresto por la Prefectura Naval argentina, des­ pués de esa infancia de ritos celebrados en una playa de su pueblo natal, se extendía una posible novela. ¿Qué edad podía tener? Acaso la de su padre, el padre elegido, buscado y abandonado en el otro extremo del desierto, lejos del mar. De esa novela, y del papel que Murmansk había tenido en ella, se iba a enterar semanas más tarde, cuando un desconocido se presentó en el casino poco antes de medianoche y pidió hablar con él, un individuo que parecía incómodo: como mucha gente insegura de su posición ante la ley, se expresaba en un vocabulario casi administrativo. Era el dueño de un sauna, registrado como salón de masajes y spa, que el japonés –se enteró en ese momento– fre­ cuentaba. Su amigo había sufrido un paro cardíaco; en su ropa encontraron, garabateado en un papel, un único nombre que supusieron el de la persona a quien llamar en caso de accidente, y dos direcciones: una en San Antonio Oeste, otra el casino de Las Grutas. Su primera reacción fue algo parecido a una emoción, la de enterarse de 139

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la confianza depositada en él, la única persona cuyas señas había guardado un conocido reciente, que sin embargo había llegado a sentir más cercano que casi todos los de un pasado que quería dejar atrás. Luego, una pena débil, di­ fusa. Hacía mucho que había acepta­ do el acecho constante de la muerte y recibía cada comprobación sin miedo, con cierta oscura satisfacción resig­ nada. El cuerpo había sido trasladado a un compartimento desocupado. A na­ die se le había ocurrido prever el rigor mortis y atar un pañuelo para sostener la mandíbula: la boca había quedado entreabierta tal vez en busca de aire, acaso sonriendo. El dueño del esta­ blecimiento le explicó que de él sólo esperaban que reconociese la identi­ dad del accidentado; ya se había comunicado con el comisario de turno: tenía la promesa de que evitarían problemas. La ambulancia del hospital local debía llegar en cualquier momento. En otro compartimento encontró a la chica a quien el japonés había de­ dicado su último aliento. La primera impresión fue la de una adolescente precozmente envejecida, mejillas hundidas, pelo descolorido, sin vida, que alguna vez había sido rubio. Estaba sentada en el borde de la camilla de ser­ vicio, la mirada perdida más allá del tabique que tenía ante los ojos, tal vez hundida en su memoria. Se había cubierto con una bata entreabierta que no ocultaba la cicatriz larga, rugosa que le surcaba el pecho; él no pudo evitar preguntarse si al tacto esa costra oscura sería áspera en medio de una piel que adivinaba suave. Intercambiaron en silencio una mirada larga. El dueño iba a confiarle una parte de su historia: la chica era rusa, el japonés la había traído e instalado allí como en una pensión, pagaba alo­ 140

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jamiento y comida con la condición de que quedase reservada para él. Se había asegurado que esta última exigencia fuera respetada declarando, sin mayores precisiones, que la chica y él estaban “enfermos”, que para no tener problemas con Sanidad convenía que ningún otro cliente la tocase. –¿Qué va a ser de ella ahora? Habla muy mal castellano… Volvió a mirarla, ahora con una curiosidad distinta. Obedeció a un im­ pulso: le pidió al dueño que la guardase un tiempo. Él pagaría, como el japo­ nés, lo necesario para su mantenimiento. Con una diferencia: no la tocaría. 6

Días más tarde debió decidir si la dejaba recluida en uno de los cubículos del sauna o si la llevaba con él a San Antonio Oeste. No se le ocultaban las complicaciones que traería este segundo plan, pero una oscura lealtad hacia el japonés se le imponía, más fuerte que toda sensatez. Se sentía heredero de un tácito mandato: él, que no tenía hijos ni había querido hacerlos, reconocía y aceptaba mansamente un imprevisto sentimiento paternal hacia esa cria­ tura frágil, inerme, que expresaba su gratitud con palabras incorrectas en un acento difícil de penetrar. Entendió que se llamaba Aniushka. La instaló en el cuarto que alquilaba frente al puerto. Transformó en cama, cubriéndolo con mantas y almohadones, un diván desvencijado. Aniushka se sentía demasiado débil como para desafiar dos pisos de escalera y a él no le molestó prepararle la taza de leche y los cereales con fruta aconsejados por el médico al que la había confiado el japonés. Había recetado, sin mucha con­ fianza, medicamentos sin duda eficaces de haber atacado la enfermedad en un estado anterior. Fue ese médico, más que las palabras poco frecuentes, imprecisas, de Aniushka, quien le permitió completar una historia de la que el dueño del sauna sólo había podido trasmitir un episodio tardío. Durante una escala en Murmansk, el japonés la había rescatado de un bar de hotel donde ejercía como lo que el establecimiento denominaba welcome girl, la había embarca­ do como polizón en su pesquero, le había comprado documentos de verosi­ militud dudosa, sólo aceptados por una inspección sumaria en el puerto de Comodoro Rivadavia. Murmansk, el japonés había contado, estaba converti­ 141

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da en una base de emigración ilegal desde el fin de la Unión Soviética. Mu­ cha gente sin documentos válidos ni visas intentaba cruzar la estrecha franja de frontera con Noruega en los pocos meses en que el hielo desbloquea los pasos. El tráfico marítimo, por otra parte, nunca había sido el único en prosperar en ese puerto extremo del Ártico: las drogas y el mercado de divisas habían creado una animación comparable, en los intersticios de la adminis­ tración soviética, con la “quimera del oro” en el oeste norteamericano. La ciudad más septentrional de Rusia, con las temperaturas más severas, ahora también ocupaba otro primer lugar en las estadísticas: contaba con la más alta proporción de portadores de sida. Estas informaciones repercutían en su mente cada vez que contemplaba dormir a Aniushka. Ese cuerpo gastado por la enfermedad le había parecido el de una adolescente cuando la vio por primera vez, envuelta en una bata, sentada en el borde de una camilla del sauna. Ahora no podía ignorar los pechos flácidos, vacíos, ni los huesos apenas cubiertos por la piel ajada de brazos y hombros, tampoco algunas manchas, lunares irregulares a los que el médico había dado un nombre. Y sin embargo esta imagen que excluía la posibilidad del deseo alimentaba la ternura, despertaba el afán protector. ¿Qué había esperado esa criatura al dejarse llevar a otro extremo del mundo por un hombre con quien no podía intercambiar palabra? Acaso no había esperado nada, sólo se había entregado a una nueva peripecia de una vida que no había conocido más que entregas sucesivas, destinos desconocidos. Un día, ya llegada la primavera, Aniushka le pidió que la llevase a la playa. La había entrevisto desde lo alto del acantilado, en Las Grutas, pero nunca se había animado a bajar hasta la orilla del mar. Él no se atrevió a decirle que, en su estado, no podría resistir el viento frío que todo el año cas­ tiga la costa. Por toda respuesta, sonrió. Al día siguiente partieron en un taxi. Cubierta con varias prendas de lana y envuelta en una manta, él la había llevado en brazos, la había depositado cuidadosamente en el asiento trasero. Una sonrisa que él no le conocía la iluminó cuando estuvo frente al mar. Sentados en la arena, la abrazó para trasmitirle un poco de calor. Ella, sin una palabra, apoyó la cabeza en su hombro. Él dejó pasar el tiempo sin contar los minutos, que muy pronto se hicieron una hora, hasta que la sintió dormida. 142

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En ese momento se le ocurrió que podía quebrar fácilmente esos huesos débiles, interrumpir una respiración casi inaudible haciendo más fuerte el abrazo, besando a Aniushka hasta que la boca siempre entreabierta ya no pu­ diese recibir más aire. Podía abreviar una agonía que temía interminable. Por primera vez se vio ya no vapuleado por circunstancias no buscadas sino capaz de decidir no sólo sobre la vida de alguien, también, si elegía convertir­ se en asesino, sobre su propio destino. Pasaron por su pensamiento imágenes sin orden, atropelladas, de lo que ha­ bía sido su huida, una huida que había empezado mucho antes del acoso de los bienpensantes, del encuentro con el padre elegido que ya no era el re­ cordado, de su refugio sin futuro en un puerto y un casino que muy pronto habían agotado sus promesas. Ahora podía detener esa huida. Ante sus ojos se descargaba regularmente un oleaje hosco, color acero. Aceptó que ningún futuro a su alcance lo retenía en una existencia sin luz. Nunca vería en medio de la noche el mar fosforescente con que había soñado. Con mucha delicadeza, sin despertarla, entreabrió las capas de ropa que abrigaban a Aniushka hasta llegar a su sexo. Tuvo que masturbarse para lo­ grar la erección y, cuando la penetró y ella suspiró roncamente sin abrir los ojos, tuvo la impresión de que exhalaba un último aliento. Cerró también él los ojos. Se preguntó por el tiempo necesario para que el contagio le llegara, para empezar ya no otra huida sino una lenta despedida.

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Macedonio Fernández y la literatura quirúrgica G abriel M artínez B ucio Vivo mi día delante del lector Macedonio Fernández i . ficción a la manera de rembrandt

A mediados del siglo xvii la cofradía de cirujanos de Amsterdam sólo rea­ lizaba una disección anatómica pública al año. Normalmente se llevaban a cabo en invierno, para mejor conservación del cuerpo, que debía ser de un criminal ejecutado. Recordemos que la iglesia católica no permitió la disección de cadáveres humanos con fines científicos sino hasta 1560. Así que los procedimientos eran poco frecuentes, novedosos y espectaculares, a grado tal que se convertían en acontecimientos sociales de la época. De esta manera, Rembrandt retrata La lección de anatomía del doctor Tulp (1632). En ella encontramos al famoso médico Nicolaes Tulp enseñando la muscu­ latura del brazo a siete cirujanos que observan con atención.1 Después de haber efectuado un corte longitudinal anterior del brazo izquierdo, el doctor sostiene con sus pinzas, músculos y nervios, mientras parece decir: “Así es cómo se hace una disección”. Lo curioso de la pintura es que el doctor está explicando (qué fea palabra) al mismo tiempo que lleva a cabo la disección. Debo pecar de justo e incluir el nombre del cadáver: Aris Kindt, un criminal de 41 años, ahorcado ese mismo día por robo a mano armada. Recuérdelo lector, porque este muerto tendrá la mala costumbre de aparecer constantemente a lo largo del ensayo. 1

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Rembrandt no retrató a Tulp dando una conferencia después de la autopsia, sino que lo plasmó en el acto de ejecutar su obra. Mientras el cirujano exhibe el radio del cadáver, comenta lo que encuentra en ese preciso momento. Es decir, durante la creación (la clase de anatomía) expone su procedimiento. Ahora bien, en este segundo párrafo debería condensar tres siglos de interés –tanto médico como artístico– por las disecciones humanas con el ob­ jetivo de suavizar la entrada del tema principal. Sin embargo, en estos días, ¿el exceso de cortesía con el lector no está cayendo en el esbozo de una bo­ fetada? Hasta este momento, la Brusquedad Ensayística puede considerarse un potencial género a desarrollar, completamente libre de tintas humanas. Por lo tanto, a falta de unos cuántos renglones introductorios que enlistaran tediosos nombres italianos como Verrochio, Mantegna o Marcoantonio della Torre, usted deberá olvidar por completo esta digresión y hacer un esfuerzo de lector salteado, conectando el primer párrafo con el tercero, que ya co­ mienza y dice así: En efecto, tanto Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fer­ nández, como Cómo se hace una novela, de don Miguel de Unamuno, sufren una suerte similar.2 Sin embargo, primero debemos elaborar una digresión para hacerle espacio a un maravilloso hecho de azar concurrente. Como es bien sabido, las obras respectivas del vasco y del argentino fueron escritas, re-escritas y vueltas a escribir a lo largo de sus vidas. Lo interesante es que la pintura que elegí como elegante preámbulo también fue restaurada en diversas ocasiones y, en vida de Rembrandt, padeció varias alteraciones que pueden observarse en estudios por rayos X.3 Cuando me di cuenta que el tema principal de mi texto era Macedonio, ya era de­ masiado tarde para sacar a Unamuno, quien había soportado con dignidad un segundo plano durante varias páginas. Así que, en lugar de reducir mis tardes a una monotonía de “cortar y pegar” y restringir la vida de los plurales a simples singulares, aproveché la sospechosa y precisa similitud entre la anatomía físico-libresca de Macedonio Fernán­ dez y don Quijote, para hacerle un digno homenaje a Unamuno, convirtiéndolo en un personaje que le hubiera causado mucha gracia a no ser por su sentimiento trágico de la vida. Señoras y señores, esta noche, Unamuno interpretará el papel de Sancho Panza del héroe de nuestro ensayo. 3 Disculpen la irrupción de este tosco y simple pie de página, pero estos encantado­ res hallazgos son los guiños que nos impulsan la pasión por la literatura. Continuemos. 2

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Como dije anteriormente, es lla­ mativo que los dos libros tengan simi­ litudes que van más allá del contenido de la historia (o la “no-historia”) que cuentan. Permítame el lector cerrar las introducciones en esta tercera pá­ gina y arrancar de lleno con mi estu­ dio. Examinemos con lupa cómo fue el proceso de escritura de cada uno de ellos. Empecemos con Cómo se hace una novela. En diciembre de 1924, Unamuno emprende la redacción del original en una solitaria buhardilla de París. Termina a mediados de 1925 y lo en­ trega al editor Jean Cassou, que lo traduce al francés y lo publica el 15 de mayo de 1926 en la revista Mercure de France. El escritor vasco, obligado por la terrible censura que se vivía en España, quería que se publicara primero en Francia. Recordemos la condición de exilado de Unamuno debido a la dictadura militar de Primo de Rivera (1923-1930). Es así como la obra aparece en francés y con un “Re­ trato de Unamuno” redactado por Cassou. En 1927, don Miguel se traslada a Hendaya, donde escribe la versión completa de Cómo se hace una novela. Sin embargo, había un problema: el escrito original se había perdido. Por lo tanto, retraduce su texto del francés y lo amplía con una serie de añadidos: en primera instancia, compone un “Prólogo”, incorpora un “Comentario” al retrato de Cassou, agrega entre corchetes numerosas aclaraciones (dentro del texto y no como pies de página) y, finalmente, integra una “Continuación”. Este trabajo de re-escritura de la traducción del original se publica como libro en la editorial Alba, de Buenos Aires, en 1927. Así que tenemos tres momentos: la escritura del autor (1924), la traducción al francés del editor (1925) y la re-traducción al español, nuevamente por parte del escritor (1927). 146

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Ahora bien, si quieres hacer reír a Macedonio, cuéntale tus planes. Museo de la Novela de la Eterna fue escrita, re-escrita, borrada, tachoneada, es­ crita nuevamente, corregida, desvanecida, decolorada, decodificada, de-es­ crita, no durante tres años, sino a lo largo y ancho de la vida del argentino.4 Así esta novela “empezada a los treinta años, continuada a los cincuenta y a los setenta y tres, tiene finalmente lo supremo: un sujeto de Buen Gusto como autor tercero y corregido resultante de los tres”. 5 Unamuno y Macedonio vivieron para contar o, mejor dicho, contaron para vivir. Porque “contar la vida, ¿no es acaso un modo, y tal vez el más profun­ do, de vivirla?”6 Tanto se tardaron en escribir sus libros que sus vidas entra­ ron en sus obras como gestos autobiográficos. Hay que rememorar la singular circunstancia de que ambos hayan sido exiliados, y lo que esta condición les permitió escribir: Macedonio –a su manera–, después de haber perdido a su mujer en 1920, deja a sus hijos al cuidado de familiares, abandona la profe­ sión de abogado y decide vivir en pensiones, aquí y allá. De Unamuno basta mencionar la dictadura de Primo de Rivera. El título Cómo se hace una novela no es banal. No es “Cómo se hizo una novela” o “Cómo hice una novela”. “Hace” es la palabra clave aquí. El verbo “hacer” se encuentra en presente del indicativo, un tiempo verbal que expre­ sa acciones que tienen lugar en el momento en que se habla. Los dos autores mientras viven-escriben o mientras escriben-viven o todas las variaciones posibles. Pero no escriben sobre cualquier cosa, sino sobre sí mismos, sobre el proceso y momento de su creación: se están escribiendo como si dijera se están dibujando. Algo así como las manos escherianas. Pero quedémonos con nuestro pintor Rembrandt y propongamos algo: tanto Macedonio como Una­ muno son el doctor Tulp que, simultáneamente al hecho de la incisión en el brazo del cadáver (momento de creación material, escritura), expone lo que 4 Y si nos atrevemos a evocar la sentencia de Heráclito: “Ningún hombre puede ba­ ñarse dos veces en el mismo río”, imaginen cuántos Macedonios tenemos en la obra. 5 Macedonio Fernández, Museo de la Novela de la Eterna, Corregidor, Buenos Aires, 2010, p. 23. En adelante, y para evitar un innecesario desfile de ibidems, aparecerá en el cuerpo del texto como “mne”. 6 Miguel de Unamuno, Cómo se hace una novela, Cátedra, Madrid, 2009, p. 187. Siendo congruente con la advertencia anterior, en adelante, en el cuerpo del texto como “chn”.

