Untitled - Revista Crítica

sofía que triunfe, según sus palabras, que “totalice el ... sofía no es sólo sobre sutilezas y una tala lógica ...... Acaba de contarnos su gira por Grecia. No quie.
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el sueño de la aldea

Manifiesto por un partido del ritmo* H enri M eschonnic Traducción de Nadia Mondragón

Un manifiesto, porque es necesario, para ser un sujeto, para vivir como un sujeto, hacer al poema un lugar que el mundo no le da. Eso que la mayoría lla­ ma poesía a nuestro alrededor tiende extraña, insoportablemente, a negarle un lugar, su lugar, a eso que llamo un poema. Hay, especialmente en una poesía contemporánea a la francesa, por ra­ zones que no son extrañas al mito del genio de la lengua francesa, la institu­ cionalización de un culto rendido a la poesía que produce una ausencia pro­ gramada del poema. Modas, siempre ha habido. Pero esta moda ejerce una presión, la presión de varios academicismos acumulados. Pre­ sión atmosférica: el aire del tiempo. Contra esta asfixia del poema por la poesía hay una necesidad de manifes­ tar, de manifestar el poema, una ne­ cesidad que periódicamente sienten algunos, para hacer salir una palabra sofocada por el poder de los conformis­ Traducción a partir de la versión publi­ cada en: Henri Meschonnic, Célébration de la poèsie, Verdier, France, 2006, pp. 291-302. *

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meschonnic

mos literarios que no hacen más que estetizar esquemas del pensamiento que son esquemas de sociedad. Una idolatría de la poesía produce fetiches sin voz que se dan y son to­ mados como poesía. Contra todas las poetizaciones, di­ go que hay un poema solamente si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una for­ ma de lenguaje transforma una forma de vida. Digo que es por ello solamente que la poesía, como actividad de los poe­ mas, puede vivir en la sociedad, hacer a las personas eso que sólo un poema puede hacer y que, sin eso, no sabrían ni siquiera que se desubjetivan, que se deshistorizan para ya no ser más ellos mismos sino productos del mercado de las ideas, del mercado de los sentimien­ tos y de los comportamientos. En lugar de que la actividad de todo aquello que es poema contribuya, como ella sola puede hacerlo, a constituirlos como sujetos. No hay sujeto sin sujeto del poema. Puesto que si el sujeto del poema falta a los otros sujetos de los cuales cada uno de nosotros es el resultante, hay a la vez una falta específica y la inconciencia de esta falta, y esta falta al­ canza a todos los otros sujetos. Los trece de la docena de sujetos que somos. Y 5

no es el sujeto freudiano el que va a sal­ varlos. O quien va a salvar el poema. Sólo el poema puede unir, mante­ ner el afecto y el concepto en un sólo bocado de palabra que actúa, que trans­ forma las maneras de ver, de oír, de sen­ tir, de comprender, de decir, de leer. De traducir. De escribir. En qué es el poema radicalmente diferente del relato, de la descripción. Éstos nombran. Éstos permanecen en el signo. Y el poema no es signo. El poema es eso que nos enseña a no servirnos más del lenguaje. Está para enseñarnos que, contrariamente a las apariencias y a las costumbres del pen­ samiento, no nos servimos del lenguaje. Lo que no significa, según una re­ versibilidad mecánica, que el lenguaje se sirve de nosotros. Lo que, curiosa­ mente, tendría más pertinencia, a con­ dición de delimitar esta pertinencia, de limitarla a manipulaciones típicas, como proceden comúnmente la publi­ cidad, la propaganda, el todo comu­ nicable, la no información y todas las formas de la censura. Pero entonces no es el lenguaje el que se sirve de no­ sotros. Son los manipuladores quienes agitan las marionetas que somos entre sus manos, son ellos quienes se sirven de nosotros. Pero el poema hace de nosotros una forma-sujeto especifica. Nos practica 6

un sujeto que no seríamos sin él. Eso, por el lenguaje. Es en ese sentido que nos enseña que no nos servimos del lenguaje, sino que devenimos lenguaje. No podemos estar satisfechos de decir, sino a condición previa, aunque vaga, que somos lenguaje. Más o menos. Cues­ tión de sentido. De sentido de lenguaje. Pero sólo el poema que es poema nos lo enseña. No el que se parece a la poe­ sía. Lista. Por anticipado. El poema de la poesía. Él no recibe sino nuestra cul­ tura. Variable, también. Y en la medida en que nos engaña, haciéndose pasar por un poema, es un parásito. Porque confunde a la vez nuestro vínculo con nosotros mismos como sujeto y nuestro vínculo con nosotros mismos en vías de devenir lenguaje. Y los dos son inse­ parables. Ese producto tiende a hacer y rehacer de nosotros un producto en lugar de una actividad. Es por esto que la actividad crítica es vital. No destructiva. No, construc­ tiva. Constructiva de sujetos. Un poema transforma. Nombrar, des­ cribir no valen nada en el poema. Y describir es nombrar. Por lo cual el adjetivo es revelador. Revelador de la confianza en el lenguaje, y la confian­ za en el lenguaje nombra, no deja de nombrar. Observen los adjetivos. Por lo cual celebrar, que tanto fue tomado por la poesía, es el enemigo del

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poema. Porque celebrar es nombrar. Designar. Desgranar sustancias según el rosario de lo sagrado tomado por la poesía. Al mismo tiempo que acep­ tar. No solamente aceptar el mundo como es, el innoble “no tengo sino lo bueno que decir” de Saint-John Per­ se, sino aceptar todas las nociones de la lengua a través de las cuales él es representado. El vínculo impensado entre el genio del lugar y el genio de la lengua. Un poema no celebra, transforma. Así tomo lo que decía Mallarmé: “La poesía es la expresión, por el lenguaje humano remitido a su ritmo esencial, del sentido misterioso de los aspectos de la existencia: ella dota así de auten­ ticidad nuestra estancia y constituye la única tarea espiritual.” Ahí donde algunos creen que está pasado de moda. Para el poema, reservo el papel ma­ yor del ritmo en la constitución de los sujetos-lenguaje. Porque el ritmo no es más, aun si ciertos desletrados no lo advierten, la alternancia del pan-pan sobre la mejilla del metrista metrónomo. Pero el ritmo es la organización-len­ guaje del continuo del que somos he­ chos. Con toda la alteridad que funda nuestra identidad. Vamos, metristas, les basta con un poema para perder el pie. Porque el ritmo es una forma-su­

jeto. La forma-sujeto que renueva el sentido de las cosas, que es por él que accedemos al sentido que tenemos de deshacernos, que todo alrededor de noso­ tros se hace de deshacerse, y que, apro­ ximando esta sensación de movimiento de todo, nosotros mismos somos una parte de ese movimiento. Y si el ritmo-poema es una forma-su­ jeto, el ritmo no es más ni la noción funcional vaga a la que los fenomenó­ logos son afectos (cuiden su lengua­ je), ni una noción formal, la forma ella misma no es más una noción formal, aquella del signo, sino una forma de historización, una forma de individua­ ción. Abajo la vieja pareja de la forma y del sentido. Es poema todo lo que, en el lenguaje, realiza ese recitativo que es una subjetivación máxima del dis­ curso. Prosa, verso o línea. Un poema es un acto de lengua­ je que sólo tiene lugar una vez y que recomienza sin cesar. Porque hace su­ jeto. No deja de hacer sujeto. De us­ tedes. Cuando es una actividad, no un producto. Manera más rítmica, más lenguaje, de transponer lo que Mallarmé llamaba “autenticidad” y “estancia”. Estancia, término aún demasiado estático para expresar la inestabilidad misma. Pero “la única tarea espiritual”, sí, todavía diría sí, en este mundo llevado por la 7

vulgaridad de los conformismos y el mercado del signo, o entonces hay que renunciar a ser un sujeto, una histori­ cidad en curso, para no ser más que un producto, un valor de intercambio entre las otras mercancías. Eso que la tecnificación del todo comunicable no hace más que acelerar. No, las palabras no están hechas para designar las cosas. Están ahí para situarnos entre las cosas. Si se les ve como designaciones, se muestra que se tiene la idea más pobre del lengua­ je. La más común también. Es el com­ bate, pero desde siempre, del poema contra el signo. David contra Goliat. Goliat el signo. Es por lo que también creo que se comete un error al relacionar, aún y siempre, la obra de Mallarmé, “el au­ sente de todos los grupos”, a la bana­ lidad del signo. El signo ausencia de las cosas. Sobre todo cuando se le opo­ ne a la “verdadera vida” de Rimbaud. Permanecemos en el discontinuo del lenguaje opuesto al continuo de la vida. Mallarmé sabía, él, que sobre una pie­ dra “las páginas se cerrarían mal.” Es aquí donde el poema puede y debe vencer al signo. Devastar la re­ presentación convenida, enseñada, ca­ nónica. Porque el poema es el momento de una escucha. Y el signo no hace más que hacernos ver. Es sordo y ensorde­ 8

ce. Sólo el poema puede conectarnos con la voz, hacernos pasar de voz en voz, hacer de nosotros una escucha. Darnos todo el lenguaje como escu­ cha. Y el continuo de esta escucha incluye, impone un continuo entre los sujetos que somos, el lenguaje en que nos convertimos, la ética en acto que es esta escucha. De ahí una política del poema. Una política del pensamiento. El partido del ritmo. De ahí lo irrisorio en la repetición indefinidamente por los poetas del poe­ tismo torre de marfil, en la obra de Hölder­ lin, de “el hombre habita poéticamente sobre esta tierra”. No. El hombre vive semióticamente sobre esta tierra. Más que nunca. Y no crean que me voy so­ bre Hölderlin. No, me voy sobre el efecto Hölderlin. No es la misma cosa. Contra la esencialización en cadena del len­ guaje, del poema (con el neo-pinda­ rismo que surge, y que está de moda), de la ética y de la política. El poetismo es el pretexto y la con­ servación del signo. La rueda de ple­ garia de la poetización. Es contra eso que se necesita del poe­ ma, todavía del poema, siempre del poema. Del ritmo, todavía del ritmo, siempre del ritmo. Contra la semio­ tización generalizada de la sociedad. De la que algunos poetas creyeron, o fingen, escapar por lo lúdico. El amor

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de la poesía en lugar del poema. Ca­ vando su fosa con sus rimas. Miseria poética más que tiempos de miseria. Hay que pensar la claridad del poe­ ma. Lo que está en juego, por el poema, es el sujeto en cada uno de nosotros. Y la necesidad de liberar a Mallarmé de las interpretaciones que continúan insistiendo sobre el signo, aislándolo desde hace cuarenta años, siempre las mismas palabras, la “desaparición elo­ cutiva del poeta”. Pero jamás “el poema, enunciador”. El sujeto, por el poe­ ma; el poema, por el sujeto. Mallar­ mé-síntoma. Reducido únicamente a cuestiones de sentido. Lo que permite continuar viéndolo como un poeta di­ fícil, el poeta de lo difícil. El oscuro. Ningún cambio, o muy poco, desde Max Nordau. Siempre los imbéciles del presente. Enfrentando a Mallarmé con su épo­ ca. Doblemente encerrado, Mallarmé: en el signo y en el simbolismo. La apuesta, para hacer oír la orali­ dad y la claridad de Mallarmé, es el poema. Contra la tontería erudita del signo. Entonces, al contrario de aquellos que no creen más en la palabra de Mallarmé sobre “la explicación órfica de la Tierra”, yo diría que el poema, el más pequeño poema, una copla es­ pañola, es el relevo del desafío de la

“Odisea moderna” en Mallarmé mis­ mo, y en todas las voces que fueron su propia voz. Porque, en cada voz, Orfeo cambia y recomienza. Una Odisea recomien­ za. Hay que escucharla, hombres de poca voz. Con un poema, no es una visión lo que se implementa, como toda una tra­ dición poética primero, poetizante des­ pués, lo creyó. Pues “el único deber del poeta”, para regresar a Mallarmé, pues en principio hay uno, y sólo el poema puede darnos eso que sólo él puede ha­ cer, es la escucha de todo eso que uno no sabe que oye, de eso que uno no sabe que dice y de eso que uno no sabe de­ cir, porque se cree que el lenguaje está hecho de palabras. Orfeo fue uno de los nombres de lo desconocido. Un error burdo y común es creerlo anclado al pasado. Mientras que lo que designa continúa en cada uno de nosotros. Y la Odisea, la “Odisea moderna” de la que habla Mallarmé, fue otro error burdo, y es aún, confundirla con los viajes y los relatos, con la calcomanía de las epopeyas y la idea preconce­ bida que se tenía. Tanto confundir lo monumental y lo gigantesco. El poe­ ma muestra que la Odisea está en la voz. En toda voz. La escucha es su viaje. Y si la escucha es el viaje de la voz, 9

entonces se abole la oposición acadé­ mica entre el lirismo y la epopeya. En un sentido nuevo, todo poema, si es un poema, una aventura de la voz, no una reproducción variable de la poesía del pasado, lleva la epopeya en él. Y deja al museo de las artes y tradicio­ nes del lenguaje la noción del lirismo que algunos contemporáneos han inten­ tado poner al gusto del día, haciéndole decir un rosario de tradicionalismos: las confusiones entre el je y el moi, en­ tre la voz y el canto, entre el lenguaje y la música, en una común ignorancia del sujeto del poema. Confusiones que el pasado mismo de la poesía hizo nacer. Pero el poema da señal de vida. Lo que se le parece, porque quiere tener poesía, parecer si no tiene el ser, se­ ñala al libro. Un poema está hecho de ese verso al que se va, que no se conoce, y del que uno se aleja, que es vital reconocer. Para un poema hay que aprender a rechazar, trabajar en toda una lista de negaciones. La poesía no cambia sino negándola. Como el mundo no cambia sino por los que lo rechazan. En mis rechazos pongo: no al sig­ no y a su sociedad. No a esta pobreza engreída que confunde el lenguaje y la lengua, y no habla más que de la lengua sin saber lo que dice, de una memoria de la lengua, como si la lengua fuera 10

un sujeto y un vínculo esencial del alejandrino al genio de la lengua fran­ cesa. No olviden respirar cada doce sílabas. Tengan un corazón métrico. Mitología que no es sin duda extraña al regreso de lo lúdico, a la moda de la versificación académica. Y si fue para hacer reír, fracasó. Ya Aristóteles había reconocido a aquellos que es­ criben en verso para esconder que no tienen nada que decir. No al consenso-signo, en la semio­ tización generalizada de la comunica­ ción-mundo. No, no se va a las cosas. Puesto que no se deja de transformar­ las o de ser transformado por ellas a través del lenguaje. No a la fraseología poetizante que habla de un contacto con lo real. A la oposición entre la poesía y el mundo exterior. Que no lleva más que a hablar de. Enumerar. Describir. Nombrar de nuevo. No es el mundo lo que está ahí, es la relación con el mundo. Y esa re­ lación es transformada por un poema. Y la invención de un pensamiento es el poema del pensamiento. No, la poesía no está en el mundo, en las cosas. Contrariamente a eso que los poetas han dicho. Imprudencia de lenguaje. Ella no puede estar más que en el sujeto que está sujeto al mundo y sujeto al lenguaje como sentido de la vida. Se había confundido el senti­

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miento de las cosas con las cosas mis­ mas. Esta confusión lleva a nombrar, a describir. Ingenuidad pronto castigada. La prueba, si fuera necesaria, de que la poesía no está en el mundo, es que los no-poetas están como los poetas, y no ha­ cen un poema. Un caballo da la vuelta al mundo y sigue siendo un caballo. Vivir no es suficiente. Todo el mun­ do vive. Sentir no es suficiente. Todo el mundo es sensible. La experiencia no es suficiente. El discurso sobre la experiencia no es suficiente para que haya un poema. No a la ilusión de que vivir precede a escribir. Que ver el mundo modifica la mirada. Cuando es lo contrario: la exigencia de un sentido que no está ahí, y la transformación del sentido por to­ dos los sentidos que cambia nuestra relación con el mundo. Si vivir precede a escribir, la vida no es más que la vida, la escritura no es más que la literatura. Y se ve. Al menos hay que aprender a reconocer­ lo. La enseñanza debería servir para esas cosas. No al ver tomado por oír. Unos poe­ tas creyeron que hablaban de la poe­ sía poniendo todo en el ver, la mirada. Falta de sentido del lenguaje. Las re­ voluciones de la mirada son efectos, no causas. Una manera de hablar que enmascara su propio impensado. La

gran oposición pasa entre el pensa­ miento por las ideas preconcebidas y pensar su voz, tener la voz en su pen­ samiento. No al rimbaudismo que ve Rim­ baud-la poesía en su salida del poe­ ma. Como Mallarmé en el Libro que no escribió. No cuando se opone interior y exterior, lo imaginario y lo Real. Esta evidencia aparentemente indiscutible impide pen­ sar que sólo somos su vínculo. No a la metáfora tomada por el pen­ samiento de las cosas, cuando no es más que una manera de girar en torno, lo bonito, en lugar de ser la sola ma­ nera de decir. No a la separación entre el efecto y el concepto, ese cliché del signo, que no hace solamente la imitación-poe­ ma, sino la imitación-pensamiento. No a la oposición entre individua­ lismo y colectividad, este efecto social del signo, este impensado del sujeto, por lo tanto del poema, que regresa a la literatura, a la poesía como juego de sociedad, esta cantaleta anticuada del renga –esos pretendidos poemas que se hacen entre varios. No a la confusión entre subjetivi­ dad, esta psicología, donde el lirismo permanece preso, esos metros que uno hace cantar y la subjetivación de la forma sujeto que es el poema. 11

No, no cuando se opone, tan cómoda­ mente la transgresión a la convención, la invención a la tradición. Porque hay, desde hace mucho tiempo, un academi­ cismo de la transgresión como hay un academicismo de la tradición. Y porque, en los dos casos, se opone lo moderno a lo clásico, mezclando lo clásico a lo neo-retro-, y en los dos casos se desco­ noció el sujeto del poema, su in­vención radical que de todo tiempo ha hecho el poema, y que remite sus oposiciones a su confusión, a su impensado, que enmascara lo perentorio del mercado. Tampoco a la comodidad que opone lo fácil y lo difícil, la transparencia a la oscuridad, porque ella identifica lo fácil en los hábitos del pensamiento. No a los clichés sobre el hermetismo. El signo ahí es, para muchos, el que irracionaliza su propio impensado, que él hace en efecto oscuro. Su claridad es oscura. Como la claridad francesa. Pero al poema no se le vuelve a hacer esa vieja jugada. No a la poesía como mira del poema, porque enseguida es una intensión. De poesía. Que, por lo tanto, no puede dar más que literatura. La poesía de poesía no siendo más poesía como el su­ jeto filosófico no es el sujeto del poema. Manifestar no es aleccionar ni pre­ decir. Hay un manifiesto cuando hay algo intolerable. Un manifiesto no pue­ 12

de tolerar más. Es por eso intolerante. El dogmatismo mudo, invisible, del sig­ no, no pasa, él, por intolerante. Pero si todo en él fuera tolerable, no habría necesidad de manifiesto. Un manifiesto es la expresión de una urgencia. Deja­ do a un lado por incongruente. Si no hubiera riesgo, tampoco habría mani­ fiesto. El liberalismo no muestra que es la ausencia de libertad. Y un poema es un riesgo. El trabajo de pensar también es un riesgo. Pensar lo que es un poema. Lo que hace que el poema sea un poema. Lo que debe ser un poema para ser un poema. Y un pensamiento para ser pensamiento. Es­ ta necesidad, pensar inseparablemente el valor y la definición. Pensar esta in­ separación como un universal del poe­ ma y del pensamiento. Su historicidad, que es su necesidad. Aun si este pensamiento es particu­ lar –siempre tuvo, por principio, lugar en una práctica–, será necesariamente verdadero siempre. No es en absoluto una lección para lo que llamamos el siglo venidero. Tampoco el balance aca­ démico del siglo. Este efecto del lengua­ je, el efecto-temporalidad del signo. El discontinuo del secularismo. En suma, el poema manifiesta y hay que manifestar para el poema la nega­ ción de la separación entre el lenguaje y la vida. Reconocerla como una opo­

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sición no entre el lenguaje y la vida, sino entre una representación del len­ guaje y una representación de la vida. Lo que vuelve a situar la pretendida prohibición de Adorno (que es bárbaro e imposible escribir poemas después de Auschwitz), que algunos piensan invertir haciendo jugar ese papel de inversor a Paul Celan, mientras que permanecen en el mismo impensado, que mostraba Wittgenstein mediante el ejemplo del dolor. No puede decirse. Pero justo un poema no dice. Hace. Y un pensamiento interviene. Esos rechazos, todos esos rechazos son indispensables para que venga un poema. A la escritura. A la lectura. Pa­ ra que vivir se transforme en poema. Para que un poema transforme el vivir. El colmo, en eso que tiene aires de pa­ radoja, no es cuestión más que de truis­ mos. Desconocidos. Es lo cómico del pensamiento Pero es solamente por esos rechazos que laten los pensamientos, para res­ pirar en lo irrespirable, que siempre hubo poemas. Y que un pensamiento del poema es necesario al lenguaje, a la sociedad.

¿Por qué asesinar a los filósofos? R ichard M arshall Traducción de María del Carmen Navarrete

Costica Bradatan es un filósofo que piensa en Lévinas, en el fracaso, en los filósofos que tuvieron que morir para defender sus posturas, en la filosofía como el arte de vivir, en el brazo del esquele­ to de Munch, en los ensayos de Mon­ taigne, en la filosofía de la carne, en Simone Weil, Tomás Moro, en el genio artístico de Platón; ¿por qué alguien debería molestarse en matar a los fi­ lósofos y por qué cuando la filosofía se practica bien es una broma en serio? Vamos, ríase un poco… –¿Qué lo hizo convertirse en filósofo? –¿Qué hizo que me interesara en la filosofía? El principio fue especialmen­ te irónico. Era 1989 y el lugar un país comunista, muy atrás de la Cortina de Hierro. Tenía 18 años, estaba acaban­ do la preparatoria y me encaminaba a engrosar las filas de la gloriosa clase obrera como trabajador en una fábrica. Y quería hacer algo que era imposible en mi situación: ingresar a la facultad de derecho, por ejemplo. En esa época era una carrera importante. Entre las cosas que idearon para darle sabor a la 13

vida de la gente en una sociedad como ésa había un requisito peculiar de admisión a la universidad. Para aprobar el examen de admisión a la facultad de derecho, uno tenía que aprenderse de memoria dos voluminosos libros de texto, hasta el más nimio detalle. Muy parecido al “examen imperial”, los exámenes de memorización que tenían que presen­ tar los aspirantes a puestos en el sec­ tor público en la antigua China. Los temas eran dos disciplinas que el régi­ men se había tomado muy a pecho: la filosofía y la economía política. Como verás, aprendí marxismo de la forma correcta: tratando de apañármelas en una dictadura inspirada en Marx. Tenía que ser capaz de reproducir textualmente cada oración, cada pá­ rrafo único de esos dos libros de texto: centenares de páginas de literatura dog­ mática, mal escrita, que apoyaba y adulaba zalameramente al régimen. Tuve que memorizar listas y gráficas, citas y discursos políticos, sin exceptuar nada. Claro que todo el asunto era inmensa­ mente absurdo. Otros se habrían senti­ do abatidos, humillados o resentidos. Pero yo no. En cierto modo, agradezco lo que sucedió porque esa absurda me­ morización –aunada a la mucho más disparatada situación en la que vivía– hicieron que me familiarizara con un tema filosófico fantástico que ahora sig­ 14

nifica mucho para mí: me refiero a la existencia humana como una farsa. –Entonces, ¿al final ingresó a la fa­ cultad de derecho? –Sí, hecho añicos, pero ingresé. Sin embargo, tuve que dejarlo pronto por­ que realmente no me gustaban las cues­ tiones legales. De esa manera llegué a lo primero, a lo que necesitaba memo­ rizar para ingresar. Algo me sucedió mientras digería toda esa palabrería. A veces uno termina por enamorarse de su torturador. Así fue como me in­ teresé en la filosofía. Mientras tanto, el régimen se había venido abajo y la farsa había cambiado de nombre. –Ha citado a Lévinas sobre por qué la filosofía conoce el fracaso. ¿Por qué es importante para usted este filósofo? –Lévinas es un personaje fascinan­ te, y los estudiosos de su obra, entre los que no estoy yo, fácilmente pueden argumentar sobre su importancia. En este momento estoy escribiendo un li­ bro sobre el fracaso, al que provisional­ mente he llamado Elogio del fracaso, y Lévinas en alguna ocasión hizo un comentario perspicaz que me inspiró. Dijo que “lo mejor sobre la filosofía es que fracasa”. Habría algo opresivo y posiblemente totalitario en una filo­ sofía que triunfe, según sus palabras, que “totalice el significado”. Para al­ gunos, la afirmación de Lévinas puede

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sonar escandalosa; pero, por lo pron­ to, creo que hay algo muy profundo en ella. –Para usted el fracaso revela algo sobre nosotros mismos que la filosofía nos ayuda a entender. Entonces, ¿qué quiere decir usted con fracaso en este contex­ to? ¿Y qué dice la filosofía al respecto que signifique que deba importarnos entender? –Tiene razón, el fracaso puede ser muy importante. Creo que debido a la obsesión de nuestra cultura con el éxito, se nos escapa algo importante sobre lo que significa ser humano, y nosotros mismos nos negamos el acceso a una capa más profunda, más coherente de nuestra humanidad. La sensación de que somos parte del gran proyecto de las cosas, una apertura hacia lo desco­ nocido y lo misterioso, la humildad y veneración hacia eso que trasciende y que nos abruma, la sabiduría que nace del conocimiento de nuestros límites, la sensación de redefinición personal y de moldearnos a nosotros mismos que se origina al toparnos con un obstáculo importante; éstas son algu­ nas de las recompensas que una com­ prensión ade­cuada del fracaso podría ocasionar. Como yo lo veo, el fracaso se debe a cierto acuerdo ontológico en el cual nos encontramos. Éste es un fracaso

costica bradatan

“a propósito”, un déficit ontológico que proviene de ser humanos; y, por lo tanto, se define por lo efímero, lo imperfecto y la mortalidad. Piensa en que fallen los frenos de tu automóvil. Ésa puede ser una experiencia metafísica. Esa falla revela cuán cerca estamos siempre de no estar en absoluto. Cuan­do experi­ mentas el fracaso, debes poner sufi­ ciente atención; puedes ver las grietas en el ser. Y cómo, desde atrás, la mis­ ma nada te mira fijamente. Este tipo de fracaso no puede “arre­ glarse”, tienes que aprender cómo vi­ 15

vir con él. Y vivir con el fracaso puede ser una experiencia única en su gé­ nero. Ya que el fracaso –una vez que se ha asimilado de manera adecuada– puede ayudar a que nos veamos a no­ sotros mismos con distintos pero con mejores ojos, permitiéndonos dar un vistazo a nuestro lado más oscuro, el lugar donde se originan nuestras vulne­ rabilidades, debilidades y actos vergon­ zosos. Ésa puede ser una experiencia aleccionadora, pero también redentora. Podemos volver de allí sanados, llevan­ do con nosotros el entendimiento de que no sólo podemos vivir con el fracaso, sino que también podemos florecer; el fracaso no sólo no nos mata, sino que nos ayuda a llevar vidas más coherentes. –Entonces, su nuevo libro es sobre la filosofía como el arte de morir. Allí plantea una pregunta, ¿qué clase de fi­ lósofo no tiene que ser para morir por una idea? Bueno, yo diría que desafor­ tunado; pero, ¿usted qué dice? –Sí, mi último libro se llama Dying for ideas. The dangerous lives of the philosophers (Morir por las ideas. Las peli­ grosas vidas de los filósofos) (Bloomsbury, 2015) y en él exploro las situaciones de esos filósofos, como Sócrates, Hipatia, Giordano Bruno, Tomás Moro y Jan Patocka, quienes tuvieron que morir para expresarse. Convirtieron sus mo­ ribundos cuerpos en un medio para 16

filosofar, el espectáculo público de su final en la ilustración vívida de sus ar­ gumentos. Esa gente puso su cuerpo “en peligro” en el sentido más literal de la palabra. ¿Qué clase de filósofos son? Supongo que son de los comprometi­ dos. Toman la filosofía más en serio de lo que se toman a sí mismos. Al pare­ cer, esas personas piensan que la filo­ sofía no es sólo sobre sutilezas y una tala lógica, sino que debe plasmarse en el filósofo mismo. Debería ser so­ bre una transformación que el hecho de filosofar causa en el filósofo y, de manera implícita, en el mundo alrede­ dor de él. Es por eso que en este libro llego a decir que, en última instancia, el meollo de la filosofía, el lugar don­ de mora, no está en el libro filosófico ni en el ensayo académico, sino en el cuerpo del filósofo. La filosofía es la palabra que se vuelve carne. –Usted vincula su tesis con la idea de la filosofía como el arte de vivir; pero, ¿es eso algo que los filósofos contempo­ ráneos se vean a sí mismos haciendo? Montaigne, Schopenhauer, Nietzsche, tal vez; pero, ¿en la actualidad? –Tiene razón, la filosofía como el arte de vivir no es tan popular como solía ser; pero ésa es definitivamente nuestra pérdida. Al menos aquí en Occidente, porque Asia es distinta en este aspec­ to. Por otra parte, hay que poner las

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cosas en perspectiva. En el gran pro­ yecto de las cosas, uno o dos siglos perdidos realmente no es mucho. –Entonces, ¿qué es importante en lo que dice Montaigne? ¿Y cómo nos ayu­ da a entender esto Edvard Munch y el brazo de su esqueleto? –Montaigne afirma que el poder de la muerte sobre nosotros proviene de su “rareza”, de que cuando ataca general­ mente nos encuentra desprevenidos. Por eso debemos concebir ejercicios espi­ rituales mediante los cuales hagamos de la muerte una presencia familiar en nuestras vidas; domesticarla, si se quiere. He aquí la receta que propone: “Frecuen­ témosla [a la muerte], acostumbrémo­ nos a ella, no tengamos en cuenta con mayor frecuencia más que la muerte. Evoquémosla en todo momento en nues­ tra imaginación bajo cualquier aspec­ to.” Así, debemos llevar a la muerte al centro de nuestra existencia, mostrar­ le hospitalidad, acogerla y cuidar bien de ella. Eso es importante si hemos de habituarnos para morir una buena muer­ te. “Nunca debemos dejarnos llevar con tanta fuerza por el placer –señala Mon­ taigne– como para no recordar ocasio­ nalmente cuántas son las formas en que esa alegría nuestra está sujeta a la muerte, o cuántas son las maneras en que la muerte amenaza con arreba­ tarla.” Y aquí Montaigne inserta una

fábula, una historia ejemplar sobre los antiguos egipcios, que debe haber to­ mado de Herodoto. En “medio de todos sus banquetes y alegría [los egipcios] llevaban un cadáver momificado como advertencia para los invitados”, relata Montaigne. Para demostrar el argumento de Montaigne, en mi libro analizo una li­ tografía que hizo Munch en 1895. La llamó Autorretrato con brazo de esque­ leto. Munch quizá nunca leyó los Ensa­ yos de Montaigne, pero prácticamente tuvo la misma intuición. Aquí ofrece una representación bastante sorpren­ dente de sí mismo; sin embargo, lo que realmente asombra no es el estilo, ni la calidad de la ejecución, sino el detalle extraordinario que atrae la mi­ rada del espectador y que se convierte en el centro de atención ineludible de toda la obra: la mano y el brazo dere­ cho del pintor están pintados en forma de esqueleto, tal como se verán des­ pués de su muerte. Munch hace aquí lo que Montaigne afirma que todos deberíamos de hacer: lleva la muerte al centro de su existencia, la acepta y la “domestica”. “Momifica” su propia ma­no y brazo, y los lleva a la fiesta, como una advertencia para nosotros, sus invitados. –¿Qué quiere decir con la primera capa del encuentro del filósofo con la 17

muerte? ¿Puede darnos un ejemplo que nos ayude a captar la idea? –En el libro argumento que la muer­ te viene en capas, uno experimenta la muerte de distinta manera dependiendo de cuán cerca estemos de ella. Cuando se es joven se tiende a asumir un enfoque más bien abstracto de la mortalidad: la muerte no es más que un “problema filosófico” para resolver, una cuestión teórica a considerar. En ese contexto, analicé tres obras filosóficas sobre la muerte: Essais de Michel de Montaigne (1580), Sein und Zeit de Martin Heide­ 18

gger (1927), Essai sur l’expérience de la mort de Paul-Louis Landsberg (1936). Estos autores escribieron esos libros cuando eran relativamente jóvenes y cuando la muerte no era inminente, sino más bien una “posibilidad”. Lo distintivo de este enfoque es que es simplista y sutil al mismo tiempo. Sim­ plista porque el filósofo habla de la muer­ te sin haber experimentado su amenaza ni su inminencia. Y sutil porque es sim­ plista: el filósofo se toma su tiempo para explorar la muerte en gran detalle, para mirarla desde distintos ángulos y para disertar sobre ella con delica­ deza porque se lo puede permitir. La muerte no está en ninguna parte a la vista, y el filósofo tampoco tiene que luchar con ella misma. Aún no. –Usted dice que hay otra capa, una concreta, donde la muerte es tan real que no lo deja a uno ni a sol ni a som­ bra. Ésta no es la segunda capa, es lo que usted llama la filosofía en la car­ ne. ¿Puede esbozar las ideas aquí? –Éste es un momento clave en mi relato. El filósofo está en problemas, se encuentra en una situación en la que debe elegir entre traicionar su filosofía y mantenerse con vida, por una parte; y morir para salvarla, por la otra. El filó­ sofo mártir obviamente elige la segunda opción. A partir de este momento –si­ lenciada como generalmente es– debe

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usar su cuerpo como un medio para filosofar. Y esto en un sentido mucho más profundo, más radical que lo que normalmente llamamos “pensamiento encarnado”. Como el filósofo mártir utiliza su cuerpo moribundo, la situa­ ción es de una naturaleza tan especial que el filósofo ya no piensa a través de su cuerpo, sino contra éste. El cuerpo ya no es algo con qué vivir, sino algo que vencer, resignificar y destruir en el proceso. Por eso, en este punto de mi relato, estudio la actuación del fi­ lósofo junto con aquellos que empren­ den proyectos de naturaleza similar: el martirio religioso, “ayunar hasta la muerte” (en especial Mahatma Gan­ dhi), la autoinmolación y el ataque suicida con explosivos. ¿Quién habría pensado que criaturas tan etéreas como los filósofos terminarían alguna vez en semejante cofradía? –Simone Weil forma parte de este re­ lato, ¿no es así? ¿Puede decirnos por qué le fascina? –De hecho, ella es parte de mi re­ lato, pero no porque fuera una filósofa mártir. No lo fue, al menos no en el sentido de mi libro. Lo que me fascina en el caso de Weil es la relación espe­ cial que tuvo con su corporeidad. Murió de inanición en 1943, pero en el sen­ tido de que trabajó en su proyecto de “desmaterialización” durante toda su

vida: tomó su empleo en una fábrica, haciendo un trabajo no calificado, como un ensayo para la muerte; mortificaba su cuerpo como una cuestión de rutina, dormía en habitaciones sin calefacción, vivía como monja, se trabajó a sí misma hasta la muerte; y al final dejó de comer. Toda su biografía estuvo impregnada de lo que puede llamarse “vergüenza ontológica”: para ella hay algo insolen­ te sobre nuestra mera existencia, sobre nuestro querer ser. “Nuestro pecado –escribe– consiste en querer ser… La ex­ piación es desear dejar de ser; y la salva­ ción para nosotros consiste en percibir lo que no somos.” Ahí es donde habla de “de­creación”, con lo cual quiere decir hacer que “algo creado pase a lo no creado”. En mi libro sugiero que hay una clave para entender la muerte de Weil; y que ella escondió, no siempre muy bien, en su propio trabajo. Sim­ plemente me sentí obligado a utilizar su noción de “decreación” para darle sentido a su muerte por inanición. –Así que después de haber trabajado a través de la primera capa y del cuerpo material pasa a la segunda capa de la muerte. ¿Puede decirme a qué se refiere con esto? ¿Es una segunda metafísica o epistemológica o algo más? –Más bien es una segunda “existen­ cial”. Ésta ocurre cuando la muerte ya no es una “posibilidad” teórica, sino 19

algo muy concreto: la pena capital que ya se ha escrito, el verdugo que está en camino, el fuego de la hoguera que se ha encendido, los instrumentos de tortura que se han preparado para el trabajo. Pensar en la muerte y aceptar la mortalidad en esas circunstancias es muy diferente a meditar sobre la muerte como una abstracción, como una “po­ sibilidad del Dasein”. Porque la muer­ te que ya está en camino y la que es sólo una posibilidad son dos muertes dis­ tintas. Veamos, en esas circunstancias la filosofía ya no es solucionar discusiones teóricas, ganar argumentos y anotarse puntos, sino es todo sobre la actuación: filosofar es actuar sobre el cuerpo en una forma decisiva, disciplinar la de­ bilidad de la carne, superar el miedo a la aniquilación del animal dentro de uno y reunir todo el valor que uno pueda para morir con cierta dignidad. Eso es preci­ samente lo que Sócrates, Boecio y Bru­ no deben haber hecho en sus celdas. O Tomás Moro en la Torre de Londres. –Tomás Moro es uno de los héroes de esta sección. ¿Qué nos ha dado él? –El ejemplo de un mártir que no te­ nía espíritu de mártir. Encerrado en la Torre, Moro confiesa, en una carta a su hija: “soy de naturaleza que rehúye tan­ to al dolor que casi me atemoriza un pequeño estímulo”. Sabía muy bien de lo que hablaba: en esa época era fre­ 20

cuente utilizar la tortura para obtener el consentimiento. Después de todo, él se había permitido ser utilizado contra los herejes; sólo unos años antes cuan­ do era Lord Canciller y tan afecto a interrogarlos, los mantenía en su casa en Chelsea para tenerlos a la mano. Para obtener confesiones Moro les men­ tía o hacía promesas falsas a sus inte­ rrogados. Todo ello con la conciencia tranquila porque para él los herejes no eran personas sino los instrumentos del demonio. Moro prohibió y quemó libros. De hecho, escribió que también debería de quemarse a los herejes en caso de que otros métodos fallaran. Así que si tomamos todo esto en cuenta, lo que Moro nos ha dado no es sólo el ejemplo de un perseguidor convertido en mártir; sino una muestra importan­ te de redención histórica. Para efectos prácticos, su biografía ha sido “purifi­ cada”; ya no nos interesan sus abusos, estamos cautivados por la forma en que murió. Sus víctimas han queda­ do en un segundo plano, lo que real­ mente importa es Moro, la víctima. La muerte de un mártir a menudo causa este efecto. En la Torre, Moro escribió algunas obras, entre ellas Un diálogo sobre la consolación en la tribulación, a la que presto especial atención. Leído entre líneas, este libro es sobre la transfor­

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mación que experimentó Moro mien­ tras aguardaba solo en su celda para ser ejecutado. La filosofía tuvo un papel importante en esto: para él se volvió en una forma de actuar, de moldearse a sí mismo. El Moro que salió para morir en el cadalso soltando ocurrencias y haciéndole bromas al verdugo era un Moro distinto del que fuera encarcela­ do un año antes. –La actuación es una idea clave en esto, ¿no es así?; y el espectáculo de Sócrates y Platón, el gran espectáculo. Pero usted tiene algunas cosas sorpren­ dentes que decir al respecto; por ejemplo, ¡que Platón intervino en el asesinato de Sócrates! ¿Puede explicar a qué se re­ fiere con esto? –De hecho, eso tiene que ver más con lo que le sucede a Sócrates cuan­ do queda atrapado en el torbellino del genio artístico de Platón. Sin duda, aquí se necesita una narración: morirías en vano si nadie contara tu historia. Un mártir necesita un discípulo fiel para que narre sus actos y conserve su pos­ teridad. Sin embargo, en Platón Só­ crates pudo haber obtenido más de lo que esperaba. Por una vez, se ve atra­ pado en el torbellino de su discípulo; Sócrates, el hombre de carne y hueso, se pierde para nunca ser visto nunca más. Borrado de la historia. ¡Así por completo y, sobre todo, de manera tan

conveniente! Para ser sustituido, al mis­ mo tiempo, por la invención de Platón. Platón sustituye a uno con el otro, como el mago de un circo. Cautivados como estamos, terminamos por creer que el Sócrates de Platón –el personaje lite­ rario– es el verdadero. Desde luego que lo que es decisivo en todo esto es el talento literario de Platón. Ése es realmente un asesino, casi se sale de control, nada puede resistirlo, ni siquiera la maes­ tría del maestro. Así él se sacrifica. Un ejemplo perfecto de ejecución literaria, y tómelo en el sentido que quiera. Pero no entraría en muchos detalles no sea que arruine el placer de los lectores. –Y usted pregunta, ¿por qué si los filósofos son tan impotentes alguien de­ bería matarlos? Entonces, ¿cuál es la respuesta a ese acertijo? –Cierto, son asesinados no porque sean una amenaza sino porque son im­ potentes; y, por lo tanto, vulnerables. Una de las cuestiones importantes que planteo en el libro, muy cerca del final, es que sostener ciertas creencias, no importa lo audaces que sean, y estar resuelto a morir por ellas tan heroica­ mente como puedas, no basta para que te maten. Puedes terminar golpeado, encerrado, exiliado, proscrito o, lo que es peor, ignorado. Siempre hay otras formas de lidiar con los filósofos mo­ lestos, además de darles muerte. 21

Así que si mueres o no depende de algo sobre lo cual tienes poco control: la situación de la sociedad en la que vives. ¿Cómo es eso? Bueno, si da la casualidad de que el filósofo practica su parresia y molesta a todos en el pre­ciso momento en que la sociedad atraviesa por una crisis, como parecen haberlo hecho los héroes de mi libro, entonces puede termi­ nar en un grupo de posibles víctimas sacrificiales, del cual pueden elegirse distintos chivos expiatorios y sacrifi­ carlos cuando sea necesario. Utilizo la teoría de Girard del “mecanismo del chivo expiatorio” para explicar la se­ lección de la víctima propiciatoria, como puede ver. Así que el filósofo realmente no obliga a sus perseguido­ res a matarlo. No es su audacia lo que lo hace un mártir, sólo su vulnerabili­ dad. Que es algo que comparte con las brujas, los lisiados, los huérfanos, las prostitutas y otros marginados. Si encuentra toda la situación iróni­ ca, debo decirle que tiene toda la razón. De hecho, ésta es una de las más gran­ des ironías de todo el relato. Después de todo, Morir por las ideas es un ejer­ cicio de la ontología de la existencia irónica. –Entonces, ¿la filosofía cuando se practica bien es una broma muy seria? –¡Usted lo dijo! Como yo lo veo, el logro más importante de un filósofo es 22

llegar a un punto en el que ya no se toma nada muy en serio, sobre todo a sí mismo. Este tipo de distancia es decisiva si uno ha de entender. Es allí precisamente donde viene la ironía. En el epílogo del libro –“Para morirse de la risa”– explico cuán importante pue­ de ser la ironía si uno no va a perder la razón. Por ejemplo, cuando uno se percata de que todo el asunto no es más que una farsa; entonces es sólo la ironía y la ironía de uno mismo la que puede salvarlo. ¿No lo cree? –Y para los lectores aquí en 3:am, ¿hay cinco libros que nos pudiera recomendar para adentrarnos más en su mundo filo­ sófico? –Claro, serían estos: Fedón, de Pla­ tón; Confesiones, de San Agustín; Ensa­ yos, de Michel de Montaigne; El mundo como voluntad y representación, de Ar­ thur Schopenhauer; Los hermanos Ka­ ramazov, de Fiódor Dostoyevski.

