Untitled - Revista Crítica

en Inventores de tradición. Ensayos sobre poe- sía mexicana moderna, El Colegio de Méxi- co / Fondo de Cultura Económica, col. Es- tudios de Lingüística y ...
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el sueño de la aldea

Efraín Huerta y el “sentido humano” de la poesía L uis V icente

de

A guinaga

para Carlos Ulises Mata y Emiliano Delgadillo

Si es verdad, como escribió en su momento Wallace Stevens, que la poesía misma es el asunto de todo poema,1 también lo es que cada poeta expresa de maneras distintas, con matices variables y emociones a veces divergentes, las experiencias que la poesía va deparándole con el paso del tiempo. El poema, para decirlo de otro modo, siempre habla de poesía, pero el idioma del poeta (su lengua y, en última instancia, su habla) cambia inevitablemente al filo de los años. Palabra en el tiempo, según la conocida fórmula de Machado, la poesía se transforma en la medida que también lo hacen los materiales que le dan sustento. Autor de muy pocas poéticas en el sentido estricto de la palabra, Efraín 1 “Poetry is the subject of the poem”, verso traducido por Miguel Ángel Flores como “La poesía es el tema del poema” (en Wallace Stevens, El hombre con la guitarra azul y otros poemas, ed. de Miguel Ángel Flores, Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 1988, p. 89).

ø efraín

huerta

Huerta fue un poeta profundamente interesado por la naturaleza y, más aún, por la función de la poesía. Llevando las interpretaciones a un extremo, tal vez –como se verá unas páginas más adelante– Huerta sólo haya escrito una poética: el poema “La rosa primitiva”, de su libro epónimo de 1950. Pero basta un mínimo de atención para entresacar de sus poemas y de sus prólogos y artículos numerosas ideas, todas ellas inteligibles y significativas, acerca del oficio poético. El nombre de Huerta está indisolublemente ligado a los “poemínimos”, esos chispeantes latigazos de subversión y desmontaje discursivo. Para comenzar estos apuntes, quiero referirme a un poemínimo en que Huerta juguetea con un eslogan comercial para sugerir (medio en broma, medio en serio) una clarísima noción de la poesía. Está en su libro de 1974, Los eróticos y otros poemas, y se titula “Revelación”: Lo único Que ambiciono Con mis versos Es darle Al mundo Protección Con Sentido Humano2 Efraín Huerta, Poesía completa, ed. de Martí Soler, prólogo de David Huerta, Fondo 2

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Al incluir este breve texto en una muestra de poemínimos, Luis Miguel Aguilar lo explica (o, mejor dicho, lo documenta) con la siguiente nota: “El anuncio de una compañía de seguros tenía como ‘lema’: Protección con sentido humano.”3 Esa compañía de seguros, llamada Umano, ha explotado por años un eslogan: “Entendemos de protección con sentido humano.”4 Sin embargo, lo que me importa no es tanto corroborar la procedencia del poemínimo (los narratólogos dirían: su hipotexto) como subrayar, por ahora, sus palabras finales, ya que Huerta no parece haber hecho, en toda su vida, sino escribir en favor de un “sentido humano” que, por muy general o vago que pueda parecer, dio nombre a sus intereses y preocupaciones literarias más profundas. de Cultura Económica, col. Poesía, México, 3ª ed., 2014, p. 389. 3 Efraín Huerta, “Poeminimalia”, selección y notas de Luis Miguel Aguilar, en Nexos, núm. 438, junio de 2014, http://www.nexos. com.mx/?p=21233. 4 Como simple curiosidad, téngase presente que Umano registró el eslogan en el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial apenas en 2008, fecha muy tardía si se le compara con el año de publicación de Los eróticos y otros poemas (véase la ficha en http://es.unibrander. com/mexico/3227194MX/entendemos-de-proteccion-con-sentido-humano.html). 6

el resumen de todos los insomnios

En octubre de 1965, poco tiempo después de alcanzar el medio siglo de vida, Huerta concluyó su “Borrador para un testamento”, poema comenzado en 1962. Evodio Escalante afirma: “Es uno de los poemas más intensos de nuestro siglo xx. Sólo a partir de este poema puede entenderse lo que significa en México pertenecer a una generación poética.”5 Huerta, en primera persona, va del plural al singular como quien va del pasado al presente, y al hacerlo aprieta el nudo entre la experiencia juvenil y su rememoración, entre la percepción directa de la realidad y el descubrimiento del poema como estructura capaz de manifestarla: Las piedras nos calaban. No nos calentaba el sol. Una espiga nos parecía un templo y en un poema cabía el universo del amor. Dije “el amor” como quien nada dice o nada oye. Dije amor a la alondra y a la gacela, a la estatua o camelia que abría las alas y llenaba la noche de dulce espuma. He dicho siempre amor como quien todo lo ha dicho y escuchado. Amor como azucena. Evodio Escalante, “La poesía en llamas de Efraín Huerta”, en el boletín electrónico de The Mexican Cultural Centre, 4 de abril de 2014, http://mexicanculturalcentre.com/2014/04/04/ la-poesia-en-llamas-de-efrain-huerta. 5

el sueño de la aldea

Todo brillaba entonces como el alma del alba.6

Huerta, desde luego, no lo declara en el “Borrador” explícitamente, pero las alusiones a la juventud, a los “veinte años”, al “alma del alba” y a la “muchacha ebria” (esto es, al poema titulado “La muchacha ebria” y a la joven prostituta que lo habría inspirado) son suficientes para deducir que se refiere al tiempo en que compuso sus primeros poemarios: Absoluto amor (1935), Línea del alba (1936) y Los hombres del alba (1944). Incluso la dedicatoria del “Borrador para un testamento” a su amigo y compañero de generación, Octavio Paz, confirma esa relación. El “universo del amor” que, según Huerta, “cabía” entonces “en un poema” es, por lo tanto, enorme y diminuto al mismo tiempo, suave y cortante, tierno e hiriente, porque son esos los rasgos que le atribuía el poeta en los años de Absoluto amor: La meditación diaria, como una resbaladiza palabra de ternura, se me clava en el pecho: seguramente oye la rapidez absurda de mi sangre o el fin de tu recuerdo sobre mi piel. Arriba, donde las palabras se vuelven

pedazos de cielo, un algo de mi muerte se siente. Tiniebla tibia, dibujo de mi voz.7

Aunque tierna, la “palabra” (presagio de una “voz” que sólo tomará forma después, al final del poema) se “clava en el pecho”. Casi puede comparársele con un delicado instrumento de auscultación, ya que “oye” la circulación de la sangre y detecta procesos impalpables, como la disolución de un recuerdo sensorial. Obsérvese cómo la “resbaladiza palabra de ternura” reaparecerá, casi sin cambios, en otro poema de Absoluto amor, titulado “La edad de niebla”: La palabra resbala. Palabra sin edad, en huida. Desnudez en el cielo.8

Por otro lado, en “Envío”, también de Absoluto amor, la sempiterna presencia de la luna es registrada con matices tales que los ámbitos de la realidad, la conciencia de la realidad y la restauración de la realidad en la palabra escrita parecen, de golpe, claramente delimitados. No es la luna, sino la “función insigne de la luna”, la que “asoma enferma de tedio en el poema”.9 Efraín Huerta, Op. cit., p. 38. Efraín Huerta, Op. cit., p. 40. 9 Efraín Huerta, Op. cit., p. 42. 7 8

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Efraín Huerta, Poesía completa, p. 304.

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Ocurrirá un fenómeno parecido en la siguiente plaquette de Huerta, Línea del alba, donde queda bien clara la diferencia entre los idealizados “romances cantados con azúcar y azahares en la boca”, por una parte, y una cotidianidad más brutal de “sonetos envilecidos”, por la otra.10 Cada vez más complejo, el concepto de la poesía elaborado por Huerta conocerá una primera plenitud en Los hombres del alba. La experiencia erótica, una vez más, enriquecerá por analogía el “sentido de lo que cantamos”. Pero ese sentido no será dulce, sino “amargo”, por lo que habrá que someter ambos mundos, el del amor y el del canto, a una explicación válida para los dos:

poeta encuentra un sentido para su poema cuando logra retirarse de su propia emoción (renunciando a ella, de ser necesario) y aprende a percibir la emoción de las cosas que lo circundan. Lo anterior quizá encuentre su mejor ilustración en el “Primer canto de abandono”, también de Los hombres del alba: Ya mi voz no suplica ni lastima como la vieja música del mar a los marinos tímidos y al cielo. Si pudiera la haría tan suave como fino suspiro de muchacha, como brillo de dientes o poema. (…) Mi voz es el resumen de todos los insomnios: mi adolescencia mediocre y sencilla como una ceniza palpitante.12

De alguna forma, la juventud rememorada en el “Borrador para un testamento” es la edad ligeramente anterior, No es el amor de fuego ni de mármol. “mediocre y sencilla”, que se menciona 11 en los versos que acabo de citar. La “voz” El amor es la piedad que nos tenemos. que “no suplica ni lastima”, situada más El “sentido” del canto es “amargo” allá de la vigilia y del sueño, en un “reporque su objeto, el amor, ya no es frío sumen de todos los insomnios”, tiene ni ardiente: ya no es “de fuego ni de un calor de “ceniza palpitante” que ya, mármol”. Esto, que parece obvio, so- en cambio, no tiene aquel amor que no lamente lo es a propósito del amor y no es “de fuego ni de mármol”. Se trata de lo es tanto a propósito del poema que lo una voz peculiar, como la que se deja expresa y casi se diría que lo analiza. El oír en “Esta región de ruina”, distinta Expliquemos al viento nuestros besos y el amargo sentido de lo que cantamos.

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Efraín Huerta, Op. cit., p. 59. Efraín Huerta, Op. cit., p. 108.

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Efraín Huerta, Op. cit., p. 125.

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de la voz empleada en las conversaciones comunes y corrientes: Nada, sino murmullos y espléndidas blasfemias germina en esta zona sin destino.13

Esa voz, punto de máxima tensión entre silencio y estrépito, entre sigilo y escándalo, entre murmullo y blasfemia, es la que habrá de resonar años después en los primeros versos del “Responso por un poeta descuartizado”, de 1967: Claro está que murió –como deben morir los poetas, maldiciendo, blasfemando, mentando madres, viendo apariciones, cobijado por las pesadillas.14

El propio Huerta, en el ya citado poema “Esta región de ruina” de Los hombres del alba, parecía identificar su voz con el “vaho sobrehumano” de una zona “contradictoria”. Lo entendió así, en 1946, un muy joven Antonio Alatorre. Importa recordar sus palabras: “También Efraín Huerta nos descubre su poética, el sistema nervioso de su poesía, como cuando habla de su cargamento de cinismo, o de su llanto imperfecto; su poesía es contradictoria, de niebla y besos.”15 Efraín Huerta, Op. cit., p. 149. Efraín Huerta, Op. cit., p. 301. 15 La reseña de Alatorre se publicó en el núm. 7 de Pan, enero-febrero de 1946, pp. 13 14

cada poema es un mundo

Es bien sabido que Huerta fue, desde su juventud, un articulista muy activo. Cronista literario, editorialista político y crítico de cine, Huerta reveló porciones de su arte poética, directa o indirectamente, en abundantes piezas periodísticas. Así, por ejemplo, al referirse a la lectura en voz alta de poemas, en un artículo de 1937, afirmó: “Es necesario que quien lea poemas tenga el grado de humanidad requerido por los poetas y su obra.”16 Huerta tenía entonces 22 años. Es interesante constatar de qué manera las ideas de aquel artículo sobrevivieron al paso de los años. Cuatro décadas más tarde, al prologar su Transa poética (1980), Huerta escribió: “Creo que cada poema es un mundo. Un mundo y aparte. Un territorio cercado, al 39-45, y sólo había reaparecido en el facsímil

integral de la revista (Fondo de Cultura Económica, col. Revistas Literarias Mexicanas Modernas, 1982, pp. 335-341) hasta que, para conmemorar el centenario del natalicio de Huerta, el Taller Martín Pescador publicó en 2014 una hermosa edición artesanal del artículo, titulándolo “Acerca de Los hombres del alba”. Yo tomo la cita de la p. 17 de dicha edición. 16 Efraín Huerta, “La lectura del poema”, en El otro Efraín. Antología prosística, ed. de Carlos Ulises Mata, fce, col. Letras Mexicanas, México, 2014, p. 96. 9

que no deben penetrar los totalmente indocumentados, los huecos, los desapasionados, los censores, los líricamente desmadrados”.17 Me parece que, cuando escribe que “cada poema es un mundo”, Huerta busca ser leído al pie de la letra. Cada poema es un lugar habitable, incluso un “territorio”, y para entrar en él es preciso cumplir con mínimos requerimientos de humanidad. En otras palabras, el poema ofrece humanidad pero también la exige de sus lectores. Quiero detenerme ahora en el verbo creer, aunque no parezca el centro de la oración: “Creo que cada poema es un mundo.” La declaración constituye, a la vez, una poética y un credo. Algo semejante ocurría ya en 1937, como se puede constatar en otro artículo, “Años de aprendizaje y alegría”:“creo que el optimismo es misión de la poesía, pero no su única misión. Porque la tristeza, el fastidio, la desesperación, la ausencia, la soledad, existen en forma de aplastante tragedia; porque también el crimen, la guerra, la miseria existen y se convierten en drama inevitable para el poeta”.18 La discusión periodística fue para

Huerta el vehículo más natural para referirse a la poesía desde un plano de creencias. Las ideas poéticas de Huerta eran también sus ideas políticas, expresadas unas y otras desde una base de fe. Poesía y política eran, para él, entidades firmes, no expuestas a la menor incertidumbre: “Una verdad como un puño es que los poetas no salvarán el mundo. Nunca lo han salvado, ni jamás lo salvarán. (…) Pero, lo esencial sería ponernos de acuerdo en un problema: ¿el mundo está perdido? Los poetas creen que sí. Y sobre lo que creen y saben los poetas es terriblemente difícil teorizar. Pero ahí están sus poemas, que aseguran que algo anda mal en el planeta; que algún engranaje está roto.”19 El pasaje que acabo de citar data de 1939. Otro artículo, éste de 1937, contiene importantes proposiciones del credo poético de su autor. El texto se titula “El problema de la poesía” y fue recogido en la sección de “Artículos políticos y de actualidad” de la excelente “antología prosística” titulada El otro Efraín: “Nos inclinamos por la poesía de auténtico contenido social. (…) La poesía no debe ser consecuencia de un estar a la expectativa, sino produc17 Efraín Huerta, “Donde la locura…” (pró- to de una decidida intervención con la

logo a Transa poética), en El otro Efraín, p. 618. 18 Efraín Huerta, “Años de aprendizaje y alegría”, en El otro Efraín, p. 568. 10

19 Efraín Huerta, “Revista poética: poesía de Taller”, en El otro Efraín, p. 117.

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sangre, las vísceras y el cerebro en la lucha social.”20 El ideario social del poeta es repetido con énfasis en el mismo artículo, y la noción de humanidad es invocada de nuevo: “La poesía (…) no es otra cosa que una necesidad vital mezclada sonoramente con el llanto y los puñetazos, una urgencia humana revuelta con la alegre perspectiva de una paz realmente sólida; o una región terrestre, prometedora y fecunda, abierta al firmamento y clara a los hombres.”21 Todo lo anterior forma parte, por así decirlo, de la obra pública de Huerta. En buena medida, el grado de politización de sus ideas queda explicado por el carácter periodístico, abierto y polémico de los artículos. Cabe advertir, por ello, que incluso en su obra privada (y en fecha considerablemente anterior) Huerta expresaba ideas no menos políticas, por lo polémicas y abiertas, como en esta carta del 5 de julio de 1934 a quien sería su esposa, Mireya Bravo: “Lo mejor es torcerle el cuello al cisne del snobismo; al búho de la pose; a la estatua de bronce opaco que es la frialdad. Ser hermosamente inconstantes; ser limpios. Ya que a muchos el tema mío de la pureza les 20 Efraín Huerta, “El problema de la poesía”, en El otro Efraín, p. 560. 21 Efraín Huerta, Ibidem, p. 561.

parece ridículo. Y es que ellos no saben que me refiero a la sensibilidad poética pura.”22 Recuérdese cómo, en el prólogo a Transa poética, un Efraín Huerta de 66 años desterraba de su “mundo y aparte” a los “desapasionados”. Antes, muchos años antes, un Efraín Huerta de 20 años ya condenaba la “frialdad”. La convicción es la misma y el ademán reprobatorio es muy semejante. la rosa que no miente

¿De qué habla Huerta cuando, en su carta de 1934, se refiere al “tema mío de la pureza” y a la “sensibilidad poética pura”? En primer lugar, debe recordarse que ya en 1934 el tema de la poesía pura estaba más que discutido, tanto en México como en España y, desde luego, en Francia, donde las ideas a propósito de la pureza en la poesía (tanto las expresadas por Henri Bremond como las de Paul Valéry) databan, grosso modo, de 1925, año a partir del cual susEfraín Huerta, cit. por Emiliano Delgadillo en “El perfume y la Remington”, en Tierra Adentro, núm. 192, junio de 2014, p. 44. [En mi opinión, en la penúltima oración de la cita podría incorporarse un sé que realzaría su auténtico sentido: “Ya sé que a muchos el tema mío de la pureza les parece ridículo.” Ello, sin embargo, no es más que una simple conjetura de mi parte.] 22

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En su polémico artículo del 23 de mayo de 1937, “Las cosas turbias”, Huer­ ta se forma inequívocamente con los impuros tras detectar, entre los poetas de México, una “querella curiosa”. Nótese cómo, al separar a los poetas en dos bandos, Huerta los califica de “inconmovibles”, a unos, y “emocionados”, a otros. Los del segundo grupo “combaten” en “la calle”, son jóvenes y rebeldes, y aunque son “groseros e impuros” también se nutren (y esto me interesa subrayarlo) “de odio depurador”, como si la impureza de su lenguaje y la vocación depuradora de su oficio pudieran coexistir de alguna manera: “Varios poetas silenciosos batallan desde los sótanos o las cuevas: otros combaten en la claridad de las calles, puertas citaron importantes consideraciones y afuera. Aquellos respiran pestilentes encendidos debates.23 En segundo lu- aires de esterilidad –confesada por lo gar, conviene situar a Huerta entre los demás–; éstos se alimentan de luz de poetas que, como Miguel Hernández rebeldía, de desprecio, o de odio deo Rafael Alberti, siguieron hacia 1935 purador. Los poetas del sótano –del el ejemplo de Pablo Neruda y, lejos de sótano en frío, como el que descubriecreerse puros, más bien se declararon ra Rafael Alberti–, o de la cueva, son los inconmovibles, los puros, los desradicalmente impuros.24 23 Cf. Anthony Stanton, “Los Contempo­ ráneos y el debate en torno a la poesía pura”, en Inventores de tradición. Ensayos sobre poesía mexicana moderna, El Colegio de México / Fondo de Cultura Económica, col. Estudios de Lingüística y Literatura, México, 1998, pp. 127-147. 24 El poema en prosa de Neruda “Sobre

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una poesía sin pureza” (muchos lo consideran, con razón, un verdadero manifiesto) data de 1935. Apareció en la revista que dirigió el chileno en la España republicana, Caballo Verde para la Poesía (véase Pablo Neruda, Para nacer he nacido, ed. de Matilde Neruda y Miguel Otero Silva, Seix Barral, Barcelona, 2ª ed., 1981, pp. 140-141).

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habitados; los poetas de la calle –no de la vía venenosa, desde luego–, o sencillamente de la ventana abierta, son los emocionados, los groseros e impuros, los del corazón a los cuatro vientos. La poesía nacida del sótano es reseca, decrépita; la que salta en las calles, en el asfalto, en los muros, es juvenil y vivaz, colorida y humana”.25 En los años inmediatamente posteriores a la publicación de Los hombres del alba, Huerta escribió los poemas que formarían La rosa primitiva, poemario que apareció en 1950. El poema que da título al volumen es quizá la primera poética de Huerta explícitamente formulada como tal, y acaso también sea la única. El vocabulario elegido por el autor para sostener el andamiaje del texto es inequívoco: “escribo”, “belleza”, “palabras”, “poema”, “verso”, “mensaje”, “estructura”, “verdad”, “poe­ sía”. Me propongo, a cambio de analizar palmo a palmo el poema, transcribir sus estrofas destacando en ellas algunos motivos.26 La primera estrofa se 25 Efraín Huerta, “Las cosas turbias”, cit. por Emiliano Delgadillo en “La fragua de Los hombres del alba”, tesis de licenciatura (Fac. de Filosofía y Letras), unam, México, 2014, p. 105. 26 Citaré parte por parte “La rosa primitiva” tal como se puede leer en la Poesía completa de Huerta, pp. 174-175.

ordena en torno a la primera palabra: “Escribo”. En primera persona del singular, tiempo presente y modo indicativo, el poema entra en materia directamen­ te, casi como si se tratara de una confesión inaplazable: Escribo bajo el ala del ángel más perverso: la sombra de la lluvia y el sonreír de cobre de la niebla me conducen, oh estatuas, hacia un aire maduro, hacia donde se encierra la gran severidad de la belleza. Escribo las palabras y el penetrante nombre del poema, y no encuentro razón, flor que no sea la rosa primitiva de la ciudad que habito.

Esta “ciudad”, que aquí aparece como un lugar en donde ya se vive, aparecerá más tarde como un lugar que será necesario construir para vivir en él. En la segunda estrofa, el poema se declara “serio”, acaso por convenir al objeto al que aspira (la belleza) y su “gran severidad”. Del “pensamiento” brotan “hojas de yerba” y las “raíces” de la “melancolía” ya están “secas”, como si el ámbito de las ideas y las emociones fuera el reino vegetal, semejante a esa menuda flora urbana que crece al pie de las estatuas: Nunca el poema fue tan serio como hoy, y nunca el verso tuvo la estatura de bronce de lo que no se oculta. 13

Hacia el amor, las manos, y en las manos, gimiendo, hojas de yerba amarga del pensamiento gris, secas raíces de una melancolía sin huesos, la danza del deseo muerto a vuelta de esquina y un sollozo frustrado gracias a la ternura. Hacia el amor, sonrisas, y en ellas, como almas, el malogrado espíritu de un mensaje que un día cobró cierta estructura, y que hoy, entorpecido, circula por las venas.

El rasgo predominante de la tercera estrofa es el empleo del imperativo, que por su propia naturaleza implica un tránsito a la segunda persona. Es así como el yo del comienzo del poema dialoga con un tú que no es, probablemente, sino un reflejo suyo. La estrofa es deontológica y, por ello mismo, ética, y no sería extraño que algún lector percibiera en ella un trasfondo religioso en vista de su llamado a la castidad, el retiro y la devoción por lo sagrado: Nunca digas a nadie que tienes la verdad en un puño, o que a tus plantas, quieta, perdura la virtud. Ama con sencillez, como si nada. Sé dueño de tu infierno, propietario absoluto de tu deseo y tus ansias, de tu salud y tus odios. Fabrícate, en secreto, una ciudad sagrada, y equilibra en su centro la rosa primitiva. Al pueblo y a la hembra que enciendan cuanto hay en ti de hermoso, y murmuren mensajes en tus oídos frágiles, debes verlos con santa melancolía y un aire 14

desdeñoso, mandarlos hacia nunca, hacia siempre, hacia ninguna parte…

En la cuarta estrofa, de construcción anafórica, la rosa del título aparece como un poliedro corpóreo, espiritual y cívico –todo a la vez– y es difícil no pensar, leyendo sus versos, en el Paraíso de Dante y la visión de la rosa mística. El tercer verso es elocuente: “la inmacu­ lada rosa de la calle”. Simultáneamente pura y callejera, la rosa de Huerta sintetiza el espíritu de contradicción que Antonio Alatorre ya observaba en Los hombres del alba: Quédate con la rosa del calosfrío, la rosa del espanto estatuario, la inmaculada rosa de la calle, la rosa de los pétalos hirientes, la rosa-herrumbre del fiero desencanto, la primitiva rosa de carne y desaliento, la rosa fiel, la rosa que no miente, la rosa que en tu pecho debe ser la paloma del latido fecundo y el vivir con un pulso de gran deseo hirviendo a flor de labio.

Más intensa es aún la contradicción o antítesis de la quinta y última estrofa, en la cual conviven la serenidad y la mutilación, la elevación y el desgarramiento: La rosa, en fin, de las espinas de oro que nuestra piel desgarran y la elevan hacia el sereno cielo de donde la poesía nos llega mutilada, como ruinas del alba.

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“La rosa primitiva” debe leerse, por todo lo anterior, como una intervención problemática en el debate de la pureza en la poesía. El poeta puro de 1934 y el impuro de 1937 parecen haberse aliado en el poema de 1950. El pacto se mantuvo al menos hasta 1963, fecha en que Huerta recogió “En la piel de una desconocida” en El Tajín y otros poemas, texto en el que resuenan múltiples ecos de “La rosa primitiva”:

tor y hasta discípulo de Juan Ramón Jiménez y José Gorostiza, le dictaba desde un punto situado en 1934 versos y estrofas completas al Efraín Huerta de mediados del siglo xx: “Aire de inteligencia, / raíz de los poemas: / frágil y duro dios de la amargura.”28 En su libro de 1956, Estrella en alto, Huerta cultivará esa misma tensión entre violencia y ternura, entre silencio y estrépito, como en “Verano”:

mi casa era la piel de las mutilaciones donde una flor fervorosa nacía de nada como gime o duele una palabra digamos la más noble y secreta de las palabras: la no dicha la no desdichada la que alza la voz cobriza a la mitad de la vida cuando todo se hunde y los ojos comidos y la boca de piedra son a estas horas la pirámide demolida la estatua del silencio en un vasto valle de miseria27

Los hombres nunca saben cuánta dulzura y cuánto quebradizo silencio hay en una palabra29

Repetir lo ya dicho, aunque haciéndolo ahora con el vocabulario del propio Huerta, sin duda es más convincente: aun habiendo abogado por la impureza en la poesía, el poeta siguió aspirando a “la más noble y secreta / de las palabras: la no dicha”, rasgo más propio de puros que de impuros. Incluso podría pensarse, con alguna imaginación, que un poeta de veinte años, lec27

Efraín Huerta, Poesía completa, p. 286-287.

o en “Primer poema”, donde se dirige a su hija Andrea: Es mi voz, hija mía. (…) Que la voz sea el poema y la canción callada, que tu delgada piel y esos pequeños dientes consientan en ser símbolo, atadura y prodigio (…) Pues es mi voz, y en ella, gotas de sangre tuya y aquel llanto primero como primera estrofa. (…) Es el primer poema y es lágrima infinita. Lágrimas son los versos y es alegría el poema. (…) Danza el poema en ti. Danzas tú en el poema, en el primer poema.30 Efraín Huerta, Op. cit., p. 179. Efraín Huerta, Op. cit., p. 225. 30 Efraín Huerta, Op. cit., p. 234. 28 29

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la mentada por la mentada misma

Quizás el rasgo más característico de la poesía de Huerta en sus últimos años de vida sea la enorme proliferación de poemínimos. En la Poesía completa figuran casi trescientos. Por lo que puede inferirse a partir de aquellos que se publicaron fechados, fueron escritos entre 1969 y 1978, aunque no hay razones para descartar que haya seguido escribiéndolos después, entre 1978 y el año de su muerte. Me parece natural concluir estas notas con una reflexión acerca del poemínimo, ya que son abundantes los que se refieren al oficio poético, a la naturaleza y función de la poesía y, por supuesto, a la tradición literaria. El poemínimo es, en buena medida, un acto de sabotaje contra determinadas figuras de autoridad: los diccionarios y enciclopedias, los grandes escritores y las grandes obras de la literatura, los datos presuntamente firmes de la historia y la educación, los lugares comunes de la religión y el civismo. El poemínimo es un gesto espontáneo de resistencia, y juzgo un tanto extraño que ningún estudioso lo haya descrito en función del movimiento situacionista y sus estrategias de acción política, empezando por el détournement: “La technique du renversement de perspec16

tive, le détournement, est donc l’instrument qui permet d’utiliser le langage du pouvoir de façon à ce que la critique qu’il contient devienne une arme pour le saboter et le détruire; en d’autres termes, c’est la matière première dont chacun dispose pour réaliser sa subjectivité radicale, à travers la poésie.”31 La desviación semántica o détournement es un procedimiento crítico de alto potencial humorístico. Es, en todas las acepciones de la palabra, una subversión. El détournement consiste, a grandes rasgos, en vaciar un producto cultural o una práctica cotidiana manteniendo su forma pero dotándola de un contenido nuevo (tomando, por ejemplo, una película cualquiera para modificar el doblaje y así darle un sentido completamente distinto del original, o presentándose a misa con atuendo de 31 Gianfranco Marelli, L’amère victoire du situationnisme. Pour une histoire critique de l’Internationale Situationniste (1957-1971), tr. de David Bosc, Sulliver, Cabris, 1998, pp. 207-208. [Traduzco: “La técnica del cambio radical de perspectiva o desviación es, entonces, el instrumento que permite utilizar el lenguaje del poder de forma tal que la crítica contenida en él se convierta en un arma para sabotearlo y destruirlo. En otros términos, es la materia prima de la que todos disponemos para realizar nuestra subjetividad radical a través de la poesía”.]

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sacerdote para leer ante los feligreses un documento incendiario sobre los crímenes históricos de la Iglesia). Tómese, por citar un caso, este poemínimo, titulado “Poetitos”: El que Esté libre De influencias Que tire La primera Metáfora32

El texto, desde luego, recrea un hipotexto (“Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”, procedente de Juan, 8:7), pero no para interpretarlo religiosa o moralmente, sino para situarlo, gracias a un par de pequeñas alteraciones, en un ámbito distinto del original, donde su sentido también será distinto. La desviación semántica implicará, pues, un cambio de contexto –del religioso al poético– y de tono –del grave al cómico– pero también un cambio epistémico, ya que la sensatez aparente del discurso evangélico desembocará en un absurdo poético. En otras palabras, Huerta no sólo se mofará de los “poetitos” que, por creerse vírgenes de toda influencia, se consideran mejores que sus congéneres: también lo hará de un discurso anterior, el de la doctrina cristiana, 32

Efraín Huerta, Poesía completa, p. 474.

por el solo procedimiento de la descontextualización. Dado lo anterior, definir el poemínimo diciendo que se trata de una especie de brevísimo poema humorístico no es inexacto, pero tampoco es del todo satisfactorio. El poemínimo es, por lo regular, un desmontaje (de un refrán, una cita literaria, un título, una frase ya desgastada o fosilizada por el uso) que da lugar a un texto corto, casi siempre de una sola frase, tipográficamente dispuesto en versos de una o dos palabras, de forma tal que con él no sólo se desmonta un mensaje sino también la sintaxis que le resulta propia. El mismo Huerta describió el poemínimo como un acto de dislocación, casi como un trastorno intencional del idioma, y situó su función en los alrededores del insulto (y, en particular, de la mentada de madre): “Dislocar y trastocar; crear, es el único secreto de esta singular forma de expresar referencias maternales sin llegar jamás a los extremos líricos y delictuosos de la mentada por la mentada misma.”33 Es indispensable remitirse a los “Aforismos del Periquillo”, que Huerta publicó en la Revista Mexicana de Cultura entre 1951 y 1952, para encontrar Efraín Huerta, “El poemínimo” (prólogo a Estampida de poemínimos, libro de 1980), en El otro Efraín, p. 619. 33

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el principal antecedente de los poemínimos. En esos aforismos, como sucederá después con los poemínimos, la prioridad es atentar contra la palabra del poder y, en ocasiones, también contra el poder de la palabra. Se diría que Huerta formula sus frases para desprogramar la preeminencia de tradiciones e instituciones vinculadas con la poesía, las humanidades y la promoción artística, de la poesía convencional (“Siembra sonetos. Recogerás necedades”) al saber académico (“No hay peor lingüista que el que no quiere hablar”), pasando por la burocracia cultural (“El que a buen inba se arrima, buena sombra le cobija”).34 En ciertos casos, el aforismo es literalmente una prefiguración del poemínimo. Léase, primero, esta máxima: “No desearás a la poetisa de tu prójimo.”35 Compárese después con el poemínimo titulado “Sexogésimo mandamiento”:

Ambos textos, el aforismo y el poemínimo, desmontan muy obviamente un mandamiento: “No desearás a la mujer de tu prójimo” (Éxodo, 20:17). Pero, si el aforismo desvía el sentido del mandamiento al sustituir “mujer” por “poe­ tisa”, el poemínimo lo hace mediante la sustitución del verbo desear por el verbo desdeñar. En el primer caso está involucrada cierta visión de la comunidad o gremio de los poetas, ridiculizada por su promiscuidad; en el segundo, el sentido moral del mandamiento bíblico sólo es invertido, no trasladado a otra esfera. En última instancia, puede aseverarse que, si bien los poemínimos condensan los temas del resto de la obra poética de Huerta, también los polarizan (como consecuencia, desde luego, de la misma condensación, que al implicar un énfasis también conlleva la supresión de algunos matices lingüísticos del sintagma desmontado). Lo que yo he No intentado en estos apuntes ha sido reDesdeñarás correr a la inversa el mismo camino, La mujer esto es: partir de un poemínimo para De tu 36 Prójimo entender –valga la redundancia– el sentido de su “sentido humano”. De la conquista juvenil de una “voz” al 34 Efraín Huerta, “Aforismos del Periqui- desgarramiento de una poética íntima llo”, en El otro Efraín, pp. 169, 170 y 171. y social que, deseándose impura, se 35 Efraín Huerta, “Aforismos del Periquiquiere también pura –desgarramiento llo”, en El otro Efraín, pp. 170. 36 Efraín Huerta, Poesía completa, p. 564. resuelto, de algún modo, por la misma 18

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estética del poemínimo, puro por su condensación e impuro por su vocación de sabotaje–, la poesía de Huerta funciona gracias al combustible de la contradicción.

Octavio Paz y Christopher Domínguez Michael C armen B oullosa

Tengo con Christopher Domínguez una relación de ansiedad. La ansiedad del autor ante el crítico literario –por treinta años, Christopher ha sido un lector atento, generoso, indomable, exasperado, impaciente, refunfuñón y también amoroso de mi obra–. Fue por un azar que Eduardo Vázquez –amigo mío por un número igual de años– me invitó a hablar de la biografía de Paz en el contexto de la Feria del Libro de Buenos Aires, y fue por lealtad a Eduardo que no pude negarme. Éstas fueron las notas que leí ese día. No me hubiera atrevido a publicarlas si no fuera porque Armando Pinto me las pidió (Christopher Domínguez le mencionó que existían) y a él tampoco puedo decirle que no, si soy lectora de la revista Crítica.

Christopher Domínguez me aceptó como escritora cuando mi única tarjeta de presentación era “el hueco de un corazón fugitivo” y un par de buenos libros. Me trató con respeto y me dio un lugar en la literatura mexicana –siendo que no soy, como lo sabe el mundo, sino el capitán de un ejército de mendigos (mendigos que habitan mi intimidad, mendigos torpes y por lo mismo de arrogancia aparente), un capitán que además de liderear su propio ejército se ha entregado toda la vida, con pasión, a la literatura. Leí su biografía de Paz (como la del fraile escapista, en su momento) con la ansiedad del autor frente al crítico –decía y lo repito–, y la ansiedad, o el lazo ansioso, que a lo largo de toda mi vida profesional he tenido con Paz, cruzado con todo lo que me tocó de su siglo y lo que va de éste, recorriéndolos de su brazo si no es que surfeando sobre su fenómeno mirar, o navegando en un buque de paz, a veces (a menudo) en guerra también con Paz. Ante Paz, lo estoy diciendo sin formularlo, también ansiedad. Admiración. Respeto. Paz es, en palabras de Christopher, “gran poeta del siglo xx… y el único en su lengua que fue a la vez prosista indispensable y luminoso”. Ansiedad: ¿dónde quedó Amado Nervo, a quien he citado atrás devorándolo 19

(acto mayor de amor)? ¿Dónde Jorge Cuesta? No sigo la lista de los dóndes, que puede ser relativamente larga, y vuelvo a la ansiedad: adoración y disidencia –como cuando resentimos durante el proceso electoral del 88 sus declaraciones y escritos–, ansiedad que en las páginas correspondientes del libro que hoy consideramos queda diluida y corregida y calificada de “intolerante equívoco”. “El poeta subestimaba –dice Christopher Domínguez– el fastidio de millones de votantes”, pero atenúa, citando una carta de Paz a Gimferrer: “Ojalá y no perdamos en estos meses próximos los pocos espacios democráticos que habíamos ganado en los últimos años.” La conjugación “habíamos” que usa el poeta es la correcta. La ansiedad, el vínculo de ansiedad con Paz, es más la propia del hijo ante el padre (que tan poco conozco, porque soy mujer y porque el tal vez similar, aunque no equivalente, me fue vedado: mi mamá murió antes de que yo pudiera verla con un ojo de joven), y la acompañante tentación de parri­ cidio. Sería suicida el parricidio a Paz: yo vivo, hasta la fecha (aunque también en NY desde el 2001), en el México fundado imaginariamente por Octavio Paz y su generación. Aunque desde que me divido entre dos ciudades este 20

México se haya ido diluyendo como una pastilla de jabón… El siglo de Paz es el mío. Mi capital mayor es ese pasado paciano del que no fui testigo presencial pero al que pertenezco y que me fue arrebatado. Leyendo el libro de Christopher Domínguez recupero mis años. Posiblemente mi abuelo niño estuvo presente (a la distancia de su edad) en alguna mesa donde el abuelo de Paz, Ireneo, dijo unas palabras en un banquete a Porfirio Díaz –eso contaba mi abuelo oaxaqueño, a saber si es verdad que fue Ireneo Paz quien habló en esa comida-homenaje. Y es posible también que mi abuelo, “levantado” por el ejército o por “la bola” –cuando irrumpieron en el aula de veterinaria pidiendo al profesor les señalara al mejor alumno, el indiciado fue mi abuelo, Enrique Velázquez Canseco, enrolado en una tropa que enfrentó a los sureños no lejos de Cuernavaca–, haya conocido al abuelo de Paz, si no es que en los veinte con Carrillo Puerto. A lo largo de todo el libro yo reconocía pasajes propios, pero debo dejar de lado el “yo” que siempre tiene un aire detestable. Este libro, que es y no es una biogra-

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fía –lo es por lo exhaustivo de la documentación–, es un ensayo de forma mexicana: meditativo, vertiginoso, que avanza al paso del tiempo subvirtiéndolo. Del abuelo de Paz corre un párrafo denominado “el arte de ser abuelo” (Paz como abuelo), ejercicio pendular cronológico que Christopher Domínguez repite en algunos capítulos. Es también un enorme chismógrafo. En él se entera el lector de todo, todo sobre Octavio Paz y su mundo (comparativamente, pocas dudas quedan al lector, como ¿quién sería la amante de Cuesta con quien Paz compartió el ensayo en vivo, el performance con alto contenido intelectual que el poeta les performeó?) Es también un ejemplo ejemplar (si vale decir) de crítica literaria: la obra de Paz se presenta al lector al tiempo que su vida, su entorno, el contexto histórico. Hay un afán (victorioso) por presentar con justeza la obra paciana. (En la mesa donde leí estas notas, acoté que Milán, sentado a la diestra de Christopher Domínguez, podría acotar la lectura de poesía paciana que hace Paz, señalando los pros y contras de la lectura domingueciana.) El epígrafe del libro es una cita de Paz: “yo no daría mi vida por mi vida: / es otra mi verdadera historia”. Christopher Domínguez encuentra y pre-

christopher domínguez michael

senta al lector la verdadera vida de Paz, que está en su obra y en su relación con su persona e historia. El hijo de Paz que es Christopher Domínguez, y que se declara huérfano a su muerte, no intenta ni ansía el parricidio. Lo que provoca y consigue con las casi 600 páginas de su libro es el fenómeno en que el autor biografiado se engulla a sí mismo, autogenerando un retrato, épico a ratos, de una época: el siglo de Paz. Y consigue otra cosa: reunir a sus hijos, a quienes cita, como ha dicho Milán, abundantemente (Sheridan, Krauze, Fa­ bienne, a quienes dedica el libro), Milán, que estuvo en la mesa de Buenos Aires, y yo, la peor de todas. 21

Las traducciones de Visión de Anáhuac (1925-1960) G abriel R osenzweig

Mucho se ha dicho sobre Visión de Anáhuac. Sin embargo no se ha contado la historia de las traducciones de este genial ensayo que escribió Alfonso Reyes en 1915, recién llegado a Madrid, llevado por “el recuerdo de las cosas lejanas, el sentirme olvidado por mi país y la nostalgia de mi alta meseta”.1 Visión de Anáhuac se tradujo al francés en 1925. Posteriormente se hicieron traducciones al alemán (1932), checo (1937), inglés (1950) e italiano (1960). El punto de partida no fue la primera edición en español que se publicó en San José de Costa Rica, en enero de 1917,2 sino la segunda edición que hizo Reyes en Alfonso Reyes, “Historia documental de mis libros”, en Obras completas, vol. xxiv, fce, México, 1990, p. 178. 2 Alfonso Reyes, Visión de Anáhuac (1519), Imprenta Alsina, Colección El Convivio, San José de Costa Rica, 1917. Reyes publicó el ensayo en San José de Costa Rica atendiendo una invitación que le extendió Joaquín García Monge, el director de la colección El Convivio, en octubre de 1916. Alberto Enríquez Perea, “La América que tanto queremos. Alfonso Reyes /Joaquín García Monge”, en Revista Comunicación, vol. 17, año 29, edición especial, Tecnológico de Costa Rica, San José de Costa Rica, 2008, pp. 21-22. 1

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Madrid, en 1923.3 Mientras que la edición costarricense tuvo una circulación restringida, la edición madrileña fue objeto de reseñas en publicaciones españolas y francesas, y llegó a manos de hispanistas y estudiosos de la literatura española e hispanoamericana de distintos países europeos. Las traducciones de Visión de Anáhuac aparecieron de manera casual, es decir, no fueron resultado de planes preestablecidos. Con excepción de la traducción al inglés, en la que Reyes tuvo una participación significativa, obedecieron al empeño de individuos con perfiles diversos, quienes, impresionados por la belleza del texto, decidieron darlo a conocer en sus respectivos ámbitos lingüísticos. la traducción al francés

La primera noticia que se ha encontrado de la traducción al francés es que en septiembre de 1925 Charles Lesca4 notificó a Reyes que una tal Jeanne Alfonso Reyes, Visión de Anáhuac (1519), Índice, Madrid, 1923, 2ª ed., Colección Biblioteca de Índice núm. 1. 4 Charles Lesca (1871-1948). Nació en Buenos Aires, Argentina, de padre vasco francés. Se estableció en Francia antes del estallido de la Primera Guerra mundial. En 1922 fundó la Revue de l’Amerique Latine. A partir 3

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Pataut, también conocida como Jeanne Guérandel, había traducido su ensayo.5 En ese entonces Reyes residía en París, en calidad de ministro de México, y había trabado amistad con distinguidos hispanistas franceses como Valery Larbaud, Raymond Foulché Delbosc, Jean Cassou y Ernest Martineche. Lesca, por su parte, había fundado en 1922 la Revue de l’Amerique Latine y seguía con interés el acontecer latinoamericano. Si bien la traductora pudo haber actuado a instancias de Lesca, Reyes dio por sentado que lo hizo motu proprio, como se desprende del hecho de que se refiriera a ella como la “traductora espontánea de la Visión”.6 Reyes cuenta que, hecha la traducde los años treinta del siglo xx se convirtió en un influyente periodista de ultraderecha. Colaboró con los nazis durante la ocupación. 5 Alfonso Reyes, Diario, t. i, edición crítica, introducción, notas, fichas biobibliográficas, cronología e índice de Alfonso Rangel Guerra, fce, México, 2010, p. 209. No se han localizado datos sobre Jeanne Guérandel. Só­ lo se ha podido establecer que en noviembre de 1926 publicó, en la Revue de l’Amerique Latine, un artículo sobre un viaje que realizó al Perú. 6 Carta de Alfonso Reyes a Valery Larbaud, París, 10 de marzo de 1927, en Paulette Patout, comp., Valery Larbaud-Alfonso Reyes. Correspondance, 1923-1952, avant-propose de Marcel Bataillon, Librairie Marcel Didier, Paris, 1972, p. 47.

ción, “Jean Cassou [le] hizo algunos retoques”,7 pero no especifica ni en qué consistieron ni si fue él quien los solicitó. También menciona que “tratamos de acercarla a los editores, mediante Valery Larbaud”.8 Como se señaló más arriba, en ese momento Reyes ya era amigo de Larbaud. Lo había conocido en Madrid, en 1923, y en junio de ese año le había enviado un ejemplar de la segunda edición de Visión de Anáhuac.9 Además, en febrero de 1925 Larbaud había publicado un artículo sobre Reyes en la Revue de l’Amerique Latine, en el que, tras elogiar su obra, había expresado su deseo de que se tradujera Visión de Anáhuac.10 Con esos antecedentes, es de suponer que Larbaud solicitara a Gaston Gallimard, el dueño de la Editorial Gallimard, a quien le unía una gran amistad, que publicara la traducción, como sucedió a la postre. Reyes, “Historia documental de mis libros”, en Op. cit., p. 184. 8 Reyes, Diario, t. i, loc. cit. 9 El nombre de Larbaud aparece en la relación de ejemplares de la segunda edición de Visión de Anáhuac que distribuyó Reyes tan pronto como dicha edición salió a la luz. Reyes, Diario, t. i, p. 249. 10 Valery Larbaud, “Salutation à Alfonso Reyes”, Revue de l’Amerique Latine, París, 1º de febrero de 1925, reproducido en P. Patout, Op. cit., pp. 123-125. 7

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En ese momento Reyes fungía como embajador en Argentina y vivía en Buenos Aires. Tras recibir los primeros ejemplares, anotó en su Diario, en abril de 1928: “El libro es lindo. La traducción mediana. Es mi primer libro en francés.”13 La crítica no pasó por alto la edición. En febrero de 1928, Benjamin Crémieux publicó una reseña en La Nouvelle Revue Française y, al mes siguiente, Jean Cassou hizo lo propio en Les Nouvelles Littéraires.14 la traducción al alemán

alfonso reyes

La edición francesa de Visión de Anáhuac salió a la luz a finales de 1927, dentro de la colección “Une Oeuvre. Un Portrait”,11 acompañada del texto de Larbaud arriba mencionado y un retrato de Reyes hecho por José Moreno Villa.12 El tiraje fue de 750 ejemplares. 11 La colección “Une Oeuvre. Un Portrait” se publicó entre 1921 y 1933. Se integra por 96 títulos, en su mayoría de autores franceses. Reyes es el único autor hispanoparlante que figura en la colección. 12 Alfonso Reyes, Vision de l’Anahuac (1519), traduit de l’espagnol par Jeanne Guérandel avec une introduction de Valery Larbaud et un portrait de l’auteur par José Moreno Vi-

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La traducción al alemán se debe a Inés Elfriede Manz. Manz tuvo conocimiento de Visión de Anáhuac por conducto del hispanista peruano-alemán Hellmuth Petriconi,15 a quien Reyes había envialla, Editions de la Nouvelle Revue Française, Paris, 1927, 62 p. 13 Alfonso Reyes, Diario, t. ii, edición crítica, introducción, notas, fichas biobibliográficas, cronología e índice de Adolfo Castañón, fce, México, 2010, p. 52. Visión de Anáhuac fue el único libro de Reyes que se publicó en francés en vida de éste. 14 Reyes, “Historia documental de mis libros”, loc. cit. 15 Carta de Inés Elfriede Manz a Alfonso Reyes, Munich, 12 de noviembre de 1929, en Sergio Ugalde Quintana, Un cierto encanto goethiano. Correspondencia alemana de Alfonso Reyes, El Colegio de México, México, 2013, p. 33.