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está encontrando y haciendo (reflexión de la auto-escritura, los músculos, los nervios de la obra).7 Al igual que el médico flamenco, el escritor vasco y el argentino, ni siquiera se molestan por ocultar su técnica, sino que viven su día “delante del lector” (mne, p. 56), frente al público que ha asistido para observar la di­ sección del cadáver, símbolo de su obra y de su propio ser. Es decir, también Macedonio y Unamuno son Aris Kindt, pues: “la palpitación de las entrañas del organismo vivo de la novela son las entrañas mismas del novelista, del autor” (chn, p. 185). La disección la están realizando tanto a la obra como a ellos mismos. Por esa razón descubrimos rasgos autobiográficos reflejados en el texto: la estancia de Unamuno en Hendaya y Fuerteventura, y las ansias de Macedonio por tratar de resucitar, aunque sea en el universo literario, a Elena Bella, su difunta esposa. Tanto el escritor argentino como el vasco son una especie de Miguel Ángel, quien dejó pintado su autorretrato en la piel despellejada que sostiene desde una nube san Bartolomé en El Juicio Final (1541). Se desnudaron tanto que se despojaron de su traje adánico para enseñar su metafísica. Es singular que la autopsia de La lección de anatomía del doctor Tulp sea a un cadáver que fue muerto ese mismo día, del cual –sus células aún viven– sus “entrañas están palpitantes de vida, calientes de sangre” (chn, p. 185). La disección no es a un paraguas y una máquina de coser –que tienen fórmulas mecánicas preestablecidas para lograr lo fantástico–,8 pues si les hicieran un corte transversal, encontraríamos pedazos de cables, ruedas, en­ granajes, rochetes, manecillas, ejes, partes de un reloj: Todo novelista, con motivo de una novela suya, podría escribir otro libro –novela Otra propuesta sería decir que Unamuno y Macedonio no son el doctor Tulp, sino Rembrandt. Y que Tulp es el narrador construido tanto por el vasco como por el argen­ tino. Sin embargo, esto es meternos en puesta en abismo sobre abismo, y no estoy de ánimo. Además, sería una descortesía para el doctor Tulp, quien hasta ahora nos ha ayudado bastante. 8 Referencia al ataque que hizo Carpentier a André Breton y su grupo surrealista en el “Prólogo” de El reino de este mundo, Siglo xxi Editores, México, 2004, pp. 12-18. Allí, al mismo tiempo, se está homenajeando a Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréa­ mont. 7

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veraz, auténtica– para dar a conocer el mecanismo de su ficción (…). Sin embar­ go, los novelistas que ahora hacen libros para explicar el mecanismo de su nove­ la, para hacer ver cómo ellos proceden al escribir, lo que hacen, sencillamente, es levantar la tapa del reló (…). Una ficción de mecanismo, mecánica, no es ni puede ser novela. Una novela, para ser viva, para ser vida, tiene que ser, como la vida misma, organismo y no mecanismo. El novelista que cuenta cómo se hace una novela cuenta cómo se hace un novelista, o sea cómo se hace un hombre. Y muestra sus entrañas humanas, eternas e universales, sin tener que levantar tapa alguna de reló (chn, p. 184).

Entonces, obra y autor están ligados. Ficción y realidad están enlaza­ das. Teoría y creación se abrazan. Todas las dicotomías leer/escribir, ser/noser, son una constante en don Miguel y Macedonio. De esta manera, Cómo se hace una novela y Museo de la Novela de la Eterna mantienen un continuo latido que no les permite terminar. Porque ¿dónde concluye la vida o dónde acaba la obra? ¿Con la muerte de la obra o con la muerte del autor?: “¿Ter­ minado? ¡Qué pronto escribí eso! ¿Es que se puede terminar algo, aunque sólo sea una novela, de cómo se hace una novela?” (chn, p. 183). De igual forma, podríamos aplicar estos principios a la inversa, a la cuestión del comenzar. Pensemos en los 57 prólogos que componen Museo de la Novela de la Eterna. ¿Cuándo empieza la vida y cuándo la obra?: “Éstos ¿fueron los prólogos? Y ésta ¿será novela?” (mne, p. 135). En pocas palabras: ¡la vida es la novela misma! O, entrando en el juego de Unamonio: ¡la novela es la vida misma! Y las entrañas, los organismos, las venas, las costillas, los huesos, el esqueleto, es decir, las palabras, las letras, los personajes, el autor y el lector, construyen la obra. Es por eso que la obra no puede finalizar, por la misma razón que encontramos un “intento de sedación de una herida que se tiene en cuenta”, un “lunes 4”, una “continuación”, “un martes 5”, “un jueves 7”, un martes 15 de octubre de 1928, un lunes 4 de febrero de 1955, un 16 de diciembre del 2015, un “no sé qué que queda balbuciendo”9 por toda la eternidad. Ahora bien, las dos novelas han sido desgarradas y han quedado a piel abierta. Es como si Macedonio y Unamuno fueran aquellos hombres que des­ 9 San Juan de la Cruz, “Cántico”, en El canto espiritual, Espasa-Calpe, Madrid, 1962, p. 38.

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pellejaron a Sisamnes, mientras aún estaba vivo, y que plasma en su pin­ tura Gérard David (curiosamente otro flamenco). Sin embargo, regresemos a Rembrandt, que nos ha regalado ocho buenas cuartillas, y hagámosle un acercamiento estilo Robbe-Grillet al corte longitudinal del brazo. Tulp está agarrando un músculo braquirradial con una pinza o tijera de disección, y se alcanza a ver la presencia del radio y el cúbito. En la parte de la mano observamos principalmente ligamentos y, alrededor de la herida, tejido adi­ poso. Han desollado el brazo del pobre hombre, dejándole solamente lo de adentro vuelto hacia fuera. Semejante método sucede en Museo de la Novela de la Eterna y en Cómo se hace una novela: llevan las entrañas en la cara. La “entraña –intranea– lo de dentro, es ahora su extraña –extranea– lo de fuera; su forma es su fondo” (chn, p. 186). El proceso de creación se muestra ante el público. Los borra­ dores, las ideas, las correcciones, los comentarios, los interminables prólogos, las continuaciones, son parte de la obra o, mejor dicho, son la obra. Lo que debería ser esqueleto y músculo, ahora es cuerpo y alma. Veamos un ejemplo con Unamuno, quien da comienzo a su novela precisamente con una paradoja, una reflexión sobre el problema de comenzar a escribir: “Héteme aquí ante estas blancas páginas –blancas como el negro porvenir: ¡terrible blancura!– buscando retener el tiempo que pasa. (…) Héteme aquí ante estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada instante” (chn, p. 131). Durante la lectura de Cómo se hace una novela encontramos irónicos procedimientos del autor, a plena vista del lector, que se asemejan más a las respuestas que daría un escritor en una entrevista de antología a posteriori de la obra: “Pensaba hacerle emprender (a Jugo de la Raza) un viaje fuera de París, a la rebusca del olvido de la historia. (…) Habría colocado en mi novela re­ cuerdos de mis viajes, habría hablado de Gante…” (chn, p. 151). Revisemos cómo lo hace Macedonio: “Lo que no quiero y veinte veces he acudido a evitarlo en mis páginas, es que el personaje parezca vivir”; “Yo no doy personajes locos, doy lectura loca y precisamente con el fin de convencer por arte, no por verdad”; “Estoy habilitando comodidades y un nuevo Capítulo para escenas y personas sobrevenidas” (mne, p. 44, 73 y 76, respectivamente). 150

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El argentino y el vasco revelan sus trucos (o dan la ilusión de hacerlo y, por lo tanto, incrementan su potencia), lo cual constituye la obra. Un oxímoron literario. La teoría sobre el arte de la no­ vela o sobre la estructura de la novela ya no es un libro aparte, sino que está dentro de la novela misma y, en reali­ dad, es la novela. Por eso sostengo que antes de que la literatura sufriera una Ouliposucción –movimiento que se li­ mita a magníficos ejercicios estéticos pero falto de contenido–, existieron dos cirujanos hispanos que habían comen­ zado a practicar la taxidermia, el arte y la técnica de disecar obras para conser­ varlas con apariencia viva y, así, intentar acceder a una realidad más profunda. Sabemos que son pocos, pero ¿acaso la cofradía de médicos de Amsterdam no realizaba solamente una disección anatómica al año?10 Debí haber cerrado el “capítulo” allá arriba como un ensayista prudente. Sin em­ bargo, estos pies de página han comenzado a invadir mi texto como si se tratara del famo­ so cuento de Rodolfo Walsh (aquí iría otro pie de página para hablar del autor de “Nota al pie”, pero ustedes saben, la tecnología que no conoce de abismos y nos limita los juegos a sus posibilidades softwarianas, como a los poetas medievales les administraba sus sentimientos la lírica del alejandrino). Pero regresemos a nuestro tema. Si Macedonio y Unamuno están realizando una disec­ ción en ellos mismos, eso los convertiría en una especie de Van Gogh, quien, de una manera un poco más dolorosa, se diseccionó la oreja para pintarla y ni siquiera alcanzó el honor de que las generaciones futuras bautizaran esa extremidad con su nombre. De hecho, ¿por qué hemos reducido las partes del cuerpo a una tediosa nomenclatura de cirujanos ilustres? Nosotros logramos excluir los pesados y antiguos nombres en el segundo párrafo del ensayo, pero como humanidad no hemos tenido esa suerte. Ahí tenemos las trompas de Falopio, de Eustaquio, el órgano de Corti, las glándulas de Cowper, la cápsula de Gerota, islotes de Langerhans, incluso el primer hombre de barro tiene su rebanada de garganta. Pero, ¿y los artistas? ¿No sería grandioso estar conformados por brazos dalinianos, ojos joyceanos, venas 10

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ii . magritte o

¡ por

un arte sin tema , sin personajes ,

sin realismo por favor !

Alguna vez Roberto Bolaño escribió que existe la extraña circunstancia de que casi nadie, nunca, hace reír a carcajadas a sus personajes. Evidente­ mente concordaba con aquella noche de Rayuela –entre la una y las cinco de la madrugada– en la que Horacio Oliveira se encuentra leyendo11 mientras llega a una conclusión desconcertante: “El silbido no era un tema sobresa­ liente en la literatura. Pocos autores hacían silbar a sus personajes. Prác­ ticamente a ninguno. Los condenaban a un repertorio bastante monótono de elocuciones (decir, contestar, cantar, gritar, balbucear, bisbisar, proferir, susurrar, exclamar y declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que rajan los vidrios.”12 La pequeña lista de verbos de los que está harto Oliveira son los ras­ gos básicos que un lector espera encontrar en los personajes de una obra realista, y que, en realidad,13 no son más que funciones, trucos, títeres que simulan vida. Idéntica actitud de enfado y rechazo a este tipo de novelas la advertimos en Unamuno y Macedonio. Por esa razón, el vasco se rehúsa a contar cómo va a acabar la historia de su personaje Jugo de la Raza: “ese lec­ de Hemingway, pies cortazarianos, hombros de Kazantzakis, sed de Lowry, puños arltianos, cuellos klimtescos, estornudos rulfianos, sueños chagallescos, comezones goyescas…? ¿Y llenos de síntomas dadaístas y Remedios de Varo? Pero no, nadie ha tenido la cortesía de proclamar las piezas del ser humano con nombres de pintores y escritores. Por eso, de una vez por todas, propongo que una oreja lleve colgado el nombre de Van Gogh. No pido mucho, ¡es sólo una oreja, aún queda la otra para bautizarla según sus pre­ ferencias!

Acabamos de comenzar la segunda parte de mi ensayo y ya nos topamos, de zar­ pazo, con otro guiño literario: Oliveira es un lector como Jugo de la Raza y la Eterna. 12 Julio Cortázar, Rayuela, Cátedra, Madrid, 2007, p. 389. 13 No, lector, no es una cacofonía. La torpeza de colocar las palabras “realista” y “rea­ lidad” tan cerca sirve para subrayar una idea. Lo que sucede es que los lectores realistas tienen serios (o graciosos) problemas para entender la realidad de la ficción. Confunden planos y de pronto ven gigantes en lugar de molinos de viento. Por eso hay que colocar estos términos juntitos, para provocar un extrañamiento. Pero disculpe usted que comente mi propio ensayo, creo que he comenzado a hablar en macedoniano. 11

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tor me preguntaría ‘¿cómo acaba este hombre?, ¿cómo le devora la historia?’ ¿Y cómo acabarás tú, lector?” (chn, p. 170). De igual forma, el argentino evita las tramas y la identificación del espectador con los personajes: “no se entre­ tenga el lector con el vigilante mencionado; no es el nuestro; el de la novela está parado en otra esquina de ella” (mne, p. 35); incluso, en ocasiones lanza una advertencia: “¡Fuera, lector de desenlaces! Te daremos la ‘novela rosa’” (mne, p. 255). Llamativamente, en Adriana Buenos Aires, también se deshace de este tipo de lectores contando, desde el principio, el final. Ninguno de los dos escritores quiere un público pasivo como el que se deja arrastrar por una narración perfumada. Allí perderían un lector. No, quieren lectores activos, que construyan la obra conforme la van leyendo, que participen en la creación.14 Y el modo como lo logran es a través de un “Mareo conciencial” provocado en el lector: recordándole a cada paso que está ante un trabajo de ficción. Y ¿cómo lo hacen? Yo hubiera querido desarro­ llar la respuesta a partir de la siguiente idea que sospeché en Museo de la Novela de la Eterna, pero solamente la embrutecería, así que cedo la pala­ bra al honorable Macedonio Fernández, ex candidato a la presidencia de la República Argentina (aplausos por favor): La tentativa estética presente es una provocación a la escuela realista, un progra­ ma total de desacreditamiento de la verdad o realidad de lo que cuenta la novela, y sólo la sujeción a la verdad del Arte, intrínseca, incondicionada, auto-auten­ ticada. El desafío que persigo a la Verosimilitud, al deforme intruso del Arte, la Autenticidad –está en el Arte, hace el absurdo de quien se acoge al Ensueño y lo quiere Real– culmina en el uso de las incongruencias, hasta olvidar la identidad de los personajes, su continuidad, la ordenación temporal,15 efectos antes de las Una idea similar formula Cortázar en Rayuela (1963): el lector colabora en la cons­ trucción de la novela en el momento de elegir de qué manera va a leer. Un año más tarde publicaría Max Aub su Juego de cartas, una novela escrita en una baraja de 106 naipes que, por un lado, tiene dibujos de Jusep Torres Campalans (heterónimo de Aub), y, por el otro, misivas de diversos personajes que permiten reconstruir la vida del fallecido Máximo Ballesteros. La baraja se corta y se reparte entre los jugadores que tomen parte del juego. Y poco a poco, con la colaboración de los lectores-detectives, se va esbozan­ do la obra. 15 Lamentablemente, yo no puedo abandonar el hilo lógico de mi ensayo, fragmen­ tarlo y dar saltos demasiado incongruentes; pues parece que mi juventud aún tiene una sospechosa influencia en la consideración de los jueces de concursos, profesores de 14

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causas, etcétera, por lo que invito al lector a no detenerse a desenredar absurdos, cohonestar contradicciones, sino que siga el cauce de arrastre emocional que la lectura vaya promoviendo minúsculamente en él. (…) Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando “vida”. En el momento en que el lector caiga en la Alucinación, ignominia del Arte, yo he perdido, no ganado lector. Lo que yo quiero es muy otra cosa, es ga­ narlo a él de personaje, es decir, que por un instante crea él mismo no vivir. Ésta es la emoción que me debe agradecer y que nadie pensó procurarle (mne, p. 41).