Por qué no leer a Thomas Bernhard P hillip L opate Traducción de Ezequiel Valderrábano

Hace algunos años recibí la solicitud

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de una amiga, la profunda y muy cul­ tivada Katharine Washburn, de que le enviara algo sobre Thomas Bernhard para la revista literaria de la cual era coeditora. Siempre deseoso de com­ placerla, escribí finalmente, a pesar de mis reservas, lo siguiente en forma de carta. Querida K: Cuando me pediste que colaborara en tu número especial sobre Thomas Bernhard, te dije que sólo había leído un libro de él y que no planeaba leer más, y tú me contestaste con tu pícara y gutural voz que eso también podía ser tema de un ensayo: ¿Por qué no leía a Thomas Bernhard? En ese mo­ mento me pareció una propuesta gra­ ciosa, pero traída por los pelos, que no tenía intención de aceptar, ya que una respuesta sincera a esa cuestión sólo habría expuesto mis limitaciones in­ telectuales y los prejuicios sin funda­ mento de mi gusto frente a un público de poco compasivos bernhardianos. Sin embargo, como acababa de leer la evaluación un poco larga de Bernhard por Robert Craft en The New York Re­ view of Books, me impresionó caer en la cuenta de que, basado en el resu­ men de las obras de teatro, novelas y memorias de Bernard hecha por Craft, seguía sin sentirme tentado a seguir

thomas bernhard

leyéndolo. Tú me preguntaste la razón. Bueno, para comenzar, el favorable re­ trato que dibujó Craft era el de alguien cruel, solipsista, intransigente, que des­ precia la mediocridad y a su país; en otras palabras, el de un ensoberbecido in­ soportable. Por supuesto, los devotos bernhardianos (uno los imagina reu­ niéndose en sótanos en el Upper West Side) bien podrían sentir que el artícu­ lo de Craft no rendía justicia a su hombre, era superficial o típicamente magisterial, al estilo nyrb, sin abordar 23

el fondo, y no debía uno dejarse influir por él. La cuestión era que yo quería ser persuadido por él, para fortalecer­ me después de toda una vida de des­ deñar a este escritor supuestamente importante. Si Craft estaba en lo cier­ to, en que Bernhard algún día sería estudiado en todas las universidades norteamericanas, entonces yo tenía que aprovechar el impulso para rechazar leer otras cosas de él antes de que mi valor se resquebrajara. No siempre fue así. Recuerdo la pri­ mera vez que me topé con un ejemplar fresquecito de Correction, la novela de Bernhard, por ahí de 1983, en la libre­ ría Rizzoli (¿fue en la Rizzoli original de la Quinta Avenida, que me gustaba, con su escalinata de caoba brasileña y su galería superior y su seductor am­ biente monacal, edificio que después sería ocupado por la tienda de depar­ tamentos Henry Bendel; o la segunda, la versión actual en West Fifty-Seventh Street, que es más impersonal? Creo que fue en la antigua Rizzoli), en una mesa junto a muchos otros libros de pasta blanda de una nueva línea, Aven­ tura, la colección de literatura mundial contemporánea, de Vintage. Esta ex­ hibición era casi pornográficamente ten­ tadora para mí: en primera, porque soy un apasionado de la cubierta de libros que crea un aura esnob de felices afor­ 24

tunados, y estos libros comerciales ofre­ cían ilustraciones a color rodeadas por una gran cantidad de blanco en cu­ biertas de gruesa cartulina blanca, y el prominente latigazo de la A de Aventu­ ra (el nombre mismo evocaba una de mis películas favoritas) sugería el sue­ ño húmedo literario realizado de un brillante editor que caprichosamente desdeñaba los beneficios económicos; en segunda, porque mis lecturas pre­ feridas eran de escritores extranjeros olvidados –supongo que competía con mis paisanos contemporáneos–, pues soy un adicto de hueso colorado a la literatura comparada, sólo dame un oscuro libro de un extranjero con so­ fisticada ironía, algo de Svevo, Pave­ se, Machado de Assis, Narayan, Pérez Galdós, Milosz, Bassani, Tanizaki, So­ seki, Kundera (antes de que se hiciera popular), Eça de Queiroz, Canetti, Zosh­ chenko y me sentiré en la gloria. Así que tenía muchas esperanzas de aña­ dir a Bernhard a mi lista de melancó­ licos ingeniosos. El libro tenía en el frente una cita de Georg Steiner: “Lon­ don Times Supplement: ‘Crece la per­ cepción de que Thomas Bernhard es el novelista en alemán más original, más concentrado, de la actualidad’.” “Crece la percepción”: eso me detuvo. No la percepción de Steiner, sino la percepción, el sentimiento de lectores

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educados de todas partes. ¿Y dónde es­ tabas tú, Lopate, cuando esa percep­ ción estaba creciendo? ¿No estabas, admítelo, prestando demasiada aten­ ción a los Mets, o yendo al cine, o le­ yendo sólo escritores difuntos, bueno, incluso escritores alemanes difuntos como Walter Benjamin y Robert Mu­ sil, pero ignorando bochornosamente a los escritores alemanes vivos, de forma tal que eras incapaz de ofrecer un solo rival de mérito igualmente “original, concentrado” para refutar la aserción de Steiner? Pensabas que sabías hacia dónde soplaba el viento, y mientras tanto un monzón bernhardiano estaba formándose en las costas. ¡Bueno, es mejor que te espabiles, amigo! Por otra parte, George Steiner: ¿realmente res­ petaba a este hombre o sólo era alguna especie de inflado sabelotodo? Steiner escribía para The New Yorker reseñas serias, solemnes, que alguna gente con­ sideraba brillantes, pero que a mí siempre me parecieron no más que respetables; respetables en el más alto grado, mira tú, tal vez sólo mi estupidez me impi­ da captar la particular contribución de Steiner al pensamiento moderno. Él escribió ese muy estimado ensayo so­ bre la literatura rusa, The hedgehog and the fox; no, espera un minuto, fue Isaiah Berlin, y Berlin es realmente brillan­ te; aunque, pensándolo bien, a menu­

do he terminado alguno de sus ensa­ yos en The New York Review of Books sin tampoco entender qué tenía de ma­ ravilloso. No, Steiner fue quien escribió ese otro librito acerca de la literatura rusa, Tolstoy or Dostoevsky, el cual leí como estudiante sin que dejara algu­ na impresión en mí. (Años después de este episodio de Rizzoli, fui a una con­ ferencia de Steiner con la esperanza de aclarar el asunto de una vez por to­ das: ¿era brillante o no? Su presenta­ ción me pareció impresionante, erudita, definitivamente brillante, aunque un día más tarde ya no recordaba nada de lo que dijo, excepto que trató de un pasaje de Homero. Varias feministas amigas mías que estuvieron en la con­ ferencia me dijeron que era un anti­ cuado macho misógino que intentaba ocultarlo en sus presentaciones públi­ cas, pero supongo que dice algo sobre mi poca confiabilidad en esos temas que yo fuera incapaz de captar alguna pista de esa tendencia en él; justo como antes, cuando leí Correction, ni siquie­ ra noté que el libro estuviera “profun­ damente estropeado por la misoginia”, como escribió Craft; en cualquier ca­ so, no fue eso lo que me molestó del libro.) Luego volteé el ejemplar y vi: “Sorprendentemente original, una com­ posición de una extraña nueva be­ lleza.” (Richard Gilman, The Nation.) 25

¿No era Richard Gilman el crítico de teatro que se había casado con la po­ derosa agente literaria Lynn Nesbit? ¿Estaba tratando de demostrar que era más que un peso pesado cultural pro­ clamando a este denso, febril (ya le había echado un ojo a su prosa) escri­ tor austriaco, de la forma en que algún crítico de cine entonaría un canto de alabanza a una figura literaria irrepro­ chable como Primo Levy, sólo para ele­ var su posición cultural? Por otra parte, tal vez Gilman ya estaba ahí, en el centro de nuestra vida cultural, y yo sencillamente fui incapaz de captar ese hecho al ocupar mucho tiempo viendo los juegos de los Mets. Cogido en un movimiento de pinzas entre la autori­ dad combinada de Steiner y Gilman, y en medio de la incertidumbre de la indecisión, pensé: qué diablos, no es tan caro, y compré el libro y salí de la Rizzoli. Durante un tiempo permaneció en mi mesa del café para impresionar, confíaba, a las visitas que examinaran casualmente la pila de libros de ese momento. Luego una tarde, sintiéndo­ me extrañamente lúcido y meticuloso, comencé a leer Correction. Al princi­ pio, el hecho de que no hubiera saltos de párrafo me molestó, significaba que cada vez que parpadeaba perdía el lu­ gar, no había fisuras que proporciona­ ran un apoyo en esos sólidos peñascos 26

de prosa, me atormentaba el cansan­ cio de la vista, además la ausencia de cesuras visuales me hacía difícil esta­ blecer un paso, decidir qué número de páginas constituirían la cuota diaria, no había finales de capítulos que al­ canzar, así que seguía leyendo, sintién­ dome vagamente migrañoso; entendí que podría ser esa su intención dado que la escritura misma era febril, claustro­ fóbica, resistente a los personajes o a la trama en el sentido tradicional, era una especie de meditación; bien, me daba cuenta de lo que él estaba ha­ ciendo, no había nacido ayer, no por nada había leído todos esos libros di­ fíciles en mi juventud, The golden bowl de Henry James, a todos esos anhelan­ tes escritores y atormentados filóso­ fos, Dostoievski, Céline, Kierkegaard, Nietzsche, Handke, aprestándome a una experiencia como la de Bernhard, con su tono obsesivamente insistente, dan­ do vueltas y vueltas, rebotando como una bola de metal en un juego de pin­ ball, ¿no era esta cosa discursiva la clase de mejunjes que me gustaban?, ¿mi debilidad? Y así, conforme pacien­ temente me abría paso por la novela, veinte páginas por hora cada vez, una vocecita dentro de mí decía: es difícil, ¿vale realmente la pena? Alejé ese pen­ samiento, pues estaba deseoso de apun­ tar a Bernhard en mi cuenta, de haber

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completado lo suficiente para jactarme de haberlo entendido antes que mis amigos. Y ciertamente, cuando termi­ né el libro anduve por ahí diciéndoles a todos lo brillante que era, que debían leerlo, que tenían que leerlo, exagera­ ba mi entusiasmo porque –después de todo– quería alguna recompensa, algo de admiración por el esfuerzo que ha­ bía hecho. Quería ser parte de esa cre­ ciente percepción, marchando hombro con hombro con George Steiner y Richard Gilman y Susan Sontag y los demás, y aunque nadie de ellos me reconociera o respondiera mi saludo al caminar jun­ tos, sabía, yo sabía que había hecho mi tarea, no era sólo un holgazán que veía el juego de los Mets, era alguien que veía a los Mets y leía a Thomas Bernhard. Era un individuo equilibra­ do, de mente sana y cuerpo sano, mens sana in corpore sano, como acostum­ braban decir en Columbia College. Sucede que cuando descubro a un escritor que me gusta, comienzo a ad­ quirir todos sus libros, acumulándolos para el primer día de verano en que estoy libre de los ensayos de los estu­ diantes y puedo leer por puro placer. Pero me di cuenta de que algo me im­ pedía adquirir otros títulos de Bern­ hard. Había algo demasiado fanático en él para mi gusto, era demasiado ar­ tificial, demasiado severo. Me pregun­

taba si tenía sentido del humor. Lo que echaba de menos en él y que disfrutaba en mis irónicos favoritos, de Montaigne a Machado de Assis, era el equilibrio giroscópico, la duda de sí mismo o mo­ destia, que rescataba de la megaloma­ nía el trabajo discursivo, de forma tal que incluso cuando el narrador parece desvariar todavía podemos captar por debajo la sonriente cordura del autor. No tenía la seguridad de poder confiar en que Bernhard estuviera realmente distanciado de su ampuloso narrador. Tal vez estaba intentando demostrar que el desapego y la objetividad eran un mito al transportarnos a un espacio claustrofóbico en el que el alejamiento y la perspectiva eran inaceptables: res­ tregándonos en las narices, por de­cirlo así, el miope y malsano ensimisma­ 27

miento que él consideraba una condi­ ción universal. Si es así, si ésa era su intención, lo logró, muchacho, lo dejó claro; como el taladro del dentista, me­ rece todo el crédito por atreverse, por experimentar, por llegar hasta el extre­ mo, escritor de escritores, pero no deja de parecer una triquiñuela, un tour de force: y yo quería una novela. Mejor encomiarlo que sufrir el experimento otra vez. Si, como sostenía Craft, “Co­ rrection es el trabajo más profundo de Bernhard”, mayor razón para mante­ nerme alejado pues encontraba lo me­ jor de él no exactamente de mi gusto. Mi resistencia a ahondar en Bernhard era parte de mi esfuerzo consciente por distanciarme de lo que podría ser lla­ mada “la extorsión de la vanguardia”. Desde que era adolescente me tragué el argumento de que debía experimen­ tar la dificultad de ciertas obras de arte porque honraba la lógica del moder­ nismo, de modo que durante décadas cumplí, engullendo obras cuyo estímulo apenas compensaba su aburrida extensión: había esperado pacientemente el cam­ bio de escena, a la vista del público, de una ópera de Robert Wilson; escu­ chado durante horas las repeticiones musicales de Philip Glass; mirado el examen de la cámara de cine de Mi­ chael Snow, en un arco de 360 grados mecánicamente programado, de un árido 28

paisaje; estudiado en galerías de arte el polémico arte conceptual de Hans Haac­ ke sobre los inmuebles de Manhattan; examinado las columnas poéticas de William S. Burroughs recortadas con ti­ jeras de textos más amplios, todo con la esperanza de convencerme a mí mismo de que el tedio era un preludio nece­ sario del éxtasis. De pronto caí en la cuenta de que jamás firmé ningún contrato que me comprometiera a en­ tregarme al ejército del modernismo. No es que me considerara un antimo­ dernista. Era sencillamente que ya no podía ser forzado a endosar algo sólo porque proclamara ser el último grito es­ tético. ¿Si Bernhard prolonga a Beckett, eso sólo lo hace merecer su lectura? Bernhard era un Jeremías, el último indignado de conciencia desgarrada austriaco. Bueno, dejémoslo divertirse, pero no puedo hacerle compañía a un hombre que, por ejemplo, le da tanta importancia a odiar a su país, no que necesariamente tenga uno que amarlo, pero ¿por qué pretender estar tan per­ sonalmente herido, tan ultrajado, tan sorprendido si el país es dirigido por mediocridades? Ciertamente, Austria tiene muchas cosas por las cuales res­ ponder, haber condonado el antisemitis­ mo y a Kurt Waldheim, pero en realidad es un fantasma viviendo de las pasa­ das grandezas del imperio austrohún­

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garo que debería inspirar piedad, no odio. El narrador en la película de Walker Percy, The moviegoer, puede pensar que “sólo los que odian están vivos”, pero Percy procede a desaprobarlo es­ cribiendo una animada novela sobre afables seres humanos incapaces de odiar. No sostengo que el odio no pueda producir buena literatura. Céline, uno de mis escritores favoritos, invita a una interesante comparación con Bernhard. Céline y Bernhard son charlatanes in­ cansables, fanáticos a su manera, testi­ gos tendenciosos. ¿Entonces por qué tolero el fanatismo en el escritor fran­ cés, cuya actuación política fue totalmen­ te reprochable, a diferencia de Bernhard, quien fue, si no un demócrata, por lo menos un antifascista? Podría deber­ se sólo a que tropecé con Céline en mi adolescencia, cuya rabia le hablaba a la mía, pero pienso que más bien se debe a que él creaba vívidas escenas y personajes inolvidables en la gran tradición novelística, porque poseía un genio cómico perverso repleto de mofa de sí mismo y compasión que trasmi­ tía la falsedad de su autoproclamada misantropía, y porque idea un alivio catártico, ese alivio que en gran medi­ da Bernhard puritanamente nos niega. Por supuesto, al haber leído sólo uno de sus libros puedo estar completa­

mente equivocado. Pero esta carta no pretende ser una crítica seria a Bern­ hard, sólo un análisis de mi rechazo. Como tal, es sólo un análisis de mi ig­ norancia, pues ¿de qué otro modo ca­ lificarías mi renuencia a conocer más de un tema? Y si tiene algún valor, es sólo el de mostrar cómo retenemos determinados prejuicios contra este o aquel artista para no ser devorados por las monstruosas exigencias de la alta cultura. Otra razón para rechazar a Bernhard, la cual no es falta suya, tiene que ver con la forma en que la reputación lite­ raria es tramada en Norteamérica; en particular la reputación de un estima­ ble, difícil, supuestamente subestimado escritor extranjero. Los lectores nortea­ mericanos son siempre reprendidos por nuestros árbitros culturales porque so­ mos holgazanes y estúpidos, porque –comparados con Europa– no tenemos vida cultural; y cómo podemos enca­ minarnos por lo menos en la dirección correcta consumiendo el ejemplo inte­ lectual del mes. Me siento en conflicto en cuanto a este asunto porque daría todo por ser uno de los árbitros de la moda cultural, y porque sospecho que nuestra vida cultural podría en ver­ dad ser poca cosa comparada con la de Europa (aunque, ¿cómo estar se­ guro sin haber sido nunca parte de la 29

vida intelectual europea?), y también estoy de acuerdo en que Habermas, Rulfo, Chiaramonte, y otros, son au­ tores valiosos. Por otra parte, me deja helado el imaginar que ellos podrían estar tratando de engañarnos al exa­ gerar los méritos de algunos de estos escritores extranjeros y empequeñecer sus defectos. Por ejemplo, me gusta el escritor suizo Robert Walser, pero aun así no puedo aceptar que me lo quieran hacer pasar como un autor mayor cuando sólo es una intrigante figura menor, del rango de Lautréa­ mont, quien pudo haber inspirado a los surrealistas pero no fue un Balzac o un Baudelaire. En algunas ocasiones los académicos se sienten fascinados por los Lautréamont o los Walser pre­ 30

cisamente por su marginalidad o su desbalanceada imperfección, lo que permite toda suerte de especulaciones. Recientemente una revista, más oscura que la tuya, me pidió que contribuye­ ra a su número especial sobre Robert Walser, por un pago igualmente invi­ sible, y complaciente entregué un en­ tusiasta comentario sobre The walk. Es un lindo cuento, pero no tuve las agallas para manifestar mi profunda reserva, la cual consiste, con todo y el excéntrico encanto de Walser, y él ciertamente merece ser leído –es un mundo de risas comparado con Bern­ hard–, en que sólo puedo tomarlo en pequeñas dosis antes de que su pre­ ciosa, inmadura sensibilidad, ya sea falsamente ingenua o genuinamente infantil, me saque de mis casillas. Es, para decirlo sin rodeos, un chiflado, como hasta cierto punto Bernhard me parece un orate. Cuando leo a alguno de los dos, su lenguaje obsesivo tiene una intensidad visionaria que puede provocar vislumbres exquisitos de los límites de la normalidad. Pero también es agotador, del mismo modo en que es agotador escuchar a un paranoide es­ quizofrénico por más de diez minu­ tos. Yo he tenido cierta experiencia en esta cuestión, un amigo tuvo una crisis nerviosa que tomó la forma de una aterrorizada, incesante verbo­rrea,

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una locuacidad cuyo nombre médico es, creo, logomanía. Era muy angustiante; duró años; telefoneaba alrededor de las 11 de la noche y hablaba precipitada­ mente durante una hora hasta que yo tenía que colgar. Por último, se mató. Tal vez al decir esto he tropezado con la clave de mi reacción alérgica a Bernhard: sentirme amenazado por la proximidad de un discurso, agresivo, circular, ma­ ñosamente lógico, producido al borde de la locura, me ataca los nervios. Es lo más parecido a una respuesta que puedo dar. Sinceramente P. Lo anterior fue escrito hace algunos años. Mi maravillosa, ronca amiga, Ka­ tharine, murió de cáncer pulmonar después de toda una vida de fumado­ ra; Richard Gilman falleció también, y supongo que algún día leeré el obi­ tuario de George Steiner. Mientras tan­ to he leído otra novela de Thomas Ber­ nhard, The loser, que me impresionó por su excelencia, por ser satisfactoria en todos sentidos, incluyendo trama y personaje; y un libro de enardecidos y divertidos ensayos, llamado My prizes. Confío en seguir leyendo con placer a este autor. Después de haber expresa­ do mis reservas puedo sentirme libre de que me guste. Qué extraño.

Arquitecturas contra la melancolía y el vértigo A lejandro T arrab La mayoría de la gente nunca ha vivido en edificios altos, pero hay personas –y yo conozco mu­ chas– que viven desde hace años en edificios altos y todavía les fascina vivir allá arriba. Mies van der Rohe Un puente / por encima del precipicio / en las altas montañas // Una capi­ lla con muros / de cristal, techo de cristal y / suelo de cristal, de pie / sobre la grieta insondable, / sin límites, entre / los dos abismos –superior / e inferior. Brodsky & Utkin

Hay estructuras que protegen a sus habitantes de sí mismos. Edificaciones en donde la amenaza no es el agresor o el forajido, sino el propio habitante que sostiene una relación estrecha con esos muros (sus propios muros): arma­ duras repletas de ventanas de herrería, ojos ceñidos en las paredes, lumbreras discretas por donde penetra a medias la luz. En caso de ser amplias, estas vidrie­ ras se muestran doblemente impenetra­ bles, resguardando así debidamente a sus habitantes, creando para ellos un micro­ clima regulable, autorregulable, que los 31

mantiene a salvo de sí mismos. Dichos habitantes, se presume, ocupan estas construcciones fortificadas con el de­ seo enérgico de violentar y violentarse: marcar el entorno, tacharse a sí mismos y tachar, por lo tanto, el prestigio de estos espacios diseñados para la convivencia. Seres frágiles e impulsivos que a la me­ nor provocación se arrojan desde las torres o pináculos, seres que buscan cualquier saliente para colgarse, para prenderse fuego y lanzarse al vacío. No hay lugar aquí para la corrección, para la mediación que parte y deriva en el arrojo.

el Palacio Real con la iglesia de San Francisco el Grande, esto es, el cora­ zón de Madrid con la zona de Vistillas, esa cumbre desde donde se distingue el casco viejo de la ciudad. Este puente, que sustituyó a otro no mucho más antiguo, está tapiado con cristales antisuicidio: gruesas proteccio­ nes concebidas y colocadas a posteriori que, a pesar de su seudotransparen­ cia, sumergen la vista y debilitan el pensamiento. Dichas protecciones fue­ ron necesarias y justificadas así como necesarias, en tanto los paseantes co­ menzaron a arrojarse desde el pináculo del antiguo Viaducto, es decir, desde la fecha misma de su inauguración en 1874. Los testimonios abundan. Desde la literatura, encontramos relatos y ver­ sos casi siempre mediocres, como éstos del decadentista español Emilio Carrere:

En mí, esto había sido sólo una sensa­ ción, es decir, ni siquiera una intuición, mucho menos una imagen, por supues­ to no la imagen de la estructura anti­ suicidio o de algún detalle antisuicidio El viaducto, buen balcón como tal, sino sólo una sensación de res­ del soñador nocheriego, guardo, de que alguien en algún lugar y trampolín más seguro me estaba salvando continuamente de para dar el verdadero salto mortal, mí mismo, salvando de pensar en mí, el funámbulo de lo horrible, de mis propios pensamientos y de la que en su vuelo, posibilidad de ponerle fin a mi vida. de trágicos volatines, Todo aquello cambió y pasó a ser una aterriza en los infiernos. evidencia, contundente y lúcida, cuan­ do crucé por primera vez el Viaducto Al cruzar el “buen balcón”, el vian­ de Segovia en Madrid, puente de ce­ dante, el “funámbulo de lo horrible” mento de tres bóvedas y 23 metros de –expresión que inspira demasiado– no altura en su parte más alta, que une se detiene, no puede detenerse o no lo 32

el sueño de la aldea

hace por demasiado tiempo. No hay lu­ gar para el ardid y la acrobacia. El ejer­ cicio que nos queda, parece decirnos este antiguo volatinero, es quebrar, rayar o agredir justificadamente los resguardos de este disturbio: “Aquí estuve sin mí. Fui expulsado / antes de cortar.” Y es que este puente arrolla natu­ ralmente a los andantes, los empuja hacia la otra orilla. Les impide la vista: la panorámica exterior y la panorámica interior, esto es, el deseo y la pulsión, la reflexión y el autoconocimiento. Una vez que ha sido expulsado de esta plataforma antisuicidio de Visti­ llas, es decir, alejado de la panorámi­ ca exterior y de la visión de sí mismo, el andante sigue su camino lejos del Viaducto. En el caso de Vistillas, se trata de una zona de calles, senderos y descansos elevados, el nombre del sitio lo deja claro, desde donde ella o él puede arrojarse o colgarse o darse la muerte que le dé la gana, pero así, aleja­ do del monumento simbólico, del orgullo y patrimonio arquitectónico nacional. De esta forma el habitante está prote­ gido, amparado, de la inminencia de ser y cobrar conciencia de que se es y no se quiere estar. Por otro lado, los habitantes que carecen o parecen es­ tar privados de estos impulsos nefan­ dos, están igualmente resguardados del “horrible espectáculo” de ver a al­

guien suspendido: “pasearse por el hilo de velas contra el viento / o caer como un fardo, / con los brazos atrás como una victoria desconocida y alada.” El modelo es burdo, pero no hay ejemplos sutiles en el arte-de-comba­ tir-para-el-otro, en la lucha imagina­ ria contra la melancolía y el impulso que no nos pertenecen. Hay otro viaducto que no he cruzado, pero que se ajusta a este mismo des­ propósito. Se trata del puente de la calle Bloor en Toronto, “sólo (…) superado por el Golden Gate de San Francisco en índice anual más alto de suicidios por salto”. Este caso de construcción antisuicidios fue analizado por el Bri­ tish Medical Journal, y los resultados, por demás concluyentes, fueron saca­ dos a la luz en 2010 y reproducidos en diferentes publicaciones: Investigadores canadienses hallan que, aunque resultan efectivas en lugares específicos, las barreras antisuicidios en los puentes podrían fallar en la reducción de los índices generales de muertes por saltos porque los sui­ cidas podrían buscar otro lugar para matarse. (…) El estudio halló que la cantidad de muertes por suicidio en el viaducto de la calle Bloor se redujo de 9.3 por año antes de la instalación de las barreras 33

antisuicidios a cero, luego de que se terminaron las barreras en junio de 2003. Sin embargo, el índice general anual de suicidios por saltos de Toronto prác­ ticamente no varió (56.4 por ciento por año frente a 56.6). Además, hubo un aumento estadísticamente significati­ vo en los suicidios por saltos de puen­ tes distintos del viaducto de la calle Bloor (“Las barreras antisuicidios en los puentes podrían enviar a los sui­ cidas potenciales a otra parte”, Health Library).

Parecería, entonces, haber una co­ nexión, un vínculo propicio de compe­ netración y entendimiento, entre los deseos de la gente, de esta gente, y las acciones públicas que procuran bien­ estar y protección: esta concordancia aparente sólo es percibida como una conquista por una de las partes, aque­ lla que mira y salvaguarda, la que de­ tenta vistosamente el poder. No por nada la artista Jenny Holzer (Ohio, 1950) incluyó dentro de sus fra­ ses y truismos, impresos y proyecta­ dos de varias maneras sobre distintas plataformas, el enunciado “protect me from what i want”, instalado con un soporte led en la fachada de un edifi­ cio en el Time Square de Nueva York. Este cruce emblemático ha sido esce­ nario de varios suicidios e intentos de 34

suicidio. Y, aunque el mensaje pun­ zante de Holzer puede tomar varias direcciones, una orientación inevita­ ble y justa es esta voluntad propia, sponte sua: levantar la mano contra sí. A partir de este mensaje direccio­ nado hacia nuestros propios fines, po­ demos dar entrada a varias especula­ ciones: “protégeme de lo que quiero” es evidenciar la ignorancia del otro, hacer patente la ineptitud e ingenuidad del protector: “¿sabes mis deseos?, / ¿lo más oscuro y luminoso?, ¿la escala / y el camino de la escala por donde tomo dirección?” En otro orden distinto –pero aún apuntando la frase de Holzer hacia el ámbito del suicidio–, encontramos una intención contrapuesta, quizá contra­ dictoria, por parte del enunciante: es verdad, quiero ser protegido, pretendo ser estrechado cariñosamente, capta­ do por las miradas y los panópticos ins­ talados en los rincones estratégicos de la ciudad, para que en el momento jus­ to del descubrimiento, en el instante mismo del impedimento y del castigo, al momento de poner las barreras más altas de la justicia, yo pueda traspasar todo ello: quebrantar este sistema de estrechamiento, este abrazo jurado y sostenido, mediante mi propio aniqui­ lamiento. El suicida quiere ser reconocido, su

el sueño de la aldea

movimiento está expresado con el salto y la caída: cuerpo y espíritu en movi­ miento, no fatal, pero sí imperioso y terminal, que es, a un tiempo y si se quiere, la traslación hacia el principio. En todo caso, habría que descifrar este lenguaje del vuelo y la caída. Cada acrobacia, cada impacto en la lucha y el entendimiento por morir (sponte sua), es una amplitud que me­ rece ser considerada particularmente. En otro apartado, el suicida busca men­ sajes más íntimos: una calle angosta que conduce a un apartamento –ciertas veces el propio–, en donde hallamos alguna habitación, una pieza oscura, un armario o el cajón estrecho de un armario y, más adentro, una caja, una maquinaria simbólica que vibra como una herida, el esfuerzo de cierto órga­ no cuando ha sido mutilado. La maquinaria arroja notas intuiti­ vas, suena como una caja melódica o antimelódica: funambular. Si se quie­ re, el habitante encuentra ahí, varada y minúscula, como en un circo de pul­ gas que ha sido visto mil veces, aunque cada función es siempre la misma y es distinta, la representación, la nota como lugar común: New dawn fades, Tosca, el Jinete con su alma destrozada.

trucciones son bajas: fachadas simétri­ cas impuestas con colores repetitivos y altisonantes, celajes orientados contra el viento y el sol. En estas piezas oscuras, los techos no son bóvedas. Como si el cielorraso hu­ biera amenazado una vaga llovizna sangrienta. Contra los muros y cristales se apilan rabiosamente los muebles y los objetos anteriores, círculos y símbolos de la vida como en una edad anterior a la invención de la rueda que acostumbra­ mos coleccionar.

No obstante todo ello, hay recodos, En este apartado arquitectónico las cons­ nidos y santuarios para el retiro. Lu­ 35

gares ocultos en un cajón, en una lata vieja de mentas que aún conserva el aliento, el aire de insolencia que toda­ vía, entre puntas y rondanas de metal, logra respirarse.

más ensimismados y sensibles, miran la semejanza de un bulbo con la tie­ rra, de un tallo con el eje, y de un bro­ te de hojas y corolas con el cielo: dos abismos, nos dicen.

En la intimidad de estas piezas, en el esmero de estas maquinarias, minucio­ sas y perfectas, así como en las redes de tráfico, en los refuerzos del cemento y el cristal, en los paneles blindados de esas armaduras, sabemos que no hay culpa. Queremos creerlo.

Unos se dejan caer hacia arriba, otros, divididos, hacia ambas direcciones.

El arquitecto, el obrero, el banquero desempleado y anarquista, el médico y el autómata medicado exploran sus po­ sibilidades: unas veces ocultan, otras quieren ser vistos. Unos levantan, aquí y allá, grandes fábricas, vías abiertas o cerradas, hatos de nervios eléctricos trans­ portan los aleteos del espíritu… Otros,

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villa claustrophobia

Hay una villa concebida en el papel (pa­ per architecture), en la que las personas viven alrededor de un cono abisal. Es la Villa Claustrophobia de Brodsky e Utkin. Cuando los habitantes de este po­ blado se hartan de mirar a través de los paneles de cristal de sus celdas, pueden arrojarse y volar en el interior de este embudo infinito, donde la luz es más intensa y la inmensidad que los rodea y les queda por encima es otro abismo.

Descartes, por Francis Bacon T adeus A rgüello Los comediantes, llamados a escena, para no dejar ver el rubor en su frente, se ponen una máscara. Como ellos, en el momento de subir a este teatro del mundo en el que, hasta aquí, no he sido más que un espectador, avanzo enmascarado. Descartes, Larvatus prodeo Por lo demás, le ruego que no hable de ello con nadie en el mundo, ya que he resuelto exponerlo en público, como una muestra de mi filosofía, y estar escondido detrás del cuadro para escuchar lo que se diga al respecto. Descartes, Carta a Mersenne, 8 de octubre de 1629

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Es 1618 y sólo escribo esta calle gris de Ámsterdam. En estas piedras donde la lluvia desbarata mi carne de vidrio, mis vísceras de leopardo negro, aún tengo este pasillo lleno de ceniza, escorbuto, 37

viruela, donde desembarca la palabra delirio, la palabra que recorre la hiena enloquecida de mi insomnio. Es 1618 y en mi boca arde el rostro venéreo de los santos. Desde niño fui conducido hacia estas palabras con la promesa de arribar a puerto seguro, pero solo fue un sueño: pesadas víctimas ahogaban su sexo en la tierra amarga, cuerpos que gimen su oscura carga de lodos genitales. Es 1618 e hice del error la úlcera de mis costumbres. Amé los libros como se ama a una rojiza epidemia: la elocuencia de sus pechos, sus ojeras que sintonizaban mi boca con el cansado ruido del camastro. Fue un trago de vino al anochecer, una amorosa espina en el párpado. Un poema de Virgilio en la terca humedad del celibato. Es 1618 y sólo tengo por idioma la mueca de la ignorancia. 38

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Vagué por las calles de Alemania para entregarme a mis pensamientos: pero sólo encontré ciegos pedazos de carbón, techos cubiertos de nieve, enfermos soldados que esperaban el paso furioso del emperador. Edificios escritos a varias manos, palacios donde a gritos gobernaba la barbarie, obras imperfectas por acumulación: asfixia de lo múltiple, así pensé en el orden necesario de un solo arquitecto, ardiendo aislado como aquel recto silogismo en la sed verdadera de las ideas. ¿Por qué no destruir las casas, las habitaciones donde sólo la confusión habita nuestra cicatriz? ¿Por qué no devastar ese raro tejado para curar nuestra neurona? Volver a construir, 39

en la demolición de las palabras, una ciudad nueva, catedrales para nuevos acertijos. Mi propósito no se extendió más allá del intento de arder en mis propias médulas y de proyectar mi cráneo en puños de cal viva. Escribí: No aceptar ninguna cosa como verdadera que no conozca evidentemente como tal. Dividir cada una de las dificultades que examine en tantas partes como sea posible y como se requiera para su mejor resultado. Conducir ordenadamente los pensamientos, comenzando por los objetos más simples y fáciles de conocer para ascender poco a poco, hasta el conocimiento de los más complejos. Hacer en todas partes una revisión tan completa y general que esté seguro de no omitir nada. Así pasé aquellos días en una habitación calentada por una estufa: estos cuatro leopardos se alimentaron de mi corazón, mi hígado, las cuerdas de mis ojos. Pensar fue la escalera inaccesible de la noche. 40

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Para no vivir en la incertidumbre coloqué un espejo en la mitad de la calle. Quemé varas de romero, además de trazar en mi cráneo algunos pasajes de los salmos. Me di cuenta de los arrayanes asustados de mi garganta. El dolor era una llovizna que poco a poco subía su espuma negra hasta llegar al borde escogido de los brazos. Busqué cuatro máximas entre los intestinos del cordero: Obedecer la ignorancia deliciosa del naufragio: estela de risas, botellas y vestidos rotos en la noche de San Juan. Liberarme de la escama gris del arrepentimiento, beber vinagre como la escarcha de ceniza que cubre mis pies al acostarme. ¿Cómo derrotarme a mí mismo, cómo arrancarme esta palabra llena de lepra? Anduve 41

entre las rojas piedras del camposanto como un péndulo de agua dura. 4

Los primeros crímenes que cometí son metafísicos y no son del gusto de todo el mundo. Rechacé todo aquel que tuviera el muñón ciego y desordenado, la más mínima plaga en la mitad de la boca para ver algo que fuera indubitable. Los sentidos también nos engañan: arden sus recios estandartes a mitad del verano, son animales sedientos a la mitad de la guerra, enmudecidos animales que recortan su cuerpo en la voraz bacteria de nuestro asombro. Me resolví a fingir que nada de lo que había en mi mente era más verdadero que los coleópteros de mi garganta. 42

Pero inmediatamente después me di cuenta de que intentaba pensar que todo esto era tan sólo un ganglio en el pavimento, una esquina llena de malaria en Baviera. Era necesario que lo que pensaba, fuese; y advirtiendo que esta verdad: pienso, luego existo, era tan firme y segura que podía aceptarla sin escrúpulos como una navaja internándose en mi carne. Yo soy una sustancia cuyo completo escarnio o lepra consiste sólo en pensar, y que para existir no tengo necesidad de ningún metal oxidado ni penicilina que pueda estimular mi ciclo de carbono; de modo que este yo, es decir, el alma por la que soy, es distinta del cuerpo; es una pantalla por donde cada una de mis palabras se ahorcan, así es más fácil conocer cada uno de mis lóbulos cerebrales, cada una de la protuberancias que laceran el ilimitado contorno de mi sombra. 43

Si yo dudo, si yo no soy más que un puñado de cabras en Amberes, un escalpelo, un buzón de correspondencia, ¿dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo? De modo que no quedaba sino una fuerza por encima de mí, una palabra que llenó toda mi boca de granizo, esa palabra que pudo escribir las guerras púnicas, los síntomas de la fiebre, el principio de no contradicción, la insulina, el hambre que ciñe a los felinos sobre sus víctimas, esta sola palabra: Dios. 5

Estoy pintando cada una de las quijadas de cerdo que fui encontrando en mis palabras, creo que por este momento será mejor que renuncie a ello y que diga solamente las sales del Evangelio. Es necesario comprender ese mapa de esclerosis, estrabismo, y calistenia óptica para acuchillar 44

todos estos versículos y así poder decir libremente lo que pienso de ellos, por eso coloco estas palabras sobre el lienzo: ego sum-dum scribo-larvatus prodeo-mundus et fabula

sin verme obligado a cortar la tela decido abandonar todas las imágenes de este mundo y pintar solamente la línea escarlata de mi circulación sanguínea. Después de esto mostraré cómo la plata de aquel caos debe ordenarse de una manera que la haga semejante a nuestra epilepsia, y cómo algunas de sus partes deben componer una plataforma de azufre: planetas, carne encendida a solas, una estopa con gas lacrimógeno. Porque en este cuadro, en esta pantalla de tela donde inauguro las ruinas de lo que mordemos, de las serpientes 45

que se baten feroces en el agua, exploro cada uno de los gestos que hay del otro lado del escenario. Se apaga la luz y todas las acciones trasladan las ideas a su punto más álgido, el sudor de mi rostro, un rectángulo que palpita, el ciervo que traza el histérico diámetro de su cacería frente a los perros. Ya puedo ver lo que dicen mis palabras en los ojos de los caballos.

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La gaviota A lejandro B adillo Un niño observa la marca que deja la marea en la playa. Cerca de él se ba­ lancea un par de lanchas. Una gaviota planea por el tejado de una casa en la que un anciano mira la televisión. El niño intenta ordenar las nubes que avanzan por el horizonte. La gaviota se posa sobre unos cables y se aci­ cala las plumas. La tarde crece pero aún hay luz en las calles. El resplan­ dor de la televisión ilumina el rostro del anciano. Transmiten una película antigua. Las lanchas siguen su bam­ boleo y la gaviota, ahora inmóvil, pa­ rece la oleosa figura de un cuadro. El viejo apaga la televisión y recuerda a la joven. Recuerda su rostro oscuro y su cuerpo vivo. La gaviota mueve la cabeza y emprende el vuelo. Las lan­ chas languidecen, quizás por el sol que ha perdido casi toda su fuerza o por la marea que apenas lame las piedras que delimitan una parte de

la playa. El niño camina por la arena. Está descalzo. Lo rodea el murmullo de los pescadores. A veces sueña que los acompaña en largas travesías. Sue­ ña que consiguen abundante pesca. Peces plateados y brillantes. El viejo se levanta del sillón y se dirige a la cocina para preparar café. En una repisa hay conchas marinas y, en un rincón, el motor averiado de una lancha. El cuer­ po blanco de la gaviota parece una línea brillante que se pierde en el cielo. El pueblo se llena poco a poco de penumbra y el niño piensa que los pescadores regresan, casi siempre, con las redes vacías. A veces lo mandan a comprar cervezas y le dejan el cam­ bio. El viejo modula el fuego en la estufa y piensa en la joven y en sus ojos que tienen el poder de desen­ trañar todas las cosas. El café hier­ ve. Los pescadores vuelven todos los días al mar. Preparan las redes. A la 47

alejandro badillo

distancia se ven sus cuerpos more­ nos, medio desnudos, empujando las lanchas para enfrentar el embate de las primeras olas. Algunos se han ido del pueblo. Cada vez quedan menos. El viejo rodea con sus manos huesu­ das la taza humeante y mira la cama, las sábanas blancas y revueltas. Re­ cuerda, de nuevo, a la joven. Trata, mientras da el primer sorbo, de adi­ vinar su nombre. La gaviota planea con las alas muy abiertas. Se dirige a la playa. El niño piensa que, algún día, desaparecerá toda la gente del pueblo. Las calles quedarán limpias de huellas. Las tiendas estarán ha­ bitadas por insectos. La joven visita al viejo una vez a la semana. Antes pasa al mercado y compra pescado, hierbas de olor y chiles. Después ca­ 48

mina por la calle principal hasta lle­ gar a su casa. El niño piensa en los pescadores, tozudos, con los rostros quemados por el sol. Cree que algu­ na vez se darán por vencidos. Cami­ na hasta los límites de la playa. Más allá sólo hay rocas muy grandes que se internan varios metros en el mar. En las noches, desde las partes más altas del pueblo, la formación parece la proa de un barco que rompe contra la tormenta. El viejo se asoma por la ventana y mira a un perro amarillo y a una mujer que cierra la cortina de su tienda. Le parece que nunca sa­ brá el nombre de la joven. Una vez la encontró en la esquina de su casa. Como todos los días, había ido con los pescadores para intentar venderles, a cualquier precio, el motor de su lancha. Aún había partes que podían usarse. Se detuvo antes de abrir la puerta y miró a la joven. Eran los únicos en la calle. Entró a la casa y arrumbó el motor en una esquina. Después se quedó en silencio, en la mitad de la sala, pensando en ella. Miró las aspas herrumbradas que al­ guna vez habían servido. Entonces es­ cuchó que tocaban la puerta. Abrió y encontró a la joven. No hubo sor­ presa en ambos rostros. Parecía una cita acordada con muchos años de antelación. A partir de entonces ella

la gaviota

le cocina y le limpia la casa. Él le prepara un sobre amarillo con el di­ nero y lo guarda en el cajón derecho del único escritorio que tiene. Antes de que oscurezca ella prende el foco que ilumina la entrada de la casa y unos arbustos espinosos. Algunas fa­ lenas se alborotan. Cierra la puerta y se aleja por la calle. La gaviota picotea, obstinada, la are­ na. El niño mira el mar que ya está oscuro. No hay luna. Es como si, en­ frente de él, se extendiera un territo­ rio desconocido, una planicie helada y hecha de sombras. Apenas se es­ cucha el sonido de la marea. El viejo vuelve al sillón y prende la televisión. Sin embargo, apenas atiende la serie de imágenes borrosas por la interferen­ cia. El foco que ilumina la entrada parpadea. En poco tiempo se fundirá. Recuerda que, una tarde, después de terminar la limpieza, la joven se acer­ có al sillón. Él miraba, somnoliento, un programa de concursos. El enva­ se vacío de una cerveza refractaba la luz de la pantalla. Ella lo miró con curiosidad. Se acercó aún más, cogió la mano derecha del viejo y la llevó bajo su blusa. El viejo sintió el vien­ tre cálido y el hueco del ombligo. Im­ pulsado por ella recorrió las costillas hasta llegar a los pechos. La joven

murmuró algo que no entendió. Los pechos se endurecieron. Subió a hor­ cajadas sobre él y le desabotonó el pantalón. El viejo pasó los siguientes segundos a merced de ella. La joven movía las caderas y se balanceó has­ ta alcanzar el orgasmo. Minutos más tarde, mientras se arreglaba la falda, lo miró de reojo. El viejo sentía la­ tidos desbocados en todo el cuerpo. Pensó en ella como en una figurilla de madera oscura, muy parecida a las que ofrecían por unos cuantos pesos en el camino que llevaba al pueblo. La televisión seguía encendida y la pantalla sólo mostraba estática. La jo­ ven le dijo que tenía un hermano pe­ queño al que le gustaban las gaviotas. Le hablaba de ellas todos los días. In­ cluso, trataba de identificarlas por el tamaño, si alguna tenía marcas en las alas o en el vientre blanco. El viejo se quedó pensando en el chico y trató de vincularlo con los escasos adolescentes que deambulaban o iban en bicicleta por las calles de tierra. Quiso saber si alguna vez se lo había topado en las breves visitas que hacía a la playa. Ella le dijo que vivían en las orillas del pueblo, pero que no quería decir­ le más cosas porque tenía miedo. Él la escuchó con una media sonrisa. Se rascó la barba. Le dijo que también tenía miedo, pero por otras causas. 49

alejandro badillo

Cuando ella abrió el cajón del es­ critorio y se despidió, pensó que no regresaría. El día posterior pensó en ella. Dos días después intentó deli­ near su rostro pero sólo pudo evocar una imagen vaga y un olor a tierra mojada. Sin embargo la joven volvió puntual la siguiente semana. Desde ese encuentro apenas intercambian palabras. A él le gusta contemplarla desde el sillón mientras ordena la co­ cina. La mira mientras el contenido de una olla hierve y el vapor la en­ vuelve como una fina niebla. Desde aquella tarde la joven, antes de ir por el sobre con el dinero, se dirige al sillón, se sienta a horcajadas sobre el viejo y sube su falda. Él la toma de la cintura para guiar sus movimientos. Su deseo es un impulso que mengua casi de inmediato. El de ella, por el contrario, perdura más tiempo, bus­ cando agotar una fuerza que la con­ sume. Quizás por eso cierra los ojos y murmura cosas que no tienen sentido. Y las palabras que dice parecen, por la convicción con la que las pronuncia, los verdaderos nombres de los obje­ tos que la gente ve en los sueños.

los escasos árboles que pueblan la costa. Más allá de la playa hay un te­ rritorio árido que separa al pueblo de comunidades aún más pequeñas. El niño piensa que las gaviotas migran en las noches a lugares que no apa­ recen en los mapas. Quizás, después de la última edificación, no hay nada. Se escuchan las voces de los pescado­ res. Cuelgan algunas hamacas y va­ rias cervezas están enterradas en la arena. Los hombres ven al niño. Sus voces son agrias. Uno de ellos le pal­ mea la espalda. Otro lo mira en silen­ cio y su mirada arde bajo el sombrero de palma. Hace calor. La humedad pega las ropas a la piel. El niño se sienta en una caja de plástico y mira las sombras de los hombres retor­ cerse en la arena. Parecen, en esos momentos, los primeros habitantes del mundo. Entre todos cuentan los desas­ tres del día. Insultan al mar mientras beben los últimos tragos de cerveza. Alguien pide que cuenten una histo­ ria. Uno ríe. Pero la risa no se desbo­ ca y cede, de inmediato, al silencio. El niño sigue atento a la escena. Al fin, uno de ellos, acaso el más joven, pregunta por el hombre que reco­ El niño camina en línea recta hasta rre todos los días la playa tratando llegar a la única cabaña iluminada. de vender el motor de su lancha. La Las lanchas flotan en el mar inmóvil. voz de otro, más viejo, le responde. No hay gaviotas en los tejados, ni en Dice que es pescador, como ellos, 50

la gaviota

pero ya no los acompaña. La última ocasión fue en una madrugada de un verano casi remoto. Los pronósticos eran favorables para probar fortuna. Las palmeras apenas se movían. Las gaviotas planeaban, algunas se man­ tenían en tierra. Salieron tres o cua­ tro embarcaciones. Cada una siguió su rumbo. Entonces, cuando estaban mar adentro, comenzó una tormenta. Las olas pronto crecieron en fuerza y, en la costa, se estremecían las pal­ meras. Todos regresaron al pequeño puerto excepto el hombre. Cuando el temporal amainó salieron a buscarlo. Había pasado un día completo. Lo encontraron en su lancha, con las re­ des destruidas y el cuerpo lleno de magulladuras. Tenía las manos esco­ riadas. Parecía que se había enfrenta­ do, cuerpo a cuerpo, con la tormenta. Cuando el hombre les dijo que re­ molcaran la lancha, entendieron por qué no había regresado al puerto. No respondió las preguntas que le hicieron. En el trayecto de regreso no dejaba de mirar sus manos. Tiempo después se contó en el pueblo que el motor, en medio de la tormenta, no había res­ pondido. El hombre, comprendiendo su destino, se había preparado para

morir. Ahora, devuelto por error a la vida, deambula todos los días. Mira las piedras, las gaviotas, las redes amontonadas que ya no se usan y que semejan dunas en la playa. Algunos afirman que todas las noches regresa en sus sueños a la tormenta. Mientras duerme intenta, de forma desespera­ da, echar a andar el motor de la lancha. El niño mira sus pies cubiertos de arena. Las estrellas pulsan entre las nubes. Recuerda al viejo recorriendo la playa con el motor a cuestas. Su fi­ gura parece quebrarse. El viento de la mañana le revuelve el cabello blanco y confiere, a toda la estampa, una soterra­ da violencia. Los hombres consumen las últimas botellas. Brindan con ma­ las palabras. Dicen que el viejo, algún día, venderá el motor de la lancha. Dicen que, cuando se le acaben los ahorros, tendrá que regresar al mar o encerrarse en su casa para esperar la muerte. El niño piensa en las gavio­ tas. La noche se vuelve profunda y salobre. Cuando está por despedirse de los pescadores descubre, junto a unas piedras oscurecidas que alguna vez protegieron una fogata, el cadáver de una gaviota.

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Tamar P ablo P iceno 1

La primera vez es también la última o la única. ¿Cómo distingue un rabino su lectura de la lectura de un rabino anterior de la Torah? (Pero tiene tantos lados –dice– como el polígono más largo o el agua que estalla de un pozo de un manantial latente que una vez saciados habrá que volver porque nunca nadie se saciará bien para siempre.) ¿Cómo distingue, decía, un rabino con el colirio interior de la fe milenaria que la profecía que leyó no es la profecía que ya anunciara un rabino tal vez más capaz / más vidente y que por ello la profesión levítica vale lo que una perla preciosa?

2

Será indignante decirlo para quien observa la ley a ultranza eunuco o salmista del coro mismísimo de David / rabino insaciable //: Pero cuenta el Talmud en una parte que ya no recuerdo –imperdible / 52

muy bella– que Hashem dio al pueblo veinte dones que no dio a ninguna otra estirpe sobre la tierra: –La sagrada Torah con sus Leyes y sus Alianzas –La Fiesta de las Tiendas –El Shavuot de la Aparición –La Cena del Péssaj glorioso Pero nada se comparará con el Día en que entregó el Cantar del amor del Esposo por la antigua ramera Israel, a la que con su propia boca mejor que los vinos besó / conoció / penetró y nunca más soltaré el amor del alma mía que vives en las grietas de las rocas. 3

Confiar en un Dios profundamente erotizado a quién beneficia sino * al mercado de prostitutas que pululan en los atrios de grandes Basílicas * al cura más casto / cuya libido se desinhibe única auténticamente en la contemplación del misterio * a tu poca fe que no se desarraiga ni crece * a la posibilidad de caminar sin pudor por el mundo aunque tu madre se olvide de ti * aunque tu madre se olvidase de su hijo, yo jamás te olvidaré 53

* lo cual no implica que –Dios te la vaya a meter –te hagas por eso más bella / más guapo [pero que igual sí: g Dios te ama hasta querer fecundarte g El Kerýgma es el esperma del Espíritu Santo, decían los San­ tos Padres g ¿Qué te parece tan raro, mujer / dime por qué lloras / dime a quién buscas? g se han llevado a mi señor no sé dónde lo han puesto ¿tú me fecundarás? g yo soy baal tengo sida / nadie si tu señor no aparece te fecundará / ¡por favor! g [aparece el Señor: g no me toques ancora / ve y anuncia a mis hermanos que entraré en mi huerto, esposa mía / que lo vengan a ver: hashem se prostituye se funde se entrega a la mujer impura como al cervatillo de sexo pequeño como a nuestra hermana muralla a la que no le han crecido los pechos como el impulso que siente el amor por lo amado o en cada muro un lamento se siente por jerusalén es raquel la que llora a sus hijos o yo te elegí por alianza de los pueblos ven a mí:

thou drewest near in the day that i called upon thee.