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do un ejemplar desde Buenos Aires, a comienzos de marzo de 1929, “por encargo” de Francisco García Calderón.16 En noviembre de 1929 Manz escribió a Reyes para expresarle que deseaba leer y traducir el ensayo “si V. es tan amable de concederme autorización”.17 Reyes accedió gustoso y de inmediato le remitió un ejemplar junto con otro de El plano oblicuo. Tras leer Visión de Anáhuac Manz dudó si sería capaz de traducirlo. Ello ante el temor de no poder “mantener la belleza de la dicción” y, por consiguiente, a “malograr” el valor del texto.18 Finalmente, Manz sí acometió la tarea pero enfrentó serias dificultades para publicarlo. En Alemania había, en esa época, poco interés por la literatura latinoamericana. Al respecto, en mayo de 1931 comentaba a Reyes, no sin un dejo de frustración, que “nosotros los traductores tenemos que luchar efectivamente por interesar a los redactoReyes, Diario, t. ii, p. 108. Carta de Hellmuth Petriconi a Alfonso Reyes, Frankfurt 9 de abril de 1929 y carta de Hellmuth Petriconi a Alfonso Reyes, Frankfurt, 10 de agosto de 1929, reproducidas en Ugalde Quintana, Op. cit., pp. 163-165. 17 Carta de Inés Elfriede Manz a Alfonso Reyes, Munich, 12 de noviembre de 1929. 18 Carta de Inés Elfriede Manz a Alfonso Reyes, Munich, 6 de junio de 1930, en Ugalde, p. 35. 16

res y las más de las veces no es más que un favor personal cuando publican algo”.19 Después de tocar varias puertas sólo consiguió que su traducción encontrara cabida de forma parcial en algunos periódicos: primero en el Berliner Lokal-Anzeiger 20 y, a continuación, en el Deutsche Allgemeine Zeitung y el Frankfurter Stadt-Anzeiger.21 Valiéndose de sus contactos en Argentina, donde había fungido como embajador de México entre 1927 y 1930 y en Brasil, donde ocupaba dicho cargo, Reyes gestionó que los fragmentos también se publicaran en el Argentinischer Volkskalender 1933 y el Deutsche Rio-Zeitung .22

19 Carta de Inés Elfriede Manz a Alfonso Reyes, Munich, 31 de mayo de 1931, p. 39. 20 Alfonso Reyes, “Anáhuac, das Reich des goldenen Kaisers” [Anáhuac, el reino del emperador de oro], traducción de Inés Elfriede Manz, Berliner Lokal-Anzeiger, Unterhaltungs-­ Beilage, núm. 175, Berlín, 23 de julio de 1932, citado en Ibid., p. 42. 21 Carta de Inés Elfriede Manz a Alfonso Reyes, s. f., p. 42. 22 Alfonso Reyes, “Anahuac, das Reich des goldenen Kaisers”, Argentinischer Volkskalender 1933, Jahrbuch des Argentinischen Tageblattes und des Argentinischen Wochenblattes, Alemann y Cía., Buenos Aires, 1933, pp. 173-176 y Deutsche Rio-Zeitung, Río de Janeiro, 26 de octubre de 1932, citados en Ibid., p. 44.

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la traducción al checo

El hispanista checo Zdenek Šmíd supo de la existencia de Alfonso Reyes hacia 1930, cuando preparaba su tesis doctoral sobre la poesía de Luis de Góngora y Argote y se topó con un ejemplar de Cuestiones gongorinas.23 En marzo de 1932 escribió a Reyes, a Río de Janeiro, para pedirle su correo literario Monterrey y decirle que había “tratado en vano” de conseguir Visión de Anáhuac.24 A vuelta de correo, Reyes le envió el número 8 de Monterrey, así como un ejemplar de su ensayo con la siguiente dedicatoria: “A Zdenek Šmíd con quien Góngora me ha amistado.”25 No se ha podido determinar la forma cómo Šmíd supo de Visión de Anáhuac. El hecho de que haya sido estudiante de la Universidad de Burdeos durante el año académico 1928-1929 y haya entrado en contacto con hispa23 Gabriel Rosenzweig, comp., Procurando contactos a la literatura mexicana. Alfonso Reyes-Zdenek Šmíd. Correspondencia, 19321959, El Colegio de México, México, 2014, p. 18. 24 Carta de Zdenek Šmíd a Alfonso Reyes, Mor. Ostrava, 22 de marzo de 1932, en Ibid., p. 37. 25 Alfonso Reyes, Diario, t. iii, edición, introducción, notas, apostillas biográficas, cronología e índice de Jorge Rueda de la Serna, fce, México, 2011, p. 58, y carta de Zdenek Šmíd a Alfonso Reyes, Ostrava, 10 de febrero de 1947, en Rosenzweig, Op. cit., p. 58.

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nistas franceses permite pensar que alguno de ellos pudo haberle hablado del ensayo o que pudo haber leído alguna de las reseñas de la edición francesa. Sea como fuere, en mayo de 1935 Šmíd comunicó a Reyes que estaba traduciendo el ensayo y que pensaba publicar su traducción algunos meses más tarde.26 Ahora bien, la publicación tardó más tiempo del que previó inicialmente. Ello, según el propio Šmíd, porque se esforzó por hacer “una edición particularmente cuidada”.27 En efecto, decidió encomendarla al editor Jan V. Pojer, de la ciudad de Brno, quien había fundado la editorial Atlantis, en 1928. Esta editorial imprimía tanto obras de autores checos como traducciones al checo de obras literarias de autores extranjeros, en ediciones sencillas, pero muy bellas desde el punto de vista tipográfico, que fueran accesibles a un círculo de lectores más amplio que el de los bibliófilos.28 Con el ánimo de hacer la edición más atractiva, Šmíd solicitó a Reyes, Carta de Zdenek Šmíd a Alfonso Reyes, M. Ostrava, 31 de mayo de 1935, p. 37. 27 Carta de Zdenek Šmíd a Alfonso Reyes, M. Ostrava, 3 de febrero de 1937, p. 41. 28 Jirí Hek, “Pojerova Atlantis jubiluje”, Duba. Informace o knihách a knihovnách z Moravy, año 12, núm. 1 (1998), pp. 3-5. 26

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a instancias de Pojer, que autografiara hojas sueltas para incorporarlas a los ejemplares y, de esta suerte, satisfacer el “deseo legítimo de mis compatriotas que están ávidos de libros en los que el contacto con el autor sea más estrecho”.29 Šmíd publicó Visión de Anáhuac en un volumen al que tituló Triptych, y en el que incluyó sus traducciones de otros dos textos de Reyes que había publicado previamente: La saeta y La caída. El libro salió de la imprenta en la primavera de 1937.30 Tuvo un tiraje de 350 ejemplares. A Reyes le gustó mucho. Al acusar recibo manifestó a Šmíd que “ojalá hubiera yo logrado presentar uno solo de mis libros originales con el atavío elegante y sencillo que ha sabido usted darle a este precioso tomito”.31 Carta de Zdenek Šmíd a Alfonso Reyes, M. Ostrava, 3 de febrero de 1937, en Rosenzweig, p. 41. Reyes atendió la solicitud. Existen ejemplares de Tryptich con la firma autógrafa de Reyes y la siguiente leyenda escrita de su puño y letra: “Ejemplar dedicado por el autor.” El que escribe tiene uno en su poder. 30 Alfonso Reyes, Tryptich (Cikánská písen na oslavu Panny Marie, Vidina Anakuaku, Pád), traducción de Zdenek Šmíd, Brno, Atlantis (Jan V. Pojer), 1937. 31 Carta de Alfonso Reyes a Zdenek Šmíd, Buenos Aires, 22 de junio de 1937, en Rosenzweig, Op. cit., p. 44. 29

Con el propósito de difundirlo, Pojer distribuyó una hoja volante con un texto de Šmíd en el que éste calificaba a Reyes de “poeta verdaderamente intemporal” y elogiaba su trayectoria.32 la traducción al inglés

La publicación en inglés se fraguó a lo largo de varios años y después de un par de intentos fallidos.33 El primero se remonta a 1942. De acuerdo con Reyes, en algún momento de ese año la Universidad de Columbia se interesó en hacerla y él dio su anuencia, pero el proyecto no cuajó porque “la Columbia University encontró algunas dificultades insuperables”.34 El segundo 32 Zdenek Šmíd, “Alfonso Reyes, Tryptich”, Oznamovatel [Notificación], núm. 3435, Brno, Atlantis (Jan V. Pojer), primavera de 1937, reproducido en Ibid., pp. 104-105. 33 Cabe mencionar, a manera de antecedente, que en su “Historia documental de mis libros”, Reyes indica que Visión de Anáhuac fue traducido “fragmentariamente” al inglés por Edna Worthley Underwood para su antología Anthology of Mexican Poets from the earliest times to the present (The Mosher Press, Portland, Maine, 1932), pero no da ningún detalle de dicha traducción. Reyes, Op. cit., p. 183. 34 Carta de Alfonso Reyes a Germán Arciniegas, México, 25 de noviembre de 1943, en Adolfo Caicedo Palacios, comp., Alfonso Reyes y los intelectuales colombianos: diálogo epistolar, Siglo del Hombre Editores /

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data de enero de 1943. En ese entonces el colombiano Germán Arciniegas, quien trabajaba temporalmente en la Universidad de Chicago, pidió a Reyes autorización para traducir el ensayo e incluirlo en una antología sobre América Latina destinada a los lectores norteamericanos.35 Reyes respondió, en un primer momento, que no podía acceder a la petición porque ya tenía, en principio, un compromiso con la Universidad de Columbia. Ahora bien, cuando en noviembre de ese mismo año puso Visión de Anáhuac a disposición de Arciniegas, una vez que supo que Columbia no iría adelante con la traducción, Arciniegas manifestó que desafortunadamente era tarde porque la antología, en la que quería incluirlo, ya estaba en manos de los impresores.36 Universidad de los Andes, Bogotá, 2009, p. 224. Teniendo en cuenta que desde 1916 Federico de Onís trabajaba en la Universidad de Columbia, donde fundó el Departamento de Filología Hispánica y que Reyes y De Onís se mantenían en contacto desde 1914, cabría pensar que De Onís fue el promotor de la iniciativa de traducir Visión de Anáhuac al inglés. Ahora bien, en la correspondencia entre Reyes y De Onís que se guarda en la Capilla Alfonsina no hay ninguna mención a este proyecto. 35 Carta de Germán Arciniegas a Alfonso Reyes, Chicago, 29 de enero de 1943, en Adolfo Caicedo Palacios, Op. cit., pp. 208-209. 36 Carta de Alfonso Reyes a Germán Ar28

El proceso que condujo a la publicación en inglés de Visión de Anáhuac arrancó en diciembre de 1946 y enero de 1947, durante las semanas que Reyes pasó en Nueva York, en su viaje de regreso a México, después de haber asistido en París a la Primera Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (unesco). En dicha ciudad se reunió con Harriet de Onís, principal traductora del español de la editorial neoyorquina Alfred A. Knopf,37 así como con el editor Herbert Weinstock, para explorar la posible publicación de algunos de sus textos.38 En el mes de septiembre de 1947, De Onís informaba a Reyes que había hecho una primera selección, que ésta había gustado mucho a Weinstock y que, a pesar de la crisis por la que estaban atravesando las editoriales, ni ella ni Weinstock perdían la esperanza de ciniegas, México, 8 de febrero de 1943, y carta de Germán Arciniegas a Alfonso Reyes, 15 de diciembre de 1943, en Ibid., pp. 210 y 225-226. 37 Sobre Harriet de Onís véase Trudy Balch, “Pioneer on the bridge of language”, Americas, vol. 50, núm. 6, Washington, noviembre-diciembre de 1998, pp. 46-51. 38 Alfonso Reyes, Diario, vol. vi, edición crítica, introducción, notas, fichas biobibliográficas, cronología e índice de Víctor Díaz Arciniega, fce, México, 2013, pp. 54 y 56-57.

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que la publicación se pudiera hacer.39 Fue hasta enero de 1949 cuando Weinstock comunicó a Reyes la decisión de la casa Knopf de publicar una antología de sus textos, seleccionados y traducidos por De Onís, que incluía Visión de Anáhuac, y le envió el contrato correspondiente.40 Al respecto, una Harriet de Onís, ostensiblemente satisfecha, manifestaría a Reyes que había hablado con el señor Knopf y “le expliqué que era imperdonable que una casa que había publicado tantos autores hispanoamericanos no coronase su labor con un tomo de Ud., y le convencí”.41 Weinstock, por su parte, 39 Carta de Harriet de Onís a Alfonso Reyes, Newburgh, Nueva York, 13 de septiembre de 1947, Instituto Nacional de Bellas Artes-Capilla Alfonsina. En lo sucesivo inba-ca, expediente de Federico de Onís. 40 Carta de Herbert Weinstock a Alfonso Reyes, Nueva York, 17 de enero de 1949, copia al carbón, Colección Alfred A. Knopf. Inc., Harry Ramson Center, The University of Texas at Austin. En lo sucesivo aak / hrc-uta, expediente de Alfonso Reyes. Los ensayos que seleccionó De Onís fueron los siguientes: Visión de Anáhuac, Notas sobre la inteligencia americana, Posición de América, Epístola a los Pinzones, Colón y Américo Vespucio, Ciencia social y deber social, Poesía de la Nueva España, La décima musa, Recordación de Urbina y Discurso por Virgilio. 41 Carta de Harriet de Onís a Alfonso Reyes, Nueva York, 3 de enero de 1949, inba-ca, expediente de Federico de Onís.

diría que la decisión obedeció “no a alguna esperanza de grandes ventas, sino porque nos parecía intolerable que un hombre tan distinguido como Reyes permaneciera completamente desconocido a los lectores de habla inglesa”.42 Carta de Herbert Weinstock a F. S. C. Northrop, Nueva York, 13 de marzo de 1950, copia al carbón, aak / hrc-uta, expediente de Alfonso Reyes. 42

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De Onís tradujo los diez ensayos que integran la antología en el segundo semestre de 1949. Al traducir solía consultar sus dudas con los autores para asegurarse de que las traducciones resultaran lo más fieles posible. En el caso de los ensayos de Reyes siguió esa práctica y recibió de él la más amplia colaboración. El 26 de enero de 1950 entregó a la casa Knopf el manuscrito con el título de The position of America and other essays, by Alfonso Reyes.43 Deseoso de que el volumen fuera bien recibido, Weinstock no escatimó esfuerzos para arroparlo lo mejor que pudo. Por una parte, solicitó a Federico de Onís que lo prologara. Por la otra, pidió al filósofo norteamericano Filmer S. C. Northrop, quien era catedrático de la Escuela de Derecho de Yale, una “breve declaración publicable” sobre Reyes.44 Northrop accedió y escribió un párrafo que Weinstock incluyó en la camisa del libro.45 La edi43 Carta de Harriet de Onís a Alfonso Reyes, Nueva York, 26 de enero de 1950, inba-ca, expediente de Federico de Onís. 44 Carta de Herbert Weinstock a F. S. C. Northrop, loc. cit. 45 El párrafo dice lo siguiente: “[Reyes] es un artista con ideas, un hombre de acción en la revolución mexicana de 1910, así como de palabras, intensamente contemporáneo y ame­ricano, además de erudito con respecto

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ción salió a la luz en septiembre de 1950.46 Tras recibir los seis ejemplares que le correspondían según el contrato, Reyes escribió en su Diario: “la edición es de primera, no se puede pedir más”.47 Poco después manifestó a Weinstock: “Estoy deslumbrado y estoy conmovido. No podía yo desear una edición más bella y una presentación más noble ante los lectores de aquel país. Me doy cuenta de los esfuerzos hechos para lograrlo así, y no encuentro palabras suficientemente expresivas de mi agradecimiento. Las solapas están redactadas en un tono que supera en cordialidad los términos habituales. Las palabras del Prof. Northrop me honran mucho. Quiero que sepan ustedes, que lo sepa Mr. Knopf, que me doy cuenta cabal de lo que se a nuestra rica y diversa herencia europea. En sus escritos nos vemos, por tanto, como algo fresco y único pero como expresión de una compleja tradición occidental. (…) Leer a Reyes es experimentar una aceleración y enriquecimiento del espíritu y aproximarse a un mejor conocimiento de uno mismo.” Carta de F. S. C. Northrop a Herbert Weinstock, New Haven, 20 de marzo de 1950, aak / hrcuta, expediente de Alfonso Reyes. 46 Alfonso Reyes, The position of America and other essays, selected and translated from the Spanish by Harriet de Onís, foreword by Federico de Onís, Alfred A. Knopf, New York, 1950. 47 Reyes, Diario, vol. vi, pp. 390-391.

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ha hecho para mí y sé agradecerlo pro­ fundamente.”48 Tan pronto como estuvo lista la edición, Weinstock se dirigió a varias publicaciones para solicitar que reseñaran la antología. En sus comunicaciones explicaba que había persuadido al editor Alfred Knopf que la publicara, no porque esperara ventas importantes, sino por su calidad y que confiaba que se publicara cuando menos una reseña que anunciara que “finalmente está disponible para los lectores de habla inglesa una selección de este gran hombre de letras latinoamericano”.49 La petición fue atendida. Entre diciembre de 1950 y junio de 1951 aparecieron reseñas en el Herald Tribune Book Review, The Nation, The Christian Science Monitor y The Saturday Review.50

Recién publicada la segunda edición de Visión de Anáhuac, Reyes envió un ejemplar al escritor y crítico literario italiano Mario Puccini, con quien había entrado en contacto en el primer semestre de 1922.51 Puccini leyó el libro de inmediato y escribió una reseña que publicó el periódico Il Secolo, de Milán, en noviembre de 1923.52 A continuación, y durante los años siguientes trató, con el conocimiento de Reyes, de interesar a algún editor para que publicara la traducción al italiano del ensayo, ya fuera por separado o como parte de una antología de textos de Reyes. En mayo de 1930 comentaba al respecto: “Tengo siempre la intención de traducir y hacer conocer

Carta de Alfonso Reyes a Herbert Weinstock, México, 26 de septiembre de 1950, aak / hrc-uta, expediente de Alfonso Reyes. 49 Véanse cartas de Herbert Weinstock a Irita Van Doren, de The New York Herald Tribune; Herbert Matthews, de The New York Times; Charles Poore, de The New York Times; Alberto Rembao, de La Nueva Revista, y Leslie A. Sloper, Nueva York, 26 de octubre de 1950, copias al carbón, aak / hrc-uta, expediente de Alfonso Reyes. 50 Véanse Bertram D. Wolfe, “A shining mind from modern Mexico”, Herald Tribune Book Review, Nueva York, 24 de diciembre de 1950; Mildred Adams, “The position of America and other essays”, The Nation, Nueva

York, 6 de enero de 1951; Henry Sowerby, “America Translated South of the Border”, The Christian Science Monitor, Boston, 3 de febrero de 1951; y Hershell Brickell, “Vision of synthesis”, The Saturday Review, Nueva York, 9 de junio de 1951. 51 Gabriel Rosenzweig, comp., Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos (1918-1959). Guido Mazzoni, Achille Pellizzari, Mario Puccini, Dario Puccini, Elena Croce y Alda Croce, El Colegio de México, México, 2013, pp. 15-16. 52 Mario Puccini, “Letterature straniere. Il Messico nella visione lirica di un poeta”, Il Secolo, Milán, 9 de noviembre de 1923, reproducida en G. Rosenzweig, Op. cit., pp. 150-152.

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la traducción al italiano

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gustoso. Indicó que le “entusiasma[ba] el ver mi pobre prosa revestida por usted en túnica italiana”.55 Reyes había entrado en contacto con Elena y Alda Croce un año antes, después de que se enterara que la primera había escrito y publicado una reseña de su libro Trayectoria de Goethe.56 Alda Croce se puso manos a la obra. El 10 de mayo de 1958 comunicó a Reyes que el texto estaba listo para publicarse. Sin embargo, explicó que “formaría un volumen demasiado pequeño para la colección en la cual debe aparecer” y, por tanto, le solicitó que preparara una nota preliminar dedicada a los lectores italianos.57 A los pocos días Reyes respondió que, debido a probleaquí algo suyo: una selección de sus mas de salud, se sentía “incapaz” de mejores páginas, por ejemplo. Pero, hacerlo. Propuso, en cambio que el volas editoriales de aquí desean nove- lumen se llamara “Orígenes mexicanos” las, novelas; y cuando se habla con e incluyera su ensayo “Moctezuma y ellas de libros más puros… desvían la Eneida mexicana” y, de ser necesael discurso.”53 No fue sino hasta abril de 1956 cuan- Nápoles, 25 de abril de 1956, Ibidem, p. 129. 55 Carta de Alfonso Reyes a Alda Croce, do la hispanista Alda Croce informó a México, mayo de 1956. Ibid., p. 131. Reyes que el banquero y bibliófilo Ra56 Ibid., pp. 22-23. ffaele Mattioli deseaba publicar la tra57 Carta de Alda Croce a Alfonso Reyes, ducción al italiano y le manifestó que Nápoles, 10 de mayo de 1958. Ibid., p. 134. ella la podría hacer.54 Reyes aceptó La colección en la que debía aparecer la Carta de Mario Puccini a Alfonso Reyes, Falconara, 20 de mayo de 1930. G. Rosenzweig, Op. cit., p. 76. 54 Carta de Alda Croce a Alfonso Reyes, 53

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traducción al italiano de Visión de Anáhuac no tuvo nombre. Se conoció como colección “Sine titulo”. Fue ideada y dirigida por Raffaele Mattioli y publicada por la editorial Riccardo Ricciardi entre 1954 y 1975.

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rio, el capítulo I del libro Letras de la Nueva España, titulado “La hispanización”.58 La sugerencia fue aceptada. A finales de junio de 1959, tras lamentar que la espera hubiera sido tan larga, Alda Croce aseguraba a Reyes “que el libro está por salir y que usted tendrá muy pronto los primeros ejemplares”.59 Sin embargo, por motivos que aún hay que averiguar, la versión en italiano de Visión de Anáhuac finalmente no fue publicada por Mattioli. Salió a la luz en 1960, junto con los ensayos “Moctezuma y la Eneida mexicana” y “Pasado inmediato”, con el título Origine messicane. Visione di Anáhuac (1519) e altri saggi, como parte de la colección Quaderni di Pensiero e di Poesia, que dirigían Elena Croce y María Zambrano.60 Reyes ya no alcanzó a ver el libro pues había fallecido el 27 de diciembre de 1959.

liano fue un proceso dilatado. Mientras que la edición en francés fue relativamente temprana, es decir, salió a la luz pocos años después de que se publicara la segunda edición en español, las ediciones en alemán y checo se hicieron en la década siguiente, la edición en inglés en 1950 y la edición en italiano hasta 1960. En otras palabras, mediaron 33 años entre la publicación de la traducción al francés y la publicación de la traducción al italiano. Con excepción de la edición en inglés en la que tuvo una participación activa, Reyes jugó un papel marginal. La traducción al francés se hizo sin que él lo supiera y su intervención se redujo a abogar a favor de que se publicara. En el caso de las traducciones al alemán y checo, Reyes se limitó a enviar ejemplares a los traductores, a solicitud de éstos y, en lo que respecta a la edición en italiano, a otorgar su consentimiento a la traductora, después de La traducción de Visión de Anáhuac al que ésta lo pidiera. Por tanto, la inifrancés, alemán, checo, inglés e ita- ciativa para realizar las traducciones no recayó en Reyes sino en los traduc58 Carta de Alfonso Reyes a Alda Croce, México, 15 de mayo de 1958. G. Rosenzweig, tores. La evidencia disponible pone de maOp. cit., p. 135. 59 Carta de Alda Croce a Alfonso Reyes, nifiesto que la edición en inglés fue la Nápoles, 30 de junio de 1959. Ibidem, p. 141. única que se formalizó mediante la fir60 Alfonso Reyes, Origini messicane. Vima de un contrato. Si bien ello debe sione di Anáhuac (1519) e altri saggi, traducción de Alda Croce y Leonardo Cammarano, haber complacido a Reyes, de los comentarios que formuló a sus traductores al De Luca, Roma, 1960. 33

alemán, checo e italiano se desprende mexicana que se tradujo, son posteriores. que lo que realmente le importaba era que Datan de 1929 y 1930, respectivamente.61 su obra se difundiera en ámbitos lin61 güísticos distintos al del español y se Valdría la pena identificar las traductendieran puentes entre la literatura ciones de Visión de Anáhuac que se han hecho después de 1960. Yo sólo tengo conocimienmexicana y otras literaturas. to de que en 2008 la Universidad Autónoma Las ediciones en francés, checo e de Nuevo León (uanl) difundió una versión italiano se hicieron para un grupo li- en japonés. Ésta es obra del doctor Takaatsu mitado de lectores. El editor de la edi- Yanagihara, profesor de literatura latinoameción en inglés, en contraste, pretendió ricana de la Universidad de Tokio. Yanagihara que ésta tuviera una mayor penetración. se topó con Reyes, a finales de los años ochenta del siglo xx, al leer a Alejo Carpentier. El Independientemente del éxito que haya interés de conocerlo lo condujo a la antolotenido en términos del número de ejem­ gía que preparó James Willis Robb para la plares vendidos, sí logró que fuera rese- editorial Cátedra y que contiene Visión de ñada en varias publicaciones periódicas Anáhuac. Hacia el año 2000 tradujo el ensayo una recopilación en japonés de textos norteamericanas de prestigio y, en con- para latinoamericanos que tenía en mente. La inisecuencia, que más gente se enterara ciativa no prosperó. La traducción permanede su existencia. ció inédita hasta que, a sugerencia de la esposa Por último, la edición en francés cons- regiomontana del también profesor de la Uni­ tituye, probablemente, la primera tra- versidad de Tokio, Gregory Zambrano, la uanl la incluyó en la Colección 75 Aniversario. De­ ducción de una obra literaria de autor bo estos datos al propio doctor Yanagihara, a mexicano. Las traducciones al inglés y quien desde aquí reitero mi agradecimiento francés de Los de abajo, la primera novela por habérmelos proporcionado.

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Las marcas de las generaciones en las bancas J osué R amírez

Era justo el mediodía. Los tres loros en sus jaulas al sol limpiaban con sus picos sus verdes y brillantes plumas, como los gatos recorren con la lengua su capote peludo. En la banca leí un enunciado escrito por otro que había pasado por el aula hacía una década; que, en 1970, había empezado a seguirle los pasos a Delmar, leyendo cuanto poema, artículo, ensayo, traducción o cuento publicara a pesar de que sus textos no se entregan a la primera a sus lectores, o porque no se les entregan a la primera es que se convierten –para el alumno anterior amigo y con todos pasa lo mismo– en un desprendimiento del cuerpo mutuo, donde los tatuajes de la cultura marcan la imaginación formidable de un verso que mientras ilustra y emociona, te divierte. 35

víctor hugo martínez

En el jardín de la universidad se escuchaba el fragor patrio de un desfile y Delmar describía con cierta euforia la descripción de la estructura del “ácido desoxirribonucleico, abreviado como adn, que contiene instrucciones genéticas usadas en el desarrollo y funcionamiento de todos los organismos vivos conocidos y algunos virus”. Mientras lo oía seguí leyendo en la banca lo escrito por el heredero directo: Haberte conocido, haberte leído, haber conversado contigo, todo eso forma una de las razones por las cuales la vida ha valido la pena de ser vivida. Las palabras aparecían y desaparecían de la superficie de madera. Cada quien es libre de emocionarse con la revolución que da medida y sentido a su existencia, pues la paternidad de una persona está presente de forma continua a aquello posible de ver con la ayuda de una microscopio electrónico; lo que subyace en los versos son mezclas de resultado dañino: la memoria de los hombres y sus horizontes trágicos. Así que cuando estuve presente en esas clases me valí –para entender ciertos pasajes– de aquellas inscripciones, grafías, rasguños, sobre la banca que me tocó ocupar viendo, a veces abstraído, las patas de las arañas en los frascos, 36

su majestad pone la música

o los fetos conservados en formol para hablar del origen, sin temor a equivocar el camino hacia el inicio. Las horas del conocimiento, en poesía, son violentas: se desvanecen insomnios falsos, intensidades triviales, se deja de escuchar voces de inspiración que bien complacen y colman a los espíritus débiles que hacen de su soledad una presunción ensimismada. Por lo demás, entendí en aquellas clases sobre la originalidad que ser original es saber descubrir y escuchar aquello que se origina en ti.

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Bajo el cielo palatino R afael T oriz Las razones por las que llegué a Buenos Aires, como podrá suponerse, no tienen la menor importancia (para como están las cosas, y ante mi insólita circunstancia, cualquier segundo será crucial para redondear mi testimonio). Baste decir que una vez franqueados los 35, incluso para los imbéciles más obstinados, la vida se vuelve un péndulo oscilante entre el tedio y el espanto. Pocos, un puñado apenas, serán los que logren envejecer con estilo; otros, contados, ostentarán cierto decoro: los más despertarán un día cualquiera abotagados y conscientes de su existencia miserable. Ante dicha perspectiva, y con el comodín de una licenciatura en psicología bajo la manga, decidí forzar las circunstancias y evadirme con profesionalismo: me matriculé, entrado en carnes y pintando algunas canas, en un posgrado en psicoanálisis en la uba, cosa que celebré por todo lo alto con la alegría bienhechora que prodiga una beca del gobierno. Nunca sospecharía la jugarreta que me tendería el destino, ahora que desde la punta del Obelisco contemplo estos hermosos cielos, siempre tan altos y transparentes con nubes que en esta tarde rojiza semejan finas piezas de alabastro. Debo aclarar que nunca fui un estudiante modelo. La vida universitaria me ha interesado en la misma medida que el cultivo de la soja o la vida emocional de las almejas. Empero, desde que alcanzo a recordar, tuve debilidad por ambientes donde reinara la holgazanería distendida y el cotilleo perdulario. En ese sentido, la escuela me ha brindado un cobijo inmejorable y hasta algunos estipendios generosos. Pasiones menos nobles que el estudio me conminaron a instalarme en 38

bajo el cielo palatino

la Argentina. Siempre he sido una persona obsesionada por las formas y sus símbolos, particularmente por las nalgas de las mujeres, así que conociendo mis inclinaciones me animé a doctorarme en el culo del mundo: acá las bellas nalgas primorosas son constitutivas del paisaje. Mis primeros días en Buenos Aires fueron caóticos y confusos. Llegar a una ciudad desconocida supone una suerte de extravío consensuado: no sabemos dónde estamos y para el mundo que nos circunda valemos menos que un pepino. Los acercamientos iniciales a la realidad porteña me prodigaron discretos cataclismos que con el tiempo no hicieron sino multiplicarse. Vine a esta ciudad en pos de algarabía y lo primero que recibí fue un asalto a mano armada por el rumbo de la Boca. Viajero inexperto, en los albores de mi llegada me instalé en una pensión de mala muerte a orillas del riachuelo donde me enredé con una ecuatoriana horrorosa que me robó hasta la maleta. Mi cámara fotográfica y unas gafas de sol fueron dos obsequios que le di al calor de nuestras noches encendidas durante los crudos inviernos del 2013, época de nevadas inmisericordes en que fue común ver osos polares revolviendo la basura mientras eran abatidos por la policía a lo largo y ancho de la 9 de Julio. El Río de la Plata se tornó un bloque compacto y macizo del color del tamarindo, lo que permitió de una vez por todas que los uruguayos, desde su orilla, dominaran el país. Luego de aquella amarga experiencia, y durante los veranos asesinos que azotaron el territorio austral durante más de la mitad del 2014 y todo el 2015, me dediqué a una vida de golfo disoluto que, gracias a las prostitutas dominicanas y algunos intrépidos peruanos, me permitió conocer en carne propia las ventajas de ser un estudiante mexicano becado en el extranjero. Estoy seguro de que al escuchar este testimonio no serán pocos los infelices que me utilicen como figura de escarnio y defenestren mi memoria: a ustedes, hijos de re mil puta, sólo me limitaré a decirles que no soy ningún resentido y mucho menos un cobarde. Deseo poner en claro que, durante los años de mi exilio, aprendí a ser una persona humilde por la sencilla razón de que estuve rodeado la mayor parte del tiempo por hordas de mediocres infatuados que se piensan la última coca-cola del desierto, cuando en realidad no son sino provincianos arrogantes y mal leídos acomplejados por el tamaño de la verga del vecino. 39

rafael toriz

Acostumbrado a la vida nocturna citadina del Distrito Federal al principio, con un par de colombianos que solícitamente me surtían perico, decidí probar suerte en todo tipo de boliches palermitanos, aventurándome a la noche porteña con el deseo de un perro hambreado que ha olisqueado un choripán. No ahondaré en el rosario de tristezas y frustraciones que constituyeron mis primeros meses de soltero impenitente y tampoco esbozaré un catálogo de la mujer argentina: suficiente será con señalar que, por mucho, son las mujeres más hermosas que yo vi sobre la Tierra –húngaras y rusas no son de este planeta–, y también las más odiosas. Las hay de todos colores y texturas, tetonas y petizas, morochas, castañas, coloradas y rubias; altas como jirafas y deliciosas como ravioles. Tienden a ser delgadas y nalgonas (en aproximadamente un 85%), sin embargo el 15% restante de regordetas y carnosas, poco apreciadas por los cretinos que jugaban de locales, harían las delicias de la totalidad del gusto latinoamericano. Existe en ellas cierta inseguridad patológica que las inhibe y las compele a mimetizarse; por lo general se desplazan en grupos y resulta fácil reconocerlas por los cortes de cabello, las tonalidades de la voz y sobre todo por idiolectos muy marcados: son homogéneas como su cocina pero absolutamente deliciosas. Y como yo sí soy un científico profesional, relataré el origen por el cual me encuentro atrincherado mientras un contingente de mujeres destempladas y caníbales me busca desaforadamente en medio de la histeria colectiva más intensa que un ser humano haya contemplado nunca. La primera noche en que salí de levante, convenientemente escoltado por los amigos colombianos, y habiendo pedido una botella de ron y fernet para nuestro consumo personal –hecho que motivó las recelosas miradas de la concurrencia y que yo interpreté equivocadamente como un acto de admiración–, me le acerqué a una princesa castaña muchísimo más hermosa y sutil que Carlota Casiraghi y con gesto charro y mi mejor voz de barítono tolteca pregunté: –Disculpa, amiga, ¿quieres bailar? Ella, luego de mirarme con sus ojos de gato faraónico y sonreírme con displicencia, sólo atinó a expectorar: –¡Andate a la mierda, gordo pelotudo! 40

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Ese latigazo de desprecio firmado con unos poderosos ojos verdes caló en mi alma hasta lo más profundo, dejándome inde­ fenso y mudo ante una realidad despótica que habría de atosigarme desde entonces hasta hace apenas un par de meses, en los que el arma bacteriológica diseñada por los brasileños realizó su macabra obra de destrucción, aniquilando a los varones argentinos a través de la decodificación de su mapa genético y a una velocidad que dejó a la patria albiceleste, de la noche a la mañana, sin ningún hombre a la redonda. No tiene mucho sentido decirlo pero tampoco sobra consignarlo: si Dios fuera digno y misercordioso, les habría dado a las altivas argentinas la belleza de las peruanas. O al menos la inerte sensualidad de las chilenas. No creo poder abonar con mucho más mi testimonio; son las 18:47 horas del 5 de octubre de 2016, llevo tres noches oculto y en este cuarto día, si bien aún estoy lúcido, mis fuerzas han menguando notoriamente y sufro de alucinaciones. Por si fuera poco, las leonas ya han descubierto mi guarida. En este momento me encuentro capitaneando la punta del Obelisco provisto con un litro y medio de agua con gas, dos alfajores Jorgito y un cuerno de chivo con medio cartucho útil. Llevó también en el cinto una Beretta 92 con 11 tiros que pienso reservar hasta el final, para morir como un caballero en caso de que caiga en manos de las ménades. Hay que ver lo que es una ciudad sitiada por mujeres hermosas sin asomo de esperanza: un engendro demoniaco puebla el aire con alaridos de lujuria. Esta noche, bajo este cielo palatino, soy consciente de ser la última verga de Buenos Aires; y bajo ninguna circunstancia pienso darle el gusto a este buitre enloquecido de triturar lo que queda de mi carne. 41

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II

* Nota de la transcriptora. Las razones por las que el Comité Sáfico de Regeneración Nacional ha decidido rescatar el testimonio del despreciable ciudadano Agustín Melgar Hinojosa (nacionalidad mexicana, tez morena clara, estatura 1.80 m., número de pasaporte 4080072832, complexión robusta y 37 años al momento de su muerte) son debidas a que, luego de cuatro años desde el fatídico incidente que acabó con la posibilidad de reproducirnos sexualmente, hemos decidido contar la verdad del noble pueblo argentino, próximo a extinguirse, toda vez que dicha grabación logró colarse a los escasos resquicios que no perecieron ahogados luego del derretimiento de los casquetes polares ocasionado por el calentamiento global en el Año de la Gran Debacle. Mandamos este mensaje de paz a los pueblos insurgentes que puedan escucharnos y les recordamos que, en efecto, somos una isla de mujeres fértiles y hermosas a la deriva, en caso de que alguien pudiera llegar al corazón de este destierro. Luego del exterminio biológico del sexo masculino de los hombres de nuestra patria, la Armada Verdeamarelha, en un acto que pasará a la historia como uno de los más viles y patéticos de los que se tenga noticia, destruyó los bancos de semen y la rupestre ingeniería tecnológica y científica con que contaba el país para la clonación de la especie, atrocidad a la que se sumó el campo de fuerza instalado en la avenida General Paz ensamblado por los uruguayos, lo que acabó por aislar a la otrora altiva cabeza de Goliath y condenó a una lenta extinción al resto de la población argentina. Conviene aclarar que el arma ideada por los brasileños, debido a un error de cálculo, también acabó con los colombianos y venezolanos residentes en el país; a los peruanos y bolivianos –incluidos miraflorinos y cruceños–, en un acto racista del que nunca nos arrepentiremos lo suficiente, los exiliamos sin miramientos; los paraguayos cobraron la factura de la guerra de la Triple Alianza y se negaron a mezclarse con las hembras “curepís”; los senegaleses fueron reclutados por el Quinto Imperio gracias a mejoras notabilísimas en sus condiciones de vida y los chinos, coreanos y taiwaneses, según cuenta la leyenda, fueron devorados por los donguis. Nunca como entonces las porteñas supimos lo que significó vivir solas sin otros ojos que los del espejo, vestidas para nadie. Desde el Año de 42

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la Gran Debacle somos celadoras de nuestro propio encierro, fruto maduro condenado a consumirse en la rama y no en los labios. Revisando los archivos de la Facultad de Psicología de la uba, pudimos dar con la tesis de doctorado de Melgar, que en un acto de cretinismo insospechado tituló Oquedades del deseo, intersticios del significante: una aproximación lacaniana a la dialéctica del histeriqueo, que abría con una cita de Thomas Mann: “El único recurso contra la belleza es mi maldad.” El texto pretendía ser un estudio de caso al respecto de la psique de la mujer argentina, centrándose en el caso de las porteñas, a saber, las mujeres que más despreciaron al mexicano. No nos detendremos en los pormenores de su estúpido trabajo; bastará con señalar que se trata de un cuaderno de notas escandalosamente misógino, cuyos momentos más coherentes son aquellos en que cita al brasileiro Rubem Fonseca –evangelista del diablo– o al sátiro local que respondió al nombre de Adolfo Bioy Casares, cuyas frases epigramáticas encabezan no pocas infamias: “Mujeres. Máquinas de transmitir tensiones. Las encendemos un rato, por placer. Si quedan encendidas nos mandan a la tumba.” La estructura de la tesis obedece al comportamiento infatuado de un adolescente tardío con tendencia a las adicciones y, de acuerdo con el análisis de nuestras especialistas, el individuo en cuestión no es otra cosa que un psicópata incapaz de experimentar cariño y compasión por sus semejantes. Su texto, no exento de resentimientos clasistas, rebosa tirria y mala leche por una cultura que no supo desentrañar y que le resultaba ajena y agreste por una razón muy sencilla: el susodicho era feo y compraba sus trajes en lo de Angelo Paolo. Pese a todo habrá que reconocerle cierto ingenio. Un apéndice dedicado a la “Fenomenología de la mão boba” –argucia patentada por los brasileiros que consiste en deslizar la mano sobre el cuerpo de la fémina como quien no quiere la cosa– a la que esto escribe le resulta altamente libidinal y hasta romántica, sobre todo viniendo de un hombre, ese recuerdo que habrá de diluirse entre la pampa. Verdad es que nos las hemos arreglado entre nosotras a través de una red lésbica y anárquica inspirada en los falansterios de Charles Fourier; no obstante, vivimos devoradas por una nostalgia inmisericorde que nos obliga a perecer de 43

rafael toriz

sentimiento: es desgarrador vivir envenenada entre tangos y conchas viejas que no conocerán la vorágine del macho ni la benéfica calma después del ayuntamiento de la carne. El sentimiento recrudece cuando una se entera de que el susodicho murió consumido entre el desdén y el desprecio, pero con ánimo de totalidad, como lo muestra casi cualquier parágrafo de su tesis. Empero, habrá que ahorrarse las lágrimas. Uno de los apéndices de su investigación explica el porqué la argentina es la única mujer a la que cuesta tanto trabajo cogerse la segunda vez como la primera. Imbécil. Los datos sobre su muerte son confusos y dispersos; se sabe que durante varios días estuvo escondido en el diminuto cuartucho que domina la punta del Obelisco y que clausuró la entrada a cal y canto. Fue posible descubrir su guarida debido a que, desesperado por la falta de agua y alimento, disparó en repetidas ocasiones contra los contingentes de mujeres que saqueaban la ciudad y descuartizaban a cualquier desprevenido. Una vez descubierto, se procedió a su captura, lo que propició que el mexicano se masturbara ante una muchedumbre enardecida. Se tiene noticia de que el interfecto se ató una cuerda a la cintura y pretendió abandonar el monumento a la manera de los voladores de Papantla, con tan mala suerte que se despeñó en caída libre deshaciéndose el cráneo contra el cielo del asfalto. En su pecho, escrito con labial color carmín, podía leerse un verso atribulado a Albio Tíbulo Latino: “No me lastimes, Diosa; no hice nada para merecerlo.” Siendo el primero de agosto de 2020 del calendario antiguo, y el cuarto ciclo después del Año de la Gran Debacle, la transcriptora y fiscal del Distrito IV, Agustina Niceto, habiendo hecho el cotejo de actas y las copias que corresponde a su ministerio, pide no se culpe a nadie de su muerte y lega, como última voluntad, que le toquen chacareras con marimba en el sepelio. En la ciudad Autónoma de Buenos Aires

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Lorenzo sentía que era seducido por Mefistófeles C arlos A. A guilera Después de haber escrito diversos ensayos sobre los escritores origenistas, ideólogos a su manera de eso que Lezama llamaba “la pobreza irradiante”, Jorge Luis Arcos sorprende con Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega (Colibrí 2012 /Hypermedia 2015), un libro sobre el Gran General Albino, como al autor de El oficio de perder le gustaba firmar algunos de sus mensajes. Para la entrevista, nos citamos en un asador en el centro mismo de San Carlos de Bariloche, donde Arcos vive y trabaja desde hace varios años, y compartimos anécdotas, nombres, admiraciones, fotos. Sin querer, los dos traemos una camisa de cuadritos azules, unas patillas encanecidas y un cinturón de hebilla grande, como aquellos que usaba John Wayne en algunas de sus horribles películas... Nada como la pampa para volver a conectar a uno con la locura. –Antes de este libro sobre la poética de García Vega habías publicado libros como En torno a la obra poética de Fina García Marruz, La solución unitiva. Sobre el pensamiento poético de José Lezama Lima y La palabra perdida. Ensayos sobre poesía y pensamiento poético, entre otros. ¿Cómo llegas a Lorenzo García Vega? ¿Podríamos decir que a partir de tu cercanía con Lorenzo se produce un “corte” en tu manera de entender la maquinaria literario-poético cubana? –Yo conocí a Lorenzo a través de las anécdotas que me hacía Enrique Saínz, su gran amigo. Primero, fue acostumbrarme a la radical extrañeza de su percepción de la realidad. La persona antes que sus libros (que no tenía45

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mos), aunque, como sabes, persona y texto están endemoniadamente mezclados en su obra-vida. Con respecto a mi “corte”, fue gradual, aunque inexorable. Sólo tenía que recuperar zonas de mí mismo y sacarlas afuera. Después, el insilio interior, mental, en Cuba, y, luego, el exilio (tan secretamente añorado siempre en mi poesía), me ayudaron mucho… Eso se aprecia mejor en mis poemas (donde era más libre) que en mis ensayos (donde no podía serlo tanto). La poesía funciona como el magma oculto de la memoria, el daimon sumergido... Si alguien lee el cuaderno inicial, “Poemas escépticos”, escrito entre 1994 y 1997, de De los ínferos, no se sorprenderá tanto de ese cambio… Llegó el momento en que me di cuenta de que muchos de los poemas que escribía no lorenzo garcía vega podría publicarlos en mi país, es decir, que ya no podía sostener esa representación… En otra dimensión, en 1994, cuando tenía que regresar a Cuba, después de unos meses en España, sentí por primera vez miedo de regresar a ese… infierno. Esto fue, creo, decisivo. Después, hecha ya la fractura mental, irme o quedarme no era lo más relevante. Finalmente, la expulsión de Ponte fue el detonante final, aunque ya cualquier hecho semejante hubiera provocado una ruptura radical a la que sólo le faltaba el gesto último… Me di cuenta, además, de que tenía que cuidar mi psiquis, mi mente, ya seriamente dañada. Hasta el propio Lezama pasó de su apoteósico barroco a su “barroco carcelario”. Nadie está libre (acaso por suerte) de sufrir esas iniciaciones… –En la Introducción a Kaleidoscopio hablas de que la percepción de la realidad de García Vega es el más “novedoso tema de toda su obra”. ¿En qué consistía esta percepción? 46

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–Era una percepción jodida. Mirar la realidad como un autista de ruinas, como un arqueólogo del kitsch, un onirólogo del fin del mundo. Bastaba una mirada, la suya, para borrar (o desnudar) esa representación (la de la Realidad Cubana, la de la Revolución, etc., en fin, la de cualquier Gran Relato, incluyendo el de la Poesía). Como el personaje de las Elegías de Duino, incluso ante el escenario vacío, decir: Siempre hay algo que ver. Nadie como Lorenzo para minar los ceremoniales, para detectar la parte falsa, solemne, para denunciar “el lenguaje enfermo”. En fin, los peligros de la Forma, su peligroso hieratismo. Una mirada “inmadura” (a lo Gombrowicz) pero de una extraña y radical lucidez, que conducía a un inusual autoconocimiento. Nadie como Lorenzo para exponer (se). Lo memorialístico (y el autoanálisis) no ha sido una tradición latinoamericana. Lorenzo, más argentino que cubano, como reconocía el gran Héctor Libertella, fue una excepción, y un escándalo… Los años de Orígenes, Rostros del reverso, El oficio de perder…, libros sin antecedentes en nuestra pacata tradición… Recuerda que Octavio Paz escribió sobre ese diario de creación (e imposible novela, y ensayo, y testimonio, etc.): “Pero un día –se lo aseguro– su libro será leído como lo que es: uno de los testimonios más lúcidos de estos años infames”… Todo en Lorenzo se resolvía a través de un devastador autoanálisis… –¿Hay alguna relación entre este autoanálisis del que hablas y el “resentimiento” que proyectan muchas de sus páginas? ¿Es, en García Vega, este resentimiento poética? –Su resentimiento terminó siendo una fuerza creadora contra la enfermedad (neurosis): pérdida y exilio de la infancia, de sí mismo, de su identidad. Inmediatamente, de nuevo el resentimiento contra la castración jesuita. Luego, para volver a salvarse, creando, aceptar un maestro (Lezama con su frase ambivalente: “Todo poeta es un farsante”, y Curso Délfico), pero, al terminar por hacer concesiones (“lenguaje enfermo” de Espirales del cuje) a la “gravedad” origenista, a sus ceremoniales, a sus selectivos olvidos, a su mitificación, entonces comienzo de un lento y difícil proceso de “desvío” (de los ceremoniales o “el pulmón de hierro” origenista, del síntoma de la “grandeza venida a menos”, del “sitio en que tan bien se está”). En general, rencor contra la Historia (toda la historia de Cuba), contra la Realidad (Exiliado del Mundo). Así lo describió siempre Cintio Vitier: como “Rencor”. Cuando 47

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triunfa la Revolución, que esperó con entusiasmo como venganza contra la llamada frustración republicana, otra vez resentimiento al no cumplirse sus expectativas: contra la ácida negación de que fue víctima por Lunes de Revolución, contra la creciente vertiente totalitaria y, para colmo, contra la “claudicación origenista” (conferencia “El violín” de Vitier en 1968), contra la sustitución de la pobreza última, de la intemperie origenista por la “pobreza irradiante” (término de Lezama), por la teleología viteriana (encarnación de la Poesía en la Historia), por el “bailongo barroco” (Paradiso) de “el niño terrible de las acuarelas” (Lezama), contra la ambivalencia hamletiana, contra su Padre, contra su Maestro (que llega a comparar con el barón de Charlús), complejo y endemoniado proceso catártico que, exilio físico mediante, en 1968, con la dolorosa separación de su hija, culmina en las intensas y creadoras páginas de Rostros del reverso y, finalmente, de Los años de Orígenes, ahítas de implacable autoanálisis… En fin, resentimiento contra la Enfermedad (su insondable neurosis, sus imposibles ontológicos o existenciales, su síndrome Oblómov), contra la Historia, contra el Exilio, contra la Forma, contra la Academia (que lo rechaza en Miami), contra la Izquierda Universal (que también lo rechaza en España, en Nueva York). El resentimiento es contra el Afuera enorme, pero ¡contra el Adentro también! (su sí mismo o ego heroico)… En fin, de este exilio incesante, de este dilatado resentimiento, emerge finalmente su último personaje (reencarnación del afantasmado Zequeira), a través de múltiples heterónimos: Doctor Fantasma, constructor de cajitas, onirólogo, escritor y notario no escritor, autista o alquimista albino, místico del destartalo (la lista sería interminable), como Poética del Reverso (o poética de la inmadurez u Oficio de Perder), como Escritura del Exilio, Mitología Albina (Era Imaginaria lezamiana en clave de reverso albino: Miami/Playa Albina/ Vilis), o “exilio sin rostro, sin identidad”. Es decir, a través de su Poética del Reverso (general, cosmovisiva), Lorenzo finalmente accede a una escritura del exilio que he denominado poética kaleidoscópica (poética personal). El resentimiento y la enfermedad se transforman en una poética descentrada, abierta, laberíntica, proteica, daimónica (de lo inexpresable, de la inmadurez, del reverso, de la hibernación, de lo marginal, del destartalo…). Del Reverso, del Exilio, del Vacío, emerge finalmente su singularidad creadora: la albinidad. 48