En pocas palabras: un violín no necesita llorar para hacer llorar. Proyec­ to parecido al del poeta francés Paul Valéry (contemporáneo de Macedonio y Unamuno), quien planteaba la destilación de la poesía, es decir, quitarle todo sentimiento, todo subjetivismo, el pretexto y dejar solamente la técnica para alcanzar la pureza; de igual forma, encontramos la siguiente propuesta en el teatro de Craig, Piscator y Brecht: actor que siente no es buen actor, pues ¿qué diferencia puede observar el espectador entre su abuela llorando y un actor que de verdad está llorando?; o pensemos en Flaubert, quien –ex­ traordinaria, extraña e interesantemente– expone en una carta a Louise, su amada, un ambicioso proyecto: “un libro sobre nada, casi sin tema, un libro sin apoyos exteriores, que se sostuviera solamente por la fuerza intrínseca del estilo”.16 De hecho, en Madame Bovary, reduce la diégesis a su mínima expresión con el fin de que la belleza o el interés de la novela se deposite en el texto y no en la intriga. El mismo Baudelaire alabó el método de Flaubert en un artículo para L’Artiste, en 1857, año de los famosos juicios en su contra. Con esta digresión no estoy insinuando plagios ni cazando influencias entre precursores y herederos; lo único que me interesa demostrar es una afi­ nidad intelectual en distintos puntos históricos y geográficos. No hay que ol­ vidar que el arte está en constante correspondencia, “como largos ecos que de lejos se confunden en una tenebrosa y profunda unidad –vasta como la noche y como la luz–, los perfumes, los colores y los sonidos se responden”.17 tesis y escritores-con-trayectoria-reconocida, que optarían por ver un fallo (o plagio, palabra tan de moda en las universidades), en lugar de una aplicación macedoniana de sus propias teorías. 16 Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, Alfaguara, México, 2008, p. 48. 17 Charles Baudelaire, “Correspondencias”, en El Spleen de París, fce, México, 2002, p. 19. 154

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Y el lector es la figura donde esta conversación surge, como decía Quevedo, “con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.18 En efecto, la lectura de Unamuno afina nuestra mirada de una pintura de Rembrandt y, por lo tanto, una sonata del siglo xix responde a un poema de guerra del xv, una pincelada del xvi puede dar sentido a una novela del xx, un filme puede reformular otro fil­ me… Pero, ¿qué me pasa? Me he convertido en un ensayista salteado. He ido a Francia, Alemania y España en pocas líneas; es preciso regresar a mi tema. El lector sabrá disculparme. Como decíamos anteriormente, Macedonio subraya aún más su proce­ dimiento para atacar al realismo. Hace obvio el artificio frente al lector. Le recuerda que está leyendo una ficción, y que ésta se rige por principios que responden a una lógica distinta, autosuficiente aunque con una proyección posterior (como un ensayo que sigue fielmente el Juramento de las Promesas, debemos incluir la primera: más adelante ahondaremos en estas proyeccio­ nes ulteriores). Hay un momento en Museo, donde la narración adquiere un tinte rea­ lista durante algunos párrafos. Se nos cuenta la vida de los habitantes de la novela. La gente, después de una larga jornada de decepciones, injurias y órdenes humillantes, se reúne en un bar para beber té y relajarse. El lector se encuentra interesado por la deprimente cotidianidad de los ciudadanos y está contento por verlos disfrutar un momento de sosiego al término de su jornada cuando, de pronto, aparece Macedonio Fernández en todo su es­ plendor: “¡vedles esta alegría, esta inocencia, y pensar que nada sienten, que no tienen vida!” (mne, p. 154), son simples trazos de tinta, arte. ¿Ustedes también sintieron la bofetada? ¿La cubetada de agua fría? Sensación semejante encontramos al final de “Continuidad de los par­ ques”, de Cortázar, al descubrir que los personajes del cuento van a matar al lector de la novela, en ese famoso sillón de terciopelo verde. O incluso, en aquel poema del Cancionero apócrifo, de Antonio Machado, donde en un primer momento pensamos que se está describiendo una escena realista, pero en la segunda parte todo se desvanece por artificio del poeta: 18 Francisco de Quevedo, “Desde la Torre” en Antología poética, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1952, p. 38.

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La plaza tiene una torre, la torre tiene un balcón, el balcón tiene una dama, la dama una blanca flor. Ha pasado un caballero –¡quién sabe por qué pasó!– y se ha llevado la plaza, con su torre y su balcón, con su balcón y su dama, su dama y su blanca flor. 19

René Magritte se dio cuenta de lo mismo y nos regaló extraordinarias obras que rasgaban al realismo. En 1933 pintó La condición humana, en la que observamos una ventana, delante de la cual hay un caballete con un lien­ zo donde se prolonga el paisaje del fondo: un árbol, un caminito de tierra y el cielo, aludiendo a la noción de obra artística que artificiosamente reelabora, completa y tuerce un paisaje natural. Procedimiento análogo del episodio mencionado de Museo. El espectador pasea su mirada tranquilamente por el campo (como si leyese sobre el día de trabajo de los ciudadanos); reconoce los árboles, los montes, pero su concentración es interceptada por ese ca­ ballete que reformula la composición artística (y devuelve la conciencia de estar ante una obra). El pintor belga20 promueve extrañamientos para forzar al público a to­ mar distancia. Interrumpe la contemplación (como Macedonio y Unamuno suspenden la lectura) para reflexionar sobre el asunto. En cambio, si en la pintura de Magritte no existiera el lienzo sino sólo la ventana donde se per­ cibe un paisaje (como un cuadro realista), probablemente la audiencia se sumergiría en un estado de apreciación sin molestarse por meditar ni la obra artística ni sobre ellos mismos. Otra pintura es La llave de los campos (1936), donde los vidrios rotos de 19 Antonio Machado, “La plaza tiene una torre”, en Nuevas canciones y de un Cancionero apócrifo, Castalia, Madrid, 1971, p. 45. 20 Me falló la geografía. Por unos cuántos kilómetros, Magritte hubiera sido flamenco y mi ensayo hubiera coleccionado, hasta este momento, tres pintores flamencos para abordar la obra de Macedonio. Algo que nadie pensó regalar al lector. Lamentablemente, el pintor se encontraba un-poco-más-acá de la frontera belgo-flamenca cuando nació.

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una ventana han dejado de ser transparentes para reflejar fragmentariamente el horizonte. Esos cristales desgarran el naturalismo y permiten entender el artificio del arte. Estas inquietudes jamás abandonarían al pintor surrealista, quien se encargaría durante toda su vida de dejar, en repetidas ocasiones, caballetes que extienden paisajes y ventanas fracturadas en obras como: La bella cautiva (1931), La llamada de los Picos (1943), El dominio de Arnheim (1949), El gran seductor (1953), Los paseos de Euclides (1955) y La bella cautiva (1965).21 Tanto las letras de Macedonio y Unamuno, como las pinceladas de Ma­ gritte, son violentos recordatorios de estar ante una ficción. Pensemos y ten­ gamos en mente, por toda la eternidad, aquellos versos de Pessoa: El poeta es un fingidor, finge tan completamente que hasta finge que es dolor, el dolor que de veras siente.22

Ahora bien, en las páginas de Museo de la Novela de la Eterna, el argen­ tino dice: “Llamo belartes únicamente a las técnicas indirectas de suscitación, En el libro xxxv de su Historia natural, Plinio el Viejo cuenta que Zeuxis y Pa­ rrasios, dos pintores del siglo v a. C., celebraron un duelo para determinar quién era el mejor. Cuando Zeuxis desveló su pintura de uvas, aparecieron tan perfectas que los pájaros se acercaron volando e intentaron picotearlas. Los aplausos no se hicieron espe­ rar. Sin embargo, cuando Zeuxis le pidió a Parrasios que corriera la cortina para mostrar su pintura, se dio cuenta que la cortina en sí era la pintura, y Zeuxis otorgó la victoria a su oponente diciendo: “Yo he engañado a la naturaleza, a los pájaros, pero tú me has enga­ ñado a mí”. En efecto, mientras la primera había sido tomada como una representación perfecta de la realidad, la segunda había incitado un desconcierto, una vacilación entre la ilusión y la realidad en los espectadores (el Mareo Conciencial). El arte de Zeuxis era mimético, pretendía hablar de la realidad sin considerar que estaba utilizando un mecanismo artificial para lograrlo; la pintura de Parrasios era más profunda porque era consciente de su condición imaginaria y tenía, por su naturaleza ficcional, la capacidad de establecer un desvío irónico o paródico respecto de la experiencia cotidiana y artís­ tica. De esta manera, el público recordaría la sensación de titubeo e inestabilidad que le suscitó la obra. 22 Fernando Pessoa, “Autopsicografía”, en Obra poética, Ediciones 29, Madrid, 1981, t. i, p. 175. 21

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en otra persona, de estados de ánimo que no sean ni los que siente el autor ni los atribuidos a los personajes en cada mo­ mento” (mne, p. 121). En efecto, en este sentido, fuera de la técnica no hay arte; la novela, la obra, es la que debe incul­ car un estremecimiento o una emoción, no la identificación del auditorio con el fatal destino de un personaje. Por esa razón, creo que si Macedonio aún viviera recha­ zaría absolutamente toda esa porquería de películas en 3D y solamente asistiría a filmes en blanco y negro. De hecho, Macedonio utiliza el len­ guaje para colocar el dedo sobre el ren­ glón. Es decir, las bromas y aforismos –que pueblan no sólo Museo sino toda su obra– no terminan en el momento de la risa o el chiste, sino que tejen un universo humorístico que potencializa cosas más profundas.23 Son pequeñas frases que tuercen la sintaxis e invierten brus­ camente una situación para tambalear la estabilidad del lector: lluvias que se equivocan de días, viejos que recuerdan olvidar, dos trenes que chocan y cuya culpa la tiene el que chocó primero; consecuencias antes de las causas que afectan el tiempo y el espacio; la presencia del humor en situaciones poco humorísticas; obviedades que pasamos por naturales pero que, al ser señaladas mediante un absurdo, advertimos su barniz cultural; planos que si bien sólo pueden existir en el nivel del lenguaje casi-casi24 autorrefe­ He cumplido mi promesa de la página 151. Aquí ya estamos ahondando en el asun­ to, querido lector. Lo que quiera decir esa expresión. 24 Esta expresión mexicana le hubiera causado gracia al mismo Macedonio, al igual que los “ya-mérito; ahorita; ya-voy” y otras inflexiones del lenguaje que, más que confesar una raigambre perezosa, revelan nuestro profundo e ignorado entendimiento de la paradoja de Zenón. 23

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rencial, provocan un extrañamiento o inquietud en el lector que le permite reflexionar sobre la propia construcción de su cotidianidad. En pocas palabras, Macedonio Fernández emplea el humor como un bis­ turí que disecciona el tejido de la realidad para cuestionarla e intentar acceder a otra realidad insondable. Como si, por un instante, nos concediera el levan­ tamiento del Velo de Sophia para echar un vistazo del otro lado del lenguaje. ¿Cómo crea el mareo Unamuno? Mediante un factor que se repite constantemente: la interrupción. Este recurso juega el papel de resquebrajar tanto la realidad como la ficción. Son los vidrios rotos de Magritte (o las constantes llamadas al pie de página en “Cirugía Psíquica de Extirpación” de Macedonio).25 En Cómo se hace una novela, todo el tiempo asistimos al salto entre la “historia” de Jugo de la Raza,26 personaje que aparece leyendo una novela, y la vida de Unamuno-personaje-autor en el exilio, que cuenta cómo está haciendo la obra. Cada vez que algo va a suceder el relato se corta, se rompe, devolviéndole al lector (real, empírico, de carne y hueso) la distancia que le recuerda su estancia frente a un libro y no dentro de él. Lo que está planteando Unamuno al entorpecer el hilo de la acción, o Macedonio al suspender el relato para dar paso a una digresión exagerada, es decirnos: ¡Recuerden que es un artificio y yo soy el mago! “En el instante en que dejo de escribir dejan ellos de hacer” (mne, p. 77). O en otras pala­ bras: señores, “ceci n’est pas une pipe!” intermedio para contemplar las pinturas y comprobar que no lo estoy estafando.

Son estos pies de página. Para ser más exactos, las intrusiones son seis y se encuentran en las páginas 140, 145, 149, 151, 160 y 167, de la edición de Cátedra. 25 26

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También puede aprovechar para palparse los brazos, la cara, y fumarse un cigarrillo para no ponerse demasiado metafísico. iii . velázquez , jan van eyck y los espejos

Como hemos conjeturado anteriormente, Macedonio Fernández y Miguel de Unamuno despliegan su teoría en la obra misma y no aparte. Retardan, obs­ taculizan, impiden y sujetan la acción en una denuncia contra el realismo. Repudian la anécdota, el relato, la descripción. Y prefieren usar incongruen­ cias, olvidar tanto la identidad de los personajes como la ordenación tem­ poral y espacial de la historia, incluso optan por no narrar lo que pasa sino que sugieren, refieren, simulan que algo sucede –“es todo lo que pensó (el personaje) de lo cual algo dijo y nada se oyó”– (mne, p. 33) para, acto seguido, contradecir la acción o ignorarla y continuar con otros asuntos. Pero ¿para qué sirve todo esto? ¿Por qué tantos Mareos? ¿Para qué plantear nuevos problemas estéticos? A ambos les habrá causado gracia la patética defensa de los abogados de Flaubert y Baudelaire en los juicios de 1857, tratando de demostrar que las respectivas obras condenan el pecado, exponiendo fragmentos de los textos en el Palacio de Justicia de París. No se daban cuenta que la ficción tiene su realidad; que el mundo estético está sujeto a reglas propias que excluye al mundo extra-textual. Hubiera bastado gritar: “¡No jodan, esto es literatura!” Traigamos nuevamente la idea del Mareo Conciencial del lector. Tanto en Museo de la Novela de la Eterna como en Cómo se hace una novela, se tra­ ta de incluir al lector (que el lector sea leído), sin embargo la misma técnica de interrupción es un arma de doble filo: al incluirlo lo excluye. En otras pa­ labras, en el momento que el lector advierte la ruptura en la diégesis sucede el mareo y “sale del texto”; se percata de su condición de lector, siente sus huesos, la silla en la que está sentado y la ficción que está leyendo. Instante exacto en el que es expulsado de la obra. Desarrollemos un poco más esta idea. El método estilístico desplegado en ambos libros (no contar, rasgar el realismo, etc.) propone incorporar al lector en la obra. Macedonio y Unamuno, al intentar no caer en el relato, introdu­ 160

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cen trucos para que el lector se dé cuenta que está ante un artificio. Pero esto resulta contradictorio –y no está mal porque es precisamente el desdoblamiento una de las propuestas del argentino y del vasco– pues, en una primera instancia, querían que el lector constituyera la novela, pero al encontrarse éste ante la sensación del mareo, sale de ella, escapa de existir como lector para sospe­ char su no-existencia (en el libro o ¿en la realidad?): “Quien experimenta un momento el estado de creencia de no existir y luego vuelve al estado de creencia de existir, comprenderá para siempre que todo el contenido de la verbalización o noción ‘no ser’ es la creencia de no ser. El ‘yo no existo’ del cual debió partir la metafísica de Descartes en sustitución de su lamentable ‘yo existo’; no se puede creer que no se existe, sin existir” (mne, p. 42). Es necesario acercarnos a otra serie de pinturas que nos ayuden a com­ prender mejor. El lector de Museo de la Novela de la Eterna y Cómo se hace una novela entra y sale de las respectivas obras constantemente, como el público que se detiene delante de Las meninas (1656) de Velázquez o, aún mejor, frente a las de Picasso (1957). Pero quedémonos un momento con el cuadro del sevillano. El espejo que se advierte al fondo de la sala del palacio de la familia de Felipe IV implica que el lector está siendo leído. Es el elemento que permite a Las meninas crecer desmesuradamente, invadir nuevos espacios y absorber todo lo que se cruza a su paso como si se tratara de “El Zapallo que se hizo Cosmos”. El espectador encuentra su reflejo en el fondo de la obra y descubre su rostro. Se pregunta, ¿estoy dentro o fuera del cuadro? Contem­ pla y es contemplado. Y es que “el arte debe ser como ese espejo que nos revela nuestra propia cara”.27 Entonces siente el Mareo Conciencial, se sos­ Omitiré el nombre del autor de este verso por la simple razón de que siempre que se escribe sobre Macedonio se menciona a este otro escritor. Los críticos parecen estar fatalmente obligados a agregar su nombre en los mismos textos donde se estudia la obra del argentino; y la locura de ligarlos ha llegado a tal grado que el nombre del omitido parece ya el apellido del mismo Macedonio. Usted sospechará de quién estoy hablando, pero estará de acuerdo en que hasta ahora he logrado escribir un ensayo sobre Macedo­ nio sin mencionar al discípulo que lo ha ensombrecido, por lo que me rehúso a escribir su nombre. Se ha colado un grandioso verso de su autoría y, por lo tanto, tendré la con­ sideración de dejar tirada una “B” que ayude al lector a confirmar sus sospechas. Sin embargo, no escribiré su nombre esta vez. 27