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ruina de la ruina del jamás morir, intento una serie de poemas 54

de la que esto forma parte sobre la procesión de pueblo montonero a la que no pudimos ir pero que habría sido entonces. lástima de convencerme de brincar la trampita del velador que nos prohibió pisar el pasto. lástima que no acabó en tu frente o en tus manos duras como un sauce. y de haberme dicho eso de lo que después te arrepentiste pero ya lo habías dicho y ya la procesión había pasado y no te puedo besar más. hablas en sueños de la remisión de qué. ¿en la vida real no lloras nunca?

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la primera vez es también la última o la única por menos que se parezca este poema al anterior el rostro que mira la piedra caer sobre un ojo colgante salido de la máscara de piedra cuartearse en ese momento preciso en que el ojo se desborda sale de su cauce la tímida luz se oscurece se va / poco más se podría decir la visión se revuelve en su propio intersticio cascado la pequeña rendija pequeñísimo agujero de la cerradura se oculta de sí se desmiente no hubo estremecimiento tal el amado jamás se llegó hasta mí están todos drogados amapola danzante / dios oculto ante la carne cruda vomitado menstruada que manas impuramente la sangre del holocausto a los cuatro ángulos del altar suicidio que no cesas prolongación de la cópula inerme 55

quién revuelve las aguas para curar la parálisis la fuente de las ovejas Llevo años, Señor, pero cuando el agua revolotea nadie hay que me meta las piernas quebradas en el ruaj de dios cuando abrí el amado que me estremeció con su mano por la cerradura cuando quise repoblar tu piel ya estabas desgarrada muy lejos ¿dónde están los que abogan por ti? ¿dónde está el cervatillo que te dejó prendado? este abismo lo había recorrido contigo lo habría recorrido por ti otra vez para siempre pero dime dónde apacientas dime para no andar vagabunda ¿eres tú la que habría de venir / de la que habla la escritura entera? ¿en la memoria de quién se anochece tu rostro fantasma abultado o qué nombre pondrás a la estructura de un templo a la ciudad entera que erigí en tu memoria esperando que vuelvas / que tengas piedad? Ya las palabras no me bastan para escombrar la destrucción.

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Diario* E dmond

y J ules de G oncourt Traducción de Armando Pinto

1863

París, 2 de septiembre Hoy, en la galería de dibujos, en el Louvre, veo a tres colegiales en uniforme, encaramados en las sillas, que copian Watteaus sobre sus rodillas, los trois crayons comprados por el museo en la subasta de Imécourt. ¡Una gloria que no morirá! Todos estos días, tristeza vaga e infinita, desánimo, pereza, atonía de cuerpo y mente. Más que nunca en nosotros, esta tristeza del regreso que se asemeja a una gran desilusión. Reencuentra uno su vida estancada, en el mismo lu­ gar. En la lejanía, sueña uno con un no sé qué que deberá llegar, algo impre­ visto que uno encontrará en casa. ¡Y nada más que prospectos, peticiones, catálogos! Tu existencia no marcha. Tiene uno la impresión de un nadador que, en el mar, por la neblina, no se ve ni se siente avanzar. Es necesario renovar hábitos, trabajo. Está uno, estos primeros días de vuelta, desorientado, desequilibrado. Es preciso volver a encontrarle el gusto a la simpleza de la vida. De las cosas a mi alrededor, que conozco, que he visto y revisto cientos de veces me viene una insoportable sensación de fastidio. Me aburro con algunas ideas machacadas y monótonas que me pasan y me vuelven a pasar * Tercera parte, correspondiente a septiembre-diciembre de 1863. 57

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por la cabeza. Y los demás, en los que busco distracción, me aburren tanto como yo. Están como los he dejado. ¡Nada les ha pasado a ellos tampoco! Han continuado existiendo. Me dicen las frases que ya conozco. Lo que me cuentan ya lo sé. El apretón de manos que me dan se parece a los que me han dado ya. No han cambiado nada, ni de chaleco ni de espíritu ni de querida ni de fortuna. Nada han hecho de extraordinario. No hay nada nuevo ni im­ previsto, ni en ellos ni en mí. Incluso nadie ha muerto entre nuestros cono­ cidos… No tengo pesadumbre, pero es peor que eso: ¡el sol parece detenido! 7 de septiembre Morère nos pregunta en qué consisten los asuntos de Gavarni con el empe­ rador, y hablamos de Gavarni. Nos cuenta que primero trabajó en instrumentos de precisión con Jec­ ker. Y que un día mientras paseaba con él, vio en un baratillo un sextante, y dándole vueltas y vueltas en todos sentidos, dijo: “Sólo hice uno, quisiera volver a encontrarlo…” A los 17 años entró con Leblanc, hoy en el Conserva­ torio, y ahí dibujó planos de máquinas. Un detalle desconocido y oculto por él, que explica al diseñador de modas, su madre fue costurera. Su padre, que había sido tonelero en Borgoña, vino a París a la Revolución y parece haber vivido del trabajo de su esposa. Individuo falso, su esposa se quejaba en los primeros tiempos de su matrimonio: la lleva en titi al baile de la ópera, di­ ciéndole que no había peligro para las mujeres, ¡solamente para los jóvenes! Nada de sensatez: fumando un cigarrillo en el burdel –al lado de Morère, quien entra a coger–, no se acostaba con su mujer, que fue a buscarlo a Lon­ dres después de dos años de separación. El amor para él, en su juventud: era amor mental, por cartas; él lo llamaba ser cauteloso. A pesar de eso, algunas jóvenes amantes: una llamada Leroy, antigua amante del mariscal Vallée, al regresar de África; y una tal Adéle Nourtier. Lado bailarín: los domingos estudiaba a las modistillas en la sala Dour­ lans; le mostró a Morère el lugar donde había aprendido a bailar, en la Cour des Coches. Petimetre, bien vestido, insoportable, vanidoso en su juventud, lo que lo calificaba de fatuo.

Miércoles 9 de septiembre Vamos al entierro, esta mañana, de una vieja prima de 83 años, una de nues­ 58

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tras dos últimas visitas a la familia en el año. ¡Es espantoso cómo se apartan las familias! En estas citas de la muerte, que ya son las únicas de la familia, ve uno a un montón de gente a la que ya no conoce, que resultan tus primos, y a jóvenes en traje de luto, que son los maridos de las hijas de madres ¡con las cuales, de niño, habías jugado! En el tren, en la noche, nos to­ pamos con el viejo padre Giraud, el antiguo ministro de instrucción públi­ ca, uno de esos viejos epicúreos anec­ dóticos, que parecen momias viejas y amables del siglo xviii. Nos cuenta que cuando Mortier entra rápidamente a Hanovre, coge todos los papeles de la condesa de Provence y que en esos papeles, hoy día en los archivos de edmond y jules de goncourt Asuntos Extranjeros, donde han pa­ sado toda la Restauración, hay una correspondencia obscena del marido a la mujer, llamando todo por su nombre. La obscenidad en el matrimonio –¡hace ya tanto tiempo! Entramos a la casa de la princesa: –Clotilde, te presento a los señores de Goncourt. Es la nuera, una especie de mujercita sin carácter, mal proporcionada, acoplada al final de eso una cabeza con grandes ojos graves y sin vida, una mandíbula ancha y fuerte. El ejemplo de la degeneración de una raza real del Midi y de una raza real germana. La frente abombada y tonta; con un aire adormecido, como con cloroformo; la fisionomía sin ningún movimiento, una sonrisa inanimada y sin matices; y sobre eso, muda como una carpa: una verdadera reina de las marmotas. La princesa se aparta de ella y, pasando junto a nosotros con un gesto de impaciencia, de fastidio: 59

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–¡Ya tengo suficiente! –Y parece llamar a comer. Comemos. La princesa permanece clavada en su asiento, cada vez más silenciosa y abstraída, su gruesa mandíbula trabajando, su ojos dispuestos a caer sobre el plato. Durante ese tiempo, su dama de honor, Mme la vizcondesa Bertrand, nos dice una frase del emperador que ella había escuchado. Fue en una comida íntima. El emperador estaba a punto de hablar de Lacordaire cuando la em­ peratriz lo interrumpe: –¡Ah!, no hable de Lacordaire, ¡nosotros descendemos de Saint Dominique! –¿En línea directa? –dice el emperador–. Eso sería una gran iniquidad… –Y la emperatriz enrojece hasta la raíz de sus cabellos. Por la noche, Clotilde parte: –¡Ahora que los niños se han ido a dormir –dice la princesa con alegría y alivio–, divirtámonos! –Y la toma contra Sainte-Beuve, a propósito de su ar­ tículo en favor de Renan, libro que ella considera detestable como el socialis­ mo. Y Sainte- Beuve, después de mil circunvoluciones y pequeñas resistencias a derecha e izquierda, acaba por decir, con sus gestos untuosos de cura: –Por Dios, princesa, nosotros estamos entre dos cuartos de hora: el cuar­ to de hora primitivo, que es el nacimiento, que no es muy bueno, y el cuarto final, que es todavía menos bueno. Hay que tratar de llenar los intervalos lo más agradablemente posible, de vivir como si nunca hubiéramos nacido y como si jamás fuéramos a morir. –Y termina reconociéndole a la princesa que había hecho, en su artículo, muchas concesiones a su intimidad con ella. Después Cousin es puesto sobre el tapete. Se le pinta como un saltim­ banqui inspirado, Sainte-Beuve cita de él estas palabras. Había perdido a uno de sus amigos, llamado Loyson; “¡No me esperarás mucho!” Algunos años después de eso, Labitte le recuerda su discurso y la emoción que había trasmitido a todos, Cousin exclama con su voz solemne: –Oh, yo sabía que no iba a realizar mi predicción… ¡Entiendo bien el dramatismo! Al regresar en el tren, Sainte-Beuve nos cuenta que había servido de secretario, hacía tiempo, a una puta que quería arrojarle al rey de Holanda el dinero de un acostón. 60

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de septiembre Comida con Saint-Victor: día tras día opiniones menos asentadas, más varia­ bles, más domésticas, e incluso, también más violentas; lo que les falta de fondo y de conciencia, él lo desquita con furor cortante. Son cada vez más agudos sus cambios de juicio: es como una veleta sin engrasar. En el fondo, tiene el furor de las ideas recibidas y de los prejuicios corrientes. Goethe es siempre, y en todo, un dios: hay divinidad en sus Mé­ moires, ¡ningún egoísmo en su episodio con Frederika! Esos dos jugadores de cartas, Briguiboule y Bénazet, son verdaderos Luis XIV, grandes hombres honestos. “¡Bénazet se retira sin un sou!” Delacroix, es admirable, divino, y además “sabio como Rafael”… Todo aquel que ataca a Renan es un hipó­ crita y un canalla. Reiset es el mayor conocedor de pinturas… Y todo eso porque a Reiset le han parecido buenos sus cuadros; Briguiboule y Bénazet porque ellos lo han alimentado este año; Renan, porque se vende a 40 000; Delacroix, porque ha visto a sus fanáticos esta semana; Goethe, porque es un gran nombre. Nunca un juicio personal desinteresado. Y también, en toda esta violencia, hay en el fondo una disputa con Lia, una irritabilidad nerviosa de jugador a la bolsa, que lo llena de contradicciones insoportables. 13

“Mi amor…”, esa palabra, en la calle, a mí, un desconocido que pasa –¡Dios mío, se parece terriblemente a la banalidad de la mayor parte de las afeccio­ nes humanas! 14 de septiembre Gran batalla en torno al recuerdo de Voltaire. Sainte-Beuve y Saint-Victor son sus abogados contra nosotros que preferimos completamente la persona y el talento de Diderot. Saint-Victor, impetuoso, entusiasta, echando los bofes por nada, con esa falta de mesura que le hace decir las mayores estupideces para un hombre inteligente, exclama que él es todo, gran poeta en su poesía ligera, gran historiador, que tiene fantasía, una imaginación prodigiosa… llega a afirmar que su estilo está lleno de color y que “se parece asombrosa­ mente a Heinrich Heine”… ¡Le neveu de rameau es una basura! ¡Candide es la humanidad! Y esto y aquello… Durante ese tiempo, Sainte-Beuve hace un largo y fluido elogio de Voltaire, comparándolo con el agua clara por su limpidez, claridad, transparencia. 61

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Gritamos, nos encolerizamos, no nos escuchamos. Saint-Victor se vuel­ ve epiléptico y Sainte-Beuve nos jura por sus grandes dioses que en un curso de una hora nos convertiría a Voltaire. Gautier llega en nuestra ayuda, pro­ clama a Voltaire infecto, ¡Candide idiota!, Voltaire un Prudhomme gigantes­ co. Y refiriéndose al pasado literario de Saint-Victor: –¡Hombre, eres repulsivo! –Al final, le dice en un tono terrible, Glissez mortels, n’appuyez pas: ¡tú amas eso, eso te transporta, Glissez mortels, n’appu­ yez pas! Saint-Victor se ruboriza, grita mucho; y de Voltaire, la conversación pasa, y sin descender mucho, ¡a M. Thiers! Aquí estamos más o menos de acuerdo en declararlo un historiador sin el mínimo talento. Sainte-Beuve se apresura a defenderlo como historiador: –¡Es un hombre fascinante! Tiene tantas ideas, tanta influencia… Y nos describe la manera en que cautiva a la Cámara, seduce a los dipu­ tados. Es siempre la misma defensa, de respuesta y de argumentación, que he visto en Sainte-Beuve. Uno le dice: –¡Pero Mirabeau es un vendido! –Sí, pero ama tanto a Sophie! –Y él habla… Por todo y para todos es así. Y a propósito de un libro, jamás nos responde sobre el libro, siempre sobre el hombre, sobre sus relaciones, sobre su posición, sobre el papel que él jugó. Y al mismo tiempo tiene en él, como las naturalezas a la Rousseau, un odio de criado, y al mismo tiempo rebeldía e indignación contra el edificio social, los señores de la casa, la sociedad entera –y una gran bajeza de opinión frente a todo hombre de poder, de influencia, de la política, ya sea Thiers, Molé, Guizot, Royer-Collard–. Del resto, del gobierno de Luis Felipe, que él ha atravesado desde muy abajo, él lo mira con respeto y una cierta dependencia. Él cree en la fuerza y en el temperamento de toda esa generación. Sainte-Beuve parte. Bebemos la mezcla de licores que ha hecho en cada postre, de ron y de curazao. –¡Ah!, a propósito, Gautier, ¿tú regresas de Nohant, de casa de Mmme Sand? ¿Fue divertido? –¡Como un convento de hermanos moravos! Llegué en la noche, está le­ jos del ferrocarril. Pusimos mi equipaje en un matorral. Entré por la granja, 62

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con perros que me daban miedo. Me dieron de cenar. La comida era buena; pero había demasiadas piezas de caza y de pollo: a mí no me gusta. Estaba ahí Marchal el pintor, Alexandre Dumas hijo, Mme Calamatta. –¿Y bien, sigue enfermo Dumas hijo? –¿Saben que hace ahora? Es infeliz. Se planta frente al papel en blanco y se queda ahí cuatro horas. Escribe tres líneas. Se va a tomar un baño frío y a hacer gimnasia, porque tiene muchas ideas de higiene. Regresa, encuentra que las tres líneas son tontas como todo. –¡Y bien, eso es lucidez! –dice alguien. –Y no deja más que tres palabras. Su padre vuelve de tanto en tanto de Nápoles, le dice: “Has que me preparen una chuleta, voy a acabar tu obra”, escribe el escenario, introduce una puta, toma el dinero y parte. Dumas coge el escenario, lo lee, lo encuentra muy bien, va a tomar un baño, relee el es­ cenario, lo encuentra estúpido, lo corrige durante un año. Y cuando su padre regresa, encuentra, de las tres líneas del año pasado, ¡todavía tres palabras! –¿Y cómo es la vida en Nohant? –Se desayuna a las diez. A la última campanada, cuando la aguja marca las diez, todos se sientan a la mesa sin esperar. Mme Sand llega con aire de sonámbula, permanece dormida todo el desayuno. Después del desayuno va­ mos al jardín, jugamos boliche; eso la reanima. Se sienta y se pone a hablar. A esa hora hablamos por lo general de pronunciación; por ejemplo, sobre la pronunciación de ailleurs y de meilleur. Pero el gran placer de la charla social son las chanzas estiercoleras. –¡Cómo! –Sí, la mierda, los pedos, es el sustento de la alegría. Marchal tiene mucho éxito con sus gases. ¡Pero, por ejemplo, ni una palabra sobre la relación de los sexos! Creo que te conducirían a la puerta si hicieses la mínima alusión a ella… “A las tres, Mme Sand sube a escribir hasta las seis. Comemos. Sólo que te piden comer un poco rápido para darle tiempo de comer a Marie Caillot. Es la criada de la casa, una pequeña Fadette que Mme Sand encontró en el campo, para actuar en las piezas de su teatro, y que viene al salón, en la noche, después de comer. Después de comer, Mme Sand juega solitarios sin decir una palabra has­ ta medianoche… Por ejemplo, el segundo día, comencé a decir que si no hablá­ bamos de literatura, yo me iría… ¡Ah, literatura! Parecían venir de otro mundo… 63

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”Tengo que decirles que en ese momento no se ocupaban de otra cosa allá que de la mineralogía. Cada uno con su martillo, no salían sin él. ”En fin, yo dije que Rousseau era el escritor más malo de la lengua fran­ cesa, y esa frase nos hizo discutir con Mme Sand hasta la una de la mañana. ”Por ejemplo, ¡Manceau le ha urdido ese Nohant para la escritura! Ella no puede sentarse en una pieza sin que él haga que surjan plumas, tinta azul, papel de cigarros, tabaco turco y papel rayado. ¡Y ella en el jolgorio! Pues recomienza a medianoche hasta las cuatro. En fin, saben a qué ha llegado, ¡a algo monstruoso! Un día, ella acaba una novela a la una de la mañana: ‘¡Vaya, dice ella, he acabado!’ Y comienza otra. La escritura es una dependencia en ella… ”Por lo demás, uno está muy bien en su casa. Por ejemplo, hay un ser­ vicio silencioso. Hay una caja en el corredor que tiene dos compartimentos: uno es para las cartas para el correo, el otro para la casa. En éste escribe uno todo lo que necesita, indicando su nombre y su habitación. Yo tenía necesi­ dad de un peine; escribo: M. Théophile Gautier, habitación tal, mi pedido –y la mañana siguiente a las seis yo tenía treinta peines a escoger.” Paso, esta mañana, a llevarle el diario Paris a Sainte-Beuve. Me llama a gritos mientras se lo entrego a su gobernanta, Mme Dufour, una alta y muy bella morena, que, al abrirte, tiene como quemaduras de sol en la piel. Y lo des­ cubro sobre una pequeña escalera, un viejo pequeño en chaleco de lana. Era horrible, como ver a un Convencionista en los Petits-Ménages. Voy de ahí con un poseedor de documentos sobre pintores. Émile Bellier de La Chavignerie. Un hombrecito magro, con los ojos ardientes, enfermo del pecho, que escupe sangre y se mata revisando lo infinitamente pequeño de documentos únicos. Un departamento árido, de un cenobitismo provincial, con horribles recuerdos de familia y pequeñas reliquias infectas de viajes, enmarcadas y fechadas, como un pedazo de la tapicería de la casa de Juana de Arco de Domrémy. Presiente uno a un hombre que herboriza la historia. Nos hace leer, en la Biographie, un artículo suyo sobre los Saint-Aubin, en el que habla censurando nuestro estilo –¡y todo su artículo está basado en el nuestro! Su especialidad es la de desenterrar las actas civiles de los pinto­ res académicos del siglo xviii. Naturalmente, le faltan los de Chardin. ¡Y él trabaja en eso desde hace diez años! Felizmente, en dos horas, nosotros los 64

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encontramos en los archivos. En el fondo, ese trabajo de topos y de hormigas furiosas, es entristecedor y lúgubre. 21 de septiembre De la casa de mi tío, en Croissy, donde hemos venido a pasar tres días, voy a Ferrières y gracias a Eugène Lami, entro. ¡Oh, no hay ricos más pobres que los ricos de ahora! No han encontrado nada mejor que pepenar en los bara­ tillos, empalmar, apilar a duras penas. Tienen a grandes artistas modernos. Tienen para ornar sus palacios, escultores como Barye, decoradores como Baudry; hay mil talentos para acomodar, para amueblar, cosas que hacer que sólo ellos pueden hacer –y nada nuevo, nada imprevisto, nada creativo, nada que provoque envidia ¡y que desespera! ¡Y todo estropeado por la ausencia de unidad, el popurrí de estilos, de lienzos, de muebles! El molesquín al lado del terciopelo, el terciopelo al lado de la seda china. ¡Nula invención, nula imaginación! Apenas si en un pequeño fumador, donde cinco fumadores se asfixian, Lami ha desplegado un pequeño friso encantador del carnaval de Ve­ necia. El oro que no crea es vergonzoso. ¡Impotencia del dinero en el siglo xix! Regresamos para la comida al restaurante de Magny. Hablamos de Vigny, la muerte de hoy, y Sainte-Beuve cuenta anécdotas en su fosa. Cuando escucho a Sainte-Beuve, con sus pequeñas frases, me parece ver a las hormigas sobre un cadáver; él limpia el cadáver, y te queda un pequeño esqueleto del indi­ viduo muy limpio y adecuadamente arreglado. “Dios mío –dice con un gesto untuoso–, uno no sabía si era noble, nun­ ca le conocí familia. Era un noble de 1814: en esa época, uno no miraba tan cerca… Hay, en la correspondencia de Garrick, un De Vigny que le pedía dinero, pero tan noblemente que le da alternativas para obligarlo: sería curio­ so saber si descendía de él. Era un ángel. ¡Siempre ha sido un angel, Vigny! Jamás se vio un bistec en su casa. Cuando uno lo dejaba a las siete para ir a comer: ‘¿Cómo, ya se va?’ No comprendía nada de la realidad, no la veía. Te­ nía frases soberbiamente ingenuas. Al salir de pronunciar su discurso en la Academia, un amigo le dijo que su discurso había sido un poco largo: ‘Pero no me siento fatigado’, le respondió Vigny… Junto con ello un poco de militar. En ocasión de esa misma recepción, él tenía una corbata negra, y al encontrar, en la biblioteca, a Spontini, que había guardo la etiqueta del traje imperial: 65

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‘¿No es cierto que lo uniforme está en la naturaleza, Spontini?’ Gaspard de Pons, que había estado en su regimiento, dice de él: ‘Era un hombre que tenía el aspecto de las tres cosas que era, ‘¡militar, poeta y hombre de ingenio!’ ”Era muy torpe. Del acuerdo que lo conduce a la Academia, no com­ prende nada. Cuando él recomendaba a alguien para un premio, lo perdía. Llevaba extractos del libro a galardonar y los leía impacientando a todo mun­ do. A Taine, a propósito de su Tite-Live, todo el mundo estaba de acuerdo en otorgarle el premio. Llega Vigny, dice que está muy bien, que acaba de leerlo y que pide permiso a la Academia para leer unos pasajes. Para comenzar, tenía la mano maldita; Saint-Marc exclama: ‘¿Pero no era mejor que eso? ¡Yo no le doy el premio!’ Y así los demás… Él retardó el premio un año. ”Estaba tan en las nubes, muy por debajo del mundo real, que cuando no se acostaba todavía con Mme Dorval, Mme Dorval pudo decirle: ‘Alfred, ¿es que aún no piensas pedirle mi mano a mis padres?’ De Vigny pasamos a los salones de París. Sainte-Beuve habla del de Mme Circourt, salón muy ecléctico, muy lleno, muy mezclado, muy vivo, un poco demasiado ruidoso, en el que uno caía un poco sobre no importa qué y hablaba mucho, todos a la vez: ‘Era un aturdi­ miento más que una conversación.’ Luego vamos a los dos únicos salones donde los hombres de letras van ahora: el de la princesa y el de Mme de Païva. Aquí, Gautier toma la palabra y nos despliega la extraña vida de esa mujer.” Ella era la hija natural del príncipe Constantin y de una judía. Su madre, que era muy bella, desfigurada por viruela, hizo cubrir con crespones todos los espejos de la casa para no verse. La pequeña crece sin espejos. Le dicen que tiene una nariz de papa: eso la atormentaba mucho, no sabía cómo podía ser. Para alejar la sospecha de sangre principesca en sus venas, la casan joven con un sastre francés de Moscú. Ella se deja raptar de ahí por Herz, quien le da lecciones de piano. En París, Herz, arruinado en el 48, se escapa y la abandona. Ella cae gravemente enferma, sin un sou, en el hotel Valin, rue de Champs-Ély­ sées, en el cuatrième. Gautier recibe un recado de ella, en el que le ruega que vaya a verla. Él va. Ella le dice: “Tú ves dónde estoy. Puede ser que no me recupere nunca. Si eso sucede, no hay nada qué decir. Pero si me recupero, no soy una mujer que se gane la vida haciendo zapatillas de orillo: yo quiero tener, a dos pasos de aquí, el hotel más bello de París, óyelo bien, ¡recuérda­ lo! Ella se recupera. Su amiga Camille, la marchante de modas, la arma para 66

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la guerra, le proporciona un arsenal de vestidos y ajuar para su gran golpe. Gautier la ve al momento de partir, todo es ostentoso, probando como un soldado su fusil antes de la batalla. Ella le dice: “Pero como uno no puede garantizar nada, yo puedo errar el golpe.” Bien, entonces, ¡hasta luego! Y le pide un fras­ co de cloroformo para envenenarse en caso de que no tenga éxito. Gautier va a pedírselo a uno de sus amigos, un interno, y se lo da. Ella parte. Unos días después, Gautier la encuentra en Londres en una bella mansión de campo, con un coche inmenso, magnífico: “¡Qué bien –le dice él–, veo que no tuviste todavía necesidad del veneno!” Y ella le explica que está muy cerca, que no ha logrado nada, que todo eso son gastos y que ella no tiene más que quinientos francos, que él le busque con ese último dinero un palco en Lumley, en la Ópera, para el día siguiente: “Tengo una idea”, le dice. Gautier lo obtiene. Y ella se hace de un tal Lord Howard, chiflado, cuya manía es creerse embarazado: se le acuesta, jalando algunos trapos. Después de algún tiempo, le pasa a esta mujer en la cabeza el deseo, el pensamiento fijo de bailar con una reina. Encuentra a M. de Païva, embajador de Portugal, pronto locamente enamorado. Ella se hace instruir, con una gran seriedad, en la religión católica en un convento, abjura sin reír, se casa con él y va a Portugal a hacer, en una gran contradanza, ¡un vis-à-vis con la reina! Des­ pués, habiendo gozado de todo eso, descubre que la reina le había hecho una mueca, que su nariz no le había agradado, se disgusta con Païva, quien le ha­ bía otorgado, al casarse, cien mil francos, lo trata de tacaño, lo deja y se va, sin poder ser alcanzada por las legaciones de Païva que le pisan los talones. Aquí entra sin duda el relato hecho por Saint-Victor de la persecución del hombre con el que estaba ahora, a través de Europa, en Suecia, etc. –un joven barón silesiano, el marqués de Carabas de Silésie, cuyo padre tiene 87 años y muchos millones–. Locamente enamorado de ella, le construye el hotel soñado en los Champs-Élysées, le compra Pontchartrain, donde ella se cree descendiente de Mme de Maintenon. ¡La mujer rusa, de una fuerza y diplo­ macia asombrosa! Ella ve un collar de perlas negras de 60 000 francos. El barón silesio lo encuentra un poco caro. Ella ve en la Exposición un mueble de 35 000 francos, regateado por el emperador que lo encuentra demasiado caro, lo compra de inmediato y lo envía al barón como regalo. Él le compra el collar. Ella se lo regresa diciéndole que no da un regalo para recibir otro. 67

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Él se siente herido y le envía todo el juego de perlas negras. En ese momen­ to, completamente enamorado de ella, le da mucho dinero a la tesorería de Saint-Pierre para que el papa anule su matrimonio con Païva. de septiembre Después de comer, en casa de la princesa, Girardin dijo: “Ahora que ya no hay nada bueno ni malo, ahora que no sabemos ya lo que es recto, lo que es honesto, que no hay ya reglas, que no hay más que una cosa, el éxito, el minis­ tro debe tener un ministro que se llame ¡éxito! Drouyn de Lhuys no ha estado más feliz con Rusia que los ministros de Luis Felipe: entonces hay que sacri­ ficarlo. Honestidad, buenas intenciones del hombre, ¿qué hizo? Un ministro es como un cocinero que tuviera los mejores certificados del mundo y que cocinara pésimamente: yo sería responsable de su mala cocina frente a mis invitados y lo despediría.” En el tren, hablamos de la candidatura de Gautier a la Academia: “No es posible –dice Sainte-Beuve–, necesitará un año de visitas, de ruegos… Nin­ guno de los académicos lo conoce. Vean, ese es el punto, es necesario que te hayan visto, que se hayan acostumbrado a tu presencia. Una elección, lo saben bien, es una intriga. Una intriga, hace falta emprender una, en el buen sentido de la palabra… Veamos –y él cuenta con sus dedos–, tendrá a Augier, Feui­ llet, tal vez Rémusat, Vitet, creo. Es necesario que los vea mucho, por ejem­ plo, ¡a esos dos! Si todo se conduce bien, Dios mío… Cousin, uno le lanzaría a la Colonna, a la que le diría que él ve absolutamente una sinfonía en blanc majeur dedicada a ella. Por ejemplo, ¡sería necesario que no dejara a Cousin ni un minuto antes de la elección!... Para la princesa, tendríamos a Sacy.” 30

La salud es importante en la carrera de un hombre. Hay personas que nacen armados de esta fuerza corporal sin desfallecimiento, que hacen su voluntad a toda hora. Girardin nos dice que él jamás ha estado enfermo, que no sabe lo que es la enfermedad. Octubre Compré el otro día unos álbumes de obscenidades japonesas. Me regocija, me divierte, me encanta la vista. Yo las miró más allá de la obscenidad, que está ahí y que parece no estarlo y que yo no veo pues desaparece en la fantasía. La rotun­ 68

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dez de las líneas, lo imprevisto del conjunto, el ordenamiento de los accesorios, el capricho de las poses y de las cosas, lo pintoresco y, por decirlo así, el paisaje de las partes genitales. Al mirarlas pienso en el arte griego, el aburrimiento de la perfección, un arte que no se liberará nunca de ese crimen: lo académico. De todos los grandes personajes de la historia de Francia, es, tal vez, Alexan­ dre Dumas quien, en sus novelas, ha hecho los medallones más parecidos… en miga de pan. Hemos descubierto la gran fatiga del mundo: es la de parecer atento a cosas que no te interesan. ¡Es una perturbación interior! Acabo de leer el nuevo programa de ese ministro entrometido, Duruy, para la enseñanza de la historia actual, calientita, en los colegios. Le falta a este go­ bierno imponer a los infantes un catecismo histórico, formar en el Imperio al que nace, tomar e interceptar las opiniones políticas antes de que aparezcan; en las generaciones hacer preceder al diario por el profesor; echar en los ce­ rebros que aún no se forman la idea de que nada más que eso ha estado bien, tiranizar los cerebros aún sin formar: introducir la servidumbre en la tarea, la cortesanía en los cursos, aprovecharse de la edad sin crítica para entregarles la historia del Moniteur de hoy. Seducir, en una palabra, a las almas menores y comenzar frente a los niños la apoteosis de los emperadores en la historia. Ese ministro habrá ligado su nombre a la bajeza de la publicidad, desconoci­ da hasta ahora por los poderes que se respetan vergonzosa y pésima medida después de todo. El chovinismo se convertirá en castigo, el Imperio heredará junto al infante el odio a los clásicos. 3 de octubre Sentado en el café de la Régence, descubro en ese rincón de la rue Saint-Ho­ noré un aspecto de París de 1770, y también la fachada de una gran calle de un gran pueblo de provincia. Hay un joyero donde creo que debió pavonearse una bella joyera de Restif. Las ventanas de la casa son burguesas. Hay transeún­ tes con la actitud de regresar al Marais, muchachitas que tienen el aire de modistillas. Pienso vagamente en Philidor, él me recuerda a los carricoches y las sillas de manos, tengo los ojos y el alma muy lejos de esos horribles re­ corridos ingleses de los nuevos bulevares, tan largos, tan anchos, tan geomé­ tricos, aburridos como las grandes carreteras. 69

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Tal vez aquí, en este tiempo, lo que ha roto más con lo consagrado y lo clásico, es lo cómico, la comicidad de los bufones ac­ tuales. Es de una gran fantasía, de una locura que arranca la risa, imprevisible, de una chifladura de payaso, de un efec­ to nervioso inaudito, de cosas que hacen el efecto de un gas exhilarante que da pena, a veces, que provoca un estreme­ cimiento como si viera uno Hamlet en el Bobèche o un Shakespeare chocho. El verdadero comienzo de un cuento de hadas es un hombre que va a matarse: monólogo sobre las grandes preocupacio­ nes de la vida, junto al fastidio de la Guar­ dia nacional, etc. 4 de octubre Gavarni me da una prueba anticipada de su retrato. Me dice que Bertauts, para esas pruebas, hizo una tinta especial que le costó cien francos. Ayer, al salir de la representación de Aladino, me vino a la mente una idea que he tenido a menudo al salir del espectáculo. Molière, al leer sus piezas a su sirviente, ha juzgado al teatro: se pone, sencillamente, al nivel del público de las obras dramáticas. Morère me dijo que en los cafés a donde iba con Gavarni, Gavarni tenía un sentido adivinatorio para adivinar el estado, la profesión, de la gente que es­ taba allí. A menudo, Morère los encontraba en la calle con los instrumentos de su profesión que había dicho él: olfato extraordinario de ese individuo. Mucho estudio, pero una mucha mayor memoria. Tenía en su cabeza los rostros de toda la gente que había visto. Él veía a la gente que dibujaba. Se le aparecía a menudo. Le dijo a Morère después de bosquejar una cabeza: –Mira, ¿te acuerdas? 70

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–No, dice Morère. –¡Cómo! Es el hombre, lo conoces, que vimos en un muelle… –¡Hacía veinte años de eso! En este gran genio advenedizo del arte, Gavarni, hay en el fondo lo que resta de un fondo original falto de educación y soltura. En una época se lanzó, para disfrazar eso, a la elegancia extrema. Ocultó sus instintos pueblo bajo sus guantes amarillos. Pero él ha permanecido pueblo en el fondo. Se agarra como el pueblo a las consideraciones burguesas ajenas a las condi­ ciones, títulos. Tuvo siempre en las partidas que hizo una economía que se siente de ventorrillo. Su mesa es una verdadera mesa de obrero. Es insensi­ ble a un montón de delicadezas materiales, que es la nota aristocrática de un hombre. Gastó mucho dinero en comer sin derrochar. Era exagerado sin ser espléndido –no que fuera avaro. 6 de octubre Michelet me hace el efecto de ver la historia como un hombre que desde la colina Montmartre viera París en un clima neblinoso, con algunas partes despejadas. ¡Cómo pasó su belleza por ti y lo que tu cuerpo recibió! Ella y yo, esta tarde, hablamos del tiempo en el que nos vimos, hace ya doce años. Cómo disfrutamos de nosotros sin conocernos, ella, sin descubrir lo que yo era, un querubín –yo sin saber que tenía en los brazos a la Diane de Allegrain. de octubre ¡Es asombroso cómo nuestro camino va para arriba y no para abajo! Michelet, ahora, en el prefacio de La regénce, ¡nos trata de escritores eminentes! Hugo, me dice Busquet, está lleno de simpática curiosidad sobre nuestra reseña. Es la gran crítica la que nos ha discutido, juzgado, apreciado. En los camaradas de nuestro tiempo, de nuestra edad, excepto Saint-Victor, no hemos encon­ trado más que silencio e injurias. Busquet me dice que Scholl va a batirse con Granier hijo, y he aquí a Scholl que pasa con su marcha normal, su paso nervioso, su aspecto desgarbado, un canturreo en los labios. Se bate mañana cerca de París. Habla, bromea, se le ve a gusto, algo encolerizado, pero con buen estado de ánimo. Tiene el aire de re­ presentar el papel de un hombre que se bate. Me dice que el pequeño pasa por 8

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ser muy fuerte, pero que él ha tomado 30 lecciones sobre el terreno; que, por lo demás, con su guardia, a lo peor que llegará será a tener una rasguñadura en el brazo. Nos cita para mañana en el Nain Jaune, a mediodía. Lo dejamos un poco más emocionados que él, envidiosos de ese valor de ciertos temperamen­ tos optimistas, que consiste en no ver las cosas a fondo y no considerar en un duelo literario el azar de la muerte. 9 de octubre Los empaquetadores del Nain Jaune nos cuentan que Scholl recibió, esta ma­ ñana, una herida de espada que podía matarlo. Este día, perseguido por la idea de que el mundo no es un mundo inmortal. ¿Y entonces, para qué tanto esfuerzo, sacrificios, sudar sangre por una inmortali­ dad que no existe? ¿Entonces, por qué no tomar de nuestra carrera el beneficio y la repercusión inmediata, el dinero y el bombo de las obras inferiores? de octubre A medida que uno avanza en la vida, el amor de la sociedad crece en uno lo mismo que el desprecio a los hombres. En el restaurante de Magny, hablamos del desalmado de Lamartine. Él ha tenido a una Mme Blanchecotte, una especie de poeta-obrera que se convir­ tió, después del 48, en la abnegada acomodadora de sus volúmenes. Lamartine, un buen día, le reclama 300 francos de más: ella va al Monte de Piedad con todo lo que tiene y se los da. Él los toma. Encuentro a Renan afectado, apagado, hundido. Todo ese concierto de anatemas, esas procesiones, oraciones, tañidos expiatorios, parecen descen­ der a esta alma que ha roto con el seminario, pero que depende de él. Deja escapar, al pasear abatido, la cabeza hundida y de lado: “Si hubiera creído que sería tan estúpido, que haría tanto ruido, a fe mía, no sé si…” En cuanto a Gautier, él está muy afectado por todas esas excomuniones. Lo ve como una especie de jettature que podría recaer sobre todos los com­ pañeros de mesa de Renan. Miércoles 14 de octubre Para la princesa todo es lo mejor en el mejor de los mundos. Billault murió, ¡tanto mejor! Eso hará que la política del gobierno se aclare. En fin, ella 12

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sabrá, ella que está lista a seguir al gobierno no importa a dónde, a hacer lo que él quiera –jesuita si quiere, le es perfectamente igual–, ella sabrá por fin lo que hay que hacer, mientras que con ese diablo de Billault él adormecía todo, impedía tomar partido, arreglaba tan bien las situaciones falsas, que uno se hubiera quedado ahí eternamente. Y después, la comida, que había comenzado con grandes lamentos sobre la muerte, acaba con insinuaciones expresadas con sonrisas: “¡Oh!, él fue muy hábil… murió justo a tiempo, antes de este asunto de Polonia.” Después de la comida, la princesa se escapa del salón, del viejo Sacy y del viejo académico Lebrun, el viejo periodista y el viejo poeta de tiempos de M. de Jouy: –¡Oh –dice ella–, esos viejos son tan aburridos! Y se dispone a escuchar a Gavarni, al que ella empuja a hablar sobre sus amores. Pues el amor parece haber quedado como el único gran tema para la gran curiosidad de esta mujer. Sólo eso le interesa, la divierte, la anima. –Pero si no hay más que eso –dice ella–, yo fui educada así. Mi viejo padre me decía a menudo: “Mira, cuando uno ya no puede hacer el amor ni tener una buena comida, vale mejor morir.” La buena comida, por ejemplo, yo no la quiero, yo comería pan seco, me da igual.” Arriba, la puerta se abre a dos batientes. Es un ministro. Es Boudet. La princesa se levanta, abandona las confidencias de Gavarni, a los fumadores, y va a aburrirse. 15 de octubre En el ensayo de el Aïeule de Charles Edmond, en el ambigú. Singular aspec­ to sombrío: actores, autores, con la facha de obreros a destajo. En los rostros un cierto aire de embrutecimiento, de fastidio, de saciedad, de fatiga, de repeti­ ción. Los actores, las actrices, inertes o caminando automáticamente recorren el foyer en el entreacto, silenciosamente, maquinalmente, como desinflados por la pasión de sus papeles. Sin ánimo. Los tramoyistas mismos, fúnebres y muertos en su trabajo. No hay maniobra más lúgubre y fantasmal que aquella de complacer al público. Pasé a casa de Scholl a las cuatro. Tiene un círculo a su rededor. La Barrucci está sentada en un canapé junto a él. Habla de ella como de una hermana de la caridad; incluso nos la presenta. 73

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Sábado 17 de octubre, cerca de Chartres M. Camille Marcille me lleva, cerca de su casa, a ver el castillo actual de los de Noailles, Maintenon. El cielo taciturno refunfuña. Los tulipanes, las hojas muertas, todas amarillas, caen una a una en los canales de agua muerta. La vista es obstruida por el gran acueducto arruinado, inútil. El castillo refleja lúgubre­ mente sus viejos ladrillos en los canales de Holanda. Es la tumba fría, húmeda, ambiciosa y aburrida de la memoria de la Maintenon. ¡El diario ha matado al salón, el público ha reemplazado a la sociedad! Del viernes 16 al lunes 19 de octubre, en Oisème, cerca de Chartres Acabamos de pasar unos días felices –con algo de emoción en mí, días de los que uno sale con un perfume rosado en el alma–, con la familia Camille Marcille, hermano del que vive en París, en Oisème, cerca de Chartres. Es un pequeño nido, una casa sencilla sobre una rampa de verdor, con, encima, una capilla que domina todo el valle, un estudio tranquilo, el arte situado en lo alto de la vida de familia. Ahí arriba, los ojos se deleitan en los Prud’hon, los Chardin, los Frago­ nard. Abajo, en el jardín, de suficiente tamaño para ser alegre y florido, en la casa pequeña y plana, el corazón se alegra con una honestidad franca como el oro, con la cordialidad de la hospitalidad, de todo lo que se revela de bue­ no, de fresco, de feliz, de un interior regulado por el deber y atravesado por merodeos de niños. ¡Oh, las lindas jovencitas que había ahí! Y qué dulzura tener sus pequeñas manitas en las nuestras y pasear así, ver en la noche, al irnos a acostar, la hilera de pequeños botines en la puerta de su dormitorio, como colocados para una noche de Navidad y que parecen esperar a San Nicolás; ver en la mañana, entre los sillones, sus sillitas de diferente tamaño ¡de acuerdo al tamaño de cada una! ¡Lindos angelitos locos –y ya mujeres–, ver las mentes, las mejillas y el sentimiento en flor! Pequeños seres amorosos, que te dejan un rayo de luz cuando ríen, y se frotan en ti como gatitos y te muestran, al mirarte, el azul del cielo. Un cuadro delicioso. Amontonadas en un pequeño coche jalado por un pobre burro. Un pequeño campesino, con la blusa suelta, palmotea al penco. 74

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Todas ríen, gritan, se alborotan. Una carretada de dicha de ocho años, ¡y ningún pintor para representar eso! Ese pequeño mundo juega entre las piernas de un padre que no es más que bondad, arruga la falda de seda de su madre. Quisiera pintarlo, decir todo lo que me ha dejado en el recuerdo y en qué medida es un rostro que permanece en la imaginación y el pensamiento. Imagine a una mujer de una treintena de años, delgada y con la elegancia de la delgadez, los rasgos recorta­ dos y como endurecidos de la forma más fina y delicada del mundo, la frente abombada, los ojos un poco hundidos, la nariz de un arco delicioso, la boca áspera y dulce a la vez, el rostro de un ovalado de lo más aristocrático. Y ahí, brillando con un fuego frío, rodeado de círculos, unos ojos azules, de una lim­ pidez inquietante, de una transparencia de agua verde, ojos de esmeralda, cuya claridad por momentos taladran. Impenetrables, te sientes atravesado por ellos. Y todo eso, y el gesto y la voz, y los modales, como los ojos, como la cara, de una distinción infinita que le he visto a algunas burguesas y que llega aquí a un grado increíble. Jamás he encontrado una burguesa más grande. Hay como algo de sequedad y a veces de hostilidad altiva, que se añade a esa distinción. ¡Misterio de esta mujer que atrae, cautiva, subleva! Es la nieta de Walckenaer. Ha probado el gusto por las letras, por la vida de París, pero vive aquí todo el año. Le digo en la primera comida: –Debe ser duro para usted, Madam, tan parisina… –¡Oh!, Dios mío –dijo con vivacidad–, cuando uno ama a su marido, a sus hijos, nada hay que sea duro. Pero fue respondido con el tono de una persona que considera indiscreto que uno se refiera a sus heridas, a sus heridas aceptadas. Y después, poco a poco, en la forma en que ella habla, en la que sonríe incluso, vi pasar al mismo tiempo la amargura y la resignación del exilio en provincia de una mujer pari­ sina hasta el tuétano, inteligente, letrada, recordando a los hombres de letras que conoció, intentando vivir la vida del espíritu, como ella puede, leyendo; mira con horror a la gente prosaica que la rodea, al pequeño pueblo, a los veci­ nos, una vez al año se permite la distracción del teatro de Chartres, una pizca del sacrificio, de melancolía y de amargura, que revela el consentimiento de la mujer. Ella intenta ocultarme eso, incluso de ocultármelo bromeando. Y sin em­ bargo, poco a poco veo revelarse todo ese sacrificio consumado pero sangrante. 75

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A la mañana siguiente, tuvo, ante no sé qué palabra sin importancia, un movimiento nervioso, como un escalofrío: –¡Oh! –dijo con un tono extraño–, señorita, se lo ruego, no me provoque un ataque de nervios: ¡estoy a punto de tener uno esta mañana! Ella acababa de decirle a uno de nosotros que había llorado toda la noche al dormir, y que ver a los parisinos era lo que la había hecho llorar así, y había agregado: –Nunca voy a París, porque eso me deja triste un mes. Iré sólo por los dientes de mi hija –y doce horas… Y después, cambiando de mirada y de voz y mirando a su pequeña hija de ocho años –que se acerca a mí, se me echa encima, lanzándome por sus ojos, por sus gestos, por el apretón de sus manos, por todo su cuerpo, la ternura de esta alma pequeña, tan extrañamente tierna–, dice, con una sonrisa casi de Gioconda: –¡Oh!, mi pobre hija, tú eres el sentimiento, él el espíritu. Él te atrapará siempre. –Después, con un suspiro–: Sí, podemos dejarla así algunos años; después será necesario reformar un poco todo eso… Así, en esta mujer, todo pasa en todo momento de un tono a otro, de una expresión a una expresión contraria, el alma y el espíritu, pero siempre con sonrisas sufrientes. Y junto a ella, junto a esta mujer rara, atrayente, doloro­ sa y serpentina a la vez, mi pensamiento va hacia la gran novela que está ahí, junto a mí: la crucifixión voluntaria de la mujer al deber. Y ahí, creo, la primera aventura de amor halagador que me sucede. Una pe­ queña criada, una pequeña niña encontrada en el hospicio de Châtellerault, atiende a los niños. Tiene uno de esos aspectos lastimosos, como parece que hubo en la Edad Media a consecuencia de las grandes hambrunas, con unos ojos en los que la devoción se desprende como de un perro apaleado. La brava muchachita, en la noche, al desvestir a su ama, le dice: –¡Ah!, ¡Madame! ¡A ese M. Jules lo encuentro tan regordete, tan alegre, tan cachetón, tan gentil, que si fuera rica le entregaría mi corazón! Servir al gobierno es consagrarse al sueldo. La belleza en el arte es para la aristocracia. Las obras del pueblo y para el 76

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pueblo, los trabajos colectivos para una comunidad no son más que pirámi­ des, carreteras, viaductos. 23, 24, 25 de octubre, en Asnières-sur-Oise Henos aquí con los Lefebvre. Nadie más triste que ese desgraciado padre Lefeb­ vre, semiparalizado, con apenas la inteligencia para sufrir por su carrera inte­ rrumpida, por su destitución del Consejo de Estado, por los golpes que le asesta Le Moniteur cada mañana con la nominación de sus colegas al senado o a la gran cruz de la Legión de Honor. Yo escuché una noche con sus hijos, en el jardín, sus estallidos desgarrados de niño que llora. Su indignación se ahoga en una especie de gemido. Pesar, amargura, desesperación del hombre político segado, expian­ do la fortuna de su carrera, creyendo en la ingratitud del gobierno, resintiendo a todos a aquellos que permanecen y trepan a los honores como si apoyaran sus pies sobre su pecho, intentando trabajar sin poder hacerlo ya, obligado, después de algunos minutos de intentarlo a empaparse la cabeza con agua avinagrada para evitar la congestión. De ahí, la tristeza recae sobre su interior.