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–Esta “albinidad” que, como bien dices, es una escritura y a su vez una poética, ¿cómo aceptaba o digería a Lezama? ¿Qué te contaba Lorenzo del autor de Paradiso en las múltiples conversaciones que sostuvieron cuando construías el libro? –La relación maestro-discípulo entre Lorenzo y Lezama, como se relata en el libro, ha sido tal vez la más interesante de la literatura cubana. Es muy compleja, con muchas entradas y salidas. Fue siempre parte de una tensión, de una angustia insondable. El Lorenzo final fue como el desarrollo de un Lezama sumergido. El propio Lorenzo nos habla de ese Lezama surrealista y delirante, que él conoció personalmente tan bien. Es decir, el joven fáustico desarrolló las facetas ocultas o no enteramente desplegadas de su Mefistófeles, de ahí la necesidad imperiosa del desvío, de la mala lectura. Pero esto, con ser mucho, no agota la ambivalencia hamletiana de la relación de Lorenzo con su maestro, al que nombra como “el niño terrible de las acuarelas”. Lorenzo conoce a Lezama (“¡Muchacho, lee a Proust!”) en un momento muy vulnerable de su psiquis (a punto de recibir electroshocks). Se salva de la locura a través de la literatura y de la ascendencia de su maestro, que funciona como un mago, un sanador. Pero el precio ¿fue muy alto? Lorenzo, como relata en El oficio de perder, clamaba por un maestro, pero, a la vez, se sentía incómodo dentro de los ceremoniales del grupo Orígenes. Su relación con Lezama (Curso Délfico incluido) fue intensa pero ambivalente. El fantasma del Barón de Charlús, el miedo al mayor homosexual, que tiene una ascendencia sobre el joven vulnerable y dependiente, hizo de esa relación un infierno soterrado (así la padecía sobre todo, claro, el más débil). Una tarde, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, entre un whisky y otro, Lorenzo me confesó, ex abrupto, que muchas veces le temblaban las piernas cuando se quedaba solo con su maestro. También, en un correo que trascribo en mi libro, se hace todavía evidente la intensidad angustiosa de aquellos momentos donde Lorenzo sentía (¿imaginaba, temía?) que era seducido por Mefistófeles… Antes de impartir la última conferencia sobre Lezama en Madrid, “Maestro por penúltima vez”, me escribía pidiéndome que le hablara de Lezama, y me trasmitía sus impresiones, sus dudas, sus preguntas no resueltas. Lo hizo también con Enrique Saínz, con quien, me decía, tenía esa conversación pendiente. En otro correo me dice que me ve como una prolon49

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gación de su amistad (esta, arquetípica) con Enrique, como para justificar sus confesiones… En resumen, al final de su vida, todavía se sentía inseguro cuando se acercaba a ese nudo de su psiquis y de su obra-vida, aunque la conferencia (acaso por ello mismo) fue deslumbrante y, como siempre en él, una liberación y una catártica creación. –Uno de los fundamentos origenistas, de Eliseo a Cintio, de Las miradas perdidas a La isla infinita, ha sido “lo cubano” (sin que nadie llegara a entender al final qué era esto). ¿Hasta qué punto García Vega participó de esta obsesión? –Lorenzo sí participó de esa obsesión (que no sólo fue cubana sino latinoamericana y española: fue un tópico de época: la argentinidad, la mexicanidad, la cubanidad, etc.). Pero lo importante no es el qué si no el cómo. Todavía en El oficio de perder (2004), Lorenzo citaba el librito de Cintio, La luz del imposible, la distinción entre el mantel de hilo y el mantel de hule. Y él apostaba por el mantel de hule, por lo pobretón, el destartalo, lo lacio, lo roto.... Una pobreza última, como él decía, vulnerable, la pobreza del clown… Lo aprendió en su niñez en el campo, junto a los guajiros… El problema fue (porque Lorenzo, a diferencia de los origenistas, lo convirtió en problema, en síntoma, en clínica incluso) cómo relatar eso. Siempre se arrepintió de su mirada en los relatos de Espirales del cuje (su libro más origenista), donde decía que lo había traicionado el lenguaje… Porque mitificó, idealizó, a través del lenguaje (a través de la mirada), su realidad… Ahí está el nudo de su necesidad de desviarse del origenismo. Ése fue su punto ciego. A partir de entonces comenzó, lenta pero inexorablemente, su desvío, su legítima y creadora mala lectura: el regreso al espíritu de Suite para la espera, aquel libro de un “vanguardismo anacrónico”…, que Fina vio como un “cerrado vanguardismo” (y a Lorenzo como a un “malcriado”, citando un verso de Lezama…). Lorenzo, en las Espirales…, no descendió a los infiernos, no vio (como después) lo ominoso, al monstruo oculto, a lo feo, a lo sucio... Fue, en aquel libro, para él en parte fallido, el Zequeira de “Oda a la piña” y no el Zequeira alucinado, fantasmal, anfibio, de “La ronda”… –Recuerdo que Lorenzo me dijo una vez que Espirales del cuje era un libro que le daba “como pena”. Después de revisar su obra completa, ¿piensas que no obstante hay más conexiones entre este libro y los que vienen a posterio50

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ri que lo que el autor de Devastación del hotel San Luis quería admitir? ¿Cómo leíste a este primer Lorenzo? –Lorenzo, en El oficio de perder, se encarga de rescatar algunas aristas del libro que, por supuesto, continuaron en él: cierta habla (o mirada) rápida, que él nombra como soplos poéticos, algunas fulguraciones de lo lacio, los relatos míticos de los guajiros, y una como pobreza última, inexpresable… Pero, más allá de estos elementos, que siempre persistieron en él, lo que falló fue el lenguaje con que me doy cuenta de, que él llamó “enfermo”, porque a través de él se contaminó de una mirada origenista, blanca, que no le permitió asumir el otro mundo, el reverso de una cubanidad amable… En fin, creo que el mundo temático de Lorenzo fue siempre muy reducido y muy constante. Lo que cambió en él fue la forma de recrearlo. En eso, su poética de la memoria, de una memoria kaleidoscópica, fue decisiva. Una vez que Lorenzo hace la liberadora y creadora catarsis de la última parte (la no origenista, la de su exilio) de su diario, Rostros del reverso (y no me cansaré nunca de indicar el valor paradigmático de este laboratorio creador o taller de alquimista albino, sin equivalente en la tradición literaria insular), accede a una apertura formal donde logra una identidad con su cosmovisión general y sus múltiples y simultáneas (a manera de palimpsesto) poéticas singulares… Es ese proceso mediante el cual Lorenzo confundió todos los géneros clásicos. Una promiscuidad genérica a través de la cual se distanció del “cuento”, del “poema”, de la “novela”, para escribir textos o artefactos plásticos… En fin, no es el lugar para explicar todo esto, como trato de hacer en el libro. Pero entonces accedió a escribir, para decirlo de alguna manera, textos kaleidoscópicos, 51

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minimalistas, alquímicos, mezclados, borrosos, en clave de reverso de cualquier fijación clásica genérica… Es que la memoria, para Lorenzo, es decir, la imaginación, fue su reino daimónico. Yo leí a ese primer Lorenzo (el de Espirales del cuje) luego de leer Los años de Orígenes, y, sobre todo, Poemas para la penúltima vez. 1948-1989, ya a principios de la década de los años noventa, por lo que no hice una lectura diacrónica. Todo el Lorenzo que leí ya estaba contaminado de la mirada, primero, de las anécdotas orales (esquizos) que me hiciera Enrique Saínz, y, después, de la deslumbrante lectura de textos como “El santo del Padre Rector”, que recuerdo que siempre leía en mis clases en la Escuela de Letras antes de irme del país (donde, por cierto, tuve a un alumno de sensibilidad afín con Lorenzo, Pablo de Cuba). Ese solo texto es como el hueco negro de toda la cosmovisión y de todas las poéticas lorenzianas. Es uno de los textos que más me han influido en toda mi vida… Lorenzo encarnó una imposible utopía vanguardista: la identidad obra-vida…, pero no como relato sublime sino como “oficio de perder”, aunque, más allá de la forma (y la forma es lo decisivo siempre), en última instancia, ¿no son una las dos? Ya se sabe: escritor inmaduro, escritor-no escritor, antirrelato, antipoema, novela mala, todo en clave metapoética macedoniana, entre otras fuentes… –En tu libro hablas sobre el “oblomovismo” de Lorenzo. Pensando que el personaje de Goncharov desarrolló toda una filosofía política de la inmovilidad junto a un discurso muy ligado a la búsqueda de la Verdadera Esencia Rusa, ¿qué quisiste decir…? –El oblomovismo que yo marco (que también aisló como síndrome o síntoma de nuestro tiempo Vila-Matas) proviene más de la película de Mijalkov que de la novela… Esa mirada imposible, rota, esa mirada que lo ve todo, intensa y profundamente, pero no puede tocar la realidad: no la puede poseer. Entonces esa pérdida insondable, ese “oficio de perder”, se acumula, como magma o larva, en la memoria dañada, en la imaginación herida, como una hibernación, digo en mi libro, y luego se recrea como texto, aparece o se expulsa como ectoplasma… Siempre como una mala lectura. Es un oblomovismo más en la tradición de El retrato del artista adolescente, de Joyce (el niño que mira jugar al futbol pero no puede jugar). En El oficio de perder, Lorenzo narra cómo vivió la misma escena con respecto a una piscina… O 52

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como en el relato de Lorenzo más sintomático al respecto: “El santo del Padre Rector”: uno de los textos más intensos de la literatura cubana… Como dijo Lorenzo: “el frío que se acepta como una secreta vocación”. –La obra de García Vega, junto al Boarding Home de Rosales, ha sido de lo más apreciado por los escritores cubanos en los últimos años. ¿Dónde piensas que estuvo el rapport para que una obra invisible durante decenios se convirtiera, para muchos, en territorio-de-escritura? –Primero fue invisible porque no existía, porque Lorenzo se exilió y fue borrado, la persona y sus libros, físicamente. No fue lectura, y no fue. Era su secreta vocación: la del fantasma. Y regresar, después, como lo oculto o lo reprimido u olvidado (Harpur dixit). Con la fuerza del secreto, del cofre abierto de repente: Pan o la pesadilla, como dijera James Hilman… Luego, después de su vuelta de tuerca con Rostros del reverso y Los años de Orígenes, Lorenzo comenzó lentamente la recuperación imposible de su perdida o rota identidad creadora y personal… Es la experiencia o poética de Fantasma juega al juego, pero que no se constituyó en su definitiva expresión creadora hasta Vilis, por ejemplo, ese libro o no-libro abierto, kaleidoscópico… Poética kaleidoscópica es la propuesta de mi libro… También, junto a ese proceso interior, de salida o doma de su enfermedad, acaecía un proceso de conciencia de “descojonación” en su Atlántida sumergida, en la isla, de donde salió una mirada otra, la de Diáspora(s), por ejemplo, que terminó siendo afín con la de Lorenzo… Una de las coincidencias más inevitablemente creadoras de la cultura cubana contemporánea… Como la salida (o el regreso) a una intemperie… Como la apertura a un horizonte desconocido… Una suerte de big bang cuya expansión no cesa… Eso, y la recuperación, por el propio Lorenzo, y la invención, por parte de Diáspora(s), y de otros creadores, de una suerte de nuevo vanguardismo (o, si se quiere, mejor, de una extraña u otra mirada). Y recordemos que en Cuba el vanguardismo fue casi inexistente… Cuando Lorenzo dice, con naturalidad, que es un “apátrida”, o cuando prefiere, como en un jubiloso paroxismo infantil, oír el rugido de King Kong, en su peregrinación mística a Disneyworld, al mundo de los cómic, a cualquier diálogo político entre Miami y Cuba, o a la voz del Tirano Máximo, está mirando, escribiendo desde el otro lado de la luna, desde ese país de al lado, desde ese otro mundo daimónico, y es ahí, en esa linde, en esa inter53

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cepción, donde confluyen las miradas de muchos escritores cubanos de los últimos años y la de Lorenzo… En esa suerte de pos inacabable… Y no sólo cubanos, por cierto, sino iberoamericanos… Y ahí está la explicación de la recepción creadora de Lorenzo en la primera década del siglo xxi, como, paradójicamente, la de un maestro secreto, un “monje loco” sacado de su profundo ostracismo… También Lorenzo, como buen polemista, como un irreductible marginal, conserva y crea también sus inevitables antagonistas, que también los hay, roñosos y chiquiticos, pero que son para el fantasma de Lorenzo como la sal de la vida… –Ahora que mencionas el pos inacabable… ¿qué noticia o idea de García Vega (más allá de su no-circulación) tenían ustedes, los escritores de la promoción de los ochenta, en la Cuba de aquellos momentos? –Entiendo que por escritores de los ochenta te refieres a quienes comenzamos a publicar entonces. Aunque, por edad y formación, yo pertenezco a la promoción anterior, nunca me reconocí en esa generación. Creo que eso le sucedió también, cada uno a su modo, a Raúl Hernández Novás, a Reina María Rodríguez, a Soleida Ríos, a Ángel Escobar, a Efraín Rodríguez, a Jorge Yglesias, entre otros… Por eso sentí, simbólica y secretamente, que el día que Antón Arrufat presentó la antología Doce poetas a las puertas de la ciudad, en 1992, me iniciaba, en forma clandestina, literariamente, dentro de una comunidad afín. Por eso también te agradecí tanto tu dedicatoria a Memorias de la clase muerta. Poesía cubana, 1988-2001 (prologada por Lorenzo): “A Jorge Luis Arcos, que de alguna manera también pertenece a la clase muerta.” Hecha esta rápida aclaración, paso a contestar tu pregunta. Los escritores que comenzamos a publicar en los ochenta no habíamos leído a Lorenzo García Vega. La exclusión había sido efectiva (y por eso después Lorenzo regresó como un fantasma). Creo que casi todos lo leímos tardíamente, ya en la década siguiente (que coincide con el renacimiento de Lorenzo tanto en Cuba como fuera, aunque en Cuba comenzara por el polémico y oportuno texto de Ponte sobre Lorenzo, en 1994, en el Congreso sobre el Cincuentenario de Orígenes, y fuera por la publicación, a partir de 1993, de varios libros suyos). Esos libros fueron llegando poco a poco a la isla. Yo había leído Los años de Orígenes. Tenía ese libro ominoso (que compartí con 54

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Alberto Garrandés, con Idalia Morejón, entre otros) y que leí con fruición y un profundo reconocimiento. Recuerdo que Enrique Saínz y yo interrogamos solapadamente, con complicidad y alegría infantil, a una investigadora del Instituto de Literatura y Lingüística hasta comprobar que era uno de los nefastos personajes (Marta Eulalia) que Lorenzo nombraba con seudónimo en aquel libro maldito... Yo tuve el privilegio de contar con la amistad de Enrique, el mejor amigo de Lorenzo. Enrique había sido, muy joven, amigo y discípulo de lecturas, de Lorenzo (como yo entonces era de Enrique, y como Lorenzo había sido de Lezama). Como ya comenté antes, a través de Enrique conocí, no en sus libros, sino a través de anécdotas, la personalidad, la psiquis, la mirada, la extraña y singular percepción de la realidad de Lorenzo, quien ejerció una inmediata y profunda influencia en mí. Por eso propicié aquella valiente y oportuna ponencia de Ponte sobre Lorenzo en el Congreso Internacional Cincuentenario de la Revista Orígenes, en 1994 (primero la impartió en un curso de postgrado en la Universidad de La Habana, que coordinamos, como después el Congreso, Víctor Fowler y yo, por la Cátedra de Estudios Literarios Iberoamericanos José Lezama Lima de la Fundación Pablo Milanés), y luego la publiqué en el primer número de la revista Unión, que dirigí a partir de 1995 por diez años, y, también en la revista, publiqué textos de Lorenzo con nota de Enrique y fotos delirantes que se hizo a sí mismo. Ya para entonces comenzamos a intercambiar correos. En una dedicatoria de Poemas para penúltima vez, le dice a Enrique “el último sobreviviente de mi Atlántida”, y a mí que “acaso nos encontraremos o en el Limbo de los justos o en el Limbo de los niños”. Cuando llegué al exilio en Madrid, en 2004, le escribí a Lorenzo diciéndole que acababa de estrenar mi condición fantasmal. Lorenzo me respondió enseguida: “qué bueno es estar bien acompañado”. Lorenzo, en cierta forma, fue mi maestro en el exilio. Intercambiábamos sueños, obsesiones, confesiones... Tenía que tener cierto cuidado con esas confesiones, pues él después las publicaba, sin consultarme previamente, por ejemplo, en el maravilloso blog que compartió con la escritora Margarita Pintado Burgos… Tenía esa vocación de collage, de intertextualidad, de todo: cualquier cosa que uno le dijera podía ser incorporada en sus textos y convertida en materia literaria… No había, literalmente, fronteras… Los últimos meses, antes 55

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de morir, leyó obsesivamente el libro daimónico, y de culto, de Patrick Harpur, El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación, por sugerencia mía. Fue como una última (o penúltima) epifanía. Conservo con Lorenzo una enorme correspondencia que un día habrá que publicar en una suerte de edición crítica o comentada. No todos los correos pude incluirlos en mi libro (pues él alcanzó a leer la primera versión terminada de mi libro). Todavía le debo una relectura de su obra a la luz de Harpur, mucho más profunda que la que alcancé a hacer en mi libro…, el cual, como fue originalmente el texto de un ejercicio de doctorado en la Universidad Complutense de Madrid, padeció de ciertos inevitables límites académicos… Sólo a manera de ejemplo algunas de las anécdotas que me trasmitió Enrique y que yo asimilé y viví como textos vivos, como la presencia carnal de una singularidad. En primer lugar, algunas tenían que ver con su fobia a las letrinas en los trabajos en el campo. Un día, cuenta Enrique, al regresar a la caída de la tarde, casi noche, de una jornada agrícola agotadora (¿no eran aquéllos como una suerte de campos de trabajos forzados?), pasó por la carretera un camión ahíto de hombres con guatacas que iban a trabajar a algún lugar. Entonces Lorenzo miró desolado, anonadado, a Enrique y le preguntó con un hilo de voz: “¿Por la noche tambieeeén?” Había una sindicalista que lo asediaba en el Instituto de Literatura y Lingüística para que firmara su disposición a ir los domingos a trabajos voluntarios al campo. Lorenzo, parado frente a ella, y mirando al piso, meneaba la cabeza y musitaba: “Imposible, Emelina, imposible”... Pero, entre tantas otras, mi anécdota pre56

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ferida es cuando un día irrumpió en el instituto una investigadora gritando: “Hay íntimas en la farmacia”, y cuando todas las mujeres salieron corriendo a comprarlas, Lorenzo dijo lapidariamente: “Tenemos alegrías de presidiarios.” También entonces, leyendo Los años de Orígenes, aprendí a disfrutar, y nunca podré explicar cuánto, su habla literaria tan singular: rebumbio, destartalo, pobretón, cursilón, roto, etcétera, etcétera… (pues denunciaban, ellas solas, una suerte de clínica de lo cubano), porque eran parte indisoluble esas palabras, y hasta su imaginado tono, de una cosmovisión, de una manera única de mirar la realidad. Y ésa fue, sin dudas, su influencia más avasalladora. Lorenzo, solo, con esas actitudes y palabras, corroía lo falso de esa representación en donde vivíamos. Y eso funcionaba, lo confieso, como un paroxismo literario para mí. Como un profundo reconocimiento también. Una última anécdota, y ya con más lúdica recreación. Un día que nos encontramos en la Residencia de Estudiantes lo esperé afuera, en la entrada, sentado en un único banco antiguo que hay allí. Cuando Lorenzo se sentó a mi lado, le dije: “Lorenzo, ¿sabes que estás sentado en el banco preferido de Cintio Vitier y Fina García Marruz, en el llamado por ellos banquito de Juan Ramón?” Y entonces Lorenzo, con el júbilo de un niño, se levantó corriendo mientras gritaba a su esposa: “¡Marta, me he sentado en el banquito de Juan Ramón!” Como si allí, como un reverso, lo angelical se convirtiera en lo demoniaco. Y no hay que decir que, como en el famoso poema paródico de Cernuda (psiquis tan cercana a Lorenzo, por cierto), Juan Ramón Jiménez, y también Cintio y Fina, representaban (valores aparte que él no negaba) lo kitsch, el sublime poético que su hiperestesia casi neurótica contra ese síntoma no podía tolerar… –¿Algún nuevo proyecto sobre Lorenzo para el futuro? –Tengo un proyecto (no sé si posible) de construir un libro con muchos de los textos críticos o ensayísticos de Lorenzo a manera de una edición conversada por otros escritores, para ser fiel a esa tradición de promiscuidad crítica, un poco caníbal, que le agradaba a Lorenzo… Pero el ahora o el mañana, ¿qué significan? Sólo pudiera responder con un verso de Kozer (que lo toma de Ratto y le agradaría mucho a Lorenzo): “Y en el bosque de la China una china se perdió.” San Carlos de Bariloche, 4 de agosto, 2015 57

La caza de los “motochorros”* J orge L uis H errera Os odiaba porque me habían enseñado a odiar. Tahar Ben Jelloun

Neblina. Espesa. Dos individuos circulan en una motocicleta. Amarilla. Portan cascos (uno negro, otro rojo). Transitan por la zona centro. En las calles aledañas a una sucursal bancaria. Esperan. Buscan a alguien débil. Alguien indefenso. Un empleado del banco. Coge su teléfono móvil. Mira la hora. El policía bancario. Se rasca la cabeza. Con detenimiento. Envía un mensaje de texto. El gerente bosteza. Placenteramente. Una señora mira los senos de la cajera que la está atendiendo. Humedad. Una pareja de ancianos sale del banco (tomada de la mano). Diecisiete horas y cincuenta y nueve minutos. La vieja lleva una discreta bolsa de mano (viste gabardina roja). El viejo camina con lentitud (usa anteojos de carey, bastón de madera, sombrero de piel). Comienza a llover. Aceleran el paso. Rápido. La motocicleta amarilla avanza. Se resguardan en la parada del bus 2601. En una intersección. Esperan. El octogenario mira su reloj. Muy cerca. El motociclista acelera. Escupe. El anciano enciende un cigarro. Un chaparrón. Alarma. La motocicleta da vuelta en la esquina (cerca de la pareja). Chupa su cigarro. Mojado. El individuo del casco negro se baja de la moto (con discreción). El humo se En Argentina se designa “motochorro” al tipo de delincuente que se vale de una motocicleta para robar. Según José Gobello y Marcelo H. Olivieri, el término “motochorro” es un neologismo surgido de la contracción de las palabras “moto” (motocicleta) y “chorro” (ladrón). José Gobello y Marcelo H. Olivieri, Lunfardo. Curso básico y diccionario, Ediciones Libertador, Buenos Aires, 2005. *

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“ motochorros ”

introduce en los ojos del viejo. La septuagenaria sonríe. El bus 2601 se avecina. El sujeto del casco rojo disimula. (Del otro lado de la calle. Oculto tras un puesto de flores. A pocos metros.) Trata de no hacer ruido. Se muerde los labios. El casco negro porta una pistola. Se aproxima a la pareja. Despacio. Se disponen a abordar el bus. Pisa su cigarro. Trastabilla. Un paso para atrás. Raudo. El bus pasa de largo. El casco negro corre hacia la pareja. El anciano gesticula. Manotea. Furioso. El chofer del bus se lamenta. Desconcertado. Una simple distracción. Inútil. Imposible regresar. Suspiran. Ven alejarse el camión. La septuagenaria vislumbra la fatalidad. Sonríe. El casco negro la encañona. Un rictus de dolor. Frunce el ceño. Suda. La vieja aprieta la bolsa de mano contra su cuerpo. El anciano coloca su mano derecha sobre su brazo izquierdo (a la altura del corazón). El casco rojo permanece atento. Quiere huir. El casco negro jala la bolsa de mano. Forcejean. Gritos. El casco rojo apresura al casco negro. Truena los dedos. Siente un escalofrío. El casco negro empuja a la vieja. Con fuerza. Azota. Se golpea contra el pavimento. La gabardina roja: enlodada. El octogenario se desvanece. Asustado. La lluvia continúa. El sombrero cae. En un charco. El casco negro pisa los anteojos de carey. Patea el bastón. Sonríe. Un automóvil se aproxima. Corre. Un grito. Amenazante. El casco rojo aguarda. Listo para el escape. La lluvia arrecia. La anciana se incorpora. Toma el bastón. El casco negro corre hacia la moto amarilla. El visor del casco: empañado. El agua escurre. Salpica. El pavimento: mojado. Cruza la calle. El automovilista acelera. Con imprudencia. Los transeúntes miran la escena. La lluvia arrecia. Ayuda a su esposo a 59

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levantarse. Con sorpresa. Un joven la auxilia. Los anteojos han quedado inservibles. Aplastados. El automóvil embiste al casco negro. Grita. Imposible evitarlo. Logra incorporarse. Adolorido. Intenta correr. Huir. La gente se arremolina. Le duele todo. Empiezan a golpearlo. Aún llueve. Una patada. Un codazo. Fuera casco. Un puñetazo. Gritos. Otro puñetazo. Un rodillazo. Sangre. Patada. Gritos. Una paliza. Quisiera poder escabullirse. Pronto. Un piquete de ojos. Huir. Arrecia la lluvia. Quejidos. Sacude la ropa de su marido. Se cerciora de que esté bien. Se lamenta por los anteojos. Gime. Otro rodillazo. Un grueso mechón de cabello. Alaridos. Otra patada. Otro mechón de cabello. Alaridos. Una piedra golpea la cabeza del malandro. La gente se alebresta. Más sangre. Muy gallos. ¡Gracias a Dios! El anciano cruza la calle. Le asesta varios bastonazos (en el rostro). Porrazos. La vieja le escupe (en el rostro). La saliva se mezcla con la lluvia. Con la sangre. Busca el bolso de mano. Niebla. Otra pedrada en la cabeza. Silencio. La vieja grita. Frenética. Señala. El casco rojo se da a la fuga. Arriba un policía en motocicleta. La bolsa de mano no aparece. Siguen golpeando al ladrón. Inerte. Alguien solicita una ambulancia. El anciano clava la base de su bastón en el ojo del delincuente. Demasiado tarde. Expira. Dieciocho horas y veintiún minutos. El policía calma a la gente. Interroga a la vieja. Da señas particulares del “motochorro” de casco rojo. Señala la calle por la que huyó. El policía aborda su vehículo. Sigue la ruta indicada. A lo lejos. Distingue al casco rojo. Inicia la persecución. Acelera. Se pasa un alto. Arrolla a un peatón. El “motochorro” mira al horizonte. Profundo. La desesperación se apodera de él. Inefable. Observa por el espejo retrovisor. El policía desenfunda su pistola. Zozobra. El “motochorro” quiere comprender lo que ha sucedido. Esquiva un automóvil. Enfrena. Da vuelta en la esquina. El pavimento: empapado. El policía se aproxima. Circula a contraflujo. Por una calle secundaria. Acelera. El casco rojo frena. Se tambalea. El policía dispara. ¡Ruido! Los transeúntes se tiran al piso. Cuatro balas. El “motochorro” está a punto de caer. Pestañea. Ninguna bala da en el blanco. La gente observa. Frena en seco. Derrapa. Baja del vehículo (lo avienta a media calle). Huye. Entre coches, entre personas. El policía también continúa a pie. Más rápido. La distancia se acorta. Desenfunda su arma. El casco rojo corre. Por una calle angosta. Se escabulle. Por una calle aún más angosta. Un muro. Un muro. Un enorme muro. Atrapado. 60

la caza de los

“ motochorros ”

El “motochorro” se rinde. Pone sus manos sobre su nuca (sobre el casco). Se acuesta bocabajo (con las manos en la nuca). Un aullido. Un disparo. Una bala perfora el casco rojo. ¡Gran puntería! Atraviesa la cabeza. La cabeza estalla dentro del casco rojo. ¡Sangre! La gente mira (pasmada). El policía quiere cerciorarse de que haya muerto. Se aproxima. Una bala atraviesa la espalda del “motochorro”. Sonríe. Un charco de sangre. Roja. Un bulto. La gente aplaude. Sangre. Roja. Sonríen. Todos. Más sangre. Roja. Gritos. Neblina. Muerto (muerto). Dieciocho horas y treinta y dos minutos. Ni hablar. Aún llueve. La bolsa de mano es declarada como desaparecida. Oficialmente. La gente mira. Murmullos. La gente se mira. Silencio. La gente se mira a sí misma. Murmullos. La gente intenta mirar en su interior. Silencio. Arriban varias patrullas. La lluvia cesa. La gente se dispersa. La ambulancia forense retira los cadáveres. Hablan. Todos. . _.._-\ (o)-(o) Vehículo usado por los “motochorros”

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Arma con la que asesinaron al “motochorro” del casco rojo

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“Cuchara”: tres momentos de Octavio Paz1 E nrico M ario S antí Me limito en este trabajo a narrar algunos datos –tal vez sólo recordar: algunos son conocidos– de la niñez y vida familiar de Octavio Paz. La descripción, como se verá, está sostenida sobre tres de las muchas anécdotas sobre su infancia que el mismo poeta llegó a compartir en vida. Mi aportación, por tanto, se limita a invocarlas juntas e intentar un puñado de interpretaciones. I

La primera anécdota, primer recuerdo en el tiempo que Octavio Paz llegó a consignar por escrito, es la siguiente: Me veo, mejor dicho: veo una figura borrosa, un bulto infantil perdido en un inmenso sofá circular de gastadas sedas, situado justo en el centro de la pieza… El bulto llora. Desde hace siglos llora y nadie lo oye. Él es el único que oye su llanto. Se ha extraviado en un mundo que es, a un tiempo, familiar y remoto, íntimo e indiferente. No es un mundo hostil: es un mundo extraño, aunque familiar y cotidiano, como las guirnaldas de la pared impasible, como las risas del comedor. Instante interminable: oírse llorar en medio de la sordera universal… No recuerdo más. Sin duda mi madre me calmó: la mujer es la puerta de reconFragmentos de un libro en preparación. Leí una versión de este trabajo en el simposio, “Seminário Paixão crítica: 100 anos de Octavio Paz”, en la Pontificia Universidad de Río de Janeiro, entre el 30 de septiembre y el 2 de octubre de 2014, y en la conferencia “Taller y otros papeles” en la Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, el 14 de octubre de 2014. Agradezco a los organizadores de una y otra conferencia las respectivas invitaciones a compartir mi trabajo, y en especial a los profesores Maria Elisa Sá y Eduardo Jardim de Moraes. 1

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ciliación con el mundo… Esa tarde comenzaste a ser tú mismo; al descubrirme, descubriste tu ausencia, tu hueco: te descubriste. Ya lo sabes: eres carencia y búsqueda.2

La escena no tiene fecha, aunque narra un episodio de la infancia, tal vez a la edad de no más de tres o cuatro años. ¿Se trata de un recuerdo o de una fantasía? Tal vez ambas cosas. Y sin embargo, los temas más importantes del escritor mayor ya están ahí: separación y soledad, la mujer como mediadora, el misterio de la identidad. La anécdota aparece contada en medio del prólogo al octavo tomo de las Obras completas, que recoge sus escritos sobre México y su historia, lo cual sugiere que se trata de una alegoría de identidad, o al menos de la suya propia. Lo que al final de la anécdota Paz llama “la búsqueda”, en realidad había empezado mucho antes; al menos antes de que el niño adquiriese conciencia de ello. A unos meses de nacido, entre abril y agosto de 1914, su familia se desplazó, en medio de lo que no puede menos que llamarse una guerra civil (aunque después se conociese como la Revolución Mexicana), de la capital a la casa de verano de la familia Paz en Mixcoac, entonces en las afueras de la capital. La casa era “grande, con un jardín”, pero en realidad era una hacienda con varios edificios en sus predios. El desplazamiento ocurre en medio de las dudas que abrigaba el clan Paz –sobre todo Ireneo Paz, el abuelo, dueño del periódico e imprenta La Patria, y sus tres hijos varones: Octavio, Arturo y Carlos– sobre Emiliano Zapata, quien ya gozaba de la fama de “Atila del Sur”. Al principio, y durante un buen tiempo, lo habían rechazado en favor del temible “usurpador” Victoriano Huerta (a partir de marzo de 1914; el poeta nace, precisamente, el 31 de ese mismo mes), y luego lo apoyaron (en agosto del mismo año) publicando el manifiesto del Plan de Ayala en uno de los últimos números de su diario. A medio camino, en septiembre, Octavio Paz Solórzano se compromete: recorre a pie todo el trecho de Mixcoac hasta el estado de Morelos para alzarse con los zapatistas. Meses después, en noviembre, regresará con ese mismo ejército invasor. Un año después, como se sabe, el propio Zapata lo nombrará su “agente conLas citas de la obra de Paz se basan en Obras completas, Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona, 1995-2010, 15 tomos. Edición de autor. Para ésta, t. viii, p. 17. 2

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fidencial” (precioso decir) en Estados Unidos.3 Josefina Lozano Delgado (Pepa era su apodo; Tavo, o Tavito, el del niño) tenía su familia en Mixcoac, pues también era de allí, y por tanto podía contar con ayuda mientras Octavio, con demasiada frecuencia, estaba ausente. De hecho, con la excepción de la breve invasión zapatista, en noviembre de 1916, no será sino hasta tres años después, en agosto de 1919, que ella y Tavo se reunirán con Octavio en Estados Unidos. El poeta mayor recordará que a la edad de cinco años, en el tren que los llevaría hacia el norte, su madre le tapaba los ojos para octavio paz que no viese los cuerpos colgados, víctimas de la guerra, que se veían a lo largo de la vía del ferrocarril. Aun antes del viaje, para mayo de 1918, ya se sabía del fracaso de Octavio, debido a su alcoholismo, en la delicada misión que se le había asignado.4 Por eso pronto Octavio se desplaza a California, donde, como Quijote revolucionario –y, de paso, dipsómano– seguía defendiendo la causa que pronto se iba a extinguir. Zapata será asesinado el 10 de abril de 1919. Porque la familia sí llegó a reunirse en Estados Unidos.5 El 18 de agosto 3 Estos y muchos otros datos se estudian en Octavio Paz Solórzano, Hoguera que fue, ed. Felipe Gálvez, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1986. 4 Según documenta John Womack, Jr., Zapata and the Mexican Revolution, Random House, New York, 1968, pp. 291 y 307. 5 Mi amigo, el investigador Felipe Gálvez, biógrafo del licenciado Paz Solórzano, fue el primero en poner en duda la estancia en Los Ángeles, basándose en una carta suya (fechada en Los Ángeles, 8 de julio 1919), según la cual allí el licenciado había vivido “completamente solo”. Dado que Josefina Lozano y el niño cruzaron la frontera un mes y diez días después, la afirmación era, hasta la fecha, correcta. Ver Hoguera que fue, pp. 45 y 66, n. 57. La frase “triste estado” [“sad shape”], la invoca John Womack, Jr., citando un informe de Octavio Magaña a Emiliano Zapata sobre los agentes de éste en el extranjero; ver, de éste, Zapata and

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de 1919, cuatro meses después del asesinato de Zapata, y tiempo después de oída en Mixcoac la noticia de que Octavio mostraba “triste estado”, Josefina Lozano cruzó la frontera con el niño de cinco años. Para septiembre, a los tres años de que Zapata le encargase al licenciado su “comisión”, los tres ya vivían juntos en Los Ángeles. En entrevistas, el poeta adulto a veces confundía la cronología de esa estancia. A Selden Rodman, por ejemplo, le dijo en 1971 que “en algún momento en 1918, con Zapata ya muerto, nos reunimos con él en Los Ángeles”; sin embargo, Zapata no sería asesinado hasta el 10 de abril del año siguiente. En otra ocasión le contó a Alfred MacAdam que la familia vivió en Los Ángeles “casi dos años”, cuando en realidad fue menos de uno. En La Semana (3 de agosto de 1919, vol. i, núm. 10), la breve pero dinámica revista que el licenciado Paz Solórzano publicaba en Los Ángeles con el Dr. Ramón Puente, se anunció que Octavio viajaba entonces a las “principales poblaciones de la frontera”. En realidad había ido a recoger a su familia en San Antonio, Texas. El mismo semanario luego confirmaría (7 de septiembre, vol. I, núm. 15) que ya había regresado a Los Ángeles del mismo presunto viaje. Que Josefina con el niño se le había unido se confirma, además, por el comprobante de vivienda en el Censo Federal estadunidense de 1920 (fechado el 5 de enero de 1920). En él se muestra que los tres vivían juntos como familia en 112 North Kern, en medio del enclave mexicano del centro de Los Ángeles. En el comprobante, que ofrece un listado de datos del censo, el licenciado aparece como “abogado, empleado en una revista”; Josefina como “student of English” y Octavio, Jr., como ninguno [none].6 En Los Ángeles, donde ya vivía Octavio, y adonde pronto llegarían Pepa y Tavo, ya existía un importante enclave mexicano. La entonces pequeña ciudad también abrigaba un semillero de revolucionarios –por ejemthe Mexican Revolution, p. 308. Guillermo Sheridan recogió el comentario de Gálvez y sobre esa base puso en duda el testimonio del poeta sobre el viaje a Estados Unidos; más cauto, Christopher Domínguez, en su reciente biografia, sólo maneja esa duda como hipótesis. Ver Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, Ediciones Era, México, 2004, pp. 50-51; Octavio Paz en su siglo, Aguilar, México, 2014, pp. 31-39. Los facsímiles de los dos documentos que menciono aparecen en el Anexo al final de este trabajo. 6 Ver Selden Rodman, Tongues of Fallen Angels, New Directions, New York, 1974. La entrevista es de 1971. También, “Tiempos, lugares, encuentros”, en Obras completas, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2005, t. viii, pp. 968-969. Ver Anexo. 65

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plo, los hermanos Flores Magón, conocidos anarquistas, durante años habían vivido y laborado allí–. A su llegada en agosto de 1919, la familia se muda para el centro de la ciudad, donde vivían muchos mexicanos y donde Octavio ya había montado una frágil empresa editorial y una revista semanal (se llamaba, de hecho, La Semana) localizada en el mismo edificio donde se publicaba otra revista y, muy cerca, dos periódicos hispanos: La Prensa y, de mayor circulación, El Heraldo de México. Establecerse en Los Ángeles no fue enteramente obra del azar. Se trataba del corazón de lo que entonces se llamaba “el México de afuera”, la comunidad emigrante en California que o bien resistía la asimilación a la sociedad norteamericana o bien buscaba regresar al terruño, y que de por sí había llegado a estructurar, en medio de la ciudad, “un pueblo urbano”, equipado con todo y sus periódicos, mercados, clubes sociales, cantinas, teatros y hasta su propia Zona Roja… La familia Paz-Lozano vivía entre agitadores. Pero era todo menos un exilio dorado. Eran los años de la Primera Guerra Mundial y se temía que México durante su Revolución, especialmente tan cerca de la frontera con Estados Unidos, pudiera convertirse en un aliado del enemigo. Los “revoltosos”, que era como entonces llamaban a agitadores como Octavio, eran naturalmente sospechosos. Y de hecho, por un tiempo, y como se ha documentado (ver Gálvez, n. 2), un agente del fbi asignó un vigilante al joven abogado y su grupo. En medio de ese ambiente, que llegó a conocerse como the Brown scare (pánico color marrón), y que un historiador ha descrito como mezcla de “conflicto de frontera, pleito laboral e histeria en tiempo de guerra”, la familia entera tiene que haberse sentido presionada para asimilarse a la sociedad estadunidense.7 Para 1919, las campañas de americanización en Los Ángeles ya habían dictado, a través de su Junta de Educación, que todos los inmigrantes entre los 18 y 21 años tenían que tomar clases de inglés y ciudadanía. ¡No en balde en documentos de la época Pepa Lozano aparece con una rimbombante profesión: “Student of English”! Cuento todo esto como preámbulo a la segunda anécdota. Porque es Para el contexto al que aludo, ver Stephanie Lewthwaite, Race, place and reform in Mexican Los Angeles. A Transnational Perspective, 1890-1940, University of Arizona Press, Tucson, 2009, y W. Dirk Raat, Revoltosos: Mexico’s Rebels in the United States, 1903-1923, Texas A & M Press, Texas, 2000. 7

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precisamente en esas circunstancias de “urgencia lingüística”, llamémoslo así, que a Tavo lo matriculan en un kindergarten en un barrio de Los Ángeles, cerca de la casa donde vivían, que sólo a partir de 1939 empezó a llamarse Chinatown. El primer día de clase, que según él ocurrió a los seis años (en realidad ocurre cuando tiene cinco), lo recordó de esta manera: Los azares de la guerra civil llevaron a mi padre a los Estados Unidos. Se instaló en Los Ángeles, en donde vivía una numerosa colonia de desterrados políticos. Un tiempo después lo seguimos mi madre y yo. Apenas llegamos, mis padres decidieron que fuese al kindergarten del barrio. Tenía seis años y no hablaba una sola palabra de inglés. Recuerdo vagamente el primer día de clases: la escuela con la bandera de los Estados Unidos, el salón desnudo, los pupitres, las bancas duras y mi azoro entre la ruidosa curiosidad de mis compañeros y la sonrisa afable de la joven profesora, que procuraba aplacarlos… Al cabo de una eternidad llegó la hora de recreo y del lunch. Al sentarme a la mesa descubrí con pánico que me faltaba una cuchara; preferí no decir nada y quedarme sin comer. Una de las profesoras, al ver intacto mi plato, me preguntó con señas la razón. Musité: “cuchara”, señalando la de mi compañero más cercano. Alguien repitió en voz alta: “¡cuchara!” Carcajadas y algarabía: “¡cuchara, cuchara!” Comenzaron las deformaciones verbales y el coro de las risotadas. El bedel impuso silencio pero a la salida, en el arenoso patio deportivo, me rodeó el griterío. Algunos se me acercaban y me echaban a la cara, como un escupitajo, la palabra infame: ¡cuchara! Uno me dio un empujón, yo intenté responderle y, de pronto, me vi en el centro de un círculo: frente a mí, con los puños cerrados y en actitud de boxeo, mi agresor me retaba gritándome: “¡cuchara!” Nos liamos a golpes hasta que nos separó un bedel. Al salir nos reprendieron. No entendí ni jota del regaño y regresé a mi casa con la camisa desgarrada, tres rasguños y un ojo entrecerrado. No volví a la escuela durante quince días, después, poco a poco, todo se normalizó: ellos olvidaron la palabra cuchara y yo aprendí a decir spoon. (t. viii, pp. 17-18.)

La escena nos recuerda al mejor Jean-Jacques Rousseau –todo lenguaje es deseo–: el niño reclama no el alimento sino el instrumento que hace posible alimentarse. Sólo que en el trasiego de la diferencia cultural la respuesta que obtiene no es el instrumento deseado sino el escarnio que termina magnificando su conciencia del lenguaje: las palabras que nombran ese deseo. Así, al conocimiento de que un abismo semántico –la palabra ya no es la palabra– lo separa de sus semejantes, le sigue la violencia de un significante que termina exacerbando ese mismo conocimiento –una conciencia hecha 67

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físicamente palpable en el puñetazo que asesta el significante equivocado. Acertar en las palabras se vuelve, por tanto, crucial: “ellos olvidaron cuchara y yo aprendí a decir spoon”. La simpática anécdota fue lo suficientemente importante para que el poeta la contara en más de una entrevista, aunque en realidad no fue hasta 1990, en el prólogo al tomo octavo de las Obras completas, que la usó para ilustrar la relación polémica, adversaria, con México, y que, compartida con sus inmediatos antepasados, el poeta experimentaba. Sigue en el mismo texto, por tanto, la segunda parte de la misma anécdota: la iniciación en Los Ángeles que vuelve a reproducirse en Mixcoac, una vez que la familia regresa en 1920 y Tavo empieza en otra escuela, El Zacatito: Aunque yo hablaba el inglés, no había olvidado el español. Sin embargo, mis compañeros no tardaron en decidir que era un extranjero: un gringo, un franchute o un gachupín, les daba lo mismo. El saberme recién llegado de los Estados Unidos y mi facha –pelo castaño, tez y ojos claros– podrían tal vez explicar su actitud; no enteramente: mi familia era conocida en Mixcoac desde principios del siglo y mi padre había sido diputado por esa municipalidad. Volvieron a las risitas y las risotadas, los apodos y las peleas, a veces en el campo de futbol del colegio y otras en una callejuela cercana a la parroquia. Con frecuencia regresaba a mi casa con un ojo amoratado, la boca rota o la cara rasguñada… La experiencia de Los Ángeles y la de México me apesadumbraron durante muchos años. A veces pensaba que era culpable –con frecuencia somos cómplices de nuestros persecutores– y me decía: sí, yo no soy de aquí ni de allá. Entonces, ¿de dónde soy? Yo me sentía mexicano –el apellido Paz aparece en el país desde el siglo xvi, al otro día de la Conquista– pero ellos no me dejaban serlo. En una ocasión acompañé a mi padre en una visita a un amigo al que, con razón, admiraba: Antonio Díaz Soto y Gama, el viejo y quijotesco revolucionario zapatista. Estaba en su despacho con varios amigos y, al verme, exclamó dirigiéndose a mi padre: ¡Caramba, no me habías dicho que tenías un hijo visigodo!” Todos se rieron de la ocurrencia pero yo la oí como una condena. (t. viii, pp. 17-19.)