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pecha personaje, y aunque solamente suceda por un instante, cree no existir él mismo. Se asoma al abismo. ¿Si él está dentro de la obra puede existir algo fuera? No sabe muy bien dónde está parado. Ni dónde se encuentra la obra. La duda, el titubeo, la liberación del tiempo y espacio de este mundo. La Nada por un segundo. Se pierde en la bruma del espejo en el que se esboza la figura de los reyes (que está pintando Velázquez personaje) y asume su lugar geográfico dentro (o fuera) del cuadro. Y es aquí donde se alcanza el efecto que Macedonio buscaba: la Conmoción Total de la Conciencia, donde el lec­ tor, al ser absorbido en una dimensión que se hunde en otra, se estremece al creerse por un segundo sin más existencia que la de los personajes. Como el que intuye el lector de Hamlet cuando éste se piensa humano al asistir a una obra de teatro. Puesta en abismo sobre abismo. Planos espaciales que se fun­ den artificiosamente en el área de composición que incluyen al espectador. Matrushkas de tinta y papel. El lector real voltea hacia atrás para confirmar que nadie lo está escribiendo. Quiere asegurarse que no es Augusto Pérez, el personaje de Niebla, del mismo Unamuno. Existe otra pintura en la que sucede este efecto: El retrato de los esposos Arnolfini (1434), de Jan van Eyck (¿qué tengo hoy con los flamencos que se me aparecen tanto? Éste sería el cuarto, pero la desconsideración que tuvo Magritte al nacer del lado belga de la frontera…). En ella hallamos a Gio­ vanni de Arrigo Arnolfini, un rico comerciante italiano, afincado en Brujas, y a Giovanna Cenami, quien procedía de una acaudalada familia italiana que vivía en París, tomados de la mano en una habitación decorada con una cama roja, un ventanal, algunos muebles y un candelabro. La escena parece­ ría normal, exceptuando el ridículo sombrero del hombre y el extraño peinado de la mujer. Pero dejémonos de bromas. Lo importante acá es nuevamente el espejo que aparece en el fondo: gracias al reflejo, sabemos la verdadera y secreta historia del cuadro. La anécdota viene a darse a conocer por un reflejo, por un rebote, por un medio indirecto de suscitación, por una técnica artística o invocando a Jep Gambardella al final de La grande bellezza: por un truco.28 28 En realidad, iba a citar a los formalistas rusos para darles el crédito por la palabra “truco”, pero sonaba más refinada en la boca de un italiano. Sin embargo, esta interrup­ ción no es para confesar mis fuentes sino para mencionar a Silvina Ocampo, lectora

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El espejo es el centro de gravedad de la pintura del flamenco. Los persona­ jes que aparecen en él, además de las espaldas de los esposos, son un sacer­ dote y un testigo, necesarios en todas las bodas. Ahora bien, el testigo no es cual­ quier persona sino el propio pintor del cuadro vuelto personaje (igual que en Las meninas, de Velázquez ((y en Museo de la Novela de la Eterna, de Mace­ donio Fernández (((y en Cómo se hace una novela, de Unamuno)))))). Esto se sabe por un detalle que aparece arri­ ba del espejo: una firma, que no sólo reclama la autoría del cuadro sino que testifica la celebración del matrimonio: “Johannes de Eyck fuit hic 1434” (“Jan van Eyck estuvo aquí en 1434”). De esta manera sabemos que la pintura es un documento matrimonial, que no conocemos directamente sino indirectamen­ te, por un procedimiento artístico que exige la participación y la inclusión del espectador. La posición que ocupan tanto el clérigo como el pintor-personaje, en El retrato de los esposos Arnolfini, es la misma que habitan los reyes en el cuadro de Velázquez. Y dando pie al juego de identidades y desdoblamientos, son el espacio geográfico en el que se sitúa el espectador al observar las res­ pectivas pinturas. Entonces, todo convive, se discute y reflexiona dentro de las obras. Y al incluir al lector en una dimensión que simula su existencia (gracias al espejo) dentro del cuadro o el libro, provoca de nueva cuenta esa inquietud fantástica que lo despoja de su (ahora frágil) convicción de existir. Esta no-existencia que comparte el lector con los personajes es motivo de Macedonio, quien escribiría innumerables cuentos trabajando con la teoría de los espejos. Basta mencionar “Cielo de claraboyas”, de Viaje olvidado (1937), donde una niña relata la escena de un crimen a través del filtro que supone un techo de claraboyas. 163

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suficiente para insistir en el rechazo contra el realismo. Porque para que una novela sea realista el lector debe entrar en complicidad con la historia y creer que existe la amada, el caballero, la muerte, las lágrimas, las ven­ ganzas, la belleza, etc. Y al plantear la no-existencia de nada ni nadie sino siendo tomados los personajes y la trama como simulaciones, pinceladas, palabras, el lector no tendrá con quién identificarse y se encontrará a expen­ sas del Arte.29 Parecería ser que, por un momento, Macedonio Fernández podría es­ clarecer su técnica ocupando el lugar de Hamlet en el acto II, escena II de la obra de Shakespeare: (crítico literario) ¿Qué estáis escribiendo, mi señor? polonio

(Hamlet) Palabras, palabras, palabras… macedonio fernández

polonio

Aunque esto sea locura… hay cierta ilación en ello.30 Lo curioso es que ambos espejos, tanto el del español como el del fla­ menco, se encuentran al fondo, dando la impresión de lejanía respecto al público. Y ése es precisamente su lugar, pues si estuvieran cerca el lector los podría tocar y se empañarían, arruinando la técnica del reflejo extra-pictóri­ co. Metáfora fácil de asimilar con Macedonio, quien introduce el espejo en Incluso la idea que señala Ricardo Piglia en su Diario: la pérdida de la mujer –que desencadena el delirio filosófico en los personajes de Museo; Rayuela, de Cortázar; Los siete locos, de Roberto Arlt; Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal; La invención de Morel, de Bioy Casares; y “El Aleph”, de Borges– es un mero pretexto, una justificación para de­ sarrollar teorías artísticas y filosóficas. Unas décadas antes, lo había notado correctamente Victoria Ocampo (si previamente mencioné a su hermana debía hacerle un espacio a ella también) en De Francesca a Beatrice: estos escritores “no se habían atrevido a morir por el amor; habían buscado solamente un medio de descender vivos a los infiernos”. 29

Referencia a Hamlet, de William Shakespeare, trad. de Luis Astrana Marín, Alian­ za, Madrid, 2011. 30

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su obra sutilmente, en lontananza. Recordemos que quiere que el lector sea leído, pero no es lo más obvio del libro. Uno tiene que buscar y encontrarlo (o encontrarse) precisamente en la esencia de sus palabras como si dijera en el fondo del salón de Las meninas o de la alcoba de los esposos Arnolfini. Regresemos a la segunda instancia de Las meninas, momento en el cual el público descubre a Velázquez (personaje)31 y se pregunta, al igual que en el caso de van Eyck, cómo es posible que haya entrado en la obra la misma persona que la pintó. Entonces el guiño, la paradoja, la triangulación, los trucos se descubren y el espectador sale de aquel espejo del fondo en el que se encontraba sumergido –cediéndole su lugar a los reyes– y retorna a la si­ lla en la que está sentado, sintiendo su edad, sus preocupaciones y sabiendo que los personajes (las meninas, Velázquez, el perro y el misterioso hombre del fondo) son funciones: meros pretextos para cavilaciones estéticas y me­ tafísicas del autor. Pero que, por un momento, sacudió nuestra convicción de existir. En realidad, Velázquez pintó un retrato sobre el arte de pintar retratos. Por esta razón, el sevillano se representó a sí mismo tan ostentosamente: para glorificar su actividad, su arte, su teoría. La pintura no tiene un objetivo docu­ mental sino poético. De igual forma, Macedonio se introduce como un personaje humorístico, altamente metafísico e irónico. Durante el siglo xx, los artistas explotarían esta técnica vertiginosa en sus autorretratos para tratar de encontrar, a su modo, la Conmoción Concien­ cial del Arte. Por ejemplo, la bella Zinaida Serebriakova pintaría en 1917 Tata y Katia, donde sus dos niñas posan aburridas delante de un gran espejo, en el que se refleja la artista con su lienzo a la mitad de siete planos (o habita­ ciones) que se disparan hacia el fondo; en 1960, el ilustrador estadunidense Norman Rockwell crearía su Triple autorretrato, resumido en un personaje que se mira detenidamente en un espejo mientras dibuja su rostro en una tela. Pero no sería sino hasta 1973 cuando Dalí complicaría todo con su ma­ cedoniano Dalí de espaldas pintando a Gala de espaldas eternizada por seis Sería lo mismo afirmar que el lector descubre a Macedonio (personaje). Aclaro los paralelismos para que nadie olvide que el tema principal aquí es el escritor argentino. Bastante olvidado está ya en las librerías del siglo xxi como para concederle otra des­ cortesía. 31

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córneas virtuales provisionalmente reflejadas en seis verdaderos espejos. Un complejo juego de sensaciones espaciales que ningún espectador ha logrado transmitir a otro con plena satisfacción. Sus explicaciones, que más parecen balbuceos, siempre terminan reduciéndose a la sentencia: “tienes que ver la pintura por ti mismo”. A pesar de los interminables borradores que he des­ echado, intentaré una última descripción para que el lector pueda darse una idea antes de arrojarse a los brazos del Internet. Como bien anuncia el flamante título, Dalí (personaje), de espaldas al espectador, está sentado frente a un caballete donde se dispone a retratar a Gala, quien también se encuentra sentada de espaldas, pero de cara a un espejo donde se reflejan tanto su rostro como la peculiar cara del figuerense. El lienzo, las miradas, el espejo, la perspectiva, abren espacios insospechados en la ima­ ginación. Pero ¿cuáles son las seis córneas? Son cuatro las de los personajes que se reflejan, más otras dos que provienen de más atrás, del espectador que examina toda la composición y completa la obra. Sin embargo, Dalí agregó el adjetivo “virtuales” a las “córneas” de su título, lo que provoca que el público se convierta en personaje y entre en el juego de los “verdaderos” espejos o mareos artísticos. ¿Es una sonrisa la que esbozó, querido lector? Anteriormente propuse que la metáfora pictórica sería aún mejor si to­ máramos a Las meninas de Picasso, y esto lo decía no como un simple apunte a pie de página o una manera de demostrar mi parca cultura, sino porque la obra del malagueño es cubista, y “qué es el cubismo sino un canto al espejo, pero al espejo que estalla en mil pedazos liberando las formas que antes aprisionaba”.32 Es el Museo de la Novela de la Eterna al cuadrado. Es una radiografía, una reinterpretación de cómo se está reelaborando una obra que habla sobre el hacer de una obra; además de mostrarnos la constitución de la pintura o el libro, a partir del autor (de carne y hueso), el lector (personaje), el autor (de tinta y papel), el lector (empírico) y los personajes o funciones o pinceladas o pequeñas letras que forman las palabras “pequeñas letras”. Así que todas estas fragmentaciones, duplicaciones, metamorfosis, encajan per­ fectamente en el cubismo de Picasso con mayor fineza que en el barroco de Velázquez. 32 Manuel Pereira, “El vicio de mirar”, en Biografía de un desayuno, Miguel Ángel Porrúa, México, 2008, p. 63.

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macedonio fernández y la literatura quirúrgica

La respuesta a la pregunta que se planteó al comienzo de este capítulo se ha ido esbozando. Los límites, las rupturas, es decir, los vidrios rotos de Ma­ gritte, los espejos de Velázquez y Van Eyck, inventan la existencia de espacios que se encontraban fuera de la composición de la obra e incorporan al espec­ tador en la misma. Abren la posibilidad de exploración y nuevas sensaciones concienciales suscitadas por el Arte. Los libros de Macedonio Fernández y Miguel de Unamuno permiten experimentar estas zonas y cuestionar nuestra propia cotidianidad al disparar las preguntas: ¿bajo qué parámetros consi­ deramos a una obra de arte?, ¿la portada de un libro también es parte de la obra?, ¿por qué una nota al pie de página no podría funcionar como ficción?, ¿cómo estar seguros de las nociones de existir si se basan en el lenguaje?, ¿dónde comienza un filme?, ¿con el anuncio de la productora o con la prime­ ra imagen?, ¿y un disco?, ¿y dónde acaba una pintura?, ¿un prólogo es arte?, ¿y si una novela no cuenta una historia sigue siendo novela?, ¿la bibliogra­ fía puede ser diegética?, ¿una receta médica podría convertirse en poema?, ¿una teoría puede ser cuento?, ¿puedo escribir un ensayo únicamente con una enumeración de preguntas que abrumen al lector? Macedonio y Unamuno han puesto en jaque nuestras concepciones ar­ tísticas. Han planteado nuevos horizontes de imaginación precisamente en la disección entre realidad y ficción. iv . reivindicación de rembrandt

Algo resuena en mi conciencia, un eco, como si hubiese olvidado a alguien. Ah, ya sé: ¡no he mencionado a Rembrandt desde hace varias cuartillas! ¡Qué desconsideración de mi parte! ¡Y nadie me avisó! Pero no se preocupen, tantos desdoblamientos me han permitido meditar algo que incluirá nuevamente al flamenco. Si usted leyó con atención la primera página del ensayo recordará que le aconsejé amablemente que no olvidara a Aris Kindt, el muerto que tiene la mala costumbre de reaparecer en mi trabajo.33 Y no lo hacía por causarle un sabor amargo sino porque sabía que, después del recorrido por los espejos, po­ día suceder una última metamorfosis: ¡Aris Kindt, el cadáver que está a total 33 Como si fuese el único muerto que tiene la extraña manía de permanecer en este mundo y provocar más de un susto cada vez que lo ven.

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gabriel martínez bucio

disposición del doctor Tulp, es también el lector! La cirugía literaria, estéti­ ca, conciencial, moral, hepática, bariátrica, endócrina, abdominal, respira­ toria, de buen gusto, de Arte, de intención curativa, de intención existencial, de no-intención, la están realizando tanto Macedonio como Unamuno a la obra literaria, a ellos mismos y a usted, lector. Pero sintámonos dichosos de llegar al supuesto “final” de mi ensayo y propongamos algo más atrevido. No es posible encontrarnos en la página treinta y dos y seguir siendo prudentes. Como se mencionó al principio de este texto, las respectivas obras fue­ ron compuestas por todos los sistemas vivos y artificiales que estaban a la mano: la escritura, la re-escritura, los borradores, los pies de página, los prólogos, la no-existencia de los personajes, el no contar, los autores, sus rasgos biográfi­ cos, sus teorías sobre el arte, su rechazo del realismo, su técnica narrativa, el estilo, el lector, la relectura, la re-interpretación de la obra, Aris Kindt, doctor Tulp, los siete cirujanos, el público que asistió a la disección en el siglo xvii, en el xx y el xxi, Rembrandt, Unamuno y Macedonio. De esta manera, si a lo largo de mi trabajo han existido tantas fragmentaciones y transfiguraciones, quitémosle el pudor a la pluma y sentenciemos: tanto el Lector como Macedonio Fernández y Miguel de Unamuno pueden ser, cualquiera de ellos, al mismo tiempo: doctor Tulp, Aris Kindt y los siete cirujanos que observan inquietos hacia el público, hacia el muerto y hacia la disección. De esta manera, este recorrido literario cierra con un Mareo Conciencial, como si hubiésemos pasado la mañana en el oleaje del océano para, entrada la noche, recostarnos en la cama y sentir ese ligero vaivén que se nos queda en el cuerpo como un eco. Así que mi ensayo termina en una fiesta, en una orgiástica metamorfosis literaria, en una cirugía de extirpación de cualquier atisbo de realismo para acceder a una realidad más profunda… aunque sea por un breve instante.

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La vigilia de la aldea

El odio y la magia A lejandro B adillo Luis Panini, La hora mala, Tusquets Editores, México, 2016, 167 p.