Hay allí lindas muchachas muy jóvenes, como esos días en los que hace buen tiempo desde muy temprano. Como la mujer de Édouard está encinta y él dice que un niño o una niña le da igual, su suegra, que ansía furiosamente un varón, deja escapar esta frase de sus entrañas: –¡Usted no conoce lo que es la felicidad de crear un hombre! Charlamos con Édouard de la emperatriz. He aquí la muy curiosa y muy secreta historia que me contó, y que, como vamos a ver, viene de la fuente. Al hablar de ella con el hijo de su antiguo chambelán, el joven Tascher, que tuvo en su oficina para formarlo en la diplomacia y que ahora es agregado en Alemania, Tascher le dice que era una mezcla de contrastes, de dulzura y de violencia, y que encima de todo eso lo que dominaba en ella era la coquete­ ría, una coquetería honesta, pero increíble, que llegaba casi a la imprudencia. –Mira –le dice–, en uno de sus últimos inviernos tuvo la aventura siguien­ te: Ella coquetea en los pequeños bailes de la corte, en los bailes de máscaras, con un hombre joven, lo inflama con arrumacos, con miradas, el joven se 77

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siente alentado a escribirle. Y no se detiene ahí. Le responde. El joven se vuelve loco, tan completamente loco, que un día se acerca a una recamarera espa­ ñola de la emperatriz en las Tuileries, y le dice que se quedará ahí hasta que haya hablado con la emperatriz, sostiene que sabe perfectamente lo que hace y adopta la actitud de un hombre que tiene derecho a esperar, a exigir esa entrevista con la emperatriz. Esta insistencia, esta exigencia, esta actitud casi conminatoria del joven, testarudo, inconmovible, con una pistola con la que amenazaba matarse, provoca gran emoción en la emperatriz. Tuvo, sin embargo, la prudencia de no aparecer. El hombre, no obstante, permanecía allí sin querer irse. En las habitaciones de la camarera, todo el castillo lo supo. Se quedó ahí 48 horas. Se le amenaza con ser conducido por la guardia. Responde que se matará antes de que llegue. Por fin, sin saber qué hacer, la emperatriz resuelve confiar en el emperador e ir a confesarle todo. El emperador envía a Bassano quien, a fuerza de ruegos, logra que el joven abandoné las Tuileries. Fue conducido a su país bajo escolta. Bassano hizo, incluso, un viaje a su país, un viaje diplomático para recuperar las cartas de la emperatriz. Logra devolverlas. –Era un extraño, un oriental, un cabeza ardiente –añade Tascher para finalizar–. ¡Ah! Sé quién es, creo adivinar. Era Kalergis, el hijo del enviado de Grecia. –¡Sí! Al llegar, M. Lefebvre, quien, hasta ese momento no había jamás pen­ sado en besarnos, extiende casi animalmente la cara para besarnos. Triste cosa, que la afectuosidad vuelva al hombre junto con la inteligencia que se va. Miércoles 28 de octubre En Saint-Gratien, la última comida de la princesa, que regresa mañana a París. Rostizándose los pies y un poco de la pierna en un descanso de hom­ bre adosado a la chimenea, la princesa se enfurece contra los mimos y la presente adulación a los niños: –El otro día, por una buba que le salió a un niño en el trasero, la familia vino al campo. Vinieron a verme para pedirme mi camisón y mandar a hacerle uno parecido a ese pobre pequeño que tenía una erupción en el trasero… ¡Los miman, los bañan! Y bien, ¿cuándo ellos tengan los pies sucios? ¡Se los lava­ rán a los veinte años! Es necesario que los niños lo hagan. ¡Nosotros no fuimos 78

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educados así, nosotros!... Cuando veo a Benedetti besar la mano de su hija, ¡tengo ganas de darle una bofetada!... Yo pasé horas con una placa de fierro blanco en la espalda para tenerla plana, la sujetaban con las viejas cintas de la Legión de Honor de papá, y los pies en un bote, y el pichón y las espinacas que me hicieron comer durante tres semanas. ¡Les debemos eso a los niños! Una casa donde no hay elegancia, ni distinción en algún lado, sea de la ama o de la doncella, de una pieza o de un objeto, me resulta odiosa. Jueves 29 de octubre, en Croisset, cerca de Rouen Nos encontramos, en el andén del ferrocarril, a Flaubert con su hermano, ciru­ jano en jefe del hospital de Rouen, un bastante alto y mefistofélico mucha­ cho, con una gran barba negra, delgado, el perfil recortado como la sombra de un rostro, el cuerpo en equilibrio sobre sí mismo, flexible como una liana… Viajamos en un coche de punto hasta Croisset, una linda habitación con fa­ chada Luis XVI, situada al pie de una cuesta al borde de la Sena, que aquí parece la orilla de un lago y que tiene un poco del oleaje del mar. Henos en el gabinete del trabajo obstinado y sin tregua, que ha visto tanto trabajo y de donde ha salido Madame Bovary y Salammbô. Dos ventanas dan al Sena y dejan ver el agua y los barcos que pasan; tres ventanas se abren al jardín, donde una magnífica enramada parece sos­ tener la colina que asciende detrás de la casa. La estantería de la biblioteca en madera de roble, con columnas salomónicas, colocada entre las últimas ventanas, se empalma a la gran biblioteca, que ocupa todo el fondo cerrado de la pieza. Frente a la vista del jardín, sobre revestimientos blancos, una chimenea que soporta un reloj paterno de péndulo en mármol amarillo, con un busto de Hipócrates en bronce. A un lado, una pésima acuarela, el retrato de una pequeña inglesa, lánguida y enfermiza que Flaubert conoció en París. A continuación, la parte superior de cajas con dibujos indios, enmarcadas como acuarelas, y el aguafuerte de Callot, una Tentation de Saint Antoine, que están ahí como imágenes del talento del maestro. Entre las dos ventanas que dan al Sena, se levanta sobre un estípite cuadrado pintado en bronce, el busto, debido a Pradier, en mármol blanco de su difunta hermana con dos grandes tirabuzones, figura limpia y compac­ 79

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ta que parece una figura griega encentrada en un memorial. A un lado, un sofá cama, hecho de un colchón recubierto con una tela turca y cargado de almohadones. En medio de la pieza, junto a una mesa que tiene un cofre de la India con dibujos coloridos, sobre el cual hay un ídolo dorado, está la mesa de trabajo, una gran mesa redonda con tapiz verde, donde el escritor toma la tinta de un tintero con forma de sapo. Una persiana alegre, de aspecto antiguo y un poco oriental, con grandes flores rojas, adorna las puertas y las ventanas. Y allí, sobre la chimenea, so­ bre las mesas, sobre los anaqueles de la biblioteca colgados de brazos adapta­ dos al muro, un batiburrillo de cosas de Oriente: amuletos con la pátina verde de Egipto, flechas, armas, instrumentos de música, el banco de madera en que los primitivos de África dormían, cortaban la carne, se sentaban, platos de cobre, collares de vidrio y dos pies de momia, sacadas por él de las grutas de Samoûn, y metidos en medio de folletos sus bronces florentinos y la vida petrificada de sus músculos. Este interior es el hombre, sus gustos y su talento: su verdadera pasión es la del lejano Oriente, hay un fondo de bárbaro en esta naturaleza de artista. de octubre Nos lee su cuento de hadas que acaba de terminar, “Le chateau de coeurs”, una obra de la que, con toda mi estimación por él, lo considero incapaz. ¡Haber leído todos los cuentos de hadas para escribir la más vulgar de todas! Vive aquí con una sobrina, la hija de la hermana muerta a la que perte­ nece el busto, y su madre, quien nacida en 1793, conserva la vitalidad de esos tiempos y, bajo sus rasgos de anciana, la dignidad de una gran belleza pasada. Es un interior muy severo, demasiado burgués y un poco estrecho. Los fuegos son magros en las chimeneas y el tapete termina en las baldosas. Hay una economía normanda hasta en la ordinaria generosidad provinciana, la comida. Ningún otro metal aparte de la plata, que da un poco de frío cuando uno recuerda que está en la casa de un cirujano, que la sopera tal vez es el pago de una pierna amputada, y el plato de plata, de una ablación del seno. Hecha esta reserva, que creo más propia de la raza que de la casa, la hospitalidad ahí es cordial, acogedora y franca. La pobre muchachita, atra­ pada entre la estudiosidad de su tío y la vejez de su abuela, tiene palabras 30

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amables, bellos ojos azules y un simpático mohín de disgusto cuando, a las siete, des­ pués del ¡Bonsoir, ma vieille! De Flaubert a su madre, la vieja abuela la conduce a su recámara para que se acueste pronto. Permanecemos encerrados todo el día, lo cual complace a Flaubert, quien parece mirar el ejercicio con horror y a quien su ma­ dre tiene que empujar para que ponga los pies en el jardín. Ella nos cuenta que a menudo, al ir a Rouen, ella lo encuentra, al regresar, en el mismo lugar, en la misma posición, casi asustada por su inmovilidad. Nada de movi­ mientos: él vive en su manuscrito y en su ga­ binete. Nada de equitación, nada de canotaje. Todo el día, sin descansar, con una voz estremecedora, con estallidos de voz de tea­ tro de bulevar, él nos lee su primera obra, escrita en cuarto, y que no tiene otro título en la cubierta además de Fragments de style quelconque. –El tema es la pérdida de la virginidad de un hombre joven con una puta ideal. Hay en ese joven mucho de Flaubert, de las esperanzas, las aspiraciones, la melancolía, la misantropía, el odio a las masas. Todo eso, excepto el diálogo, que es inexis­ tente, es de una fuerza sombrosa para su edad. Hay ahí, en los pequeños de­ talles del paisaje, la observación delicada y encantadora de Madame Bovary. El comienzo de esta novela, de una tristeza otoñal, es algo que él podría firmar ahora. En una palabra, a pesar de sus imperfecciones, es muy poderosa. Como reposo antes de comer, fue a rebuscar entre sus trastos, vestidos y recuerdos de sus viajes. Mueve con alegría toda su mascarada oriental; y helo disfrazándonos y disfrazándose, magnífico con su tarbouch, una magnífica cabeza de turco, con sus bellas facciones regordetas, su cutis lleno de sangre y su mostacho caído. Y acaba retirando, con un suspiro, el viejo pantalón de piel de sus largos viajes, mirándolo con la ternura de una serpiente que mira su antigua piel. Al buscar su novela, encontró papeles en desorden que nos lee en la noche. 81

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Es la confesión autógrafa del pederasta Chollet, que mató a su amante por celos y fue guillotinado en el Havre, con todo el detalle de su pasión. Es la carta de una puta, ofreciendo las indecencias de su ternura a un cliente. Es la espantosa y siniestra carta de un desgraciado que se convierte en jorobado por delante y por detrás a los tres años; después herpético en carne viva, quemado con ácido y con cantáridas, por charlatanes, después cojo, des­ pués amputado de las dos piernas. Narración sin denuncias, y terrible por eso mismo, de un mártir de la fatalidad, pedazo de papel que es todavía la mayor objeción que he encontrado contra la Providencia y la bondad de Dios. Y embriagados por todas estas verdades desnudas, por este abismo de cosas verdaderas, nos decimos: “La mejor publicación que harían los filóso­ fos y los moralistas, de una selección de cosas parecidas, serían los ¡Archives secrètes de l’humanité! Apenas si hemos salido al jardín, a dos pasos de la casa. El paisaje, la noche, tiene el aspecto de un paisaje con los cabellos al viento. de noviembre Le pedimos a Flaubert que nos lea algo de sus notas de viajes. Comienza; y a medida que nos despliega sus fatigas, sus marchas forzadas, sus dieciocho horas a caballo, las jornadas sin agua, las noches devorado por los insectos, las incesantes durezas de la vida, más duras incluso que el peligro de las jornadas, una sífilis espantosa agregándose a todo y una disentería terrible a consecuen­ cia del mercurio, me pregunto si no hay vanidad y pose en ese viaje elegido, hecho y rematado, para trasmitir los relatos y el orgullo a la población de Rouen. Sus notas, hechas con el arte de un hábil pintor y que parecen bosque­ jos coloreados, a los que le faltan, hay que decirlo, a pesar de su increíble conciencia, aplicación y voluntad de expresión, ese no sé qué, que es el alma de las cosas y que un pintor, Fromentin, ha captado muy bien en su Sahara. Todo el día nos las lee; toda la tarde nos habla de ellas. Y tenemos, al final de esta jornada de encierro, la fatiga de todos los países recorridos y de todos los paisajes descritos. Como reposo, él no ha fumado más que algunas pipas que quema rápido, y sin dejar de hablar de literatura, de pronto inten­ tando reaccionar con algo de mala fe contra su temperamento, dice que hay que apegarse al arte eterno y que especializarse es impedir esa eternidad, 2

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que lo especial y lo local no pueden producir arte puro. Y cuando le pregun­ tamos a qué le llama bello: –¡A lo que me hace sentir vagamente exaltado! Por lo demás, sobre todas las cosas, tiene tesis que no pueden ser sin­ ceras, opiniones de parada y elegancia exquisita, paradojas de la modestia y de rebajamiento verdaderamente exagerado frente al orientalismo de Byron o la fuerza de las Affinités électives de Goethe. Suena la medianoche. Acaba de contarnos su gira por Grecia. No quie­ re dejarnos todavía, quiere charlar todavía, leer todavía, nos dice que a esta hora comienza a despertarse y que se acostaría a las seis si no tuviéramos ganas de dormir. Ayer Flaubert me dijo: “Yo no cogí de los 20 a los 24 años, porque me prometí no coger.” He ahí el fondo y el secreto del hombre. Un hombre que se impone a sí mismo la abstinencia no es un hombre de instintos, no es un hombre que habla, que vive, que piensa naturalmente. Él se modela y se forma de acuerdo con ciertas vanaglorias, ciertos orgullos íntimos, cier­ tas teorías secretas, ciertas reverencias humanas. No hay palabras más graciosas, y profundas, que las de Mme de Dino, las que le dijo a Montrond, creo, en un castillo: “¡Pero sería más simple que en lugar de atravesar todos los corredores que yo vaya a su recamara, en lugar de comprometerla a venir a la mía! –Sí, ¡pero usted podría morir en la mía!” A propósito del Capitaine Fracasse, nada hay más chocante en un libro que la realidad de las cosas contraste con lo novelesco, lo convenido, lo falso de los personajes. Todo lo material es detallado, vivo, presente; todo lo demás, diálo­ gos, personajes, intrigas, es convencional. Ve uno el muro, de los héroes la sombra. El héroe mismo se borra, se evade, se difumina en lo vago, en lo falso. Defecto enorme de este género, el cual, mediante el empaste, hace marchar el paisaje, la casa, el departamento, el traje sobre el hombre, el hábito sobre el personaje, el cuerpo sobre el alma. 8 de noviembre Scholl cae a su manera en nuestra casa, con su campanillazo de acontecimien­ to y de tromba. Viene a presumirnos a su nueva amante, la Barrucci, y nos in­ vita, de una forma que no podemos rehusar, a cenar esta noche en casa de ella: 83

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–Verás, querido amigo, un lujo… ¡es repelente! Yo llevo mi pipa de madera para fumar en su recámara. Es en el barrio de las grandes damiselas, en el número 120 de la avenida de los Champs-Élysées donde ella reside, en el primero, en el que los pos­ tigos dejan filtrar la luz de una fiesta. El lujo, el fasto, se anuncian desde el habitáculo del portero y te conduce hacia ella por la gran escalera de alfom­ bra blanca, poniéndote bajo la mano una barandilla de terciopelo. Una gran librea abre; y de una antesala con la luz atenuada por el tapiz y las cortinas, entramos a un gran salón blanco, el techo pintado de cielo, con cortinas, muebles y lámparas de pantallas rojas. Una pequeña jardinera, en imitación de esmalte tabicado, se levanta en medio de un diván redondo. Lunas del más rico mal gusto siglo xvi, repisas y mesas, con esculturas de Venecia que parecen haber sido hechas a patadas de raíces y cepas frondo­ sas. Aquí y allá grandes jarrones de imitación de Faenza, que uno compra con los peores mercaderes de sajonia moderna y de marquetería; y en un lugar de honor, bajo una urna, una horrible copa de Froment-Meurice de plata tostada, de follaje esmaltado, lamentable imitación de Benvenuto. Sobre el terciopelo del pedestal que la sostiene, hay, en oro, una N que remata la corona impe­ rial; y en la copa se lee, grabado, Napoléon III. Eso representa, sin duda, una noche de amor de nuestro emperador. La Barrucci es una mujer muy alta, delgada y esbelta. Tiene grandes ojos negros, un aire de viva cordialidad, los rasgos de la pequeña belleza italiana, esa simpática pronunciación de una linda extranjera que estropea el francés. Ella está ataviada con un vestido sin escote de terciopelo azul claro, bordado de petigrís. Las luces de las arañas, en todos los surcos de los pliegues, produ­ cen como reflejos de felpa y blancura de escarcha. Y las caricias del resplan­ dor que cae de todas partes y de lo alto sobre sus hombros parecen verter ahí, como sobre el terciopelo de un retrato de La Tour, el polvo caído de una peluca. Sobre la cabeza tiene una redecilla azul del mismo tono que su vesti­ do, con una rosa roja prendida a un costado. Es, por completo, un lindo pastel. Está ahí, Albéric Second, Royer; y llega una mujer, una amiga, un ade­ fesio horrible, como esas mujeres saben escogerlas, una gorda Émilie Wi­ lliams, que llega de Argenteuil, de donde, a pesar de la lluvia, ha remado toda la jornada con un tal M. de Nivière. 84

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La comida es suntuosa, insolente. Al desplegar la servilleta, la mano pal­ pa los soberbios bordados de las iniciales y la corona de la dueña de la casa, repetidas en los platos y en los vasos, en los que el vidrio desaparece bajo el grabado. La vajilla llena el aparador; grandes platos de mayólica están adheri­ dos a los muros como escudos. Sobre la mesa, hay una exhibición de cestos de frutas y piezas trufadas bien provistas. Aquello comienza con sopa de tortu­ ga, con auténticos pedazos de tortuga, después trufas, faisanes con espárragos en rama, platos de monstruosos cangrejos de la Meuse. Los vinos, el châ­ teau-Yquem, el les-d’estournel, el château-margaux, la primera cosecha del Rhin. Todo acompañado por entradas que dejamos. Hay un alarde en todos esos apetitosos pimientos sazonados con pimienta, calientes, atacados. Ca­ viar, aceitunas rellenas, pimientos a la italiana, mortadela –lujo de especias que encuentra uno en todas las comidas en casa de damiselas y cuyo gusto va, en esas mujeres, de la Barrucci al burdel. En esa comida, aplastante, de lujo, y que hace pensar involuntariamen­ te en el miserable que no tiene qué comer, Scholl, ese pequeño bordelés, ese pequeño gran hombre de provincia, en la magra cocina paterna, cuyo mayor lujo eran los huevos a punto de nieve, Scholl se compadece y no encuentra nada que le sea suficiente. Él se hace el descontento en esa comida de sue­ ño, dice que no tiene nada que comer y pide estofado de res. Es el granuja vengándose de ese lujo tan nuevo e inesperado, burlándose de él para poner­ se a su altura. Por lo demás, ha comprendido bien ese mundo, ese mundo de mu­ jeres sobre las cuales es preciso poner el tacón de las botas, un mundo que no se somete más que mediante la insolencia y que es necesario dejar atónito con exigencias. Cuando él se ha hecho el malvado, el descontento, cuando ha escupido sobre algo, hay como un arrobamiento en las mujeres, como madres con un niño echado a perder. Ellas se vuelven y te dicen: “¡Vaya, niño mimado! ¡Hay que hacer su voluntad!” Y la otra, con un gesto frío, la mirada adusta, ¡no le hace ni el regalo de una sonrisa! Durante ese tiempo, el servicio se afana con él. Aparece el celo de los sirvientes con el amante de Madame, y veo a cada instante llenar su plato y cubrirlo con trufas para el grandulón favorito que tiene en su actitud algo de malandrín y charlatán, mitad asaltante de transeúntes mitad lacayo de la Eau marveilleuse. Después de comer, la Barrucci, a la que podríamos bautizar buena y 85

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tonta, nos lleva a ver su recámara. Es una gran caja acolchada, bordada, con franjas de fuego ribeteadas de raso color pensamiento –¡uno de esos prodigios de la tapicería de los que es imposible imaginar el precio! Hay un lecho Luis XVI muy amplio para que el Pactole duerma; y en el fondo del lecho, en la cabecera, una horrible copia de la horrible Vierge à la chaise de Rafael. ¡Buen lugar para esa obra maestra! Ella nos muestra todo con la mímica y la vivacidad italiana, nos dice que ella es un poco artista, que ella hizo el diseño. Después volvemos al salón y, como no sabemos qué hacer, pedimos visi­ tar, como un lugar histórico, los lugares donde se desarrolló el asunto Calza­ do. Regresamos, y la Barrucci, para resultar agradable a la sociedad, le pide a su gorda amiga que nos muestre su trasero, ¡que, dice ella, es muy atrac­ tivo! La amiga, sin desconcertarse mucho, se muestra indecisa. Después de vacilar un poco, dice que no está de ánimo, que, ¡Dios mío!, estaría dispuesta a mostrárnoslo en particular, pero que así, en ceremonia, sería estúpido… Por ahí, Scholl busca y rebusca en la montaña de cartas apiladas sobre la chimenea en una gran bandeja engastada de China, nombrando y bromeando a todo lo alto con los nombres que se encuentran ahí. Está casi toda la alta socie­ dad; hay cartas de la corte, cartas de Bonaparte, cartas blasonadas del faubourg Saint-Germain, y de lo mejor. Toda la diplomacia francesa y europea está ahí por completo. Nunca tuve una mejor idea de las ramificaciones del poder, de la sorda apoteosis de esas mujeres, que escuchando remover así esas relaciones por su amante, dando con orgullo el espectáculo de los conocidos de su amante. ¿Y por qué toda esa adoración? Hay algunas altas cortesanas que me ha sido dado conocer. Ninguna sobresale, para mí, de la clase de las prostitutas. Ellas no te dan más que las damas de burdel. Que ellas salgan de donde las otras no salen nunca, me parece que ellas lo resienten siempre, y que con sus gestos, sus palabras, su amabilidad, te regresan siempre ahí. Ninguna, hasta ahora, me ha parecido de una raza superior a las de las mujeres de la acera. Yo creo que ya no hay cortesanas, y que todo lo que queda son damiselas. Lunes 9 de noviembre Comida en el restaurante de Magny. Gautier expone la teoría, que es la suya, de que el hombre no debe mostrarse afectado por nada, que eso es vergon­ 86

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zoso y degradante, que no debe mostrar sensibilidad, y menos en sus amores –que la sensibilidad es un elemento inferior del arte y la literatura–. Parado­ ja en la que él, me parece, se muestra muy interesado y en la que se apoya, según él, para suprimir el corazón en sus libros… –Esta fuerza que tengo se debe al estoicismo de los músculos al que he llegado. Hay una cosa que me ha servido de lección. En Montfaucon, me mos­ traron un día unos perros. Era necesario pasar justo en medio del camino y sujetarse los faldones del redingote. Eran perros guardianes, perros educa­ dos para la vigilancia, para los castillos, para las fincas. Cuando les ponían un asno en el camino y los soltaban, en cinco minutos el asno estaba pelado, limpio, la pura osamenta… Me hicieron pasar junto a otro compartimiento de perros. ¡Ésos tenían miedo! Te lamían el tacón de tus botas: –¿Son de otra especie? –le pregunté al hombre. –No, Monsieur, son absolutamente de la misma; pero a los otros los alimentamos con carne, a éstos sólo los alimentamos con pan. Eso me aclaró todo… yo comía diez libras de carnero al día e iba a la barrera todos los lunes a esperar la llegada de los yeseros para apalearlos. Taine, que tiene un aire de clérigo en esta mesa y en el mundo, apretujado en su traje negro –con el aire de regresar de la Universidad de Oxford por el Monte de Piedad–, nos dice que ahora la especulación de Hachette es la de encargar libros, libros adecuados al gusto y las necesidades del público, libros que se venden por el tema y el título, lo que lo dispensa de la necesidad de un nombre, de talento. Los éxitos de ventas y de dinero parecen engolosinarlo. Habla con envidia de Michelet, quien, editándose a sí mismo, y con una mu­ jer que entiende de negocios, se ha hecho, por lo que él dice –muy exagerado sin duda–, de una renta de 20 000. Yo veo mostrar la hilacha al hacedor de libros, siem­ pre en busca de temas atractivos, de estudios que proporcionen beneficios. Martes 10 de noviembre –Ella lo conduce por los largos caminos en el mes de diciembre, a pesar de su reumatismo: ¡yo te pido poco! Ese pobre buen hombre, a su edad… ¡está tan bien! El otro día un ministro dijo: “¡Ah!, me gustaría que el Consejo fuera el jueves: tengo una partida de caza el miércoles.” ¡Y sí!, ¡pospuso el consejo 87

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para el jueves! Y provocó un desorden allá, pues él viene todas las semanas a París… ¡Ella lo hace venir! Así habla la princesa de la emperatriz y de Compiègne. Sainte-Beuve, que entra, se entera de que está invitado a Compiègne. Y al pasar a la mesa, me dice, secándose su calvo cráneo que perla: “¡Ya sudo!” Como al lado de Nieuwerkerke. Él parece a la vez un Carlomagno y un buen doméstico tras los carruajes. Me recuerda también a un buen tolpache. Me parece, física y moralmente, el Antínoo de los hércules de feria. Tonto como una mujer: es el dicho. Lo que le falta a los libros de Gautier es lo que le falta al hombre: nervios, el sistema nervioso. Lo que tienen de él es el hueso. Gaiffe nos pesca en los bulevares. Siempre está a punto de publicar un diario con Peyrat. Bromea y se burla de él mismo como siempre: –Yo le digo. “Quiere que se lo haga a lo jacobino?” ¡Pues bien, se lo hago!… Garnier-Pagès es quien me salva. Él dice: “¡Hay algo en Gaiffe!” ¡Ese cernícalo! Él dice eso, ¿comprenden?... En el periodismo es muy sim­ ple. Nunca hay que hacer una metáfora ni atacar a Béranger, eso es todo… Lo dirijo a sus recuerdos de la guerra de Italia, a donde fue enviado como periodista. Me habla de los heridos, de lo que sobre todo él notó en ellos: los ojos, la mirada larga y dulce, triste, infantil, engañada, como de una niña a la que le hubieran estropeado su muñeca. Después me describe un campo de batalla con la simetría, la disposición ordenada de los muertos, con sus peque­ ñas sombras, los rasgos, incluso de los que están hinchados, llenos de paz; y la tierra endurecida sobre todos los campos de batalla, sin terrones, apiso­ nada, como piso de granero. Me describe también al capellán jadeante, dis­ tribuyendo a la carrera las absoluciones en el área de los heridos, quienes lo siguen con la mirada como a la pierna de cordero en una mesa de huéspedes. Un día, él comía en el estado mayor. A algunos pasos de él había un oficial austriaco herido, que un viejo, sin duda un antiguo doméstico, con lágrimas en los ojos hacía beber. El joven hombre rechazaba la bebida con la mano en la que un dedo tenía una sortija con escudo. Con el movimiento que hizo, un poco de la taza cayó sobre su túnica. Entonces, con un movimiento 88

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encantador, le da al viejo una palmada de regaño amistoso en la mejilla, y con ese gesto murió. 23 de noviembre Vamos a agradecerle a Michelet, a quien jamás habíamos visto, las halaga­ doras palabras que nos dedicó en su Régence. Es en la rue de l’Ouest, al final de Luxemburgo, una gran casa burguesa, casi obrera. En el tercero, una pequeña puerta con una sola hoja como la puer­ ta de un comerciante en domicilio. Una criada abre, nos anuncia, y entramos como a un molino, a un pequeño gabinete. El día ha caído. Una lámpara, con una pantalla, permite percibir un mobiliario en los que la caoba se mezcla con algunos grandes objetos de arte, vagamente hielo esculpido. Eso se parece, sepultado en las sombras, a un mobiliario de burgués acostumbrado a las subastas. Su mujer, una mujer cuya cara muy fresca no tiene edad, se mantiene a un lado del buró en el que hay una lámpara, dándole la espalda a la ventana, derecha, sentada en una silla con la pose un poco rígida de una tenedora de libros de una librería protestante. Michelet está sentado en medio de un sofá de terciopelo verde lleno de cojines con bordados femeninos. Él es como su historia misma: las partes bajas en la luz, las altas en las sombras. El rostro, sólo una sombra, en la que largos cabellos blanquean y de donde sale una voz… una voz profesoral y sonora, rodante y cantante, que se pavonea, por decirlo así, que asciende y desciende y produce como un arrullo grave. Nos habla con “admiración” de nuestro estudio sobre Watteau, de esa historia tan interesante que falta, la del mobiliario francés. Y nos bosqueja con viva plática de poeta, la habitación del siglo xvi, a la italiana, con las grandes escaleras en medio del palacio, luego los grandes rellanos permi­ tidos por la desaparición de la escalera, introducidos en el hotel de Ram­ bouillet; después el Luis XVI incómodo y salvaje; después los maravillosos departamentos de los recaudadores generales, a propósito de los cuales se pregunta si fue el dinero de los recaudadores generales o el curso del tiempo o el gusto de los obreros lo que los hizo nacer; después nuestros departamen­ tos modernos, incluso de los más ricos, serios, desamueblados, desiertos. Después: “Ustedes, señores, que son observadores, ustedes escribirán esta historia, la historia de las camareras… No les hablo de Mme de Maintenon, pero 89

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tienen a Mlle de Launai… tienen a la Julie de Mme de Grammont, que tuvo sobre ella tanta influencia, en el asunto de Córcega sobre todo… Mme du Deffand dijo en algún lado que sólo había dos personas a las que se sentía ligada, d’Alembert y su camarera… ¡Oh! Es algo curioso e importante la parte de la domesticidad en la historia… Los domésticos masculinos han tenido menos influencia… ”¿Luis XV? Un hombre de espíritu, ¡pero una nulidad, una nulidad!... ”Las grandes cosas de este tiempo sorprenden menos, se nos escapan, no las podemos ver. No vemos el canal de Suez, no vemos la perforación de los Alpes… El ferrocarril, no vemos más que a una locomotora que pasa, un poco de humo… ¡y ese camino tiene cien leguas! ”¡Sí! Las grandes cosas de este tiempo, no ve uno el tamaño… Un día atravesé Inglaterra por su parte más larga, de York a… Yo estaba en Halifax. Había aceras en el campo, una hierba tan bien cuidad como la acera y los borregos que pasaban de largo –¡todo eso iluminado con gas! ”¡Oh!, es algo muy singular: ¿han notado que en este tiempo los hombres célebres no tienen la notabilidad en su fisonomía? Vean sus retratos, sus fotogra­ fías. Ya no hay bellos retratos. Las persona notables ya no se distinguen. Bal­ zac no tiene nada característico. ¿Reconocerían ustedes, por la imagen, a M. de Lamartine como autor de sus poemas? No hay nada en la cabeza, en los ojos apagados… solamente una elegancia de porte que la edad no ha debilitado… es que en este tiempo, entre nosotros, hay demasiada acumulación. Sí, cier­ tamente, hay más acumulación que en otro tiempo. Nosotros contenemos más de los otros; y entonces, al contener más de los otros, nuestra fisionomía nos es me­ nos propia. Somos más retratos de una colectividad que de nosotros mismos…” Él ha removido ideas como ésa, como con la mano, durante casi veinte minutos, siempre con esa voz… Nos levantamos. Él nos conduce casi a la puerta; y entonces, bajo la luz de la lámpara que porta, se nos aparece, un momento, este prodigioso historiador del sueño, este gran sonámbulo del pasado, este poderoso conversador que acabamos de oír: nosotros habíamos visto a un pequeño anciano delgaducho, bullicioso, con las manos sujetando su redingote sobre su vientre, con un gesto riguroso, sonriendo con sus grandes dientes de muerto y dos pequeños ojos claros, la estampa de un viejo malo, de un pequeño rentista gruñón, con las mejillas barridas por cabellos blancos. 90

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Escucho en la comida, en el restaurante de Magny, al cura Sainte-Beuve, inclinado sobre la oreja de Flaubert, decirle: “Renan vino a comer el otro día a casa de Mme de Tourbey. Estuvo muy bien… encantador…” Incluso aquí, en nuestra mesa de escépticos, eso ha provocado un peque­ ño escándalo. Que todos nosotros, que no cimentamos ni religión ni duda, que no fabricamos ni desfabricamos a Cristo, que no tenemos ropa de após­ toles, vayamos allí algún día está bien. Pero que esta especie de sacerdote de la filosofía coma ahí esa sopa, ¡la sopa de Jeanne! Es divertido por la ironía que encierra. Al salir de allí en peregrinación, con el paso lento y oscilante de un ele­ fante que, después de una travesía, se acuerda del balanceo –es el paso del Gautier de hoy–, Gautier, feliz y halagado como un debutante por los halagos que acaba de dedicarle Sainte-Beuve, se queja de que no mencionó, al examinar su poesía, los poemas en los que ha puesto más de sí mismo: Émaux et Camées. Se queja de esta aplicación del folletinista en encontrar en él un lado amoroso, sentimental, elegiaco, al que él le tiene horror. Dice que, ciertamente, en los treinta volúmenes que se ha visto obligado a gestar se ha visto forzado a darles a los burgueses la satisfacción, aquí, de los sentimientos; allí, del amor. Gautier agrega: –Los dos sentimientos verdaderos de mi obra, las dos verdaderas gran­ des notas, son la bufonería y la melancolía negra –la jodidez de mi tiempo me ha hecho buscar una especie de exilio. –Sí –le decimos nosotros–, tienes la nostalgia del obelisco. –¡Eso es! Y es lo que Sainte-Beuve no comprende. Él no comprende que nosotros cuatros somos enfermos: lo que nos distingue es el sentido de lo exótico. Hay dos sentidos de lo exótico. El primero te proporciona el gusto de lo exótico en el espacio, el gusto de América, de la India, de las mujeres ama­ rillas, verdes, etc. El segundo, que es más refinado, una corrupción suprema, es el gusto de lo exótico en el tiempo. Por ejemplo, Flaubert, él querría coger en Cartago, tu querrías a la Parabère; y a mí nada me excitaría más que una momia… –¡Pero cómo quieres –le decimos– que el padre Sainte-Beuve, a pesar de su pasión por comprenderlo todo, comprenda un talento como el tuyo! Para comenzar, es muy amable, sus artículos son de una literatura amable, es muy ingenioso, ¡y eso es todo! A pesar de sus pequeñas pinceladas, su mezqui­ 91

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no chismorreo escrito no ha bautizado un hombre, ni ha dado la fórmula de un talento. Ninguno de sus juicios ha acuñado, vaciado en bronce, la medalla de una gloria… Y a ti, con todo su deseo de serte agradable, ¿cómo podría ponerse en tu piel? Todo tu lado plástico se le escapa. Cuando descri­ bes un desnudo es como un onanismo de la línea. Acabas de decirnos hace un rato que no buscas introducir la sensualidad ahí. Y para él, el desnudo, la descripción de un seno, de un cuerpo de mujer, es in­ separable de la idea cachonda, de la ex­ citación. Para él, la Vénus de Milo es un Devéria. En el periodismo, el hombre honesto es al que le pagan por la opinión que tiene; el deshonesto es al que le pagan por la opinión que no tiene. Leemos, estos días, las Moeurs de La Popelinière, que se lanza al final a un mar de indecencias picarescas. Nos parece, al leerlo, ver a las mujeres del pintor Baudouin arremangarse las faldas en todo momento para convertirse en anatomías de Boucher. 27 de noviembre Después de las grandes pestes, de las grandes redadas de seres en la Edad Media, nacieron gentes con la mitad de los sentidos: uno con un ojo, a otro le faltan los dientes, a otro el olfato, a otro el oído. Se diría que la naturaleza, acuciada a recrear, hace pacotilla para tapar bien que mal los agujeros. La mujer que nos sirve parece haber nacido en una de esas hornadas, tanto su sentido moral como físico está en un estado esbozado e incompleto. ¡Qué extraño contraste! Gavarni –este Gavarni al que la posteridad representará como el maestro de la esencia de la elegancia, él que ha recogido en sus dibujos 92

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tanta seda, tanto lujo, la crema y nata de París– tiene gustos y una casa casi de obrero. Un vaso de mercader de vinos para beber el vino le da igual. Le tiene horror, en una comida, a todo lo que signifique búsqueda, vinos de calidad superior, carnes rellenas; él llama comida distinguida a la que no tiene allí. Vive con una madre y su hija, una providencia de cuidados y de bondad, de abnegación, dos provincianas de Limoges. La madre, con el aspecto de una vieja portera que echa las cartas; la hija, flaca como una cigarra, en un eterno vestido negro desflecado, con la apariencia de una cantante de café con el luto de una eterna miseria. Gavarni, esta inteligencia tan fina, tan distinguida, tan profunda, vive sin sufrir con la inteligencia de esas dos mujeres, en la que una, la más vieja, está casi a punto de caer en el alelamiento y el silencio de la infancia, y la otra que murmura sin cesar sobre todas las cosas. Jamás he visto un espíritu soportar con tanta paciencia la imbecilidad charlatana y de la que tengo algunas veces, al regresar a mi casa, sorpresa y estupefacción. de noviembre Al pasar por Luxembourg, al caer la noche: en un rincón del jardín, una vieja mujer, la miseria con sombrero, arranca febrilmente la corteza de un árbol que mete, mirando febrilmente a izquierda y derecha, dentro de su bolsa. Toda la noche, en la calidez en que estaba, fui perseguido por la idea del magro fuego de la pobre chimenea de esa anciana. 28

Esta noche, en el vodevil, en el estreno de Les diables noirs. Lía, a fuerza de obsesiones, de intimidaciones, de impertinencias, de amenazas secretas de escenas futuras, ha logrado hacernos decir, por Saint-Victor, de Berton, con el que ella se acuesta: “¿Verdad que ha actuado muy bien?” Nos han contado, hace unos días, de ese saltimbanqui, Baudelaire, que ha elegido como domicilio un pequeño hotel, junto a una vía de ferrocarril, don­ de ha tomado un cuarto que da a un corredor siempre lleno de pasajeros, una verdadera estación. Con su puerta abierta les da a todos el espectáculo de él mismo trabajando, aplicando su genio, sus manos registrando su pensamien­ to a través de sus largos cabellos blancos. 93

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de diciembre Henri Monnier haría volúmenes con nuestra ama de casa. Ella soñó, el otro día, que era transportada por el aire por un águila, un sueño que la llena de orgullo. Consultó a un señor de la alcaldía que le dijo: –Será usted condecorada… –Pues sí –nos dice mientras nos mira pensar en lo que podrá ser–. En fin, una medalla, cualquier cosa…, en fin, como una condecoración… 1

de diciembre En la comida, en casa de la princesa, nuestros amigos Flaubert y Saint-Vic­ tor nos atacan los nervios con su incremento de grecomanía. Bueno, llegan a admirar hasta en el Panthéon el color de ese admirable blanco, que, dice Flaubert con entusiasmo, es “¡negro como el ébano!” La princesa habla, emocionada, del placer que tuvo al ver Les diables noirs. Regocijada por la pasión que el autor buscó y metió ahí. El chulo, en lo que Sardou ha convertido a sus héroes, es un ser simpático para ella. Las mujeres, ya lo veo, no tienen para nada nuestra moral, no tienen más que la conciencia de sus pasiones. ¿Tal vez no existen los chulos para las mujeres? 2

4 de diciembre Hace tres días que nuestra novela, Renée Mauperin, ha comenzado a apa­ recer en La Opinion Nationale. Hace tres días que nuestros amigos se abs­ tienen rigurosamente de hablarnos de ella y de que no tenemos ninguna repercusión ni de ida ni de vuelta. Estábamos un poco desesperados de que cayera en el silencio cuando, esta mañana, nos ha llegado una amable carta de Féval, que nos demostró que nuestro niño se mueve. Luego, le puse sanguijuelas, detrás de las orejas, a Edmond, que ha estado mal de los ojos desde hace algún tiempo. Tiene una dilatación de la pupila tan fuerte como si hubiera sido envenenado con belladona. Y nuestro médico Simon se pregunta si no será el exceso de tabaco.