Lo que antes había dramatizado un choque entre conciencia verbal y diferencia cultural, ahora aparece como alegoría de enajenación psicológica y moral. El significante equívoco se internaliza –todo lenguaje es equívoco– y la diferencia no es únicamente verbal y cultural, sino física, corporal, psicológica. La extrañeza, o más bien la extranjería, de Tavo no podrá ser 68

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borrada mediante limpiezas verbales o un entrenamiento especial, como por ejemplo aprendiendo un nuevo idioma; la extranjería se ha vuelto un atributo de su ser físico –tan físico como los anteriores rasguños y el ojo entrecerrado– como resultado, suponemos, de ser (según el mexicanismo) güero: rubio, tez clara, ojos azules. Y sin embargo, cabe preguntar: ¿realmente se trata, como aseguró el poeta, de una decisión por parte de los otros niños? ¿O es más bien que él se lo imaginaba? Todos sabemos lo que significa ser el chico nuevo en el barrio, cosa que el poeta en su narración es el primero en reconocer. Pero las razones que ofrece no dejan de ser ambivalentes. ¿Fue abusado Tavo por lucir extranjero, por ser güero, o por recién llegado? ¿O tal vez fue debido a otra razón inconsciente, o por lo menos no dicha? Lo que en México se llama “la grilla” –el cotilleo español, la intriga chismosa–. ¿O tal vez debido a la, para entonces, nefasta reputación de los Paz en Mixcoac? Con esto me refiero a los posibles lejanos ecos de la antigua fama del abuelo Ireneo Paz, quien cuarenta años antes había matado a un colega periodista, nada menos que el hermano de Justo Sierra, uno de los más importantes intelectuales de la época, en un escandaloso duelo que tuvo repercusiones nacionales y duraderas. Encima de todo, Ireneo había sido partidario, y cuate, del dictador Porfirio Díaz, cuyo retrato a caballo Ireneo siempre se negó a bajar de las paredes de su biblioteca ¿O tal vez el llamado abuso del niño fue producto de una reacción a la no menos sonada reputación de Octavio como faccioso zapatista, para no hablar de dipsómano consuetudinario? Los chicos, como sabemos, se especializan en leer entre líneas, y desde luego a repetir la murmuración de sus mayores. Quiero decir que la violencia de esta anécdota, ritual de iniciación, tal vez sugiere la insólita herencia de los anteriores retos a los que ya se habían enfrentado padre y abuelo. Sólo que, en el caso de Tavo, lleva otras dos marcas. Primero, su posesión simbólica del lenguaje –una palabra, cuchara– como germen de la diferencia, diferencia que a su vez nutre la separación del niño en términos no sólo lingüísticos sino corporales –la palabra hecha carne–. Muchos años después, en su “Introducción a la historia de la poesía mexicana”, el propio poeta señalará: “Si el poeta es el hombre de las palabras, poeta es aquel para quien su ser mismo se funde con la palabra.” (t. iv, p. 125.) 69

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Segundo, pero no menos importante: la iniciación ocurre fuera de México, entre extraños, pero luego se transfiere a México adentro, entre los suyos, y transformada en un signo de extrañeza dentro de su propia cultura. Si la violenta entrada en el lenguaje ocurre fuera de México, la más actual e igualmente violenta entrada en el mundo social ocurre dentro, en casa, convirtiéndolo así, y literalmente, como insiste el título del tomo donde aparece esta anécdota, “el peregrino en su patria”. Tanto en una como en otra ocasión, fuera y dentro, la separación, la soledad, surge de la diferencia que marca no sólo el lenguaje sino la apariencia física; al menos, una diferencia que el propio Tavo proyecta, que él mismo considera y teme que los otros ven en él. “Sentirse solo”, dirá años después en su famoso El laberinto de la soledad (1950), “no es sentirse inferior, sino distinto”. II

Damos un salto hasta 1922, cuando Tavo ya cuenta con ocho años. Fue el año en que Pablo González –uno de los matones que Venustiano Carranza, caudillo de turno, mantenía a sueldo– decide confiscar y luego incendiar los restos de la imprenta de Ireneo Paz. El siniestro puede haber sido dirigido no tanto a Ireneo, que para entonces había cumplido la provecta edad de 86 años y retirado de la política, como contra Octavio, diputado por el Partido Nacional Agrarista y flamante defensor público del legado zapatista. Al perder su única fuente de ingresos –sus jubilaciones, como militar y periodista, eran escasas y lentas–, Ireneo sufrió una primera embolia, perdió las propiedades que le quedaban, incluso la pequeña casa que compartía con Octavio y su familia, remató buena parte de su inmensa biblioteca, y él y Amalia, su hija solterona, tuvieron que refugiarse con su hija Rosa y su familia, que vivían cerca. Venían otros tiempos.8 A Tavo, entre tanto, lo cambian de escuela –de El Zacatito a un colegio inglés, el Williams, que estaba también en Mixcoac, mientras que, como el poeta mayor recordara una vez, “nuestra casa, llena de muebles antiguos, libros y otros objetos, se iba derrumbando. A medida que los cuartos se de8 Estas y otras referencias a la vida y obra de Ireneo Paz se estudian en Napoleón Rodríguez, Ireneo Paz. Letra y espada liberal, Fontamara, México, 2ª. ed., 2002.

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rrumbaban, íbamos moviendo los muebles a otro”.9 Entre esas ruinas Tavo daba señales de ser un chico dulce pero solitario. Tiene que haberse dado cuenta de que, en buena medida, era hijo del infortunio; su familia, venida a menos. Dos años después, ante sus ojos, el 4 de noviembre de 1924 y exactamente a las 8 y cuarto de la noche, según recordó (t. xiii, pp. 141-146), Ireneo Paz fallecería de una última embolia, dejando solo al niño para quien él, mucho más que su padre Octavio, había sido un modelo. Tres días después, el 7 de noviembre, en sus funerales, el propio Tavo, con diez años, había tenido que representar a su familia en ausencia del padre, dato que los periódicos de la época no dejaron de notar con cierto asombro. Octavio, quien para entonces trabajaba en Morelos, estaba, como solía ocurrir, missing in action. Para entonces, antes de los diez, o de que escribiese un solo poema, Tavo ya había descubierto la poesía en casa. La descubrió en tres fuentes. Primero, debido a la fama de Ireneo Paz como poeta epigramático y de tema político. Su obra, recogida a lo largo de veinte años en varias ediciones de su libro Cardos y violetas, fue tan abundante como polémica, y durante años la comidilla de la sociedad porfirista. Segundo, el amor por la poesía que el niño debe haber visto en la excéntrica tía Amalia –hermana de Octavio; un amor reflejado, en parte, en un álbum de la época repleto de textos dedicados 9

Entrevista con Rita Guibert, Seven Voices, Alfred A. Knopf, New York, 1973. 71

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por los admiradores que la tía atesoraba y que Tavo y sus primos, según su propio testimonio, un día espiaron–. No es inverosímil que en la excéntrica tía –que él recordará como “Virgen somnílocua”– Tavo encontrara por primera vez en su vida una poeta, o al menos una “personalidad” poética. La tercera fuente fue seguramente las tonadillas que Tavo le oía cantar a su madre, Pepa, de origen andaluz, y con las cuales logró entrenar sus ojos y oídos. Ireneo aún vivía, por cierto, cuando, según contó después el poeta mayor, ocurrió lo que también pasaría a llamar su primera “experiencia” poética. La anécdota aparece en el prólogo al tomo xiv de las Obras completas, como una suerte de preámbulo a la colección de sus primeros textos, en prosa y poesía. Durante más de sesenta años he sido fiel a la poesía. Y quien dice poesía dice amor. Cuando era niño, un día en que mi abuelo no estaba en su estudio, me senté al frente de su escritorio, escogí una pluma bien tallada –él no usaba pluma fuente– y en el hermoso papel que empleaba para su correspondencia escribí una carta de amor. La cerré cuidadosamente y la sellé con lacre rojo y un anillo que le servía para esos menesteres. Fui al jardín, corté algunas flores, hice un pequeño ramo y salí de la casa. Anochecía –esa hora que llaman “entre azul y buenas noches”. No había un alma en las calles de Mixcoac, un pueblo en las afuera de la ciudad en donde vivíamos. La carta no tenía nombre de destinataria; estaba dirigida literal y realmente a la desconocida. Caminé un trecho: ¿a quién entregarla o en dónde depositarla? Al dar la vuelta en una esquina, en la semi-obscuridad, vislumbré una casa de nobles proporciones, con una fila de balcones de hierro y, tras los barrotes, unas ventanas de madera con visillos blancos. La casa me pareció que guardaba un misterio; tal vez vivía en ella la desconocida. Movido por un impulso que no puedo explicar, después de un instante de vacilación, arrojé la carta y el ramo de flores entre los barrotes de uno de los balcones y me alejé rápidamente. (t. xiii, p. 20.)

A esa temprana edad ya Tavo trataba de asumir, es evidente, el papel y pluma de Ireneo. Aunque su tema, según confiesa, o recuerda, no era tanto la política como el amor –al relato de la anécdota lo precede un aforismo: “quien dice poesía dice amor”. La “desconocida” no es sólo una amante imaginaria; también es lector(a) ideal. A la carta que le escribe, y cuyo contenido no se nos revela, Tavo añade flores, con lo cual intuía seguramente que flor es la más antigua metáfora de poema –anthos, en griego, da antología; y florilegio es reunión de poemas–. Además, tal como fuera el caso de 72

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esa identidad personal hallada fuera del país, la lectora ideal tampoco se encuentra dentro: aparece “entre rejas”, objeto de búsqueda. Así, al antiguo grito, a la resolución verbal (cuchara y/o spoon), y a la consiguiente internalización de una diferencia corporal, ahora se añade el deseo verbal, deseo escrito, como medio de alcanzar el objeto deseado –lector y amante hecho uno solo gracias al misterio de la poesía. Cierta vez, en una entrevista, le pregunté al poeta si su familia sabía que de niño a él le gustaba escribir. Me contestó que aunque el abuelo Ireneo nunca llegó a saberlo, en cambio sí veía al nieto leer y aprovechaba para hacerle él mismo cuentos. Igual ocurría con Amalia, cuyas pláticas incluían literatura pero casi nada de poesía; aún menos con el padre, Octavio, “porque de niño, mi relación con él fue menos íntima y había largas ausencias”; y para nada con Pepa, cuya influencia andaluza fue más bien musical, pero ágrafa. Sobre la relación con su padre, en otro momento le dijo el poeta a otro entrevistador: “probablemente nunca supo que yo escribía”. Confesión asombrosa si calculamos que los primeros poemas de Octavio Paz datan de 1931, a los 17 años, cuatro antes de que su padre tuviese el accidente que lo mató y durante los cuales convivieron, o casi. Baste, para resumir, los patéticos versos que le dedicó al padre en Pasado en claro (1974), su gran poema autobiográfico: Del vómito a la sed, atado al potro del alcohol, mi padre iba y venía entre las llamas. Por los durmientes y los rieles de una estación de moscas y de polvo una tarde juntamos sus pedazos. Yo nunca pude hablar con él. Lo encuentro ahora en sueños, esa borrosa patria de los muertos. Hablamos siempre de otras cosas.10

Como se sabe, el alcohólico bebe para reducir su angustia. No es un Ver “Retrato de Octavio Paz”, en mi Diálogos con Octavio Paz, Editorial Confluencia, Salamanca, 2014, pp. 66-112; la entrevista con Gálvez, p. 74; y OC, t. xi, p. 84. 10

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secreto que Octavio père sufrió desilusiones. Su carrera política, primero en el zapatismo y luego en el Partido Nacional Agrarista, se vino abajo en las postrimerías de la Revolución. Durante esa guerra, fueron sus propios camaradas los que lo desplazaron de El Nacional, tal vez el periódico más importante del momento, que él aspiraba a dirigir, como sucesión mágica de lo que Ireneo había logrado hacer en La Patria el siglo anterior. En Morelos, con Zapata, había tenido un puesto más bien de segundo rango y luego se le despachó al extranjero como “agente confidencial”, discreto sinónimo de “espía”. Allá, en Estados Unidos, después de tres años y medio, fue destituido debido en gran medida a su alcoholismo. Sus cartas de la época, incluso las que escribe desde Los Ángeles, donde dirigía su revista y tenía una imprenta, suelen exagerar la importancia e influencia de su trabajo, y destacan la empresa, más bien menor, de La Semana para demostrarles a sus camaradas lo útil que podía serles a su regreso. Y fue, en efecto, el regreso a Mixcoac, cuando se unió al pna a través de su maestro Antonio Díaz Soto y Gama, con quien lo fundó, lo que marcó los mejores años de Octavio Paz Solórzano. Eran los años de Plutarco Elías Calles, el caudillo moralista conocido además por su temperancia. Pero muy a su pesar, Octavio logró ascender la jerarquía del partido y hasta llegó a ser nominado como juez a la Suprema Corte de la Nación. Pero para 1929, cinco años después de muerto Ireneo, y casi una década después de regresar de Estados Unidos, ya con un hijo adolescente, su mismo partido, que él había ayudado a fundar, lo expulsa junto con otros partidarios.11 Pero las desilusiones de Octavio Paz Solórzano eran mucho más antiguas y de seguro más profundas. Era el único varón sobreviviente (sus dos hermanos mayores habían muerto de alcoholismo) de nada menos que Ireneo Paz, patriarca del periodismo y la política porfiristas, figura de la literatura nacional, tan admirado como temido en su tiempo y cuyos prestigio y fortuna lo habían llevado hasta la misma Casa Blanca y a la Expo de París de 1900. Por tanto, el íntimo reto de Octavio père fue cómo rellenar los zapatos no sólo de Ireneo sino también de Arturo, el mayor de los varones, que además de haber sido un exi11 Los datos sobre este tema aparecen en Antonio Díaz Soto y Gama, Historia del agrarismo en México, ed. Pedro Castro, Ediciones Era/conaculta/Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2002, pp. 63-64.

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toso abogado y escritor, y sin duda el heredero escogido del patriarca, había muerto relativamente joven y dejado un vacío del que Ireneo se lamentaba a diario. Trazando su propio camino, escogiendo su propia revolución y su propio caudillo, Octavio, como todo hijo de padre famoso, aspiraba a superar el currículo de ambos, pero en cambio terminó regresando a un Mixcoac en ruinas y refugiándose con su joven familia en una de las propiedades del ya anciano Ireneo. Sin duda tocó fondo en diciembre de 1932, a los 49 años (su hijo ya con 18), cuando el cintillo de un periódico de la Ciudad de México proclamó: “El Lic. Octavio Paz es acusado por una señora”, por haberla golpeado en público.12 Años después se revelaría que una niña de quince años, tal vez violada por él, había dado a luz a otra niña, media hermana del poeta a quien éste llegó a conocer y a amparar. Una vez más, la violencia tocando a la puerta de una familia cuyo prestigioso apellido quería decir todo lo contrario. En 1985 el poeta le confesaba a Felipe Gálvez: “mi padre fue siempre para mí una figura amada y distante… tuvo una vida exterior agitada; amigos, mujeres, fiestas, todo eso que de algún modo me lastimaba, aunque no tanto como a mi madre; ella era quien realmente sufría”. “Luego vino”, añadía, “el tiempo de la soledad” (Gálvez, p. 75). Con ese precioso circunloquio aludía, así, no sólo al alcoholismo del padre, que la familia de todo alcohólico pretende ocultar; también aludía a su propia soledad, que para entonces él y su madre habían aprendido a soportar. Y sin embargo, fue precisamente en esos mismos años de decadencia y extrañamiento, según recordaba en la misma entrevista, que Octavio escribió más y mejor –para El Universal o para la revista Crisol–. Terminó, aunque no llegó a ver publicada, una prolija pero apasionante biografía de su ídolo Emiliano Zapata, y otra historia, aun hoy inédita, del periodismo en México (Gálvez, p. 76). Finalmente, recuerdo que cuando en una entrevista yo mismo le mencioné una vez al poeta que, como escritor y periodista, su padre seguramente había influido en él, enseguida añadió, con entusiasmo: “incluso le ayudé cuando adolescente a copiar a máquina artículos o textos suyos de memorias de la Revolución Mexicana… a veces desPara un comentario sobre este incidente, ver Guillermo Sheridan, “Octavio Paz y su padre: dramas de familia”, Letras Libres, 7 de mayo, 2014. El incidente salió a la luz en “El Lic. Octavio Paz es acusado por una señora”, El Nacional, México, 3 de diciembre, 1932. 12

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de el punto de vista literario”. (Diálogos, p. 69.) Pero casi al mismo tiempo se ensombreció y corrigió que mucho mayor había sido la influencia en él de Ireneo, y hasta de su tía Amalia. Años después, en una lista de sus primeras influencias, el poeta elogiaría tanto al abuelo como a la tía, y en cambio no mencionaría al padre: el otro Octavio Paz. III

A veces, a lo largo de años de estudio, y al repasar estos y otros datos en la biografía de nuestro poeta, he llegado a preguntarme: en esas condiciones ¿cómo pudo sobrevivir? Cuando lo hizo, cuando sobrevivió, ¿qué neurosis no habrá internalizado? Freud pensaba que no existía solución para la neurosis. Lo máximo que puede hacer el psicoanálisis es hacernos conscientes de ella: ayudarnos a comprender que todos estamos irremediablemente locos. Al igual que Freud, Octavio Paz pensaba que no hay cura para la locura. Todos, en alguna medida, somos neuróticos, o como en el dicho: “De poeta, músico y loco, todos tenemos un poco.” Sin embargo, la solución de Octavio Paz era otra. Llegó a explicarla, o al menos a sugerirla, en algunos de los deslumbrantes ensayos que dedicó a los casos de algunos poetas –el de Sor Juana tal vez es el más notorio–, aunque más dramático aún fue lo que llegó a observar sobre Fernando Pessoa, alcohólico como su padre pero poeta como él: “Un neurótico es un poseído. El que domina sus trastornos, ¿es un enfermo? El neurótico padece sus obsesiones; el creador es su dueño y las transforma.” (t. ii, p. 156.) Nunca fue más cierto que en el caso de Octavio Paz el cínico dicho según el cual todos sobrevivimos a nuestros padres. Pero si bien no tenemos que ser tan cínicos –como todos, nuestros padres hicieron lo mejor que pudieron–, tampoco hay que idealizarlos, como en efecto suele ocurrir. El abuelo Ireneo, el papá Octavio, Pepa la mamá y Amalia la tía loca fueron todos seres humanos, con sus defectos y grandezas. Las grandezas tal vez no lo fueron tanto y llegaron a la altura de lo que llamamos cualidades: la bondad del abuelo, el sentimiento de justicia social de su hijo zapatista, el lirismo musical de Pepa, la excentricidad de Amalia. En cambio, los defectos fueron lo suficientemente graves para que el niño Tavo, y luego el poeta mayor, 76

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soliese adquirir conciencia de ellos pocas pero significativas veces a lo largo de su obra, lastres de una diferencia maldita, una maldición que cuando no llegó a confesar callaba dolorosa y discretamente. Al recordar en un poema de 1944 a los que él llama “los muertos de mi casa”, escribió: Su silencio es espejo de mi vida, en mi vida su muerte se prolonga: Soy el error final de sus errores. (t. xi, p. 82)

Mucho me temo que sin entender esa silenciada maldición, sea ésta real o imaginada, no entenderemos algo fundamental acerca de Octavio Paz y de su obra: me refiero a la relación adversa, y con frecuencia defensiva, que sostuvieron él y su familia con su país y su gente. Al mismo tiempo, cualquier conciencia de esa llamada maldición debería llevarnos a apreciar otra cosa mucho más importante: que con fina sensibilidad, privilegiada inteligencia y capacidad espiritual supo hacerse dueño de esa maldición y transformarla en una obra ejemplar, un ser único. anexo

Doy a continuación facsímiles de los documentos a los que aluden este ensayo. Prueban ellos que Josefina Lozano Delgado y su hijo Octavio Paz Lozano 1) cruzaron la frontera norte de México por la ciudad estadunidense de Laredo, Texas, el 18 de agosto de 1919, y 2) junto con Octavio Paz Solórzano vivieron como familia en la misma dirección de la ciudad de Los Ángeles, California (112 North Kern), en medio del histórico enclave mexicano del centro de esa ciudad.

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Documentos 1 y 2 Los Manifiestos, o documentos de entrada al país, que a principios del siglo xx administraba el U. S. Department of Labor (Secretaría del Trabajo) obran en los National Archives de Estados Unidos, fechado el 18 de agosto de 1919 en Laredo, Texas, muestra que Josefina L. de Paz, de 26 años, de estado “casada”, y de ocupación “ninguna”, solicitó entrada acompañada de “un/a niño/a” [child]; la solicitante sabe leer y escribir, es de nacionalidad mexicana y su destino es “Los Ángeles, Ca.” El pasaje se lo pagó ella misma, lleva US$100 consigo y dice haber vivido en fecha anterior en Estados Unidos en “San Antonio, Texas” durante el periodo “1916-1917”. La solicitante dice, además, que va a reunirse con su “esposo”, Octavio Paz [Solórzano] residente en “141 Main Avenue, Los Ángeles, Ca.” El propósito del viaje es “residir”; no piensa trabajar en Estados Unidos pero sí “vivir perm[anente]”, aunque “no” hacerse ciudadana de Estados Unidos; nunca ha sido deportada y su salud es “buena”. La misma boleta indica, para los tres, “1916” como año de inmigración, o entrada al país. Su descripción física: 4’10” de estatura, de piel blanca, ojos azules, y lugar de nacimiento “México”. Firma. El Manifiesto viene acompañado de una boleta, expedida por el mismo U. S. Department of Labor, con la misma información. Existe también una segunda boleta, que no Manifiesto, para “Paz, Octavio” (sic) con fecha de “18 de agosto, 1919”, entrando por “Laredo, Texas”. Nótese que la solicitante opta por entrar al país con su apellido de casada; salvo en su inicial, no menciona su apellido paterno [Lozano], de soltera. Semejante recurso era normal en la época para una mujer casada viajando sola con un niño. Es de notar que en el mismo Manifiesto la solicitante declara que sí vivió antes en Estados Unidos, durante el periodo 1916-1917. Sin embargo, el Manifiesto que en los mismos archivos aparece con esa fecha anterior es el mismo de 1919. A falta de otra explicación o evidencia, la declaración de una entrada previa a la de 1919 podría explicarse con base en dos razones: 1) para cuadrar con los años en que Octavio Paz Solórzano cruzó la frontera para residir por un tiempo en San Antonio, Texas (el Licenciado llega a San Antonio en octubre de 1916), y 2) para sugerir antecedentes pacíficos durante 78

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los años de la Primera Guerra mundial, para no hablar de la propia Revolución Mexicana, y así tranquilizar a las autoridades migratorias de la frontera y asegurar el paso. Sin embargo, no existen Manifiestos de entrada en 1916 ni para Octavio Paz Solórzano ni para Josefina Lozano Delgado. Ése había sido el año de la llegada del Licenciado a San Antonio, lo cual sugiere, dadas las circunstancias históricas que entonces imperaban, su entrada clandestina al país. La existencia de otra entrada, con Manifiesto, a través de San Diego en noviembre de 1917, apoyaría la hipótesis de múltiples entradas clandestinas para este peripatético agente zapatista. Las fechas de inmigración en otros documentos, como el que se comenta abajo, apoyaría la misma conclusión.

Documento 2 El 1920 U. S. Federal Census, Assembly District 64, Los Ángeles, California, muestra que en la Calle 112 North Kern #112, de Los Ángeles, California, vivían “Paz, Octavio”, “cabeza de familia” [Head], ocupación “revista” [magazine], y profesión “abogado” [attorney]; “Paz, Josephine”, “esposa” [wife] y ocupación “estudiante de inglés“ [Student of English]; y “Paz, Octavio, Jr.” “hijo” [son] y ocupación “ninguna” [none]. El mismo registro consigna el año de “1916” como fecha de inmigración o entrada al país.

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Mondadientes, S. A., una historia de amor M ercedes Á lvarez Andrés Radovitz siempre había querido tener una editorial, pero nunca había encontrado el momento oportuno para abrir una. De modo que en las vísperas de su cuadragésimo cumpleaños decidió emprender la aventura de su vida y fundar Ediciones Mondadientes, S.A., destinada a publicar todo aquello que Mondadori, S.A., desechara publicar. Claro que los comienzos no fueron simples. Para alguien con amor por los libros, pero sin experiencia en edición, fundar una editorial desde cero, por pequeña que sea, no es una tarea fácil. Andrés se entrevistó con editores, escritores de diversos tipos, libreros, economistas y hasta vendedores de diarios. La opinión fue unánime: todos, sin excepción, le aconsejaron no abrir Mondadientes, S.A. “Es una empresa destinada al fracaso”, le dijo un reconocido escritor de moda. “Un delirio”, le dijo un librero amigo. “En mi vida había oído una idea tan estúpida”, le dijo, mientras encendía su décimo cigarrillo, un poeta poco conocido, cuyo último libro había sido publicado en 1988. Este último, Guillermo Francoforte, fue el que en definitiva le dio la idea: una editorial para fracasados. Un hermoso lugar donde todos los estragados y pisoteados del mundo literario pudieran ir a llorar sus penas y llevar sus libros no editados. Una editorial de calidad, hecha de perdedores y para perdedores. Gente resentida pero con talento, como Guillermo Francoforte, quien se convertiría en su primer proyecto de libro. Mondadientes, S. A., abrió sus puertas en enero de 2009, inmediatamente después de las fiestas y en medio de un calor infernal. Era 3 de enero 80

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cuando Andrés Radovitz decidió levantar el teléfono para llamar a Guillermo Francoforte. En la oficina que había alquilado, donde había puesto los retratos de un par de ilustres desconocidos fracasados –escritores apenas recordados en el medio, cuyas obras Dios y los gorriones y La máquina de procrear habían visto la luz en librerías quince días para pasar a mesa de saldos casi inmediatamente–, giraba con lentitud un ventilador de techo. Radovitz sudaba cuando levantó el teléfono. Le contestó una voz aguardentosa, seguida de una ligera tos: –Diga. –¿Guillermo? –Sí, quién habla. –Guillermo, querido, felices fiestas. Silencio. –Espero que lo hayas pasado bien –siguió Radovitz, haciendo caso omiso de la total falta de respuesta–. Te llamo desde mi oficina. –¿Qué oficina? ¿La compañía de seguros? –¿Qué? No, no, lo dejé. Me fui y abrí… –No me digas que abriste la editorial. –Sí, Guillermo, Mondadientes, S. A. Por ahora estoy solo acá, pero pronto… Francoforte tosió. –Bueno, y qué –dijo–. ¿Qué tengo yo que ver con esto? De paso, te felicito. Brindo por un proyecto destinado al más hermoso y noble de los fracasos. –Cómo sos, che –se rió Radovitz–. Oíme: yo quiero que vos seas mi primer autor. ¿No tenías ese libro, los poemas? –¿Cuáles? ¿La intimidad del hueso? –Esos. –Bueno, sí… –murmuró Francoforte, que empezaba a mostrarse ligeramente interesado. –Perfecto, perfecto. Estuve revisando cosas, armando modelos de contrato… para mí sería un honor que La intimidad del hueso fuera el primer libro de Mondadientes. –Dejame pensarlo –dijo Francoforte, en tono seco. 81

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–Pensalo, pensalo. Mientras pasate por acá. Venís, tomamos un café, charlamos… no perdés nada. Pleno enero, viste cómo es. El trabajo duro va a empezar en marzo. Por mail te paso dirección. Radovitz no le dio tiempo a más. Cortó el teléfono, abrió la computadora y le mandó el mail a su primer escritor frustrado. Estaba feliz. Había oído mucho, en sus andanzas como lector por el mundo literario, en las presentaciones, en los cocteles, que la edición ya no era lo que en el pasado. Que los editores no se tomaban el tiempo para leer, corregir, para hacer sugerencias, para hablar con los autores. Él iba a ser uno de esos editores del pasado, uno que no estuviera preocupado por el negocio o desbordado de trabajo como para no poder leer originales y dar devoluciones. Ese día abrió también una página de Facebook y puso una breve nota: Editorial Mondadientes busca originales: poesía, ensayo, narrativa. Requisito: haber sido rechazado por la Editorial Mondadori. Cerró la oficina a las cinco y se fue a su casa a descansar un rato. Radovitz había sido corredor de seguros hasta hacía muy poco tiempo. Era un trabajo que hacía bien y que le daba beneficios, pero durante los casi quince años en que había llevado a cabo esa tarea se había sentido profundamente infeliz. Lo consolaba llegar a su casa, tocar los lomos de los libros y elegir uno para leer. Ampliar sus conocimientos sobre autores, indagar, ir a presentaciones. En el medio literario pronto pasó a ser conocido como “el boludo de los seguros”, y rara vez se perdía algún acontecimiento destacado. Si había una lectura de poesía, Radovitz estaba; si se presentaba un libro de ensayos, iba; si había una mesa de periodismo narrativo, se presentaba puntual y ocupaba las primeras filas. En definitiva, la verdad sea dicha, era el mejor lector de muchos de sus contemporáneos. Lamentablemente su afición no era compartida por su novia, María Teresa Rusigo, con la que llevaban, juntos, desde los tiempos de la secundaria. Habían empezado a salir durante el viaje de egresados, y después la relación había continuado, sin ningún atisbo de que María Teresa quisiera casarse o vivir con él, o que Andrés diera algún paso en el mismo sentido. De hijos no habían hablado jamás. El noviazgo de Andrés y Teresa era una continuación del noviazgo adolescente, del que muchos se burlaban pero que en el fondo era secretamente envidiado. Se amaban. Se habían ayudado mutuamente en 82

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todas y cada una de sus mudanzas, pero nunca habían incursionado en otros planos que no fueran el de las visitas a las casas, el cine, las salidas a restaurantes o con amigos. Parecía una relación interminable y perfecta, salvo por el detalle de la nula afición de ella por los libros. Fue así que cuando Radovitz decidió abandonar su trabajo para ser editor, María Teresa vio amenazada la integridad de la pareja y lo dejó en ese mismo instante. Él le devolvió unas bombachas y un camisón que guardaba en uno de sus cajones, y entre lágrimas le regaló un libro de poemas de Idea Vilariño. “Ya no será. Ya no”, le dijo en un mail que le mandó dos días después. Sin embargo, pasado un par de meses de la ruptura, se dio cuenta de que no se encontraba tan mal. Al fin y al cabo, María Teresa bostezaba cuando él le hablaba de Pessoa, y cuando le había propuesto ver Silvia Plath, una biografía, pensando que ella se identificaría con el lugar de la mujer oprimida, se había dormido a mitad de película. Tampoco compartía tanto con María Teresa. Y más lo reflexionaba, más se hacía evidente: Teresa era una buena mujer para un corredor de seguros, pero no para un editor. Lo que él necesitaba ahora era una poeta, una escritora, alguien con quien compartir la sublime afición de la literatura. Así que puso manos a la obra y empezó a aproximarse a diversas mujeres en distintas presentaciones de libros. Tuvo un par de citas –Andrés era un hombre bastante apuesto–, hizo el amor con algunas mujeres, una de ellas escandalosamente borracha, y finalmente conoció a Raquel Rismondi, una chica de unos 30 años, con el mismo amor por la literatura que él, que tra83

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bajaba en una fundación de promoción de la lectura. No era poeta, pero le gustaba la poesía, y la idea de la editorial le pareció “divina”. Así que ahora Radovitz era un hombre nuevo: nueva novia, nuevo trabajo, nueva vida. Y decidió regalar una ociosa tarde de lunes para mantener una conversación con el escritor fracasado Guillermo Francoforte. Francoforte apareció puntual –aunque borracho– a las cinco de la tarde de un lunes. Se había bañado y llevaba bajo el brazo La intimidad del hueso, original mecanografiado en 1989, de páginas ya algo ajadas aunque legibles. –Bueno –dijo sonriendo y mostrando sus dientes amarillos–, acá estamos. –Una alegría, de verdad –dijo Radovitz. –Bueno, vamos a ver. –Sentate –le ofreció. Sirvió sendos vasos de agua y se dio a la tarea de oír al poeta, quien en seguida empezó a relatar sus desgracias: periplos por las editoriales, el horror de las alacenas vacías, el hijo al que nunca le pasó dinero, y finalmente, la confección, de 1987 a 1989, de La intimidad del hueso, según él su obra cumbre, que ningún editor había querido publicar, empezando por Mondadori. –¿Me permitís? –le preguntó Radovitz. Con un gesto magnánimo, Francoforte le tendió las hojas cosidas por el lado izquierdo. Radovitz abrió la primera hoja y empezó a leer. –Mmmm –dijo mientras se secaba la frente con un pañuelo de papel y tomaba un sorbo de agua. –¿Y? –preguntó Francoforte. –Interesante, muy interesante. Tiene algo de Temperley, algo de Gianuzzi. Es bueno. Sin embargo, creo que habría que hacer retoques. –¿Retoques? ¿Qué tipo de retoques? –se interesó Francoforte. –Retoques… algunos encabalgamientos, algunas cositas, detalles de escansión. –Fueron dos años para escribir este libro, Radovitz. No sé de qué me hablás. –Comprendo, Guillermo, pero como vos comprenderás, hay que ver la cosa en más detalle. Este libro se terminó en 1989, hay que revisarlo. Fijate, miramos, volvemos a hablar… 84

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Francoforte se retiró de la oficina de Radovitz bastante molesto ese día, pero ni bien llegó a su casa se puso a releer La intimidad del hueso. Lo reescribió entero esa misma noche, con furia de adolescente, odiando y amando a la vez, profundamente, a la poesía y a todo lo que representaba. Mientras tanto, en cuanto Francoforte dejó la oficina, Radovitz empezó a revisar sus mensajes de Facebook. Resultó que los últimos días le habían llovido las propuestas de cientos de fracasados. Se agobió un poco. Se llevó las manos a la cabeza en un gesto contrariado. ¿Por dónde iba a empezar a responder a toda esa gente? Esa misma noche habló con Raquel quien, comprensiva, se ofreció a ayudarlo unas horas al día como secretaria, después de su trabajo en la fundación. –Pero no puedo pagarte, Raquel –le dijo Andrés. –No hace falta –dijo ella–. Lo hago con gusto. Él sonrió. Le acarició una mano. Le pareció grosero, pero no pudo evitar pensar lo bien que había hecho en no insistir con María Teresa. Al día siguiente, Raquel y Radovitz empezaron a recibir a los escritores en reuniones pautadas. Las siguientes semanas fueron un desfile impresionante de llorosos, desairados, autores de un solo libro que habían dejado de escribir hacía mucho, que habían perdido su fe en la literatura pero querían publicar un libro que dormía en un cajón desde hacía décadas. A la mayor parte de ellos los había rechazado Mondadori, pero también Planeta, Alfaguara, Tusquets y un sinnúmero de pequeñas editoriales ignotas. ¿Qué hacer? Radovitz parecía estar convirtiéndose peligrosamente en un psicólogo de escritores frustrados. El libro de Francoforte seguía sin convencerlo y ya iba por la tercera corrección, y otras cosas que le presentaban eran malas, horribles o indignas. Tenía que decidirse por una. El libro de Francoforte en su tercera corrección no era malo, pero tampoco lo que él quería. Porque lo que Radovitz deseaba era ser desempolvado en el futuro del barro de la historia como aquel que sin un peso, y sin saber, se había animado con singular valentía a publicar a los grandes olvidados de la literatura, aquellos rechazados por Mondadori que en el futuro serían los autores de culto de los que hablarían con admiración en las presentaciones de turno. No le importaba el dinero, ni el negocio. Radovitz era un patriota de la causa literaria. 85

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Y empezaba a desesperar, y estuvo al borde de acudir a un psicólogo, a un médico o a un curandero, cuando un día apareció Malena Isola. No la conoció en la editorial, no. Malena Isola llegó a su vida por un azar predestinado. Toda una lección de literatura. Malena: qué nombre imposible de olvidar, luego de haberla visto. Nombre de tango, y así era ella: un personaje del tango, bella, frágil, voz de alondra. Se la presentaron en un coctel, luego de una mesa redonda de escritores. Tenía 25 años y una novela inédita: Días en los bancos de las plazas de papel. La convenció de que se la enviara. Radovitz la leyó conteniendo el aliento. Lo que tenía entre manos era una obra maestra. Esa mujer hacía lo que nadie había hecho. Tenía reminiscencias de Lispector, pero no era, un toque kafkiano, pero no era kafkiana. Malena Isola era única en su género. Una diosa viva. Y la mujer de quien Radovitz se enamoró perdidamente por primera vez. La invitó a la oficina en la mañana, cuando Raquel no estaba. Parecía un pájaro. Una golondrina, por ejemplo. Daban ganas de acurrucarla en los brazos y mecerla. Cambió unas pocas frases con ella. Era evidente que no tenía la menor idea de lo que había escrito. Radovitz tampoco se lo dijo. –Es muy buena –murmuró–. Muy buena. Pero yo no puedo publicarla, te imaginarás. Solo publico lo que Mondadori rechaza. –Claro –dijo ella. Y después, una frase lapidaria, monumental, insondable: –Yo no quiero publicar. Él la miró asombrado. –No todavía –sonrió ella. Y se mordió una uña. Radovitz mentía, claro. En su cabeza sólo vibraba una cosa. Publicarla. Publicar Días en los bancos de las plazas de papel. Una novela irrechazada, simplemente porque nunca había sido mandada, porque era irrechazable. Publicar a esa mujer que tenía todo para ser un best seller clásico, un libro imperecedero. Publicarla en Mondadientes, a ella que podía ser publicada en Mondadori. ¿Pero podía Radovitz resistirse a esa mujer y a su libro? A la mujer no, porque al segundo día que la vio, “de paso por el barrio”, sin más explica86

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ciones, la sentó en su escritorio, la besó e hicieron el amor ahí mismo, sobre la mesa de la oficina. Pasar a la historia con el libro de Malena Isola, y con ella del brazo. Elena Garro a la sombra de Octavio Paz. ¿Quién era él para hacerle eso a Malena? Lo carcomía su mala conciencia. A medida que los encuentros con Malena se hicieron más frecuentes, dejó de recibir escritores. Pasó a ignorar los llamados de Francoforte y de Raquel, quien lo dejó al poco tiempo. –Pudo haber sido una linda historia de amor –le dijo ella. –Ya no será –le dijo él–. Ya no. Malena pasó a ocupar toda su vida. Se mudó con él al mes de estar juntos, y se levantaban juntos, se duchaban juntos, hacían todo juntos menos cuando ella escribía, sentada con la computadora sobre el inodoro, porque decía que era ahí donde más intimidad tenía, y él le pedía después leer lo que había hecho y ella le mostraba impávida las cosas más maravillosas jamás escritas en lengua española, y él callaba y se las devolvía en silencio, sin decir una sola palabra. –¿Te gustó? –Es bueno –decía él. Un nuevo sentimiento se apoderó del alma de Radovitz, algo que nunca había experimentado antes frente a ningún escritor: la envidia. La conciencia le remordía. ¿Cómo podía sentir envidia de alguien a quien amaba tanto? Pero así era. Se la pasaba oyendo el tipeo de la computadora de Malena desde el baño, mientras él leía en el living, y se imaginaba qué páginas maravillosas le daría a leer después. A veces, cuando el insomnio lo mantenía en vela, miraba el rostro impávido de su mujer, que dormía sin inmutarse, y se preguntaba qué textos estaría generando en sueños su cabeza. ¿De dónde le venía el talento? ¿Qué concatenación de neuronas, y de sangre y de cromosomas la habían llevado a ser quien era? Hubiera dado cualquier cosa por poder entrar en el recinto secreto de su alma y robarle aquello que le provocaba la genialidad, tanto más inasible por cuanto Malena era una mujer como cualquier otra. No tenía ningún gusto extraño. Nada del mundo le era ajeno. Comentaba las noticias, hacía las compras, lavaba ropa. No gastaba mucho dinero pero de vez 87

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en cuando se compraba un perfume o un vestido. Otras veces, cuando ella no estaba, se ponía a revisar sus textos, leía y releía las páginas, pero eran lo mismo que ella le daba a leer a él. No había sorpresas; no le ocultaba nada. Había intentado adivinar la clave de su mail únicamente para saber si comentaba sus textos con otras personas, si los enviaba en secreto a editores. Porque, ¿cómo podía ser que ella no quisiera publicar? ¿Era verdad que Malena no se daba cuenta de su talento? ¿Era la mejor actriz del mundo? Cada día lo asaltaban dudas nuevas, nuevas envidias. Rastreaba en la cotidianeidad compartida las cosas que ella podía sacar de allí para inspirarse en lo que hacía, pero no había más que indicios escuálidos, pálidas líneas que podría haber dicho un verdulero o un barrendero. Sin embargo ella las resignificaba por completo. Todo lo que hacía rozaba la línea de lo fantástico y a la vez no lo era, y cada nuevo texto lo dejaba sumido cada vez más en la incógnita y ahondaba un poco más en la envidia que sentía y que era omnipresente, inabarcable. Empezó a soñar que la mataba, que hacía pedazos su cuerpo, que abría su cráneo de pájaro para extraerle el cerebro y lo miraba y lo miraba. Un día estuvo a punto de agarrar un cuchillo, amenazarla, pedirle a gritos que le contara realmente quién era ella. En vez de eso le hizo el amor con rabia y, cuando terminó, estuvo a punto de ponerse a llorar. Sin embargo, aunque parezca contradictorio, cada día que pasaba la amaba más. Amaba su sombra en la puerta cuando hacía una pausa, como siempre, antes de entrar a la casa, y la manera en que le tocaba el pelo y le susurraba al oído. Y amaba, claro, con un amor envenenado y ciego, todos y cada uno de sus textos. 88

mondadientes, s.a., una historia de amor

La escalada de celos tuvo su punto máximo un día en que se levantó muy temprano en la mañana y se vio a sí mismo mirándola dormir con un almohadón en la mano, presto a apretarlo sin piedad sobre la cara de su mujer. ¿De verdad tenía el deseo de ahogarla? ¿En qué clase de monstruo se había convertido? Ese día decidió que tenía que parar el delirio. Así que puede decirse que fue la envidia lo que lo llevó a escribir, casi, porque no le quedaba otra solución para no convertirse en un asesino. Como Malena, comenzó a sentarse, no sobre el inodoro, porque lo ocupaba ella, sino sobre una silla en la cocina, y sin pensarlo demasiado empezó a llenar las páginas de los cuadernos. Le salieron borradores farragosos, horribles, nefastos. Pero Radovitz era un lector, un lector voraz, un hombre que había pasado su vida diseccionando libros. No se rindió. Le pidió ayuda a Malena. Ella leyó, sugirió. Él se empeñó. Dejó la editorial, la oficina que había alquilado (al fin y al cabo era lo mismo llevar Mondadientes desde su casa), y empezó a escribir a un ritmo de locos, siempre bajo la atenta supervisión de Malena. ¡Cómo la odiaba y admiraba al mismo tiempo cuando le señalaba sus errores, cuando le hablaba del estilo, de la construcción del personaje! Pero el trabajo compartido, y su propio trabajo, lo ayudaban a calmar el espíritu. Malena escribía ahora su segunda novela. Andrés estaba como poseído. Tan poseído estaba que casi seis meses después le mostró a Malena el original corregido de Poseidón no era un monstruo. Ella festejó el esfuerzo. Esa noche compró champán e hicieron una cena de muchos platos para celebrar. Hablaron de literatura, de las vidas de escritores como ellos, contaron anécdotas de Borges y Bioy. Malena citó algunas frases de Duras y sentenció que nadie podía negarle el talento, pero que no la soportaba. –¿Y tu novela? –le preguntó de pronto Andrés–. ¿Cómo va? –Terminada –dijo ella. Radovitz levantó su copa de champán. –Eso también lo estamos festejando, entonces –dijo. Chocaron los vasos. Esa noche Andrés se metió en la cama y leyó los diez primeros capítulos de Todas las vidas. Cuando terminó, Malena estaba dormida. Él apagó la luz y parpadeó en la oscuridad. Creyó, por un momen89

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to, que la envidia lo iba matar de un infarto. Malena se movió en la cama y murmuró con voz de dormida: –¿Qué te pareció? –dijo. –Te felicito –fueron las únicas palabras de Radovitz. Al día siguiente, mientras tomaban el café, le dio alguna que otra precisión más. Ella sonrió y se mordió una uña. Terminado el libro sobrevino otra pregunta: ¿dónde iba a publicar Radovitz Poseidón no era un monstruo? Decidió que lo mejor sería seguir el camino natural de las cosas, así que la semana siguiente encaminó sus pasos hacia la editorial Mondadori, S. A. Lo atendió una secretaria muy simpática, levemente parecida a Raquel, quien recibió el sobre papel madera con una amplia sonrisa. Le dijo que la respuesta llegaría en aproximadamente tres meses. Radovitz esperó esos tres meses con permanentes sobresaltos de angustia, preso de su envidia, que era apenas un poco menos agobiante pero que persistía, como el reuma, como un dolor de muelas. Un día llegó un mail: “A pesar de las innegables cualidades literarias, Mondadori no considera que esta obra se ajuste a la línea de su catálogo. Le agradecemos la confianza que ha depositado en nosotros, blabla.” Radovitz se vio así, de pronto, en la horrible encrucijada: era un autor rechazado por Mondadori. Era hora de reabrir Mondadientes. Poseidón no era un monstruo se editó con los ahorros que le quedaban de su época de corredor de seguros. A la presentación no fue, como es natural, ninguno de los autores que había solicitado ser publicado en Mondadientes, S. A., pero sí algunos escritores publicados por Mondadori y gente de la compañía de seguros. Las palabras estuvieron a cargo de Julio Ramos, un ensayista, y de Guillermo Francoforte, quien por alguna extraña razón todavía tenía esperanzas de ver publicado La intimidad del hueso en la editorial de Radovitz. El libro tuvo un éxito moderado. Hubo algunas críticas positivas en los suplementos de cultura. Críticas irrelevantes, que sin embargo desvelaron a Radovitz por meses. Cada periodista que señalaba un defecto lo obligaba a revisar una y otra vez su primer libro, de manera que terminó por quedar completamente estancado en Poseidón no era un monstruo y nunca más pudo escribir otra cosa. 90

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Por deferencia a Francoforte, a quien después de todo le tenía cariño, Radovitz publicó La intimidad del hueso en Mondadientes, S. A. El libro fue bien recibido por los poetas locales, y Francoforte volvió por un tiempo a los ruedos de las lecturas de poesía, de los que por fin se aburrió y luego salió, definitivamente, calificando a los escritores de turno, en una mítica noche de copas, como “sanguinarios bastardos comemierda”. Hoy en día, Francoforte es, por desgracia, más conocido por estas tres palabras que se le atribuyen que por sus tres libros de poesía. Mondadientes cerró dos meses después del incidente. En cuanto a Malena, le anunció un día muy alegre que estaba embarazada. Los dos festejaron la noticia con copas de champán esa misma noche e hicieron planes sobre el futuro próximo. Luego su panza empezó a crecer y ella siguió escribiendo, sentada en el inodoro, hasta que le llegó la hora de parir. Ya con el hijo en la casa, dejó de escribir un tiempo, pero cuando el niño empezó a ir al jardín volvió a los viejos hábitos del inodoro. Para ese entonces Radovitz había tenido que retomar su trabajo en la compañía de seguros y la envidia que sentía por su mujer se había ido atenuando poco a poco, en parte por el fracaso de Poseidón no era un monstruo, en parte por la falta de dinero que lo obligaba a pensar más en los seguros que en la escritura. Malena terminó su tercera novela, Memoria de las plazas en llamas. De manera que lo que había empezado con Días en los bancos de las plazas de papel era ahora una trilogía, y una mañana soleada de verano se puso su mejor vestido y se fue a Mondadori con sus tres novelas juntas en un sobre papel madera. No se lo dijo a Radovitz ni a nadie. Mandó su obra y se olvidó por un tiempo de la escritura. Se puso a leer poesía, ensayo, cuento, y a llevar a su hijo a la plaza cada vez que se lo pedía. Parecía liberada, feliz. –Ya dije todo lo que tenía para decir –le dijo a Radovitz un día. Tres meses después recibió un mail: “Su obra es admirable. Sin embargo, comprenderá que para los tiempos que corren es imposible publicar algo tan largo. Le sugerimos acortar las novelas, blabla.” Indignada, Malena respondió al mail con la explicación de que la trilogía era indivisible, que la obra, que sumaba setecientas páginas, debía ser publicada completa y en 91

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un solo tomo para que tuviera sentido. Y que de ningún modo podían pedirle que mutilara su propio trabajo. De vuelta, recibió un mail donde Mondadori sugería publicar Días en los bancos de las plazas de papel únicamente, y una vez medido el impacto en el público, evaluar la publicación de las dos siguientes novelas. Malena respondió diciendo que no le interesaba el público sino los lectores, y que publicaran la trilogía o nada. Mondadori respondió que, sintiéndolo mucho, no podrían arriesgarse. Malena pasó por un par de días horribles entre la furia y la desesperación contenidas. Después guardó las copias que Mondadori le devolvió en una caja forrada de tela, y allí quedaron hasta el día de su muerte. Radovitz y Malena Isola fueron un matrimonio feliz en los libros y en la vida. Lo que hoy conocemos como “La trilogía de la desolación”, publicada por Mondadientes, S.R.L, es fruto de los esfuerzos de Pedro Radovitz por dar a conocer la magnífica obra de Malena Isola, hoy una autora de culto, quien por el momento sólo goza de prestigio dentro de ciertos círculos literarios selectos.

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Trece poemas F rank S tanford Versiones y nota de Hernán Bravo Varela Leyenda aún oscura de la poesía estadunidense del siglo xx; a menudo comparado con Whitman y Rimbaud, Frank Stanford (Richton, Mississippi, 1948-Fayetteville, Arkansas, 1978) se suicidó poco antes de cumplir los 30 años. Incursionó en el cine y la edición independiente. Pese a su corta vida, llegó a publicar casi una decena de volúmenes, incluido El campo de batalla donde la Luna dice que te amo (The battlefield where the moon says I love you), de 1977, un poema épico de más de quince mil versos sin estrofas ni puntuación. La poesía reunida de Stanford, What about this (¿Y qué me dices de esto?), publicada este año por la prestigiosa editorial Copper Canyon, ha llamado poderosamente la atención de críticos y lectores en todo el mundo, e incluye cientos de páginas inéditas en verso y prosa. Los poemas aquí presentados constituyen, con toda seguridad, las primeras versiones al español de la vasta, magnética y a menudo escalofriante obra de Stanford.* * Los primeros seis poemas corresponden a Los cuchillos que cantan (The singing knives), 1971; el siguiente a Un permanente desconocido (Constant stranger), 1976; luego, “La luz que ven los muertos”, a Muerte de cuna (Crib death), 1978; el noveno y el décimo poema pertenecen al volumen Tú (You), publicado póstumamente en 1979; las “Moscas en la mierda” se encuentra en La parra ardiente (Smoking grapevine), sin fecha, también publicación póstuma, mientras los dos últimos tuvieron cabida en La última pantera en la meseta de Ozark (The last panther in the Ozarks), sin fecha y de publicación póstuma. (N. de la R.)