Una de las características importantes de la generación de narradores mexica­ nos nacidos en los años setenta y ochen­ ta es la dispersión de temas y estilos. Se puede trazar una línea que va del rea­ lismo más clásico hasta la imaginación más desaforada. Es difícil, más allá de las coincidencias generacionales, encon­ trar puntos en común entre las dece­ nas de autores que han publicado sus primeros libros en editoriales indepen­ dientes o aquellas que pertenecen a los grandes emporios comerciales. Luis Panini (Monterrey, 1978) es un ejemplo fehaciente de la búsqueda de un estilo que, sin tomar en cuenta los temas de sus contemporáneos, constru­ ye un mundo en solitario en el que los códigos forman parte de un paisaje am­ plio. Sus primeras obras, los libros de cuentos Terrible anatómica y Mala fe sensacional, publicadas en 2008 y 2010, respectivamente, ofrecen una mirada que se regodea en la violencia, la carnali­

dad y el espectáculo voyerista. En am­ bas obras, importantes para analizar el resto de sus libros, hay una vocación por un mundo en el que los personajes, antes que reflexionar o sumergirse en densos estados psicológicos, actúan por inercia, como autómatas dirigidos por un instinto ancestral aguijoneado por los medios de comunicación, la imagen vacía de un televisor, enfermedades deforman­ tes e incurables. El festín de desmem­ bramientos y la orgía grotesca de Panini tiene –al menos en mi lectura– como propósito más evidente usar la crueldad para desnudar al ser humano violento, inmisericorde y absurdo. Como la sá­ tira griega cuyo objetivo, además de la risa, era poner en evidencia los defec­ tos de los hombres a través de la carica­ tura o de la exacerbación de la miseria humana, Panini muestra en este des­ pliegue carnavalesco una crítica soterra­ da a la frivolidad del mundo actual, en el que la imagen no transmite más que 169

escenas vacías y el dolor humano se ha vuelto una referencia que mueve a una fría contemplación carente de compro­ miso. Tratando de encontrar coincidencias entre los narradores coetáneos a Panini, sólo Carlos Velázquez (Coahuila, 1978) se le puede emparejar en cuanto al uso de la provocación como anzuelo literario. Sin embargo, el coahuilense tiende a la caricatura y Panini, además de la crítica mordaz que puede captar cual­ quier lector, lleva su escrutinio a terre­ nos más plásticos: el ojo se sumerge en los hombres y mujeres enfermos o desmembrados como una especie de revelación estética y, detrás del horror de la sangre, se percibe la intención de mirar el cuerpo en derrumbe como un objeto escultórico que, a su vez, lleva la historia a una interpretación que se aleja de lo predecible y lo gratuito. En este aspecto Panini tiene mucho que ver con la narrativa de Mario Bellatin, quien usa a los personajes y escenarios como metáforas absurdas que, además de la información que muestran a pri­ mera vista, esconden un experiencia estética en la enfermedad, el sinsenti­ do e, incluso, lo ritual. La hora mala parece un leve cambio en la obra del autor. Si bien se mantie­ nen algunas constantes (el regodeo en el cuerpo como un objeto inanimado, sujeto a cualquier tipo de experimenta­ ción), se añaden elementos de índole fantástica que mueven la historia a una interpretación más interesante, de más 170

dimensiones. La historia empieza con un joven accidentado que yace sobre el pavimento. A partir de este detonante el autor dispone una serie de hechos que, desde una falta de lógica, interro­ gan y postergan la toma de alguna deci­ sión sobre el joven. Panini toma como referencia la ilusión del tiempo: cada uno de los capítulos de La hora mala está marcado por minutos, empezando desde las tres de la tarde, para que, su­ puestamente, cada uno de los fragmen­ tos corra como una película en tiempo real. Sin embargo, lo que concentra la tensión narrativa no es seguir este jue­ go, sino observar cómo el tiempo, en lugar de concentrarse, se expande gra­ cias a la falta de acciones que podrían mover la historia en un terreno veloz o una dinámica que, al menos, ofrezca la sensación de que la historia “va” hacia algún lado. El joven se mantiene inerme sobre el asfalto y, alrededor, se reúne una variopinta selección de personajes que, como en una puesta teatral, se in­ corporan al escenario. Estos personajes indagan, sin ir demasiado lejos, por la condición del joven. Alguno dice que está vivo. Otros más se preguntan si podrá sobrevivir mientras llega una am­ bulancia. Intervención tras intervención, pregunta tras pregunta, queda claro que ninguno de ellos hará mucho por el ac­ cidentado que, como una estatua, per­ manece en la misma posición, sin dar señales de alguna transición o si lucha por su vida. Hasta esta parte, quizás el primer

cuarto de la novela, nos enfrentamos a esta distensión del tiempo. El efecto es llevar la historia a través de los diá­ logos y pláticas de los personajes que, como un coro, se enfrascan en detalles, nimiedades de sus vidas que llenan líneas y más líneas. La preocupación inicial es sustituida paulatinamente por la curiosidad y, después, por una apatía que, en algunos, se transforma en odio. El cuerpo del joven pronto se convierte en un problema con el cual deben lidiar. Al llegar a este punto comprendemos que la trama ancla sus primeros supuestos en la poética kaf­ kiana. Personajes que, en lugar de ver lo evidente, se concentran en parloteos que conducen a callejones sin salida. Panini pudo seguir esta línea hasta el final de la novela y, quizás, exacerbar con la caricatura la condición del joven rodeado de un montón de personajes cuyas prioridades tienen que ver con todo menos con él. Sin embargo, cuan­ do los testigos están esperando la lle­ gada de una ambulancia, Panini hace aparecer a un hombre vestido de frac, capa y chistera que, además, está en­ vuelto por una niebla blanca olorosa a azufre. El narrador, en tercera persona, indica que, a pesar de lo sobrenatural de la escena, las personas no se espan­ tan ni reaccionan a esta intromisión. Más allá de que, según mi punto de vista, el comentario del autor pudo ser eliminado para que, quizás, las voces de los personajes indicaran al lector que la aparición no trastoca sus vidas,

a partir de este momento la novela deja esa aparente homogeneidad construida desde el comienzo y se encamina a un nuevo rumbo. Uno de los aspectos que tuerce un poco la trama es, además de la apari­ ción del extraño, el lenguaje del narrador que, sin ser barroco, ocupa giros retóri­ cos que no habían sido utilizados hasta ese momento de la novela. El principal es el uso del epíteto, es decir, definir o llamar a un personaje por una cualidad o característica. El hombre misterioso –una mezcla de diablo con prestidigi­ tador– es definido una y otra vez con epítetos que describen su apariencia o su personalidad. Este recurso le añade al tono de la narración un toque carnava­ lesco, una sutil exageración que indica, tal vez, una dirección mágica o sobrena­ tural a una serie de eventos que aún no se desprenden de su condición realis­ ta. El mago (voy a definirlo así ya que el autor prefiere esta palabra en casi toda la obra) se expresa en un lenguaje elaborado, teatral incluso, que no sor­ prende a sus escuchas, cuyas expre­ siones tienden a la simpleza. El mago comienza a despertar las dudas de los testigos sobre la causa del accidente del joven y, sobre todo, de su modus vivendi. Sin una prueba irrebatible co­ mienzan a especular sobre las costum­ bres del accidentado. Cada suposición negativa da paso a una peor hasta que no hay vuelta atrás. El extraño, como pie­ za vigilante de que se cumpla el destino cruel sobre el joven, aconseja, conduce 171

las intervenciones de los testigos que, en la parte final de la novela, no tienen dudas de sus suposiciones a pesar de que estén fundadas en el aire. El joven caído, desde su indefensión, capitaliza todos los odios, miedos y supersticiones. Llama la atención, además de los elementos que describí anteriormen­ te, el uso de algunos recursos que tra­ tan de llevar la historia a un territorio fuera de lo literario o, para explicarlo mejor, llevar al lector a un sitio menos directo y más sujeto a interpretaciones amplias. Palabras que no se dicen y que están marcadas por una línea que in­ dica una frase perdida. Es como si nos enfrentáramos a un documento censu­ rado o, también, a un espionaje en el que el mensaje, la información, sufre mutilaciones. La sensación es atestiguar, desde una estrecha rendija, la gestación de un crimen. Una vez terminada la lectura se des­ cubren dos líneas rectoras, las dos pie­ zas con las que juega Panini: atestiguar, por un lado, cómo la atmósfera y el linchamiento de los vecinos sigue sin ningún sustento creíble y, por el otro, comprobar si el mago es sólo un sim­ ple detonador de los prejuicios de los personajes o si tendrá un papel más activo en el futuro. Con la conclusión de la historia nos damos cuenta de que el mago es, simplemente, el espíritu de la discordia que sólo hace visibles los pensamientos más escabrosos de los per­ sonajes y logra que su contagio diluya la responsabilidad que, en un origen, sien­ 172

ten por el joven accidentado. En Masa y poder, Elias Canetti trata de analizar el comportamiento de las personas en so­ litario y cuando están sumergidas en la masa. La responsabilidad se fragmen­ ta y los peores prejuicios salen a flote cuando alguien encuentra un asenti­ miento o, por inercia, se suma a un es­ tado que puede ser psicosis colectiva, revanchas absurdas o, simplemente, el deseo de congeniar con el otro para no estar fuera de la comunidad, no ser vul­ nerable y, tal vez, evitar ser la próxima víctima. Esta problemática, por desgra­ cia muy actual, se mueve tras las pági­ nas de La hora mala. Habrá algunos lectores que encuen­ tren forzada la intrusión del mago pues su propósito –impregnado de un halo fantástico que busca la ambigüedad– es desatar reacciones que podrían des­ encadenarse gracias a los propios pre­ juicios de los testigos, sin necesidad de ningún acicate extraño. Sin embargo la función del mago, según mi entender, enlaza cierta experimentación del rela­ to que encuentra vasos comunicantes con los pies de página, el pequeño pa­ saje en el que Luis Panini se mete en la narración y discute con la voz que lleva la historia y, finalmente, la serie de equívocos, partes ocultas detrás de rectángulos negros, entre otros acciden­ tes que forman una segunda vertiente en la apuesta del autor. Quizás estos cortes en el camino, estas intrusiones en la narración, podrían explotarse más si no sólo fueran incidentes ais­

lados en la linealidad de la historia. La extensión de la novela, 167 páginas que podrían ser muchas menos con un trabajo editorial distinto, limita la in­ clusión de estos breves experimentos. La hora mala es, como lo mencioné al principio de esta nota, un leve giro en la narrativa de Luis Panini. Se man­ tiene la crítica social sin caer en un di­ dactismo ramplón y, por otra parte, el estilo narrativo explora lo fantástico y algunos matices coquetean con lo ale­ górico. En mi papel de lector me gusta más esta segunda posibilidad: pensar en un mensaje cuyo poder radique en un espejo en el que podamos vernos desnudos y que el símbolo sea el que perdure en la mente después de la lec­ tura. Me parece que este aspecto es la promesa que deja esta novela.

La crítica divergente I gnacio O rtiz M onasterio Héctor Iván González, Menos constante que el viento, Abismos Casa Editorial, México, 2015, 204 p.

No dudo que la literatura cumpla fun­ ciones psicológicas y sociales funda­ mentales. Para muchos escritores, es el medio a la visibilidad, una manera de llamar la atención, de figurar o al me­ nos no pasar desapercibidos, un último

recurso, el yawp bárbaro de Whitman. Es a veces, también, la única manera de decir algo, de sacarlo, como si de verdad pronunciar equivaliera a expul­ sar, a exorcizar. Puede ser también la única realización soportable de ciertas fantasías, es decir, soñar despierto. So­ cialmente, la literatura es una ruta de escape, es evasión. Si la humanidad man­ tiene un mínimo de cordura es gracias, en parte, a las dosis de delirio inofensivo que permiten los libros, el cine, el teatro. Es también discurso: las novelas, los poemas, los ensayos modulan creencias, orientan ideas, regulan emociones. La literatura cumple todas estas funciones, pero al menos para quienes la estiman, para los que ven en ella no un medio sino un fin último, por romántico que suene, no para los sociólogos, ni los an­ tropólogos, ni los politólogos de la lite­ ratura, ni siquiera para sus filósofos, sino para quienes, por ejemplo, la leen y la agradecen en secreto, la literatura sería muy poca cosa si no fuera ante todo un placer, quizás el más sutil, el más sofisticado, junto con las demás artes. Otro tanto hay que decir de la crí­ tica literaria. Sí: la crítica es para el individuo que la ejerce un rito de apro­ piación, una forma de poseer la obra mediante la observación, el saber, la sensibilidad, el tacto casi, como en el amor, sello definitivo de una relación personalísima. Es camino de rigor a la sabiduría. Es a veces arte por derecho propio: creación que incorpora las pie­ 173

zas recombinadas y resignificadas de un producto previo. La crítica, al mis­ mo tiempo, arbitra las relaciones entre autor y sociedad. Para bien o para mal, marca cauces para el gusto colectivo. Le resuelve a la gente un problema para el que no tiene tiempo ni, con frecuencia, aptitud: qué leer, cuáles novelas acometer primero, a qué poeta escuchar. Hallar al menos un crítico en quien confiar ten­ dría que ser asignatura de cualquier afi­ cionado a los libros. La crítica verdadera incomoda a los poderes culturales: ca­ sas editoriales, canales de comunica­ ción, autores consagrados, reseñistas notorios. Llama a la rebelión intelec­ tual y emocional. Sin una crítica viva, justa pero certera, el medio de las letras no puede gozar de salud. Tampoco, me temo, la sociedad en general. La crítica es fundamental para quien la practica y para la polis toda. Sin embargo, para ese mismo género de románticos, esa mi­ noría aparentemente ociosa, esos perse­ guidores de quimeras –los mismos, se olvida, que con sus creaciones distraen a las masas y a los poderosos de las mi­ serias diarias—, para ellos, si la crítica literaria no es ante todo una inflama­ ción del entusiasmo, un rebote lúdico, unas horas en el parque o un paseo, no es nada y de nada vale. Etimológicamente, divertirse signifi­ ca ‘irse por varios lados’. Menos constante que el viento es un ejercicio de divertimento, justo en este sentido. El autor toma una senda, la recorre sin premura, llega a un cruce, se desvía, 174

salta a un camino principal, baja por él, se detiene, se tira bajo una sombra, reemprende la lenta marcha, regresa sobre sus pasos: en suma, se disemi­ na. Va de un lado a otro siguiendo su curiosidad, como él mismo ha dicho, y al hacerlo experimenta el otro matiz del mismo término: se entretiene, se in­ corpora al torrente lúdico de la crítica. Lo primero que Héctor Iván González hace en estas páginas es citar a Michel de Montaigne. Lo siguiente, distinguir entre autores exhaustivos y dispersos mediante una prosa satisfecha y co­ loquial que remite sin remedio al en­ sayista francés y, en particular, a las meditaciones sobre su propia escritu­ ra. Nada de esto es gratuito. Libro “zi­ gzagueante”, de “amplia frecuencia”, dado al placer y de título afortunado además, Menos constante que el viento pertenece al género de pensamiento inaugurado por Montaigne. No hay que caer en el error, sin em­ bargo, de confundir el juego con la anar­ quía, la diseminación con la dispersión, el antojo con el apetito indiscrimina­ do. Héctor Iván habla en su prólogo de azar, de sus propias “conductas alea­ torias”. Yo no diría “azar”. El gusto y los impulsos pueden conducirnos por lados inesperados, pero no ciegamente. Buscan su satisfacción y saben que no podrán tenerla en cualquier parte. Por eso este libro vuelve, una y otra vez, so­ bre la literatura argentina; por eso nun­ ca abandona del todo la mexicana, por eso recurre siempre que puede al orbe

lingüístico y cultural francés. En lo tem­ poral, domina el siglo xx. Hay asomos a la Grecia clásica, a los albores del hu­ manismo italiano, a la segunda mitad del xix. ¿Dónde están los románticos alema­ nes o el Renacimiento estadunidense, entre tantísimos otros movimientos que el autor, en su excursión, decide pasar de largo? Sería absurdo pretender que lo abarcara todo, pero hay obvias pre­ ferencias. La distancia focal no es menos cam­ biante: en el libro de Héctor Iván hay close ups que escrutan un solo libro de Paz, que disecan minucias de su expre­ sión poética; planos medios para seguir muy de cerca el drama de Jean Genet o Alfred Dreyfus; planos abiertos que sitúan a un autor como Dante en su cir­ cunstancia social; o planos panorámi­ cos, por ejemplo el que comprende a la literatura latinoamericana. Sin embar­ go, creo advertir en Héctor Iván cier­ ta debilidad por el acercamiento, por la toma íntima, afectiva. En cantidad, predominan sin duda los textos que im­ ponen una mínima distancia crítica. No así en calidad. A la observación estric­ ta, documental, de la poesía de Paz, a la disección justa y ordenada de la na­ rrativa argentina, a la revisión histórica y distante de Dante, se contrapone el encanto ante la narrativa completa de Del Paso, el elogio a William Faulkner o la entusiasta descripción del trabajo de Michon, pero sobre todo se contra­ ponen los retratos literarios, menos lla­ mativos tal vez pero más entrañables,

por cálidos, por cordiales, de personas –que ya no personajes– como Manuel Vázquez Montalbán, como Pura López Colomé, como –de un modo extraño– Ne­ llie Campobello y Charles Baudelaire. Es en este registro, el de la admira­ ción pero también el de las afinidades electivas, que Héctor Iván González pro­ duce su prosa más lograda. No sólo en términos estrictamente gramaticales. Aquí, como una planta que encuentra al fin las mejores condiciones ambientales, la escritura de este autor aflora plena­ mente. Ya no es escritura de asomos y despuntes, es creación completa. Hay críticos que consiguen su tono más asertivo, más logrado, en la adversidad, en el choque, la denuncia. Héctor Iván lo consigue, me parece, en la concordia, por inverosímil que esto parezca. Menos constante que el viento abre, sí, con ánimo un tanto beligerante. Remata, sin embargo, con uno reconciliador. El dejo de incredulidad ante la poesía de Octavio Paz da paso, poco a poco, a la fe en Baudelaire. Y por alguna razón, por obra de la inspiración o porque la simpatía demanda canales finos de ex­ presión, encontramos de este lado el verdadero estilo, la palabra preñada, es decir el lenguaje literario. Doy sólo unos ejemplos. De López Colomé dice que se mueve en sentido opuesto al público, “como si su poesía formara parte, más que de actos mul­ titudinarios, de pequeñas confesiones que se entonan con mantilla y velo [cuan­ do] rompe el alba”; se refiere a la luz, 175