El signo de un artista innato es el desear cosas contra su instinto, como el deseo de derrocar a este gobierno. 94

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Lo que me parece tener el sentido patas arriba. Espalda contra espalda fue lo que me cayó, hoy, al oído: Girardin está en Compiègne y se le considera seria­ mente como prefecto de policía. Lunes 7 de diciembre Al salir del restaurante de Magny, los hombres me parecen pequeños y lle­ nos de cosas aprendidas. Bonneval, ese hombre al que el mismo Scholl se rehúsa a darle la mano, acaba de hacer un rico matrimonio; ¡y Scholl es casi un gran hombre! La envidia se exaspera en el teatro. Hay dos grandes ejemplos y dos muy feos mártires: Dumas hijo y Barrière. Les es imposible asistir a un es­ treno del otro y trabajar después del éxito de alguno de ellos. de diciembre Al salir del consultorio del médico Magne, que acaba de examinar los ojos de Edmond, pensamos en el gran orgullo que debe proporcionar la medici­ na, ese combate contra Dios, y lo emocionante que debe ser esa partida de ajedrez con la muerte. Ocuparse de una enfermedad desconocida, salvar a alguien: ¡todo, después de eso, es insignificante! ¡Y junto a esta vida, que uno toca por todos lados, la literatura es cosa muerta! 11

de diciembre Salgo el domingo de una reunión en casa de Flaubert, con el asombro y el disgusto de la servidumbre de las ideas que descubro en todos lados. ¡Pare­ cen remover las paradojas, y sus paradojas son siempre un catecismo! 13

16 de diciembre La princesa vuelve a las cinco de Compiègne, está entusiasmada con una prin­ cesa de Bauffremont, alma de las repeticiones, que dice: “¡Yo soy un viejo comicastro!” ¡Lo pregonaríamos como lenguaje de nuestra novela! Ella habla del emperador: “¿Qué quieren? Ese hombre no es ni intenso ni impresionable. Escucha a todo el mundo: sólo son los hechos lo que lo deciden. Nada lo conmueve. El otro día le soltaron un sifón de agua de Seltz en el cuello; él se limitó a pasar su vaso del otro lado sin decir nada. Es un hombre que jamás entra en cólera; y su única palabra de enojo es: ‘Eso es

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absurdo.’ Nunca dice nada más… yo, si me hubiera casado con él, le habría roto la cabeza para ver qué tiene ahí dentro.” Dice que se sintió conmovida por la quejas de miseria de Ponsard, obli­ gado a vivir en Viena. Y sobre eso le habló al emperador, el emperador sólo contestó: “¿Dinero?, es imposible, ya le he dado cincuenta mil francos.” Después hablamos del artículo de Beulé. Exasperación de la princesa, que engancha artículos de toda la sociedad y exclama: “¡Son ustedes unos cobardes! ¡Ustedes son como el emperador! Quiere llevarse con el mono y la cabra, ¡y verán que será comido por el mono y por la cabra!” Aquí es interrumpida por Sainte-Beuve, quien le dice con cierta firmeza que el emperador nunca ha tomado en cuenta el pensamiento, las revistas, los diarios: que fundó una revista que él dejó morir miserablemente de hambre: que uno nunca está seguro de ser apoyado y que en el fondo no hay lugar bajo el sol sino en los diarios y revistas hostiles al gobierno: “¿Dice usted: Le Moni­ teur? ¡Cómo! ¡Ese Moniteur, con los rapazuelos que lo dirigen!… Yo, quien le habla a usted, he sido obligado a reconciliarme con Buloz, con el que estuve disgustado durante diez años… figúrese –aquí abro un paréntesis–. Yo le dije: “¡Es usted un ladrón!” Y frente a todo mundo. ¿Y sabe usted qué me dijo, en lugar de indignarse?... “¡Ah, usted me busca piojos en la cabeza!” Esto va mal: un desastre gubernamental, un sin ton ni son más completo que nunca que favorece corrientes contrarias, a Girardin, quien apoya a Pelletan en Compiègne, el emperador le dice en el desayuno: “¡Y bien! Está usted con­ tento, tiene el aspecto alegre de tener un amigo en la Cámara; ¡y yo que lo recibo tengo el rostro alargado de tener un enemigo más!” Y además –más agudo que todo eso, más agudo que esta anarquía de la corte que permite, un día, el libro de Renan, y que al otro hace romper, en la obra de Sandeau, los bustos de Voltaire y de Rousseau– esta tirantez, esta impudente contradicción matará todo: a un príncipe que es la autoridad, a una tenden­ cia que es la revolución. 17 de diciembre Al mirar los ojos de Mme Marcille, esos dos ojos de un azul intenso, en los que las pupilas contraídas son como cabezas de alfileres negros, esos ojos extraños y profundos, claros y fascinantes, esos ojos que se podrían comparar con su aureola 96

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a esmeraldas engastadas en la fiebre, pienso en lo peligroso que sería tener muy seguido a esta mujer, peligro constituido por entero por la inmaterialidad de la persona, por este carácter sobrenatural de los ojos, por esta emaciación de los rasgos, de una finura casi psíquica, por esta distinción de una mujer de Poe parisina. De todas las mujeres que he visto, es ésta de la que estaría más orgullo­ so de tener; que sería de lo más humillante no tocar, como un ser distinguido; por quien me sería más duro no ser estimado por mi valor. Y sin embargo, si yo la amase, yo concebiría con ella un amor del que se haría una buena novela: no de posesión corporal, sino de la posesión abso­ luta de todo lo que es inmaterial, una posesión de su corazón, de su cabeza, de su imaginación. No estaría celoso de que su esposo se acostara con ella; pero quisiera que todas sus ternuras me pertenecieran y tal vez estaría celoso de sus niños. Ella me dice que se despierta en la noche para oír rodar los coches de punto –para sentirse en París. 18 de diciembre Comida en casa de Feydeau, donde sobre la falsedad y el gran lujo se perci­ be el apuro, las preocupaciones de dinero, una casa en la que se siente que jalan al diablo por la cola con guantes blancos… Encantadora miniatura de mujer, pero sin que emane de ella ni inteligencia ni alegría; una especie de asiática del norte a la que envuelve un sentimiento de melancolía aburrida. A Flaubert le ha sido rechazado su cuento de hadas, Hostein se lo ha devuel­ to con una especie de mandadero, sin carta, sin disculpas. El mandadero, interro­ gado por Flaubert, solamente ha respondido: “No es lo que M. Hostein quería.” De verdad se debería escribir sobre los teatros: Los hombres de letras no entran aquí. Los parisinos tienen la cara del día siguiente de un baile de máscaras. Paso la tarde sentado a la puerta del café Véron, viendo entrar a mis colegas de letras que no conozco. Todos tienen el rostro cansado, obsesionado, atormen­ tado. Hay en los gestos una nerviosidad enfermiza. No hay una sola figura contenta ni buena. Lunes 21 de diciembre En el restaurante de Magny. Estamos más o menos completos y la disputa sobre todo es enorme. 97

edmond y jules de goncourt

–Boileau es mejor poeta que Racine –grita Saint-Victor. –Bossuet escribe mal –afirma Flaubert. Renan y Taine ponen a La Bruyère debajo de La Rochefoucauld. Nosotros lanzamos gritos de pavo. –La Bruyère carece de filosofía –gritan ellos. –¿Qué es eso? Renan vuelve sobre Pascal, a quien proclama el primer escritor de len­ gua francesa. “¡Un puro culo, ese Pascal!”, grita Gautier. Saint-Victor declama a Hugo. Taine dice: “¡Generalizar la particulari­ dad, eso es Schiller! ¡Particularizar la generalidad eso es Goethe!” Se discute sobre la estética, se encuentra genio en los retóricos, hay luchas homéricas sobre el valor de las palabras y la música de las frases. Después, en­ tre Gautier y Taine… Sainte-Beuve los mira con dolor y un aire inquieto. Todos hablan; y de las voces de todos surgen profesiones de fe de ateísmo, pedazos de utopías, jirones de discursos convencionales, sistemas de nacionalización de la religión. Y yo asisto al bello espectáculo de ver a Taine, quien viene de vo­ mitar en la ventana, regresa todo verde, con hilos de vómito en su barba, pro­ fesar durante una hora, en su mareo, la superioridad de su dios protestante. Martes 22 de diciembre Comida en casa de M. Delahante, amante de toda la familia Félix. En el salón un gran retrato de su padre. Todos esos burgueses, del tiempo de LuisFelipe, son de la raza de los Bertin. Es la burguesía que, a fuerza de comer trufas, ha adoptado la cara fruncida del animal que las busca. Cabeza baja, atenta, ocupada, arrogante; una gran amplitud de vientres; domicianos de tienda o de finanzas, sentados, en su obesidad, como en su trono. Al lado de esta imagen de la trufa, hemos hecho la más pobre y más mezquina de las comidas. Eso me ha dado una muy triste idea del Jockey francés: ¿serán los miembros simples guasones de la gran vida? Escuché de Claudin contar estas palabras, conmovedoras y dramáticas, al llegar de la casa del corresponsal universal de los diarios de provincia, Brain­ne, quien se ha vuelto loco, y encuentra que su esposa escribe toda la correspondencia, incluso los correos políticos –lo que prueba que hay, en 98

diario

este mundo, incluso en las letras, muchos trabajos a disposición de todos los sexos. 24 de diciembre Voy a servir de testigo del acta de nacimiento del segundo hijo de Édouard Lefebvre. Hay una aridez terrible en esos actos de la vida civil moderna. La familia moderna me parece pertenecer al catastro y a la estadística. Édouard me cuenta esta frase, imposible, de su primer hijo, a quien le mostraron a su pequeño hermano de algunas horas y que dice: “¡No llora! ¿Quie­ res un fuete? Voy a buscar un fuete.” Hay que abstenerse los más posible de rendirle un servicio a los príncipes: los príncipes no estiman lo que vale un servicio que puedes rendirles más que si no se los rindes. Todos los sentimientos humanos, y puede ser que incluso el amor, no son más que agregados o desagregados del sentimiento de propiedad. 30 de diciembre He aquí nuestro día. Esta noche trabajé hasta las tres de la mañana en la escena de amor de nuestro primer acto. Después de desayunar, fui a retirar de la su­ basta los dibujos que compré ayer. Después corregimos las pruebas de nuestra nueva edición de la Histoire de la societé pendant la révolution. Después de eso, trepamos escaleras para limpiar con potasa los muros y las telarañas de la antesala. De tres a cuatro fuimos a tomar nuestra lección de armas. Al re­ gresar, un mandadero nos trae del subastador un magnífico pastel de Perro­ neau, por el que habíamos dado una comisión el domingo, en una subasta de cuadros de la École Francaise. Nos vestimos, nos pusimos corbatas blancas, fuimos a cenar a casa de la princesa; al regresar fumamos una pipa, en ado­ ración frente a nuestro Perroneau, colocado en la mesa de nuestra recámara.

de diciembre Al mirar nuestro Perroneau y nuestros tapices de Beauvais, sueño que el siglo xviii tuvo en su mobiliario artístico el terciopelo. 31

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Poema W illy G ómez M igliaro

el cerro colorado sobresale y aquello que sobra queda adentro el nacimiento del niño marca de ilusión abstracta en la memoria atrás el cerro su caída es alambrada nombramos avalancha pero hay que prosperar en el peligro empieza sin iniciación con chacras sin hordas implica especies su movimiento compone después una restitución ya están los ojos asombrados la media vuelta el toque sutil y los fustanes de una anciana que pinta sus labios y nos llama la parte negra despierta blanca de sol esperanza para el nombre decido yo abajo se logra la riqueza avanza el viento entre árboles ese corte puntual de geranio ladea el jardín brilla 100

dios mío en forma de boca de lobo el movimiento superior de esperanza al despuntar rama sobre el animal bajo el pueblo en espiral desde los árboles alzados el mojado pavimento ondula un cuerpo siempre en el aire con un impulso a la mitad mengua al interpretar la reducción de excentricidades que se doblan si vale y funciona la sofocación ésa es la celebración del perdón entre lo que parece bolsa un espejo puedo notar o saber ocultar un ritual de darme al modo a la mitad del todo entre las espaldas dobladas comenzar a ser testigo volteo y admiro una rebelión del resto todavía se yergue nada importa sobresale otra admiración girando en la calle al señalar el camino queda celebración al detenerme queda invención de espíritu local queda el mar queda lo más hermoso en términos diferenciados queda la unidad naturalmente convivo con un acto forzado mengua una dispersión y una metamorfosis si viviéramos con esas detenciones acaso una elección de raza a la transformación misma de ir creando montón expansivo de una servidumbre como estanco cultural crucificado golpeado o abandonado en los rieles del tren 101

qué fue sino bellísima esfera con toque de sangre y pensamiento reduce flamas cierto transforma la noche de los alimentos gusano iluminado transforma un rasgo de esperanza de los juegos en el sostenimiento de la idea del fuego adentro multiforme adentro gravedad quien llama a aniquilar al mover lo congelado al despertar otra pronunciación labios fríos en la pasión labios fríos amor te he besado parece decir padre madre he sido restituido después de los desaparecidos con blancos como piedras en un camino un trazo despreocupado desaparecido con negro vuelto con azules un río oasis concéntrico o infierno hay favores ganancias envolvimientos es fuego la autoridad principiante entre todos fijación del fragmento conflagración de los enterradores capa tras capa hasta encontrar al fin nudos hice mi autoridad hice mi desversión paso por esta esta vez las antiguas conflagraciones del rojo o el sacrificio no cuenta al volver a la vida entiendo nada de perfecciones un jarro entretejido de nuestras partículas hacia el fuego crucifixiones poco comunes si se pudiera estudiar el esqueleto no hay ahí sino una belleza de orinar y abrir cortinas o el camino a los otros 102

mudanzas acciones modos de ligar después permanencia anónima una invención para el honor y la reserva del punto adonde moveré lenguaje contando pérdidas en un movimiento giratorio en el fuego la historia capital la urna sin elección la ceniza así se han formado esos cerros atrás y si hay elevación hundimiento sobre las flamas o brisa se desliza deriva punto el aire se desliza sobre el aire a esa oscura causa de donde los movimientos giratorios pasan por nuestra mente reliquias techos golpeados después de un terremoto una reinterpretación de mar salido podría equivaler a la matanza o una ola simplifica levantamientos si la orilla desde la izquierda es golpeada por la luz al abrir la puerta relleno sin memoria transforma nuestra mente sin paralelo el virtuoso que debería ser extraño es una rata nada tuyo tapado sin explicación es una rata saco flamas de esas superficies otra cadena de bicicleta pronto para dar vueltas otros territorios saco un desierto de saber que no puedo estar vacío saco algo así como espejos volteados que hacia arriba sabemos conformar una pierna sobre el escritorio un falo dos bocas de princesas espaldas vientres y sombras 103

en reverso la reliquia huele a caca aceite amazónico de formación que sangra acumulación de superficie y brilló fantasía magia sustancia de esperanza o pedazo de campo paso mejor la noche paso alba artificial sino no es anuncio de paz a un lado el encuentro y la nueva moral querido todo equivale a decir algo acumula donde los ojos posaron donde el cuerpo trata de algo inconsciente práctico esencial mapas nuevos cielos como muestra la exclusión a partir de un toque racial sin negocios por ahora lago de montaña se trata de un objeto consume a la gente que ve subir su propio descenso y ese afán de ser feliz me sigue otro procedimiento para la esperanza en entregas convertido en galerista se lee incluso una invitación de resanación pero la última noticia fue la de una pobre vecina que dibujó la pobreza de su pueblo

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En la playa no había ya cocodrilo A rtermisa D afne C ovarrubias –Eres un asesino. Mataste a mi ma­ má –le decía. Yo la escuchaba y mi hijo le contestaba: –¿Crees que me gustó haber mata­ do a mi papá? Le contaba mientras el gato pinto rondaba por sus pies, buscando co­ mida por la base de la alberca. –¿Y a tu hijo lo encerraron? –in­ quirió al tiempo que le daba migajas de galleta dura al animal. La encargada del lugar asintió. –Un accidente de varios carros pe­ ro mi hijo fue el responsable. Las palabras se le escuchaban tan masticadas que ya no quedaba rastro de algún sentimiento de lamentación o de tristeza. Los susurros de la mujer sonaban en el silencioso lugar, acom­ pañados del ruido de algún coche so­ bre la carretera a unos cien metros de distancia, donde el terreno, semi­ vacío desde hacía unos diez años, se

llenaba de humo de planta seca que­ mada que cruzaba todavía por entre las palmas. –La playa está bonita, limpiecita, vacía. Y el agua… está más transpa­ rente que la de otras playas en las que hemos estado. –Ésa era la descrip­ ción que la señora de la casa tenía en la punta de la lengua cada vez que alguien le preguntaba por el hotel y los búngalos–. Es muy tranquilo y no hay nada de ruido. El pueblo pesquero, en opinión uná­ nime de la familia, era una cosa es­ pantosa. Éste quedaba a menos de cinco minutos del hotel y, desde el comienzo del trayecto, todo se volvía gris, vacío y triste conforme uno se acercaba. La escuelita con paredes desteñidas. El malecón sencillísimo, con gente sin expresión, salvo las pa­ rejitas de novios jóvenes, con las ma­ nos juntas y sus caras más o menos 105

artemisa dafne covarrubias

tranquilas. Carecía de adornos, sin contar alguna que otra palmera nue­ va o el mar azul que palidecía por la arena que también hacía ver triste el pavimento. –Qué pueblo tan feo –dijo el señor de la casa durante la primera visita que hicieron. Esa vez, la primera de cinco, las tres hijas aun éramos niñas y el malecón no existía. Nos tomamos fotografías frente al mar, por costum­ bre familiar, y nos dirigimos hacia las afueras, en busca de los famosos búngalos que nos recomendaron. Pa­ 106

samos de regreso por el sencillo mo­ numento de la entrada a Teacapán que daba la bienvenida al turista, to­ davía con buenas expectativas. Sobre la carretera se entraba a una privada de casas cuyos dueños las visitaban sólo en vacaciones y días muertos u ociosos. La persona con más propiedades mantenía seis bún­ galos y dos casas, unidos por una alberca en el centro, donde tendría que haber un patio para cada cons­ trucción. A ese terreno le llamaban Villas Coral, el hotel. Y a pesar de ser visitado, en su mayoría, por desco­ nocidos con propósito de vacacionar, todos los que pisaban ese lugar, des­ pués de haber pagado, tenían derecho a la alberca grande del club –cerca del mar, que también cuidaba Aa­ rón–, además de buena parte de la privada. Si a Aarón no se le encontraba en el bote de pesca en la mañana, es­ taba en la alberca de Villas Coral limpiándole la paja de la palapa que la cubría del sol, cortando el zacate, dándole mantenimiento a la alberca grande, reparando algún desperfecto de cualquier lado donde sus ojos pu­ dieran posarse, fumigando de nuevo para que la señora de la casa no se sintiera incómoda por el exceso de bichos playeros, llevando a su hijo al

en la playa no había ya cocodrilo

pueblo o desaparecido en algún lu­ gar, en busca de más trabajo. En la mañana o en la noche, Aarón estaba siempre despierto. Las luces siempre prendidas, la alberca siem­ pre limpia. Y al final, después de las diez, cuando ya nadie podía meterse en el agua a causa del cloro recién ver­ tido, lo invitaban a platicar. Se acerca­ ba y contaba lo que sabía acerca de lo que fuera. Llegamos en la madrugada, como siempre. Dimos una vuelta en coche por la privada. El lugar era lo menos verde que había visto la señora de la casa. Olía a planta quemada. Las ca­ sas estaban a oscuras y los detalles de madera, de algunos de ellas, ha­ bían sido cambiados por otros más sobrios de aluminio. –¿Ves cómo la sal del mar se come toda la madera? ¿Te acuerdas que te gustaba esa casa? –Le recordó la se­ ñora de la casa a la hija mayor–. ¿Es­ tará despierta todavía Celia? Está muy oscuro todo. ¿Cómo estarán los bún­ galos?–. No paraba de hablar. Los demás observábamos y nos pregun­ tábamos exactamente lo mismo, en silencio. Los dos coches se estacionaron en los apartados para visitantes. Todos va­ cíos. Después de un rato, Celia apareció y prendió las luces, saludó de mane­

ra simple y callada, y abrió las puer­ tas de la reja. Prendió más faroles y luces, abrió las puertas de los búnga­ los que íbamos a ocupar y prendió más luces dentro de ellos. Había un gato pinto. Era lo único nuevo que podía verse después de tanto tiempo de ausencia. No dejaba de maullar y, con los ojos, pedía co­ mida. El abandono del lugar no podía ser tan serio si el animal sabía dónde podían darle de comer. Puesto que todo estaba exactamente en el mismo lugar, como hacía tanto tiempo, su­ puse que no tendríamos una estancia desagradable o incómoda. Mientras las dos familias nos des­ parramábamos en sillas cerca de la alberca y veíamos cómo el gato co­ mía las migajas de galleta dura que la señora de la casa le daba en por­ ciones pequeñas, pensábamos en el clima –frío para estar en playa–, en si llegarían más huéspedes duran­ te los próximos días, en qué estaría haciendo o platicando Aarón si nos estuviera acompañando en ese mo­ mento. –Oye, Celia, entonces ¿hace cuán­ to que murió Aarón? –preguntó la se­ ñora de la casa. Celia veía al frente, al gato, al piso, a la pared y, de la misma manera en que le había contestado la pregunta 107

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hacía quince minutos, volvió a ser es­ quiva. –Como seis o siete –le sonrió. –¿Qué no como cinco? ¿Pues hace cuánto que no veníamos? –repitió la señora. –Pues ya hace rato. –Terminó con el tema. –¿Y cómo van con el corredor tu­ rístico? ¿Llevan avances? –La seño­ ra de la casa se llevó un cigarro a la boca. –Van muy lentos. Pero ahí la llevan. –¿Te acuerdas que tenía un coco­ drilo en una caja? –el señor de la casa distrajo de la tensión, mientras ponía la lata de cerveza sobre la mesa y vol­ vía a acomodar las manos sobre su regazo–. Era un cocodrilo bebé que había encontrado en quién sabe dón­ de y lo cuidaba en una caja, detrás de la alberca, al lado de los arbustos. –¿Un cocodrilo de verdad? –la pri­ ma exageró el horror en su voz y en el rostro. Otros agregaron que lo dejaba nadar durante la noche en la alberca. Más tarde se escucharon sus gritos en Villas Coral, diciendo: –Sacúdelo del otro lado. ¡No quie­ ro que me salga otra como ésa! –Su novio sacó y metió el colchón del bún­ galo, como ella le había dicho que hi­ ciera. –Ya ven que antier a su prima le 108

salió una arañota como de este tama­ ño –nos recordó la señora de la casa, hizo un círculo con los dedos de una mano y con la otra tomó una cobija de la cama–. Y ahí ven a Juan sacu­ diendo el colchón en el pasillo que está aquí enfrente–. Asentimos al mismo tiempo. Extendió la cobija y agregó con una risa leve. –Ah, pues anoche estaban fumando y tomándose unas cervezas enfrente de la alberca, y a la Güera le salió una culebrita que mató el gato en cuanto la vio. Cuando se calmó, se volvieron a sentar y les cayó una iguana encima de la mesa. Antes de encontrarse al animale­ ro, la romántica pareja había ido a la playa, por donde quedaba la alber­ ca grande del club, que encontraron con una cama de arena y moho en su fondo. Llegaron con la noticia a los búngalos, cuando todos todavía es­ tábamos soñolientos por dormir toda la tarde, después de hartarnos de ca­ marones cocidos y ceviche. Nuestra respuesta tuvo el mismo ánimo del día. A la mañana siguiente, desde el mar veíamos a los novios que cuida­ ban nuestras cosas por donde la are­ na no se alcanzaba a mojar. Ella le cantaba y él le tomaba la mano. So­ bre ellos volaba un grupo de cuatro o cinco zopilotes que graznaban al tiem­ po que tres salvavidas vestidos de

en la playa no había ya cocodrilo

rojo corrían frente a nosotros, hacia el conjunto de piedras que usaba la gente para sentarse un rato y esperar algún pez. –¿Seremos tan malos nadando como para que se nos junte toda esa gente? –Y el señor de la casa se acostó so­ bre el agua para flotar–. Mija, mójate la mollera, si no te vas a enfermar. –Ay, papá, ni que tuviera cinco años –me quejé. La mayor se zambutió en el agua hasta los hombros. –¡Y tú también! Mañana te vas a andar quejando –le advirtió también el señor. Esa tarde, mientras dormía con fie­ bre, soñé con animales ponzoñosos. Desperté con mi temperatura corpo­ ral habitual y salí hacia la mesa de la alberca a platicar un poco. Todos querían ceviche y más cerveza. –De seguro el lugar está medio ol­ vidado por el tiempo en que se puso todo muy violento –reflexionó la se­ ñora de la casa, en carretera hacia el pueblo de Teacapán, cuando íbamos por los víveres. Ella se había acercado a platicar con un “viene-viene”, fuera de un supermercado de Mazatlán. Du­ rante todo el camino recordaba las noticias y los rumores de algunos col­ gados en los puentes. Otros decapi­ tados y descuartizados, cuyas piezas

las regaban en bolsas por las ban­ quetas. Todo esto, allá por el 2008. –A uno lo encontraron aquí enfren­ tito, por esta calle, ahí donde estoy viendo –le contó el “viene-viene”. –¿Y del carnaval? Escuché que la gente no se animaba a venir –inves­ tigó la señora, con un cigarro prendi­ do en la mano. Con mirada distraída y voz despreo­ cupada, el hombre afirmó que desde hacía unos tres carnavales atrás la gente tenía miedo de unirse a los fes­ tejos por lo violentos que se ponían. Decían que hasta ese lugar habían llegado algunos zetas. –Probablemente hasta acá tampo­ co llegaba la gente; preferían irse a otro lugar más tranquilo –aventuró la señora, después de la larga reflexión, compartiendo noticias viejas y pláti­ cas por el camino de ida y el de regre­ so. Ésa podía ser la razón por la que todo estuviera tan igual que antes. –Me ando sintiendo mal –dije, mien­ tras hacíamos maletas e íbamos y ve­ níamos de un búngalo a otro para acelerar la despedida. –¡Váyase para allá! –Celia corrió al gato, que se fue a buscar comida a la puerta de los primos. Me lo crucé en el marco de la nuestra. –A ver, Guillermo, ven para acá. Escucha lo que me está diciendo Celia 109

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–retumbó la voz de la señora de la casa. Entramos todos al búngalo, por curiosidad. Celia y la mujer que lim­ piaba explicaron de nuevo que bus­ caban vender la propiedad. –Entré aquí con 35 años. ¿Qué quie­ ren? ¿Que me saquen como a mi espo­ so? No, yo ya me cansé –todo parecía explicar que el propietario también se había cansado antes de morir. –¿Qué tienes? ¿Te sientes mal? Ya nada más llegamos a comer a Mazatlán y nos vamos derechito a Culiacán. –La señora de la casa tiró el cigarro gas­ tado para subirse al carro, después de que el señor pagó al hombre de la gasolina y se acomodó en su asiento. El regreso duró varias horas más de lo que me aseguraron. No podía

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desmentirlo, yo venía dormida. En la noche, busqué ropa de franela y me metí a la cama para dormir. Hacía mucho frío. Dos horas más tarde la se­ ñora de la casa me encontró querien­ do saltar de un dinosaurio a otro. Me preguntó si no tenía calor y, cuando midió los 39.5 grados de temperatura, me sacó de la cama porque debíamos bajar la fiebre pronto con agua caliente. –¿Ves? Te dije que te mojaras la mollera –me dijo el señor de la casa al día siguiente, cuando se subía al carro para llevarme al doctor. La infección había sido bacteriana y no virulenta, aclaró más tarde la jo­ ven doctora que me atendió. –¿Adónde te fuiste a meter? –me preguntó con una sonrisa. Devolvió el termómetro al cajón.

Tres poemas* J ane H irshfield Versiones de Carmen Boullosa una persona reclama a la suerte

Una persona reclama a la suerte: “Las cosas que me has hecho desear más, son las que me eluden a mayor distancia.” La suerte asiente. La suerte, compasiva. Amarrarse los zapatos, abrocharse el botón de la camisa son triunfos solamente para los más chicos o los más viejos. Los poemas aquí traducidos pertenecen al libro The Beauty. Poems (Knopf, 2014). // A person protests to fate: // “The things you have caused / me most to want / are those that furthest elude me”. // Fate nods. / Fate is sympathetic. // To tie the shoes, button a shirt, / are triumphs / for only the very young, / the very old. // *

a person protests to fate

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Durante el largo intermedio: instalar un remache, dominar un tango, entrenar un gato para que no se suba a la mesa, conservar un instante único por más que un tris, mantener despierto lo que ocurrió el día anterior, y las rutinas escribidoras adentro del cuerpo.

mi especie

Incluso la pequeña alcachofa morada hervida en su propia amarga y oscura agua se vuelve tierna, más tierna y dulce paciencia, creo, mi especie, During the long middle: / conjugating a rivet / mastering a tango / training the cat to stay off the table / preserving a single moment longer / than this one / continuing to wake whatever has happened the day before // and the penmanships love practices inside the body. my species // even / a small purple artichoke / boiled / in its own bittered / and darkening / waters / grows tender, / grows tender and sweet // patience, I think, / my species // 112

tú continúa probando las hojas con espinas el corazón con espinas.

en la luz del día , prendí la luz

En la luz del día, prendí la luz, en la oscuridad, cerré las cortinas. Y el dios del Más, a quien nada sorprende, aprobaba en silencio –cada día, año tras año, los muertos murieron un día más por completo. En los lugares donde había morillas, yo busqué morillas. En las casas en que había amor, busqué amor. Si ella se ha esfumado, ¿cuál era entonces la diferencia? Si él vive, ¿qué ha cambiado ahora? La olla ofrece el metal más próximo al fuego para quemarse. El agua, se va.

keep testing the spiny leaves // the spiny heart in daylight, i turned on the lights // In daylight, I turned on the lights, / in darkness, I pulled closed the curtains. / And the god of More, / whom nothing surprises, softly agreed– / each day, year after year, / the dead were dead one day more / completely. / In the places where morels were found, / I looked for morels. / In the houses where love was found, / I looked for love. / If she is vanished, what then was different? / If he is alive, what now is changed? / The pot offers the metal closest to fire for burning. / The water leaves. 113

Los sonidos que no fueron: introducción a la poesía de Ricardo Pau-Llosa E nrico M ario S antí Decía Octavio Paz que la traducción de poemas es prácticamente imposible: a lo máximo que puede aspirar el traductor, a partir de poemas escritos en otras lenguas, es hacer poemas en la suya. Guiado por el saber de tal ingrata tarea vengo traduciendo, desde hace algún tiempo, poemas del original in­ glés a algo que me atrevo a llamar “cubano”. Doy aquí la última entrega de esa, mi insensata tentativa. Ricardo Pau-Llosa (La Habana, 1954) es sin duda el mejor poeta cubano hoy vivo que escribe en inglés. Tiene en su haber siete colecciones de poemas, además de una inmensa y notable obra como crítico de arte latinoamericano [http://www.pau-llosa.com]. El inglés de Pau-Llosa equivale en excelencia al de Wallace Stevens, W. H. Auden o Elizabeth Bishop. La densidad de su dicción está a la par con la elegancia de sus imágenes. Pero confieso que lo que más me atrae de su diversa y extensa obra es la manera en que muchos de sus poemas evocan a Cuba, los recuerdos de niñez o las experiencias del exilio. Nada más natural: Pau-Llosa vivió en Cuba hasta los seis años y des­ de entonces vive en Estados Unidos, y por décadas ha residido en Miami, esa provincia cubana de ultramar. Cuba, por tanto, constituye no sólo su memoria ancestral, sino una presencia diaria, y en muchos de sus poemas regresa a ella obsesivamente. No toda la poesía de Pau-Llosa tiene a Cuba como tema, pero buena parte sí la evoca y, para mi gusto, contiene sus textos más conmovedores. En anteriores tentativas –verbigracia, con poemas de Wallace Stevens y 114

los sonidos que no fueron

Hart Crane [http://www.diariodecuba.com/ de-leer/1402078295_8932.html; http://www.dia riodecuba.com/de-leer/ 1406449386 _ 9689 . html]– me plantee un reto: aprovechando el contexto cubano de algunos de sus poemas, ¿cómo resultarían versiones a la lengua que ese tema evoca? Como se sabe, tanto Stevens como Crane visitaron o vivieron en Cuba a principios del siglo xx y escribieron nota­ bles poemas basados en esa experiencia. Muchos de esos poemas ya han sido verti­ dos, y repetidamente, a nuestra lengua. Mis ricardo pau-llosa propias versiones –que es como prefiero lla­ marlas– no son, no quisieron ser, traducciones literales; y difieren de las anteriores que ya han hecho notables traductores (como, por ejemplo, mi amigo el gran poeta Andrés Sánchez Robayna): tratan de incorporar el con­ texto temático cubano vertiéndolo a un español de Cuba. En cambio, nunca me ha interesado incidir en un costumbrismo lingüístico –insuperable, por otra parte, en algunos textos magistrales de Guillermo Cabrera Infante–. Mis ejercicios buscan un vocabulario, y tal vez algo más inapresable: un tono. Mis versiones de poemas de Pau-Llosa intentan subir la parada. Se pre­ guntan, con evidente redundancia: ¿cómo sonarían en cubano estas medita­ ciones en inglés, escritas por un cubano, sobre el tema obsesivo de Cuba? Pero se hacen la pregunta a sabiendas de un persistente misterio mayor: Pau-Llosa nunca olvidó su español, lo escribe y lo habla, incluso con fuerte acento habanero; pero al escribir poemas sobre Cuba lo hace en inglés. ¿Por qué? Para esta ocasión, primera publicación de esta tentativa, el poeta Pau-Llo­ sa y yo hemos escogido dos de sus poemas con tema cubano junto a mis respec­ tivas versiones: “Amelia Peláez” y “Corredor Maya, Camagüey”. El poeta describe así lo que los une: “Ambos abordan diversos temas –subjetividad, memoria, distancia– a través de una imagen en común: las ventanas. Si en uno, la fusión del Cubismo y los vitrales coloniales que influyeron a Amelia Peláez, pionera de la pintura moderna en Cuba, marcan la génesis de una trayectoria que termina, en el otro, la vista de Cuba, en la ventanilla de un 115

enrico mario santí

avión, de pronto la eclipsa una nube. Patria –realidad y concepto– pasa de ser panoplia de luces e historias entrelazadas a un espacio blanco, negado, amnésico.” Dada su compleja génesis, mis ejercicios de calistenia verbal, en las que Pau-Llosa ha colaborado decisivamente, bien podrían hacernos pensar en la metafísica de un Pierre Ménard, con cuya coincidencia con Cervantes mis insensatos ejercicios guardan accidentales analogías. Como traductor, he querido nada menos que hacer coincidir las palabras del poeta con un anterior e hipotético original. “The sounds that were not, could not be / words coming out of every mouth” (“sonidos que no fueron, que nunca pudieron ser / palabras que salen de toda boca”), son versos claves, memorables, de la co­ lección Cuba (1993) que testimonian el extravío de un idioma nativo durante iniciales días de exilio en una gélida Chicago. Acaso con igual demencia que Pierre Ménard, pero también con aná­ loga obsesión, mis versiones de poemas de Pau-Llosa han querido encontrar “sonidos que no fueron, que nunca pudieron ser”, excepto en el insólito ejercicio de la poesía.*

“Amelia Peláez” primero apareció en Onthebus y luego fue publicado en Ricardo Pau-Llo­ sa, Cuba, Carnegie Mellon University Press, Pittsburgh, 1993. “Maya Corridor, Camagüey”, publicado por primera vez en Ricardo Pau-Llosa, Vereda tropical, Carnegie Mellon University Press, Pittsburgh, 1999. Amelia Peláez (1896-1968) fue una extraordinaria pintora y artista cubana; el título, “Corredor Maya, Camagüey”, se refiere a uno de varios corredores aéreos que atraviesan la isla de Cuba en trayectos de norte a sur, éste en particular a través de la provincia de Camagüey. *

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Dos poemas R icardo P au -L losa Versiones al cubano de Enrico Mario Santí corredor maya , camagüey *

Debajo, la tierra parcelada. Fincas con esmero barajadas. Nazca de líneas rectas. Tráfico, ejército laborando en arterias blancas, peineta de verdes montes, y centrales. Suerte la mía de nativo extranjero, harto de distancias, contando los nobles días maya corridor, camagüey // Below, the parceled land, / neatly shuffled farms, / a Nazca / of practical lines. // Traffic, armies / working the white arteries, / hairlining forest / and plan­ tation greens. // Chance would have me / a foreign native / sick of distance, / counting the lofty days // *

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kilómetros volando sobre Cuba. A través de telarañas de plástico y arañazos, a través de nubes y rasguños de gasa, veo vaporosas heridas cuyo caos determinan– alta temperatura en vaivén de corriente que tan preciso arroja el embargado acero– un sinnúmero de mapas, a medida que en sólo segundos sea perfil de tierra borrada para que luego, número y trayectoria se la traguen, y luego la devuelvan and miles above Cuba. / Through a cobweb of scratches / on glass and plastic, / I see throu­ gh clouds // and gauzy tears, / wounds of vapor / whose chaos seeming / determinations– // the pull of temperature / on the draft of current, / precisely thrown / by impounded steel– // present maps myriad / as the seconds, / a land in blurs outlined / only to be // engulfed by number / and trajectory, / to be given back / 118

de sopetón en horizonte para a su vez sustraerla, como en robo blanco, al abrigo de este clima. Vapores rellenan el quicio de mi ventanilla, y es entonces que al fin vislumbro mi país, hecho ahora de minutos, suelo anclado en muchos meses de diario aullido. En blanco y denso, intacto, blanca sílaba presente como espejo que dice lo que debe, cual corredor riguroso, suddenly in a blow // of horizon, / then taken again / in a white theft / into the climate vest. // The vapor fills / the host of window, / and it is then I see / my native country // at last, the soil of minutes / in anchored months, / the howling soil / of the everyday. // Blank and dense, / unbroken, / a white syllable, / prescient as a handmirror // that tells what it must, / as in a rigorous / 119

de estas cosas que pasan en odiosas sacudidas. Y aquí y allá el principio faro irrumpe de lo nulo para rimar lo verde con laborioso del nativo. Engañar con pertenencia, perderse en el encuentro. Ahora me doy cuenta, gracias a este principio y simple vista, que lo que yace más allá de mi casa rellena de vacíos, espectro es de cielo y mar que rebajamos a azul corridor, of these things / passing, the rotten // lurchings. And here and there / the beacon principle / breaks out / from the blankness to rhyme // heart and the green / and toil of nativity. / To deceive with belong, / to lose // us in the finding. / I know now / by watch and principle / what lies // beyond my home filled / with simple emptiness / is the palette / of sky and sea // we reduce to blue / 120

buscando la palabra, para pensarla y después seguir.

amelia peláez *

Años pensando que esas negras líneas tuyas ondulando en los vitrales eran odas a la imaginación con fuerza suficiente para bordar pasado con presente, cristales coloniales con espacios cubistas en una sola imagen. Años tratando de descifrar ese yin-yang de piñas y peces. Años prosificando esa música de formas y disertando cómo, presas de arañas, fosforescen en tus inmóviles telas. Hoy pienso únicamente a partir de tus pájaros, o desde las jaulas filigrosas de tu atrio. for language’s sake, / to think it / and go on. * amelia pelaez // For years I thought your black lines / undulating through panes of color / were an ode to the power of the imagination / to weave past and present, colonial stained glass / windows and cubist spaces, in one image. / For years I decoded the yin and yang / of your fish and pineapples. For years / I prosed on the music of these forms / and how like a spider’s willing prey / they float in your stilled, luminous web. // But now I think of the many birds / in the filigree cages of your atrium. / 121

El mundo ellos ven como lejana impronta de colores primarios en exilio de rejas encorvadas. Paso revista a viejas fotos de tu mural en el Hilton derruido; lienzos de contrabando, medio-puntos floreciendo en las mañanas encima del portón del Capitán. Los pájaros contemplan, como formas ciudadanas, semicírculos de sangre y primavera, emblemas y floreados, sordas al tiempo, brillantes. Cuba es una distancia. En la jaula cada vuelo nutre la reja. Cada sueño quiebra el vitral.

They see the world as a distant rush / of primary colors which iron curves / have exiled them from. I see the photo / of your demolished mural at the Havana Hilton, / your broken smuggled paintings in Miami, / the photos of the medio puntos / in La Habana Vieja abloom with morning / over the Governor General’s doorways. // The birds see these semi-circles / of spring and blood, flora and emblems / as citizen forms, time-deaf and bright. / Cuba is a distance. The bird flies / in his cage winding the distance like string. / Each flight feeds the iron knot, / each dream breaks the painted glass. 122

Viena horrible y grandiosa A ndreas K urz El contenido de cientos de libros leídos y películas vistas se desvanece, la memoria es incapaz de detener y archivar tantas palabras, tantas imágenes. A diferencia de un disco duro, nuestra memoria es más que un simple alma­ cén. Palabras e imágenes no se preservan en estantes y archiveros cuidado­ samente etiquetados de donde alguna máquina las saca a la luz de vez en cuando para luego devolverlas intactas a sus escondites. Nuestra memoria no se ordena por carpetas y subcarpetas: requiere del movimiento continuo de palabras e imágenes guardadas en ella. Lo que se mueve, eventualmente huye y desaparece: bibliotecas, filmotecas, discografías y hemerotecas com­ pletas. A veces se desvanece un libro pero una frase permanece, pertinaz y constante. La frase se aísla pero aun así representa al libro. Quizá no tiene nada que ver con él, pero lo integra a una memoria individual. Puede ser que bajo esta forma ni siquiera figure en el libro, pero para mí es el libro. “Y Hans Castorp bajó de la montaña: son los llanos, es la guerra.” Thomas Mann nun­ ca escribió esta oración, se trata de mi Montaña mágica. “Kien se abre el cráneo y saca, uno por uno, sus 25 000 libros de su cerebro. Luego los deposita sobre un sofá.” Acabo de revelar mi Auto de fe. Mi memoria retiene muy mal las imágenes, requiere de palabras que se junten a ellas. Trato de acordarme de El violín rojo, película de 1998 –el año me lo revela internet, no mi memoria–. Hay un niño prodigio que toca el violín milagrosamente bien pero muere antes de hacerse famoso. Hay unos gitanos; un virtuoso tan loco como lujurioso; un fantástico constructor de vio­ lines cuya esposa muere durante el parto; aparece Samuel L. Jackson y actúa 123

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bien… Entonces recuerdo que se trata de la historia de un violín legendario que, al final de una odisea a través de siglos, para en manos de la hija (¿o hijo?) de Samuel L. Jackson, únicas dignas de tocarlo. Y al final aparece una escena: el niño prodigio y su ambicioso maestro entran a la ciudad de Viena, capital engreída de la música. A través de las ventanillas de su carruaje se vislumbran sombras, reflejos de edificios tan vagos que no permiten identi­ ficarlos. Se nota el asombro en la cara del niño y se escuchan unas palabras del maestro dichas en alemán con acento francés –la película es políglota–: “Man braucht ein starkes Herz, um Geige zu spielen. Das kannst du mir glauben. Und erst recht, um in Wien zu leben. Du wirst sehen, Wien ist eine schreckliche Stadt. Schrecklich, doch grandios.” Por supuesto que volví a ver la escena para poder citar estas frases y me di cuenta, de paso, que no se dicen entrando a Viena sino saliendo del orfanato donde había vivido el niño: me­ moria que flaquea… “Se necesita un corazón fuerte para tocar el violín. Pue­ des creérmelo. Y más aún para vivir en Viena. Vas a ver, Viena es una ciudad horrible. Horrible, pero grandiosa.” La versión preliminar de mis recuerdos decía sencillamente “Viena es una ciudad horrible, pero maravillosa”. He ahí mi Violín rojo. He ahí un libro completo: Viena –grandiosa, ma­ ravillosa y horrible–. Otra escena grotesca, resguardada por razones indes­ cifrables en mi memoria: Liza Minnelli da un concierto en no sé qué lugar turístico de Austria. Un tanto nacionalista, un tanto genuinamente orgullosa, la estrella cuenta a su público (millonarios enfermos del hígado o los pulmo­ nes) que Nueva York es la ciudad más cantada del mundo. Enumera unas cuarenta canciones sobre la Big Apple. Sobre Viena, dice, hay nueve: cifra nada despreciable; pero, ni hablar, no es Nueva York. Minnelli no incluye los valses en su lista. Con razón: no se componen valses sobre Viena, los valses son la ciudad convertida en música. Con los valses Viena se celebra y glorifica a sí mis­ ma: superficial, frívola, alegre, levemente borracha y absolutamente falsa. lorca y cohen en viena

Se entiende que la lista proporcionada por la hija de Judy Garland esté in­ completa. No creo que en ese momento tuviera en mente a Leonard Cohen. También esta omisión se justificaría, ya que “Take this waltz” es la adaptación 124

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de un poema que, a pesar de su título, no tiene mucho que ver con Viena. Por otro lado, es un himno a la tristeza y la nos­ talgia y, como tal, sí tiene mucho que ver con Viena. El “Pequeño vals vienés” es la primera de las dos piezas que forman la pe­ núltima sección de Poeta en Nueva York: “Huida de Nueva York (Dos valses hacia la civilización)”. Federico García Lorca se despide de la metrópoli norteamericana, la capital de una nueva civilización, para dirigirse a La Habana, que es un reflejo tropical de su patria como un faro que guía hacia el Viejo Mundo, la civilización a la leonard cohen que alude el poeta español. El “Pequeño vals vienés” es un poema de amor, de un amor malhecho, destrozado y distorsionado; un amor doloroso, pero amor a fin de cuentas; un sentimiento ambiguo, reflejo de la ambigüedad cultural e idiosincrásica de la vieja civilización; un sentimiento irracional que no promete éxito alguno, destinado al fracaso, imposible por ende en la nueva civilización. Viena po­ dría proporcionar, para los fines del poema, una representación idónea de la decadencia occidental. El ocaso del imperio austrohúngaro había concluido sólo poco más de una década antes de la redacción de los textos de Poeta en Nueva York. En 1930 Viena era una ciudad aún imperial, pero ya carcomida por los conflictos entre las ideologías totalitarias que dominarían y destrui­ rían Europa en las décadas siguientes. En Viena aún se bailaba el vals, pero sus fiestas ya se parecían a una danza hacia la muerte. Aún había poetas, no­ velistas, músicos, pensadores y científicos que construían la modernidad del siglo xx, pero muchos ya sabían que pronto tendrían que preparar sus male­ tas para salvar la vida. Sólo en Viena García Lorca habría podido escuchar ese vals “de muerte y de coñac/ que moja su cola en el mar”. En el contexto vienés, este verso apunta hacia un deseo inalcanzable. La frágil república austriaca, nacida después de la Primera Guerra Mundial, no tiene costa. El mar es una utopía. Trieste, Venecia, Pola (el puerto bélico de los Habsburgo) 125

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son ciudades italianas. Se anhelan aún más que las estepas húngaras perdi­ das, que la barbarie albana, que los puentes de Praga, que la belleza exótica de los paisajes eslovenos y croatas. En 1930 Viena sigue bailando el vals. La chusma parda y el fanatismo rojo ya se han adueñado de ella, pero la músi­ ca de los Strauss y Lanner todavía expresa una alegría vital –cada vez más falsa, más ficticia– cuya realización sólo el inalcanzable mar promete. Ahí lejos, en el más allá de la costa, el deseo podría tener su hogar. En 1930, Gar­ cía Lorca regresa de ese hogar: decepcionado y anhelando precisamente esa decadencia de la vieja civilización que se concreta en Viena y se expresa en el amor desfigurado de su “Pequeño vals”. El círculo se cierra: los deseos no tienen hogar, no pueden ser cumplidos. Lo aprenden dolorosamente García Lorca y los austriacos de los años treinta; lo investiga por esas fechas Denis de Rougemont; lo habían experimentado en su propia piel mítica Tristán e Iseo. La literatura y el arte austriacos producidos después de Stifter y Grill­ parzer, sus dos grandes realistas decimonónicos, se construyen a raíz de esa idea, de la futilidad del deseo, la imposibilidad de la dicha y la inutilidad de la lucha intelectual que pese a todo se emprende. “Toma este vals que se muere en mis brazos”, pide el poeta de García Lorca a su amado. No hay esperanza de que reviva en los brazos del otro. La muerte se comparte porque es lo único que nos queda, lo único que aún podemos compartir y que, paradójicamente, nos mantiene vivos. El poeta y su amado bailan el vals. Se toman de las manos, un brazo descansa sobre el hombro de la pareja. A veces sus cuerpos se acercan, a veces se separan: los movimientos obedecen al ritmo de la música cuya ligereza y armoniosa superficialidad diluyen el tiempo y el espacio. El vals es un baile erótico, no cabe duda. Desde milenos sabemos –Freud y Bataille sólo lo confirmaron– que Eros y Tánatos se atraen. La pareja formada por el vals abraza entre sí a la muerte. La pareja formada por el acto erótico la incorpora. En el poema de García Lorca, la fusión entre amor y muerte se produce en la última estrofa: En Viena bailaré contigo con un disfraz que tenga cabeza de río. ¡Mira qué orillas tengo de jacintos! Dejaré mi boca entre tus piernas, 126

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mi alma en fotografías y azucenas, y en las ondas oscuras de tu andar quiero, amor mío, amor mío, dejar, violín y sepulcro, las cintas del vals.