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el robalo 1

Salta muy alto, desafía la noche, hace sonar sus branquias y anzuelos en su dorso. El indio dice que parece un ganso cuando pasa delante de la luna.

el charal 2

Si aprieto su cabeza, le saltarán los ojos como estrellas. Las ondas que produce pueden mover la luna. 1 the bass // He jumps up high / against the night, / rattling his gills / and the hooks / in his back. / The Indian says / he is like a goose / passing in front / of the moon. 2 the minnow // If I press / on its head, / the eyes / will come out / like stars. / The ripples / it makes / can move / the moon.

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poema 3

Cuando le cae la lluvia a la serpiente en la cabeza, él, cerrando los ojos, querría estar dormido en una llanta al borde del camino para que los muchachos lo hagan rodar por siempre.

narciso a aquiles 4

Ayer pasé por un puente, vi una bota bajo el agua. Tales pensamientos tuve, que no te puedo decir.

planeando la desaparición de aquellos que se han ido 5

Dentro de poco haré mi aparición pero debo quitarme antes los aros y espadas colocarlos poem // When the rain hits the snake in the head, / he closes his eyes and wishes he were / asleep in a tire on the side of the road, / so young boys could roll him over, forever. 4 narcissus to achilles // Yesterday, I passed over a bridge / and saw a boot underwater. / Such thoughts I had, / I cannot tell you. 5 planning the disappearance of those who have gone // Soon I will make my appearance / But first I must take off my rings / And swords and lay them out all / 3

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en bancos de altramuces de aquel río prohibido para llevar la cuenta de los días en que me he ido de esta tierra no voy a usar los dedos

belladona 6

La noche en que te conocí llevaba puesta la camisa negra llevaba el picahielos en mi bota Subí al árbol en cueros me colgué balanceando de una rama Nadé todo el camino bajo el agua el cuchillo en mi boca Como canción de cazador de cerdos hay huellas que no pueden ser rastreadas Along the lupine banks of the forbidden river / In reckoning the days I have / Left on this earth I will use / No fingers. 6 belladonna // The night I met you / I had the black shirt on / I had the ice pick in my boot // I climbed the tree buck naked / I swung out on a limb // I swam all the way / Under the water / With the knife in my mouth // Like a song of hog blood / Footprints you cannot track // 96

Una canción que se deshace como un rosario en la parte trasera de una iglesia Oh bolero la noche en que te conocí dejé de darle brillo a los zapatos

los primeros veinticinco años de mi vida 7

Me encontré con mi padre en una biblioteca de Memphis, Tennessee. Las abejas salían volando desde el sol. El extraño país de la niñez, como una libélula con collar para perros. Ésta es la firma del doctor y éste es el dinero traído de la casa. Antes, cuando los astros eran pececillos que morían de muerte natural en la tina, nos fugábamos de los demás en nuestros barcos.

A song that comes apart / Like a rosary / In the back of a church // O bootblack the night I met you / I quit shining shoes 7 the first twenty-five years of my life // I met my father in a library in Menphis, Tennessee. / Bees flew out of the sun. // The strange country of childhood, / Like a dragonfly on a long dog chain. // This is the signature of the doctor, the money from home. / Before, when each star was a minnow / Dying naturally in a tub, we slipped off / From the others in our boats. // 97

Salíamos de mañana. Había mosquitos en nuestro café y las culebras rompían el hielo para nuestros viajes. Querían morir los grillos. Tu cabeza estaba en mi regazo. Pescamos con curricán y doce cañas. Como hacen esos búhos que llevaste al bosque, te llamé de mil formas. Era tu voz un tronco bajo el agua, entre bagres azules. No se interne en el bosque. Las mariposas, antes de morir, sobrevuelan el puente por debajo. Tomo mi sombra de los yacimientos de la luna. Yo, nube que hace sombra, cubro de luz mi cuerpo, totalmente desnudo ahora, mientras me llamo en sueños por mi nombre.

We left in the mornings. // The mosquitoes were in our coffee / And the snakes broke ice for our journeys. / The crickets wanted to die. / Your head was in my lap. / We trolled twelve poles. // Like the owls you bulldozed into the woods, / I called you many names. / Your voice was a log under the water, / Blue channel there. / Do not reach into this wood. // Butterflies hover under the bridge before death, / I take my shade in the borrow pits of the moon. // Cloud making shadow, I cover my body now buck naked / With light, calling my name in my sleep. 98

la luz que ven los muertos

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Son muchos los que vuelven después de que alisó el doctor la sábana en torno de su cuerpo y dejó el cuarto para hacer su llamada. Han muerto pero viven. Se les conoce como los muertos que vivieron a través de sus muertes, y en mi familia se les tiene por sabios y honestos. Flotan fuera de sus cuerpos y se prenden del techo como una palomilla, siguiendo los afanes de todos los demás en torno suyo. Las voces e imágenes de los vivos se van desdibujando. Un bramido los traga bajo las ruedas de una tiniebla sin dolor. 8 the light the dead see // There are many people who come back / After the doctor has smoothed the sheet / Around their body / And left the room to make his call. // They die but they live. // They are called the dead who lived through their deaths, / And among my people / They are considered wise and honest. // They float out of their bodies / And light on the ceiling like a moth, / Watching the efforts of everyone around them. // The voices and the images of the living / Fade away. // A roar sucks them under / The wheels of a darkness without pain. /

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En la distancia hay alguien parecido a un guardavía que agita una linterna. La luz aumenta, crece una flor blanca. Se vuelve muy intensa, como música. Ven los rostros de gente a la que amaron, los que en verdad murieron y hablan dulcemente. Ven en un sembradío a su padre, sentado. Terminó la cosecha, y su silla de mimbre quedó lista. Lleva una toalla alrededor del cuello que huele a tónico de ron. Luego ven a la madre de pie, a espaldas suyas, con un par de tijeras. Sopla el viento. Ella le corta el pelo a él. Los muertos han contado historias como éstas a los vivos.

Off in the distance / There is someone / Like a signalman swinging a lantern. // The light grows, a white flower. / It becomes very intense, like music. // They see the faces of those they loved, / The truly dead who speak kindly. // They see their father sitting in a field. / The harvest ir over and his cane chair is mended. / There is a towel around his neck, / The odor of bay rum. / Then they see their mother / Standing behind him with a pair of shears. / The wind is blowing. / She is cutting his hair. // The dead have told these stories / To the living. 100

todos los que están muertos

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Cuando un hombre ya sabe que otro lo anda buscando, el hombre no se oculta. No se espera a pasar otra noche con su esposa o a acostar a sus hijos. Se pone una camisa limpia y un traje oscuro, y va a la barbería para dejar que otro lo rasure. Cierra los ojos, se recuerda a sí mismo cuando niño, desnudo y recostado en una roca junto al agua. El hombre pide, luego, la loción especial. Los viejos se colocan junto a la silla, en fila, y el barbero rocía un poco a cada uno de ellos en las manos. everybody who is dead // When a man knows another man / Is looking for him / He doesn’t hide. // He doesn’t wait / To spend another night / With his wife / Or put his children to sleep. // He puts on a clean shirt and a dark suit / And goes to the barber shop / To let another man shave him. // He shuts his eyes / Remember himself as a boy / Lying naked on a rock by water. // Then he asks for the special lotion. / The old men line up by the chair / And the barber pours a little / In each of their hands. 9

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tú 10

A veces, en el sueño, acariciamos el cuerpo de otra mujer y despertamos y sabemos de las primeras noches cuando llegan visitas de verano a esa casa de tres pisos de la infancia. No importa lo que recordamos, el pelo más oscuro peinado frente al más oscuro espejo del cuarto más oscuro.

moscas en la mierda 11

A los señores del sur a los turistas del norte que escriben poemas sobre el sur a los pendejos estudiantes les quiero hacer una pregunta estúpida han visto alguna vez una regata de moscas 10 you // Sometimes in our sleep we touch / The body of another woman / And we wake up / And we know the first nights / With summer visitors / In the three storied house of our childhood. / Whatever we remember, / The darkest hair being brushed / In front of the darkest mirror / In the darkest room. 11 flies on shit // To the gentlemen from the south / to the tourists from the north / who write poems about the south / to the dumb-ass students / I’d like to ask one lousy question / have you ever seen a regatta of flies /

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navegando en un montón de mierda y regresar a hacer un pícnic en la mierda han oído aunque sea alguna vez en su vida a las moscas en la mierda porque yo me curtí con moscas que flotaban en la mierda

para saber llegar 12

Vé al cementerio.

luz de río 13

Lado a lado, mi padre y yo nos recostamos. Él está muerto. Alzamos la mirada para ver las estrellas, el sonido insistente del viento al encender la noche como un ventilador. Éste es nuestro hogar.

sail around a pile of shit / and then come back and picnic on the shit / just once in your life have you heard / flies on shit / because I cut my eye teeth on flies / floating in shit 12 to find directions // Go to the graveyard. 13 riverlight // My father and I lie down together. / He is dead. // We look up at the stars, the steady sound / Of the wind turning the night like a ceiling fan. / This is our home. // 103

Recuerdo la obra en él como si fuera la amargura en los caquis antes de una nevada. E imagino la forma en que él tenía miedo, el suelo oscureciéndose en la lluvia. Ahora, él se levanta. Y sueño que me mira hacia abajo, a los ojos, y que me ve morir.

I remember the work in him / Like bitterness in persimmons before a frost. / And I imagine the way he had fear, / The ground turning dark in a rain. // Now he gets up. // And I dream he looks down in my eyes / And watches me die. 104

Regreso del hijo pródigo A ntón A rrufat –Arrufat –nos vemos en el Lucero. Acepté, y colgó el teléfono. Para entonces, finales de la década del cincuenta, 1958, Virgilio Piñera residía –definitivamente– en La Habana. En las noches del caluroso verano, se nos había vuelto casi una costumbre citarnos en el bar Lucero, fresco lugar cercano a la bahía, conversar un rato y tomar inocentes jugos de fruta bomba. Como le gustaba emplear con frecuencia términos militares, tal vez anticuados, llamaba al bar nuestro “centro de operaciones”. Solíamos sentarnos a una de las mesas que ponían en las aceras, bajo toldos rayados de colores que batía el aire marino. Nos quedábamos largo rato contándonos los últimos episodios de la ciudad letrada, algunas lecturas, o sencillamente planeábamos el itinerario de la noche. Aquella vez me invitó a que lo acompañara a Guanabacoa, al otro lado de la bahía. La invitación me sorprendió. Especie de paseo nocturno inesperado, por una pequeña ciudad en la que residió durante un corto periodo de su infancia –lo supe años después de su muerte. Con ayuda de la memoria puedo explicar mi sorpresa. Por esa época Piñera había iniciado cortos viajes, de ida y vuelta, sin comentarlos y sin pedirle a ningún amigo que lo acompañara. Ausente de su apartamentico del Vedado, su teléfono sonaba en vano. No había respuesta hasta el anochecer. Preguntarle era inútil, cambiaba de conversación. Preguntar a cualquiera de sus amigos, resultaba por igual inútil: nadie conocía el lugar exacto donde había estado durante esas horas. Tales desapariciones figuraban entre sus numerosos secretos, que si no era de los más inquietantes, lo guardaba tanto como si pretendiera que 105

antón arrufat

lo fuera. Siempre, constructor de secretos reales o imaginarios, dado un momento por él teatralmente escogido, nos eran develados de pronto mediante una escenificación cuidadosa: gestos, miradas, entonaciones, pausas medidas. Una de aquellas noches del Lucero, después de conversar un rato de Julián del Casal –la casa donde naciera el poeta, paredón negro en ruinas, se hallaba a un costado del bar–, olvidando su estrategia en crear diversas categorías de secretos sobre su vida, y como solía ocurrir, a la vez dispuesto a impresionarme, Piñera me preguntó si lo había llamado. Le dije que sí, que varias veces, a horas distintas. –Y naturalmente, no estaba. virgilio piñera –Naturalmente. –¿No te interesa saber dónde? Para no darle por la vena del gusto negué con la mano. Lanzó al aire una bocanada de su sempiterno cigarro e imprevista llegó la revelación: –Me escapé a Matanzas. Tras otra bocanada y mientras el humo se disolvía, contó que la primera escapada fue en complicidad con Rodríguez Feo, quien lo había llevado en su Cadillac rojo, alias el poderoso, y que siguieron después hasta Cárdenas. –Donde yo nací, tú sabes. Luego comprendió, pasadas las inesperadas emociones de aquella ocasión, que debía regresar a Cárdenas solo, y fue dos o tres veces más en guagua, máquinas de alquiler o el tren de Hershey, que tomaba “ahí, cruzando la bahía”, y alzó la mano con el cigarro. Si consiguió avivar mi curiosidad, le dije sin embargo irónico: –Vaya, el regreso del hijo pródigo. Pero había conseguido interesarme en esos desplazamientos inopinados y, entre sorbos de jugo, me sentí dispuesto a escuchar. Las veces que fue solo a Cárdenas, caminó la ciudad despacio y mirándolo todo, de una manera, diré, dúplice: los recuerdos de su infancia se mezclaban 106

regreso del hijo pródigo

con el presente. Recorrió la calle en la que había nacido, que se llamaba Jenez cuando él nació, entró en la iglesia parroquial en la que se casaron sus padres, se detuvo ante la escuela pública donde fue maestra su madre, que ocupaba un antiguo cuartel de los tiempos de la Colonia, pasó por la calle Merced, donde nacieron varios de sus hermanos, en una casa que ya no encontró o no pudo identificar. Se llegó a un barrio cercano, que en su época se llamaba Mijala, nombre en recuerdo de un municipio de Castilla. Toda su familia, padres y tíos, había nacido en Cárdenas, menos sus dos abuelos, que eran de origen asturiano. Aunque no encontró la casa, la recordaba como un chalet de madera, de dos plantas, algo desvencijado. Arriba dormía toda la familia, padres y seis hijos. En el enorme patio, “de la casa de la calle Merced”, me aclaró de repente como si regresara a la actualidad del bar Lucero, casa que al parecer ya no existía en la realidad y sí en las visiones de su memoria, en ese enorme patio comenzó su padre a sembrar el millo de las escobas y la cría de gallinas catalanas, grandes ponedoras. El padre, apasionado por negocios fantasiosos, que le proporcionarían fabulosas ganancias que el tiempo demostraría imposibles. Ninguno de estos negocios, de estos sueños de fortuna, triunfó. Por el contrario, fracasaron todos. El chalet de Mijala contaba con un enorme sótano, de alto puntal. Allí jugaba con su hermana Luisa Joaquina. Vuelvo a nuestra excursión nocturna por el pueblo de Guanabacoa. Como estas palabras son una reconstrucción evocativa, dos formas del tiempo, pasado y presente, se mezclan y parecen convertidas en una sola fluencia, al menos verbal. La evocación es, hasta cierto punto, falsificada: como conozco ahora aspectos de su vida, datos de su biografía, que ignoraba cuando juntos recorríamos el pueblo, tiene algo de visión retrospectiva. Obligados por las vicisitudes económicas los Piñera abandonaron Cárdenas cuando Virgilio tenía diez años y fueron a residir a Guanabacoa, en la calle Barreto, antes de asentarse por largo tiempo en la ciudad de Camagüey. En nuestra excursión recorría ciertos barrios despacio, silencioso, deteniéndose en algunos lugares, ante el aspecto envejecido de ciertas casas, sin dar detalles ni advertirme nada, mirando y recordando a la vez, en esa singular remembranza que produce retornar a ciertos lugares en los que se ha vivido años atrás, y por seguro lo hacía de la misma manera en que había recorrido Cárdenas. Noche 107

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perfectamente propicia para aumentar sus secretos personales, para ocultar o esconder lo que después, también en un momento propicio, habría de revelarme. He aquí por qué cuento esto. Aunque era verano, el ambiente había refrescado. Al terminar el paseo nos sentamos en un parquecito, ante la iglesia de Santo Domingo, estiramos las piernas y él encendió otro cigarro. Esta vez, rompiendo su costumbre de guardarlas en el bolsillo de la camisa, tiró la boquilla contra la yerba. “Cuando quieras nos vamos”. Eran más allá de las once, hora habitual en la que volvía a su departamento. Durante el recorrido por el pueblo lo había notado conmovido, hablando poco, sin contar demasiado con mi presencia, distanciado de sus habituales raptos de humor, quizá entregado, hoy debo suponer, a la reconstrucción memoriosa de una etapa de su infancia. Minucioso observador del curso de las horas, esta vez no miró nunca el reloj y, cuando regresamos a La Habana, al bajarnos de la guagua, el mío marcaba cerca de las doce. Recordé entonces, caminando hacia casa, la observación leída en un ensayo de Lionel Trilling: la energía literaria que provoca en un escritor, transcurrido el tiempo –como en su caso– volver a los lugares que tuvieron un significado en sus vidas. Regresar en la madurez –contaba 48 años– despertó sin duda vivencias olvidadas que lo llevarían a escribir. –Te pedí que vinieras. Quiero que conozcas esto. Sacó la cuartilla de su máquina, una Royal azul, la unió a las demás que se hallaban encima de la mesa, y tras sentarse en la butaca de moaré, se dispuso a leer en voz alta, sin duda de sus intensas aficiones. Nos hallábamos en la sala de su apartamento. No había otra luz que la del mediodía. A raudales entraba por el ventanal abierto. Volví a recordar la observación de Lionel Trilling, sin duda cierta: lo que escuchaba leer eran las primeras páginas de unas memorias o singular autobiografía. A sus visitas a Matanzas, a Cárdenas, a Guanabacoa, debería atribuir la redacción. En aquellas páginas, trazadas con extraordinario desenfado, aciertos verbales y descuidos, le oí por primera vez escribir, leer en voz alta, la confesión de su homosexualidad. Sus preferencias sexuales eran sumamente conocidas, no las ocultaba ni tampoco las proclamaba, podía hablar de ellas con tranquila franqueza, contar a sus amigos íntimos, amigos y amigas, a veces como desmesuradas historias 108

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grotescas, sus experiencias y aventuras sexuales. Para ciertos fundamentalistas de la heterosexualidad, era un completo exhibicionista. Cuanto ocurrió aquel luminoso mediodía me resultó muy diferente. Desde las primeras páginas, me dejó sorprendido. Contar a los amigos no es lo mismo que escribir esas historias. –¿Te quedaste etoné? –y se burlaba de mi perplejidad–. ¿Piensas que no debería escribirlo? –Nunca creí que llegarías a hacerlo. Creo recordar que me confirmó que su conducta se normaba por una advertencia de Nietzsche, autor que había leído en provincias desde la juventud, hazte el que eres. Sabio y difícil, dije yo con cierta melancólica ironía, y para que no entendiera equivocadamente el motivo de mi desconcierto, referí parte de nuestra conversación en el pueblo de Guanabacoa. Allí, en el banco del parquecito frente a la iglesia, estiradas las piernas, le pregunté por qué la homosexualidad no aparecía con frecuencia en su escritura. Aquella pregunta se hallaba relacionada con lo que habíamos estado conversando sobre la autenticidad de un escritor como una de las pruebas posibles con que juzgar el valor de una obra literaria, prueba que a Piñera le gustaba mencionar. Más bien semejaba esgrimirla como arma infalible. Esta autenticidad consistía en no ocultar ni ocultarse el llamado de una voz interna, en escribirse en lugar de escribir simplemente, siguiendo la advertencia que he citado de Nietszche, en ser honrados y francos consigo mismos, en aceptar su diferencia en público. Claro, tal diferencia no tenía que ser –exclusivamente– la manifestación de sus preferencias sexuales, podían ser estéticas, profundamente diversas, incluso opuestas, a las convenciones de su tiempo. Solía sumar, a la máxima de Nietzsche, la conclusión de la conducta moral de André Gide, vive como eres, con una variante significativa, escribe como eres. Por supuesto, más que hablar o referirse a categorías estéticas, de valor y comprobación general para juzgar una obra artística cualquiera, Piñera parecía dar un consejo a algunos otros artistas, su opinión acerca de un procedimiento válido, a partir del cual debía crearse una obra. El lector de Piñera, principalmente de sus ensayos y crítica literaria, conoce que gran parte de su escritura muestra un conflicto entre la escritura y la vida real, entre el valor, como absoluto, de la literatura y las contingencias sociales, la naturalidad personal y la ornamentación libresca. En su exis109

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tencia este conflicto o estos diálogos, algunos tormentosos, fluctuaron y se inclinaron a veces hacia un plano o hacia el otro: de un lado las experiencias vitales del autor y del otro sus experiencias literarias, sus transformaciones en escritura. En los años finales de su desolada vejez, este dualismo, muy lacerante, sufrió una inclinación definitiva hacia el valor de la literatura. Aquella ocasión en Guanabacoa, como solía ocurrirnos, la conversación se enserió de improviso hasta el punto de la confidencia, gravemente íntima. Me dijo, y durante el mediodía en su casa reproduje la frase con exactitud: –A mí no me interesa hacer literatura con mi homosexualismo ni con el homosexualismo de los demás. No le parecía que comenzar a escribir su autobiografía, apenas empezada, con una confesión de tal franqueza, constituyera una contradicción tan explícita, respecto a la confesión que me hiciera en el parquecito. Se trataba de unas cuantas páginas surgidas por una suerte de impulso irreprimible. –Ya veré lo que sale de ahí. Trabajó un tiempo. En 1961 dio a publicar varios capítulos, cuatro en total, en Lunes. Aparecieron bajo el título La vida tal cual. No entregó las partes, casi al inicio, en que confiesa su homosexualidad. De antemano sabía, también yo que era el único en conocerlas, que dada la aguda homofobia reinante en aquellos años no serían aceptadas. Es más, podrían traerle, al pretender publicarlas, graves consecuencias sociales. Ya era un acto de enorme valentía haberlas escrito, una valentía suprema en la cultura de un país donde no existían (ni existen) tales confesiones escritas, aunque sea escondidas. Las memorias quedaron inconclusas. Son unas 120 cuartillas escritas a máquina. Nunca conocí el motivo ni las razones de Piñera para no Continuarlas. Creo que cualquiera que éstas fueran, serían muy atendibles. Confesarse en público, ante un vasto auditorio de lectores, en nuestro país y en nuestra tradición cultural castellana, es quedarse desnudo y entregar el alma a los teólogos de cualquier sistema ideológico. No se trata solamente de la homosexualidad, se trata de que en esas páginas realiza un pase de cuentas a la vida cubana de su tiempo, de modo implacable, sarcástico, partiendo de su propia vida y de la vida de su familia, poniéndolas en la picota pública, y en este caso, como él mismo diría, las particularidades llevan a las generalidades. Aunque no aparecen ordenadas o estructuradas en orden cronológico, 110

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más bien en el orden aleatorio de la recordación, parecen terminar cuando Piñera abandona la provincia de Camagüey y se traslada a La Habana, a los 25 años de edad. Hay después numerosas páginas sobre su viaje a Buenos Aires y estancia en dicha ciudad, a partir de 1946. La vida tal cual trata –esencialmente– de su infancia y juventud, en las que realiza sus tres descubrimientos, sus tres crueles gorgonas: la del arte, la homosexualidad y la del hambre. “Lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de ellas. Aprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el arte.” Quizá “sucias”, término sorprendente y equívoco, quiera decir en verdad “fatales”, en el sentido del fatum de la tragedia griega. De las tres le resultará imposible salir, es decir, “lavarse”. Piñera es el único escritor cubano que ha hablado o se ha referido a estas tres categorías como gorgonas, las que dan muerte con la mirada. El saldo que arrojan es la pavorosa nada. En un momento de La vida tal cual, momento extraordinario, tras el descubrimiento de las tres gorgonas con su implacable saldo de la nada, Piñera realiza una representación sensible: toma un vaso, y simulando que está lleno de agua, comienza a beber ansiosamente. Su padre lo sorprendió fingiendo que bebía y le preguntó muy intrigado. Estoy tomando “aire”, le respondió. Después de leer con calma y emoción La vida tal cual, cuando al fin llegue a publicarse, pienso que tal vez podría convertirse en su gran obra. Tiene por adelantado su valentía y el hecho indudable de ser un texto único en la literatura cubana. En el transcurso de su vida como escritor, se mantuvo fiel a su decisión de no dejarse encerrar en un gueto, en el gueto del escritor homosexual, o de cualquier otro tipo de clasificación. Me parece que esto es lo que quiso decirme en el parquecito de la iglesia de Santo Domingo. En verdad poco escribió sobre el tema. Un tiempo antes de comenzar La vida tal cual, que podría situarse, con alguna probabilidad, hacia 1958, compuso y publicó dos textos fundamentales en la misma revista, Ciclón, y en el mismo año 1955. Su nota introductoria a la edición de varios fragmentos del marqués de Sade y el ensayo “Ballagas en persona”. Me detengo un instante. Encuentro que un aspecto de la revista Ciclón debe ahora ser subrayado. Consiste en el peligroso y liberador esclareci111

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miento de la sexualidad como generadora de ciertas zonas de la escritura literaria. Piñera, tanto como Rodríguez Feo, ejercieron una influencia decisiva en ese reconocimiento. Por primera vez en español y por primera vez en Cuba una revista literaria publica en sus dos números iniciales una presentación en varias partes de Las 120 jornadas de Sodoma. Clara posición desde el comienzo mismo. “Si debe leerse un escritor como Kafka que expresa, a través del terror, el absurdo de la vida humana –afirmaba Piñera al presentar el texto–, también está en el deber de informarse sobre un escritor llamado Sade que expresa, por medio del terror, la oscura vida sexual del hombre.” Podría esperarse que poner al marqués de Sade, al divino marqués, como lo llamara Rubén Darío, en manos del lector cubano era suficiente como presentación de la futura lucha de la revista contra el disimulo y la hipocresía, que regían nuestra cultura desde el siglo xix, como ya fuera señalado y definido por Manuel Sanguily, observación que he citado con frecuencia. Sus editores y su equipo de colaboración no lo consideraron suficiente. Ni el escándalo que produjo ni las amenazas policiales de prohibir la revista y recoger la edición por publicar “pornografía”, los amedrentaron. Ciclón prosiguió su camino. En diversos ensayos sucesivos, dos poetas –Oscar Wilde y Walt Whitman– fueron interpretados en cuanto su sexualidad. Se escogería y traduciría al castellano, para el caso de Oscar Wilde, uno de los capítulos del libro de Robert Merle, El destino del homosexual. Calvert Casey se ocupó, en su Nota sobre pornografía, texto excelente, de las obras de Henry Miller y de Jean Genet. Si es cierto que Piñera no quiso ser confinado ni confinarse voluntariamente en el gueto de la literatura homosexual, y ver las cosas desde su homosexualidad no era lo único que le interesaba como escritura, las pocas veces que se ocupó del tema realizó contribuciones de primera magnitud. Entre ellas se encuentra el ensayo “Ballagas en persona” (1955), publicado igualmente en la revista Ciclón, que estremeció a la simuladora ciudad letrada nacional. Piñera no escribe sobre algún artista extranjero, según ocurría con los trabajos anteriormente publicados en la revista; no se trata de un escritor extranjero, sino de un poeta cubano, y que acaba de morir, se trata de Emilio Ballagas. Va a escribir acerca de su obra poética, desde un punto de vista insólito entre nosotros, y desde ese punto de vista ha de referirse a uno de los grandes temas tabú de nuestra vida hasta el presente, no sólo literaria y artística, del que todos ha112

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blábamos pero nadie escribía. Uno de los graves problemas de la sexualidad del cubano, un asunto escondido que pone a nuestras familias en estado de agitación y delirio: el homosexualismo nacional. Estaba dispuesto a correr ese riesgo. De él hablamos varias noches en el bar Lucero. Una de ellas me dijo que buscaba una palabra que definiera la actitud de cierta gente. Yo le dije “gazmoño”, porque me vino de repente a la boca, y él dijo “¡esa misma!”, y así apareció escrita en su ensayo. No sólo correrá Piñera ese riesgo, también Rodríguez Feo, incluso el equipo de colaboradores de la revista. Creo que pese a las preocupaciones –ya había el precedente de lo ocurrido con los textos del marqués de Sade–, nadie retrocedió. El ensayo no surgió como trabajo solitario de opinión literaria; por el contrario, tuvo un acicate social fuerte y evidente. Fue sin duda una respuesta. Un año después de la muerte de Emilio Ballagas, acaecida en 1954, apareció una edición de su obra poética con prólogo de Cintio Vitier. La lectura de este prólogo, ejemplo brillante de nuestra tradición del disimulo y la hipocresía, indignó a Virgilio Piñera, quien había tenido una estrecha amistad con Ballagas, indignación que lo indujo, también a instancias reiteradas de Rodríguez Feo, a responder con la escritura de su ensayo. Texto único en nuestras letras, verdaderamente emblemático. Interpretar la obra de un poeta cubano desde su homosexualidad podrá parecer indemostrable e inverificable a muchos lectores –aunque en este caso parte de confesiones personales y del trato fraternal–, pero resulta una interpretación insólita entre nosotros, un hecho de consecuencias liberadoras. El ensayo se fundamenta en una cuestión: la actitud del poeta ante su sexualidad. Víctima consciente de la tradición judeocristiana que condena la homosexualidad, Ballagas se convirtió en el atormentador de sí mismo. No aceptó su inclinación o su preferencia sexual. Luchó contra ella a brazo partido, sin descanso. Se casó y fue padre de un hijo. Como perseguido por un destino inflexible, huyó de su homosexualidad para caer en ella cada vez que se descuidaba. Entró en la iglesia católica y se hizo creyente practicante y devoto. Buscó la purificación de lo que concebía como un pecado, el “pecado nefando”, según lo califican la sacrosanta iglesia católica y toda la cristiandad homofóbica. Éste es el drama, humano y teológico, que Piñera descubrió en la escritura de Ballagas. A este ensayo fundador podrían sumarse dos textos sin publicar durante 113

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su vida, que aparecieron entre sus papeles póstumos. Se trata de “Tres elegidos”, de 1945, y “Distancias”, sin fecha reconocible. (Dentro de esta tendencia estaría “Discurso a mi cuerpo”.) Realizados a la manera de otros de sus numerosos escritos de igual dimensión, tres o cuatro cuartillas, exposición rápida, desarrollo y conclusión relampagueante, planteamiento inusual, con su habitual dejo humorístico, son de clasificación difícil. Podrían tomarse por artículos o más bien por un conjunto de reflexiones paradójicas. En uno de ellos se debe destacar el sentido que Piñera le da al término “elegir”, de prosapia existencialista, una prueba más de su mente reactiva. Para la filosofía de la existencia, especialmente en Jean-Paul Sartre, la elección implica una exclusiva toma de decisión individual, la existencia humana no puede dejar de elegir constante y cotidianamente, elegir lo que va a ser, lo que será. La elección parece dotar a la existencia de una consistencia singular, hacerla consistir. Por el contrario, el judío, el homosexual y el artista –los elegidos en el texto de Piñera– lo son por los otros, la mayoría los elige. Los tres elegidos estarían dispuestos a formar parte, pero al elegirlos, la mayoría los aparta, execra y persigue. El judío resulta el más elegido, el más interdicto: decenas de miles morirán en los campos de exterminio. Sin duda, cuando se escribe el artículo (1945) ya se conoce públicamente el holocausto, circunstancia histórica que debió marcar al autor. De acuerdo con la intensidad de la elección, el artista ocupa el grado siguiente. Tiene “la infinita desgracia” de presentarse como un individuo particular. Para expresar a los otros, se ve obligado, por su arte, a apartarse de ellos. Esta contradicción, esta tierra de nadie que existe entre los dos, estimula la elección de la mayoría. Será doblemente apartado. El homosexual es el más numeroso, el que más abunda, y tiene un componente que podría servirle, en ciertos casos, de protección: su erotismo. Será en parte bien recibido si manifiesta la zona de su erotismo “entre el sexo desenfrenado y el grotesco más crudo”. Si trabaja en los prostíbulos, si actúa en una pieza bufa y hace reír al público heterosexual y homosexual con su gestualidad afeminada. Piñera concluye con dos observaciones imprevistas. Utiliza la corriente comparación popular del homosexual con el pájaro (“Pájaros de La Habana” los llama García Lorca en su “Oda a Walt Whitman”), para recordar un hecho 114

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habitual: sobre la coraza del rinoceronte suele revolotear un pajarito. Es posible que en ese instante el lector también recuerde una imagen fotográfica que de seguro ha visto a menudo: la del rinoceronte acompañado por el pajarito. Piñera le advierte (nos advierte) que no olvide (olvidemos) tampoco que, con un movimiento brusco de su cabeza homicida, el rinoceronte puede despedazar al pajarito. La observación final, completamente inesperada, reúne a los tres elegidos en una sola persona. Cuando tal absoluto horror ocurre, estamos en presencia de la víctima propiciatoria: el cordero tricéfalo. Como ya dije, “Distancias” carece de fecha. Entre esta prosa reflexiva y “Tres elegidos” existe cierta filiación y una diferencia esencial: “Distancias” está escrita en primera persona o con mayor exactitud: el autor parece hablar desde sí mismo, involucrarse de continúo. Tras mencionar las distancias geográficas que han sido salvadas, vencidas por el ingenio humano –no oculta que sonríe al mencionar esta hazaña–, entra de inmediato en la distancia que le resulta fundamental, la que parece en verdad preocuparle, la distancia entre las personas, en este caso, entre un hombre y otro hombre, pues se trata de uno de sus escritos confesionales. Es decir, entre el cuerpo de un hombre y el cuerpo de otro hombre. Están frente a frente. Para salvar la distancia, para conocerla al menos, una típica solución piñeriana ocurre: saca del bolsillo una cinta métrica y mide el espacio que los separa. Ya sabe: diez centímetros exactos. De tender su mano podría tocarle la cara, pasar los dedos por sus labios. “Si él quisiera –dice de pronto–, podría caer en mis brazos.” Esta condicional, este “si” dubitativo, manifiesta su impotencia para la conquista. Quiere, pero el otro puede no querer, y al no querer, aumentaría la distancia entre ambos. En realidad esa corta distancia resulta “infranqueable”. Ha tomado por diez centímetros, según la cinta métrica, una distancia que supera, dentro del mundo de las mediciones, toda posibilidad de medir. He aquí el conflic115

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to, lo infranqueable, lo que llama “el abismo”: una suerte de opacidad, algo que no se ofrece del todo, y resiste a la atracción entre ellos. Pese a la posibilidad de tocarlo, de frotarse con él, aunque se hallen formados de lo mismo, algo singular se encuentra en el cuerpo humano que resiste al conocimiento que otorga intercambiar abrazos, besos, sexo. Antes ha mencionado el alma, “la infinita superioridad del alma sobre el cuerpo”, con cierta ironía frustrada habla de “la majestuosa catedral de la mente”, y de “sus naves tristemente desiertas”. Aunque resulte dudosa la relación entre los cuerpos, resuelve colocarse de su lado. “No espera que el otro lo comprenda, sino que lo sienta.” He aquí el conflicto de las distancias. Le bastan tres páginas para al menos plantearlo y darle una solución que, como en el texto anterior, es completamente inesperada e imaginaria, incluso de sesgo humorístico. Entra en un vasto salón donde hay cientos de hombres reunidos. Supone que discuten sobre los salarios, sobre el precio del pan. No es así. Entonces, ¿sobre qué discuten? ¿De qué hablan? De “la enrevesada psiquis del hombre”. Se trata de una reunión de esos seres “presuntuosos” llamados psicoanalistas. A medida que la discusión se desarrolla, las distancias aumentan hasta volverse insalvables. Ante la confusión creciente, pide con urgencia la palabra, se levanta y propone que “callen las bocas y hablen los puños”. Tuvieron un admirable match de boxeo. “El público aplaudió a rabiar.” Después de estos dos pequeños textos, es natural preguntarse por la relación que Virgilio Piñera tenía con su cuerpo. En otro texto corto ya mencionado, “Discurso a mi cuerpo”, algo de tal relación, hasta cierto punto indescifrable –como la que cualquier hombre o mujer mantiene con el suyo–, es puesta en evidencia, una curiosa dicotomía, en que alguien dialoga con su cuerpo, como si en verdad se tratara de dos personas diferentes, lo que contradice en parte cuanto se plantea en “Distancias”, donde no importa tal conversación. Este texto, cuyas semejanzas con los anteriores son manifiestas, tampoco aparece fechado. Pero esta vez la dedicatoria a José Lezama Lima nos ofrece un indicio. Sin duda fue escrito en la década del sesenta, cuando la amistad entre ambos se reanudó, después de que Lezama publicara su novela Paradiso. Eso ocurrió en 1966. Virgilio Piñera, cuya pasión por la escritura literaria era inmensa y decisiva, después de la admiración intensa que le causara la lectura de la novela, pasó por alto viejas rencillas, el silencio y la incomunicación 116

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que por años había existido entre los dos, y lo llamó por teléfono. No es difícil imaginar el estupor de Lezama cuando oyó del otro lado de la línea la voz de Virgilio Piñera que le decía, más o menos estas palabras: quien ha escrito una obra tan extraordinaria no puede ser mi enemigo. Lezama le respondió de inmediato, venga a verme, y la antigua amistad, por tiempo soterrada, reapareció. Durante una de esas tardes del jueves en que comenzó a visitarlo, en que tomaban té y mantenían largas conversaciones hasta entrada la noche, es probable que le diera a conocer “Discurso a mi cuerpo”, y le dejara el original con la dedicatoria como muestra de reconciliación e intimidad al leerle un texto confesional, lo que después harían numerosas veces entre sí. Estuvo en la década del sesenta, y tal vez un poco antes, inmerso, según evidencia el “Discurso a mi cuerpo” y algunos cuentos como “La cara” (1956), en el misterio, el valor y la presencia de su cuerpo. Tal absorción quizá lo llevara a preocuparse al mismo tiempo por el de los demás. O más exactamente, el cuerpo de los otros generó la preocupación por el suyo. El cuento “Las partes”, un tanto anterior a estos años, resulta primordial en este doble proceso de acercamiento. El enigma y quizá la belleza del cuerpo ajeno supuestamente desnudo debajo de una gran capa, que pasa ante la mirada del narrador por el pasillo de un hotel, provocan la aparición del peculiar reverso piñeriano: la mirada, atraída por la presencia del cuerpo que pasa, se vuelve sobre su propio cuerpo. Porque el centro de su meditación, incluso de su angustia, no es el alma, sino el cuerpo, al que suele, en estos años, llamar “la carne”. Indudable, no estaba de acuerdo con su cuerpo. Desacuerdo singular y a ratos dramático, que en su “Discurso a mi cuerpo” es llamado “divorcio”. Curioso divorcio entre quienes nunca estuvieron casados. Tal divorcio no implica, por supuesto, un matrimonio previo. Más bien implica reclamo, petición melancólica. Encuentro en su “Discurso…” una confesión inquietante. Aquella en que se siente como abandonado por su cuerpo. ¿Cuándo ocurre ese abandono? ¿Qué momento es ése? Aquél, el de “las tribulaciones amorosas”. Cuando más “indefenso y débil me sentía, te ingeniabas para irte de paseo a la montaña carnal donde se rompe la unidad de la vida”. Enigmáticas palabras. Error en la transcripción del original o esa “mon117

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taña carnal” se refiere a algo que no ha sido dicho. El cuerpo por propia decisión, tal vez consecuencia de sus deseos incontrolados, se las ingenia para irse de paseo a esa “montaña carnal”. Lo deja solo, sin defensa, el cuerpo se ha retirado y se entrega a sus propios deseos, los deseos de la carne, se pasea por ellos, y su acción libre “rompe la unidad de la vida”. La unidad no es otra que la del cuerpo con el alma. Unidad que es la anulación de las “distancias”. Ambos sin embargo, Piñera y su cuerpo libérrimo, han practicado “un boquete aislador, que impide toda comunicación humana”. Aislamiento, boquete, en el que los dos se hallan comprometidos, y que pudiera ser consecuencia del juicio de Piñera sobre su propio cuerpo. Desacuerdo, divorcio, aislamiento parten de esta apreciación. Se consideraba, principalmente hacia los años de su madurez, de boca sin atractivo, demasiado flaco, grandes orejas, mentón hundido y frente protuberante. Había comenzado a perder el cabello y tenía los dientes manchados por el cigarro. Cuanto estimaba admirable eran los ojos, grandes y claros, las manos que movía con cierto encanto, los pies de los que hacía gala. Si considerar su cuerpo escaso de atractivos, un tanto mal hecho, llevar una relación desacordada, constituye una incógnita y una desdicha para cualquier humano, resultan más agudas en un homosexual. En gran medida el homosexual padece el mito de la belleza corporal, vive en perenne conquista del cuerpo, tanto del suyo como del ajeno, batalla silenciosa que suele terminar en verdaderas tragedias íntimas. Para esa batalla imprescindible se hallaba en desventaja, encontrándose en una paradójica situación sin salida: tener un cuerpo y hallarse inconforme con él. Dada su mentalidad de artista reactivo, tal situación encontró una salida en el espacio de la escritura, transformada en mutilaciones, antropofagias, sustituciones imaginarias, empleo de dobles… En La carne de René (1952) es menos violento el reverso, especie de compensación: el cuerpo de René ejercerá sobre otros personajes una irresistible seducción. “¿Cómo escudarme?”, se pregunta el protagonista de la íntima confesión que es su relato “El enemigo”. El escudo sin duda ha de ser la literatura. Escribir lo que vivimos, me decía con frecuencia, y también lo que no vivimos. Lo que tenemos tanto como lo que no tenemos. Lo que no pudo ser, sea en la creación. En este sentido servirse de la literatura como de un escudo. 118

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Dotar a René de una piel y un cuerpo irresistibles podría interpretarse como un sueño defensivo: la contrapartida del feo cuerpo de su autor. El menosprecio que sentía René por la carne humana, la dilatada expansión del desdén que sentía Piñera por la suya. Lucha del deseo con la realidad. Quizás el exceso de menosprecio le jugó al autor una mala pasada: su personaje de ficción avanza a regañadientes y dando tumbos en su experiencia carnal. En su escritura no vamos del alma al cuerpo, viaje tradicional de las creencias occidentales, vamos del cuerpo al alma, un alma hipotética. Aunque su mundo es un mundo sin Dios, se combate en su escritura contra nuestras supervivencias teológicas, y casi propone, en una inversión herética, el cuerpo creador del alma. Única realidad posible, esplendorosa, perecedera, enfermiza, efímera. El camino de toda carne es la carne misma, su experiencia, exploración, aventura y aceptación final. Proyecto que, hasta cierta medida, él no pudo alcanzar en la relación con su cuerpo. ¿Qué sucede con Clamor en el penal? Destino paradójico el de esta obra, curioso al menos. Pieza menor sin duda, que nada significa dentro de la dramaturgia de Piñera, pieza “sin ton ni son”, como él mismo la calificara, resulta importante para su biografía, importante, incluso decisiva: por primera y única vez hablará de homosexualidad en su teatro, y Clamor es el resultado, por supuesto imperfecto, de una urgencia interior que lo llevó a manifestar su condición de dramaturgo. Si el lector recuerda aquel paseo nocturno por Guanabacoa, la conversación que tuvimos en el banco del parquecito frente a la iglesia de Santo Domingo, en la que pronunció una afirmación concluyente sobre su desinterés en la escritura de la homosexualidad, tendrá que reconocer el lector que algunas veces, contadas veces, se contradijo, sintiéndose provocado. Cuando escribió por primera vez sobre el tema, tenía 25 años. Fue en 1937. Algunos investigadores han fechado Clamor en el penal, pieza en cinco cuadros cortos, como escrita en 1938. Según el resultado de mis pesquisas, simples por cierto, la compuso un año antes. Hasta ese instante había escrito solamente poemas, algunos publicados en revistas y periódicos de su ciudad. El dramaturgo que todos conocemos no existía aún. En el mes de diciembre, durante las representaciones del grupo teatral habanero La Cueva, invitado a Camagüey por el propio Piñera, su relación con la gente de teatro –director y 119

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actores–, su asistencia a los ensayos, ver montar la escenografía y las luces, acudir a las dos representaciones de la compañía en el Principal, conocer “el teatro por dentro”, y no solo esto, “el hecho estimulador de ponerme por delante el teatro incitándome a escribirlo”, estos pequeños acontecimientos lo llevaron a descubrir, tras esta incitación, que poseía la facultad de escribir para la escena, que sabía dialogar, organizar una situación, hacer hablar a otros, pensar en los otros, más allá de la soledad de la poesía lírica. Cuatro años después, sin que muy poco en Clamor lo anunciara, escribiría una de sus piezas maestras, Electra Garrigó (1941), y dejaría con ella fundado el teatro moderno en Cuba. Después vendrían narraciones, el cuento y la novela, y aunque continuará escribiendo poesía, lo que hará hasta el final de su vida, su relación con los otros se intensificará. Conocerá, tras su descubrimiento, que podía escribir cuanto quisiera, expresarse en cualquier género. En el estudio sobre Evaristo Carriego, Jorge Luis Borges ha narrado una ocasión semejante, esta vez imaginada por él como la manera de intuir, adivinar, aquel momento secreto en el que Carriego descubrió quién era realmente, qué realmente tenía que hacer. “Yo he sospechado alguna vez –dice Borges– que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.” Quizá no sea un momento, más bien una suma de momentos, extrañamente imprecisables, que configuran la revelación personal. En cuanto a la homosexualidad, como si el autor estuviera urgido, se plantea desde el primer cuadro, el mejor de la obra. Pero no va más allá de un breve instante y casi de inmediato desaparece y, como si se tratara de una obra compuesta por escenas aisladas, no vuelve a escenificarse durante los cuatro restantes. Sin embargo para el joven Piñera, joven y residente en una provincia, rodeado por un ambiente homofóbico, oposición que se repetía en los varones de su propia familia, ese corto instante debió significar un gesto de valentía, un ejercicio de libertad personal. En la historia del teatro cubano resultaría un hecho inédito, inusual, ningún dramaturgo, exceptuando los autores del género bufo que usaban al homosexual para hacer reír al público, se había atrevido con el tema ni se atreverá en los años por venir. Cuando comenzó a escribir sus grandes piezas teatrales, olvidó esta primera obra, nunca habló de ella a sus amigos. No la incluyó en la edición 120

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de su teatro completo. Solo llegó a publicarse el cuadro primero en el magacine quincenal Baraguá de 1937, cuando Piñera ya residía en La Habana y estudiaba en su Universidad. Indudable, la obra, desde el punto de vista literario y teatral, merecía tal indiferencia. Sin embargo, la nota de presentación de Clamor, redactada por el director del magacine, es una especie de presentimiento: Virgilio Piñera ha de convertirse con el tiempo en un gran dramaturgo. Se trata de “una vigorosa promesa”, con una “indiscutible capacidad”. Parecen los editores del magacine jugarse una carta, pedirle prestado al futuro, leer el porvenir por anticipado. La nota de presentación es un acto de fe, basado en el “joven estudiante camagüeyano” más que en la propia obra que presentaban. En cuanto al valor del futuro dramaturgo no se equivocaron al apostar. Al referirse a “lo atrevido del asunto”, la nota menciona al autor Carlos Montenegro. Su novela Hombres sin mujer, sobre la homosexualidad en la cárcel y los horrores del régimen carcelario cubano, acababa de editarse en México, y algunos ejemplares circulaban en La Habana, con escándalo y éxito. ¿Es posible que esta obra excepcional de la literatura cubana influyera en Clamor, escrita casi dos años antes? Quizá mediante el capítulo “La fiesta del guanajo”, que la revista Mediodía publicara en 1936, y que produjo un conjunto de comentarios escandalosos que llevaron a la clausura de la publicación por orden judicial. Señalo otro influjo posible: la relación con el Oscar Wilde de La balada de la cárcel de Reading y principalmente de las dos cartas que enviara a un periódico londinense en las que denuncia los horrores del sistema penitenciario inglés y propone reformas, lo mismo que haría Piñera con el sistema carcelario cubano. Después de su muerte apareció entre su papelería el texto completo de la pieza y fue recogido en la revista Albur, durante un tiempo órgano de la escuela de dramaturgia del Instituto Superior de Arte. Dos cosas antes de finalizar. La primera, la composición de la pareja de los dos penados de aspecto físico contradictorio, de cuerpos en apariencia diferentes, que aparece en ese instante tan breve del primer cuadro, instante que termina en sí mismo, conflicto y personajes que no han de reaparecer, pareja formada por “el tipo clásico del penado homosexual pasivo, de aspecto afeminado y procaz, como 121

antón arrufat

de cínico ofrecimiento” y por su contrario, por su opuesto, “viril, sereno, fuerte, rebelde, alto y musculoso, como hombre de trabajo rudo”. Piñera usa los términos y los adjetivos habituales en su época: escribe homosexual “pasivo” y lo contrapone al activo, aunque no llegue a escribir este término. Sin duda él también fue víctima, en el momento de escribir su obra, de las clasificaciones habituales. Lo que no ocurrirá en textos posteriores, La vida tal cual, el poema “La gran puta”, “Ballagas en persona” y el relato “Fíchenlo, si pueden”. La segunda. Este opuesto, el penado viril, es el personaje logrado de Clamor, el que permanece en la memoria del lector por la sinceridad inesperada de su confesión. Cuando el tiránico director del penal le pregunta: “¿no le resulta vergonzoso haber puesto los ojos en otro hombre?” El penado viril a su vez le responde con una pregunta desafiante: “¿por qué? Es lo mismo que comer o dormir; me volvería loco si no lo hiciera. Además, siento que no he manchado nada”. Tal declaración lo lleva a un descubrimiento personal, que es también una respuesta al director del penal: “Sí, estoy casado, pero ya hace rato que se me olvidó. Soy un bruto, pero siento que ya no soy el mismo de antes.” Ese instante fugaz del primer cuadro nos deja un personaje, el del presidiario que busca una salida para “la fuerza que le corre en la sangre”. El deseo sexual insatisfecho ha abolido todos los tabús sociales, dejando el cuerpo del hombre ante el cuerpo de otro hombre. Ante las páginas donde figura la homosexualidad de una manera expresa, sin necesarias lecturas ni interpretaciones de trasnochado freudismo o investigador policial, pocas sin duda, resulta evidente que su elección y rechazo confesados aquella noche en el parquecito de Guanabacoa no fueron absolutos, felizmente me gustaría añadir. Tal decisión, de haberlo sido, lo excluiría voluntariamente de una zona decisiva de su propia existencia personal y de una parte, fuerte e importante en su caso, de su sensibilidad e interpretación de las cosas. Aparte de su voluntaria exclusión, de su deseo de no ser encerrado en un gueto, sin duda debieron influir en sus intervalos de silencio la homofobia en que vivió durante años y la prohibición expresa, en diversas ocasiones de la sociedad cubana actual, de que se publicara algo escrito por cubanos acerca de la homosexualidad. No obstante ambas cuestiones, como se comprueba en los textos que llegó a escribir, mucho tenía que decir sobre su múltiple y rica experiencia como escritor homosexual. 122