“no la simple, sino la que ha sido alte­ rada por el ventanal de la conciencia”; aclara que en esta obra “siempre es una primera vez (…), siempre hay un encuentro inaugural, un dejarse ir sin saber si se irá a volver. (…) se siente que el espíritu o, si se prefiere, la dis­ posición de Pura leva alas, empieza a elevarse”. De Las flores del mal dice que es “la más grande e irrefutable respuesta que haya dado el hombre a la industria. Baudelaire es el primer autor en per­ cibir que hay más de una manera de morir, pues en su concepción la muer­ te no era el final sino el salto a algo distinto; (…) en la industrialización, ve la más rotunda manera de perecer, de disolverse en la masa sin dejar una sola huella”. Y remata: “Por eso, cuan­ do Baudelaire regresa de la Dinamarca shakesperiana, escribe un carpe diem a su bella enamorada, Jeanne Duval, el poema más tierno y más amoroso, el más real que se haya escrito jamás”, aquel que “desde el segundo círculo de In­ fierno envidiará Petrarca por los siglos de los siglos”. Por congruencia y por amistad, no debo dejar de decir que a mi parecer al­ gunas oraciones y párrafos del libro ad­ mitirían ciertas modificaciones, ciertos ajustes de índole estrictamente sintác­ tica. Tampoco, que de cuando en cuando el hilo del argumento parecía perderse, como en el primer ensayo, subordinado tal vez al entusiasmo, al zigzagueo por lo demás positivo del que hablaba al 176

principio. Hay, por supuesto, opiniones con las que no coincido; de eso se trata en parte el género ensayístico. Pero re­ conozco también el notable bagaje de lecturas del autor, que se asoma tanto aquí como en la conversación; su espí­ ritu crítico, es decir receptivo pero tam­ bién polémico, reflexivo, inquisidor; su talento literario, que es prácticamente una vena poética, y lo que es tal vez más importante, su amor al oficio. Menos constante que el viento es un libro en el que alientan estos atributos. Hay páginas, muchas, en las que los vemos cristalizar. Tal es el fruto del juego, del irse por varios lados, de una personali­ dad inquieta, infrecuente, inconstante.

Celador de monstruos G erardo M onroy Álvaro Luquín, Panóptico, Bonobos Editores, Toluca, 2015, 71 p.

Vigilarlos e ir diciendo: ya verán, van a oírme. Desde la torre central de su pa­ nóptico, el vigía ha ido recogiendo las observaciones sobre las criaturas que se le han dado. Parecen yacer, pero se mueven, con pulsiones ignaras o deseos preconcebidos, cada una en lo suyo, en sus estragos, en sus pretenciosas ob­ tenciones. Pululan por las crujías, en los patios o en las celdas sin saber que

forman parte de una construcción ce­ rrada y perversa. Eso al vigía le place: ver a esos seres retorcidos, maniatados o irrelevantes sin que se den cuenta. Pero, ¿quiénes son esos personajes? Furias surgidas de los fondos del vigía mismo, individuos que acaso existieron o figuras venidas de relatos oídos, im­ presos o aparecidos en pantallas: per­ sonajes asimilados por quien los mira, los narra y quisiera expelerlos. Acaso expiarse en ellos. Álvaro Luquín propone una serie de relatos que a la primera no se sabe de qué tratan ni quién son sus personae –acaso personajes ya extraídos, devorados por él en quién sabe qué años de ocio o de estudio, de ansia o desbalagamiento–. Esos relatos están bien contados: rit­ mo, mesura de las pausas, brevedad. Y ya en una ociosa relectura uno advierte que nos está cuenteando. Ajá: “sus” per­ sonajes son inventados de otras inven­ ciones; sus “personas” son extirpadas de otros encuentros; sus decires juzga­ torios vienen de un rechazo a no acep­ tar su propio devenir. Es complicado, hubiera dicho en una declaratoria del feis. Pues sí y no. Estas cosas, con sus rispideces, han sido puestas con perspicacia. A veces ni se le entiende. Allá él. Tendían los posmodernos –ya se les cayó el garlito– a formular, enredados y enredando los lenguajes –ay, le lieu, el no saber ya más entre tanta tradición y tanto léxico–, a hacernos tragar la rue­ da de molino de que cualquier cosa va­

lía; que todo valía lo mismo; valía ma­ dre (aunque nunca hubo un franchute de aquellos que pudiera decirlo así, en mexicano, con todas las letras que eso significa: vales madre –y punto–. Pues no: dado que su característica es la lo­ gorrea. –Cuando ya no hay nada que de­ cir, la agarran contra “el vacío”–; cosa que ni Camus ni Duras ni Yourcenar ni Tournier, p. ej., en el segundo siglo xx padecieron). En cambio, Luquín comienza cantán­ dosela a no sé quién con un: “Y Él dijo: tus muertos me la pelan”. Pues, ¿qué pasó? Y luego vienen las historias, por si con eso no bastara. De qué se trata todo esto. De una re­ tahíla de versos bien pringaos de restos humanos o meras resonancias acompa­ sadas, imaginaciones casi del estro de los pueblos. O nociones colocadas con precisión para sacarse sus “fantasmas”, vengarse de quienes lo despreciaron o meramente bulear a quienes no se me­ recieron su caletre. Misterios y más misterios. De todas maneras, pues este poeta tiene buenas armas, debemos recono­ cer que el libro cumple varias “funcio­ nes”: incita la curiosidad, nos remite a la relectura –pues casi cada una de sus frases nos ilumina o nos impulsa a se­ guir–, propicia la fantasía de la ambi­ güedad en dos sentidos: o conocemos las historias aludidas ya tergiversadas y estamos a veces ante una historia-ja­ más-contada o de plano ante un texto al que más le valiera no haber nacido. 177

E pur: hay una excitación por el re­ conocimiento de las historias, de las ficciones y de las falsedades –sean del autor, del narrador-poeta, del plagiario innovador o del mero farsante pessoes­ co, borgesco, vila-matesco, gente que no tenía ya nada que decir, y sin embargo se apretó el cinturón e intentó sacar de la libresca visa algo de vis o a la bis­ conversa. Nunca se sabrá. Van unos pasajes: “¿Se fue en el fra­ gor que soltaste al parirlo? / Tiene mie­ do, está en la misma de siempre. / Por esa cuestión es la distancia / y tiembla cuando apareces.” Qué tal. Así, lectores, uno se queda impávido. Pero hay que entrarle. Hay mucho, muchas, muchos más. Pues co­ mo ya se ha dicho, aquí ulula un mundo de seres primigenios, esclavos, malale­ ches de ambos sexos, incróspidos, fue­ gos-fatuos, promesas derretidas, malas visiones, lecturas bien habidas y pan­ tallas que hacen buenas fintas a los solitarios o a los desagradecidos. Salte­ mos a cualquier página: “Le exhumé el esqueleto con mucho esmero”. Aciertos diré; deformaciones. No. Para qué. El libro no presta tan fácil. Y eso pareciera ser bueno. Enton­ ces: ¿es una más de las embusterías que quieren pasarse por poemas?, ¿la gran cosa que se hace hoy, lo último del universo en todas las lenguas. Así sea, como es, en la pobre provincia del es­ pañol, por más que tanto y más y tanto se le hable y le estudie en Peralvillo o en Austin. (Habría que decir que este 178

poeta le debe un buen al maléfico Li­ zalde: ese aparente no querer cantar, sino burlarse, pero cantando bien en líneas bien contadas; ese aparente no creer sino en secas ironías más que pintadas –y uno se mancha con la pin­ tura fresca–; ese estarse desde una to­ rre –desde el peor de los tugurios: no: vil cantina, vuelta ilustre por la pala­ bra impresa de un poeta– y acabar, no como su maestro secreto ya viejo ha­ blando del amour, sino apenas veintio­ choañero, burlándose del futuro, como si de veras lo supiera. Vamos: es para pararse de pelo a ba­ rra y decir: no me den agua: Ya sé que me estoy viendo. Como tantas veces –no todas– el ven­ gador es un cobarde: ya sé cuánto no me dieron; ya sé que se fueron y me la pelan; y ya sé que puedo revelar sus seres frustráneos a través de mis ficcio­ nes –o acaso el poeta no acaba de darse cuenta de que es al revés; o quizás sí, y qué alegría solapada: revelo mi ser frustráneo a través de seres idos. Y bien idos. O falsos: igual. Peccata minuta: Podemos consignarlas, pues dice el colofón que la edición “es­ tuvo al cuidado del autor y los editores”. Remate de verso: “para imponer su triste media noche”; aunque no es del todo un error, es preferible la sola pala­ bra que el uso ya consagró, para evitar confusiones: medianoche. (Además no tiene sentido partirla ni le añade algu­ no al poema.)

Otro: “No es acción de caridad ni martirios al tanteo / o al ái se va”. Esta forma tan usada en el Altiplano Central mexicano del adverbio ‘ahí’ no tiene por qué llevar tilde ya que se ha con­ vertido en monosílabo: ai se va. Luego este: “y no hay quién corrija ese detalle”. Ahí en el poema no; pero acá sí: “y no hay quien corrija ese de­ talle”. Una aludiendo al dictum de Silesius: “o es sin por qué?” No: “La rosa es sin porqué”. Quisiera citar el poema en­ tero; pero no: “La flor aprehendida en meditaciones (…) o es sin por qué?” Ya con eso. Otra cosa a la que nuestra generación –vaya palabreja prostituida– pareciera estar obligada –me refiero a los naci­ dos en los ochenta– es saber toooodo lo que se puede saber, si se puede antes de los veinte… Y cuando ya nos damos cuenta, gracias a la web, lo seguimos intentando. Ya: no exageremos. Cada generación hará sus traducciones, dijo alguien. Y de eso se trata. O ¿todavía alguno creerá que hay algo por descu­ brir? Nada: hay que seguir escribiendo para el modo –con nuestros modismos, claro–, la visión en que ahora capta­ mos la luz, aquello que podemos oír en medio de tanto ruido y tanta “informa­ ción”. Volvemos entonces a lo mismo que dijeron las sucesiones clásicas: esto somos y oye; o bueno: oye: a ver qué somos. Luquín está haciendo eso –entre varios otros conocidos y por co­ nocer–, al menos con su Panóptico.

De todas maneras, hay algo de miedo en este libro: si un coetáneo, por más bien que escriba, puede –a pesar de tantas miserias, vilezas y agresiones del siglo– ponerse a mirarnos como si nada, como si acaso alguien pudiera construir su panóptico e incluirnos –horror–, qué será de nosotros los observados –vale madres el tímido que se enmascaró en sus personajes–, si cualquiera puede decir una neta, por más irónica o venga­ tiva que pudiera ser, y lo peor: cantada con sutileza: qué diablos nos esperan. Ahí está el celador: él es el monstruo. Será más justo decir –finjamos que al menos en el mundo poético existe la jus­ ticia–: el celador es el monstruo, pero igual los reos y el presidio. En su des­ cargo, está la visión. Y con ella, un jue­ go del estilo. Invención de personajes y erección de un pequeño infierno de ladrillo verbal. Asu. Terminaré con unos cuantos versos precisos entre todos los maliciosos en­ tretejidos de este libro –también uno tiene sus haberes por venir y sus des­ dichas por cantar, aunque sea de modo socarrón –y al final hiriente– como hace éste: “Perdura un resplandor / inunda esferas con higiene industrial. // Pero no hay nada en la oscuridad / salvo esas miradas de óxido y frío”. (Me acordé de Gamoneda.)

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De otros órdenes G erardo L ino Luis Vicente de Aguinaga, Orden aleatorio. Cincuenta poemas (1989-2014), unam , México, 2015, 104 p.

Una palabra no dicha atraviesa este li­ bro: desasosiego. También la voz nostalgia, callada, trasmina sus arquitecturas. Igual esplende la sigilosa bienaventu­ ranza. Porque hay aire por todos lados; mucha agua; personas. Penumbras, lu­ ces, acallamientos: relato, introspección y canto. A la altura de los raros narradores, es­ tos poemas infunden atmósferas; algunas reconocibles, si la voz poética usa tér­ minos cotidianos; otras, no: combinan significados en apariencia no conexos o, mejor dicho, que no se habían conec­ tado de esta forma. Algunas atmósferas refieren guerras todavía no historiadas; luchas en playas sin mares, en golfos sin costas; o rodeados por las aguas, los incomprendidos personajes, moviéndo­ se sin comprender, ya han dejado su huella en una memoria que sólo pudo imaginarlos –precoz lectura–. Son los sitios de la noche de los tiempos de un niño soñador, de un adolescente que, claro, siente las dificultades del creci­ miento, para años después asomarse a su propia fugacidad. En otros casos es nítida la historia, cercana, tanto como la extrañeza que aleja a los hermanos, el juego en que dos amigos se aventu­ 180

raban en la inmensa vida por venir, o la sensación de estar en un lugar con los pies, que son también extraños. Ínsu­ las extrañas son estas atmósferas. Y no obstante, segregan con su aire un deseo por regresar. Quien escribió estos poemas –y quien se sumerja en ellos– sabe que nunca se regresa, por aromadas o fétidas, oscuras o lucientes que hayan sido tales situa­ ciones; sólo tiene el recurso de volver a leer o reescribir. Así hojea y elige –al azar o en otro orden (oigan cada síla­ ba)–: No entrar. Quedarse a punto. Ahí: donde consienta el misterio la pobreza del oro, el fondo insípido del vino. Ir. Cada vez más despacio.

Luis Vicente de Aguinaga escogió, descartó y desordenó, de la selección propuesta por el editor Víctor Cabrera, cuarenta y cinco poemas de los libros que ha publicado desde 1989 hasta 2014, además de añadir cinco que no habían sido integrados aún: cincuenta poemas espigados de su escritura en un cuarto de siglo. Avisa que los barajó, como si hubiera dejado al azar todo y el resul­ tado fuera esta reunión de su trabajo poético; pero hay un ordenamiento a la vez adrede: el libro tiene cinco partes; cada una abre con un poema de El agua circular, el fuego (1995) y cada una cie­ rra con uno de Séptico (2012). Al trans­

currir las lecturas, puede percibirse que hay una asociación a veces incons­ ciente y, otras, con el propósito alevo­ so de poner juntos poemas que alguna relación tuvieron antes de conocerse entre sí, vaya: antes de que su autor los tuviera juntos a la vista por primera o enésima vez. Esta colección entonces obedece bien a su título o al revés, el título al conjunto –que no pretende ser una antología ni suma ni cosa definiti­ va, pero tiene la cualidad de mostrar a los lectores la diversidad y la unidad de una obra. Puede ser desconcertante la lectu­ ra de una selección de poemas hechos durante veinticinco años. En primera, porque su autor ha explorado varios abordajes, ha cambiado sus enfoques y, como en este caso él mismo recono­ ce, ha vivido tiempos diferentes o “han pasado muchos tiempos: el de las ex­ periencias, el de los gustos, el de los intereses, el de los estilos”. En segun­ da, porque el desprevenido lector pue­ de muy bien haberse asido del tono del primer poema que cayó en sus ojos –sea el que se colocó al principio o cual­ quiera que al hojear el volumen le hu­ biese llamado la atención– y luego dar con otro cuyo léxico, tono y ambientes difieren como si se tratara de autores disímiles –a primera vista, claro–. En tercera, porque las expectativas de quien se acerca al libro, sea porque le intere­ sa este poeta, sea porque las reseñas alusivas lo han orillado a indagar en el libro de marras, traen antes de la lectu­

ra cosas que acaso el libro no tenga. Y en reversa, porque nunca se sabe qué va a pasar con uno al entrar en un li­ bro –aunque ya de eso el poeta no ten­ ga por qué responder–. Cada lector lo verá con su ritmo, a su modo y en su momento. Decía: puede ser; Orden aleatorio lo es: desconcierta: por las razones acá expuestas o algunas distintas que cada quien pueda encontrar; pero por enci­ ma de ellas, el desconcierto conspicuo se presenta por una paradoja: raras ve­ ces se halla un libro antológico –de un cuarto de centuria– en que el rigor y la soltura, el conocimiento y la duda, los definidos ritmos, los asuntos, los vo­ cablos, preserven su sentido prístino, como si nunca hubieran sido puestos por escrito, como si el tiempo no fuera. Pensé en desasosiego, la palabra no dicha: cuánto tarda un minuto en ser un año, cuánto tarda uno mismo en ya no serlo.