Tristeza, melancolía y nostalgia cobran valores positivos que se mani­ fiestan en una alegría vital materializada en el baile y el erotismo. La muer­ te es el ingrediente sine qua non en esta constelación: sólo indirectamente nombrada pero siempre presente. Hacia la muerte bailamos y hacia ella nos amamos. Sin ella el peso de nuestra tristeza sería insoportable. Viena se presenta a lo largo del poema no como ciudad concreta, loca­ lizable en el mapa, sino como una constelación espacio-temporal que exhala olores y refleja colores ambiguos. Lo brillante y lo grisáceo conviven, el perfu­ me de las flores y la podredumbre aparecen en un mismo instante. La decadencia de una ciudad equivale a una decadencia ontológica cuyo valor artístico y vital exalta García Lorca. Viena baila hacia el desastre, pero el ocaso es glorioso: su luz convierte los tonos grises dominantes de la ciudad en un brillo que permite el engaño; su frescura se impone a los olores putrefactos que salen de sus cementerios y catacumbas, que salen de su muy famoso y elogiado sistema de canales subterráneos. Pero sin peste no hay aromas frescos, sin lo grisáceo no hay claridad. No en balde un dicho popular vienés reza: “Nobel geht die Welt zu Grunde” (el mundo se acaba noblemente). Creo que Leonard Cohen se percata aún más que García Lorca del po­ tencial simbólico de Viena. Por lo menos una de las imágenes que el poeta/ cantante integra en su “Take this waltz”, aunque sólo para algunos austriacos nostálgicos, es identificable. Trataré de desentrañarla un poco más adelante. Si lo vienés del “Pequeño vals vienés” se limita al río, a una referencia vaga a la cercana Hungría, al violín y precisamente al baile, entonces en la canción de Cohen hay una atmósfera más concreta que, sin embargo, no dismi­ nuye el valor simbólico universal de esta ciudad-mito llamada Viena, al contra­ rio: lo acrecienta. Cohen pertenece a ese nuevo mundo del que García Lorca huía. Sus referencias culturales son otras. La historia está, sin duda, presen­ te en su pensamiento y su poesía. No obstante, el canadiense construye aún más un espacio atemporal, una dicotomía vital de la que el conflicto entre nueva y antigua civilización ya no forma parte, pero cuyo símbolo –en rea­ 127

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lidad símbolo y materialización al mismo tiempo– sigue siendo Viena, ahora la ciu­ dad de los setenta y ochenta del siglo xx, una ciudad que yo aún pude conocer y tuve que padecer y gozar. En “Take this waltz” hay varias imá­ genes que tienen su origen en el poema de Lorca pero que cobran independencia en la canción de Cohen, intensifican un sentir que posiblemente subyace a toda la cultura austriaca a partir de 1850: la soledad compartida en silencio; el pesi­ mismo como base de alegría, placer y arte; la muerte como impulso de vida y belleza. La traducción se convierte en crea­ ción: el mismo mecanismo que transfor­ ma la lectura en escritura. “Toma este vals con la boca cerrada”, escribe García Lorca y aprovecha el titubeo sintáctico del español en un verso del que se podrían escribir páginas y páginas: a) ¿El vals tiene la boca cerrada? ¿Música muda, entonces? ¿Música reducida al movimiento? ¿Un arte cuyo sentido original se perdió? ¿Un arte interiorizado por la pareja que baila en medio de un silencio lleno de armo­ nía? La escena evoca al Beethoven sordo, ese vienés nacido en Bonn: el ge­ nio que dirige su propia composición sin escucharla, que ve los movimientos de la orquesta, ahora un instrumento cuya armonía sólo en algún espacio inasequible para el resto del mundo se vuelve audible. El espacio exterior, es decir, la vida que ha de vivirse, ya no importa porque la pareja de García Lorca baila en medio de una felicidad atemporal hacia la nada. b) ¿El amado recibe el vals con la boca cerrada? ¿No acepta el regalo, no permite que el otro penetre su interior mediante el arte? ¿Se trata enton­ ces de un símbolo de la incomunicabilidad del arte, de la imposibilidad del amor y la convivencia, de la inevitable soledad existencial de cada uno? En realidad, importa poco cuál de las dos interpretaciones se prefiera. 128

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Al final esperan la muerte y la nada, las dos compañeras fieles que permiten la felicidad y el placer de nuestras existencias, aunque los espectadores –los muchos otros que somos– sólo adviertan escenografías mudas o fantasmagóricas. “Take this waltz with the clamp on its jaws”, musita Leonard Cohen en un verso que no permite especulaciones sintácticas, pero sí muchas cuestiones semánticas. La retraducción al español destruye no sólo su ritmo, también su encanto: “Toma este vals con la abrazadera en su mandíbula.” En este caso la traducción es transfiguración lingüística y la retraducción es pura trai­ ción. La imagen de Cohen hace olvidar al instante el suave romanticismo del verso de García Lorca, su engañosa pero atractiva armonía se sustituye con el espanto. No en balde el vals del canadiense sí se baila en Viena, mientras que el del español vuela sobre la ciudad sin tocarla en ningún punto. Viena es un lugar tierno y violento, generoso y avaro, hospitalario y xenofóbico: nada extraordinario, todos los lugares son así, nosotros somos así. Lo extraordina­ rio radica en la simultaneidad. No hay secuencia temporal en la cadena de las contradicciones. Viena es blanca y negra a la vez, en un solo instante. Viena es el mesero amable que te toma la orden y, tras su sonrisa, el camino escatológico de la saliva que va a parar a tu vaso de cerveza. Esta simultanei­ dad impide su transformación en lenguaje articulado y es un factor en torno al cual giran miles de páginas espléndidas de literatura austriaca. “Vas a ver, Viena es una ciudad horrible. Horrible pero grandiosa”, dice el maestro de violín de un niño destinado a morir en ese instante que iba a dar, habría dado comienzo a un tiempo ordenado por la belleza insuperable de la música, un niño rebosante de talento y alegría destinado a no tener vida. Me doy cuenta de que la fealdad de “Toma este vals con la abrazadera en su mandíbula” sí hace justicia al verso de Cohen: revela o reafirma su crudeza brutal. Me doy cuenta también de que con este verso a manera de estribillo, “Take this waltz” ancla en el puerto fluvial de Viena, un sustituto de mar: el mar de los que anhelan la apertura de los horizontes pero no pueden vivir con la imagen de algo ilimitado. En 1975 la Arena era un conglomerado de edificios feos del tercer distri­ to vienés, en un barrio llamado Sankt Marx; tenía el aspecto de una fábrica desierta hace décadas. En realidad se trata de un rastro, el más grande en la historia de Viena, por añadidura nombrado “Auslandsschlachthof”, el rastro 129

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del extranjero. Sospecho que se llama así porque originalmente se ubicaba fuera (“aus”) de la ciudad. Aun así, el nombre tiene una alta potencia simbó­ lica –como la iglesia de Cholula sobre la pirámide prehispánica–, reforzada por su ubicación en San Marx. Se dice –podría tratarse de un mito, no pude encontrar prueba alguna– que en 1976 Cohen afirmó que la Arena era “the most beautiful square in Eu­ rope”. El conglomerado de edificios no había cambiado, incluso intuyo que se había deteriorado más. Pero era, en efecto, la plaza más bella de Europa. En 1975 el antiguo matadero se usó como escenario artístico con cuya ayuda la anquilosada cultura vienesa debía recuperarse, es decir: rejuve­ necer y comenzar a entender que cultura no es por fuerza la representación de lo muerto, sino que podría ser un fenómeno vivo que apunta al futuro. La Arena como teatro tiene éxito; pronto su nombre se identifica con la nueva cultura austriaca: provocadora, liberal, abierta a todas las tendencias, sin corba­ ta, contestataria. Pero Viena –no en balde es una ciudad cuyas catacumbas son la atracción turística de primer rango– no tolera que ningún redentor tra­ te de resucitarla de su hermosa muerte. El municipio vendió los terrenos al consorcio textil Schöps para construir un centro de negocios sobre los restos del rastro. A mediados de 1976, un grupo de representantes de esa otra cultura, la viva, ocupó la Arena y organizó durante tres meses una serie de conciertos que debían expresar una simple protesta: aquí hay cultura y la cultura no se vende. El concierto de Leonard Cohen no se planeó; el poeta-cantante sen­ cillamente dropped by. Hay un video en youtube de poco más de un minuto donde Cohen canta “Un az der Rebbe singt”, una canción tradicional yiddish: está sentado en medio de su público, no hay distancia con los oyentes, quie­ nes se mueven a su antojo en ese espacio, su Arena. Al fondo se observa una pancarta con el texto “Verbleiben ist Solidarität” (permanecer es solidari­ dad). No sé si Cohen permaneció esa noche en la Arena. Quiero creer que sí, que gozó un ambiente de libertad y antiautoritarismo, de apertura cultural y existencial, una atmósfera anárquica en el mejor sentido de la palabra. Quiero creer que esa noche gozó y al día siguiente dijo que la Arena era la plaza más hermosa de Europa, o incluso que la Arena era el lugar más bello del mundo –los superlativos valen en estas situaciones–. Cohen se fue y poco después, en octubre de 1976, la ocupación de la Arena finalizó de manera 130

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decepcionante para mi romanticismo político. Una leve presión policial bastó para que los representantes de esa nueva cultura vienesa se fueran a sus casas. No hubo resistencia heroica, al menos no del tipo que años después pudiera or­ gullosamente relatarse. Los ocupantes no permanecieron, Schöps pudo cons­ truir su centro de negocios. La Arena, por cierto, existe hasta la fecha: un escenario muy funcional que promueve la distancia respetuosa entre artista y público. Ahí, en 2013, Cohen dio un concierto y cantó “Take this waltz”. En la correspondiente entrada de youtube el viejo poeta no puede esconder una leve irritación por los “ay, ay ay” horribles y desentonados de sus escuchas ni por un demasiado audible “I love you, Leonard!” de una admiradora. Así termina el cuento de hadas titulado Cultura alternativa vienesa, o la libera­ ción del arte y del ser en la antigua ciudad imperial. Aunque quizá ya había terminado en 1988, cuando Cohen publicó su vals en el disco I’m your man. “There’s a concert hall in Vienna”, dice la estrofa que más se indepen­ diza de los versos de García Lorca. Es improbable que Cohen se refiera a la Arena; mucho más plausible es que se dirija al tú amado de la canción, cuya boca en esa sala “had a thousand reviews”. A veces la poesía no es simbólica. Sin embargo, los dos versos que siguen sí podrían relacionarse con la belle­ za anárquica de 1976; al mismo tiempo son la imagen más exacta y triste de Viena que yo conozca: “There’s a bar where the boys have stopped talking / They’ve been sentenced to death by the blues.” Los versos correspondientes del “Pequeño vals vienés” todavía incluían el sonido: “Hay una muerte para piano / que pinta de azul a los muchachos.” En el bar de Cohen no hay so­ nido, sólo tristeza. En Viena un lugar de bullicio se convierte en una tumba para los que aún no mueren pero no se atreven a vivir. Me acuerdo de dos o tres bares que solía frecuentar si el Theo, mi café predilecto de estudiante siempre en quiebra, estaba cerrado o simplemente su parecido a un hogar se había vuelto excesivo. En efecto eran, son, bares silenciosos a pesar de la música a todo volumen, a pesar de las charlas y dis­ cusiones borrachas. Algunos clientes, por supuesto yo entre ellos, concen­ traban el silencio en el bar, formaban cápsulas herméticas que no permitían que penetrara la comunicación ni el ruido. Ni siquiera leía; sólo tomaba mis cervezas y miraba. Sólo mirar, sin objetivo. Esperanzas de encontrar una mujer no había, tampoco amigos. Practicaba un voyerismo extraño: si había 131

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un objeto de observación, ese objeto era yo mismo, mi paulatina inmersión en el alcohol. Ahí estaban el espectáculo, las risas, las novias y amigos po­ tenciales, pero no. ¿Para qué? Meros accesorios que embellecían el silencio y la soledad. Una sentencia de muerte, no cabe duda, pero una muerte bella, la que se celebra en Viena y Viena celebra. En su novela Don Juan de la Mancha (2007), Robert Menasse describe un intento de rebelión ocurrido en la Universidad de Viena en la década de los setenta, poco antes o poco después de la toma de la Arena. Tres estudiantes se rebelan contra el despotismo de un profesor mediocre; empiezan a reunirse en el cuarto separado de un restaurante; se manifiestan con carteles que ex­ hiben la arbitrariedad del académico; ganan seguidores, amigos y enemigos. Las reuniones en el restaurante se perciben como encuentros clandestinos de una célula anarquista. Luego la cotidianidad se impone, importa más la felicidad individual que el ideal colectivo. El grupo se disuelve a raíz de la deserción de una muchacha, parte del trío fundador y cortejada por sus dos compañe­ ros masculinos. El objeto del deseo íntimo desaparece, el deseo público se vuelve obsoleto. En la última reunión del grupo hay de nuevo tres asistentes, pero, según advierten tan cínicos como melancólicos los dos fundadores, el tercero es la masa, y la masa no se rebela, sólo vota y legitima el statu quo. La escena es tragicómica: Los tres estábamos sentados y nos mirábamos. Luego dijo Franz: “Solicito, con­ forme a los estatutos, la autodisolución de nuestra célula.” El estudiante que nos acompañaba levantó la mano y dijo: “A favor.” Yo me quedé atónito; Franz decía: “Solicitud aceptada por mayoría de votos.” (…) Esta historia había comenzado con una broma. Si sólo viene uno, entonces este uno es la masa. Y terminó con que sólo había llegado uno, que proporcionó, él solo, la mayoría de votos. Cada uno es una masa.

Importa el potencial cuasi visionario de la escena. El grupo ya había sido dispersado por la policía sin mucha violencia. Pero aún requiere de su disolución oficial, del voto democrático que legitime el fin de su existencia. La masa y el uno deciden simultáneamente que no les interesa que alguien se ocupe de sus intereses. La masa y el uno no son fraccionables: son esta poderosa unidad que aniquila los ideales cuando ya no tienen objeto de deseo íntimo que justifique los sacrificios hechos en su nombre. En ese momento 132

viena horrible y grandiosa

las ligas entre el grupo se cortan y cada miembro ocupa una mesa separada de los demás. La separación, sin embargo, sigue siendo resultado de una unión que no se olvida. El narrador, Franz, y el estudiante anónimo ocupan sus mesas respectivas, pero algo –el ideal traicionado, un objetivo inalcanzable, el deseo perdido– solidifica el espacio entre las mesas, espesa el silencio y forma la tumba de los vivos que aún no mueren porque piensan que quizá, que mañana, que algún día. Me imagino que los ocupantes de la Arena, luego de la no muy violenta intromisión policial, se refugiaron en uno de esos bares, quizás acompaña­ dos por un Leonard Cohen en busca de metáforas grises. Me imagino que decidieron poner el punto final a su rebelión. Quizá firmaron un documento, quizá votaron; democráticamente se optó por la aniquilación de algunos me­ ses de una democracia real y literal. Me imagino que luego cada uno tomó su copa para retirarse a las mesas que ya esperaban a esos muchachos “sen­ tenced to death by the blues”, condenados a muerte por una ciudad capaz de celebrar incluso su propio ocaso, de perpetuar el ocaso en medio de escenas tan bellas como horripilantes y –ciudad única en su género– de disfrazarlo con una máscara democrática y republicana que fusiona al uno con la masa, la masa con el uno. Quienes se dan cuenta, aunque sea en lo más profundo de sus conciencias, callan. Sólo pueden callar en medio del bullicio de ese bar “where the boys have stopped talking”. Viena es una ciudad que permite la rebelión, incluso la exige, porque le encanta castigarla. No con penas físicas ni con multas. Con un muro impene­ trable que separa a los rebeldes de su propio valor cívico y de sus proyectos de felicidad individual. Viena destruyó lo que había creado. En Viena la des­ trucción es un principio creativo. De ella resulta una desesperación que, en el mejor de los casos, se traduce en arte y literatura de una belleza y una inteli­ gencia voraz innegables. En el peor, termina en un suicidio que es liberación y protesta a la vez. La mayoría de las veces produce existencias burguesas aparentemente mediocres y grises, marcadas por el alcohol, pero potencial­ mente abiertas a grandes sorpresas. A ser Karl Kraus o Adolf Hitler.

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Tres poemas P edro

de

A rmas

komi

no sé si aprecias (como yo) las virtudes del pueblo Komi nunca estuve en Komi no hay que haber estado en Komi para apreciarlo no es broma ese pueblo sin Estado ni son conjuros esos chamanes demasiado abstractos 134

ahora que te fuiste a Komi temo que no vuelvas tú (tan en blanco) como yo

das kapital

Sanguineti, pescado chico, el 18 del Gruppo 63 (según la foto) el que escribía como conversaba poniéndolo todo entre paréntesis (familia, historia, el puntilloso mundillo intelectual, el nervio mismo de la poesía –nada, si se mira, en comparación con la punta del cigarrillo) mordió el anzuelo y murió alla fine boqueando –me cuentan– el pasado 18 en Ospedale di Villa Scassi di Sampierdaren “¿no ven qué es un aneurisma?” –sin cabal asistencia (inexistido) este sí grande de la Utopía pescado al sol 135

relación de objetos

un sacarímetro de Mitcherlisch una máquina de vapor de alta presión una ídem de ídem de baja un frasco de muchas aberturas para presiones laterales un manómetro de aire libre otro de aire comprimido un aparato de Haldat un Ludion un densímetro de Gay Lussac para líquidos más pesados que el agua uno ídem para más ligeros un frasco de Mariotte de derrame constante una fuente de Heron una bomba aspirante una impelente un endosómetro de Dutrochet: un termómetro de Breguet un pirómetro de Wesdgood uno ídem de arco de círculo dos grandes espejos parabólicos 136

para reflexión de la luz una cuba de cuatro caras diferentes un sifón de Porta uno de Dulong otro de Ingenhouz otro de Melloni una botella de Leiden un martillo de agua un molinete doble una lluvia de Mercurio tres espejos de vidrio estañados (planos cóncavos y convexos) un canalillo para caída libre de los cuerpos dos hemisferios de Maldelburgo un anotóscopo de Plateau (de dilatación absoluta) ilustres restos cornetas mil funciones

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Tramos de mar baldíos G abriel R odríguez L iceaga 1

Me costó trabajo comprender que estoy preso en la barriga teatral de una balle­ na. Conseguí resignarme luego de superar una fase de intermitentes sueños que duraban apenas si un pestañeo. Siempre acompañados de los delirantes achaques que en mi cuerpo herido y masticado latían como individuales co­ razones, transformándome en algo muy parecido a los círculos indecisos que uno dibuja cuando el bolígrafo se está quedando sin tinta. 2

Adolorido, cansado y crudo; me pongo de pie. Imito a los bebés cuando mue­ ven sus extremidades tratando de deshacerse de ellas sin entender que for­ man parte de su cuerpo. Así me voy desentumiendo. Ansioso, trueno uno tras otro los dedos de mis manos. No sé si lo hago para cerciorarme que siguen siendo diez o si lo hago para verificar que aún sé contar. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Reactivo mis dos puños, mis rodillas y el cuello, brinco hasta sentirme anormalmente vivo. Sonrío pero duele. Capaz morí. Mi chaquetón está intac­ to, debajo de él tengo el cuerpo entero disfrazado con jirones, cicatrices y un líquido grasiento y magro que apesta. Busco en los bolsillos una de las tizas blancas que siempre cargo conmigo. Encuentro una diminuta morona. La aprehendo entre dos dedos y casi raspándome la carne escribo la siguiente frase en una de las paredes estomacales de mi cárcel: puedes orar o masturbarte…

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tramos de mar baldío

Permanezco atento a la cita deseando que repentinamente dejé de tener sentido. Las letras me observan mal trazadas, como soldados sin cier­ tos miembros. puedes orar o masturbarte…

La extraje de un poema que todavía ayer me sabía de memoria. ¿Ayer? En esta hosquedad inestable y violenta habito una noche sin final. Por lo tan­ to aunque digo “ayer”, más bien estoy diciendo “rayos de sol” o “las caderas de mis alumnas”. O incluso: “una rica sopa”, “el naipe más débil”, “los balazos en una película”, “el sonido de una licuadora”. Releo escandiendo: puedes orar o masturbarte…

No consigo recordar el resto del verso. Este poema un día lo escribió un cubano y otro día lo leí yo. Ambas líneas de tiempo se unen en mi graffiti. Lo memoricé sin darme cuenta y sin embargo en este instante el resto del texto se me presenta como una nariz sin rostro o una desconocida abierta de piernas, acaso una invitación. El poema es sobre un infeliz atrapado en el vientre de la ballena. ¿La ballena? En mi cabeza se forma la figura retozona y abotaga­ da del inmenso animal flotando sin prisa entre tramos de mar baldíos; huyen­ do de casa. Todo mi cuerpo siente sus ronquidos. También siento en mí las estrías del agua reflejándose en su monumental cuerpo. La ballena chapotea soñando que un día, sin previo aviso, se aleja volando. puedes orar o masturbarte…

Puedo orar o masturbarme. En cambio leo y releo aquella frase, deteniéndome en cada una de sus letras. Todo se mantiene en aparente orden hasta que mis ojos visitan la letra “a”. Me doy cuenta de que ya no la reconozco. Es como si la hubiera escrito otra persona. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Estoy dormido o muerto o qué? Iré perdiendo cada una de mis letras hasta que se transformen en la caligrafía de un neandertal. Gruño molesto, no ubico en qué parte de mi cuerpo se halla la extraña comezón que me mantiene paralizado. La letra “a” me sonríe pre­ ñada. Trato desesperadamente de evocar el resto del poema golpeándome la cabeza. Con la poca fuerza que aún poseo guardo el gis en mi bolsillo, como si se tratara del último jonrón del mundo.

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gabriel rodríguez liceaga

3

No estoy solo. Somos tres desamparados con nuestros respectivos dioses y chorros seminales. Desconozco el nombre real de mis compañeros de ba­ llena pero mentalmente les llamo Benito y Porfirio. Básicamente porque se la viven peleando. O mejor dicho: compitiendo. Rivalizan como probables mascotas en una jaula. Con enajenación estudiosa, observo mi epígrafe cuando Benito se aparece para darme la bienvenida e indagar coincidencias. Resulta que ni estudia­ mos en la misma escuela, ni nos gusta el mismo color, ni hemos leído libro alguno en común. De hecho, él no sabe leer. Benito es feo como escupir en misa, flaco como novelita breve. Parece uno de esos cartones políticos a los que a manera de explicación les escriben la palabra “pueblo” en la camisa. Dos ojeras uniformes le escurren por todo el rostro de joven e indígena cala­ ca. Su nariz hinchada es roja y está llena de puntos negros; parece una fresa recién nacida. Al hablar muestra excesivamente los dientes, su sonrisa me recuerda a un instrumento musical estropeado. Es un pellejo parlante. –¿No conoces a Fulanito de Tal? –me pregunta mientras se mordisquea las uñas elocuentemente. Poquito a poco se va acercando hasta donde me acurruco. –Perdón pero no –le respondo tratando de vestirme con sombras. Mi des­ nudez me hace sentir bíblicamente apenado. Además tengo el pene erecto. –¿Quieres ropa? –me interroga entre bostezos–. Díctame tus tallas y lo arreglamos. –De cintura soy 36. –Uh. Te gano. Yo soy 26 y mi amigo es 23. Él nos gana a los dos. Pero no te preocupes, aquí la dieta es obligatoria. En dos semanas bajas de peso. –¿Semanas? –murmuro mientras pienso en las caderas de mis alumnas, en el sonido de unos tacones aproximándose, en los edificios de mil espejos devolviendo el incendio del atardecer. Los ojos de Benito se balancean indagándome. Noto que espía mi en­ trepierna. La inspección es mutua: me alelo observando los inquietos more­ tones que habitan su piel, como aceite nadando en agua. –¿Y eso? –me pregunta señalando hacia la pared. 140

tramos de mar baldío

puedes orar o masturbarte…

–Es de un poema… –exclamo. –Aunque no me acuerdo cómo empieza. No me acuerdo cómo sigue. No recuerdo cómo termina. –Uy, tenemos un filósofo. –Soy maestro de cine. –Eras. –Me responde. Luego finge una maleducada huida pero a los cuan­ tos pasos regresa entusiasmado, casi gritando me comenta–. Yo sí sé qué poe­ ma es ése. Empieza así: “podría escribir los versos más tristes esta noche…” Luego permanece frente a mí, esperando una aprobación o un abrazo. Me quedo dormido involuntariamente. Cuando despierto ya traigo puesto otro atuendo. 4

Déjà vu. Cuando despierto ya traigo puesto otro atuendo. Un pantalón café, una camiseta a cuadros y una aparatosa chamarra color verde gargajo de los Charlotte Hornets. –¿Dónde está mi chaquetón? –Digo en voz baja. Quiero gritar pero no se me ocurre qué. Mi cuerpo no ha sanado aún, me duele como si me hubieran pateado toda la noche. Pienso en mi ballena hogar. Soy su tentempié. Noto la presen­ cia de un aro de luz vibrando en el piso. El aro dota de vida a lo que tienta. Aquel inestable redondel colorea las cosas inquietándolas, libándolas hasta ponerles la piel de gallina. Me aproximo al cañón de luz y lo beso sintiendo toda su ternura en mi barbilla. Partículas y pelusitas flotan a lo ancho de la candileja. Vuelvo el rostro hacia arriba. Mi habitación se ubica exactamente en la espalda de la ballena.

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Lo que observo a través del agujero: nubes añorando mejores formas, nubes modificándose a una lentitud desesperante, nubes maduras y experi­ mentadas sugiriendo cuerpos y garabatos. 5

Porfirio es altísmo pero de pies pequeños. Uno de esos fulanos excepcionales a los que, a pesar de que nunca habías conocido, juras que ya viste teniendo sexo. Su ennegrecida cara parece una foco fundido. Delgado como un cactus, calvo como bebé, ojón. Siempre trae un mondadientes en la boca. Sabrá dios de dónde los saca. Nuestra relación empieza bastante mal: –¿Quién tomó mi chamarra? –le pregunto a gritos. Me urge recuperar mis restos de gis. Necesito algo con qué anotar el resto del poema (si es que por casualidad recuerdo cómo prosigue)–. ¿Mi chamarra? –grito de nuevo. Él se mantiene estoico y de pie mientras con el palillo se escarba entre las muelas. Detrás suyo inicia un hosco túnel. Estamos en la garganta de la ballena. Porfirio se me queda viendo sin pestañear mientras se pone de pun­ titas y con una de sus manos acaricia la campana del cachalote. –Bienvenido –me dice aún sin parpadear. Su voz es tétricamente noble y agria, eficaz; muy parecida a la de un comercial de televisión. –¿Dónde chingados está la chamarra que traía puesta? –le digo. –Mira, mano… –me indica sin inquietarse–, aquí el que manda soy yo. Soy el más vergudo, el más chiludo y el que la tiene más grande. Si quieres comida: hay. Si quieres competir con nosotros: hay. Pero tu chaqueta ya se la tragó este culero. Dice “este culero” mientras pellizca dulcemente la babosa sonaja de la ballena que cuelga del techo. Me observa diplomáticamente. No pestañea. No pestañea. No pestañea. Yo sí pestañeo. Segundos después él también pestañea. –Necesito lo que estaba en uno de los bolsillos. Se trata de algo muy importante –le comento tropezándome con mis propias palabras. –¡Ña, ña, ña! –me arremeda–. ¿Algo muy importante? ¿Tu dinero? Aquí 142

tramos de mar baldío

somos como los incas, a nadie le da hambre. ¿Tu identificación? Aquí todos nos llamamos igual. ¿La foto de tu mujer e hijos? Yo personalmente esculqué bien tu chamarra y ni un teléfono traías. Vaya… ni cigarros. Siéntate, ponte de buenas y relájate. Si quieres te corto el cabello… buena falta te hace. Además ya mero cenamos y hoy hay pescado. En ese momento no sabía yo que aquí adentro siempre se come pesca­ do. Diariamente tragamos lo mismo que la ballena. Es decir: pescado. Porfirio me abraza de lado. Es altísimo. –Cuéntanos acerca de tus mujeres, ándale –me palmea la espalda. En ese mismo instante aparece Benito. Trae mi chaqueta puesta. Cami­ na hablando solo y se recuesta a unos pasos de mí. Una vez que se acomoda realiza series de abdominales. –Cuéntanos de tus mujeres –reitera Porfirio y escupe un palillo. Mete la mano en el bolso de su camisa y saca uno nuevo. –Cuéntanos de tus mujeres –estornuda Benito, al mismo tiempo que se acaricia los tanates mientras sube y baja ejercitándose. –Una vez me acosté con una mujer que bebió mucho –digo–, mientras subía y bajaba conmigo adentro se podía escuchar el líquido atrapado en su panza. –¿Estaba chingona? –me increpa Porfirio. Sus ojos chispean. –Era horrible –agrego. Sí era fea. Pero no la más fea. No sé por qué en ese momento pensé en mis letras “a” pergeñadas en la pared. Ridiculizándome como un hijo que repudia a su progenitor. Apenas regrese a mi pieza las borraré con saliva. A las tres. Y voy a reescribirlas cuantas veces sea necesario hasta que de nuevo las sienta de mi propiedad. puedes orar o masturbarte…

–Ja. Te ganamos –agrega Benito socarronamente y detiene su ejerci­ cio–. Yo una vez me chingué a una que estaba buenísima y aquí mi compadre se cogió a una rubia natural. –Si ése es el caso, yo incluso me case con una rubia –digo. Es mentira. Jamás me he casado. Comprendo que aquella dupla me ofrece la oportunidad única de reinventarme. Sonrío y los dos huérfanos se dedican un curioso desahogo de miradas que me excluye. 143

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–Es bien padre cuando la mujer toma el pene y ella misma se lo intro­ duce –digo con excesiva seriedad. –¿Lubricaban mucho tus mujeres? –pregunta Benito. Ahora hace la­ gartijas. –Unas sí. Otras no tanto. Siempre existe la posibilidad de emplear ja­ leas especializadas. –Las mías siempre se mojaron ríos enteros –dice Porfirio. –Las mías: lagos –grita Benito desde el suelo. –Mares –gruñe Porfirio. –Océanos… –Patrias… –Continentes… –Ejércitos –comento tajante. Aquel par se me queda viendo feo. Creo entender la dinámica de tan reducida corte. 6

Compiten por todo. Cualquier tarugada es motivo de la más necia disputa. Por ejemplo, si yo digo: –Miren esa nube: tiene forma de navío pirata.

–Mentira. Tiene forma de caballo –me interrumpe Benito. –De pistola –lo interrumpe Porfirio. –Caballo. –Se trata de un arma de fuego pituda y “San Se acabó”… ¿Me oyen? –insiste Porfirio, escarbándose los dientes. –Es un potro –insiste Benito. 144

tramos de mar baldío

Porfirio se pone de pie, trae en la mano un garrote improvisado. Se lanza contra Benito blandiendo desaforadamente su bat. El otro lo esquiva dando un paso hacia atrás. Luego taclea a su camarada y, los dos en el piso, comienzan a soltarse puñetazos mientras gritan escupiendo entre saliva sus dos posturas: caballo y pistola. Alzo la mirada y noto que la nube ya ha cambiado. Ahora parece un gato recién bañado. Prácticamente escucho al gato maullando. “El ronroneo de un gato que viene a verme”, “las caderas de mis alumnas”, “una llamada equivocada”, “un relojero de pie afuera de su negocio…” –Ya olvídenlo –les grito señalando el hueco en el techo. Me ignoran. Su espectáculo me inquieta. Jamás he golpeado a otro ser humano. Porfirio abraza por la espalda a Benito y comienza a restregarle los nudillos en el coco con insistente fuerza, como si quisiera encender una fogata con sus cabellos. –¡Castigo chispa! –le dice al oído. Benito le muerde el brazo engrapándole la marca de sus dientes. El otro no reacciona. Las venas de sus ojos aparecen como un trueno, el sonido de su estallido viene demorado. Cuento ocho segundos. Entonces sí estalla un grito de guerra en la garganta de los dos conten­ dientes. Pero el grito deviene en carcajadas. Benito y Porfirio se ayudan a po­ nerse de pie. Respirando trabajosamente, se palmean las piernas y el trasero para quitarse la cochinada en sus ropas. Porfirio pasea su lengua por dentro de sus cachetes, saca un palillo secretamente colocado a un lado de su encía y lo usa para rascarse el espacio entre las muelas de hasta atrás mientras me ofrece una sonrisa desafinada. Se alejan, cada uno por su lado, y silbando una tonada diferente. La nube ha cambiado de forma otra vez. Así de lentos avanzan mis días en esta panza de ballena. El dolor en mi cuerpo ahora es una extraña comezón. Me urge un baño. La ballena prosigue su huida, la he escuchado reír enajenadamente. Pienso en ella y la nombro unas veces Rinaldo Rinaldini y otras Timor Tom. 7

Necesito recuperar mi chaquetón antes de olvidar para siempre el resto del 145

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poema. Paso enormes lapsos de tiempo atendiendo el graffiti. Me he sorpren­ dido golpeándome la frente, abofeteándome para estimular mi memoria. Me trueno los dedos de las manos uno por uno y cuento once. ¿Once dedos? Qué estupidez. puedes orar o masturbarte…

¿Cómo va ese poema? ¿Cómo empieza? ¿Cómo termina? La primera vez que lo leí fue en voz alta y de noche. Necesito recuperar mi chaquetón. O más bien los gises en los bolsos. –Devuélveme mi chaquetón, Benito. Por favor. –Si quieres, puedes ganármelo en una competencia de estornudos –res­ ponde mientras prepara el almuerzo. Pescado previamente rumiado. Charlar con Benito es imposible. Me da la impresión de que se encuen­ tra sometido a una involuntaria desintoxicación. –¿Concurso de estornudos? –Si estornudas más que yo el chamarrón es tuyo. Te advierto que mi récord son once estornudos. Mi cuerpo entero se transforma en un montonal de puntos agrupándo­ se en la boca del estómago. Me vuelvo una agrura. Estoy olvidando cosas. ¿Once estornudos? ¿Once? –¿Cuándo realizamos el certamen? ¿Ahorita? –Ja. Estás loco. Obviamente no. Cuando estés por estornudar ven co­ rriendo a verme. 8

Porfirio suele desaparecer por periodos largos de tiempo, vuelve cubierto de sustancias con olores novedosos. Me gusta creer que está buscando una salida o, por lo menos, haciendo un mapa. Ninguno de ellos dos habla mucho sobre lo que, acaso, sucede en el exterior, allá en nuestro país. No les preocupa en lo más mínimo. A menos que sirva para disputar un inútil título de “el más cabrón aquí adentro”. Al parecer, la chamarra de basquetbol que traigo puesta es de un equipo bastante malo y noventero. Los Charlotte Hornets. Ya mencioné que es color verde gargajo. En la espalda trae cosida una avispa enca­ bronada. 146

tramos de mar baldío

–En este instante a tu equipo deben de estar metiéndole una humilla­ ción histórica –dice Benito. El otro ríe bajito. –Ni siquiera sé qué equipo es éste. A mí lo que me gusta es el beisbol –respondo. –No seas joto, mano… ¿cómo el beis? –agrega Porfirio–. Tu equipo de básquet es malo y de putos. Te chingas. El mío va en primer lugar. –El mío en segundo, pero juega mañana –dice Benito, libando un esque­ leto de pescado. Nunca supe si se conocían con antelación. En ocasiones parece que na­ cieron aquí adentro. Crecieron aquí adentro. Ahí donde están sentados su­ peraron la infancia. Enclaustrados aquí dentro se desarrollaron como plantas o edificios. –Si no te gusta tu chamarra de básquet no hay problema. Al rato nos llegan otras –dice Porfirio con su voz de comercial de tele. –¿Qué día se pone la fayuca o cómo? –digo. –Tú aguanta. Seguimos comiendo. Estalla el interior de la ballena. A veces pareciera que los sonidos aquí adentro tienen vida. Ruidos sudados todo el tiempo. Be­ nito mete la mano en uno de los bolsillos de mi chaquetón y saca una diminuta piedra de tiza blanca. Se la lleva a la boca friccionándola contra sus dientes. –¿Y tú por qué estás aquí? –le pregunta Porfirio a Benito con toda serie­ dad. Insólitamente adoptamos una atmósfera de intimismo cinematográfico. –Maté a tres… –responde Benito, atento al suelo. Es la primera vez que noto quietud en los viajes que realiza con la mirada–. ¿Tú qué hiciste? –Secuestro –dice Porfirio–. Se nos murió un niño de diez años. ¿Y usted, tierno? –me pregunta. Las miradas de aquel par me atraviesan como el frío. No sé qué responder. Al menos me doy cuenta de que aún soy capaz de sentir miedo. ¿Quiénes son estos dos desconocidos? Sus miradas de pistola están por fulminarme. Se botan de la risa. –Ja, ja ja, ni que esto fuera una cárcel, mano –dice Porfirio mientras se acaricia la panza con ambas manos. –Caíste redondito. 147

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–Te la comiste toda, mano. Prosiguen burlándose de mí el resto de la escena. Sus carcajadas, al ini­ cio, acontecen parejas pero acaban en clara competencia inconsciente. De­ cido integrarme. Subiendo el volumen de las risotadas, acabamos los tres emulando auténticos berridos de bestia herida. 9

En el agujero del techo se asoman dos que tres nubes sin forma alguna. Por­ firio entra emocionado a mi pieza. A nuestras habitaciones las separan ondas natas de oscuridad. Lee mi frase. puedes orar o masturbarte…

–¿Estás rezando, verdad? –No. No. Es sólo un poema. –En todo caso, desamodórrate. Ya es hora. No pregunto “¿hora de qué?” para no hacerme falsas expectativas. –Anoche comió –dice Porfirio. Benito se une a la comitiva y juntos caminamos en silencio sobre la len­ gua y más allá del túnel que principia detrás de la campana. Avanzamos toma­ dos de la mano; yo al centro, parecemos el Baile Macabro del Séptimo Sello. puedes orar o masturbarte…

–Nadie te verá –digo en voz baja–. Puedes orar o masturbarte, nadie te verá… –Guarda silencio, me ordena Porfirio. Enfrente de nosotros se despliega un inmenso amasado de humanos dige­ ridos. La fosa común es la panza del cachalote. Piernas, pescado, brazos, ca­ bezas destrozadas, vísceras, restos de un barquito de madera, cuerpos sin sen­ 148

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tido, sangre, saliva y un silencio espectral. Del techo gotea un líquido espeso. –Pinche tragón –dice Benito. Caminamos pisoteando la masacre. –Búscate otra chamarra, dudo que haya una de beis pero seguro algo debe agradarte, apúrate o te la ganan. Yo voy a revisar por si alguien sigue vivo. Nos hace falta otro para el dominó –me indica Porfirio y me suelta la mano. Ojos, tinta, algas, mierda, torsos partidos en dos, cabelleras empapadas, un tanque de gas, genitales al descubierto, lienzos, olores y moscas… intro­ duzco mis manos en el desagradable tapete esperanzado de hallar un bolígrafo. –Aquí te desenterramos a ti –me dice Benito–. Parecías un feto. 10

Me despierto completamente vomitado, batido y con dolor de garganta. El agujero de la ballena proyecta una tibia lucecita que me encandila y entre las manchas noto que alguien borró mi fragmento del poema. Me levanto de golpe, a tropezones llego hasta donde Benito y Porfirio. Los dos están sen­ tados alrededor de una mesa. Reconozco mis gises hechos polvo y formados como largas hileras sobre la madera. –Imbéciles, sólo es tiza –les grito. Benito tiene los pantalones abajo y se está masturbando. Porfirio se levanta como impulsado por resortes, completamente desnudo, supera una erección. –Por fin… –dice Porfirio y coloca su cuerpo en postura de pelea. Sonríe alegre. Leo una frase escrita en la pared. puedes rezar o jalártela…

Me lanzo contra Porfirio, pero me recibe con un hábil puñetazo. Caigo en seco al suelo. –¿Creíste que tu dios te iba a sacar de aquí, verdad? –me grita Porfirio, al mismo tiempo que me arrastra por el pegajoso suelo–. Creíste que tu dios es mejor que el nuestro. En la esquina Benito continúa masturbándose, con fruición sube y baja su mano. 149

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–Te apuesto a que duro más tiempo que tú jalándomela, pinche poeta –dice. Porfirio toma un trozo de madera mohosa y lo rompe contra mi cuello. Trato de arrastrarme hasta mi habitación. Pienso en el agujero de la ballena. Pienso en las caderas de mis alumnas, pienso en la oficina de mi contador, pienso en los semáforos que no sirven. –O si quieres podemos concursar para ver quién llega más lejos el chis­ guete de mecos. En eso soy campeón –dice Benito. Su voz se aleja disolvién­ dose entre estrellitas y cometas girando alrededor de mi cabeza. Huyendo de sus carcajadas, regreso a mi habitación. Me coloco contra una de las paredes. Procuro cierta comodidad y, dispuesto a instalarme para siempre, planto mis raíces. Como una planta o un edificio, perderé la vida aquí encerrado, envejeciendo, estornudando más de once veces, olvidando la entereza del alfabeto y mi nombre de pila. Ya sin poesía tal vez logre dor­ mir voluntariamente. 11

Sano sin prisas. Benito se aparece dos veces por día. Una para alimentarme y otra para competir por cualquier idiotez, a veces le gano y se va pateando el aire a ras del suelo. Cuando él gana, pretende humillarme amenazándome con los puños o zapeándome la nuca. Últimamente ni siquiera le dirijo la pa­ labra. No abro la boca para nada. Trueno uno tras uno los dedos de mi mano para ver si continúo vivo. A veces cuento siete dedos y en una ocasión conté hasta treinta y tres dedos. Desconozco si es porque he olvidado los números o porque mis manos ya no son mías. O tal vez mis manos son este vientre de la ballena. He sincronizado mi respiración con la del monstruo submarino. Mi alma y la suya a veces se emparejan latiendo al unísono, nadando sin registro. Siento algún tipo de paz en esta prisión. Siento que en mi panza también puede incubarse algún tipo de vida consciente. Chorrocientas mil nubes después he conseguido sanar. Estoy empezan­ do de cero. He aprendido de nuevo a caminar y me he empeñado en olvidar cada una de las cosas que sé. Ejercité mis músculos, mis movimientos. No me he tocado la verga más que para orinar. Ando sin hacer ruido, avanzo casi flotando o usando las sombras. Eso lo aprendí de Porfirio, a quien planeo 150

tramos de mar baldío

romperle la cara. Ya no necesito las caderas de mis alumnas, ni una llamada telefónica, ni una bufanda que combine con mi calzado. Me alimento de ren­ cor, series de ejercicios e ilusiones para las que no hay palabras. Me gustaría ni siquiera pensar, administrar mi tiempo en blanco. Justo cuando creo conseguirlo me sorprendo dibujando letras “a” en el aire. Amo el agujero de mi ballena. Un día ocurrió lo siguiente:

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Hoy voy a arrojarme sobre Porfirio hasta dejarlo inactivo para siempre. Duer­ me sin notar mi presencia. Le acaricio el pulgar de su pie como si fuera un abultado pezón. Abre los ojos. –¿Y ese milagro? –dice mientras se restriega los ojos–. Qué bueno que te apareces. Anoche merendó. Te urge ropa nueva. Benito se une al grupo. Caminamos por la hosquedad tomaditos de la mano hasta llegar al estómago del pez. Una vez ahí comenzaré mi contraata­ que. Arrodillaré a Porfirio obligándolo a tragarse la cochinada, lo abandona­ ré macilento entre los escombros de una tripulación devorada. –Busquemos zapatos nuevos para los tres –dice Porfirio–. Recuérden­ me sus números. –No los necesito –respondo. Porfirio me calla. Llegamos al tiradero. Justo cuando estoy por armar la bronca, Benito se tropieza con las tripas de un marinero y cómicamente se va de boca sobre una pirámide de cuerpos. –Ay –se queja una vocecita. De inmediato acudimos a esa zona. De entre los cadáveres sale una mano pálida, sin anillo y con uñitas pintadas retorciéndose como araña aplastada. La sacamos entre los tres. Es una mujer rubia, pecosa y sana. Nos saluda tosiendo, cándidamente aterrada, empapada en saliva. Nuestras miradas se unen en su escote. Por­ firio se para derechito. Benito lo imita. Yo busco de reojo una corbata entre la ropa de los muertos. Ya valió madres.

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La pura luz D iego B entivegna

Mi amor es el agua, mi amor es el río. Mi amor es mi locura; ella mueve mi sol, mis altre stelle.

*

Volví, volví del humo, volví de la piedra, volví de la montaña. Volví, de la mañana, volví entre pájaros. Volví de la aurora. Volví de la madera. Volví, volví del aire. 153

*

Soy lo que ves: un hueso, un cuerpo de ocho años que llora por las noches como en los versos de Dalton, soy solamente alguien –un tallo, una paloma– que tiene la cabeza llena de electrodos.

*

Soy una eslava, soy la loca croata, la elevada de amor: yo soy la esclava, la loca de la muerte, Una loca croata que bailo con mis muertos.

154

*

Me tiran piedras si vago por las calles de Munro, de Adelina, de Florida; construyo mi refugio entre las ramas. Hablo una lengua rara.

*

Tengo ocho años; Camino por el campo; estoy entre las sierras, estoy entre los árboles. Camino con mi hermana por la loma. En la ciudad se ahoga, se fatiga. Quiere el campo. Siento cómo respira, el modo en que resuena el pasaje del aire por sus bronquios: el lugar de la voz, sin la palabra, es un canto posible.

155

*

Alguna cosa queda de la lengua del otro, un sustrato blando detrás del paladar. un grano entre los labios. Una capa de tierra, una rama, un retoño que se injerta. un tallo que germina en la voz.

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La vigilia de la aldea

La obscenidad como método F ernando M ontenegro Pedro Juan Gutiérrez, Fabián y el caos, Anagrama, España, 2015, 235 p.