Incontenible J avier C aravantes Play. Párpados apretados, mandíbula trabada. El espanto en su rostro contrasta con las sábanas blancas: la pesadilla la obliga a empujar el cuerpo hacia atrás, como si quisiera hundir su espalda en el colchón, esconderse entre los resortes y alambres. Se cubre el rostro con los antebrazos. Grita. Despierta. Poco a poco se sienta; parece a punto de decir algo. Pausa. Andrés ha estirado rápido la mano derecha y oprime la tecla. Concentra su mirada en la pantalla, en los labios de Luisa: ojalá rompieran el rígido gesto para que comenzaran a decir las respuestas que está buscando. Las necesita para terminar su documental. Lo intenta desde hace varias semanas sin lograr ningún avance, no puede: el final se le escapa; aunque sale a dar largas caminatas buscándolo y ha logrado atravesar la ciudad no lo encuentra; es capaz de esperar sentado por largos días frente al monitor donde edita sin que llegue; piensa en él al intentar dormir pero tampoco los sueños ofrecen pistas. Su fracaso es evidente: selecciona las carpetas donde guarda su material y roza varias veces la tecla con la que podría eliminarlas. –Si es imposible terminar la historia es porque desde el principio estuvo mal planteada –se repite, mientras con la mirada examina varios dibujos de lo que planeaba fueran las escenas finales, están colgados en un corcho encima del monitor donde edita. –¿Con qué los remplazo? –puede gritar la pregunta o convertirla en un murmullo que lo acompañe durante el día, de cualquier manera no sabrá cómo responder. 123

javier caravantes

Andrés vuelve al monitor, a Luisa, a su novia, al personaje principal en el inicio del documental. Play. Sigue viendo el trabajo de edición que lleva, escena tras escena sin que se le ocurra una manera de acabarlo. La imagen se congela en el minuto cuarenta y dos, hasta ahí llega su historia. Stop. Se levanta de la silla, busca su mochila y va a la calle. Camina dos cuadras hasta una esquina, espera al microbús. Se le acerca un perro, da vueltas en círculo a su alrededor, parece perdido. Andrés lo acaricia, tiene una placa, se llama Akiro, busca pero no está escrito ningún número telefónico. El microbús se acerca y frena. El animal le lame la mano antes de que Andrés se separa de él y rápido suba. Desde la ventana mira a Akiro, el perro también lo observa. Está a punto de pedirle al chofer que frene, bajar. No se atreve. El camión arranca. Andrés encuentra asiento en los primeros lugares, se coloca los audífonos, sube por completo el volumen. Apoya el mentón en el pecho, detiene la frente con las palmas de las manos, cierra los párpados. Intenta hacer que su mente se concentre sólo en los sonidos, los vaya siguiendo. En el silencio de entre la primera y la segunda canción se le aparece el rostro de Pablo: la imagen de su hermano está sentado en la banca de un parque, se ve pálido. Andrés abre los ojos, busca a su alrededor pero no lo encuentra. Soporta con paciencia las veintisiete cuadras más que tarda el camión en llegar. Desde que entra a la escuela adopta una postura de soldado vencido. Luego de una breve espera Francisco lo hace pasar a su cubículo, desocupa para él una silla en la que descansaban fólderes y libros. Apenas Andrés acomoda la espalda en el respaldo su tutor le pregunta: –¿Y el documental? 124

incontenible

–No puedo, discúlpame –responde viendo la única ventana que hay en la oficina. –Ese asunto no es conmigo, la convocatoria del concurso fue clara. Ayer se cumplió el último día. La universidad te exige terminarlo –Francisco mueve el brazo izquierdo de arriba a abajo en el espacio donde concentra la mirada su alumno. Agita la mano hasta que logra atraer su atención. Andrés, sin mirarlo a los ojos, le responde: –Es siniestro. –Sólo es una historia –Francisco toma una hoja y con un lapicero comienza a escribir algunas palabras mientras habla: –Luisa puede conservar esperanzas pero siempre estará acechada por el miedo a morir. El fracaso de la obra de Montserrat remata la idea de que la exploración artística de la muerte pocas veces revela hallazgos. Muéstralas encerradas en sus habitaciones, retrata su desesperanza. Yo hablo con el director. Lo tienes que traer mañana. No se despide, Andrés se levanta y sale lo más aprisa que puede. En la calle siente calambres, las piernas le pesan. Debe sentarse en la banca de un paradero del microbús para no caer. Un olor a quemado lo espera detrás de la puerta. Busca el origen, recorre la sala, el pasillo, le grita a Montserrat sin que ella conteste. Sale al traspatio y descubre el estudio abierto. De ahí sale humo: junto al escritorio hay una cubeta de metal, en su interior se sigue deshaciendo su cámara. Andrés intenta salvar la memoria pero el calor no lo permite, se quema las yemas de los dedos. Consigue una franela, la humedece y, aunque logra sacar la cámara, está calcinada, deforme. El guión que reposaba en el escritorio ha desaparecido. Descubre que en la misma cubeta se termina de convertir en cenizas, al fondo ve arder las palabras sin que pueda hacer nada para detenerlo. Intuye más daños, su mirada recorre las paredes. Los encuentra de inmediato. En el corcho, en lugar del storyboard hay una hoja que dice con letras enormes: “¿Sentiste algo, eres capaz? Miserable.” Reconoce la caligrafía: Luisa. Intenta encender la computadora pero no halla el CPU, revisa por completo la habitación sin encontrarlo. Las memorias digitales deberían estar en las repisas, no aparecen. Un disco externo es lo único que podría 125

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salvarlo; yendo de un lado al otro sus pies lo patean, aunque tiene varias abolladuras es posible que el material de grabación, su único respaldo, esté intacto. En una notebook lo prueba, le cuesta trabajo conectarlo, tiene que sujetar la muñeca con la otra mano para detener el temblor que lo ataca. Va sintiendo alivio porque una ventana se despliega, avisa que la información se carga, tarda algunos minutos. Cualquier expresión de esperanza formada en el rostro de Andrés desaparece. El disco está vacío. Se ha quedado sin la edición que llevaba meses armando, sin documental. Camina hacia una esquina del estudio, acerca la nariz hasta rozar las dos paredes que hacen escuadra. Imagina cómo tendría que estirar el cuello hacia atrás, impulsarse y regresar la cabeza con la fuerza necesaria para estrellarla en el concreto. Murmura: –Ficción y realidad. Echa atrás la nuca y embiste la pared con la frente. Se derriba. Por una rendija de la puerta distingue cómo la tarde va cayendo, el patio está oscuro. Quisiera que las paredes del estudio se le derrumbaran encima. Duele, es como si le hubieran atravesado con puntillas la frente y siguiera teniendo las armas incrustadas en la cabeza, un par de cuernos: Andrés toca las heridas, el roce de los dedos le arde. Los dos hematomas que han nacido en cada costado por lo menos duplican el tamaño anterior de su frente. Intenta ponerse de pie, el cuello está entumido, calambres atacan sus brazos. El dolor en la frente regresa, aturde. Se sujeta del escritorio para no caer; siente que las heridas van creciendo, empujan al cerebro, se adueñan de su cabeza. Ve de nuevo las palabras de Luisa sujetas en el corcho y las repite en voz alta: –¿Sentiste algo, eres capaz? Miserable. Camina a la cocina, busca hielos en el refrigerador. Arrastra los pies hasta la habitación y se deja caer sobre la cama. El celular suena, el timbre simula el ring de un teléfono antiguo, el volumen aumenta con la velocidad de un feroz ruego. Andrés lo toma, programa que vibre y lo deja sobre el buró: se mueve, una mosca herida que no puede emprender el vuelo y apenas da saltitos, así el aparato va desplazándose sobre la madera. Se acerca a la orilla, sigue hasta derrumbarse. Tirado en el piso el nombre de Luisa parpadea en la pantalla, es un mensaje de texto: “Te detesto, eres lo que más odio. Te odio, odio, odio, odio.” 126

incontenible

A los diez minutos llega: “No eres un documentalista, no te lo creas, antes de destruirlo lo vi. Pésimo. Mediocre. Te hice un favor.” Quince minutos después: “¡Contesta!, no te escondas, cobarde.” Pasa veinte minutos, el último: “Regresa de donde viniste. Jódete.” Andrés apaga el teléfono y con los dientes ataca las uñas de la mano izquierda. Muerde, escupe. Un documental de alguien que perdió su primer documental, piensa: una historia que se frustra muere, pero al hacerlo le da vida a otra. Se levanta por un café. Siente más frío del habitual, apenas sale de las cobijas busca un suéter con que taparse. En la bolsa interior de su mochila encuentra un lápiz y una hoja. Atraviesa el pasillo, llega a la cocina. Prepara la cafetera, la enciende. Piensa en una palabra, escribe: “pérdida”. Su trazo comienza suave pero en la primera “d” aprieta con fuerza la madera. Vuelve a recordar secuencias de su documental, los rostros de las protagonistas: la voluntad y la punta del lápiz se quiebran, tira la hoja a la basura. Lava una taza mientras el café comienza a oler, destapa sus fosas nasales. Ve cómo la jarra se llena hasta que caen las últimas gotas. Se dispone a servir cuando afuera alguien le pega a la puerta de la entrada como queriendo reventarla. Camina a la sala, se asoma con sigilo entre las cortinas. Es Luisa: cada golpe, cada patada que da retumba en la cabeza, en el cuerpo de Andrés. Montserrat sale de su recámara pero él le pide que se encierre y que ignore el ruido. Los golpes cesan pero persiste un molesto rechinido. Luisa pasa dos horas escribiendo una vez y otra y otra, tinta azul sobre tinta azul, trazo sobre trazo, tapiza la lámina amarilla, es la incansable repetición de una palabra. “Cobarde”. Andrés se encierra en su recámara. –Ya no quiero que estés aquí, no me pagues el mes pero recoge tus cosas. En dos horas llega la mudanza –le grita Montserrat desde el pasillo. Andrés abre la puerta, intenta alcanzarla, tomarla del hombro. Ella le da la espalda y camina hasta su habitación, se encierra. Andrés toca, le pregunta: –¿Qué hice? Detrás de la puerta Montserrat le grita: –Me pagaste por hospedaje no por mi historia. Cobarde y ratero –la primera palabra la entona buscando hacer eco con la puerta rayada por Luisa. Andrés da unos pasos de regreso a su habitación, luego se queda en la 127

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mitad del pasillo, como parado entre los dos rencores. Tarda cuatro minutos en cambiarse la pijama por unos pantalones, una playera. Recoge las llaves y sale de la casa. A pesar de la lluvia encuentra un taxi. Corre desde la calle hasta el cubículo, toca. Francisco le grita que pase, al verlo la expresión severa del tutor cambia, apresurado se levanta de la silla y camina hasta ponerle la mano en el hombro. –¿Estás bien? –le pregunta. Andrés no responde. –¿Qué pasó? Siéntate. Aunque intenta pronunciar con eficiencia, Andrés tiene que repetir varias veces la siguiente oración para que su tutor lo comprenda: –Mi novia se dio cuenta de que estaba haciendo el documental con la historia de su enfermedad y lo destruyó. Mi roomie también supo que ocupaba el montaje de su obra. Me acaba de correr. –Excusas. Desde el principio te pedimos una cesión de derechos y la entregaste. Debes enviar algo si no vas a tener problemas muy graves con la escuela. Me enseñaste ejercicios interesantes, alguno de esos podría servirte, escribe un reporte. Mándamelo, yo hablo con los demás profesores –Francisco saca un fólder, le pide firmar unos documentos. A Andrés le cuesta trabajo sujetar el lapicero, se le cae dos veces. No agradece, la mandíbula se le ha paralizado. Sale de la oficina y camina sin darse cuenta por dónde va hasta que una afanadora le señala la salida. Ha olvidado qué camión tomar. Apenas junta las monedas suficientes para que un taxi lo regrese. Entra y llega hasta al estudio. Busca entre los archivos de su laptop un documental que intentó mientras cursaba el cuarto semestre de la licenciatura en Comunicación, en su antigua ciudad. Es la historia de una vieja revista de literatura que intenta sobrevivir en un mercado donde la distribución se ha vuelta imposible para publicaciones de corto tiraje. Carga los archivos y envía el correo electrónico a Francisco, piensa que es el último “enter”. No le queda más por decidir, sólo tiene una opción, regresar a la casa de su madre. Empacar es fácil, deja al último lo difícil, faltan apenas quince minutos para que llegue el camión cuando lo decide. Toma el teléfono, sale a la calle. Ca128

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mina dos cuadras hasta un parque. Un tipo encargado de la limpieza barre una cancha de basquetbol, hay aparatos para hacer ejercicio, son nuevos, su brillo corresponde más al de un adorno. No abunda el pasto, la mayor parte del terreno está cubierta por granilla roja, sólo han crecido seis árboles. Andrés escoge una banca que está en la esquina norte, da de espaldas a una iglesia. Saca del bolsillo el teléfono, quita el bloqueo de pantalla. En sus contactos señala el nombre de “Luisa”. Va a oprimir el botón, al sentir la superficie acolchada de la tecla se detiene. Respira lento. Enjuaga la lengua con saliva. Seca el sudor de la frente. Marca. De inmediato ella le contesta: –No lo lograste, nunca vas poder terminar. Cobarde, das lástima. La furia con que Luisa impulsa sus palabras hace que Andrés aleje el aparato de la oreja, su lengua se le entume pero el pulgar derecho no. Cuelga. Se levanta de la banca, cuenta los pasos de regreso a casa. A los cincuenta y tres llueve, no corre. Busca despedirse de Montserrat. Ella sin abrir la puerta de la habitación le grita que deje la llave en la barra de la cocina. La camioneta de la mudanza arranca, el conductor le chifla. Andrés trata de quitar el aro metálico del llavero aunque está demasiado duro, apenas logra desprenderlo utilizando la fuerza de sus dientes y de la mano pero la punta del alambre le hiere el labio superior. Brota sangre. Deja la llave en la barra y corre hasta la puerta. Antes de irse vuelve la mirada, distingue dos pequeñas gotas rojas en el suelo.

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Dos poemas A dalber S alas H ernández il miglior fabbro

Es cosa rara, la sombra. Pertenece al cuerpo, brota de él, pero no está hecha de la misma materia sorda, sino de su distancia, su falta: es el cuerpo a contracorriente. Aparece sin aviso, cuando la luz nos golpea y derriba algo en nosotros, algo que no hace ruido al caer, que permanece en el suelo, humillado. Por eso prefiero salir de noche, cuando el sol no cuelga sobre la cabeza como un hacha o un grito al que alguien ha sacado filo, con esa claridad que lo vuelve transparente a uno y descubre todos los andamios mal juntados bajo la piel, la enramada desquiciada de las venas. Cuando puedo pagarlo, me gusta ir a uno que otro bar. El Pullman, por ejemplo, allá en la Solano, sobre todo los martes de música retro. Me 130

siento en la barra, pido una de tercio y me la tomo poco a poco, rindiéndola. Casi nunca paso de tres. Antes íbamos al ZZ o La Fragata y bebíamos whisky, cuando al salir después de las siete a uno no le mordía la espalda ese sudor frío, ese sudor perro. Los amigos se murieron o se fueron del país, son los garabatos de la memoria, las astillas que dejo por donde paso; ahora pido cerveza y bebo solo, porque en esta vaina basta pedir etiqueta negra para recibir vat69. Llego y busco un espacio donde los bombillos no puedan ejercer su estupidez y donde sea fácil espiar a las parejas. No atraigo la atención de nadie, quién va a querer escuchar mi voz arrugada mientras cuento las nimiedades del día, cómo cada vez escribo menos porque las letras saltan de la página como pulgas y se esconden –después paso todo el día rascándome las picadas, mira. Quién va a querer, ¿ah? Ya no tengo ganas de robarle el sueño a las palabras. Así que me siento en el Pullman y me dedico a amasar el aire. Pero esta noche alguien se me acercó. Un chamo delgado, moreno, no más de treinta años. Me tocó el hombro y sonrió, esperando que le invitara algo. Daniel Arnaldo, estás 131

hecho: le gustaban los tipos mayores, imagino. Conversamos no sé de qué, me está costando recordar las cosas. Estoy seguro de que lo invité a mi apartamento y aceptó. Tengo claro el tacto de sus manos remedándome la piel, su cuerpo bajo el mío, hundiéndose en la cama como un pez que busca fondo. Después, debo haberme dormido sobre nuestra saliva cansada. De esto no tengo duda porque me despertaron unos ruidos. El muchacho estaba registrando el cuarto con prisa. Me senté y lo llamé. No le habré dicho su nombre, porque no lo sabía. Se volteó y vi que tenía un cuchillo que habrá sacado de mi cocina. La luz, la puta luz de la mañana se reflejaba sobre él. Y fue ese brillo que me hundió callado en el estómago. Creo que no reaccioné, ni siquiera puse cara de sorpresa, todavía no tenía el cuerpo de este lado de la vigilia. Me vi la raja, no parecía algo que pudiera pasarle al cuerpo, una boca mal formada, una boca a la que le comieron los labios. Miraba desorientado, esperando que saliera otra cosa, no ese caldo rabioso que yo tenía por dentro, sino algo más, mi sombra, expulsada de su escondite, sin saber dónde meterse. 132

curso intensivo de biopolítica

Reportan los principales periódicos que hoy un grupo de empresarios, en colaboración con la Alcaldía Mayor de Caracas, acaba de fundar una compañía que ofrece, por un módico precio, la posibilidad de hondos recorridos a través de la ciudad. Emigrados nostálgicos y extranjeros curiosos podrán investigar las zonas agrestes de la urbe y entrar en contacto con sus habitantes nativos en una camioneta blindada conducida por un profesional armando. El vehículo estará abastecido con alimentos y bebidas de primera calidad, así como productos de las empresas patrocinantes. Tras firmar una serie de autorizaciones, los exploradores podrán participar de excursiones para buscar el origen del Guaire, nuestro Nilo, y fotografiar la fauna exótica que se apuesta en las terrazas de los edificios u observa desde las ventanas con ojos quietos como charcos de agua tiesa. Varios políticos prominentes, tanto de izquierda como de derecha, han reservado ya sus pasajes. El folleto promete a los expedicionarios, en un tono más bien lírico, que el trayecto les 133

“descubrirá los mecanismos leves, casi tiernos, de la misericordia”. Inmediatamente después aconseja a los participantes que no saquen las manos del vehículo durante el recorrido, ni den de comer a los caraqueños, pues sus cuerpos ya no están adaptados a ciertos productos. También se les pide guardar silencio o hablar en voz baja, pues el aislamiento ha convencido a los habitantes de la ciudad de que su lengua es la única hablada en el mundo –y una cadena de ruidos insólitos podría ahuyentarlos. Además, añade el documento, así podrán escuchar “el susurro que intercambian los venezolanos cuando creen que nadie los observa, un sonido desvencijado, como una moneda vieja que pasaran de mano en mano”. Numerosas celebridades han manifestado frente a las cámaras su interés por conocer estos parajes insólitos, donde el sol es una gota de aceite y, cuando llueve, el agua avara roba la memoria de los pobladores: ese yermo donde los pájaros vuelan sin sombra.

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Trampas (Ejercicio narrativo) J osé B alza 1

La casa de su familia parecía una hacienda, pero no lo era porque en ella nadie criaba ganado o sembraba la tierra. Los padres son maestros en la escuelita más próxima y el niño y sus hermanos, aparte de jugar en los hierbazales, nunca tuvieron contacto directo con sus tierras. El chico de once años, sin embargo, obedecía por las tardes a la fascinación de la vasta sabana. En el medio año del verano buscaba correr, al comienzo con sus hermanos y luego solo, bajo los oscuros chaparros, dentro del gamelote. El verdor y el sonido de las hojas lanceoladas lo seguían, lo rodeaban como si el viento soplara para él. Un zambito de boca gruesa y pronunciada, muy flaco pero fuerte. En casa se decían que estaba muy cerca, jugando, cuando desaparecía por algunas horas. Pero en verdad él recorría los kilómetros, las hondonadas, con furia de placer hasta alcanzar el cercado de un hato. A lo lejos el aire zumba en los cables de la carretera, zonas de paja seca aumentan el silencio y muy pocos pájaros volaban por allí, donde los troncos retorcidos se frotan al arreciar la brisa, con un sonido raro. Esta música lo acompañaba como el preludio para su idilio. Excepto él, nadie había notado cómo una yegua bruna pasta al otro lado de la cerca. Él no osaba traspasar el límite, estaba muy retirada, pero su hijo, un potro claro, gracioso como un garabato había comenzado a obedecer los signos que, con sus brazos y su suave silbido, le dirigía el zambito. Tarde 135

josé balza

tras tarde, después de la escuela, el muchacho venía a cumplir ese rito de diversión y afecto. Movía las manos como aspas, silbaba un poco. Y en el potro temblaban las piernas tiernas, las orejas. Al comienzo se iba, buscando a la madre. Otras tardes se quedaba inmóvil y giraba la cabeza hacia él. El mutuo enamoramiento debió requerir de dos semanas. Después la yegua, seguida por el animalito, se retiraba con elegancia al monte verde de la distancia. Paso a paso, acariciándose entre ellos por momentos, hasta que la sabana inmensa los volvía minúsculos y desaparecían. Hoy el muchacho ha venido preparado: escondió un fuerte y grueso alambre y durante días lo trabajó con calma: fue alisando su extensión cilíndrica, sacándole filos, convirtiendo aquella sierpe metálica en un arma infalible. Lo trae enrollado, porque es liviano y casi invisible. Marcha con rapidez, no quedará ni una huella de su paso entre la alta hierba; hoy tampoco escucha la seca sonoridad del viento, como acostumbraba. Su deseo es simple y perfecto. Cuando llega al borde conocido escucha a la yegua relinchar, lejos, pero el potrillo está, un tanto azogado, a la distancia de su mano, en el lugar de siempre. El muchacho no vacila. Hace los movimientos necesarios y el animal se acerca más. Entonces tiende el mortal hilo metálico y las patas delanteras del potro quedan colocadas. No hay otra posibilidad: tras ellas el alambre cortante, delante de ellas el cercado poderoso del terreno. En un segundo de luminosidad singular, de gusto y eficacia, los brazos fuertes del zambito halan el arma, atrapan los delicados cascos y aprietan al animal contra el cercado. Los tendones, la sangre y el relincho del animal saltan de una vez. Sus patas han sido cortadas y se derrumba sobre la clara hierba. 2

En el país se mezclaron los dialectos indígenas con el lenguaje extranjero, se recibió hombres rubios, negros y asiáticos cuyos rasgos otorgan gracia especial a los habitantes, hay el cultivo de un mixto manojo de religiones y supersticiones. Sus ciudades reúnen antiguos modos de construcción con audaces y modernas edificaciones. Otros dos rasgos también parecen fijos: la necesidad de modificar, cambiar incesantemente y el grandioso tesoro de 136

trampas

montañas, mares, llanuras de su territorio. ¡Ah! No olvidemos que aquí los hombres pueden tener hijos sin aceptar con equilibrio su paternidad, van de una mujer a otra, complacidos. Y que un submundo mineral parece inagotable bajo el suelo; de esa riqueza milenaria viven los seres y sus gobiernos. Los posee de manera obsesiva, inconsciente, la ignorancia, ya convertida en máscara de eficacia, de sabiduría. Así explican una larga guerra de independencia en que, después de miles de muertes, nada fue independiente. Así exhibe la mísera masa humana con orgullo su riqueza material que, en verdad, sólo poseen pocos privilegiados y altos militares y políticos. Aunque hay personas dotadas de inteligencia superior y capacidad de trabajo, siempre desoídas, la gente actúa con energías emotivas, sentimentales, cursis. Les da pereza razonar. Ama ser engañada. En la realidad de ese país volvemos a encontrar al muchacho enamorado del potro. 3

Sólo que ahora no es un chico sino su máximo gobernante. Y como arriba al poder dentro de una feble democracia, considera que el método utilizado para lograrlo –hablar, hablar mucho oponiéndose al sistema allí practicado: un uso insensato de las palabras– garantizará el secreto para dominar. En efecto, sus aliados son la radio, la televisión y el circo público, a los cuales vuelve poderes oficiales. Desde el primer día de mandato no cierra la boca y su voz y su imagen pueblan aquel mundo. En el comienzo todos –pobres y ricos– responden al encantamiento, lo celebran, lo siguen. Cuando pasan dos años muchos descubren que tras las palabras, a veces nobles, otras insultantes, siempre excitantes, no hay sino egoísmo, exacerbado narcisismo. Pero el lenguaje ya se ha convertido en una enfermedad: penetra en el alma de los adeptos, hiere a los que son ajenos a ello, neutraliza a los otros. El gobernante habla durante el día y la noche, o así parece, por el efecto multiplicador de los medios. La premonición de Orwell se vuelve ingenua. Gradualmente los significados van siendo sustituidos o alterados, los vocablos se trasladan, en la mente de los oyentes, hasta ser una sonoridad inesperada. El oído (el cerebro) se vacía de referencias. 137

josé balza

Comienza una nueva historia de protección a los pobres, de exterminar las desigualdades: el idioma político complace mientras en los hechos la depauperación crece. Las palabras mueren al nacer o son falsos señuelos para la percepción. No conducen al pensamiento. Basta con su inseguro sonido, abducen su sentido. Y es imposible reconocer cuánta conciencia hay de ellas en su empleo por la parte gubernamental o en el suelo ignaro que las recibe. Éste se ha vuelto prepersonal. 4

En alguna región sobrevienen desórdenes, intentos de resistencia, porque la miseria había soliviantado a los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilenciales. Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd. Restableció la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Los soldados cortaron después las manos de las mujeres. Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones. Las hijas de los rivales salieron a mendigar por los caminos. 5

El gran zambo decide que hay que eliminar la resistencia a su mandato. Y concibe que las cárceles deben ser el emblema para su poder. Dentro de ellas, sus mejores aliados; afuera, los sospechosos. Como le gusta rodearse de leyes, de expertos en leguyelismos y recursos Constitucionales excluye a los jueces dubitativos; la justicia estará a su favor. Así va, con los poderes públicos a sus pies, acusando y encarcelando a sus oponentes. Son culpados por cualquier motivo. En poco tiempo las cárceles rebosan. Y es entonces cuando establece para sí mismo un paralelismo genial: si en las calles hay jefes de bandas, ladrones especializados, criminales absolutos a quienes él mismo ha hecho incontrolables, éstos también tienen que ser encerrados, castigados, sí, pero armados secretamente. 138

trampas

Las autoridades de los establecimientos son ficticias. Quienes mandan son los elegidos por el zambo. Y ellos controlan las visitas para los presos comunes, para los detenidos políticos, el sistema interno, comidas, drogas, sexo. Pero de manera especial, las riñas. Son éstas la obra máxima del zambo. Aparte de las imprevisibles peleas por mujeres, alcohol o dinero, los prisioneros elegidos dirigen las matanzas: insultos, robos, violaciones, desafíos: no importa con qué excusa el disidente político cae abatido. Cada elegido simboliza al zambo: ejecuta y resuelve en grado absoluto. Si en las calles los asaltos y la muerte navegan solos, en las cárceles poseen una planificación bastante disciplinada. Cada día la sangre cubre los calabozos. Se les limpia para preparar la llegada de las nuevas víctimas. 6 (¿ El diálogo desde la urna ?)

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En los gabinetes y ministerios todos son gordos, como los condecorados militares, que los ocupan. Grandes hoteles, aviones particulares, viajes de turismo político los han vuelto así. Como a él. Tres lustros de poder arrastran al pequeño país hacia el deterioro. De los anteriores, zigzagueantes y escasos gobernantes con capacidad real de hacer una vida decente (hospitales, universidades, empresas) fueron quedando obras y leyes útiles; este hombre nuevo no ha construido ni un parque y, al centrar en él todas las decisiones, eliminó la atención a lo ya existente. Pueblos y ciudades se desmoronan en contraste con los alegres habitantes que disponen del dinero oficial regalado, 139

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vistiéndose de colorines, luciendo sus equipos electrónicos actualísimos (y rápidamente maltratados, desechados, cambiados por otros), yendo a morir –enfermos o ebrios– en el peregrinaje de un servicio médico a otro, que carece de personal y posibilidades para atenderlos o curarlos. En tres ocasiones él y sus ministros convocaron a “elecciones” –algún compadre suyo hacía de oponente– y el triunfo fue, naturalmente, absoluto. Las masas deliraban por él. Superados los 50 años y concluyendo su más reciente periodo de mandato, tuvo una rara ambición: permitir que un verdadero candidato emergiera en su contra, no someter por completo a las autoridades del organismo electoral, flexibilizar una campaña de elecciones populares. De aquel mundo, en el que quizá sólo un treinta por ciento sabe pensar, surgió para su sorpresa un candidato lúcido y práctico. Alguien que ya había gobernado, en la penumbra, una remota región del país. Su fama se extendió como fuego. Era seguido, aclamado por mucha gente e insultado y despreciado por multitudes, los fieles. Se informó sobre aquel insólito suceso y lo que supo fue escueto: el hombre remoto trabajaba, en su territorio las escuelas estaban activas, había pocos bares y licorerías, contaba con buenos médicos y las tierras producían frutos y animales; un pequeño aeropuerto y carreteras movían con seguridad a las personas de un valle a otro, de los ríos a las poblaciones. Se hablaba del proyecto ferroviario. Cuando quiso detener la candidatura, cosa que pudo hacer con un decreto o eliminar con sicarios a su oponente, ya la repercusión internacional del hombre se lo impedía. Debía aceptar el asunto. Elegir una estrategia fulminante. Por primera vez sintió que su gobierno podía ser disminuido. Y esta vez no consultó ni siquiera a sus tíos, abuelos y sobrinos –todos ministros de su gobierno, de confianza total– sino que meditó hondamente, se hundió por noches dentro de sí mismo, buscó con ardor la definición desnuda de lo que él podría haber significado y ser para sus seguidores hasta hoy. En esa significación encontraría la respuesta. Lo que llegó como una simple idea fue abarcando sus sienes, su pecho, sus arterias, su vientre: algo ardía en ellos y él tenía que volverlo materia, realidad, certeza para los otros, para él. Desde luego éste no es un proceso de análisis. En el hombre se activa una intuición fulgurante, instintos sueltos, rasgos primitivos de la mente: todo lo que en la historia del pequeño país ya han puesto en práctica otros gober140

trampas

nantes y que él ignora, porque cree ser único. Nadie nota su concentración nocturna puesto que siempre ha sido capaz de imaginar con doblez. Años de imparable verborrea ocultan cualquier signo de aislamiento mental. Y una noche, mientras suda y lanza irrespirables ventosidades, vislumbra aquello a lo cual debe convocar: el poder que, introducido como imán en la multitud, servirá para amenazar y someter a sus contrarios, esta vez para siempre, porque también ha decidido ser un gobernante eterno. Ese contorno apenas entrevisto exige varias acciones para su vasta concreción pública. Y realiza la primera de ellas en pocos meses: al fin y al cabo es una energía contenida en él y en el pueblo. En sus próximos interminables discursos –ante multitudes traídas de todas partes, proveídas de licor, por radio y televisión obligatorias– incita al desorden, al abuso, a saldar cualquier diferencia entre las personas con navajas, cuchillos, pistolas, choques de autos. En secreto crea una red de motorizados para facilitar y acelerar los hechos. El balance de muertos es un éxito. Sus fieles consideran que derramar sangre es el mejor acto cotidiano. Al mismo tiempo organiza una operación magna: como siempre ha exaltado en sus arengas al Ancestro máximo del país, un soldado muerto quinientos años atrás, decreta abrir su tumba, traer sus cenizas al presente y tocarlas con su frente, para que el guerrero y Dios lo consagren como líder supremo y eterno. En una oscura ceremonia de medianoche, rodeado de sus familiares y ministros (poca diferencia), el hombre cumple el ritual. Estos actos son paralelos a su actitud generosa. El azar y la globalización han hecho que la explotación minera del país alcance ganancias extraordinarias. Magnánimo, reparte dinero a todos los humildes; un despilfarro multitudinario invade fiestas, compras de motos, electrodomésticos, autos que, en semanas, forman pirámides de desechos y de cuerpos humanos –jóvenes– destrozados. Pero el asunto fuerte y central de su campaña –como se le ha ocurrido en su soledad– es anunciar, ahora cuando su cuerpo es sano, poderoso, perdurable, que ha enfermado. Para él la solución es brillante: despertará ternura, compasión, solidaridad, entrega; nadie podrá oponerse a esos sentimientos de suprema compasión. Poco antes del gran mitin ha transmitido su estrategia a ministros y militares. Muchos de éstos saben algo de medicina, pueden comprobar su excelente estado de salud, aunque lo prueban su energía diaria, las horas del hablar ininterrumpido, la exactitud de sus crueles 141

josé balza

órdenes. Así lo garantizan también su visión de la economía, de las dádivas a países extranjeros, ricos y pobres; la seguridad con que, inexplicablemente, obtiene préstamos millonarios de naciones desarrolladas. Y se inicia la arrolladora campaña, en la cual el conductor siempre está presente –plazas, radio, tv, ya lo sabemos– y siempre anuncia el posible mal, que nunca llega a definir. Hasta su eslogan es perfecto: “Muerte, muerte o triunfar.” Porque para él cuanto atraiga destrucción y final, como creen entenderlo sus fieles, es el acabose de los opuestos. Ha tendido su trampa más perfecta; aquella de la cual no escaparán los otros ni el posible líder de la remota región. Al considerarse rey del caos legal, al proponer la muerte en la calle entre ciudadanos y campesinos, al consagrar la enfermedad como un arma publicitaria de primera magnitud, el gobernante se sabe ungido: ha desatado un poder que sólo él puede manejar, administrar, eliminar. Sabía utilizar la vida, se dijo complacido, ahora puede conculcar la muerte. Lo insólito es que pocas semanas después del terrible y exitoso anuncio (el otro parece ya opacado de antemano, por el fervor que despierta el gobernante), en medio de una gran concentración a éste le fallan las piernas. Experimenta una súbita debilidad, tiene tiempo de sostenerse en la tarima y no cae. Los del círculo selecto advierten la situación, lo abrazan como si celebraran y logran sacarlo del espectáculo. Casi en seguida un insalvable dolor en la garganta le impide hablar. Durante lustros ha martirizado y saturado el espacio con su voz desagradable, improvisando, mintiendo, gritando, cantando, amenazando, condenando, engañando. No vuelve a hablar. Comienza a utilizar medios electrónicos actualísimos que sustituyen su presencia y su voz. En los canales y la radio persisten sus anteriores apariciones, como si siguiera siendo el mismo. Se acentúan las vallas en autopistas, carreteras, dispensarios con su inmensa imagen. La pérdida de peso es acelerada; pasa a ser el mismo cuerpo flaco de su adolescencia. Un animal invisible –¿la verdad, la muerte?– le ha tendido la trampa: el hombre ágil no puede moverse nunca más, el orador vociferante ha enmudecido para siempre, el cuerpo de huesos y nervios casi no existe, como los cuerpos de sus víctimas vivientes. Durante el último año su mente vive dentro de esos matices del dolor. 142

En la sed que nos encarna F elipe V ázquez

Un día las cosas no te miran: te has ido y en tu cuerpo no hay puerta hacia tu cuerpo, desde anoche los ríos del vacío en tus venas desembocan y, haz de vasos a la orilla, vienes por el filo de lo real, me llamas desde el sitio donde el muro coincide con la nada. *

Al caer anoche del caballo, oleajes de chatarra donde el cielo, tus palabras en frío afilado por el siglo, la casa a pique por las dunas, mi sangre atada a tu ceniza –y vi el caballo donde no había caballo, en la barranca tus ojos se abrieron en mis ojos. 143

*

Reja de arado se sabía de una yunta, y de los toros sólo vio su huella, “braman” dijo y daba al surco las rotas vértebras del padre, y el árbol del abuelo, asido a las versuras de la era, halló sus raíces en mis venas. *

Y el viento de obsidiana en tus arterias, no casa del cielo ni cangrejo en alas de alcatraz: al interior la garra del vacío te labra –en alabastro vacío el pie de colibrí. *

En cenizas no perdura, llega por la sangre del que a filo de navaja baja del caballo; a las planicies donde somos lejanía sigue nuestras huellas, va entre bisontes cuya sombra en rojo nos fija a la caverna. 144

*

[... y] cierra tus puertas por adentro, perdura en los ecos de tu voz y más allá de tu ceniza, arde en el vacío que abriste donde estabas, tiene tu nombre desde anoche, el duelo de morir cada día te sobrevive. *

No al reverso de la herida, arde al costado de las cosas, donde el foso parpadea y en el agua fugaz de su mirada nos miramos sin saber qué nos mira. Desde el margen, labra, a tajo de alas, un vacío y desde el hondo colibrí la zarza arde oscura en la sed que nos encarna. *

Del hondo sueño, entre abedules, viene y ocupa el sitio de mi sangre, firma con mi nombre y sueña que llego desde el fondo de su sueño y ocupo el cuenco de su carne. 145

Su majestad pone la música* V íctor H ugo M artínez Por la mañana, la luz acuchillome dulcemente los ojos y hube de abrirlos. Un leve dolor en la mollera, cual resaca de juerga obligome a recordar: después del reflejo ausente en el espejo, nada más. Encorporeme mohíno y vide a mi alrededor. Una pieza humilde de posada, paredes mohosas y cadáveres de bichos en el suelo. Unos pocillos caldeándose bajo el fuego de los leños y un infierno sofocante, mayor que en mi playa. Otra vez el dolor en el vientre. Menester era fazer del cuerpo. Quise llevar al ventanal mis pasos, mas una terrible debilidad me detuvo. No escuché ruidos dentro de la posada ni en las calles de este pueblo muerto. Seguramente porque sordos son los fantasmas, porque ellos sólo sirven para ver y a veces ser vistos. Pero menester seguía siendo fazer del cuerpo, expeler los residuos, despedir la muñiga atrancada en las tripas y, hasta donde yo sabía, en los fantasmas no hay necesidad de fazer del cuerpo. Por eso quizás mi vida aún seguía conmigo. En esos pensamientos andaba cuando la moceta tocó la puerta. Golpes apocados, como cuando se nos tienta la espalda con dulzura para no darnos espantos. Entrose tímidamente con las crines azabaches volando sueltas con gran encanto. Detrás della, una robusta mujer presentose como Amalia, señá del posadero. Pero platica niña que el señó va a decir que eres de pueblo, mostrando chacalunas encías riose la mujer. Yo sólo pensaba en fazer del cuerpo y Amalia con una sonrisa que, más que amistad, reflejaba el sabor de la plata futura, del negocio, obligaba a la moza a platicarme. Engorroso asunto para ambos. La moza tímida y forçada a hablar, yo retorciéndome, buscan*

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Fragmento de la novela con el mismo título.

su majestad pone la música

do resistir el poder del intestino. Con gran sacrificio, mostrele rostro afable, calmo, mas en los interiores cara de león tenía o más bien, cara de león ya imaginábame faciendo. Bajo la lupa de la vieja, contome su historia toda. Imaginaos la apasionante historia de una moza de pueblo de quince febreros que ha salido jamás de su tierra. Asentía a ambas sonriendo como loco y apretaba los dientes para no cederle un espacio al intestino. Una gota de sudor perlaba ya mi frente y creía no resistir más el embate de la muñiga, mas un caballero cagarse no puede frente a damas. Por eso, en un discurso desordenado, turbado, un discurso de enfermo del seso, a la vez que escuseme infinitamente por la falta de atención a la historia y las risas nerviosas, expliqué un supuesto desequilibrio de bilis amarilla y otro revoltijo de humores y pregunté también el camino a las letrinas. Sorprendentemente, al escucharme no hubo gran espanto en sus caras, sino naturalidad. Olvideme del rendimiento con el que había amanecido y quedeme gran rato acuclillado en las letrinas con dolor en el vientre. Nada expulsé de mi cuerpo y el dolor agudizose. Cuando estuve de vuelta en la posada, caminar érame imposible. Un hombre grande y delgado, quien yo supuse era el marido de Amalia, el posadero, junto con su peón, un viejo mediano y garrudo, ensillaban ya una burra en que más tarde subiéronme para luego atarme a la silla, como si fuera yo una hembra robada. Púseme furioso cuando las bestias comenzaron a andar, mas el dolor impedíame mover. Sólo gritar y patalear de rabia pude como niño y, a lo lejos, desde el umbral una fermosa sonrisa burlona columpiose en el rostro de la moza. Sin mucho trabajo bajáronme del animal en una miserable choza. Des147

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pués de un rato de esperar en la puerta, un anciano aindiado salió. Saludáronlo con mucha caravana y éste respondioles con menos zalema y más reserva. Cruzaron tres palabras y luego despidiéronse de mí aquellos prometiendo regresar a la noche. No contesté. Ni fuerça ni ganas tenía. Acostome el viejo en un petate, tomome de las quijadas con fuerça y diome de beber jugo amargo de hierbas. Que no lo vomitara mandome, y yo repetí que facer del cuerpo era menester mas no podía y eso causábame gran dolor. Escuchele luego un sonido estraño con la boca, como de cría enbaljunada y sentome con rudeza en el petate frente a él. Yamaaalll, yamaaallll, ahyhyamalll, cantó con mal tono y el dolor fízose más fuerte. Yamaalll, ahyamalllyhaymall. Canta, ordenome, mas mi único deseo era librar mi cuerpo. Canta, furioso gritó el indio, mientras abofeteábame con unas yerbas. Busqué en la pieza un filo para sacarle los ojos, y a lo lejos, un corvillo vide, pero al querer alcanzarlo mi cuerpo amachose. Desafinado y a la fuerça, terminé cantando ahyamallyamall, mas el indio ruin nunca cesó de abofetearme con los cardos. Ayaamallyaamall, depravado sonido de morisco yogando cual verraco cusco. Ansí estuvimos un rato, hasta que se fizo, para mí, dudosa la faz del indio. Felizmente mareado estaba por la yerba. Vídele las narices enormes, hasta el buche colgando, pero espanto no tuve sino risa. Toca la parte que duele, escuchele decir mientras el quiste elefantino revoloteaba frente a su boca. Púseme la mano en la barriga luego y dije “aquí”. Preguntome el viejo por qué dolía la barriga. Por la muñiga atascada, contestele. ¿Y por qué no sale muñiga? Se ha encaprichado. ¿Y no puede convencer muñiga? Véolo difícil, desde la mañana ha estado ansí. Si sólo capricho, muñiga puede convencer, precisa tiempo, como cuando hombre encapricha. Distinto el capricho es del hombre, díjele furioso al indio infame. ¿Cómo distinto? Hombre y muñiga misma cosa, dijo con calma. Frente al jumentillo pensé en callar, mas lo boquilargo precisaba también quitarle. Pero antes de increpar su falta de seso y dirigirlo hacia los senderos de Hipócrates, interrumpiome rudamente preguntando si tenía memoria de algunos momentos de capricho en mi vida. Pidiome dibujarle tal situación con palabras. ¿Qué dibujo ve tu cabeza? Retorcíame por el dolor, mas también esperaba librarme pronto del indio para hacer por vaciar el mondongo. Por eso, con no poca industria, comencé a fraguar una historia de capricho. Sólo con una memoria cualquiera de mi niñez, acaso la historia por 148

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sí sola crecería y podría despachar al viejo: Véome de cinco años, caminando junto a mi hermana, ambos entre mis padres en un mercado. Cabeças de ternera víanme con ojos de sorpresa, ojos de una muerte inesperada, cabezas colgadas que envitaban a mi padre a yantar con ansia. Arquéeme de asco y pena por las terneras y díjele a mi padre que aquella era salvaje práctica y que yo no sólo carne de ternera sino carne alguna de animal comería jamás. Riose con gran gusto mi padre y díjome que mujerete parecía y aquella risa y aquella palabra irritáronme, y diéronme fuerça necesaria para en dos años no comer bocado de carne alguno, aun cuando el sabor, el aroma de la sangre, la ternura y suavidad seducíanme endemoniadamente. Falta de sesos y capricho puro, dije. ¿Por qué capricho tuyo y no culpa de padre injusto contigo?, preguntó el viejo maliciosamente y yo quedeme pensando y mientras facíalo, dime cuenta que debilitábanse las ganas de vaciar el menudillo. Acaso el pensamiento distraíame del dolor. Pero no es la carne lo que importa, dije. Matar un animal con las manos, un animal que se defiende, es natural y honroso para ambos, yantar su carne luego es cosa espiritual y bella y eso lo sé ya ahora, pero entonces ignorábalo y pena por la bestia muerta creía sentir, yaamaall, ayhamall, más en el fondo, lo que causábame pena era mi condición esclava en el reino absoluto del padre, yamaall, ahyyyaaamall, mis guillotinadas horas por la espada paterna, la manera en que fuime amansando por él para luego servirle a mi príncipe siamés, a mi príncipe duplicado, dije y mientras decía aquello un pedazo de muñiga floreció por el ojo del culo. Esclavo siempre fui por no controlar la dirección de mi barca, de mi vida, para evitar responsabilidades. Con mi padre, las responsabilidades que el abandono de la mocedad y la rebeldía ante su dominio implicaba; con el príncipe, el compromiso que entrañaba combatir la locura y abraçar el juicio. Y la misantropía, sobre todo la misantropía, mitad orgulloso recelo ante la mirada ajena, mitad pereça y conformidad con la propia condición vasalla, misantropía siempre de virtuoso ascetismo maquillada. Dije esto último y luego vide brotar otro mendrugo de mierda y detrás del tres más, macanudos, y sintiendo gran alivio y ungido hasta los pieces de olorosas memorias, residuos expulsados de mi vida, quedeme felizmente alucinado. Terminé de fazer del cuerpo y luego el viejo diome baldes de agua para lavarme al tiempo que me advertía que para alejar por siempre el dolor de 149