Oí la voz nostalgia: ¿Quién canta ahora? No las gaviotas que trabajosamente mascan su miseria. No las nubes, mudas excavaciones en los ojos del ángel. No la resina que arde en las linternas. No las redes ni el pez estrangulado. El árbol sí, pero inaudible: arde. Igual a una apuesta que al despertar se pierde, igual a quien la sueña, que ha de lavar por la mañana su rostro de aventura, el árbol.

Mencioné la sigilosa bienaventuranza: 181

El mundo era otro mundo. … Incluso los mendigos y los bancos, que siempre son iguales, … Que todo se perdiera qué importaba: la vida o el amor o Amado Nervo. La canción importaba contigo viéndome de cerca, yo viéndote mirarme y marzo siendo marzo para siempre.

Porque hay aire por todos lados; mu­ cha agua; personas. Penumbras, luces, acallamientos: re­ lato, introspección, canto. Y una euforia suscitada por ciertos poemas –esto es raro–, que provocan la tentación de escribir. Me evitaré el trabajo de analizar los metros que Luis Vicente de Aguinaga usa con viveza, conocimiento y hasta perversidad –pues los oídos desatentos creen que todo es “verso libre” y para los posmos cualquier cosa vale lo mis­ mo; o los irresponsables publican con denuedo ignorando qué es un endeca­ sílabo (o sabiéndolo, pero dejándonos fríos), cuáles son los acentos de un ale­ jandrino; o tantos se quedarían perple­ jos al leer el dictum de Mallarmé: “Eso de la prosa no existe; existe el abeceda­ rio y versos más o menos estrictos, más o menos difusos” (de mi mal pie-de-laletra)–. Ya los escoliastas dedicados harán el estudio de las tradiciones que vienen a encontrarse en el patio –ce­ mento y hierba– donde este poeta jue­ 182

ga, padece y escribe (por supuesto que también se equivoca; tarea para la hora del recreo). Por cierto: hay un humor ni ácido ni alcalino en ciertos momentos de sus versos; un humor que no se sabe ya si es de melancolía o resistente derrota frente al mundo tal como es, ganas de rehacer el tiempo, provectudes ante rem para reír como si nada pero tan callando; un humor tan proporcional a quien fue acelerado –ya había publicado su Noctambulario a los ¡diecisiete!–, ha oído tanto las canciones, ha leído a fondo los clásicos y sus derrumbes –nótese lo seco de las rolas dylanescas & sucs.–; un humor que agradece ser corpóreo y a la vez ya no sabe qué invectivas decir ante la muerte; un humor al fin yecto en su decir, atento a sus olvidos y espe­ rando siempre que pueda escribir otro poema que no hubiera existido. De ahí la incitación: para aquellos que no lo hayan leído, para quienes han seguido sus publicaciones o para esos que se han asomado circunstancialmen­ te a los poemas de Luis Vicente de Aguinaga, este libro puede llevarlos a examinar en las ediciones precedentes, a cuestionar sus transcursos, a conocer la poesía actual fuera de los lugares co­ munes. Desconcertante por bien concertado, concertino rebelde –sin gritar–, acucio­ so, dado al desorden –metódico cual más–, tan propio como loco, sereno como los más altos rockeros, estricto y cantábile.

Séptico ya nos anuncia sus mejores entreveramientos, se dejará de solemni­ dades adolescentes y acaso se acercará al sinsentido pero mostrándolo, que nos hace falta, con canciones en medio de tanto silencio inhumano, ese fondo don­ de nadie dice nada. (¿Quiénes pueden meterse en esas aguas arenosas con el aire suficiente?) Anuncia, como podrá ver quien se entregue a su lectura, una libertad mejor –hay quienes creen que con decir nada se cambia; hay quienes escriben para que algo cambie; hay la nada, lo fugaz y lo cierto, leyes del azar–, con sólo poner esto al morir un perro y qué ocurre con su pulga: Se quedó abajo de la cama con su pepsi de un litro y sus galletas, tarareando una cumbia indestructible. Sin el perro está sola como un perro. Santo remedio, porque busca otro perro.

Y en el orden que sea.

En tránsito J osé I srael C arranza Gabriel Bernal Granados, Murallas, conaculta, México, 2015, 88 p.

Lo propio del presente es ser irrecono­ cible. El instante, que, suponemos, nos contiene, absorbe en tal medida nuestra

atención que resulta imposible presen­ ciarlo. Aun el instante en que nos pro­ ponemos sorprender al instante queda ya a años luz de éste, que ha empezado a disiparse y en cuyo lugar comienza a perfilarse la figuración que lo reemplaza­ rá o, lo más probable, la tenaz expansión del olvido. Miremos en este momento nuestras manos: ya no están ahí. Apa­ guemos el ruido circundante para oír solamente la voz que nos llama: esa voz que pronuncia nuestro nombre ya se fuga hacia un pasado remotísimo, nosotros mismos nos hemos borrado. La música se sostiene sobre la angustia extremosa de su propia desaparición, y algo pare­ cido ocurre con las palabras (éstas que aquí van quedando escritas, por ejem­ plo, o, mejor, las que creemos que es­ tán impresas sobre las páginas del libro Murallas, de Gabriel Bernal Grana­ dos): mientras acontece la lectura –tus ojos al recorrer esas páginas–, las pa­ labras van siendo suplantadas por las figuraciones que nos llevan a hacernos, nunca sabemos cuáles son en realidad ni qué nos dicen. Sabremos, apenas, o creeremos saber, lo que nos hicieron representarnos. Pero eso basta, y acaso nos salva de caer en la cuenta de que no podemos sino existir de ese modo: gracias a la memoria, menos o más de­ ficiente, que preservaremos de su paso en nuestras inmediaciones, siempre e irremediablemente ciegos al presente. ¿Quién es capaz de percatarse, pon­ gamos, mientras está haciéndolo, del tránsito entre la infancia y la adoles­ 183

cencia? Tal vez sea el tiempo en que menos capaces somos de tratar de poner atención. El mundo está cobrando forma a tal velocidad que apenas alcanzamos a oponerle nuestra perplejidad y nues­ tra ignorancia. Entre el motín de los sentidos y la conflagración de los mie­ dos nuevos que descubrimos, trocamos las certidumbres con que veníamos por otras, más precarias, que fulguran sólo para inmediatamente hacerse pedazos. Ese mundo es ya los escombros sobre los que vamos a toda prisa, y sólo habrá modo de saber de él cuando hayamos dejado atrás su violencia y, en la dis­ tancia ganada por la edad, volvamos la mirada para ver qué quedó en pie y quié­ nes sobrevivieron. Asombrosamente, so­ brevivimos nosotros –o eso parece–, y podemos intentar dar cuenta de lo ocurrido. Yo sospecho que algo pareci­ do es lo que debió sucederle a Gabriel Bernal Granados para que escribiera este libro; lo sospecho porque los tre­ chos de su edad parecen coincidir con los que va cubriendo la edad de quien narra la mayor parte de estas historias: un muchacho que en 1985 pudo andar por los doce años, que para 1990 habría ido terminando la preparatoria, y que entre esos dos momentos, marcados por los sismos que reventaron la Ciu­ dad de México y la afirmación de Car­ los Salinas de Gortari en el momento histórico que antecedería a otro sismo que reventaría al país (en la cima de la montaña rusa donde estábamos por precipitarnos al asesinato de Colosio, 184

el alzamiento zapatista y la entrada al Tratado de Libre Comercio), vivió los azoros cardinales que ese tránsito re­ solvería en los fundamentos de una for­ ma de ser. No sé, desde luego, en qué medida los recuerdos de Bernal Granados sean leales a su formulación, y tampoco ten­ go cómo asegurar que efectivamente el recuerdo sea la materia prima de estas historias. Pero hay, me parece, un ta­ lante memorioso que deliberadamente prima sobre la ideación de lo narrado, y, al margen de que aquello que llega­ mos a saber sobre este muchacho ten­ ga o no verificativo histórico, lo cierto es que ese talante convida a aceptarlo y promueve el ejercicio de la propia me­ moria. Por eso me parece una fortuna que podamos leer este libro siendo es­ trictos contemporáneos del autor (y, en mi caso particular, puesto que nací sólo un año antes que él, me felicito espe­ cialmente por hallar aquí un acceso a mi historia): las mejores experiencias de lectura son aquellas que acontecen sobre el examen de nosotros mismos, y en ese sentido este libro, que bien pue­ de tenerse como una obra de iniciación o de aprendizaje, incita –y lo hace de forma emocionante, entrañable– a una revisión de la educación sentimental facilitada por el reconocimiento de un mundo por el que también pasamos y del que acaso sólo podamos enterarnos al verlo así fraguado, tras una indagación poética de sus sentidos y de la medida en que cuenta como causa para ser lo

que somos y lo que hemos sido. Claro: habrá otros lectores que no procedan del mismo tiempo y no hayan tenido que pasar por esos mismos escenarios, pero también a ellos estoy seguro de que ten­ drá que concernirles igualmente –y con semejante intensidad– cuanto le pasa a este muchacho. Que se enamora, por ejemplo, o que bordea los desfiladeros precarios de la amistad, o que intuye cómo detrás de la apariencia de las co­ sas hay siempre una verdad cognosci­ ble únicamente por mediación del arte, o que descubre que las palabras de las que disponemos para la nominación de la vida pueden ser tan importantes co­ mo la vida misma (oye, por ejemplo, la traducción que Radio Futura hizo del poema “Annabel Lee”, de Poe, y en­ tiende que en esas palabras el amor se hace tan tangible como habría de serlo en la blancura de los dientes de la son­ risa amada). Entreverados por la reiteración de ciertas presencias y, especialmente, por una voz que comparece en la primera persona o atestigua desde la tercera, pero sin dejar de ser la misma, los re­ latos de Murallas sugieren una empre­ sa de reconstrucción de hechos y de búsqueda de sentidos que es, a la vez, la mostración de las evidencias íntimas de una identidad. Como dije, es la his­ toria de una forma de ser, y conforme esa historia se revela va cobrando im­ portancia una sólida conciencia de la fabricación poética que consigue. Para eso sirve recordar –si éstos son recuer­

dos, pero incluso si no lo son: lo pare­ cen y eso es suficiente–: para que el lenguaje que da cauce a la invención se afirme en sus descubrimientos inusi­ tados y así llegue a impresionar perdura­ blemente nuestro entendimiento y nuestra emoción. Las vidas que vemos entre­ cruzarse con la vida que aquí transcurre (los amigos de la adolescencia con todas sus improbabilidades, el peluquero de siempre, el boxeador cuya derrota es tan honda que el muchacho que la vio tiene los golpes marcados en su propio cuer­ po, la mujer irrecuperable cuyo pasado imaginado es más neto que el que ha­ bría podido informar ella, etcétera), así como esa misma vida que atisbamos al tiempo que se rehace en la consigna­ ción de sus momentos misteriosamente más significativos, se vuelven memora­ bles por las palabras en que terminan consistiendo. Como por lo general ocu­ rre con el pasado y con la nostalgia que animan las reconsideraciones que ha­ gamos de ese pasado: importan por las palabras con que nos quedamos para creer en lo que fuimos. Y las palabras que hay en este libro –la prosa medita­ tiva y sabedora del poder supremo de la alusión, una voz que da tanto valor a lo que registra como a lo que entiende que ha de callar– dan a lo narrado esa calidad de los sueños que conservamos a cambio del presente que no supimos ver. Y eso, para mí, como tendrá que suceder para cualquier lector de este libro, es un hallazgo inestimable y de­ cisivo. 185

Avalancha J udith C astañeda S uarí Fausto Alzati Fernández, Algo tan trivial, Festina Publicaciones, México, 2015, 100 p.

I. Pienso en la mano de Fausto Alzati Fernández, autor de Algo tan trivial. Es un dibujo negro en el papel. Mantiene la misma posición, parece un puño pres­ to al golpe mientras un tono rojizo le colorea los nudillos, la yema de unos dedos que presionan el teclado como si quisieran romperlo, o bien sostienen con demasiada firmeza un bolígrafo, si hemos de atender a su dueño cuando afirma: “Comencé a escribir a mano. Eso cambió todo el modo en que escri­ bo. El modo en que pienso. El modo en que explico qué me pasa día a día. En la computadora se corrige y se regresa. Con la pluma sigues y te equivocas y sigues”. Lo imagino frunciendo el entre­ cejo, atravesando el papel con la fuerza de ese puño, con la punta de un bolígrafo ahora vuelto arma blanca. Me parece que no podría ser de otro modo, no ante las confidencias que vuelca en las pá­ ginas del breve título. De éste, en un primer asomo, resal­ tan su título y su estructura. Aquél parece mentir o ser el intento de convertir en nimio algo que no lo es, pues un hecho tan determinante en una vida, como es una adicción, no puede ser trivial. En cuanto a la estructura, es la de una es­ pecie de diario, una libreta en donde 186

cada frase, cada párrafo, se ha derra­ mado de la misma forma en que acude a la memoria, en idéntico orden, casi sin pensarse, dejando tan sólo que las palabras se extiendan sobre el papel, obedientes a sus propias leyes, ajenas al autor que las escribe. Una vez dis­ puestas en la página, Alzati las observa y respira desde lo alto, lejano, aliviado ya de aquel acto imperativo de contar sus recuerdos, sus pensamientos. Pero entonces se hace necesario imprimir cierto orden a esa catarata. Y el escri­ tor se vale de signos que imagino rojos, o verdes, en todo caso de un color di­ ferente al de la tinta que antes usara para vaciarse. Son signos, colocados en el margen izquierdo, cuya función es agruparlos por tema: 1, 2, 1a, 2a, 1b, se convierten así en un riel que distribuye el fluir de este ferrocarril de agua. La misma finalidad se encuentra en las canciones del álbum Violator, el sép­ timo del grupo inglés Depeche Mode. Publicado en 1990, llega a manos de Faus­ to Alzati Fernández en forma de casete, a sus doce años; luego será el archivo de nueve compartimentos que, como las ano­ taciones al margen, ha de otorgar cierto orden a los capítulos de Algo tan trivial. “Lo escuché en un walkman amari­ llo que usaba pilas aa. No recuerdo en qué pensaba entonces. Seguro en algu­ na chica, de modo abstracto y prepu­ bescente”, escribe el autor refiriéndose a ese objeto adquirido en un mercado afuera del metro Observatorio y suyo, sólo suyo, no de sus padres o de quien

pretendía ser ante ellos y ante los de­ más. En esta pertenencia, dentro de este sitio íntimo, oculto incluso a los familia­ res y, supongo, a los amigos, Alzati se permite la honestidad, esa sinceridad escondida muchas veces por pudor o para sostener la máscara del adoles­ cente un poco cínico, inamovible fren­ te a sus propias emociones, por poner un ejemplo, detrás de cuya fachada se oculta una persona que se derrumba en su habitación, la puerta asegurada con llave, llorando furiosa después de haber jurado que el asunto no tenía la más mínima importancia. Desde el principio, Algo tan trivial se encuentra impregnado de esa mis­ ma honestidad, hasta el grado de poder leerse en la página inicial, en el capí­ tulo titulado World in my eyes, que si bien el libro aborda el tema de la adic­ ción –no la general sino la propia, la de Fausto Alzati Fernández–, “No es un la­ mento y mucho menos una advertencia. Estoy lejos de arrepentirme del pasado y tampoco he escrito esto considerando que pueda ayudar a alguien. Si los de­ más se drogan o dejan de hacerlo me tiene sin cuidado. No me incumbe”. La sinceridad del autor llega al punto de decirnos en el capítulo correspondien­ te al tema Policy of truth que hay confi­ dencias no compartidas: “De no ser por mis conversaciones con E durante esos años, no habría sobrevivido. Le he con­ tado todo. Cada detalle penoso de mi adicción. Cosas que este libro jamás verá sobre sus páginas”.