El caos es más antiguo que el orden. De eso no hay ninguna duda. En la Biblia, Dios armoniza la catástrofe: esculpe for­ mas armónicas y milagrosas manipulan­ do el barro indomable del universo. Pero antes de que eso sucediera, se imponía el caos, el Big Bang, tal como lo cono­ cemos ahora: una explosión inconmen­ surable que lo comenzó todo. En estos tiempos apocalípticos no sorprenderá que exista una especial fascinación también por las catástrofes, por imaginar cómo será el fin de los tiempos. Un asteroide, una invasión extraterrestre, una epide­ mia (la gripe aviar), una bomba nuclear, un huracán. No importa. Tan fascinados estamos por la idea de que algo irrumpa nuestra paz y nos borre de una pincelada, que solemos olvidar que los cataclismos son siempre, también, el comienzo de algo. Esto parece recordarnos Fabián y el caos, la última novela del escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez. En noviembre de 1972, el huracán Lau­

ra acariciaba estrepitosamente las cos­ tas de Cuba dejando tras de sí un pano­ rama de desolación. En este contexto se desarrolla buena parte de la obra, aun­ que sería insuficiente afirmar que aquel temporal funciona únicamente como te­ lón de fondo. Este huracán, como tantos otros que flagelan a menudo los pobla­ dos caribeños, descubre no solamente las cada vez más frágiles y añejas edi­ ficaciones de la isla, sino el estado de lenta, aunque penetrante, putrefacción de su sociedad. Este declive social, sin embargo, no ha sido consecuencia ex­ clusiva de los adversos temporales sino de otro fenómeno eminentemente tropical: la Revolución Cubana. De allí que los dos puntos neurálgicos de la novela es­ tén localizados, por un lado, en 1972, un momento en que la escasez de alimen­ tos y la privación de ciertas libertades ciudadanas (y de consolidación de la Revolución) se imponían en la isla y, por otro, en el intervalo entre 1959 y 1962, 157

los periodos de mayor rispidez política e incertidumbre generalizada que le haya tocado vivir hasta entonces. En sus anteriores entregas, Gutié­ rrez se había concentrado en la década de los noventa, lo que se conoce como el periodo especial, quizá los años más dramáticos en la historia reciente cuba­ na, consecuencia de la extrema pobreza en que cayó el estado isleño una vez que se desmantelara la Unión Soviética. En aquellas novelas, me refiero a Trilogía sucia de La Habana y Animal tropical, se cuentan las peripecias de Pedro Juan, un sujeto anárquico y hedonista que oscila entre un pícaro callejero, como el Lazarillo, y un devorador sexual em­ pedernido que se concibe a sí mismo como un hijo predilecto de la Revolu­ ción, aunque, claro está, como uno des­ tinado a las cloacas, vale decir, el sitial que la gran mayoría de los cubanos iba ocupando a medida que se profundiza­ ba la crisis económica y social. Aque­ llas novelas parecen funcionar a través de una tensión entre pobreza y sexua­ lidad, las cuales se alimentan una a la otra como el veneno y su cura. Pedro Juan está en el centro de esa ecuación. Esta localización del protagonista ge­ nera, a mi entender, uno de los temas que más ha llamado la atención sobre su obra: la obscenidad. En Fabián y el caos, sin embargo, este rasgo tan característico de su plu­ ma, parece desvanecerse, tal y como lo afirma César Coca, uno de los críticos de su última obra: “Fabián y el caos 158

no está tan dominada por la furia como sus anteriores novelas. Están aquí to­ dos los rasgos literarios que han hecho famoso a Pedro Juan Gutiérrez, de la misma manera que lo están casi todos los elementos ambientales (aunque no aparezca La Habana), pero el tratamiento es más refinado y, el lenguaje, más clási­ co. Aunque los personajes sigan usando esas expresiones tan gráficas que cual­ quiera que haya estado en Cuba reco­ noce en las primeras líneas.” (César Coca, elcorreo.com). Sin duda, llaman la atención algu­ nas variaciones que Gutiérrez ha prac­ ticado en su última novela; pero esto, para quienes han leído algunos de sus ensayos o conferencias, no les debe re­ sultar sorpresivo. El cubano es un autor multifacético que no solamente ha incu­ rrido en diferentes géneros literarios, como la poesía y el cuento, sino que ha expandido su horizonte artístico hacia la pintura, siendo particularmente lla­ mativos sus collages en donde mezcla poesía y pintura. El corte clásico de esta obra, que incluso uno podría leer como novela histórica, representa una carac­ terística fructífera para el análisis no sólo del autor, sino de su relación con el momento político actual de Cuba que, para variar, se roba la atención de todos los titulares internacionales. La novela se divide en cinco partes algo extensas (entre 50 y 70 páginas por sección) que tratan las vidas de Fabián y Pedro Juan respectivamente. Los ca­ pítulos 1, 3 y 5 cuentan la historia de

Fabián desde el año en que sus padres, dos españoles, se casan y deciden irse a vivir a Cuba, más específicamente a Matanzas. Allí sabemos que la pareja, Felipe y Lucía, es sólo un ejemplo de los numerosos casos de españoles que, como consecuencia de la Guerra Civil Española, migraron hacia el hemisferio americano. En realidad, el año concreto de la migración de Felipe y Lucía es algo anterior, 1927, el cual, como sabemos, es un año trascendental en la cultura de la península. Ese viaje, sin embargo, marca la intensidad de los vínculos cul­ turales entre Europa y América durante el siglo xx. Lucía y su hijo, Fabián, son un ejemplo de esa herencia europea. La materialización de este legado se puede observar en un piano que Felipe le com­ pra a su mujer para que lo ocupe en su tiempo libre (en su niñez, Lucía había aprendido a tocarlo de oídas). El piano es, claro está, uno de los objetos más preciados de la cultura europea. Allí se compusieron las más elevadas obras de la música barroca y romántica. La sola presencia del instrumento invoca a Bach, Beethoven y Mozart, los prime­ ros maestros de Fabián. Desde que era niño el protagonista había demostrado poseer interesantes habilidades para el piano, si bien, física­ mente, no parecía ser lo suficientemente apto para domar aquel animal musical, pues no sólo era pequeño de estatura, algo escuálido y poco agraciado de la cara, sino que tenía los dedos cortos, torpes y lentos. Aún así, su determina­

ción lo llevó hasta el conservatorio de música a pesar de los constantes vitu­ perios de su padre, quien avizoraba, en aquella afición por la música, ciertas tendencias homosexuales de su hijo. De hecho, aquel era el caso, Fabián era un homosexual, por decirlo de alguna ma­ nera, orgánico, en constante rebeldía con la figura autoritaria de su padre, un trabajador incansable quien, ante la arre­ metida de la Revolución, pierde todo su dinero y cae víctima de una parálisis cerebral. Antes de la Revolución, la fa­ milia había llegado a hacerse de una vida bastante cómoda en Matanzas, por lo que aquella victoria de la última noche de 1959 marcó un punto de quiebre en esa estructura familiar que, otra vez, repre­ senta la familia nuclear burguesa, tanto como la presencia europea en Cuba. La Revolución no sólo quebrantó la salud de Felipe sino que, eventualmente, coar­ tó la prometedora carrera musical de Fa­ bián a causa de su homosexualidad. Por su parte, los capítulos 2 y 4 revi­ san la vida juvenil de Pedro Juan. Sus primeros años en el colegio y su frené­ tica búsqueda por perder la virginidad. Allí sabemos de sus primeros encuentros sexuales y, de manera bastante breve, de su vida en Matanzas. Vale decir que la adolescencia de Pedro Juan transcurre ya plenamente en una etapa de conso­ lidación de la Revolución (nace, como Fabián, en 1950), es decir, en una época en que existe un fuerte catecismo político, intolerante hacia cualquier comporta­ miento que incomodara a la estructura 159

política de la isla. Resulta interesante observar cómo la sexualidad, tal y como lo observa Foucault, se convierte en un mecanismo que alienta la inserción del individuo en la masa proletaria. Pedro Juan, en una de sus disquisiciones, re­ cuerda que la palabra proletario viene de prole, es decir, de descendencia, de procreación, “de tener hijos’’. De allí se desprende que la gran mayoría de encuentros sexuales que protagoniza el adolescente (o al menos así lo percibe él) están influidos por la retórica y polí­ tica de la Revolución: “–Ay, papi, aho­ ra sí, préñame, préñame, papi, de unos mellizos (…). Ignoraba esa tontería y seguía en lo mío. Todo se repetía. Lo de siempre con las mujeres que participa­ ban en mi vida. Todas, sin excepción, querían tener hijos y que yo me escla­ vizara trabajando con cualquier mierda para mantener en pie todo el andamiaje familiar. ¿Yo proletario? ¡No! ¡Primero cadáver que proletario! Proletario vie­ ne del latín proles, de tener hijos.” No obstante esta resistencia a ser subsumido por el sistema es, paradóji­ camente, lo que sumerge a Pedro Juan en sus mismísimas entrañas. Gracias a su comportamiento contestatario, duran­ te su alistamiento en el ejército, la umap (Unidades Militares de Ayuda a la Pro­ ducción) lo condenó a trabajar en una suerte de carnicería industrial, donde enviaban, como castigo, a todos los desvia­ dos para que aprendiesen, con la práctica y con una férrea instrucción teórica mar­ xista, la correcta forma de contribuir a 160

la Revolución. Es en este extraño lugar que Pedro Juan vuelve a encontrarse con Fabián. Digo que vuelven a encontrarse por­ que desde el Capítulo 2 sabemos que ambos acuden a la misma escuela en Matanzas. Fabián es descrito como un personaje casi etéreo, transparente, de una fragilidad inconcebible y altamente contrastante con la voluptuosidad y for­ taleza física de Pedro Juan y la mayoría de sus compañeros mulatos o negros. Fabián estaba enamorado secretamen­ te de Pedro Juan con quien, después de una serie de altercados, trata de fra­ guar una amistad que finalmente se ve truncada por una broma de mal gusto perpetrada por el segundo. De allí que la relación entre los protagonistas de la novela esté llena de desencuentros, más allá de que hacia el final de la narración terminen siendo incluso muy buenos amigos, una vez que han coincidido en aquella fábrica repleta de penitentes a la que Pedro Juan fue condenado, como ya se mencionó, por contestatario y Fabián por comportamientos sexuales indebidos. A pesar de que en la última parte de la novela ambos personajes sostienen una relación de amistad, con frecuencia entrañable y solidaria, nunca dejan de aparecer los cortocircuitos entre ellos. Se trata más que de dos historias para­ lelas, de vidas perpendiculares que cho­ can con estrépito y que, si bien tienen un punto en común, un lugar de encuentro (que siempre es también de conflicto), apuntan en diferente direcciones y, más

aún, tienden a formas discordantes de entender el mundo. Fabián representa, en más de un sentido, si no el orden, por lo menos la aspiración al orden. Pedro Juan, como se lee en las últimas líneas de la novela, representa el caos. La idea del orden es, a mi entender, la línea que distingue la vida de Fabián, por lo menos en lo que respecta a su vocación como músico. Existe en la men­ te de este personaje una fascinación por la perfección, por lo simétrico. Incluso cuando siente atracción hacia un hom­ bre, piensa en él como un efebo griego, como una figura armónica y sin imper­ fecciones, como un cuerpo esculpido por la divinidad o que está en relación con lo divino, con lo etéreo y lo onírico. Con lo apolíneo. La música represen­ ta también esa fascinación. El primer compositor que aprende a interpretar con maestría es a Bach, quien más bien es propenso a los contrastes, posee cierta inclinación por lo caótico, aunque sea éste un caos organizado por principios incorruptibles. Sin embargo, el compo­ sitor que más admira es Chaikovski. Gracias a su influencia la idea de lo clásico (como imagen del orden) ocupa un lugar central en la vida de Fabián. Pero quizá esa debilidad que sentía por el idioma ruso se debía a su presunta homosexualidad (habría que ver hasta qué punto Gutiérrez trabaja con esta conjetura que se hace sobre el celebre compositor). Se trataba, además, de una debilidad que se agudizaba por su incapacidad de interpretar sus obras,

siempre inalcanzables para aquellos de­ dos débiles y escuálidos del personaje. Al respecto, Fabián dice lo siguiente: “Me hace llorar porque se me ha meti­ do en el corazón. Me ha penetrado y me ha convertido en su amante. Yo soy su esclava sumisa y él ni me mira. Cuando deje de amarlo y de llorar podré con él. Mientras me saque las lágrimas él gana la partida. Si algún día logro enfriarme entonces sí podré con Chaikovski. Será sólo una cuestión de técnica y oficio. Pero lo dudo. Me va a emocionar siempre, toda la vida. Y será él quien triunfe. Soy un caso perdido. Una amante in­ defensa.” Esa mística relación que Fabián man­ tiene con su admirado Chaikovski le exige llevar una vida prácticamente de asueto, de sacrificio. Sólo a través de la disciplina, pareciera plantear el perso­ naje, será posible asomarse a ese grado de genialidad. Sin embargo, como ya he comentado, aquella vida que se pro­ curaba Fabián rápidamente se vería al­ terada cuando la umap lo condena a trabajar en esa fábrica. Por supuesto que la historia de Pe­ dro Juan era muy distinta. Después de perder la virginidad con una mulata in­ candescente se había dedicado a gozar de las libertades propias de la juventud. Se dedicó a aprender canotaje, a tener encuentros sexuales con tantas mujeres como pudiese, a invertir sus días en la playa, tomando ron, fumando habanos, hasta que debió alistarse en el servicio militar obligatorio. Allí su naturaleza 161

libertina le jugó una mala pasada, pues entendía que aquel modus operandi era la verdadera esencia del modelo socialista que se profesaba en la Cuba de esos años. Estaba convencido. No obstante, su hedonismo intelectual y vital, su fuerte inclinación por lo dio­ nisiaco lo condenan, paradójicamente, al mismo lugar al que habían destinado a su antiguo compañero. Un sujeto que abrazaba, sin duda, lo apolíneo. Esta fábrica a la que he hecho tan­ ta referencia es uno de los lugares más interesantes de la obra, pues represen­ ta uno de los mecanismos más poderosos de control por parte del Estado cubano de esos años. Sobre aquel lugar, Pedro Juan escribe: “Si eras vago, maricón o reli­ gioso, te encerraban allí para que te rehabilitaras a través del trabajo.’’ El trabajo, la categoría central del marxis­ mo que se practicaba en Cuba (o por lo menos el que se profesaba), pasaba de ser un ideal revolucionario a un mecanismo de tortura y de castigo, pero que repre­ sentaba al mismo tiempo la base eco­ nómica con que funcionaba el sistema político cubano. Es decir, en el centro de ese sistema se encontraba la esco­ ria de esa sociedad: los homosexuales y los intelectuales que no sintonizaban con el catecismo del régimen. El autor parece decirnos con esto que es precisamente en el corazón de los aparatos ideológicos donde también po­ demos encontrar sus cloacas, esas que con tanto detalle había revisado en sus anteriores obras, especialmente en Tri­ 162

logía sucia de La Habana. Es como si en Fabián y el caos, instalada en los al­ bores de la Revolución, encontrara esa obscenidad primigenia que luego se expandió como una peste incontestable a cada sector de la sociedad isleña. Resulta interesante, por esto último, tratar de definir lo obsceno. En un en­ sayo de 1971, Henry Miller construye una defensa contra el uso del lenguaje obsceno, tan característico de sus nove­ las. Para el norteamericano, el uso de ese discurso repleto de palabras e imágenes obscenas está relacionado con la reali­ dad de los tiempos modernos. Una rea­ lidad marcada por la no consumación de los deseos más profundos del ser huma­ no a causa de una negación de éstos. Más aún, entiende que lo obsceno es “un recur­ so técnico’’ cuyo propósito es “despertar, anunciar un sentimiento de realidad’’ (“La obscenidad y la ley de la refle­ xión’’). Para Miller, como para otros autores, entre ellos Freud, la moral mo­ derna nos obliga a desentendernos de nuestros deseos más íntimos que están, por supuesto, profundamente ligados a lo sexual. Quizás uno de los gestos más “humanos’’ tiene que ver, en este sentido, con la propensión del niño a levantarle la falda a una compañera de escuela. Necesita ver qué que se escon­de. Nuestras sociedades ensegui­ da castigan ejemplarmente este gesto des­cubridor. De allí que la obscenidad tenga que ver con descubrir, con dejar ver, con poner a la vista lo que antes estaba encubierto y que, sin embargo,

como sostiene también Henry Miller, sabemos que está allí. Lo necesitamos. La relación entre obscenidad y litera­ tura es, por otra parte, bastante antigua y está vinculada con la ley. Como es sa­ bido, algunas de las obras más impor­ tantes del siglo xx –el Ulysses de Joyce, por ejemplo– se vieron afectadas por ciertas leyes contra la obscenidad. En 1933, una corte de Estados Unidos pro­ hibió la distribución de este clásico de la literatura universal por considerarlo demasiado explícito en cuanto a lo se­ xual. Casi ochenta años antes, en 1857, una corte de la ciudad de París había también censurado algunas páginas de Las flores del mal por considerarlas aten­ tados a las buenas costumbres y a la moral pública. No obstante, Baudelai­ re, como anticipándose al veredicto de los jueces, había escrito en su célebre poema introductorio los siguientes ver­ sos: “Tú conoces, lector, al delicado monstruo, / hipócrita lector, mi igual, ¡hermano mío!’’ En aquellas líneas el au­ tor ya involucraba al lector como el cómplice inequívoco de aquellas obs­ cenas exploraciones que tanto habían ofendido a los jueces franceses. Este movimiento hizo caer a los jueces en una trampa: para declarar lo obsceno, también debían ensuciarse. La genia­ lidad de Baudelaire radica en que fue capaz de localizar lo obsceno no sólo en la escritura de aquellas escenas pe­ caminosas, sino también en la lectura de ellas mismas. De allí se desprende una de las definiciones más aceptadas

de obscenidad que se pueden encon­ trar en estos días: “La obscenidad sólo existe en la mente del que observa, no en la obra de arte.’’ (Kaplan, 544) (La traducción es mía.) Después de esto, no es descabellado afirmar que lo más obs­ ceno de la ideología liberal se localiza exactamente en su centro neurálgico: en el que observa, penaliza y castiga, en su sistema de justicia, en su idea de li­ bertad. Pero si la obscenidad, dentro de las democracias liberales, reposa precisa­ mente en aquella lectura lasciva de los jueces que dictaminan prohibiciones y, por tanto, atentan contra el principio de libertad (de expresión) que erige sus sis­ temas políticos, en el sistema socialista cu­ bano está localizada, como ya lo advertí, en su fuerza de trabajo. Es en aquella fábrica en la que son condenados a tra­ bajar los personajes de la novela, anti­ cipados ya en las escenas pornográficas de Trilogía sucia de La Habana:* “Pues allí, entre aquellos carritos asqueantes, siempre había gente templando. De pie, claro. Era la única postura posible en medio de aquel lugar tan asqueroso. Las mujeres se inclinaban hacia delante, y los hombres penetrándolas por detrás. Las mujeres gritaban desaforadas. Apre­ Habría que decir, sin embargo, que Ka­ plan advierte una diferencia tajante entre lo pornográfico y lo obsceno. Para el filósofo lo pornográfico es esencialmente efectista, mientras que lo obsceno es una estética que el artista trata de construir. *

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suradas. Unos minutos. Y ya. Después cada uno se iba por su rumbo. Y ya ha­ bía otras parejas por allí. Por supuesto, muchos hombres pasaban horas y horas paseando, de voyeurs, masturbándose. (…) Yo a veces miraba un rato. Era en­ tretenido. Pero me daba asco aquella zona con tantas ratas y aquel olor nau­ seabundo.” Las escenas recogidas suceden en los intervalos de las fuertes jornadas de traba­ jo de las fábricas. Fabián, una vez inser­ to en este ciclo de trabajo es, asimismo, subsumido por esta especie de economía sexual que funciona como contrapunto de la maquinaria laboral socialista. Pa­ reciera, en este sentido, que la novela de Gutiérrez busca entender la genea­ logía de aquella tensión entre trabajo y sexualidad que atraviesa sus primeras obras, en las cuales la gran mayoría de en­ cuentros sexuales ocurre entre el protago­ nista y una lista interminable de jineteras (prostitutas). De allí quizá la diferencia de estructuras entre aquellas obras de los noventa y Fabián y el caos, mucho más ordenada esta última. ¿Radica allí el gesto político del autor? ¿Da cuenta este gesto hacia lo clásico del momento político actual cubano? En mi opinión, sí. Si en Trilogía sucia de La Habana y Animal tropical se sucede una serie de relatos vertiginosos y breves, donde la historia nacional parece licuarse con una materia oscura, que la absorbe y la hace indistinguible de los fluidos humanos que se empozan en las cloacas, en Fa­ bián y el caos esa misma historia apa­ 164

rece en toda su dimensión institucional y catastrófica, allí donde lo obsceno se escondía aún detrás de los aparatos ideo­ lógicos y culturales. Para observar esa oscuridad fundacional, empero, hace uso de una forma novelística más clásica: ¿una novela nacional (histórica) cuyos pliegues ya no son las hazañas políticas ni los paisajes, sino justamente las ca­ tástrofes humanas y naturales sus obs­ cenos resultados? Para terminar, diré que las catástro­ fes, entre muchas otras cosas, tienen la función de destapar lo que antes estaba oculto, destruyendo, eso es claro, el pai­ saje previo, aquel orden en que antes se disponían los elementos para exponer y ocultar lo que se considerara necesario, según la moral en turno. De esta manera, nada es más obsceno que un desastre na­ tural, que el caos producido por un hu­ racán que a su paso arranca de raíz los árboles de aguacate y se lleva consigo los techos de las casas, tal como vemos suceder en el pasaje más dramático de esta novela. También las revoluciones suelen ser así de obscenas. Eso parece recordarnos Pedro Juan, haciendo uso, por cierto, del mismo método de siem­ pre, aunque no lo parezca.

La voluntad de entender G regorio C ervantes M ejía Eugenia Almeida, La tensión del umbral, edhasa, Argentina, 2015, 304 p.

Una joven se suicida en un crucero con­ currido. El suceso, que apenas si me­ recería una nota breve en las páginas policiacas de los diarios, detona una intriga política que perturba incluso a las altas esferas. Con La tensión del umbral, Eugenia Almeida (Córdoba, Argentina, 1972) ofre­ ce no sólo su primera novela policiaca, sino también una historia que reflexiona en torno a las relaciones entre la clase política y los medios de comunicación, a la par que explora los mecanismos in­ ternos –y casi invisibles– del ejercicio del poder. Para desarrollar la trama, Almeida reúne un conjunto de voces apenas es­ bozadas, distinguibles una de las otras sólo por un apellido, una profesión o puesto insinuados, o algún peculiar giro del lenguaje, pero sin permitir en ningún momento que de entre estos elementos surja una individualidad definida por­ que el anonimato y el ocultamiento son los rasgos que distinguen no sólo al con­ junto de personajes sino a la historia mis­ ma: los acontecimientos se desarrollan de manera brumosa y el lector tiene todo el tiempo la sensación de que, por más atención que ponga en la lectura, hay algo que siempre se evade.

La trama podría sintetizarse como la confrontación entre Guyot, un perio­ dista empeñado en investigar y com­ prender las causas del suicidio de la mujer, y Blasco/Benteveo, quien ha dirigido un grupo que durante los años de la última dictadura militar en Argentina contro­ ló a la policía, al ejército y a los medios de comunicación, y que busca impedir los avances de Guyot al tiempo de borrar todo indicio que lo vincule con el suceso inicial. Pero esto funciona como escena­ rio para el desarrollo del conflicto cen­ tral entre una voluntad de comprender un acontecimiento y otra decidida a man­ tener ocultos los elementos que ayudarían a dicha comprensión porque –como se insiste una y otra vez a lo largo de la novela– a veces es mejor aceptar que no se puede comprenderlo todo. Los primeros intentos de Guyot –quien estuvo años atrás en un psiquiátrico lue­ go de que le mataran a la esposa– por re­ cuperar la historia del suicidio y ahondar en sus causas se topan con el desdén de la dirección del diario donde trabaja. A eso se suman los intentos de su infor­ mante en la policía, el comisario Jury, por disuadirlo. Dejar el caso, olvidarlo, aceptar que existen acontecimientos y fuerzas más allá de nuestra compren­ sión, es la consigna reiterada a lo largo de la novela. –No agités el agua, Guyot. Si algo de esto molesta y te agarran haciendo preguntas se te va a poner feo. –¿Vos qué pensás? –Que lo mejor que podrías hacer es de­ 165

jar de buscar. Ya está. ¿Qué querés saber? –Qué pasó. –Una piba que se suicidó. Eso pasó. Triste. Más triste que la mierda. Tuviste la mala suerte de verla. Ya está. –Pero necesito saber por qué. –Porque hay gente que no aguanta.

Parca, dura, la voz narrativa de La tensión del umbral apuesta por las pau­ sas, por el silencio. Lo fundamental está en lo no dicho, en lo invisible. Julia Mon­ tenegro, la suicida, apuntó con el arma al pecho de un hombre, en la puerta de un bar, y tras ese gesto dio vuelta al arma y se disparó a sí misma. Ese gesto, que no se cuenta en el primer momento, es clave para el desarrollo de la historia: comprender las razones del suicidio re­ querirán conocer la identidad del hom­ bre y su relación con Julia. Pero los primeros indicios son sólo un conjunto de objetos personales sin sentido aparente: cosméticos, lapiceras, algunos comprobantes de compras, iden­ tificaciones. Y esos pocos elementos bas­ tan para detonar la serie de preguntas de Guyot, reforzada luego por la aparición de fragmentos de fotos, por la credencial de una biblioteca. Más tarde, algunas libretas con anotaciones, fechas, una computadora con archivos que parecie­ ran ser fragmentos de alguna narración. Guyot, obsesionado, hurga entre esa maraña de elementos y la madeja empie­ za a desenredarse, justamente, a partir de las ausencias, de lo no dicho: una fotografía recortada, páginas arranca­ das de viejos diarios en la hemerote­ 166

ca, una palabra resaltada con negritas en una nota fúnebre. “El silencio que llega después es perfecto. Se ha dicho algo que debería ser callado. El policía lo sabe, aunque no se puede tener la certeza de que esa palabra ha sido men­ cionada deliberadamente o por pura ca­ sualidad. Buzzeti siente un golpe con los ojos que traen, como una red venci­ da, la hoja del diario que tenía Guyot, la necrológica, una palabra en negrita. Sabe que no debe volver a mencionar esa palabra. Sabe que ahí hay algo y que eso para él es inalcanzable.” En este aspecto, La tensión del um­ bral parece inspirada en algunos de los postulados de Michel Foucault respecto al discurso: lo que se dice, dada su pe­ ligrosidad, requiere sujetarse a meca­ nismos de control y regulación. No todo puede ser dicho en cualquier momento ni por cualquiera: “en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribui­ da por cierto número de procedimien­ tos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el aconte­ cimiento y esquivar su pesada y temi­ ble materialidad”.* De esta manera, lo que pareciera una simple investigación policiaca encierra también una pugna por el control de un conjunto de conocimientos. Al tratar de comprender algo tan íntimo como los mo­ tivos que llevan a una persona al suicidio, Michel Foucault, El orden del discurso, Tusquets, España, 2002, p. 14. *

Guyot se involucra, quizá sin demasia­ da conciencia de ello, en una confron­ tación por controlar la información a la que está ligada la muerte de Julia Mon­ tenegro, la cual, como se le advierte al periodista en varias ocasiones, va más allá de lo que él mismo puede compren­ der en ese momento. Y aquí, de nuevo, se hace presen­ te Foucault: la verdad es resultado de un acto de voluntad, más que de una concordancia lógica. El hecho de que Guyot se niegue a aceptar la muerte de Montenegro como un suicidio más, desata la trama de la novela. Su em­ peño en comprender y en descubrir lo que hay detrás de aquel acto genera un movimiento desde la parte contraria: construir una verdad que oculte y pro­ teja a los involucrados en esa muerte. Como si de una partida de ajedrez se tratase, Almeida concede un capítulo a cada una de las fuerzas contendientes. A la par que seguimos los avances de Guyot en su investigación, presencia­ mos también las acciones de su contra­ parte, Blasco/Benteveo, por frenarlo. Y esta lucha, que al comienzo se limita a un juego de ocultar y descubrir informa­ ción, se torna violenta de manera gradual: llamadas telefónicas, vigilancia, allana­ mientos, pequeños robos, golpizas y final­ mente asesinatos. Y como en toda partida de ajedrez, siempre se sacrifica a las piezas de menor valía: Blasco/Benteveo hace todo lo posible por no tocar a Gu­ yot, por quien siente respeto. A lo largo de la partida entre Guyot y

Blasco/Benteveo se devela que lo oculto en la historia va más allá de la identidad de este segundo personaje y su vínculo con Julia Montenegro. Se trata de con­ servar la secrecía de un grupo organiza­ do durante la última dictadura militar, responsable de numerosas ac­ciones de vigilancia, secuestro y ejecución: “Lle­ gué a manejar más de quinientos acti­ vos. Policías, militares y civiles. Y los que estaban afuera, aunque no tuvieran la certeza de que realmente existiéra­ mos, siempre estaban dispuestos a ha­ cer cualquier cosa si se mencionaba a Los Gravísimos. En los 70, en los 80, en los 90. En 2005 paré. Otra vez empezaron a joder con los juicios sobre la dictadura y alguno iba a hablar. Hubo un par que se mataron justamente para no tentarse. Pero había mucha gente metida.” Como si Almeida, en esta novela, apostara por la hipótesis de que los au­ ténticos responsables de los crímenes de la dictadura permanecieron (y per­ manecen) invisibles, que nunca son los políticos que aparecen frente a las cá­ maras quienes toman las decisiones. Y que las auténticas pugnas por el poder transcurren lejos de nuestra mirada, per­ ceptibles sólo por aquellos que conocen los códigos o por quienes tienen la ca­ pacidad de prestar atención a los silen­ cios: “¿Vos te imaginás lo escalofriante que son para algunos tipos esos silen­ cios que hace? La gente lo escucha y cree que esa es su forma de hablar. No. Esos silencios son un mensaje en clave para los otros.” 167

Un oscuro no sé dónde G erardo M onroy Víctor Rojas, Entre los muros del laberinto, El Errante Editor, Puebla, 2015, 84 p.

Hay una especie de rebelión contra las palabras en este libro. Hay un conflic­ to frente a la escritura de poemas. Hay una conciliación resuelta por medio del acto de escribir. Antes de leerlo, pudo haberse ya ima­ ginado que adentro habrá un monstruo solitario aguardando la siguiente entre­ ga de un joven sacrificial; o que entre esos muros míticos se ha extraviado un joven sin saber qué pueda hallar o hallar­ lo; o quizás ha entrado adrede guiado por un hilo de amorosa astucia para dar muerte al fin a la amenaza cíclica. Pudo haberse imaginado alguna variante del antiguo relato; pensar que los muros no sólo son el laberinto sino que son el mons­ truo mismo; suponer que no se trata de un mero edificio sino de un ser orgáni­ co, todavía más terrífico, en el que cada parte se mueve, cada piedra transpira, cada losa da sus propios pasos persiguién­ dose, tratando de alcanzar algo, una con­ secución cada vez más lejana. Tal vez. Según el índice, Entre los muros del laberinto hay tres partes: Vestíbulo, Pasi­ llo y Salida. Como si esas tres palabras fueran una discreta invitación, puede alguien asomarse al interior creyendo que será una visita breve; apenas se dan los primeros pasos sobre unas cuantas 168

líneas, se advierte que esa estancia está lejos de ser simple, que sus muros se alargan y discurren, sus piedras se mul­ tiplican proteicas, y entre los reflejos de la humedad –la foto de la portada ya nos induce a imaginar así el lugar tene­ broso– hay muchas más cosas. En una distraída lectura inicial, quien entra pudo no haber detectado que el li­ bro se abre con un verbo: “Desmontar”. Para empezar hay acción, una acción que casi pasa inadvertida, porque se ha­ bla de desmontar “una casa, piedra por piedra”, y tales especies de acciones son conocidas por los iniciados de la cons­ trucción –ingenieros, albañiles–, pero para los legos resulta inverosímil. Lue­ go usa otro verbo que vuelve la acción más comprensible: “desarraigar las flo­ res, arbustos, los árboles del jardín”, para dar con una imagen insólita de tan natu­ ral: “el agua que se revuelve con la tierra y las hojas y sigue siendo espejo”. Y continúa la enunciación de nuevo con el primer verbo: “Desmontar una casa, azul (...) / Desmontar el portón, los ce­ rrojos, esconder las llaves bajo la len­ gua.” Quien dice esto parece que está por salir, hasta que llega a la declaración central: “Desmontar la construcción, pa­ labra tras palabra.” Conforme uno avanza palabra por pa­ labra, línea por línea –que en realidad son versículos cuya prosodia invita a leer­ los en voz alta–, puede darse cuenta de que se trata, al menos en la primera par­ te, de la recuperación de los actos y los lugares de una pubertad, niñez, creci­

das, gozadas en un pueblo diferente de la ciudad en que fue transcurriendo su primera juventud, y luego su vida de adul­ to, hasta llegar a los momentos recientes, en que pone por escrito sus memorias de un “aire más fresco” de hace “más de cua­ renta años”. Y no solamente eso: también consisten estas “notas” –como les llama su autor o el memorialista fingido– en dar cuenta de las enfermedades y la vejez incomprensibles. Así, el laberinto, el monstruo, adquiere otra fisonomía, otra percepción a los ojos de quien lo sigue: un viejo que se pregunta por el sentido de todo esto, desde la infancia hasta la búsqueda del nombre que lo aclararía. Y acaso su desistimiento. Aunque en realidad no hay tal: tene­ mos en las manos un libro de poemas (no un “poemario”, esa cosa recolectora que tantos aún confunden). Es un libro sobre la nostalgia –ese dolor por la im­ posibilidad de regresar–, sobre la inte­ rrogación por el sentido de una vida ya cursada –los sinsentidos inclusos, quizá tan abrumadores como aquello que qui­ siera olvidarse–, sobre la enfermedad –la resistencia, sus lecciones, lo inane–, sobre los aún concedidos juegos de un abuelo, y más allá de la reflexión so­ bre la muerte, la construcción verbal, a punta de sintaxis clara, de una prosodia calma e inquietante, de versos rítmicos, de imágenes –entre su desolación, las luces–, hacia una palabra –que no se dice–: lucha. No creo haberles pedido nada a los dioses

ni en los momentos más terribles de mi enfermedad cuando miraba fijamente el pasillo hacia el quirófano ni ya fuera de él con temblores y desangrado Pero ahora mientras disfruto una especie de felicidad con ellos rondando por mi cabeza no sé qué esperan de mí.

La vida como enfermedad. “La vida es una enfermedad del espíritu”, escri­ bió Novalis. ¿Lo sabe el enfermo que se puso a cantar su desgracia? No im­ porta. Lo cierto está aún aquí, en estas líneas flamantes, quemantes, ilumina­ doras acerca del destino individual in­ comprensible, ese “hosco malestar que me habita”, ese haber sido abandonado siempre por los amores, ese prono te­ mor de que por el circunstancial hecho de no escribir desde hace tanto poemas de amor “¿dejarás de tomar mi mano por la noche?” En vez de suponer que unos poemas así nos aplastarían, uno sigue leyendo página tras página el de­ curso de estas visiones sobre la propia carencia, los padecimientos acerca de los cuales nunca se puede estar cierto de haberlos provocado, al menos no del todo, y esa conciencia a medias aumen­ ta la incertidumbre ya no por la muerte –nunca más cercana–, sino por saber de cierto si se amó a una persona, si una persona nos amó, si fue cierto que corrimos entre los campos, si supimos de la inmersión en las lagunas con el cuerpo, de la compañía de los anima­ 169

les, de las querencias de antecesores y sucesores, o si nos duele querer las ca­ lles citadinas más conocidas que las del pueblo añorado. Este reseñista debe confesar que ig­ nora la obra precedente de este poeta –uno ignora en realidad qué está pasan­ do en todos lados–, pero Entre los mu­ ros del laberinto ningún lector quedará indemne: ese vigor verbal, en medio de la penuria, hiere, trastoca y hace creer de nuevo, como cuando se conoce por primera vez el aire fresco al abrir una ventana o salir del propio encierro, en el poder alucinatorio, evocador y resti­ tuyente de la poesía como esa pulsión primigenia que debe ser: a través de la escritura del poeta, asistimos al trayec­ to de un hombre, un niño en la mons­ truosa y cándida vida, tal viejo –sea él así en realidad, sea su personaje, quién sabrá–: Víctor Rojas.

Forma y fondo J udith C astañeda S uarí J. P. Longobardo, El hijo de la virtud, Vive­ Libro, España, 2014, 300 p.

Dos líneas de tiempo transcurren pa­ ralelas a lo largo de las páginas de El hijo de la virtud. La primera de ellas comienza el 7 de agosto de 2011 con un incendio, con una estampida humana 170

que huye de Dharavi –“el suburbio más oscuro de Mumbai”, en palabras del autor– y una joven pálida “mujer y niña a partes iguales” que se abre paso, tra­ tando de avanzar en sentido contrario, hacia la zona devorada por las llamas. El segundo espacio temporal se sitúa varios meses en el pasado y entrega al lector una serie de encuentros que tienen su origen en Argentina, dentro de un vagón del metro, con un libro, Historia de Platonov, obra temprana de Chéjov que acaba en el suelo por culpa de dos adolescentes, encuentros que se caracterizan por un despertar en soli­ tario del personaje, Emmanuel de las Casas, y una nota donde ella, Aenor, le indica fecha, hora y lugar de su próxi­ ma cita, las cuales, dados la distancia entre una y otra –de Buenos Aires a Pa­ rís; de Concord, en Massachusetts, Es­ tados Unidos, a Sulmona, Italia– y el trabajo de la joven, me hicieron pensar en un Emmanuel que recibe elevados salarios y en condiciones laborales que incluyen alrededor de tres meses de va­ caciones a cualquier destino, con viá­ ticos pagados. Trenzando ambos periodos, desde la primera persona –excepto por el primer capítulo– y con palabras que hacen de la lectura un flujo continuo, como si casi no se sintiera, J. P. Longobardo entrega a sus lectores la historia del terrorismo de la virtud, un grupo de cinco personas cuyos actos tienen por objeto imponer una paz, un orden, haciendo uso del miedo.

Aunque debo decir que es en el uso del lenguaje donde reside el problema de este libro publicado con el auspicio de Edi­ ciones ViveLibro, pues el autor, más que mostrarnos lo que ocurre, nos lo dice. “La gente corría y tropezaba dramática­ mente en los estrechos pasadizos que se abrían paso entre las incontables ba­ rracas que aquellos desterrados de la sociedad habían conseguido construir a base de desperdicios”, podemos leer en el párrafo inicial, el que se sitúa en Mumbai. En vez de esta larguísima frase me hubiera gustado encontrar hilachos sucios de polvo y de sangre, quizás, em­ pujones, pasos apresurados cuyo rumor se combina con el griterío de quienes quieren alejarse antes que la persona que corre delante de ellos. De igual modo, la forma en que están escritos los diá­ logos, los de ambas líneas temporales, me hace pensar que sus protagonistas guardan en la memoria un amplísimo acervo de referencias, acervo del cual echan mano en cuanto se les presenta la más pequeña oportunidad, y que to­ dos tienen o aparentan tener un nivel de cultura similar. Sin embargo, creo que la historia que ofrece el libro no deja de ser interesante. Las actividades del terrorismo de la virtud empiezan luego del atentado en Dharavi. Y pese a que la finalidad de Emmanuel es la instauración de un mun­ do libre de injusticias, pareciera también motivado por un deseo de venganza: en la India, tres adolescentes, luego de vio­ lar a la hermana de Saiyid, alumno de

seis años de Aenor, atacan también a la maestra, “destinada allí por una asocia­ ción belga que promovía la educación infantil en países en vías de desarrollo”, cuando llega a buscar a ambos herma­ nos, pues planea adoptarlos. A partir de este punto Emmanuel, pro­ fesor de filosofía contemporánea, y cua­ tro amigos –Víctor, francés, compañero suyo en la facultad de filosofía; Ahmed y Adi, estudiantes de historia en esa mis­ ma universidad; y Nastia, “una de las mejores ingenieras informáticas de cuantas existen hoy día”, a la que doce años atrás, en Londres, Emmanuel la ayuda a es­ capar de un proxeneta negociando con éste para llevarse a Nastia aquella no­ che por quinientas libras–, perpetran ataques que involucran secuestros, dis­ cursos y la transmisión vía internet de esta especie de corte de los milagros, juicios donde sentencia y veredicto se han decidido desde antes, en ausencia de los acusados. Excepto por el último, el terrorismo de la virtud localiza sus objetivos por medio de personas cercanas: Aenor le hace a Emmanuel un comentario sobre Sten Lauridsen, ayudante del tesorero de la diócesis de Copenhague, que abusa de más de treinta niños y para desha­ cerse de los cargos amenaza a sus su­ periores “con desvelar alguna que otra trama poco limpia”; Samuel Malatesta, un hombre que Aenor y Emmanuel cono­ cen durante una de sus citas, en Sulmona, luego de una pelea con unos adolescen­ tes “que, a juzgar por las apariencias 171

debían ser, como mínimo, neonazis”, le habla a Emmanuel sobre su patrón: “un tipejo llamado Sabatelli, que es el alcalde de otro pueblo cercano, ha sido siempre un déspota. Como jefe es un negrero que trata a la gente como si fuera auténtica basura”; por Nastia ejecutan a Abdu, el proxeneta a quien Emmanuel le pagara a fin de llevarse a la entonces adolescente: “Debería haber sido juzgado y ejecutado hace muchísi­ mo tiempo, pero la diosa Justicia es una desconocida en Londres, como lo es en el mundo entero. Para los que todavía creen en el sistema, sepan que, efecti­ vamente, la policía estaba al corriente de las actividades de este delincuente, como de las de toda su banda.” Y aun­ que lo anterior tenga tintes de azar las víctimas, en su mayoría pertenecien­ tes a las altas esferas de la sociedad, simbolizan las aristas desde donde es posible ejercer alguna influencia sobre la vida o el pensamiento de los demás: o bien poseen poder político, económi­ co o una investidura que les otorga una calidad moral superior –la de los represen­ tantes de Dios–, o bien se trata de parias, seres de bruma que no tendrán reparos en arrebatarle a los demás tanto per­ tenencias como tranquilidad y han de hacerlo porque nada tienen que perder, porque si fallan nadie los extrañará. Se trata, entonces, de convertirlos en un ejemplo. Esto le puede pasar a un político y dueño de una fábrica donde se explota a los trabajadores con horas extras que no se les pagarán, esto pue­ 172

de ocurrirle a un sacerdote pederasta, esto puede ocurrir con quienes abusan de una mujer, con los codiciosos. Pero dicho ejemplo pretende no sólo disua­ dir a posibles acusados, sino también ganar seguidores: “Si todo aquel que opta en un momento u otro por la co­ rrupción y la degeneración teme toparse con una bala en su nuca, el plan habrá sido un éxito. El miedo a perder la vida les apartará del mal camino. Son cien­ tos los que nos apoyan según Nastia, y serán más que suficientes. Ellos serán los encargados de perpetuar el fantas­ ma del terrorismo de la virtud…”, nos dice el autor a través de Emmanuel, y con esta frase puedo imaginarme el pro­ yecto del personaje como un espectro que va tomando posesión de diferen­ tes manos, manos anónimas que bien podrían saltarle al cuello a cualquiera dentro de los próximos cinco segundos. En la orilla contraria de tales actos tenemos a los autores materiales, al autor intelectual, a los futuros adeptos. ¿Existen? ¿Quiénes son las personas ade­ cuadas para llevar a cabo una empresa como la anterior? En concreto: ¿hay alguien con la calidad moral suficiente como para erigirse en ejemplo y juez ante los demás? Y si tomamos en cuenta a quienes imitarán los juicios de Em­ manuel, ¿tienen la misma aspiración de mejorar el mundo? ¿Ese deseo no irá a degenerar en sus manos convirtiéndose en desquite, en una herramienta no de ejemplo sino de apropiación de bienes ajenos?

En realidad no creo que haya nadie idóneo; pero las páginas de El hijo de la virtud tienen otra respuesta. Instau­ rar una sociedad mejor valiéndose del terrorismo es el proyecto de vida de Em­ manuel de las Casas y, supongo, él y sólo él, entre los más de siete mil millones que conforman la población mundial, es el único con la capacidad e inteligencia para llevarlo a cabo. El libro retrata a este personaje como alguien soberbio, presuntuoso: dice, acer­ ca de sí mismo, haberse doctorado “gra­ cias a una magnífica tesis sobre Carlos Cossio”, y durante una de las citas con Aenor, cuando se ven en Sulmona y co­ nocen a Samuel Malatesta, se refiere a los otros en estos términos: “observamos cómo los viandantes que pasaban impor­ tunaban con el descaro de sus miradas sesgadas. Nos tomaban por dementes, desconociendo que nosotros les mirá­ bamos con misericordia y compasión por su insulsa existencia. Más de uno debió despotricar sobre nosotros durante su cena, mofándose porque habíamos pre­ ferido mojarnos en lugar de resguardar­ nos bajo un techo, como hubiera hecho cualquier otro autómata”. Una persona cuyo ego lo hace sen­ tirse casi un elegido, si bien bastante inteligente, pues reconoce no estar en posición de derribar el sistema, hechos violentos que se usan para instaurar un orden en teoría más justo… Encuentro en estos detalles más que una similitud con las sagas juveniles actuales, ecos de un par de obras gráficas: la japonesa

Death Note y V for vendetta, de Alan Moore y David Lloyd –inclusive, creo que alguien podría dedicarle a Emma­ nuel de las Casas lo que le dicen al pro­ tagonista del manga de Tsugumi Ohba y Takeshi Obata, según su traducción es­ pañola: “Si haces eso, al final el único con mente retorcida que quedará serás tú…” Me parece que en este símil podría encontrarse la respuesta para la no tan afortunada ejecución de una idea in­ teresante: si en El hijo de la virtud se hubieran usado figuras de trazo fuerte en lugar de palabras, si las frases y las referencias con las que hablan los per­ sonajes se encontraran encerradas en globos de diálogo, en los recuadros que tienen la finalidad de explicar o situar una viñeta, quizá desaparecería mucho del acartonamiento que llena sus páginas.

Desde una serena mirada, la ira G erardo L ino Coral Bracho, Marfa, Texas, Era/unam, México, 2015, 79 p.

En la placidez también observa la vile­ za. En medio de un sitio de usos mo­ dernos y costumbres añejas, mira que aun así, desde la moderada decencia calvinista, bautista, puritana, la codicia del Imperio sienta sus reales para justi­ 173

ficar –haciendo que tantos justifiquen– las atrocidades contra un mundo del que mucho ignoran y del que todo quieren para sí. ¿Cómo ha ocurrido tal en este libro de poemas? Coral Bracho llega a un pueblo y ob­ serva. Seres vivientes del reino vegetal, animales de diversas especies, cosas, casi ninguna persona, se ofrecen a su contemplación. Una mata de pasto se transfigura en crines por las gotas de luz; un pavo real está a sus anchas en una ca­ lle vacía; casi nada. Entramos entonces a un enebro: un ser que se abre, fluye y arde, un fuego enraizado y que asciende con los enre­ dos, densidades, tornos de sus ramas que son llamas, empapadas de sombras, es una ofrenda y una irradiación; a la vez guarda en un relato al sol; nombra, augura, encarna un aliento y a la vez, con su impulso desdoblado y su fuerza que no puede sondearse, es fugaz. ¿Es un ár­ bol o es una figura de poema? Es un árbol y es una figura de poema: prefigura el tono suave e ígneo de las seis partes del libro. Así damos con un pino; cosa más co­ mún, pero no aquí, no ante esta mirada, pues distingue con nitidez cortante que las mismas sombras de sus ramas, en­ roscadas en el tronco –¿serpientes edéni­ cas?– calan de modo tan sutil en él, cuyos cortes tendrían el poder de separarlo de sí y hacerlo caer, “pero sólo a esta hora / bajo esta inclinación precisa de los rayos del sol” y sólo en caso de que perdiera su firmeza. También así apa­ 174

rece “Un personaje de Hopper” para ser descrito por sus líneas de fuerza, sus luminosidades entre el cielo, el ras de la tierra y un pastizal, cuando “en­ ciende el cuadro” al cruzar, y, cuando su llama es succionada por las ramas del pino, desaparece. Así también nos enteramos de que el pino se alza entre las descriptas olas de un río, y de cómo se persiguen, se enciman, se encabal­ gan durante el tiempo en que la sombra se extiende sobre las matas de pasto, las cubre, las detiene... No, pero esto no son olas de agua –¡claro!, ¡no puede ser!, pues sí–: son “las finas y fulgurantes, en­ treveradas, matas / de pasto” (me temo que estamos ante una alegoría de la escri­ tura, “agitada, turbulenta”: pues sus olas rápidas no solamente corren: “se enca­ balgan / ... / una tras otra, una tras otra se persiguen, / se enciman”, hasta que son cubiertas por la sombra y detenidas “bajo su peso”; he ahí: se encabalgan, olas-versos; ¿es un árbol el poema, un río de pasto los versos?). Como sea. Esta lectura podría contagiar de irrealidad la figura gris vislumbrada a contraluz “en el porche de enfrente”, figura que “po­ dría muy bien ser un arbusto más, / o un árbol más”; o contagiar a la “acacia, espigada y joven”, cuya sombra parece la de una cosa “achaparrada y grue­ sa”. Asimismo unas briznas de pasto se vuelven jabalís, un gato montés “y una zorra”. Y claro: esas cosas y esas palabras, v. gr.: el margen de las puertas, el techo de la casa, el cielo, el espeso follaje,

los grillos, quizá, son “de una misma ma­ teria” –pero sólo “a esta hora”: ese ins­ tante en que son asidos por la escritura. En los seis poemas que componen la segunda parte, su mirada nos invita a conocer con unos cuantos trazos algu­ nos aspectos que habitan este pueblo: un pavo salvaje cuyos jaspes y manchas recuerdan la perdiz, el jaguar, sienta sus reales con su apariencia y modos de samurái, se estira calmoso, descansa, hasta que es correteado por un perro mi­ núsculo; unos cuervos van de un árbol a otro comentando las incidencias de la mañana, en esta ocasión acerca de unos huesos acomodados al pie de un pino; luego alguien viene quién sabe de dón­ de ni cómo y se esfuma; unos camiones de carga que son tiburones pasan por el jar­ dín que es una playa; otros dos transpor­ tes ocurren a cierta hora de la tarde: uno oscuro, pesado de una carga enigmática, quizás cosas para armar, quizá esqueletos, el otro anunciado por campanas, al que el oscuro tal vez hubiera querido alcanzar, el camión de helados, “rodeado por los niños de siempre” –vaya: en este pue­ blo también los hay–; y cuatro perritos nerviosos vigilan cierta mercancía dis­ persa en la calle: unos cachivaches. Esa mirada que se interna en el ser de las cosas, esa atención persistente, de suyo es un acto de escucha profunda. Eso visto por el ojo con tal intensidad que extrae aspectos inadvertidos, parece haber sido trasladado a formas sonoras –así en la superficie sean descripciones vi­ suales– aun antes de ponerse por escri­

to. Más allá de un entendimiento me­ cánico de la sinestesia, hay una fusión de los sentidos –vista y oído en espe­ cial– que se abren a los objetos de su percepción. Su observación de lo que acontece –un ciprés o unos cuervos, la tuna mor­ dida o un gato montés, las sombras o un transporte– no se queda en la distan­ cia clínica o ascéptica, sino se vuelve inmersa, entra a fondo, con lentidud y con detalle sin temer que su exploración modifique las cosas en el momento en que regrese, y las trasmute en palabras, en sus ya propias palabras –las de quien las escribe, sería obvio decir si no fuera porque también se tiene la impresión de que esas mismas palabras y no otras pertenecen al objeto; y no se sabe, por momentos, si esa pertenencia ha exis­ tido antes o después de la intervención del poeta–. Hay una experiencia vital: una relación estrecha, así haya sido sólo desde una ventana o desde un umbral: ahora sabemos más de aquel enebro, del ciprés de Monterrey –“Cada punta / de cada rama es un bosque”–, de los pi­ nos y las matas de pasto –esos de los que habla, esos que ella vio en ese pueblo texano. Durante la hojeada inicial, saltó a la vista su adjetivación. Una adjetivación sin aspavientos, visitando los lugares co­ munes, que sin embargo no entorpecen el flujo de las imágenes; quizás porque no se pretende asombrar con asociaciones innovadoras, sino porque le pertenece precisamente a eso que se señala con la 175

calma de quien las mira, con la calma con que son. También hay adjetivos in­ sólitos, pero se mantienen en ese tono sotto voce, como si aquello que se desta­ ca de un sustantivo, un rasgo peculiar, cierta fisonomía nunca antes vista, fue­ sen “naturales”, correspondientes en­ tre el objeto mirado y la escritura de Coral Bracho. De la impasibilidad violentada. Esa actitud con que se nos comunica un es­ tado de cosas, un estado del alma, un estado de la escritura, cuya actividad pa­ reciera no inmutarse sino por los breves roces, ciertos tonos de la hora, tales actos y tales figuraciones de árboles, anima­ les y una que otra persona; tal actitud que recibe y pone su propio parecer en imágenes verbales, que pareciera no padecer ante la realidad, ha fermenta­ do en una observación que casi rompe el tono suave: su impasibilidad ha sido violentada. Resulta extraña tal muta­ ción dentro de esta serie de cuadros, y sin embargo, inevitable. Coral Bracho, durante su estancia en Marfa, Texas, ha escrito tres poemas po­ líticos. Los anuncian unos camiones y un tren, “desbocado animal” que huye atosigado por sus capataces, sin poder contenerse. El primero refiere: “Jamás imaginaron aquellos intuitivos filósofos / de la economía decimonónica / que la ri­ queza exorbitante / de algunos, a fuerza / del trabajo y la penuria de otros”, y así llegamos a las destrucciones actuales, “precario y delgadísimo filo / del abis­ mo”. El segundo señala otro hecho de 176

la economía política: “Aquellos burros abandonados / en sus ranchos por los dueños que huyeron / de la violencia y de la muerte en México cruzan / la fron­ tera”, son muertos a tiros por los guar­ dabosques, y la reacción en cadena es notable: “¿Por qué no matan, mejor, / a los feos jabalís?” El tercer poema político absorbe toda la atención, como si en ese fondo fueran vaciándose las bellezas antes vistas, las que aún perduran a pesar de tanta vo­ racidad humana. Siendo el más largo del libro, unos extractos podrán incitar a su lectura analítica; se llama con precisión “Sobre la imagen de un dios”: Un dios miope y casero, que abarca todos los cultos, al que sus himnos, gobiernos, y elecciones apelan, implacable y voraz ... y están las madres, ahora un poco mayores, que con calma exigían a sus hijos no arrebatar, y respetar lo ajeno, y ahora esperan, con orgullo, que vayan a donde Dios no llega, ni alcanza a ver, ni a escuchar, para que rompan los vidrios que hay que romper, quemen los pueblos que hay que quemar,

Quisiera presenciar el momento en que Coral Bracho lea este poema frente a los lectores; probablemente su modo de leer en voz alta, exquisita manera la suya, vibraría más que todos los colores observados en ese pueblo, que las som­ bras traídas por su delicada escritura,

que los silencios y los ruidos y las mú­ sicas que nos hace experimentar con su libro. Sin duda la indignación contenida en sus medidas palabras restallaría en medio del lugar al que asistiéramos. Y aun sin presenciarla, su voz ya restalla en estos versos llenos de perspicacia, de sentido de la realidad de nuestro tiempo y –sí– de ironía. Marfa, Texas cierra con algunos otros poemas en que el ánimo tampoco se ha dejado alterar. Continúa señalando in­ sectos, niños, crías; parvadas mezclán­ dose con músicas, sirenas, traqueteos; troncos, follajes y ella: “(ahora que no soy yo sino un breve reflejo / sobre el extenso vidrio que duplica mi imagen)”; y la luz de la luna y pastizales tal felinos. Esos poemas siguen siendo alimentados “de una serena y clara transparencia”, igual a su mirada. Por una coincidencia feliz he vuelto a dar con estos versos: La mirada es quien crea, Por el amor, el mundo, Y el amor quien percibe, Dentro del hombre oscuro, el ser divino, Criatura de luz entonces viva En los ojos que ven y que comprenden.