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la barriga, necesario era desechar los residuos de mi vida pasada, la misantropía, la solitud y continuar mirando hacia nuevas encrucijadas, tornarme hombre distinto era menester. Sentime satisfecho y antes de largarme dile las gracias y preguntele por la morada de Fermín. Dijo haber escuchado jamás mentar nombre tal en la comarca. Luego diome un beso en la frente y dijo “ándate nomás, hijo”. Llegué a la posada antes de obscurecer y encontreme al posadero y a su pión ensillando la burra para ir a buscarme con el indio. Sorprendidos al verme de vuelta, preguntáronme por mi estado y yo respondiles que muy bien encontrábame, con la fuerça del Cid para tronchar un morisco braço. Riéronse creyendo que a gracejada referíame y yo, como tantas veces para no desafinar, callé. Luego apareciose la moza, quien, más tarde supe, respondía al nombre de Inés y acercose también su padre, el posadero, Don Carlos, a quien pregunté por la morada de Fermín. Como el indio, el posadero respondió que jamás escuchado había mentar a Fermín. De cualquier modo, importancia harta ya no tenía el paradero de Fermín. Y como alada criatura, dormime aquella noche en la posada, con la calma del abandono de la muñiga y la fermosa cara de Inés remachada en mis ojos. Y los días que le siguieron a aquella noche de espejismo, dediquelos a capturar la atención de Inés. Si los olorosos residuos de mi pasada vida estaban expelidos, era necesario con nuevas vivencias colmar aquel espacio. De la solitud alejarme. Acabose mi plata y serví de pión de Don Carlos para pagar mis alimentos y pensión. Pude ansí acercarme aún más a Inés y romances y casidas cantarle, mas la moza era ajena a grandes letras y de mis versos burlábase con gusto harto. Soneto hermoso que alababa sus cetrinos cabellos y el nácar que al reír deslumbraba, fue mal pagado con mordaces comentarios. Pensé luego que tal ganábame por sonetear a ruda campesina y no abordarla de otro modo. Una noche, cuando Morfeo poníame sus braços sobre los hombros, apareciose de nuevo la cabeça parlante de mi padre y comenzó la monserga: “Parece que hijo no tengo sino rucio, empeñado ahora en apresar a la mora con coplillas de matrona coqueta. A esas campesinas concha encalabrinada, olor a sardina vieja, cantarles no puedes como a cortesanas doncellas. Poca confianza tienen en romanceros y hombres de letras. Para ellas, tales soneteros mujeretes son incapaces de montarlas con descortesía. A estas hembras 150

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hay que seguirlas por el campo, cuando solos estén los caminos y embestirlas pronto por enfrente o con una tranca de pie sobre la yerba derribarlas para luego yogar hasta trabarse, hasta que muslos y perniles, tembleques de cansancio, como dos enrabiados tartamudos lenguaraces queden.” ¿Sería aquella aparición de la cabeça parlante de mi padre un llamado de Palacio de mi príncipe duplicado? No lo sé, pero comoquiera, si yo no obedecía más las órdenes de mi padre, menos atendería los llamados del soberano. Tiempo hace que estaba decidido a fundar mi propio gobierno. Por eso, menester no hubo de embestir con fuerça o derribar a Inés de una calabazada. Díjele un día que no fuese cruel conmigo y que sus favores y encantos a mí dados, yo sabría con buenas obras corresponder. Fízose la imposible como casi todas las mozas de respetable cuna y buen ver y díjome que si los favores della deseaba gozar, debía entregarle prueba grande de amor. “No hagas animaladas, necio, si te pide prueba de amor, dale largas. Yoga primero, deshónrala, aléjate y verás luego cómo te buscará herida, y cuando suceda tal, tendrás tú el control sobre ella; una fermosa y morisca marioneta tendrás en tus manos”, aconsejábame la omnipresente voz. Doncella tan fermosa figurábaseme, que cada vez más difícil parecíame deshonrarla, por eso de mi mente borré las palabras de la cabeça parlante y quedeme a escuchar su propuesta. Pero, a mi pesar, la cabeça llevaba razón. Yo era un rocín, como tantos otros, que deslumbrados por la belleza de una hembra, mirar no pueden más allá de su carne, a quienes penetrar en su alma resulta imposible pues estórbanles los cueros. Doncellas que, a pesar de mecerse en la mirada de todos, poco transparentan porque su completo ser es siempre ajustado por los demás a su carne. Como algunos antiguos cierta vez pensaron: Si bella, necesariamente buena y verdadera. Y acaso lo saben todos, pero fuerças falten para resistir la seducción de la mirada, la fermosura, la fe y el arrobo que aquella beldad dales. Como tantos otros, fueme imposible resistirla. Inés dábale de comer a los animales una mañana cuando escuchela decir que si favores buscaba della, era menester façerle regalo de carey salvaje. Pensé que, con buena barca, la empresa sería poco trabajosa, mas para recibir mejores favores della, decidí pintar su prueba temeraria, homérica. Contele cómo en mi viaje por la pequeña ínsula de aves y galápagos, nave151

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gué con una barqueja paticoja, luego aderecé la historia con vientos terribles, monstruos marinos bicéfalos, sirenas y hartos embusteros detalles de épica marina. Y luego la verdad, cómo algunas cabeças de carey gigante fize rodar y finalmente mi trabajoso regreso. Inés dejó la faena por un rato para mirarme a la cara. Preguntome con gravedad si mi historia aconteció en la ínsula cercana a la playa donde habíale yo contado que moraba en solitud. Respondile que sí y, apenas la palabra hube pronunciado, una estruendosa risotada estremeció a las bestias. Botó sus avíos de fajina para reír con gula y yo quedeme, primero estrañado por no comprender mas luego mohíno porque aquella risa harto habíase demorado en el aire, como cuando se busca zaherir con voracidad. Cuando pudo sosegarse, díjome que hasta los niños de la comarca cazaban aquellos galápagos de la ínsula, que bestias lentas, pesadas y amigas eran del hombre, que seda y no sierras había en sus belfos, que babilla y no ponzoña en sus lenguas gorgoreaba. No, que el carey que ella quería, que los adornos y preciosidades galapagunos que ella anhelaba, no los conseguían los niños sino hombres que su vida se jugaban en otra ínsula menos amigable. Ciertos miembros de la corte de mi príncipe esta aventura hubieran juzgado temeraria, disparatada y ante todo de ordinario gusto. Porque melindrosos eran y delicados. No ansí mi príncipe. Quizá también a mi soberano, como al famoso hidalgo, de tanta lectura, habíasele secado el seso. Y mi decisión de aceptar embarcarme hacia la ínsula y sus peligros fízome pensar que el príncipe siamés estaba de vuelta, no sólo llamándome, mas escondido en algún lugar de la comarca, esperando el momento para saltarme al cuello. Pero mantuve la calma y concentreme en tramar una buena embarcación, una barca simple, fuerte y liviana como aquella en que, según recuerdo, un tal Fermín fue el Caronte que condújome una noche alucinada al pueblo. Mas, ¿con qué paguele esa vez a mi barquero si no tenía una moneda bajo la lengua? Acaso como con Heracles, mi Caronte apiadose de mí y luego por los dioses fuera castigado. Acaso cobraríase a su modo más tarde. Sin darle mis motivos del viaje, preguntele a Don Carlos si él podría ayudarme a tejer la barca para navegar a la ínsula de los careyes pata negra. Mirome sonriendo y explicome que, si un hombre solicitaba recibir los favores de doncella, todo el trabajo por mano propia había de fraguar. Que si fuera me152

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nester la ayuda de otro para la conquista de la doncella, del mismo socorro del hidalgo para la noche de bodas veríase obligado a recurrir. Y dijo luego que no es que Inés no hiciérale cascabelear el pecho, sino que a su mujer Amalia dábale a veces un poco lo quisquillosa cuando de incesto tratábase, cuando la honra, la sanguinolenta telilla de su hija estaba en juego. Reíme de la chanza y luego preguntele si podía al menos tomar su piragua de modelo para la urdimbre de la propia, y Don Carlos felizmente contestó que sí. Con ayuda de excelentes cuchillas y demás instrumentos superiores a los que en mi playa tuve para cortar, tallar, liar y golpear, pude de mejor modo remedar el modelo de la piragua de Don Carlos. Dos semanas paselas tramando en paz una barqueja hermana en lo ligero y ágil a la de Don Carlos, pero distinta della por su gran tamaño y humildes materiales. Y poca cosa más. Preguntele al pión del posadero la ruta a la ínsula donde escondíase el buen carey para ofrenda de doncella. ¿La ínsula de las pata negra? ¿Vos se embarcai solo?, preguntó casi con espanto. No vai poder llegar solo, y si llegai, no vai poder salir de ahí con su carne pegada al güeso, ¡y too por una moza!, díjome el miserable pión. Aun ansí, diome la ruta, bendíjome y a Dios encomendome. Menester fue besarle la mano cuando púsome en la cara la cruz. Fízelo con asco harto, porque es costumbre en la comarca que los piones, para procurarse buena ventura, mójense las manos con aguas de la vejiga, y déjenselas ansí, pegadizas y hediondas la entera jornada. Resistí pues las arcadas ante la cruz porque necesitaba del hombre otro favor: unas lancetas, un machete, algunas cuerdas, “y tal vez un yelmo de mambrino, gran soquete”, dijo desde algún sitio la cabeza parlante, pero traté de concentrarme en mis menesteres y no prestarle oídos. Un día después de terminar de unir y reforçar los últimos maderos de la embarcación, vide caminando a Inés hacia la troja. Detrás della corrí y cuando viome a su lado, anunciele mi partida. Con grandísimos ojos moros y estupefacta boca, quedose pasmada. Claro era que no esperaba un estranjero se jugase de ese modo el pellejo por una morisquilla, si bien fermosa, natural de la comarca. Además de todo, habituada a las salvajes costumbres del lugar, siempre como hombre apocado habíame visto. Mas con mi anuncio, demostrábale quién era y quién podía ser yo. No dije más, despedime della con copete cabelleruno, bravucón y farfulloso y dirigime a mi pieza. Lue153

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go saqué mis arreos, caminé con ellos a la costa y montelos en la barcaza. Habíame asegurado el pión que el camino en piragua sería largo y cansado para el braço, pero con remos de maderos livianos y un ritmo bueno en el braçeo, no sólo descansarían los hombros, también atraca­ ríamos en la ínsula antes que el sol se metiese. Y ansí partí, todavía muy de mañana, intentado suavemente remar, dirigir lento la barcaça para arribar con bríos a la ínsula, con necesaria fuerça para cargar las estaquillas y facer brotar el jugo malva de los monstruos de la ínsula. Y aunque muchas leguas la comarca separaban de la ínsula, placentero era embarcarse en una mar tan calma, donde la paz reinaba y no el peligro. Pensando yo en las amenazas que esperaríanme en la ínsula, en el avispero de ponzoña y violencia que terminaría acaso con mis días, decidí mejor a mi celebro traer momentos de felicidad, quizás los últimos. Y en mi mente varios se presentaron: casi todos con doncellas guardaban relación, mas en otros, aparecían amistades de mocedad. Y ansí, una pintura de mí con tudesca fermosa platicando retratose en mi cabeça. Y a partir de ese cuadro, como torrente, las circunstancias de su creación: una de esas disparatadas encomiendas de mi príncipe a la Germania, un trapicheo de palabras con ella en una posada, una invitación a conversar de esto y lo otro en una tasca, y un paseo por las calles y plazas donde dos historias forjáronse en separados planos. Y esa pintura lleva a otra: las blancas formas desnudas de la dama que también por ojos de morisco estraño en la posada vistas fueron con serenidad y el moro seco del seso o tocado por lo divino, que una historia también escondía detrás de sí. Los cabos de tres narraciones que tres íntimas vidas construyeron, por un puro narrarlas, amarrados fueron en una posada. Bella memoria, como otras pinturas que mi 154

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mente visitaron mientras acercábanme los dulces temblores de la mar a mis verdugos de la ínsula. Lamenté no haber pedido al indio viejo que curome los dolores de la tripa con sus brujerías, ponerme en contacto con la dama tudesca, si es que aún ella vivía. O más, por un momento pensé, pero digo pues, nada más por un momento, lamenté que el brujo con otra moza no hubiérame comunicado, moza menos agraciada, de la cual habíame alejado justo antes de llegar a la playa. Pero ese camino de la historia vedado queda por ahora. Todavía con buena luz, mi barca atraqué en un tobillo de la ínsula. Con mis armas atadas a la cintura, estireme para alcanzar una roca gigante con los braços. Amarré mi piragua, mirando hacia lados varios, para conocer de dónde vendría el primer ataque. Nada. Fize luego tierra y por la firmeza de las rocas monté a los peligros de la ínsula. En la cima vide natura pobre, verdura escasa, dos o tres palmeras y algún engendro suyo descalabrado sobre el suelo yaciendo. Verdad era que la ínsula comprendía vasto territorio, mas figurábaseme yermo. Harto tiempo caminé por aquel páramo, aguardando el ataque de los cuchillos belfos de las pata negra, pero entre más esploraban mis pasos, más convencíame de transitar en una ínsula ha tiempo desierta. Por un momento pensé en haber errado el camino y llegar a otra ínsula. Más sólo dos ínsulas existían cercanas a la comarca: en la que naufragué la primera vez y aquella baldía, que los naturales habíanme pintado de sangre. Seguí mis pasos por el lugar y, de pronto, cadáver galapaguno vide sobre la arena. Más que carne muerta, diríase que hallé sólo la dureza del carey. Lindos colores, brillantes, áureos y argénteos mezclados con verde agua. Comprendí pues la fascinación de las hembras de la comarca por tales hechiceros objetos. Más adelante vide otros pocos, de esos y nuevos colores. Cosechelos todos y luego, bajo la sombra de una de las escasas palmas, con el filo de mi belduque, las conchas limpié de plastas, máculas, carne seca, tierra y suciedad otra. Arropé mi tesoro todo en dos mantos y dejelo bajo la palma. Precisaba pitanza, mas ansiábala de la tierra y no del mar. Levanteme y proseguí mi andadura por el lugar en busca de algún bicho de tierra para apaciguar la tripa hambrienta, algún banano o incluso alguna culebreja o tarantela que a los naturales de la comarca aterraban y que yo podría con gusto yantar. Busquelas entre peñas y recovecos madrigueriles. 155

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Nada hallé para yantar, mas en un lugar bajo la arena dos cosas estrañas vide. La primera, una pequeña caja de delicado material sobre el que rezaban cristianas letras: valproato semisódico y junto a ellas dos o tres niñerías más. La segunda, un espantoso libraco con las fojas inusitadamente unidas. El idiota titulábase, mas el nombre del autor era borrado por la edad y abandono del libro. A algún infiel, moro o judío, atribuírsele podría, pero después de un rato pensármelo, quevediano quise que fuera. Abrilo pronto y poco entendí de aquella lengua que a castellano aparecíase, pero que no lo era. Diríase más bien que asemejaba a un castellano mascado por rústico aborigen. Quevedo pues tenía que ser el que con harto ingenio, como a un idiota dejar quería a sus lectores. Y logrolo conmigo el caballero de la Orden de Santiago. Como vide que la noche disponíase a arroparme, sin yantar bicho alguno decidí devolverme a la comarca. La caja tomé y el libro y envolvilos junto a mi tesoro galapaguno. Subí todo a mi piragua y el mar apaciguado fízome navegar sosiego. Ahora era yo el que reía de aquellas bestias de la comarca que ante los peligros de la ínsula habíanse santiguado. Faltábame sólo descender de mi Babieca marina y como Rodrigo Vivar, el Campiador, por los naturales ser recibido con jolgorio. Mas a la comarca llegué a medianoche y ni siquiera perros riñéronme. Aseguré mi piragua, incólume por las delicadezas del mar y arrastré mis careyes y cosas por el pueblo. Los candiles de la posada y de la comarca toda, apagados estaban. Toqué la puerta varias veces y esperé y esperé mas abriome naide. Tarde era, pero mis golpes sonaban en toda la comarca. Preguntábame cuándo brotaría de dentro la que fazíame jervir los riñones. Ni siquiera algún vecino protestó mi escandalera. Canseme de esperar frente a la puerta, ansí que en una esquina de la posada refugieme en mis dos mantos y dispúseme a recorrer la madrugada sobre los potros del sueño. Con un dedo del blondo rey sobre la cara, abrí los ojos. Era de mañana y yo seguía en la esquina de un mesón, mas ni ahí ni en la comarca escuchábase ruido. Sólo las moscas y el calor tirano. Fuime a ver el corral de los animales, mas animales no había, sólo moscas. Y las moscas animales no son, sino fantásticos heraldos de la desgracia. Ni Don Carlos ni doña Amalia ni el pión ni mi enamorada. Inés, mi enamorada Inés, igual habíase andado con 156

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toda la comarca. Acaso las gentes todas de la comarca aliáronse para una gran bufonada, acaso recibieran ansí a los estranjeros, con una picardía que comenzaba con los encantos de una bella moza que proponía una temeraria muestra de amor en la supuesta mortal ínsula de las pata negra, donde galápagos terribles tronchaban perniles y manos y continuaba cuando el fatuo Ulises sin saber que sería escarnecido, regresaba con los villanos y éstos escondíanse en algún lado para luego saltarle sorprendiéndolo y armando gran jolgorio, magna fiesta. Mas en vano esperé a los villanos con sus gracejadas y chanzas. Nunca apareciéronse. Nada más que calor y moscas. Por eso la comarca recorrí en busca de alguna seña. Frente a las chozas, las barracas y las casillas menos horrendas cierto olor de vida intenté olfatear. Ni un signo del hombre. Llegué hasta un canal que jamás había mirado y una burra amarrada vide. Sufría. Trújela conmigo y luego dime cuenta de que cerca del canal otros animales sueltos también había: dos borriquillos, algunas cabras, machos, vaquejas y tauros. Dejé a mi burra junto a ellos yantar a placer, seguro estaba que de aquella abundancia difícilmente apartaríanse. Endemoniado tornábase el calor, por eso metime a una casucha junto al canal y sorpresa grande lleveme cuando al traspasar los leños que servían de puerta, sobre un catre a Fermín devisé tirado. Fermín, el que de arena espolvoreadas tenía las barbas. Encorporóse contentísimo y abraçome y besome las mejillas llamándome “loco hermano”. Díjele gozoso, si bien menos efusivo, que alegrábame también yo de verlo. Bebimos pitalla salvaje y espumamos unas gallinas mientras contábame él de su vida en la comarca, de los cantos y poemas que había trenzado y luego díjome que sabíase uno que no era de los grandes, pero que de algún lado habíalo pellizcado, y que este canto con sabrosa maldad mordíale el corazón: No te lleves tu recuerdo Déjalo solo en mi pecho, temblor de blanco cerezo en el martirio de enero. Me separa de los muertos un muro de malos sueños. 157

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Doy pena de lirio fresco para un corazón de yeso. Toda la noche en el huerto mis ojos, como dos perros. Toda la noche, corriendo los membrillos de veneno. Algunas veces el viento es un tulipán de miedo, es un tulipán enfermo, la madrugada de invierno. Un muro de malos sueños me separa de los muertos. La niebla cubre en silencio el valle gris de tu cuerpo. Por el arco del encuentro la cicuta está creciendo. Pero deja tu recuerdo déjalo solo en mi pecho.

Ebrios de canto y de pitalla estábamos cuando pregunté por el motivo de su fuida el día que llegué a la comarca. Contestóme que no fuyó sino simplemente alejose un rato y que luego viome tan amoldado a la vida en el pueblo que juzgó innecesario presentárseme. Preguntele por todos los de la comarca y él respondiome que allí vivido habían sólo un hombre y una mujer, que a punto de parir y muy enferma estaba, y quel hombre habíase aventurado hace tiempo a una ínsula a buscar carey y no habíase devuelto. Pregunté entonces dónde la mujer moraba y él señaló una choza al otro lado del canal, no lejos de la suya, mas antes de adiós decir, insistióme Fermín que aunque la mujer no demandara favor, cumplir yo debía lo que juzgara necesario. Despedímosnos con un abraço y caminé hasta la orilla del canal y, ya adentro del, mis braços fueron remos que fiziéronme veloz atravesarlo. La agua súpole bien a mis pellejos aquel día quel rubio señor dábale 158

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azotes a todas las bestias de Dios con la verga de sus rayos. Por eso cuando del canal salí con las ropas mojadas todas, pensé en permanecer sin buscar secarlas. Caminé a la choza y llamé a la puerta. Como respuesta no hubo después de mucho tiempo, abrila sin dificultad. En un tendido en la tierra en medio del cuarto, una calavera morocha de vientre abultado vide. La calavera luego de mirarme largamente, preguntome por sus adornos galapagunos. Contestele que podía dárselos mas mucho tiempo no los disfrutaría. ¿Eso en tu mondongo es mi hijo? Sí, es tuyo. Unos días quedeme en la choza de la calavera, en sus cosas ayudando, dándole de yantar para engordarla. Mas no engordaba y mal seguía. Fize un corral para los animales que había dejado pastando y, luego de unos días, la calavera comenzó a aullar con fuerça harta y, mientras chillaba, de sus entresijos vide florecer una calva cabecilla horrenda de escarlata toda pintada. De escarlata coloreado vide también su cuerpecillo. Fize lo que la calavera ordenome para quel cuerpo saliera y acaso también para poder defender su vida. Dile de yantar leche de burra pues páramo eran los pechos de la calavera, pues la calavera no fazía más que aullar. Un día mirome a los ojos y en esa mirada de golpiado animal supe quel favor se escondía. Meditelo varias jornadas y, una de tantas, acerqueme y púsele las manos en el enfermizo flautín que tenía por pescuezo y con mis dedos apretelo y vide las venas saltadas, el carmín de la faz y los blancos ojos huyéndole a mis ojos y aquello trújome un cruel recuerdo o, si no un recuerdo, un algo de familiar, mas ya no logró sacudirme tanto. Y luego ocurrióseme que, una vez cometido un crimen, los otros solos llegan y que, cuando llegan, uno sin culpas recibirlos debe y como al más querido de nuestros invitados. Cargué la exangüe calavera hasta el canal, adornela con sus collares de carey y soltela a las caricias del agua, que hasta otra comarca acaso la llevara. Acaso no. Y regreseme a la choza por el mendruguillo de carne que de hambre bramaba y que había nacido como los demás para sufrir estas tierras yermas. ¿Había su vida de ser vivida? Cargué el cuerpecillo fuera de la choza y al canal llevelo también. La muerte es amiga que a veces se abraça para ser ensueño, para convertirse en nada, blanco espacio, ni dolor ni goce, ausencia pura. En esas yermas tierras sin mujeres, crecería el cuerpecillo para darme compañía 159

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junto a los otros animales. Y luego los bichos y yo moriríamos y el cuerpecillo de nuevo solo, como cuando en el vientre de la calavera diose por vez primera al llanto. Era acaso el llanto señal de comprensión de las palabras del trágico poeta ateniense, quien en cierto lado sentenció que lo mejor es no haber nacido, mas si ya se vivía, mejor era volver al lugar de origen. Mas el lugar de origen verdadero es la nada siempre. Por eso pensé que debía acabar con todos y con la vida propia después. Primero el cuerpecillo al agua, luego cuchillo a los animales. Un beso peguele en la frente al niño, después púseme de hinojos y hundilo en la parte de escasa agua del canalillo que sin embargo cubríalo todo. Él bajó el agua y yo desde arriba sostúvelo de los remillos y la cabeza y mirelo cerrar la boca y abandonar el llanto, parecíame que no para no tragar agua, sino para mostrarme su alegría por el viaje de vuelta a su lugar de origen. Y vide poco a poco cambiarle el color del cuero y vide sus carnecillas arrugadas, vide sus ojillos que no esperaban salir y aquello fízome pensar en los ojos de mi hermana, los mismos que bajo otra agua, cuando ambos mozos y también hogábamosnos, viéronme ansí. Resignación pudiera ser mas no es la palabra. Y luego los braços de mi padre que nos sacaron de la muerte. Una capa de agua separa los vivos de los muertos. Lo mismo siempre. La vida arriba, la muerte abajo. Fijeza pudiera ser mas no es la palabra. Perdíanse sus ojos. Tan fácil alzar los braços y fazerlo vivir, darle de comer a su dolor. Mi entendimiento decíame que, al fazerlo, sólo regalaríale sufrimiento, mas a veces la mollera se atrofia, el juicio se pasma y es la sangre lo que cala, y es la propia bestialidad la que manda. Impulso pudiera ser mas no es la palabra. A mi hijo saqué del agua sin conocimiento, casi muerto. Depositelo en la tierra, junto al canal y estrujé su pecho y su espaldilla golpié y dentro de su boca aire con la mía encajar pude, como alguna vez mostrome mi padre, y luego de un rato, aturdido y empitallado, abrió los ojos y comenzó el vómito. ¿Y luego qué? Luego fueme imposible acabar con su dolor y seguilo alimentando con leche de burra, cuidando que una bestereja no le picara, soportando sus berridos por las noches. Y habitúamosnos a mirarnos las caras todos los días, sabiéndonos compañeros de las bestias, solos en ese mórbido pueblo en que comenzó a crecer poco a poco y, mientras crecía, yerba enferma volviose. Lento y silencioso, creí que había nacido idiota. Mas idiota no era 160

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sino echado hacia adentro. Súpelo más tarde aunque Dios no me lo dijera. Súpelo porque sus ojos eran flamas del conocimiento. Y aprendimos a vivirnos uno al otro y enseñele a tratar bien la tierra, a cuidar las bestias y a cantar lo que de canto sabía. Pero él, huraño, cantaba poco, acaso porque creía que la vida para cantos no estaba. Gustábale cuidar los animales, darles yanto y con las chivas folgar. Sabía­ lo yo de cierto porque vídelo hartas veces detrás del yerberío trenzando a la picona por las patas. Nunca nada díjele a mi rengo. Nunca díjele que lo quería. Pero sí quería a mi mudo, y acaso más queríalo por eso, porque poco habló conmigo, porque indigno resultábale, sólo para silenciar el silencio, de su boca expulsar ruido. Y yo respetaba eso. Pero mi chivero bien hablar sabía, pues a la picona quedo al oído dábale algunas ternuras y mieles. Y la chiva entregábase gustosa a las palabras y dábale lo que mi mozo quería. Mas en el fondo, aquellos vocablos lanzados a los aires, indecorosos al mozo parecíanle. Viles, pues la sola empresa de la seducción carnal buscaban. Ruin también parecíale hablar conmigo porque las palabras entre nos reducíanse a los imperativos (lleva el yanto a las bestias, trai el agua), a la notificación de las acciones inmediatas (truje los leños para la noche) y a la invención de un relato oral para entretener al otro (cuando cruzaba el cerro, una bruja en los cielos vide...). Mas nunca, para ordenar lo que uno rumiado ha, nunca para darle fijeza al pensamiento y la esperiencia, nunca para dotar de forma a lo interior. Acaso porque, aunque lo contrario pareciera, en pueblos tan miserables y solos, lo interior en los sujetos existe poco, mas sí la necesidad de que las pocas almas allí, un cuerpo único y sociable, exterior sean. Pero ni siquiera ese pueblo enfermo pudo con la naturaleza de mi mozo y por eso, cuando mostrele cómo las palabras 161

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podían fijarse, quedose encandilado. Con una lancetilla, diole por raspar los árboles, la tierra y el cuero de los animales. Medroso en un principio, escribió fraseos bobos, “ésta es la picona bonita”, talló en el cuero de la chiva chillona, o jueguillos de palabras: “Gordo gárrulo, con gracia el grave garbo en tus grumosas grutas graba”. Más adelante escribió cosas del tipo “un mozo a un árbol no se aparece” y luego concentrose en estrañas confesiones: “a veces cuando con mi padre hablo, siento que yo no soy yo, sino él y yo a un tiempo mismo y que sus palabras a ambos pertenécennos. Que palabras propias no poseo”. Y ansí creció mi rengo, repujando en cualquier lado estrañas frasecillas, siempre mudo, con sus letras acallando más al pueblo, serenando más la rabia contenida de su adolescencia, el sentimiento de saberse expulsado del mundo y las relaciones de los hombres, mundo y relaciones que desconocía mas paladeaba en las descripciones que yo hacíale: Que hay pueblos no tan lejanos con fermosas hembras para desposarse, que hay hidalgos que buscan mandarte, avasallarte, façerte su puta, y que preciso es, con el poder de tu braço, molerlos, degollarlos como pichones, tornarlos cuartillos de carne. Que en los grandes reinos siempre hay riquezas, ladrones, rubíes, aromas moriscos, engaños y mucho poder, que al final siempre termina faciendo mal, que si uno la felicidad busca, siempre alejarse debe del poder y que las únicas tres cosas que uno precisa traer consigo siempre son la honradez, el orgullo y un belduque bien afilado. Frases, frases que a mi mozo gustábanle mas no podíanle tornar el seso, porque con tiento las cosas rumiaba, porque era echado para adentro, porque sabía que su vida estaba en el pueblo de fantasmas y en ningún otro, porque intuía que la cura del sentimiento de estar solo, de escribir dependía y no de viajar a otros reinos y conocer a otras gentes. El opio de escribir y contarse desde un ángulo y otro, repasar y repasar la misma historia, la historia propia hasta adormecer el malestar, hasta que el dolor de estar solo pudiera esfumarse y la serena embriaguez de vivir lograrse. Mi mudo muy temprano supo que casi toda la infelicidad de los hombres de no saber vivir sin compañía humana proviene y que escribir era aprender a vivir solo y ser feliz. No me lo dijo su boca mas sí sus modos de andar, sus maniobres, su complacencia con la vida en el pueblo enfermo y su nulo interés en conocer otros gobiernos, como yo habíale sugerido. 162

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Cierta vez propúsele a mi rengo embarcarnos a la ínsula de las pata negra a buscar careyes, a pizcar con lanceta y red, para enseñarlo, porque mi mozo nunca habíase embarcado mar adentro, no conocía playa una, sino el canalillo del pueblo. Cualquier mozo de quince hubiérase enardecido con la idea de embarcarse, luchar con las pata negra y acaso vivir alguna andanza. Mas él sólo quería tallar frases. Negose bajo pretexto de terminar de reparar unos maderos del corral. Insistí amigable prometiendo grandes correrías con su padre. Díjome insolente que no quería salir del pueblo a viaje ninguno, que fuérame yo solo, si tanta ansia tenía de careyes. Dile una linda guantada en los cuernos mandándolo de culo. “Salimos mañana al alba y no me hagas ir a levantarte”, sentencié y envielo a acostar al corral. Abrí el ojo y vide a mi rengo sentado frente al petate, con la picona entre las piernas, acicalándola, siempre en silencio. Quise oler alguna emoción en su cara. Furia ni ojeriza había, tampoco temor. Ya arriba de la piragua, harto costonos trovar el modo de enlaçar las pitillejas a los maderos. Finalmente pudimos y a remar començamos con brío hasta acariciar con los remos los pechos de la ínsula. Ni mal ni bien parecíanle sentar las aguas a mi mudo. Los vientos ligeros dábanos palmas en los lomos y mi rengo echado para adentro. Platiquele más de las pata negra y del filo de sus bocas que con un cariño eran capaces de tronchar un braço y saliveé en la memoria de los tonos de sus conchas y referile de los trastes, moblejas y adornos que de sus careyes podían façerse. Y mi mozo echado para adentro sin un sí o un no, una higa dándole todo lo que su padre pudiera decirle. Espumeando por la boca, ordenele subirse a la piragua y remar mar adentro para traerme peces con su lancetilla de tallar frases. Vide al rengo de gestos secos, sin amor y sin odio, desde las rocas penetrar la marejadilla, alejarse de mí, no con la falsa sumisión del esclavo que mira el momento oportuno para degollar a su amo, sino con la pura resignación de que la molesta obediencia, a veces el intercambio de palabras, menester eran para obtener momentos de solitud y escritura. Y en el medio de las olas, algunos ataques lançó al agua y ansí estúvose tanto tiempo intentando y yo mirándolo pizcar hasta quel blondo rey de su mandrágora convidome y quedeme hasta el fondo dormido y en el sueño vime con dos cabeças en las manos. La una era la ya conocida del viejo y la otra no mostraba bien sus rasgos, mas aniñada pareciome. Alguien 163

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sugirió que no me aventuraría y entonces yo, bufo, lancelas al aire y dime al malabar con ellas y mantúvelas un rato ansí, por los aires, una arriba, abajo la otra, una arriba, abajo la otra, hasta que vide caer la aniñada al suelo. La cabeça del viejo sobre mi mano, al mirar aquella despedeçada por tierra, con desencanto escupió: “ni para un malabar es buena esta bestia”. Y luego con la cara ardiendo desperteme, el cuerpo de tanto sol asado y el hondo letargo que tales sueños criminales dejan. Hinqué la mirada en el mar ya bravo, hacia donde había dejado a mi mudo y sólo vide su piragua patas arriba, mas ningún rastro de su cuerpecillo. Entonces súpelo y aun ansí dile braço hacia la piragua y dime a buscar al rengo tanto tiempo. Y después de tanto dar vueltas por ahí, hallelo entre las rocas, ensangrentado todo y con la cara desfecha. Tomelo de los hombros y arrastrelo hacia aguas poco profundas y claras cerca de la orilla, donde mi cintura ya imponíase a la espuma salada. Menester es limpiar la cara del muerto para la despedida, por eso, como cuando nacido hubo, un beso peguele en la frente y hundilo en las aguas enanas y mis ojos desde arriba vieron la sangre huyendo de su rostro, aquel que era el pincel diluyendo su granate tinta en el ancho vaso añil de Dios. Luego pensé que dos veces habíalo castigado ya: cuando al nacer perdonele la vida y dejelo existir en aquel pueblo de fantasmas y, luego, al darle y quitarle el remedio para sobrevivir en él. No tuve tiempo en ese entonces, ni he tenido hasta ahora de llorarle a mi mudo, pues diligencias mayores debía facer. Dejarlo bien limpito, darle mortaja y rezarle como a buen cristiano. Fícelo todo muit bon, y al amanecer preparé la piragua, subí a mi mudo, lánguido, fermoso y dimos marcha de vuelta al lugar de donde habíamos zarpado y mucho tiempo anduvimos, porque ansí lo quise, porque el último viaje lento sería con mi rengo. Lento y en silencio, un viaje echado para adentro, como hubiera querido que su padre fuera, ¿pero qué sabía el mudo de la vida de su padre? Y al atracar la piragua en el pueblo, todo mudado vide. ¿No oyes ladrar los perros, mudito?, dije y reíme en voz alta, mirando las antiguas casas de la comarca, donde alguna vez Fermín, el de las espolvoreadas barbas, introdújome a Don Carlos, su mujer Amalia y la Inés, donde creía haber visto mi vida lejos de mi príncipe duplicado. Como era muy de mañana, no vide a naide levantado y ni quise verlos. Llevé a mi mudo cargando hacia donde había de estar el canalillo. 164

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Allí estaba mi corral y dentro del vide a mis animales, mis borricos y gallinas. Sin pensármelo dos veces, descuarticelos a todos con método y prontitud, obsequieles una muerte digna, fízelos decorosos fantasmas para aquella comarca de innobles espíritus, escapadizos. Tras de acabar con ellos, acordeme que la picona habíase quedado fuera del corral. Estúvela buscando por todos lados hasta que regresé cerca de los cadáveres y luego de un rato de vueltas vídela escondidita tras del yerberío donde siempre la trenzaba mi mudo, vídela tembeleque, sin poderse sostener en aquellas patas de algodón, aquel límpido cuero estremecido donde mi hijo talló sus frases, y vide también aquellos fermosos ojillos que reclamaban piedad, los ojillos de la única mujer que tuvo mi hijo. Abraçela largamente, acariciele lomo y patas y luego tomela con fuerça del hocico y con un machete un golpe limpio dile hasta el fondo del pescuezo, un corte tan piadoso y profundo donde único menester fue palanquearle un poco el cogote para deprender la cabeça. Púseme de hinojos para recoger los restos de mi amor que por el ensagrentado suelo yacían y toda la carne animal junté, la de mi picona y la de mi mudo. Cavé un hoyo profundo y al fondo coloqué piedras y leños. Luego improvisé una olla de boca ancha con una enorme concha vieja. Dile fuego a la leña, vertí agua en mi olla y un revoltijo fize con toda la carne. Un caldo de muertos. Un caldo de mis muertos. Y al caer la tarde, puse mis labios en sus cuerpos por última vez y yanté sus carnes para apropiarme dellos y llevarlos conmigo siempre y confundir su sangre con la mía. Tomé mi piragua y embarqueme hacia esta playa donde vide a Fermín por vez primera. Una playa, como dije, sin un alma y donde estaba decidido a acabar esta vida mía que siempre habíase reducido a equívocos, a palabras a medio comprender, a gentes que iban y venían y donde nada había sido verdadero hasta el dolor de perder a mi mudo, un dolor que brindome estabilidad, que púsome en una realidad palmaria, asible. Una playa que recibiome tras de aquella medianoche en que salí a hurtadillas de esa casa y miré hacia el cielo y vide cómo la luna de mí se burlaba con algunos dientes estropiados y luego enfermo de nervios, aterido de miedo, entré a un mesón cerca de la Plaza y pedile al mozo que atendía dejarme espumear unas salsas y diome también carne recia y un aguardiente que bebí y bebí para no pensar, aunque menester era fazerlo, aunque menester fuera decidirme entre 165

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acudir a Palacio y seguir siendo siervo de mi príncipe o fuirme y ser servidor de noble ninguno. Y como dije, ansí llegué a este braço negro de playa que volviome a acoger luego de adobar a la picona y a mi mudo. Y aquí sigo sentado en esta misma playa, con ojos rojos porque no ha llegado el sueño, y junto a mí, entre mis cosas, miro aquella caja y aquel libro que en la ínsula de las pata negra hallé. Y frente al mar hay una cortina negra que impide pasar la luz y, junto a ella, un espejo grande para mirarse todo el cuerpo y escucho las cautas voces de los que pagan sus boletos y a mi nariz la marejada lleva el tufo de los infectos frutos de Poseidón y miro a la Trompa hacer una mueca repulsiva frente a un cliente y parece absurdo que todo haya ocurrido apenas ayer. Marta acaso aún tirada en su cama todo azul su cuerpo, la vieja también tiesa en su colchón, boca arriba, todavía con la almohada sobre la cara, y aquella casucha revuelta, con los cajones abiertos, la ropa por todos lados, el ventanal roto, el pequeño cofre sin las alhajas corrientes ni el dinero: la coartada clásica. Recuerdo todo aquello y no pienso más que en mirar mi libreta: “Y en otro lado, la sangre de Bernardo, del Evgeny Kissin de Zacapoaxtla sigue cabalgando sin que 27 pueda domarla y quizá no valga la pena ya intentarlo, pero en los planes de 27 no está eso, nunca ha estado eso sino reparar la lesión, unir el hueso, coser la piel e irse a tomar algo.” Leo y releo aquella frase, digna, según Octavio, de un pobre diablo como yo, de un maestrillo jodido de secundaria, un cortaboletos sin imaginación para concebir una mejor coartada. La de un infeliz que no puede más que especular un escape y quedarse esperando en su silla a que lleguen por él, a que ocurra algo, cualquier cosa.

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La vigilia de la aldea

Broca y Wernicke J uan C arlos R eyes Víctor Hugo Martínez, Su majestad pone la música, La Cleta Cartonera, Cholula, 2015, 110 p.

Llene un vaso de cualquier líquido hasta el borde: seguramente no le es ajeno el concepto de tensión superficial del agua. Si mueve el vaso, será fácil que el líquido se vierta hacia los lados. Si lo hace con mucho cuidado, o si antes de hacerlo bebe algún pequeño sorbo para bajar su nivel, su manipulación se facilitará. Si vacía el vaso hasta la mitad, podría casi correr con él en la mano sin incidentes que lamentar. Su majestad pone la música podría ser el vaso que, lleno hasta el límite, logra con toda elegancia contenerse a sí mismo. La metáfora se nubla cada vez que se alarga: el vaso espera ser sacudido, violentado en su lectura, en su lenguaje. Ineludiblemente, el viaje se hace cada vez más arriesgado: el contenido se desborda y nos enfrenta a un texto extraordinario que reflexiona profundamente sobre la propia escritura que se multiplica al alojarse en una narración de la cabeza como símbolo de la violencia, lo vulnerable y la imaginación desmedida.

Su majestad pone la música, primera novela de Víctor Hugo Martínez (1983), fue publicada hace pocos meses por La Cleta Cartonera. El texto es un caballo desbocado que pareciera que no dejará de correr, embravecido, hasta que se agote por completo, hasta que caiga al suelo rendido de cansancio. Con un estilo sólido y arriesgado, el autor entrega un texto de una genial construcción en donde la narración y la escritura son a la vez fondo y forma. El personaje principal escribe en una libreta, lee una libreta, describe fotografías, escucha a Octavio, un Hyde personal que vive sólo en su cabeza y que constantemente lo confronta de manera violenta. El mismo personaje-Octavio no tiene reparos para intentar intervenir en la escritura del propio texto que leemos: “Pero deberías describir con detalle lo que ocurrió esa vez, chilla Octavio, y a pesar de que me doy cuenta de que es imposible hacerlo callar, creo que tiene 167

razón: hay que narrar con calma, inten­ tar reproducir las minucias porque aquella noche marcó un punto de quiebre en la Historia, en mi historia.” La historia de Su majestad pone la música es una y muchas a la vez. Un joven ex-profesor de secundaria se sienta en una silla a cortar los boletos de un cine porno en el que conviven personajes entrañables por grotescos: Marta, una mujer que despierta los más ocultos pla­ ceres; Elvira –“Uñas grandes, gruesas y además pintadas de colores chillones”–, taquillera con la que el protagonista comparte libros de Historia; y La Trompa, travesti que presta servicios sexuales a los asistentes al cine. Al mismo tiempo, es la historia –“contada” por Octavio al personaje central– de un grupo de escritores resguardados en una buhardilla maloliente que discuten sobre su escritura y otros tantos temas. Es también la historia de un neurocirujano que hizo sus primeros intentos quirúrgicos con perros callejeros, puercos o ratas en la colonia Agrícola Oriental. Y, finalmente, es la historia de un hombre atrapado en un tiempo, espacio y lenguaje específicos: un hombre que ha escapado de la tiranía de su antiguo “príncipe” resguardándose en una remota playa abandonada. A pesar de esto, la historia que edifica Víctor Hugo se expande para ser una misma, para explorar temas desde diversos án­ gulos, registros léxicos, espacios y realidades. Víctor Hugo Martínez unifica un com­ 168

plejo entramado narrativo en el que aparece una multiplicidad de personajes que, por momentos, son también narradores, mientras en otros casos hablan a través del protagonista de la historia. Historias dentro de historias, una mise en abîme que va del neurocirujano, padre del pro­ tagonista que al operar a Bernardo, un joven que toca el redoble en bodas y fiestas de Zacapoaxtla, piensa en Evgeny Kissin, “la bestia rusa de dieciséis años” –el pianista ruso conocido como niño prodigo que debutó a los diez años con el concierto para piano de Mozart No. 20 en Re menor–, hasta las minúsculas anécdotas que ocurren dentro del cine porno entre clientes y empleados. La extensión de la novela –poco más de 100 páginas– hace que cada párrafo signifique, busque ser reinterpretado, contenga líneas, palabras, referencias que en verdad son pistas para entender historias enteras. Una de las características que más valoro de la novela es el extraordinario manejo de registros lingüísticos: un narrador atrapado entre los lenguajes de su vida anterior y la presente; la escritora que cuenta una historia de abuso infantil –“Luego hay un espacio en blanco y luego tengo en la boca la cosa del señor y una mano tomando mi coleta (...) la carne del señor sabe a queso (...) ¿ya ves?, ¿ya ves lo que pasó, mi amor?, y luego: límpiate y no le digas nada a tu mamá para que no te regañe”–; Octavio como un alter ego mordaz y sarcástico; el hablar de La Trompa dentro

del cine porno y, por supuesto, la mezcla de español colonial –obtenido del usado en las cartas que los colonizadores enviaban a España– en la segunda parte de la novela. Como ejemplo, un párrafo en el que dos de estos registros se mezclan hasta difuminarse entre sí: Y aquí sigo sentado en esta misma playa, con ojos rojos porque no ha llegado el sueño, y junto a mí, entre mis cosas, miro aquella caja y aquel libro que en la ínsula de las pata negra hallé. Y frente al mar hay una cortina negra que impide pasar la luz y, junto a ella, un espejo grande para mirarse todo el cuerpo y escucho las cautas voces de los que pagan sus boletos y a mi nariz la marejada lleva el tufo de los infectos frutos de Poseidón y miro a la Trompa hacer una mueca repulsiva frente a un cliente y parece absurdo que todo haya ocurrido apenas ayer.