Declaración de amistad para los pro­ pios demonios, un testimonio y nada más, recuerdos, expresión de lo que ronda una mente desprovista del deseo de ayudar a otros contando una expe­ riencia cruel… Me parece que una vez liberados, los textos de Alzati adquieren características diferentes a las otorga­ das por su autor y llegan hasta los pro­ bables lectores también de distintas formas, ya sea debido a las confiden­ cias en sí o al hecho de tratarse de una escritura en cierto modo relacionada con la música de un grupo reconocido, como lo es Depeche Mode. II. Poco desliza el autor de aquellos datos contenidos en un acta o un documento de identificación. “La primera vez que fumé mota, de hecho fumé hachís. Es­ taba lejos de casa. Vivía con un tío en Suiza. Lejos de los cargos importantes de mi padre, lejos de sus guaruras y to­ dos los lambiscones que decían que yo era un niño muy inteligente para que­ dar bien con él”, “Con el tiempo me he distanciado sanamente de aquel hom­ bre que en su momento fue mi padre. Aquel que me revisaba los ojos en la entrada de casa para asegurarse de que no estuviesen rojos, aquel que regresa­ ba de sus viajes con la maleta llena de libros que yo devoraba. No me entien­ do con quien dejó en su lugar. Pero no me debe nada. Nada. Ni yo a él”, “Era ya rutina oír el sentido peyorativo de tener los ojos claros y no haber crecido en un barrio”, escribe y, desde el otro 187

lado de sus confidencias, vemos a una persona con una elevada posición eco­ nómica, por lo menos en aquel entonces, cuyo padre ostentó puestos importan­ tes, suficientes para costear viajes al extranjero. En contrapartida, Alzati men­ ciona algún empleo como traductor, los tatuajes (en el propio cuerpo y en el de otros), la enseñanza de la meditación en centros de yoga. Asegura que ni por un millón de dólares viviría de nuevo su adolescencia, pues no recomienda a na­ die “ser un adolescente hipersensible, grosero, engreído, aislado, drogado, con la cabeza llena de Nietszche y poesía romántica”. Dejando de lado tales aspectos, se trata de alguien tan lleno de dudas y angustia frente a lo incierto de la vida como puede estarlo cualquiera durante la adolescencia y aun mucho después de ella, lo cual no significa que sea igual a tantos en cuyo camino se atraviesa una adicción. No; todos somos diferen­ tes, por nuestro carácter y decisiones, por nuestros gustos, entorno y posi­ bilidades, lo que determina la propia biografía. Y es lo mismo para nuestra relación con las drogas, con el alcohol o el tabaco: mientras hay quien tiene una resistencia mayor o, sin más las ignora, las teme, existen otros que lue­ go de una pequeña cantidad de bebida están ebrios o consumen sin control. En cuanto a esto, Alzati confía: “Me da gusto que haya personas que disfruten la coca, y hasta lo hagan incluso social­ mente. Que se compartan una raya. Lo 188

mío era no poder salir del baño o ence­ rrarme en una esquina del clóset con la tv en estática y sin volumen. Abando­ né incluso la música que me mantuvo vivo, por utilizar el cerebro y los sen­ tidos con cualquier otra droga, por no poder despegarme de la aguja”, o “Ese incendio se llevó mis ganas de fumar mota. No porque ésta fuese mala, sino porque mi relación con esa sustancia que no generaba adicción fisiológica estaba dictada por la desesperación”. Desesperación, entonces, además de un autoengaño que le susurra “no es­ taría mal otra dosis, créeme, esta vez no resultará como la anterior” en su propia voz. III. En Algo tan trivial se entretejen ca­ minos distintos. Meditación, budismo, aspectos referentes a la adicción, tanto ajenos al autor como vividos en carne propia o presenciados, impresiones so­ bre el disco Violator y sobre la curiosa promoción de Personal Jesus –un clasi­ ficado en la sección de anuncios perso­ nales en el periódico, el cual contenía sólo el título de ese tema y un número de teléfono para que, quienes llamaran, pudieran escuchar una canción inédita, desconocida hasta entonces–, recuer­ dos que involucran a padres, amigos y abuelos, a un tío, lecturas de Freud, digresiones que muy bien podrían ser evasivas, como el mismo autor lo re­ conoce: “Cierto que en este capítulo intento reflexionar sobre el peso de la verdad. Cierto que a estas cosas las

asocio con la verdad, ¿serán evasivas?” En principio, la prosa se asemeja más un nudo que, por momentos, obliga a una relectura si se desea familiarizar­ se o no perder de vista los hilos que lo componen, algunos de ellos casi trans­ parentes, demasiado abstractos. Pero, ¿qué le da cohesión? Si bien la numeración y los títulos que conforman el álbum de Depeche Mode otorgan orden a estas páginas, es el pro­ pio autor, con sus intereses y pensa­ miento, quien sostiene su estructura, esqueleto impregnado de la atmósfera oscura que se advierte en la voz de los cantantes del grupo británico, y levan­ tado a fuerza de palabras muchas veces crudas, despojadas de la metáfora que ha de amortiguar el puñetazo, pues de otro modo no es posible describir es­ cenas donde se castiga a tres mujeres, obligándolas a estar de pie durante tres días y tres noches continuas por quién sabe qué falta, insultándolas, tenién­ dolas, como a Alzati, en un sitio don­ de no entra el sol, donde un foco pelón que cuelga del techo apenas si alumbra, donde se debe dormir en el piso, “usan­ do chanclas como almohada y cobijas que no querrías oler”. Sordidez seme­ jante a la que encontramos hacia el final del libro, en el capítulo titulado Clean. La sola palabra nos indica que hubo una salida para el autor, aunque no haya sido fácil. “No todos los budas son pacíficos o están absortos en su me­ ditación; y algunos de nosotros sólo despertamos con baldes de agua fría”,

escribe luego de contar cómo dos tipos con chamarras de la nfl, a quienes se une un tercero, lo sacan atado de su casa, entre gritos y un intento de huida, porque quisieron ayudarlo. Ayudarlo por la fuerza, sin preguntar. No son mejores los escenarios de cuando Alzati, en apariencia, es libre, y permanece de bruces frente al demonio de la adicción. Hay algún juego mien­ tras espera el auto del dealer –“Cinco autos azules y ya… Cinco autos más, que sus placas sumen cinco, que sean azul marino, que sean Nissan”–, pero esto es sólo la puerta de entrada a una peregrinación a San Fernando, el que Alzati se ve obligado a realizar cuando no encuentra a su proveedor habitual, Adán. Entonces es el viaje en transporte público a través de un sitio oscurísimo, lleno de barrancas y casas sin pintar. El Boggarts, un tipo con diploma de la policía judicial y, a sus espaldas, una leyenda que le otorga el halo de super­ héroe: un enfrentamiento con el Con­ nies, su rival, y con las autoridades, la huida entre la balacera, catorce tiros en la pierna izquierda que no le impi­ den brincar una barda. Frente a esta leyenda, Fausto Alzati pone otra que aumenta la estatura de alguien similar al Boggarts, la de Al­ berto Sicilia Falcón, uno de los gran­ des capos de la coca en los setenta y ochenta. En ella, Sicilia tiene tanto dinero como para mandar fabricar en Londres un Rolls Royce chapado en oro e impactar otros autos a bordo del suyo. Va dro­ 189

gado, como en los carros chocones de las ferias, y arroja a cada uno de esos autos un fajo de billetes a manera de indemnización. Miles de dólares para comprarse algo mejor. Es igual a un milagro. Considerando esto, ¿hombres así tendrán la respuesta, la revelación de la naturaleza de la vida, de ese algo desconocido que asoma a través de la angustia del autor? ¿Valdrá la pena pos­ trarse ante ellos como si se tratara de una deidad hecha con polvo blanquísi­ mo? Quizás. Aconsejan eso ciertas men­ tes, ciertas intenciones, las mismas que, atrofiadas, podrían intentar un escape después.

Ética y estética de la novela J osé S ánchez C arbó Jorge Galán, Noviembre, Planeta, México, 2015, 255 p.

Jorge Galán (San Salvador, 1973), exalum­ no de la Universidad Centroamericana Simeón Cañas y uno de los poetas más reconocidos de El Salvador, ha recibi­ do premios a nivel nacional e interna­ cional por su obra de creación literaria: poesía, narrativa y literatura infantil. A finales del 2015, Planeta le publicó Noviembre, novela sobre el asesinato de seis jesuitas en El Salvador. La noche del 16 de noviembre de 190

1989 ingresó a la casa de los jesuitas un grupo del batallón Atlacatl con la or­ den de asesinarlos, no dejar testigos y simular un enfrentamiento con el Fren­ te Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln) para luego presentarlos como responsables del atentado. Fueron ejecutados Ignacio Ellacuría, Joaquín López y López, Juan Ramón Moreno, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Armando López así como la señora El­ ba Ramos y su hija Celina, empleadas domésticas. Ignacio Ellacuría era el ob­ jetivo principal, puesto que se vislumbra­ ba como el mediador idóneo para lograr un acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla. La firma de la paz impli­ caba que los militares no siguieran re­ cibiendo millones de dólares por parte del gobierno estadunidense. Esos días de noviembre fueron de los más convulsos en la larga guerra civil salvadoreña. Si bien el conflicto había comenzado casi una década antes, la mayor parte de los enfrentamientos se ubicaban fuera de la capital, en zonas rurales. Pero a principios de noviem­ bre de 1989, cuando la guerrilla inició la llamada Ofensiva Final, los frentes de batalla se extendieron en todo el te­ rritorio nacional. Los enfrentamientos entre guerrilla y ejército llegaron has­ ta la capital salvadoreña. En medio de este caos, el batallón Atlacatl irrumpió en la casa de los jesuitas para ejecu­ tarlos. El sacerdote José María Tojeira, en ese entonces Provincial de los Jesuitas

para Centroamérica, al enterarse en la mañana del 17 de noviembre que el cri­ men había sido cometido por el ejérci­ to salvadoreño, gracias al testimonio de una testigo, Lucía Cerna, le informó al arzobispo de El Salvador, Arturo Rive­ ra y Damas, y a la prensa internacional. La novela de Jorge Galán reconstruye el contexto de la Ofensiva Final, los días previos a los asesinatos de los jesuitas, la forma en la que operó el batallón Atla­ catl y el difícil proceso emprendido para aclarar la verdad sobre los hechos e identificar a los culpables materiales e intelectuales del crimen, todavía im­ punes. Paralelo a esta línea argumental, Galán intercala otras historias y pers­ pectivas con el fin de ampliar y descu­ brir, por una parte, la red de relaciones e intereses tanto políticos como ideológi­ cos implicados para legitimar la versión oficial de que la guerrilla había sido la responsable del atentado y, por otra, para dar constancia de las décadas de des­ igualdad social e injusticia padecidas por el pueblo salvadoreño. En este sentido recrea, desde la óptica de un joven, el clima de caos y confu­ sión, de temor e incertidumbre experi­ mentado por los salvadoreños durante la Ofensiva Final. Estas sensaciones se materializan por la desaparición y la consecuente búsqueda de una tía, si­ tuación que despierta en el sobrino y la hermana varias hipótesis pero nin­ guna certeza sobre el paradero de su familiar. Por otra parte, detalla la serie de acciones emprendidas por Tojeira,

los jesuitas y diplomáticos de España y Francia, para proteger la identidad e integridad de Lucía Cerna, única testi­ go del caso, y las posteriores amenazas recibidas por parte de funcionarios ju­ diciales y militares salvadoreños. Lucía Cerna es trasladada a Miami para sal­ vaguardar supuestamente su vida pero, con la complicidad de la Embajada de los Estados Unidos y el fbi, termina re­ cluida junto con su familia en un hotel. Aislada e incomunicada, es interroga­ da y amedrentada por oficiales del fbi y del gobierno salvadoreño para obli­ garla a retractarse públicamente de su versión. Jorge Galán incluye además capítulos biográficos de cada uno de los jesuitas asesinados y el punto de vista de un miembro del batallón Atlacatl que participó días antes en cateos a las casas de los jesuitas y en la masacre. Otros capítulos rememoran los críme­ nes cometidos por la Guardia Nacional en contra del jesuita Rutilio Grande, en marzo de 1977, y de monseñor Óscar Romero el 24 de marzo de 1980. Con es­ tos dos hechos, el autor traza una línea de relaciones, compromisos, simpatías, influencias y preocupaciones comunes entre los sacerdotes Rutilio Grande, Óscar Romero e Ignacio Ellacuría. El nombramiento de Óscar Romero como arzobispo, en febrero de 1977, fue visto con muchas reservas por una parte de la curia y los feligreses, dado su carác­ ter débil y manipulable y, sobre todo, por las relaciones que mantenía con miembros del gobierno, el ejército, las 191

clases altas y las familias de latifundis­ tas salvadoreñas. Pero un hecho provo­ caría un cambio radical en la postura de Romero respecto a los problemas socia­ les y los abusos de los militares. A los pocos meses de dicho nombramiento, el jesuita Rutilio Grande era asesina­ do por la Guardia Nacional con 18 im­ pactos de bala. A partir de entonces, Romero no dejó de denunciar las in­ justicias cometidas por los militares en su país. En el mismo velorio de Rutilio Grande, nos cuenta el narrador, Rome­ ro pronunció un ya basta. Para Ella­ curía el cambio de actitud de Romero resultaría ejemplar en su vida, puesto que reconoció el valor del arzobispo; estrecharon una relación que antes ha­ bía sido más bien distante. Para Ella­ curía, Romero llegó a convertirse en “el ideal espiritual”. A principios de 1990 el presidente Alfredo Cristiani reconoció ante los me­ dios la participación de los militares salvadoreños. Meses más tarde la Co­ misión de la Verdad señalaba a otros seis militares como autores intelectua­ les (René Emilio Ponce, Inocente Or­ lando Montano, Juan Orlando Zepeda, Óscar León Linares y Francisco Elena Fuentes), pero sólo fueron enjuiciados el coronel Benavides y los miembros del batallón Atlacatl. Los atributos de la novela de Jorge Ga­ lán son diversos y destacables. Combina una prosa concisa con una ingeniosa estructura para equilibrar la informa­ ción histórica, la tensión narrativa y 192

la ficción, sin caer en amarillismos o mitificaciones. La novela tiene tras de sí un notable trabajo de investigación documental y periodística. Buena par­ te de ella se construye con testimonios directos recopilados de varias entrevis­ tas realizadas a José María Tojeira, Jon Sobrino o el expresidente Alfredo Cris­ tiani, “entre muchas otras personas que prefieren permanecer en el anonimato por años de temor y amenazas”. Los valores literarios son empleados no sólo para mantener vivo el recuerdo de un suceso o una cadena de sucesos trágicos inscritos en la historia contem­ poránea, no esclarecidos del todo, sino también para reconocer el nivel de com­ promiso de unos cuantos por los menos favorecidos. Como el mismo Jorge Ga­ lán declaró en una entrevista, esta no­ vela, a pesar de la denuncia, también es una “una historia de amor por los otros”. Lamentablemente las primeras reac­ ciones e impresiones respecto a la no­ vela no vinieron de la crítica sino de un grupo criminal anónimo que amenazó de muerte al escritor. Por este motivo, Jorge Galán actualmente se encuentra lejos de su familia, exiliado en Granada, desde donde espera la aprobación de la solicitud de asilo político en España. Varios artistas y escritores como Ma­ rio Vargas Llosa, Luis García Montero, Juan Villoro, Sergio Ramírez, Giocon­ da Belli, Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, entre otros, firmaron un mani­ fiesto de apoyo para el escritor salva­ doreño, con la expresa solicitud de que

el gobierno de El Salvador vele por su seguridad e integridad. Jorge Galán reconoció su ingenuidad, pues nunca previó las consecuencias que traería consigo la publicación de Noviembre. Pensaba que, en El Salva­ dor, había cambiado la situación polí­ tica y el momento era adecuado para contar literariamente una historia de este talante. Pero la boca muda de una pistola se acercó a su persona para desmentirlo y expulsarlo de El Salva­ dor. De hecho, confiesa que de haber previsto las adversidades que enfrenta­ ría de ninguna manera pondría en pe­ ligro su vida ni la de su familia: “Para mí la vida es sagrada, lo más valioso

que uno tiene. No la arriesgaría por la libertad de expresión porque no soy un valiente”. Aunque como escritor Jorge Galán sobreestimó la situación política actual de El Salvador, o subestimó las conse­ cuencias, Noviembre carece de tal can­ didez; por el contrario, constituye un elocuente artefacto discursivo que aúna los ámbitos de la ética y la estética. Con ellos crea una gran obra literaria que recupera la memoria y demanda jus­ ticia no sólo en una sociedad como la salvadoreña sino para toda Latinoamé­ rica, en donde la injusticia, la impu­ nidad y la desigualdad social no han desparecido.

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