Cernuda: “La ventana”, el primero de “Cuatro poemas a una sombra”. Ahí está, me dije, Coral Bracho. Sin duda lo ha leído, y aun me atrevería a imaginar que sin conocerlo y, menos to­ davía, sin haber tenido presentes estas líneas (y tantas otras que forman el uni­ verso del poeta avecindado en México)

hay una subterránea –o aérea– comu­ nicación del sentido poético de la rea­ lidad, como cuando dos personas que jamás se habían encontrado reconocen al instante afinidades, y se dicen casi sin hablar: sí, he mirado de esa forma. Con todo, en la memoria perduran, siguen resonando esos tres poemas po­ líticos; sobre ellos y el resto de las pági­ nas, el tercero. Quizá contra su voluntad conciliadora, quizá espirando una ira lógica –igual que a Cernuda le pasó, porque la realidad brutal ha traspasado la rea­ lidad delicada– escribió ese análisis y esa crítica política en verso contra el Imperio norteamericano. Poema político: objeto verbal crítico tan difícil de obtener, que sea de fac­ tura inatacable. Tal vez pudo quedarse en las contemplaciones apacibles de un sitio que se le ofreció; pero su mirada no le ha permitido omitir ese aspecto por el que esta realidad parece disfrutable porque se nutre del aplastamiento del mundo ajeno: tal vez a Coral Bracho no le quedó de otra.

Poemas como máquinas C hrystian Z egarra Salomón Valderrama, Facción de imperdido al arte, Hipocampo, Perú, 2015, 93 p.

Desde su título, que perfila el contorno 177

de una sintaxis alterada, Facción de im­ perdido al arte, del poeta peruano Salo­ món Valderrama (Chilia, 1979), quien se dio a conocer en la escena literaria del Perú con el poemario de corte neo-ba­ rroco Amórfor (2008), se concibe como una máquina de guerra situada en el bando opuesto de los valores establecidos por el arte y la literatura occidentales. Es­ tos poemas recorren velozmente los tra­ zos abiertos por sus propias líneas de fuga, desplazándose hacia territorios ante­ riormente inexplorados, donde el trabajo verbal con materias regenerativas libera múltiples campos asociativos hacia el revés de lo escrito y aceptado como verdadero: “Perú mordaz historia o total falsedad.” A diferencia de esta falsifi­ cación histórica, los poemas se convier­ ten en recintos elásticos que se mueven entre arenas contrarias (“anverdad”, “antípoda”, “antipoesía”) para superar estrictas clasificaciones que limitan la proliferación del deseo y la libertad hu­ mana. Estas máquinas combativas, que disparan palabras que se afanan por dotar al lenguaje poético de una carga inédita –“Ella misma [la palabra] se inventa en la guerra / Ella misma es el invento que juega”–, encarnan lo que todavía se resiste a ser asimilado al sis­ tema (lo “imperdido”), aquello que el poder no ha podido domesticar ni lin­ güística ni culturalmente. De esta pro­ puesta literaria brota una vida material en movimiento que canaliza, en distin­ tas vertientes, para arrojar una imagen (tamizada por el lente de la literatura) 178

más compleja de la existencia, una suer­ te de “poesía vida polimórfica”. El primer poema, “Las flores negras”, un soneto de versos endecasílabos, con­ densa acertadamente la búsqueda formal que el arte de Valderrama ha emprendi­ do en este volumen. Este texto propone la metáfora del ejercicio literario como un campo tensional donde las restric­ ciones se desmontan para ramificarse hacia lo ilimitado. El trabajo del poeta (descrito como un “viajero manco”) se codifica en un acto productivo que ope­ ra sobre las materias descompuestas e inertes de la realidad para dotarlas, por medio de la poesía, de una nueva pre­ sencia que, a caballo de su dinámica vitalidad, se desplaza por los “valles si­ derales”. La vida, vista desde el terre­ no poético, se entiende como un “viaje infinito” cuyo recorrido se esboza en la figura de la “hidra”. Es decir que, a semejanza del brazo mutilado del es­ critor, quien es capaz de “juntar” pie­ zas disociadas en un mismo espacio, la cabeza cortada de la realidad-hidra, en lugar de limitar la expansión del sen­ tido, se bifurca en nuevas formas que renacen constantemente: “Las muertas en el pecho crepitante / Del juntador de naves y de piedras / Aquel que será ma­ dre de las hidras”. De manera similar, la misma estructura del soneto se re­ formula para proponer un lenguaje ex­ plosivo que se materializa a lo largo del poemario. Por este procedimiento, los poemas que siguen se componen, mayor­ mente, de versos extensos que fluyen sin

tregua, absorbiendo y canibalizando todo lo que encuentran a su paso: “Elijo mi libertad para jugar fútbol todos iguales / Con sangre y sin sangre en moto camión triciclo convertible bicicleta limosina / Tren avión patines camioneta helicópte­ ro skate combi cohete o bus.” En este sentido, el proyecto de este lenguaje rizomático radica en desman­ telar todo atisbo de ley que ha sido im­ puesto para regular el libre movimiento del cuerpo y el deseo. Así, la voz poé­ tica se autodefine como un sujeto que ha perdido la noción de contacto, ple­ no y primordial, con la naturaleza y su entorno, y se encuentra habitando un mundo ceñido por diversas camisas de fuerza (culturales, sociales, históricas, políticas). La lucha contra el constreñi­ miento verbal cobra peculiar valor en el libro: “Y no entiende que ahora su lengua materna lo domina / Que ya no es bilingüe sino convencido o adapta­ do monolingüe.” El bilingüismo a que hace referencia esta cita apunta, en realidad, al hecho de que en la esfe­ ra pre-simbólica el individuo posee un bagaje más amplio de “lenguajes” (no codificados) que le permiten procesar, por asociación, los objetos o fenómenos incomprensibles de la naturaleza. Por ejemplo, para nombrar la “granadilla” el niño dirá “esa fruta que parece vi­ drio”. Sin embargo, al ingresar al mun­ do de la cultura toda esta creatividad es censurada y uno debe adaptarse a lo determinado por los códigos. Desde la línea ideológica del poemario, los lec­

tores son expuestos a mecanismos para recuperar ese punto inicial de intimi­ dad con formas sumergidas e invisibi­ lizadas por la norma dominante, que a menudo se identifica con un patrón occidental que por siglos ha marginado la “cultura vernácula”. De esta manera, la imposición en América Latina de la cultura y literatura europeas –y norteamericanas por exten­ sión, desde el periodo colonial hasta la situación globalizada del siglo xxi–, ha devenido en producto estéril, incapaz de traducir la complejidad polifónica del “mágico abrazo marrón” latinoamericano. Como condena el poeta: “Todo o nada biología de hombre europeo que derivas nada.” Por el contrario, el énfasis pues­ to en la centralidad de los Andes, como lugar desde donde irradia el discurso lírico, resulta capital para comprender la pigmentación “marrón” que cubre a la voz poética de Valderrama. Esta carac­ terística, además de ser una marca ra­ cial distintiva –“por ser marrones de piel”–, cobra protagonismo al erigirse como eje que articula la columna cen­ tral del libro, otorgando a las palabras un carácter propio, indesligable de la perspectiva biológica y vivencial desde la cual se construye esta poesía, la cual pasa a ser definida como la “Composi­ ción de hombre marrón”. La voz poéti­ ca se embarca, entonces, en una labor deconstructiva de su propia imagen, que había sido modelada por pautas forá­ neas para tender puentes sanguíneos hacia el pasado, los cuales dibujarían 179

una semblanza más apropiada de su herencia nativa. Por esto, el individuo mismo debe estar alerta a la aparición de esquemas importados que intentan apoderarse de sus costumbres como matices incrustados en su piel: “Marca de blanco en mi cigarro que enfumo / –To­ das las veces solo– / Y así soy el arquetipo social la foto bella.” Incluso el paradigma de la belleza clá­ sica debe repelerse con una incontenida potencia sexual: “Para una falsa Afro­ dita me pintaré / Maniatado / Y todavía a tres guardianes portentos / Eyacularé las cuatro veces seguidas.” Con estos elementos de juicio se puede trazar un mapa de la genealogía de Valderrama dentro del panorama literario peruano: en este diagrama, las voces híbridas de Huamán Poma de Ayala, Vallejo, Argue­ das y Churata instalan su matriz medular para componer un tramado polifacético que dé cuenta de la riqueza de la acti­ vidad literaria y urja a la “advenediza América” a dirigir su curso en busca de cauces más auténticos. Vale la pena sa­ ludar la publicación de este bien pensa­ do libro de Salomón Valderrama, quien entiende la poesía como una labor se­ ria y responsable con el lenguaje, como una actividad de artesano que busca entroncar su arte con una tradición lite­ raria, latinoamericana y universal, vital y profunda. En esta vena, y a contraco­ rriente de la ligereza e inmediatez que amenazan a la literatura en esta época virtual, resulta alentador leer las recien­ tes declaraciones del poeta, concedidas al 180

escritor Miguel Ildefonso para la revista en-línea Letras.s5 acerca del necesario espíritu autocrítico para producir una obra madura y significativa: “La poesía es trabajo, es aprendizaje más trabajo, autosacrificio y autosatisfacción, pero trabajo crítico también (y esto más a tra­ vés del tiempo). Hay que aprender a bo­ rrar y esto es arduo y cuesta (tiene que ser así), al filo de la razón a veces, pero hay que aprender a ver las cosas re­ partidas en el arte y sobre todo porque estas cosas están vivas y son objetos de deseos solitarios y solidarios.”

La noche que nunca ha gestado el día en cuartos oscuros R osana R icárdez Jorge Marchant Lazcano, Cuartos oscuros, Tajamar Ediciones, Chile, 2015, 238 p.

La soledad, la oscuridad del ser, la belleza y la muerte son elementos que permanecen, tras cuatro novelas y al menos treinta y ocho años de escritura, en Jorge Marchant Lazcano. Existen escritores obsesionados con ciertos te­ mas, pero lo que él hace es un repaso de manera diversa, rayano la experimenta­ ción, para ver de qué forma existe un acercamiento más a la literatura –qui­ zás al público– y a él mismo, acaso su personaje.

Cuartos oscuros, última novela pu­ blicada del escritor, es una especie de continuidad de temáticas anteriores: la tragedia de no encontrar un lugar en este mundo, la búsqueda de uno y del amor, la posibilidad de éste y, sólo como ingrediente añadido aunque planteado de manera directa, la homosexualidad. Desconozco si el escritor (Santiago de Chile, 1950) tenga las obsesiones del pro­ tagonista de su última novela –¿quién no se pregunta por la existencia del amor?–, aunque es reconocible la per­ sistencia de temas que aborda desde los primeros libros. Quizá todo sea la constante relectura de uno solo, quizá sólo una forma más de las mil existen­ tes en que se puede contar una historia. Es obvio que los autores crean per­ sonajes para sus novelas –lo que de au­ tobiográfico pueda tener un relato es punto y aparte, no interesa–, y que es in­ evitable reconocerles algunas obsesiones temáticas, pues suelen ser éstas los hi­ los conductores de sus obras. Marchant Lazcano construye personajes alrededor de la muerte, pero también para la muer­ te. Si se compara con Sangre como la mía (Tajamar, 2006), en Cuartos oscuros es posible advertir una soltura más lo­ grada y ausencia de pudor cuando es necesario, además de una profundidad en el tema de la soledad en el mundo homosexual; inclusive no deja de ex­ trañarse la precisión de frases cortas y directas, así como la tragicomedia. Una ojeada a su obra bastará para encontrar el hilo: La Beatriz Ovalle o

cómo mató usted en mí toda aspiración arribista es su primer novela. Original­ mente publicada en Buenos Aires en 1977 (en 2016 saldrá una reedición en Chile), la novela bien puede ser considerada de formación pues sus líneas revelan la arribista vida de Beatriz Ovalle y, de paso, familia y allegados. La protagonista y su forma de actuar son la metonimia de la creciente burguesía chilena. De ma­ nera naïf, detalla la vida de la menor de los Ovalle; la Ovalle es una familia que asciende en la escala social por el trabajo pero también por las relaciones políticas y sociales. La narración in­ tercala cartas de la protagonista a su confidente, un homosexual en ciernes –nunca de manera abierta–, así como fragmentos de su diario íntimo –escrito desde 1958, cuando Beatriz tiene once años–. El lector descubre poco a poco cierta inocencia que, con el tiempo, se torna arribismo. La obra detalla los cómo de su conversión, quizás el motivo de la censura durante el régimen militar pi­ nochetista. La Beatriz Ovalle… está cargada de sentido del humor y drama. He ahí la tragicomedia en un país de eufemismos y de suertes, donde el destino estará echado dependiendo de la repetición de consonantes en el apellido: Larraín, Yrarrázabal, Carrera, Ovalle… Lo contra­ rio es la muerte. Así, Francisca Aguayo, pese a ser dueña de fundo al comien­ zo de la historia, está predestinada al fracaso sólo por su apellido. La Beatriz Ovalle… muestra, de manera jocosa, una 181

burguesía con aspiraciones que prefiere morir en el intento antes que saberse condenada a la exclusión de los círcu­ los cuicos, porque no sólo se trata de evitar a toda costa la pobreza sino de pertene­ cer a los ricos. La noche que nunca ha gestado el día (Ediciones Cerro Santa Lucía, 1982) es ya una probadita de las obsesiones del autor –y de esa nouvelle, ya al me­ nos hace tres décadas–. El tema es todo menos fortuito. La lectura de la obra da cuenta de ello. Sus personajes son más pueblerinos y cándidos pero conocen lo que sienten, intuyen lo que son y sa­ ben que no pueden desenmascararse porque eso significaría un final adelan­ tado. La homosexualidad está presente en La noche que… pero nunca de manera transversal, sólo tiene algunos pasajes donde la amistad entre dos hombres pue­ de ser considerada… curiosa. Incluso puede ser una cuestión de afectos, de su delimitación, sin ser homosexualidad. En un lugar de apariencias está prohi­ bida la revelación; sólo puede llegar a insinuarse. Y esta obra temprana lo hace de forma excelsa. Lenguaje preciso, sin sobrantes, con alusiones que el lector toma al vuelo. La nouvelle relata en apenas 66 pági­ nas la vida de un joven de Valparaíso, en­ tre las décadas de los treinta y cuarenta del siglo pasado, y su primer encuentro con un joven judío alemán que intenta refugiarse en el Chile del nacionalso­ cialismo. El fin es irremediable: para 182

esa época una especie de nazismo ha llegado a Latinoamérica y sus tentácu­ los alcanzan al judío hasta aniquilarlo. Cuartos oscuros, por lo contrario, gana detalles, se quita tapujos, explora y con ello se destapa, pues habla de un homo­ sexual portador del vih de manera abierta, tan abierta como anda hoy en la calle –casi– cualquier portador del virus con recursos para costear los retrovirales. No obstante, tal vez a causa de esos mismos detalles, la obra pierde soltura, agilidad y espontaneidad. De hecho, los dos primeros capítulos se acercan más a un ensayo o incluso a una declaración de motivos. La historia es una de amor, uniperso­ nal, erótica y descriptiva –cuyos pasajes son capaces de transmitir hasta el tufo de los cuerpos sudorosos–, emanado de la fantasía de alguien que ronda los 60 años y decide quemar las naves en su país natal para mudarse a Nueva York –miserable ciudad donde se vive una vida mucho más cercana a Latinoamérica, se­ gún Marchant Lazcano–, donde puede recibir los medicamentos para contrarres­ tar el vih que porta, y morir. Es una no­ vela sensual, cuyo protagonista recorre literalmente los caminos de un amante de ocasión, con quien se topa en un cuar­ to oscuro cuando busca sexo en lugares públicos. Si bien el detonante de la novela está constituido por fragmentos de la vida del escritor cubano Reinaldo Arenas, Cuartos oscuros advierte dos influen­ cias evidentes: Manuel Puig y el cine,

aunque puede ser vista como una sola. No sólo menciona a Puig sino que éste es uno de los hilos conductores de la historia, pues igual que el protagonis­ ta vive en Nueva York, es homosexual, escritor y aficionado al cine.1 Antes de Puig y la homosexualidad, me refiero al cine. Es innegable no sólo porque Marchant Lazcano es un cono­ cedor que, además de manejar nom­ bres de actores y películas y saber de crítica cinematográfica, construye su li­ teratura desde el cine: imágenes –a ve­ ces blanco y negro–, muchas imágenes. Y pese a que Cuartos oscuros es menos cinematográfica en su redacción –hay construcciones o pasajes largos de los que se podría prescindir–, persisten las referencias a la cultura pop y al cine ho­ llywoodense, así como a pintores como Hopper. Si reitero la homosexualidad de los personajes y de los escritores menciona­ dos es por el planteamiento de la novela, cuyo argumento reside en la soledad de la recta final de la vida de homosexuales portadores de vih. A partir de esto, ¿puede leerse Cuar­ No deja de llamar la atención que Rei­ naldo Arenas, así como los protagonistas de la novela, eran portadores del vih, lo que pudie­ ra leerse como una hipótesis del autor en tan­ to Puig también pudo haber sido portador, aunque se sabe que falleció de un infarto al miocardio. Por supuesto, esto no tiene tras­ cendencia para la obra literaria de un autor –en el caso de Puig–, pero sí en el trazo que Marchant Lazcano hace de los personajes. 1

tos oscuros como una novela gay? Fran­ camente, una lectura así le impone cua­ dratura a algo que es más bien cilíndrico; y aunque una lectura así me produciría somnolencia no me exime de un análisis desde la tradición de la llamada nove­ la gay.2 El nombre se debe, entre otras cosas, al contexto en que es bautizada: segunda mitad del siglo xx. El objetivo de los escritores es construir identidad. Entre sus características se encuentran la renuncia a los derechos que otorga la normalidad, la convención social, en busca de otros caminos; además, el he­ donismo, el individualismo, las efíme­ ras relaciones afectivas, cierta omisión de figuras femeninas, la felicidad mo­ mentánea, el carácter lúdico y el culto a la belleza física. Respecto al culto por la belleza física, el escritor no hace sino colocar frases e imágenes que tal vez no se piensen desde el amor homosexual sino desde estereo­ tipos: “En efecto, el sexo entre mari­ cones está permitido, impúdicamente, sólo para varones jóvenes y apuestos”, o “Los homosexuales no hacen el amor, En México, Luis Zapata publica El vam­ piro de la colonia Roma en 1979. Un análi­ sis interesante es “El vampiro de la colonia Roma: literatura e identidad gay en México”, de Rodrigo Laguarda. En Chile, Marchant Lazcano en la misma época publica, desde Buenos Aires, en 1977, debido a la censura del gobierno militar, La Beatriz Ovalle…, donde ya dejaba ver algunos personajes con rasgos homosexuales, nunca dicho de mane­ ra abierta. 2

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tenemos sexo. Y a veces, en ese ejercicio de impiedad, logramos enamorarnos”. También se permite arrebatos como éste: “La soledad es parte de la vida, la más dura, me dije, aunque no estoy seguro que, al hacerse mayor, uno tenga necesa­ riamente que estar más solo. Sucede que la soledad se hace más visible, uno se da mayor cuenta de ella. Yo me arreglaba con mi soledad en Chile, a medias. Pero en ese cine en Queens comprobé una vez más que la soledad homosexual provie­ ne del rechazo sexual. No tanto de la represión como del envejecimiento. Todos esos viejos parecían verificar algo que es­ cuchamos a cada rato: los gay parecen darle más importancia al sexo.” Pero si lo lúdico y el culto a la belleza destacan en la mayoría de las novelas gay, en Cuartos oscuros se encuentra lo contrario: la proximidad del fin y la es­ peranza de un instante que haga sentir vivo al personaje porque la muerte es irremediable no porque se la exalte, sino porque es el último estadio del proceso de un portador del virus. Así pues, más que la homosexualidad de los persona­ jes, la trascendencia de la obra radica en los temas de fondo, los siempre cues­ tionados: la soledad de los amantes, la exis­ tencia del amor o su ausencia, la búsqueda de la felicidad, el suicidio y la muerte. El personaje busca algo que lo man­ tenga ocupado en medio de la rutina diaria del tratamiento médico y del re­ corrido de una ciudad tan caótica como cualquiera de Latinoamérica, con las mismas desigualdades y capacidad de 184

marginación y soledad. En esa ciudad, sólo en los cuartos oscuros es posible conseguir un poco de felicidad, en el anonimato de los cuerpos deseosos y deseados sujetos al momento, siempre al filo de la navaja. El protagonista re­ gresa a Puig constantemente porque busca “temas que me hablaran de situaciones desesperadas parecidas a la mía”. Ya no busca sangre como la suya, únicamente busca momentos en cuartos oscuros. Quizá cuando uno está más próximo a descubrir la fecha de defunción el pano­ rama se aclara y puede vivir en el límite. La tesis y estrategia de Marchant estri­ ba en quemar cada día las naves de su personaje. Lo hace cuando el protagonis­ ta deja su vida en Santiago y se muda a Nueva York. Es un hecho que a lo largo de la novela existe una constante ten­ sión entre las ganas de vivir y de morir: “No tenía mucho sentido haberme desar­ mado todo, instalándome en Nueva York, para apenas dejarme morir en territorio ajeno. Para morir, no había como Chile. No debe existir en el mundo otro país en donde circulan tantos muertos en vida.” Es la búsqueda de libertad lo que impulsa a la gente a quemar las naves. El protagonista da rienda suelta a su hipótesis de vida a partir de El halcón maltés, de Dashiell Hammett, al citar que un padre de familia se atreve a de­ jar todo para comenzar desde cero. Es una especie de “mirada en la vida del individuo que permite ver el mecanis­ mo del hombre, lo que somos, de qué estamos hechos, cómo vivimos, cómo

morimos. Mr. Flitcraft huye. Aquella fuga tal vez sea la fantasía más recurrente del ser humano en todo momento y en todo lugar”. Lo que Marchant plantea es una vuel­ ta de tuerca a la vida de Mr. Flitcraft, tal como lo hace Paul Auster en La noche del oráculo, sin lograrlo, de acuerdo con el personaje chileno. Además de lo furtivo e instantáneo del encuentro, los cuartos oscuros sugieren cierta ceguera. Por un lado, no importa ya quién toque o a quién se toca, pero por otro sugiere la idea de dejarse conducir en la vida casi a tientas, sin saber nada más del otro. Eso es lo que sucede con el personaje. No es fortuito que el por­ tador de vih que encuentra en el centro de atención Gay Men Health Crisis sea un ciego, Pat Venske, quien muere tem­ prano en la novela y es convertido en un espejismo, idealización del protago­ nista, al que pretende alcanzar a cada paso: “Por esas absurdas fantasías que inventaba cada tanto desde hacía mu­ cho tiempo, pensé que podía enamorar­ me de él y estar a su lado, acompañarlo, ayudarlo a desnudarse y conducirlo a la cama, recorrer su cuerpo con mis ma­ nos, si él me lo permitía.” Decide quemar sus naves de nuevo y perseguir al ciego durante largo tiem­ po hasta darse cuenta que de él sólo queda un viejo departamento. Distanciados de lo gay, Marchant no pierde ocasión de pensar su país desde la lejanía física. Los dos primeros capí­ tulos constituyen, más que novela, una

reflexión social y el proceso de escritu­ ra, aunque en toda la obra inserta gui­ ños al lector que lo hacen más partícipe del relato del protagonista. La particu­ laridad de estos primeros capítulos es que pareciera ser la voz de un escritor chileno –no de un personaje, acaso un personaje bien construido– de una ge­ neración hoy ya mayor que cuestiona la dictadura porque en su juventud la padeció (a diferencia, por ejemplo, de los personajes de Alejandro Zambra, cuyas voces son aún infantiles): “Al comien­ zo, quizás pocos lograron darse cuenta de esto, fascinados con la idea de las recientes libertades adquiridas, luego, avanzado ya el nuevo siglo, el espanto sobrevino al comprobar que la transición a la democracia había sido un siniestro pacto: como si el dictador hubiese so­ brevivido como un inmortal titiritero de­ moníaco que movía los hilos y todos los civiles naufragaran como monigotes des­ calabrados bailando sobre el pobre esce­ nario de la patria. Pero esto es asunto de resentidos, malhablados, extremis­ tas y paranoicos. El Chile biempensan­ te, el Chile conservador, dice que todo se hizo correctamente y aguarda por un futuro luminoso.” Seguramente, el personaje se atre­ ve a decir eso porque está ya fuera de Chile y de los alcances de esa sociedad que critica, se atreve porque ha que­ mado sus naves y, viva o muera, está ya fuera de ese país. Marchant goza de esa libertad para hablar porque, tal como sus personajes, vive entre dos aguas. 185

Sobre el estilo tardío de Alberto Manguel F rancisco S erratos Alberto Manguel, Curiosidad. Una historia natural, Almadía, México, 2015, 567 p.

Uno de los lugares comunes del arte moderno descansa en el culto a la ju­ ventud y la genialidad en detrimento de la sabiduría. Son dos cosas distin­ tas: la sabiduría es un concepto que tiene que ver con la experiencia, con la edad, con la reflexión y la acumulación de las lecturas. La Antigüedad está po­ blada de viejos sabios, de pensadores que parecen haber nacido barbados y calvos. En la modernidad, por el con­ tario, sobre todo en nuestra época de precocidad mediática, se ha sepultado la sabiduría y se aprecia, al menos desde Rimbaud, la figura del genio: la ruptu­ ra, la rebeldía, la vanguardia y la juven­ tud. Los escritores de hoy no ansían volverse clásicos, aunque parecen des­ bocarse por la contemporaneidad, por la innovación y la ruptura de la tradi­ ción. Piensan que, al romper con sus predecesores y no reconciliarse o reco­ nocerse en ellos, alcanzarán la inmor­ talidad; pretenden proyectar al futuro la imagen de su vigor y no la de su de­ cadencia creativa. ¿A quién le interesa ser sabio, recatado y asceta cuando se puede estar mejor bajo las luces, en las portadas de las revistas, en las mesas de presentaciones y ferias del libro 186

como la nueva revelación de la letras? Sospecho que esta idea en el arte mo­ derno y su injusto culto por la novedad, vanguardia y juventud, erróneamente aso­ ciadas, se deriva de ese famoso ensayo de Adorno dedicado al Beethoven tar­ dío, ya sordo y a punto de la muerte, donde escribe la aciaga frase que ha sido malentendida por repetida: “En la historia del arte, los trabajos tardíos son catástrofes.” Una frase que inspi­ ró, por cierto, un famoso seminario en la Universidad de Columbia del crítico Edward Said, quien a principios de la década de 1990 lo tituló “Last works/ Late style” y que una década más tar­ de, en 2006, fue publicado como Sobre el estilo tardío. Música y literatura a con­ tracorriente. Para Adorno, el estilo tar­ dío, lejos de significar la decadencia del artista o la pérdida de su maestría, anuncia la síntesis de un trabajo previo y la obcecación por concluir otro traba­ jo que a final de cuentas, por las leyes de la vida, siempre queda inconcluso, pero que por esta razón, por el desorden y el aparente fracaso que presenta, pre­ figura el arte por venir que completará aquello inconcluso. La obra tardía de Beethoven, fraccionada e “incomple­ ta”, es el prefacio de la música moder­ na y predice la llegada de Schoenberg. Las obras tardías no son el estertor del artista sino el comienzo de algo, el prólogo que comenta el porvenir, y por tanto son excéntricas, fragmentarias y de renuncia: son el rechazo de lo nor­ malmente aceptado porque son capri­

chosas. Said lo resume de la siguien­ te manera: “El estilo tardío acontece cuando el arte no abdica de sí mismo en favor de la realidad.” En otras pala­ bras, cuando el arte reniega de lo con­ vencional. Alberto Manguel es un ensayista cuyo estilo nació con canas, viejo y tardío. Es un autor al que no le da miedo ser clási­ co y sabio antes que moderno, barbado y gordo antes que joven y apuesto. No es que renuncie a su realidad ni a lo (pos) moderno, sino que los observa con una mirada clásica, diferida en el tiempo. Manguel es el tipo de humanista que (Harold Bloom lo lamenta) está a pun­ to de desaparecer: piensa que algo tan devaluado como la lectura y los libros considerados clásicos pueden ofrecer­ nos un sentido de la existencia en un mundo que se desboca hacia la cons­ tante necesidad de la innovación y la velocidad. Si en Historia de la lectura (libro que lo coloca, junto a Anthony Grafton y Roger Chartier, sin olvidar a Susana Zanetti, quien ha estudiado el tema en Latinoamérica, como uno de los estudiosos más importantes sobre el acto de leer en Occidente) explora la forma en que esa simple actividad fundó las visiones de pensadores que cambiaron la historia con sus ideas, ahora, en su último libro, Curiosidad. Una historia natural, Manguel se presenta a sí mis­ mo como un lector común, aficionado más que profesional, que llevado por la curiosidad encuentra en los libros alternativas para las cuestiones esen­

ciales de la vida, en particular uno: la Divina comedia, de Dante. Pero Curiosidad no es otro libro sobre Dante, sino un libro a propósito de Dante. En otras palabras, Manguel parte de la Divina comedia para asediar, no res­ ponder, preguntas sencillas que pudie­ ran parecer trilladas: ¿quién soy?, ¿qué hacemos aquí?, ¿qué es un animal? o ¿por qué suceden las cosas? Digo no responder porque para Manguel la lite­ ratura “no es ‘la respuesta del mundo’, sino más bien un tesoro formado por más y mejores preguntas”. Preguntas incó­ modas, algunas, que ponen en el comal los valores éticos en que está sustentada la sociedad de hoy. La ética, me parece, es el tema que atraviesa todo el ensa­ yo de un Manguel preocupado por los problemas que agobian la ciencias y las humanidades modernas, cada vez más en pugna. El feminismo, la bioética y el cuidado de los animales, la mise­ ria económica, la obesidad informativa aparecen en las páginas de un libro que pasa, con la naturalidad que sólo los grandes ensayistas cultivan, de la con­ fesión a la disertación filosófica y de la anécdota a la crítica literaria. De esta manera, al utilizar la Divina comedia para asediar esas preguntas, Manguel la eleva a categoría de un libro sagrado, no por su contenido religioso o dogmático, sino por la capacidad que ofrece a los lectores modernos de plantear pregun­ tas clásicas para respuestas modernas. Así, lo que Manguel se propone es ofrecer una antropología de la curiosi­ 187

dad, con la amena exhaustividad que caracteriza su obra, sin caer en el aca­ demicismo o la historiografía y, por el contrario, opta por el sinuoso camino del ensayo, por la confesión y la inda­ gación de las preguntas que más lo se­ ducen. Se deja llevar por la casualidad de los hallazgos antes que por la rigu­ rosidad de los temas. Para Manguel, las curiosidad nos reduce a lo más elemen­ tal de nuestra humanidad: es el origen de nuestras más memorables y amadas experiencias, pero al mismo tiempo puede ser el origen del sufrimiento y la decepción. La curiosidad es la frontera de las limitaciones humanas, nos lleva a los extremos y a las profundidades. Dice Manguel en el segundo capítulo de Curiosidad… que el héroe mítico Ulises representa (para Dante) la am­ bición por saber más, por cruzar una línea que rebasa nuestra capacidad y nos hace perder el suelo. La curiosidad que espoleó la condena de Ulises es la misma de Eva y de Pandora: “la divini­ dad confirió a la humanidad el don de querer saber más y luego la castigó por intentarlo”. Al mismo tiempo que nos eleva, la curiosidad nos pudiera arras­ trar a la caída. La curiosidad es el leit motiv de la Divina comedia porque Dante, para con­ tar su viaje por los círculos del infier­ no, el purgatorio y el cielo, recurre a las preguntas sencillas. Interroga, a veces inocente y otras maliciosamente, a las almas que se topa en el camino. Ge­ nera un diálogo que, para Manguel, es 188

en donde radica la forma que se puede llegar al conocimiento: en la interac­ ción humana que conduce a la mutua comprensión. Ser escuchado, pero tam­ bién saber escuchar. Desde Sócrates hasta la sonda Curiosity, que explora la superficie del planeta Marte, la cu­ riosidad ha moldeado la historia de los descubrimientos científicos y humanís­ ticos porque espolea la inquietud por desear saber más, llegar a un punto para llegar a otro ad infinitum: “La pregunta de cómo encontrar la cura de enfermedades –dice Manguel– susci­ta la pregunta de cómo alimentar a un po­ blación que no deja de crecer y enveje­ cer; la pregunta de cómo desarrollar y proteger una sociedad igualitaria sus­ cita la pregunta de cómo impedir la de­ magogia y la seducción del fascismo; la pregunta de cómo crear empleos pue­ de tentarnos a ignorar el respeto a los derechos humanos y la forma en que puede afectar el mundo natural que nos rodea; la pregunta de cómo desarrollar tecnologías que nos permitan manejar cada vez más información suscita la pregun­ta de cómo acceder, depurar y no abusar de esa información; la pregunta de cómo explorar el universo descono­ cido suscita la incómoda pregunta de si los sentidos humanos son capaces de comprender lo que descubramos en la Tierra o en el espacio exterior.” El humanista y académico Robert Po­ gue Harrison dice en Juvenescence: a cul­ tural history of our age, un libro acerca del malestar juvenil de nuestra época,

que mientras el genio libera las nove­ dades del futuro la sabiduría sustrae los legados del pasado pero los renueva en la medida que los transmite. Curiosidad… puede leerse bajo esta premisa y, más aún, me animo a decir que completa la tarea del gran maestro de Manguel: Borges. Esto lo infiero por dos razones. La pri­ mera, que tiene que ver con Manguel como lector, es la conocida anécdota que cuenta Pogue en la reseña del mismo li­ bro: cuando Manguel tenía 16 años traba­ jaba en la librería Pygmalion de Buenos Aires, a la cual Borges acostumbraba ir, pero ya rondando los 60 años. Al igual que Beethoven, el viejo escritor estaba quedando ciego y necesitaba lectores. El joven Alberto se ofreció, a lo cual Borges aceptó y lo citó en su departa­ mento para que le leyera en voz alta, una actividad que duró de 1964 a 1968. Ésa fue la graduación de Manguel co­ mo lector y los títulos de sus libros lo confirman: A history of reading, A rea­ der on reading, The library at night, A reading diary. La segunda se relaciona con la fas­ cinación de Borges por Dante y la Divi­ na comedia, un interés que se manifestó tempranamente en Borges y tardíamen­ te en Manguel, quien dijo que comenzó a interesarse en el poeta italiano casi a los 60 años, casi la misma edad de Borges cuando se conocieron. El últi­ mo libro de ensayos que Borges publi­ có en vida fue Nueve ensayos dantescos en 1982 (si se descuenta Atlas, de 1984, estampas de viajes que hizo al lado de

María Kodama), ensayos a los cuales cabe aplicarles la ley adorniana de la obra tardía: un libro compilatorio, más memorioso que lúcido en algunos pa­ sajes que el mismo Borges modificó y, en cierta medida, repetitivo porque no agrega cosas relevantes. Es la obra de un anciano que relee en la misma for­ ma que recuerda. A pesar de ello, lo que impera en los ensayos dantescos es, una vez más, la experiencia de Borges como lector: recuerda pasajes y los co­ menta, cita a otros autores y rememora momentos de su vida, dejando de lado la rigurosidad bibliográfica. El Manguel lector, por el contrario, menos temeroso de la bibliografía so­ bre Dante, toma los cantos de la Co­ media como mero motivo en la misma medida que Borges, mas no se limita a comentar sino que va más allá: ensaya el poema. Por un lado, Borges se centra en los detalles para llegar a una revela­ ción metafísica o mística; Manguel, por su lado, se desentiende de la revelación y opta por la curiosidad, deambula –al igual que Dante– por los vericuetos del poema, sin la intención de llegar a un final. Curiosidad es la obra que com­ pleta aquellos ensayos dantescos y es como si Borges, rejuvenecido, encon­ trara en la Divina comedia las nuevas inquisiciones de nuestro tiempo. Más que ser una “obra de madurez” –frase errada de la misma crítica contempo­ ránea que relaciona la vanguardia con la juventud–, Curiosidad es el posfacio de un trabajo previo, pero asimismo el 189

prólogo de algo por venir. Se coloca en el intersticio de las grandes obras que cierran y abren época, que no reniegan de la tradición sino que la integran, de forma crítica, en su naturaleza.

El trazado de un conjunto vacío E duardo S abugal Verónica Gerber, Conjunto vacío, Almadía, México, 2015, 215 p. La soledad es invisible, se atravie­ sa sin saberlo, sin darnos cuenta. Al menos esta de la que hablo. Es una especie de conjunto vacío que se instala en el cuerpo, en el habla, y nos vuelve ininteligibles. Verónica Gerber

Pienso el libro de Verónica Gerber como algo silenciado que intenta hablar, o como una energía que vibra entre lo vi­ sible y lo invisible. Y lo pienso también como una poética de los trazos, o como el archivo de diferentes trazos incon­ clusos o, para seguir ampliando la me­ táfora en círculos expansivos, pienso el libro de Gerber como el trazo del traza­ do de líneas que imposiblemente (nos) definen y definen (nuestras) relaciones. Trazos momentáneos y entrecortados que terminan siendo vagas señales de que allí hubo un flujo turbulento. 190

Al terminar de leer Conjunto vacío, persiste la sensación de que aquellas aporías que salvaguardaban los lími­ tes de (nuestra) identidad están hechas añicos. Algo se ha roto por dentro, como cuando asumimos una muerte sin com­ prenderla aún. Aquellas fronteras que deberían delimitar lo que nos es pro­ pio, y aquello también a lo que perte­ necemos, se difuminan, se desdibujan. Y esa borradura nos pone en riesgo. Asistir a la lectura de Conjunto va­ cío es como intentar seguir el trazado de una mano que dibuja sobre una su­ perficie, al mismo tiempo que otra mano la interrumpe constantemente para des­ viarla o detenerla y obligarla a dejar de dibujar. Una mano enferma que empu­ ña el lápiz para escribir o dibujar los lí­ mites de algo o de alguien; y otra mano sana que detiene ese trazado, porque sabe que es imposible decir o dibujar aquella ausencia. Es lo que Blanchot llama el fenómeno de prensión perse­ cutoria, sólo que el dominio del escri­ tor no pertenece a la mano enferma que escribe sino a la otra, la que no escri­ be, la que es capaz de intervenir en el momento necesario para tomar el lápiz y apartarlo de la mano que empuña el lápiz. El dominio de Gerber en Conjunto vacío es el de poder dejar de escribir, interrumpir lo que se escribe. Dejar en suspenso los recortes, los cruces, las intercepciones de los conjuntos. Para Blanchot, escribir es interminable, in­ cesante, y es ahí, en eso que no cesa,

donde la soledad alcanza al escritor y se le revela mediante la obra. Pero el escritor surca su obra sin darse cuenta, porque la obra misma lo expulsa, no lo guarece, no se convierte en búnker. De igual forma, los personajes-conjunto de Gerber descubren, siempre a posteriori, su propio trazo, los dibujos que formaban con los otros, las heridas que hicieron o que sufrieron sólo aparecen después, con las cicatrices, porque la cicatriz es otro tipo de trazo. Una Verónica cruza su obra sin dar­ se cuenta, la otra diagrama su historia sin saberlo, porque “Todas las cosas se des­ cubren después. La soledad, por ejem­ plo”. Pensé irremediablemente en la voz en off de La jetée, de Chris Marker, que comenzaba diciendo que “Nada distin­ gue los recuerdos de otros momentos: no es sino más tarde cuando se los re­ conoce, por sus cicatrices”. Como en “El hacedor”, de Borges, donde se descubre que el laberinto de líneas que dibuja­ ron nuestros pasos en el mundo trazan la imagen de nuestra cara. Al fin y al cabo, el dibujo de un conjunto corres­ ponde a la búsqueda de una huella o a la representación de una pregunta que estaba ya inscrita en nuestro rostro y en los rostros de los demás, en las fac­ ciones y los gestos de nuestro hermano, nuestra madre, nuestro amante. Trazar los contornos de los conjuntos y de los universos a los que estos perte­ necen o han dejado de pertenecer, como se haría en un diagrama de Venn, trazar nuestros pasos que se juntan con los de

los otros, hacer visibles los límites o las aporías de lo nuestro (casa, país, pare­ ja), representa un problema que se podría expresar como un problema intrínseco al acto mismo de dibujar un umbral o una frontera, que consiste en garantizar, du­ rante el tiempo que dura el trazado, que hay algo así como identidades o ipseidades (pronombres personales, nacionalidades, relaciones familiares o de pareja) que permiten cierta estabilidad, un rostro, y permiten hablar de la mismidad y la otredad, del interior y del exterior. Separarse un poco de la hoja de tri­ play y ver la tinta negra o blanca sobre las vetas de la madera, o ver los límites de lo siempre invisible y movedizo, es un problema mayúsculo, no menor al acto mismo de escribir una novela para contar una ausencia mediante presencias. Gerber, con ambas manos –la enferma y la sana–, intentó un libro-problema o problematizó el libro mismo al asumir esa doble imposibilidad. Verónica, que en un fenómeno de Doppelgänger es dos Verónicas, lo dice: “Es en los lími­ tes donde todo se torna invisible. Hay cosas, estoy segura, que no se pueden contar con palabras. Hay cosas que so­ lamente suceden entre el blanco y el negro y muy pocos pueden verlas.” Esa frontera entre el blanco y el negro es una aporía, un más allá que resulta del imposible franqueo de un umbral. Lo que está en juego no sólo es la experimentación del vacío mismo, sino algo mucho más tortuoso, la experiencia misma del pertenecer o no a un conjun­ 191

to que se disipa, ser o no un conjunto, la experiencia de pertenecer(se) o cru­ zar(se) un conjunto vacío. En ese senti­ do, no es el vacío sino el vaciamiento lo que constituye la derrota, ese proceso de horadamiento por el que algo ter­ mina por despertenecer. La acción de recortar la silueta de alguien en una fo­ tografía tiene algo de siniestro, no tanto por el hueco dejado por ese personaje en el papel, sino por el lento recortar, realizado con una dolorosa minucia. Co­ mo artista plástico que sabe lo que es pintar pacientemente las vetas de la madera en una hoja de triplay, coloca un microscopio (al mismo tiempo, y de forma paradojal, es un telescopio) en esa aporía de los colores fronterizos, en esa suer­ te de invisibilidad, “un espacio sombrea­ do que no alcanzábamos a ver y que, aún estando vacío, siempre significaba algo más”. A pesar del empeño por dibujar la situación, el personaje-conjunto inten­ ta conjurar un proceso de desaparición que ya ha comenzado –y que siempre aparece como recomenzado–, intenta ir en contra de la tiranía del lenguaje im­ puesto, para abogar por un lenguaje pri­ vado e invisible, una lengua particular (del amor o de los árboles) que restitui­ ría el sentido de pertenencia, de refu­ gio y protección. Un lenguaje que, con la extrañeza de un lenguaje siempre otro, siempre extranjero (el epistolar de los amantes y el de los anillos en los troncos), pudiera decir una colección de principios truncos, un final abrupto o una desapa­ 192

rición. Esa subversión del lenguaje tie­ ne una dimensión política, quizás atenuada bajo una veladura muy sutil, de asunto íntimo, de escena familiar. Pero la ma­ dre ha desparecido del búnker, el álbum familiar del búnker se ha terminado de golpe, y esa característica espectral de la madre, no lo podemos olvidar, perte­ nece a la figura del desaparecido, reali­ dad y cicatriz de la mayoría de los países latinoamericanos del Cono Sur que vi­ vieron dictaduras militares. La mención del documental Nostal­ gia de la luz, de Patricio Guzmán, no es casual. A su manera, Gerber también rastrea la ausencia con un telescopio e intenta, nostálgicamente, arrojar luz sobre una zona de invisibilidad, una re­ gión cubierta de hielo o desértica. “Los diagramas de Venn son herramientas de la lógica de los conjuntos. Y la dicta­ dura, desde la perspectiva de los con­ juntos, no tiene ningún sentido porque su propósito es, en buena medida, la dispersión: separar, desunir, diseminar, desaparecer.” El intento desesperado del amor, del trazo secreto de los árboles en su interior, es el de la escritura, el imposible cometido de detener nuestro difuminado. Una dendrocronología le­ trista, un letrismo arbóreo, que nos hace buscar y apartarnos del pórtico del instante, hacia atrás y hacia adelante, pues el amor nos arroja en la circula­ ridad del mundo que se articula como vida-muerte-vida. Ese desierto interme­ dio entre dos zonas de vida, ese aguje­ ro, es lo que no se puede trazar ni leer:

el miedo pánico a lo ilegible se superpo­ ne al miedo a desaparecer, a que todo lo que escribimos termine por borrarse. Por eso las dos Verónicas se empeñan en leer y en diagramar añicos. La lista es ejemplar: una maraña de conjuntos, sub­ conjuntos intercambiables, interseccio­ nes invisibles, inclusiones temporales, disyunciones repentinas. Telescopios, correspondencia desperdi­ gada, libros, árboles, sirven para que Gerber haga que sus personajes se in­ terroguen ellos mismos cuándo empie­ za o termina algo. ¿Cuándo o cómo se empieza a dibujar o borrar algo? Impo­ sible saberlo, pues el faro del fin del mundo no existe, es un timo, igual que la aporía de un pensamiento o un senti­ miento, o el contorno de los conjuntos, que también se borran o se reconfigu­ ran con el tiempo. ¿Dónde empiezas tú y dónde termino yo? La distribución de

los elementos de un conjunto es nóma­ da, los personajes crean espacio pero se distribuyen en el vacío, comunican en el vacío, en la dolorosa diferencia del di­ bujado y el borrado. No pueden tener identidad porque aunque encontraran un hueco de su tamaño, ellos no podrían llenarlo. La distribución nómada de esos elementos-personajes, se puede decir con algunos verbos en infinitivo como eludir, esquivar, desertar, fugar. “¿De qué diablos nos sirven los vestigios de algo que ya no es?”, se pregunta en su fuga pánica y muda hacia un falso fin del mundo, invocando las huellas dis­ persas de una secta invisible que dibu­ ja, como ella, un secreto: Cy Twombly, Ulises Carrión, Alighiero Boetti, Jacques Calonne, Marcel Broodthaers, Carlfrie­ derich Clauss, Mirtha Dermisache, Ro­ berto Altmann, Clemente Padín, Vicen­ te Rojo y Carlos Amorales.

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