Podría decir que la novela está dividida en dos partes, pero creo que dicha aseveración pecaría de simplista. Si bien es cierto que podría parecer que la novela tiene dos partes, me parece que se unen de manera formidable. Sin duda es una continuidad difícil de seguir, pe­ ro una vez que se entra y se entiende que pueden ser –¿son?– la misma historia, el contenido se reconfigura y las metáforas y espacios se van haciendo familiares. Hay pistas –sería absurdo anotarlas aquí– de que es el mismo na­ rrador en ambas secciones. El cambio de registro lingüístico, espacio y tiempo parece indescifrable: ¿lo está escribiendo el protagonista?, ¿es una pesadilla?,

¿lo está dictando Octavio?, ¿es un conjunto de alucinaciones producto de una mona de solvente como las de Marta? Temáticamente, me parece que el texto tiene columnas que sostienen la aguda construcción de una realidad muy próxima de la que el autor logra tanto acercamientos minuciosos como sobrevuelos en los que casi es indistinguible lo particular de los mundos referidos. En un principio, el lugar central que todo el texto le otorga a la cabeza, al cerebro, al pensamiento mismo por medio de referencias tanto directas como metafóricas. Por otro lado, una importante referencia a la relación existente entre lo erótico y lo violento: a fin de cuentas, no es casualidad que el protagonista se pase la mayoría de la narración-lectura-imaginación sentado en la entrada de un cine pornográfico, frontera entre la realidad y la fantasía, si es que existe alguna. Finalmente, encuentro una reflexión compartida entre la espera y el escape, así como entre el acto escritural y la necesidad de transformación. Casi todos los personajes están esperando una insensata redención que les permita escapar, aunque de manera imaginaria ocurra, de un mundo tan cruento como real. Tal vez, Su majestad pone la música se trata de una “microhistoria”, por algo será que refiere a Luis González y González, en el sentido que los historiadores lo usan –particularmente desde Pueblo en vilo, del mismo Luis González–, es decir, no una historia de poco alcance o envergadura, sino una 169

historia tan individual e íntima que necesita muchos ojos para interpretarse. Perdió la cabeza. Habrá que cortar cabezas. Está mal de la cabeza. No sabe dónde dejó la cabeza. Tiene la cabeza en los pies, y otro sin fin de expresiones que nos hablan de la enorme metaforización que la palabra ha sufrido hasta resignificarse como el centro de control de emociones, razón, sentimientos, mie­ dos o prejuicios. No es gratuito que desde el Timeo, de Platón, se diga que “la cabeza humana es la imagen del mundo”: una bóveda circular y hermética en la que los astros y pensamientos se reflejan y pasean. En Su majestad pone la música, exis­ ten innumerables referencias a la cabeza como signo y realidad. Situar una novela en el México contemporáneo y hablar de mujeres asfixiadas, cuerpos decapitados y cabezas flotantes no me parece gratuito. En el fondo, Víctor Hugo Martínez hace también referencia a la violencia que cualquier ataque hacia la cabeza, de nuevo como signo, implica. Por poner un ejemplo: Sergio González Rodríguez menciona en El hombre sin cabeza que, cuando a finales del 2008 México había alcanzado cerca de 5 200 ejecutados por el crimen organizado, 170 de éstos habían sido decapitados. En un pasaje alucinante, el hombre escondido en una playa lejana sueña que la cabeza de su padre flota frente a él para regañarlo. La cabeza se multiplica en otros sueños hasta que el indivi170

duo acaba haciendo malabares con tres cabezas cercenadas. Si bien la cabeza flotante del padre del narrador tiene un tono irónico, casi absurdo y cómico –“Era un sueño empañado donde aparecíase la cabeça de mi padre y reprendíame por la nueva guarida tramada con pereça y mente atolondrada” –, la referencia se repite a lo largo de la novela con otras intenciones. Un neurocirujano practica, de niño, en la cabeza de animales para después, ya como un médico adulto, lograr “calmarse y pensar que aquel amasijo de pellejos y hueso unido al cuello de Bernardo no es más que la cabeza de un marrano o de un perro puesta sobre su mesa de trabajo”. De una manera parecida, cuando el protagonista comete un asesinato ahorcando a su pareja, la relación con la cabeza es muy clara: el cuello como un puente que, de ser cortado, impide la llegada a la sagrada parcela del encéfalo. En la novela es importante la cabeza como símbolo externo, pero también lo es, tal vez en mayor medida, como el receptáculo del cerebro: ideas: trastornos: imaginación: fantasía. No es casual que el protagonista tenga, si lo vemos de manera ligera, un “amigo imaginario”, o algún trastorno de personalidad si somos más pesimistas. Lo interesante de ello es la manera en que el autor logra construir ambas personalidades como entidades separadas que conforman a un mismo individuo. Y como si de un reflejo se tratara, en la segunda sección de la novela, cuando el cambio

de registro y diégesis cambian radical­ mente, utiliza nuevos recursos para reconstruir el asunto. Dice el narrador: “Había de contar que antes de llegar acá, siervo fui del príncipe duplicado (...) De fuirme de esas dos cabeças del príncipe siamés quien, fullero, usábame de heraldo de su perversión, emisario de su desenfreno (…) mi señor el príncipe duplicado, el siamés, a quien luego un tudesco buscaría satirizar en novela.” Valga el mismo ejemplo para reafirmar la serie de referencias que Martínez esconde en su novela: cuando habla de un “tudesco” y su novela, seguramente se refiere a Georg Christoph Lichtenbert, escritor alemán del siglo xviii, de quien, tras su muerte, encontraron bajo llave, en un mueble viejo de su casa, fragmentos de una novela llamada El príncipe duplicado. Ahora unas preguntas: ¿Usted le dedica poemas o masturbaciones a su estrella porno favorita? ¿Ambos? ¿No ve porno? ¿No tiene una estrella favorita? Qué preguntas tan personales, groseras, imprudentes, violentas... Pero, ¿no es en parte de “eso” de lo que trata la por­ nografía? ¿No es en ese violentar lo erótico donde reside uno de sus más caros fines? ¿No existe ahí todo menos sexo? ¿No es el simulacro por excelencia? Para Su majestad pone la música no hay mejor escenario que el cine porno: porque no lo es. Me explico: sí es cine porno, pero no es el escenario de la novela. Poco pa­ sa dentro de la sala de proyección. Hay una pared que el autor decide no

cruzar más que en contadas ocasiones, ya que lo que le importa es la espera, el sinsabor del que se sabe justo en la línea entre el gozo y el aburrimiento. No busca simulacros, sus personajes no buscan rubias multiorgásmicas con pubis depilados y senos gigantes disfraza­ das de colegialas deseosas siempre del embate de innumerables falos. Los per­ sonajes se conforman con vivir una realidad cruda y áspera: con existir. Una mujer, horrible, que cobra en la taquilla; otra, igual de fea, que limpia los baños; un boletero bipolar desencajado de su propia vida, o un “ruco gordo que atiende el Oxxo y por las tardes es la señora que cobra a ochenta la mamada y a ciento cincuenta el palo”. Lo violento y lo erótico son una sola cosa en la novela de Víctor Hugo. La relación que el protagonista tiene con Marta lo demuestra. El comienzo es un juego con pequeños golpes, con simulaciones de abuso sexual, con algunas cachetadas, pequeños juegos de asfixia erótica; el final es una puesta en escena, un dibujo grotesco y explícito de Hans Bellmer. Dice el narrador: “un cuerpo a mi merced para el ejercicio de la violencia. Una violencia brutal pero en los límites del silencio. Entre sueños fingidos me dijo que la golpeara en la cara, que le pusiera en toda la madre. Dos buenas cachetadas retumbaron en el aire miserable...” Y Bataille contesta: “El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia.” René Girard añadiría un tercero, 171

una triangulación mimética del deseo. Y el narrador contestaría, molesto con Octavio: “Porque el deseo es una construcción social y el placer y la excitación son puro mimetismo, dice el cretino de Octavio”; pero siendo sincero consigo mismo: “Cabía también la posibilidad de que nuestra relación fuese un constante espejo: yo me excitaba al verla excitada y ella seguía avivando su excitación con la mía. Ad infinitum, y quizá en ese reflejo estaba el secreto de lo que llaman amar a alguien.” Con sinceridad, digo que del texto de Víctor Hugo no me convence un único asunto. Aunque el autor se pregunta en algún momento “¿Significa que el sujeto está condenado a permanecer en la ruindad a la que el tiempo lo obligó?”, me parece innecesario que de pronto emplee reflexiones que suenan a simple introspección moralizante. Como cuando se refiere a la mamá de Marta: “Platiqué con ella, era una vieja como casi todas las de su clase social, de su tiempo y de su espacio: conservadora, hipócrita y estúpida, con una sensibilidad configurada por Televisa, telenovelas y talk shows. No era su culpa. En el fondo, nunca es culpa de nadie.” Considero que párrafos como este –muy pocos en realidad– parecen de otra novela mucho menos arrojada y de la osadía características de Su majestad pone la música. Un asunto casi final: celebro que una editorial independiente publique un texto de tan altísima manufactura, a la vez que 172

aplaudo que el autor confíe su texto a una editorial como La Cleta Cartonera que, por razones evidentes, tendrá una distribución, siendo optimistas, menor. Lo importante, me parece, es que tal vez sea ésta la función de este tipo de editoriales: apostar por textos exigentes que hablen por cuenta propia. Tanto los editores como el autor realizaron una decisión valiente y acertada. Víctor Hugo Martínez es un autor joven preocupado por el lenguaje, por la narración, que apuesta por jamás menospreciar a su lector y pedirle que lo siga en un viaje complejo, a ratos cruento, real y alucinante. Un escritor con señas de clara madurez y con un oficio sólido e inteligente. Valga como ejemplo el comienzo del tercer capítulo en donde Martínez emplea como epígrafe versos de un poema de Efraín Huerta (“Era un caballo rojo, galopando sobre el inmenso río”), para después empezar su narración como una continuación de los versos de Huerta: “Así es, después del primer corte, el alazán brinca despavorido y comienza su galope aterrador.” Y a todo esto, ¿quién es “su majestad”? Y ¿por qué pone la música? Dice el narrador: “Nada hallé para yantar, mas en un lugar bajo la arena dos cosas estrañas vide. La primera, una pequeña caja de delicado material sobre el que rezaban cristianas letras valproato semisódico y junto a ellas dos o tres niñerías más. La segunda, un espantoso libraco con las fojas inusitadamente

unidas. El idiota titulábase, mas el nombre del autor era borrado por la edad y abandono del libro.” Cito el anterior pasaje porque me da una pista entre otras muchas posibles. El valproato semisódico es la sustancia activa en medicamentos utilizados para el tratamiento de ataques epilépticos y, en casos más graves, para padecimientos tan complejos como el trastorno unipolar depresivo o el bipolar maniaco depresivo. Las demás pistas están entre las páginas de la novela. Como bien lo muestra el texto, intentar descifrar lo que ocurre en nuestras cabezas, hacer un esfuerzo por penetrar en lo más profundo de nuestro inconsciente plagado de oscuros callejones, es someterse a un desaforado ejercicio cuyos resultados serían imposibles de pronosticar. Sería como “jugar a las sillas” en un cuarto vacío sin dónde sentarse, y en donde sólo su majestad pone y quita la música a placer.

Vidas ya vistas R osana R icárdez Mario González Suárez, De la infancia, Ediciones Era, México, 2014, 142 p.

Hablar de la infancia es invocar la memoria, apelar al recuerdo, detenerse un instante o lo pertinente para pensar y recapitular; cortar de ahí y pegar acá, hacer el esfuerzo y traer del ayer al hoy algo soterrado, cuya agitación desata un torrente de nuevos pensamientos o reconfiguraciones de ellos. De la infancia es la reedición, en Biblioteca Era, de la novela de Mario González Suárez publicada por Tusquets en 1997. El primer texto al que me remitió el título fue a Infancia, de J.M. Coetzee. La relación aparece de manera evidente por el nombre pero también por la invocación a la memoria. Sin embargo, al cabo de dos páginas, la primera referencia se aleja para aproximarse a Las batallas en el desierto. Se aproxima pero no se reduce a la novela de José Emilio Pacheco; cohabita hasta distanciarse poco a poco. Pareciera que esta novela narrara aquella Ciudad de México de Las batallas en el desierto, pero en fechas más recientes, con lo que representa las consecuencias del progreso en una gran ciudad urbanizada con individuos ensimismados en sus tragedias personales. Pareciera también la continuidad de una saga que se desprende de la idea original 173

y avanza. Pareciera datar de los años ochenta. La imprecisión de la fecha es intrascendente porque la ciudad que dibuja puede ser de hace treinta años, pero también de hoy: vivo retrato de ciertas regiones donde están condenados a vivir desarraigados, desechados, fracasados… la escoria de la sociedad y su linaje. El texto revela algunas claves de los conflictos en un país en configuración donde la idea del progreso está en ciernes –perpetuamente en cier­ nes– porque para estos personajes el acercamiento con el progreso es sólo eso: acercamiento, nunca realidad. De alguna manera el lector intuye, desde el principio, que frente a personajes per­ dedores, mediocres y pobres, sólo existe una certeza: la imposibilidad de abandonar las condiciones que los distancian del resto de la sociedad. La memoria se niega a guardar silencio y regresa de una u otra forma, a veces deformada, siempre reconfigurada. Es lo que sucede con el narrador de esta historia, un alguien de hoy –quizá ya adulto– que recuerda sus días de infancia, con aparente inocencia, cuyo relato se detiene al entrar en la adolescencia. La voz que el lector escucha es la del niño que crece y aprende. En ese sentido, se trata de una novela de formación en la cual el protagonista gana mañas en la vida tras las experiencias encaradas, unas más inocentes que otras: desde el juego hasta el hurto. Existe en el relato una inocencia sólo aparente, porque el narrador conoce su sino y la 174

prudencia y dosificación de sus palabras es sólo una deferencia hacia el lector. Si de aspectos técnicos se trata, la novela es un prolongado fluir de la conciencia combinado con estilo indirecto libre. Hasta aquí, sin novedad. Lo interesante de De la infancia comienza con esas dos páginas que referí desde el principio, las dos con las que abre la novela. Llena de puntos suspensivos, se trata de un cúmulo de sensaciones y movimientos que desconciertan pero enganchan, que implican movimiento pero también contemplación: “no me detuve”, “mis manos perdieron el ciego asidero de la pared”, “me invadió la sensación”, “apareció una luminiscencia en algún punto de la caverna”, “me tallé los ojos”, “la silueta huía de mis pasos”, “quise mirarme las manos”, “me escuché a la deriva por el aire”, “su velocidad me aturde pero prefiero abandonarme al remolino de su aliento”. El gancho es lo desconocido, lo que desconcierta pero embelesa. Ésa es la dinámica de la novela, un perpetuo juego entre un mundo fantasmagórico y uno real, entre los fantasmas de afuera y los de adentro, una especie de realismo mágico donde la belleza, la imaginación, la expresividad y la evasión de la realidad se hacen patentes. No puede dejarse de lado el hecho de que la novela sea una radiografía de un México pobre, cargado de violencia intrafamiliar, incesto, robo y delito. La novela tiene un aura de melanco-

lía por los tiempos pasados pero también de alivio por haberlos dejado atrás, sea porque el tiempo hizo lo suyo provocando la madurez física y moral de las personas, sea porque la muerte les llegó a tiempo. Y eso es lo desconcertante de la obra, pues invade un tufo de naftalina cuya función consiste en acabar con el tiempo, conservándolo en una sola época que coexiste con el hoy. En otras palabras, la novela es una fotografía fija con varios episodios de la vida de alguien que vive entre la vigilia –esta vida– y el sueño –otra vida. La vida del protagonista es narrada por él mismo, pero el lector también se hace una idea de él a partir la percepción del resto de los personajes, pues de alguna forma él será ellos en unos años –Basilio, el padre, puede incluso leerse como el niño muchos años después–; ellos delimitan su personalidad. Así, Basilio da el ejemplo de cómo ser un macho vividor y violento, con fuertes traumas arraigados en su orfandad; la madre, abnegada y bruja, lo introduce en las artes de la manipulación y la brujería; su hermana –menor que él– le hace descubrir el amor –un amor sensual desprovisto de malicia–, mientras que su hermano le muestra la fragilidad. La presencia femenina es constante, no sólo la de la madre sino la de esas niñas que se cruzan en el camino: vecinas, hermanas de amigos, esposas de los amigos del padre. A todas ellas reserva momentos especiales que evocan momentos de erotismo. Figuran en su lista

Georgina, la vecina; Ariadne, su hermana, “antes de que mi padre la convirtiera en nuestra enemiga”; Diana, del jardín de niños; Lorena, “una novia cuya madre era más bonita”; Roxana, la hermana del Gerber; Gabriela, hermana de Galisteo. Tras vicisitudes propias del despojo –vivir en un departamento cuyos vecinos declaran la guerra o en una casa cuyos familiares hacen lo mismo–, la familia de Basilio Niebla termina por habitar una casa grande en un lugar llamado La Arboleda. Descrito como un barrio en crecimiento a las afueras de la ciudad, se convierte en otro personaje pues es en sus parajes donde el protagonista cobra conciencia de su crecimiento. Ese lugar y esa casa se convierten en el refugio de los delitos del padre, en ese lugar se relaciona con niños de su edad y desarrolla complicidades, ahí afina el desprecio y alejamiento de su hermana, ahí mismo experimenta su primer beso. Pero es ahí también donde los fantasmas se hacen más presentes que antes. Si bien en el departamento del edificio céntrico donde primero vivió la familia ya era habitado por el espectro de una vieja, es en la casa de La Arboleda donde los fantasmas se arraigan y demandan su propio espacio. Es dentro de La Arboleda, es dentro de la casa, es dentro de la mente de los personajes donde todo sucede. (“Afuera nadie es nada, / afuera tú no existes / sólo adentro”, versa la canción de Caifanes.) Tal como Bailando en la oscuridad, 175

de Lars von Trier, donde sin música pareciera imposible relatar cualquier drama por su profundidad, aquí, sin la fantasía, pareciera imposible desmenuzar una historia más de abuso familiar, violencia, migración, desarraigo, melancolía y despedidas. Es en el adentro donde sucede todo, desde adentro debe buscarse un refugio ante la desgracia. Frente a la imposibilidad de encontrar la felicidad afuera –felicidad temporal–, el personaje principal, cuyo nombre se desconoce, se ve obligado a encontrar alternativas para escapar de la violenta realidad. Lo hace dentro de su casa y, por desgracia, sólo encuentra fantasmas. El dolor de su realidad se ve mitigado por lo sobrenatural hasta que esto se vuelve real: “Secretamente empiezo a desear la aparición de la presencia. No puede ser peor que vivir con mi familia.” El relato da señales de que todo comienza como un ejercicio del protagonista para tener certezas sobre su vida, de ahí que empiece con la remembranza de los lugares habitados desde niño. Aunque el eje de su narración es el espacio físico, ésta se ve de inmediato colmada por la violencia y los arrebatos del padre, y por la abnegación y victimización de la madre. La memoria es así un acto colectivo pero individual, la construcción de uno solo pero nunca en soledad. “Se entra directamente a una sala comedor. A la izquierda hay una recámara amarilla que da a la calle, en ella dormimos todos la noche anterior. Damasco y yo la elegimos como 176

nuestro cuarto. Al fondo se encuentran otras dos habitaciones: a la izquierda, una pintada de color rosa, donde se instala mi pequeña hermana, a la derecha la de mis padres, azul, con salida a un extraño patio triangular. Hay un solo baño, muy reducido, apenas con espacio para bañarse y el excusado. La cocina también es enana.” Elizabeth Jelin, socióloga argentina, sostiene que las identidades y las memorias no son cosas sobre las que pensamos, sino cosas con las que pensamos y no existen, por lo tanto, fuera de nuestra política, de nuestras relaciones sociales ni de nuestras historias, aún en los momentos más individuales. Quizá por ello, a medida que avanza el relato, los puntos suspensivos del comienzo cesan para convertirse en enunciados cargados de certezas. El texto es un enorme fluido sin divisiones por capítulos, que pretende eliminar los silencios y cualquier espacio para la duda. La memoria se niega a guardar silencio y regresa de una u otra forma, ocupándolo todo. A lo accidentado de los primeros recuerdos con que la novela comienza le sigue el feliz recuerdo de la llegada a La Arboleda, con la expectativa de una nueva vida en un nuevo espacio y la esperanza de la independencia familiar. Pero pronto el narrador revela, página tras página, que las personas no cambian y que en realidad no existe motivo alguno para creer que el holgazán y el ladrón dejen sus hábitos. Su padre es lo uno y lo otro, cada vez más violento y

cada vez más traumado por su soledad y el abandono de su madre cuando niño. González Suárez desarrolla la vida de cada personaje, al menos de los integrantes de la familia, y justifica su proceder. Todos, a fin de cuentas, están perseguidos por fantasmas personales, desde aquellos que encarnan el miedo a la oscuridad hasta los que encarnan la paranoia y la añoranza de un inexistente pasado. Cuando una familia se muda, los fantasmas se van con ella. Los fantasmas son entonces algo así como seres fieles que representan la marca de un linaje, una promesa bíblica para los desobedientes que alcanzará hasta la tercera y cuarta generación. ¿Y cómo no heredar la maldición si es probable que la historia de hol­ gazanería y hurto se repita? El hijo, pese al odio y miedo, es igual al pa­ dre; la maldad se mama y la suya es aprendida del padre: la envidia, la me­ diocridad de la pobreza, la de los padres, de los hijos y de las generaciones venideras. “[Niebla] se ve radiante, no por saldar una ofensa, sino por haber tenido la oportunidad de vengarse de la prosperidad de César y, sobre todo, de su coche grande.” Viéndolo bien, pese a la ausencia de capítulos, la novela es una serie de microrrelatos que bien podrían funcionar de manera individual. “Suelto unas cuantas gotas de agua sobre un orificio al pie del tinaco. A continuación sale una asombrosa cantidad de hormigas, primero negras, luego rojas, después aladas. Sien-

to que todas sus falanges se conjuran contra mí, que razonan. Es absurdo correr en la soledad de la azotea, tanto como saltar al vacío. Voy por un cubo de agua y respondo a la ofensiva: no menguan las enemigas ni su ferocidad. Rozo el terror cuando salen tres hormigas grandísimas y amarillas. Son las reinas, pienso. Es mi fin… pero no quise entrar a pisotearlas. Acarreo un cubo: me tienen rodeado y muchas vuelan.” De la infancia es un buen paseo por la memoria de un niño que combina la fantasía con la crudeza de un país donde la violencia intrafamiliar y la violencia social –pobreza– forman parte de la cotidianidad. La edición de Era es atractiva, salvo por los descuidos convertidos en erratas. Pareciera que la novela no fue transcrita sino escaneada y todas las terminaciones -rlos fueron sustituidas por -adas o -ados, de modo tal que donde debiera decir pisotearlas dice pisoteadas; cortados (p. 15) aparece en lugar de cortarlos; cortada (p. 17) por cortarla; usado (p. 20) por usarlo; sacado (p. 20) por sacarlo; impresionada por impresionarla (p. 133). Una hojeada más hubiera bastado.

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Tradición y modernidad A lejandro B adillo Jaime Mesa, Las bestias negras, Alfaguara, México, 2015, 253 p.

La narrativa contemporánea en México, en particular la novela, se ha enfrentado a dos caminos: la experimentación con el lenguaje y la estructura; y la utilización de las recetas clásicas que privilegian un lenguaje funcional y personajes atractivos. En el primer caso tenemos, quizás como un ejemplo extremo, a Mario Bellatin. Obras recientes como El libro uruguayo de los muertos, que abordé en una reseña anterior, ponen en jaque el mismo concepto de novela. No hay una historia o historias a seguir; tampoco una trama que escale en tensión, sino apenas pensamientos dispersos, di­ vagaciones fragmentarias que evaden cualquier secuencia o concatenación de hechos. Se le llama novela pero también podría llamarse “prosa”. En el segundo grupo tenemos a un gran número de escritores que prefieren no sacrificar las convenciones del género y se enfocan en temas, grandes épicas, dramas históricos, contados, todos ellos, para un público que prefiere un territorio seguro en lugar de ambiguedades. Lo que predomina en este tipo de obras es sustentar una historia que no deje cabos sueltos, que cuente de manera eficaz usando al lenguaje como una herramienta y no como protagonista. 178

Jaime Mesa (Puebla, 1977) pertenece a este segundo grupo. Desde Rabia (2007), su debut en la novela, pasando por Los predilectos (2014), ha explorado temas-fetiche del mundo contemporáneo: la alienación tecnológica, la búsqueda de la fama y, en el libro que nos ocupa, los entretelones del poder cultural y político. Es comprensible el interés en estos temas. Autores como Zygmunt Bauman, por mencionar a uno de los más importantes, han analizado, desde la sociología y otras disciplinas, la inestabilidad provocada por la globalización, los espejismos de un mundo en perpetuo cambio y el consumo, onmipresente en todas las esferas de la vida cotidiana, como motor e identidad. Por otro lado, en un ámbito más íntimo, la irrupción de internet en las relaciones sociales ha modificado nuestra manera de pensar y, sobre todo, de concebir nuestra comunicación. El escritor no sólo es testigo de este cambio sino que, además, ha visto cómo las nuevas tecnologías están transformando la manera de producir literatura. Curiosamente, estos aspectos casi no son usados como tema central en la narrativa joven del país. Las bestias negras propone, de entrada, la creación de un antihéroe: Eliseo de la Sota, funcionario cultural de provincia que hace lo necesario para conservar el poder y mueve las voluntades de sus subalternos para lograr sus objetivos. Este elemento, que en las primeras páginas se plantea como central, es uno de los ganchos más eficientes para

generar interés en el lector. El antihéroe es peculiar, fácilmente caracterizable y, al mismo tiempo, es un hilo conductor efectivo para una trama que no tenga muchos resquicios ni digresiones. El foco narrativo lo sigue hasta su triunfo o a su debacle. Eliseo de la Sota manipula su entorno afectivo y laboral hasta que cae víctima de su ambición y falta de escrúpulos. Sin embargo, al pasar las primeras páginas nos damos cuenta de que, a la par de sus andanzas, hay un cúmulo de personajes que reclaman su propio espacio y protagonismo. Esta ca­ racterística crea una sensación polifónica en la novela: asistimos a desencuentros, pláticas, decisiones cotidianas que tocan a Eliseo de la Sota de manera tangencial. El autor, enfrascado en el seguimiento de estos personajes secundarios, dispone las minucias que conforman su día a día. El periodista, el esposo de una colaboradora, el artista que es invitado a un festival, terminan enredados en una telaraña cuyo centro es Eliseo de la Sota. Esta conformación múltiple, por llamarla de alguna forma, hace que el protagonista desaparezca en varios tramos del libro. El efecto es, a mi pa­recer, claro: se rompe la estructura lineal y dejamos de seguir, por momentos, las maquinaciones del funcionario. Por otro lado, la anécdota que se plantea al comienzo, y que es ancla de las demás acciones (el prestigio deshonrado de Eliseo de la Sota y el escarnio que pende sobre su cabeza), se mezcla con otros elementos y tiende a diluirse conforme transcu-

rren las páginas. Esta propuesta, desde la perspectiva de la construcción de una novela, es natural. La narrativa de largo aliento da cabida a historias cuyos hilos se separan, entrelazan y parten en diferentes direcciones. Un cuento se hubiera conformado con resolver y redondear un solo evento. El punto crítico de Las bestias negras es mantener la tensión, el interés en una trama que tiene como principial atractivo un antihéroe que entra y sale del escenario dejando el papel principal a otros actores. Eliseo de la Sota, inmerso en una feria de mezquindades, parece, en algunos capítulos, un jugador más que mueve sus fichas dejando a un lado su responsabilidad como soporte de la trama. La tensión narrativa es sustituida por una larga serie de pasajes que sirven más como caracterizaciones que como situaciones con un efecto inmediato en el lector. Las bestias negras es una novela que se mueve con soltura y privilegia el ritmo de la prosa en lugar de construcciones sintácticas complicadas o metáforas deslumbrantes. Como apunté líneas arriba, el riesgo está en una estructura que tiende a uniformar acciones y personajes. La exploración de personalidades y situaciones se asemeja a los ejercicios de autores como Don DeLillo que sondean la modernidad a través de la minucia. No hay grandes épicas sino vidas minúsculas que son retratadas, con todo detalle, como si estuvieramos siguiendo en tiempo real el día a día de cualquier persona. Siguiendo este pensamiento, 179

podemos sacar a la luz uno de los efectos que se advierten en este tipo de lecturas: se atestigua y no se califica; se cuenta desde la sutileza y no desde la peripecia. El narrador es alguien que atisba a través del ojo de una cerradura o un dios omnipresente que nos refiere, desapasionado, un universo que le es accesible y que controla a plenitud. En cada una de estas apuestas hay un precio que pagar. Quizás la concesión más importante es un tono que se aleja de lo íntimo y que tiene que convencer, necesariamente, con los enroques y las anécdotas que se conectan. En el libro que nos ocupa, la verosimilitud y exactitud ocupan el espacio de un antihéroe más estrafalario que interviene en gran parte de los sucesos para encandilar al lector. Las bestias negras parte de lo tradicional, decimonónico diría, y muy pronto tuerce el camino. Una de las claves más evidentes es el uso de la tercena persona. El narrador omnisciente guía al lector como en los viejos tiempos y pronto se enfrenta a una estructura dispersa y fragmentaria. Este tipo de narrador, por definición, tiende a cierta objetividad y deja que acciones, diálogos y pensamientos, definan a los personajes. En la novela de Mesa hay una intención reiterada por superar los límites de esa voz. La prueba más clara es el tono en el que se narra: el escritor no sólo cuenta sino que desmenuza a sus criaturas como si fuera un ojo clínico, un microscopio que selecciona los as180

pectos más llamativos de las criaturas que examina. Aquí tenemos una de las principales renuncias de Las bestias negras: la objetividad. No basta situar a los personajes en acontecimientos problemáticos generados, en mayor o menor parte, por Eliseo de la Sota. La selección de palabras, la seguridad del punto de vista, dibujan con pericia a los protagonistas pero, también, los rodean de una atmósfera en la que la duda o la incógnita parecen escenarios muy lejanos. No son Eliseo de la Sota y sus víctimas los que toman decisiones sino el narrador, que conoce la historia de cabo a rabo, quien simplemente los pone a caminar en secuencias en las que incluso los diálogos son absorbidos por el tono general que se ha construido desde la primera página. Las bestias negras, por la complejidad y la dispersión de sus historias, representa un paso adelante respecto a los primeros trabajos del autor. La velocidad de sus frases y el ritmo que conduce cada uno de los pasajes logran una atmósfera que se mantiene sobre todo a larga distancia, una vez que se ha cerrado el libro y pasan los minutos. Tocará al lector decidir si es suficiente este esfuerzo como para ignorar los riesgos que menciono y entender que el ascenso y caída del antihéroe no son lo más importante de la novela. Una anécdota que se pierde en los vericuetos de la narración, una tensión encriptada en situaciones en apariencia irrelevantes, son posiciones asumidas

a plenitud por el autor. La crítica y el tiempo juzgarán. Rafael Lemus, en su reseña aparecida en Letras Libres sobre Rabia, la primera novela del autor, afirma: “parece querer demostrar que la novela puede ocuparse del presente sin tener que sacrificar una sola de sus convenciones”. En su tercera obra Jaime Mesa parece haberlo escuchado y sacrifica algunos códigos convencionales. Sin embargo, una vez emprendido el vuelo, recuerda que tiene que contar una historia y vuelve, casi por inercia, a la regla de una trama efectiva e identificable. Una posibilidad interesante, acaso ociosa considerando que una reseña no es un taller literario, sería imaginar Las bestias negras como una especie de seres oscuros, devorándose unos a otros con sus miserias cotidianas sin necesidad de un enemigo a quien enfrentar. Veremos si en sus siguientes obras el autor se acerca a esta propuesta o si regresa a puerto seguro.

Inasible J udith C astañeda S uarí Juan Carlos Reyes, Para subir y caer, Tierra Adentro, México, 2015, 96 p.

Reúnes datos, cuentas bolígrafos, tantos de tinta verde, azul y roja, cuentas libros, piezas metálicas de determina-

do grosor y largo, después anotas esas cifras en un registro o bien las ingresas a un documento electrónico. ¿Por qué? Quieres saber cuántas piezas metálicas del mismo calibre hay en la primera estantería del fondo. Seguridad, conocimiento. De cualquier modo, tendrás la sensación de que algo se te ha escapado. Un artículo de papelería que olvidaste en la gaveta más pequeña, un volumen que se encontraba en el estante al momento de hacer el recuento pero que ahora no está pues alguien lo tomó o lo robó o lo cambió de lugar. Y entonces vuelves a contar o a revisar, desarrollando así una obsesión. La pluma de Juan Carlos Reyes retrata lo anterior en el cuento “Inventario”, que apareciera en el número 157 de la revista Crítica y que ahora recoge en Para subir y caer, volumen publicado bajo el sello de Tierra Adentro. Es una especie de experimentación este texto, el inaugural, donde parece que nada ocurre, que sólo es un conteo y su posterior registro en las páginas de numerosísimas libretas. Sin embargo algo se mueve debajo. Las citas de libros, los largos párrafos transcritos, los formularios arrancados de periódicos y revistas, la composición, dosis y vía de administración del Clonazepam –indicado para el tratamiento del trastorno bipolar y los trastornos del sueño y de ansiedad–, los códigos de barras recortados de alguna caja, lata o libro, las claves pertenecientes al sistema de catalogación de una bibliote181

ca, no alcanzan a velar un evento sencillo, sencillo y raro: el hecho de legar posesiones –una casa– a un completo extraño: “Julia desperdició un día en su departamento intentando recordar quién era ese anciano. Intentó inútilmente adjudicarle algún encuentro en la calle, en algún café perdido y olvidado. Repasó mecánicamente la lista de personas que había conocido de paso en su vida, y ninguna coincidía con aquel hombre abierto en canal sobre una plan­ cha de metal.” Al final, el día programado para el derrumbe de esa casa ahíta de anaqueles y libretas que recibiera como herencia, Julia sale del lugar con sólo una pluma y una libreta en blanco. Esto, aunado a los recuadros negros que salpican el texto, los cuales ocultan nombres, números y fechas que hacen de esas libretas cualquier libreta porque pueden ser más de uno, nos dice que la obsesión que conforma “Inventario” pasa de persona a persona, que antes quizás un desconocido también dueño de una inmensa colección de libretas se refirió al anciano de unos ochenta años como éste lo hizo con respecto a Julia: “Era tan anodina, tan insignificante, que era en todo el tamaño del término: una completa extraña. Y una extraña era lo que estaba buscando. Y las posibilidades de que llegue a este pequeño párrafo entre cientos de miles de palabras, serán el dado que tendremos que tirar juntos, aunque ella nunca lo sepa.” Así como ese anciano abierto en ca182

nal bien pudo recibir una herencia de libretas llenas de datos, el hecho de in­ ventariar se extiende a varios de los cuentos que integran los tres apartados del libro. Para subir y caer registra las vidas y la convivencia, a veces difícil, que pasa por una vecindad anónima en “Búfalos en estampida”. Registra también los eventos ajenos a una existencia que vuelven a ésta más que secundaria, invisible, en “La vacía historia de Samuel”. Da cuenta de gatos, de cadáveres y sitios devastados por la guerra en “Escombro” y en “Gato con camisa blanca y tirantes”. Y aunque en cierto momento el narrador nos diga que inventariar es lo primordial en esas páginas y lo demás se torna irrelevante, usando un “Yo soy sólo un testigo y no importa mi nombre ni existencia”, la verdad es que en algunos casos existen motivaciones para llevar un registro. Está, por ejemplo, “Escombro”. Parte del segundo apartado, en el que las narraciones se apegan más a la idea tradicional de un cuento, muestra a sus lectores al sobreviviente de una explosión. El hombre, luego de esperar durante horas y quedarse dormido por momentos, camina en la noche, busca sobrevivientes y se dirige hacia la lejanía, donde alcanza a ver un tanque en llamas. En su avance, en su recorrer con los ojos espacios llenos de escombros, de cuerpos muertos cada vez más abundantes bajo cada árbol, “junto a cada roca infinitamente presente en aquel bosque”, como si de ofrendas se tratara, va contando a

estos últimos y termina por otorgarles el nombre de algún conocido, el de familiares y amigos de infancia, creyendo así borrar el anonimato de una muerte en vano –escribe el autor–. Creo que al hacerlo, este militar se convierte en una más de las libretas que conforman la colección de “Inventario”: registra datos para no sentir la herida de la soledad, para reafirmar su propia respiración y su existencia, para al mismo tiempo reprocharse la suerte de estar vivo. Pero no existe nada seguro, nada inmortal, y esta reafirmación va a perderse y con el tiempo nada significará, pues el soldado mismo ha de morir, desvaneciéndose junto a él los que fueran cadáveres y escombros, claros de bosque. Inventario inasible el suyo, inasible sin remedio. En esta segunda sección, los cuentos se alejan en mayor o menor grado del acto de inventariar. Y es que, si bien muchos escritores van estructurando sus obras en torno a una idea central, a un único tema, no es una regla el que deba ser de esta manera siempre y para todos. Así, encontramos breves narraciones policiacas y relatos ambientados en una época de guerra. Y entre escenas donde un festejo de cumpleaños infantil acaba en un asesinato múltiple y ensoñaciones que tienen su origen en el deseo de un soldado de estar en casa con la familia, con su novia, y no agazapado entre los matorrales, listo para emboscar al enemigo, bajo la noche iluminada por una bengala roja, desta-

ca la fotografía que es “Úrsula pintando en las paredes”. Detrás de ella está la historia de un familiar perdido, una hermana mayor que se quedó atrás, entre la metralla, el humo y las trincheras. De nuevo en un entorno de guerra, en este breve texto resalta la imagen de una mujer desnuda que tiene en el rostro una máscara antigás y el cuerpo cubierto de hollín. Si en sí misma esta apocalíptica instantánea me parece como trazada con tinta indeleble, dicha característica se acentúa a través de la mirada de los demás. Cual si se tratara de un ser arrancado a la tumba o de una superviviente de sangre divina, existen personas que la invocan, que se acogen a ella como si fuera una deidad. Juan Carlos Reyes representa este hecho adaptando una plegaria al cuento: “Santa madre de la guerra: ruega por nosotros; madre intacta por las balas: ruega por nosotros; virgen prudentísima ante la tortura: ruega por nosotros; virgen digna de alabanza enemiga: ruega por nosotros; virgen poderosa y violenta: ruega por nosotros…” Tales palabras, tomadas en préstamo al Rosario de nuestra realidad, también vuelven solida la esperanza de personas que no tienen otro asidero sino la supuesta Úrsula, sombras que transcurren una existencia difícil, ocultas entre los estragos de la guerra y el hedor de la comida putrefacta, entre explosiones y avisos anónimos para correr y esperar en otro sitio, igual de desolado, una muerte que tarde o temprano se completará. 183

El tercer apartado es el más variopinto, por así decirlo, el más heterogéneo. Constituido por una especie de guía de viaje, por un recuento exhaustivo de los habitantes de una casa, así como de sus probables motivaciones para estar ante el refrigerador o en la mesa, y por una combinación de cuento con fábula, tiene sin embargo entre estos dos últimos textos un elemento de enlace: ambos están protagonizados por animales. Por veintiséis gatos y un elefante. De haber una moraleja como tal en este último texto, sería algo cercano a “ten cuidado con lo que deseas porque puede cumplírsete” o “junto a lo luminoso siempre se presentará la oscuridad”. En sus páginas, “Iktumbe” nos relata la vida de un elefante que viaja a Las Vegas para ejercer el pleno derecho a ser millonario, como señala la Declaración de los Derechos Universales del Elefante, el que se suma al “derecho a conservar sus incisivos superiores de marfil –que muchos toman por colmillos–, y el de bañarse en un sauna por lo menos tres veces en su vida”. Luego de días de no encontrar alimento, Iktumbe se preguntará por qué es pobre su familia, por qué vivir en tal inopia, para después considerar hacerse diputado, actor de Hollywood o deportista profesional. El miedo a los zapatos, la desconfianza hacia las jeringas y la pena que le daría lastimar a alguien con su trompa, lo llevan al casino que se acaba de inaugurar cerca de su casa. Ahí trabajan sus cinco kilos de 184

cerebro, cuenta cartas y gana el dinero que invierte en un boleto de avión de primera clase, donde no lo admiten por el exceso de peso: “Nunca avisó que era un elefante.” Pero al final llega a Las Vegas, donde junto al brillo de los espectaculares lo cercará la oscuridad que antes mencioné, tomando la forma de un desenlace quizá temido o presen­ tido pero en ningún momento deseado, tan inasible como lo es el entorno que contiene a varios de estos cuentos y a nosotros mismos al exterior del libro.

En busca de lo invisible E duardo S abugal William Rowe, Hacia una poética radical, fce, México, 2014, 353 p.

Desde una variante radical que intenta combatir el privilegio epistemológico de cualquier forma de comunicación y una profunda admiración confesa hacia la obra de Raymond Williams, con una adaptación hasta cierto punto sui generis de las posturas hermenéuticas deudoras y herederas de Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur, la propuesta de Hacia una poética radical planteada por William Rowe se propone como un ejercicio híbrido que se nutre de los Cultural Studies, por un lado, y de la hermenéutica más tradicional de corte

alemán, por el otro, dándole protagonismo a los horizontes de producción y recepción a partir de la noción de historicidad. La hibridez de Rowe también queda de manifiesto en este libro al tra­ bajar en dos mesas: la parte teórica (la exposición de su propio método interpretativo) y la aplicación en casos concretos en torno a la obra de Vargas Llosa, Roa Bastos, José Donoso, César Vallejo, Emilio Adolfo Westphalen, Juan L. Ortiz, Nicanor Parra, Carmen Ollé, Raúl Zurita y Diego Maquieira. Ya en Memoria y modernidad. Cultura popular en América Latina (William Rowe y Vivian Schelling, Grijalbo, 1993), Rowe había dejado claro su interés por la región latinoamericana y por el esfuerzo interpretativo para entender, desde un modo distinto, las configuraciones culturales que han permitido cierta producción literaria pero, sobre todo, cierta recepción de esa obra y sus relaciones (muchas veces de confrontación) con los viejos discursos articuladores de identidades, problematizando la idea de mestizaje y transculturación, y la antigua distinción entre alta y baja cultura. Sin embargo, en aquel texto publicado en inglés en 1991 aún había una marcada influencia de Néstor García Canclini en la forma en que Rowe usaba el concepto de lo híbrido, y se percibía cierto apego al discurso de autores de la región que reflexionaban sobre los mass media y lo popular como Carlos Monsiváis y Martín Barbero. Hacia una poética radical, escrito en inglés cinco años después,

supone cierto distanciamiento respecto a esas aproximaciones e incluso algún tipo de revisión crítica de los autores citados. Ahora, más que intentar una suerte de reivindicación de lo popular, se propone pensar la literatura reflexionando sobre la fuerza hacedora de la textualidad, entendiendo el hecho de cultura como un hecho de lectura. Dentro de las diversas perspectivas teóricas que han existido para abordar el hecho literario y sus problemas (identificación y diferenciación progresiva en el devenir histórico), a Rowe parecen interesarle por igual aquellos enfoques que toman en cuenta tanto lo que acontece en torno a la obra (público, contexto) como lo que la sigue (recepción, influencias), pero huye radicalmente de cualquier enfoque esencialista, importándole más cómo funciona socialmente lo literario, o sus condiciones de posibilidad, que la sustancia de la literatura o algún rasgo universal de la misma. Eso literario que Rowe pretende comprender se encuentra siempre comprendido como un hecho cultural. Dicho de otra manera: lo literario, que puede o no desembocar en un determinado producto validado y legitimado como literatura, le interesa en su textualidad y al mismo tiempo en su inserción dentro del imaginario cultural. Lo literario sirve para reconstruir escenas de forma dialógica, es decir, en permanente diálogo con los múltiples registros hallados en una textualidad siempre rastreable históricamente a partir de prácticas culturales precisas. 185

La poética radical intenta romper las fronteras esencialistas que definían lo literario de forma rígida. Si de forma convencional se entendía la naturaleza de la literatura a partir de una cooperación hiperprotegida, el uso de etiquetas institucionalizadas y un uso particular del lenguaje (su rarificación), Rowe parece sabotear aquellos parámetros al proponer un análisis más transversal que penetre las diferentes capas culturales en las que un texto circula y que, al hacerlo, tal y como sucedía con la semiótica no significante de Guattari, o La arqueología del saber que proponía Foucault, las estructuras y dinámicas de poder (obediencia o desobediencia) salen a la superficie o, al menos, se revelan paulatinamente mostrando sus reglas o leyes. De hecho, uno de los cometidos de esta radicalización de la poética es la de encontrar técnicas para hacer evidente lo invisible o lo espectral de las sociedades. El estudio del dolor en César Vallejo, la puesta en escena en Nicanor Parra, la antropofagia en José Donoso, la enunciación autoritaria en Vargas Llosa, el vestigio de la oralidad en Roa Bastos o el delirio y la herida social en Zurita, por citar algunos ejemplos, son estrategias interpretativas para cumplir con un objetivo que parece coincidir con lo que Deleuze le exigía a la filosofía: disolver complicidades y zanjar cuestiones. Al mismo tiempo, Rowe se aleja de la típica idea sociológica de Campo, expuesta principalmente por Pierre Bourdieu, pues para Rowe no siempre 186

existe en América Latina una autonomía de eso que el sociólogo francés llama “campo cultural” o “campo literario”. Sin embargo, aunque se aleja de Bourdieu por considerar los límites de un Campo provisorios y sujetos a revisión, sí parece interesarse en algo similar al concepto de Constelación usado por Walter Benjamin y, aunque no lo dice, al de Sociograma usado por Claude Duchet para referirse a ese conjunto fluido, inestable, conflictivo, de representaciones que, fragmentadas e interactuando entre sí, gravitaban en torno a un núcleo. La poética radical de Rowe, más que una fría fusión horizóntica a la manera en que Gadamer entendía la interpretación en Verdad y método, sugiere una especie de rapto lúcido producido por la comprensión intracultural de la producción textual, lo cual implica el reconocimiento y exploración de su facticidad. Es decir, una comprensión no desde el interior del texto o desde una exterioridad meramente abstracta, sino a partir de una reciprocidad e intercambio entre la textualidad propiamente dicha y las realidades culturales en las que se produce, circula y recibe determinada obra literaria. Una “especie de mareo, pero un mareo lúcido, productor de nuevas percepciones, capaces de penetrar en esas invisibilidades que las sociedades producen mediante los discursos escritos y hablados”. Incluso Rowe se vale de la metáfora del Aleph borgesea­ no para entender la multiplicidad en la que se hace y lee la textualidad, captu-

rada en un espacio que escapa al dualismo del dentro y fuera, semejante a un campo quántico en donde el obser­ vador no puede separarse de lo observa­ do. Para explicar esta especie de pliegue crítico, cita desde la irradiación de Eric Mottram hasta los planos que sabotean la inmanencia de Gilles Deleuze y Félix Guattari, pasando por la teoría de los paradigmas de Thomas Kuhn y la inversión dualista de John Cage. Rowe realiza un ardoroso esfuerzo por contestar una vieja pregunta que ya se formulaba García Canclini, ¿cómo ser radical sin ser fundamentalista? La respuesta parece hallarla justamente en la obligada inserción del hermeneuta en todo ejercicio de hermeneusis, es decir, abandonando la idea purista e ingenua de la neutralidad e intentando dar con las transformaciones de determinado campo cultural en el que forzosamente debemos colocarnos al momento de emprender un análisis. El mismo García Canclini entendió esas transformaciones como procesos de descolección y desterritorialización, asociados a cierta crisis no sólo social sino política y cultural (por ejemplo, el caso de Sendero Luminoso y los efectos provocados por la violencia en el Perú, o el lenguaje totalitario en el Chile de la dictadura pinochetista). De Raymond Williams, Rowe retoma la idea de “la estructura del sentimiento”, pues según él la reflexión de la cultura debe ser a partir de la concepción de esta mediación de la socialidad sin

disminuir la creatividad individual ni el trabajo artístico, porque es en las artes en donde se expresa la structure of feeling. Una imagen que resume muy bien la multidimensionalidad en la que Rowe coloca la textualidad como objeto de una actividad profunda de hermeneusis en pos de lo espectral, o de esa llamada estructura del sentimiento, es el caso de la escritura de frases que Raúl Zurita realiza sobre la superficie del desierto de Atacama. De alguna manera, en esa acción queda de manifiesto el afuera del texto, algo hasta ahora invisible o fantasmal, que al interpretarlo logra pa­ radójicamente sacar a la superficie la interioridad textual y materializar lo in­ visible. Sólo inscribiendo la escritura en un cuerpo social es como la condición de existencia, en apariencia intrínseca de un texto, logra mostrar su anclaje cultural e histórico, haciendo visible lo que antes de su refracción era invisible socialmente (por ejemplo, según Zurita, al escuchar la palabra patria expresada en la propaganda oficial de los militares una persona toma conciencia de todos los significados suprimidos, vale decir, “el idioma resulta dominado por lo no dicho”). La utilización de la teoría y del análisis hermenéutico para el establecimiento de un corpus y un canon le parece a Rowe inútil e indeseable, pues le parece un procesamiento del pasado que sólo a las sociedades de control y sus agentes les resultaría útil. A Rowe no le importa identificar qué hierba arrancar del jardín de la literatura y qué planta cui187

dar con esmero (que recordaría la vieja forma de entender la Cultura como Colere, que hace alusión etimológica a cierto tipo de cuidado), pues no se trata ya –según él– de incluir o no tal texto, sino de “cómo enmarcar prácticas culturales heterogéneas, que incluyen diferentes mediaciones, diferentes tradiciones y, como es el caso en los territorios de diglosia o mestizaje cultural, hasta diferentes historias culturales”. Los ejemplos que escoge Rowe para aplicar su poética radical parecen ser, como apunta Eduardo Milán en la introducción, escritores designados en el terreno literario por un destino rupturista como Vallejo, Parra, Zurita y Maquieira, o bien signados por un principio de obediencia simbólica o, en el peor de los casos, real, como Vargas Llosa. Todos ellos le sirven a Rowe para visibilizar los espectros de la socialidad en la trama cultural de cada uno de sus países, apuntando hacía una especie de ejercicio hermenéutico (aplicación de una poética radical) en la región latinoamericana, que pudiera servir para dar con una radiografía parcial, temporal e histórica, un dibujo de una constelación o sociograma, de cierta dinámica cultural en América Latina, a partir de una interpretación de la obra de escritores no necesariamente canónicos o paradigmá­ticos.

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Percibir ruinas G abriel W olfson José Ramón Ruisánchez, Pozos, Ediciones Era, México, 2015, 145 p.

Dentro de no mucho tiempo alguien habrá de comenzar a estudiar un par de fenómenos en los que se inscribe Pozos. El primero se refiere al número creciente de escritores mexicanos que participan en el medio literario desde Estados Unidos. Hablamos de profesores, gente que ha hallado un lugar en alguna universidad luego de haberse formado en otra, que por tanto escribe regularmente ponencias, artículos y libros académicos y que, además, interviene de forma activa en las discusiones mexicanas a través de crítica periodística –reseñas, ensayos, respuestas a encuestas, entrevistas, etc.– o bien de libros de “creación”. Aquí caben nombres como los de Ignacio Sánchez Prado u Oswaldo Zavala, para el caso inicial, y los de autores como Álvaro Enrigue, Yuri Herrera, Cristina Rivera Garza o el que nos ocupa, Ruisánchez, para el segundo. No son ni mucho menos los primeros escritores mexicanos en impartir cursos en Estados Unidos, pero ciertos aspectos los singularizan. En relación con Paz, Pacheco, Monsiváis o Villoro, no se trata de profesores visitantes, invitados generalmente en la cima de su prestigio por un par de semestres: se han ganado sus cubículos a base de tesón, hiperproductividad

y un manejo bifronte del currículum (el repertorio teórico estadunidense más el conocimiento personal y descreído de su materia de estudio); se han fogueado, me imagino, desde abajo, en congresos de la mla y en asignaturas de Español 101. En relación con autores como Gustavo Sainz o Jorge Aguilar Mora la singula­ ridad es distinta pero no menor: con éstos el traslado dibujó más propiamente un verdadero exilio, donde los lujos de las bibliotecas, los campus, los asistentes de clase o de investigación, la convivencia con colegas de primer nivel, la seguridad de un empleo definitivo, obligaban, por desgracia o por fortuna, a olvidarse poco a poco de la vida literaria mexicana, a perder esa pertenencia que da el pronto conocimiento de novedades editoriales, proyectos, chismes, revistas, venganzas, a interrumpir el aislamiento sólo con nuevos libros que carecerían de promoción y que iban a ser comentados remarcando la lejanía, su carácter de mensajes desde otra galaxia. Ahora, merced a la comunicación inmediata post-carteros y post-faxes y, supongo, a la acumulación de millas con las aerolíneas, los escritores mexicanos de Estados Unidos no sólo presentan sus libros en el df e intervienen en ferias y mesas redondas, sino que participan en revistas, suplementos, y discusiones y chistes por internet a veces incluso más, muchísimo más que la mayoría de los afincados en México. Entre otros asuntos, quien estudie este fenómeno podría atender, por un lado, a la formación de un repertorio

simbólico específico, a caballo entre las tendencias más filológicas, historicistas o latinoamericanistas de México y la teoría avant-garde de Estados Unidos; por otro, a la primacía que muchos de estos escritores otorgan justo al discurso teórico, aun reivindicándolo como componente esencial de su escritura literaria frente a un habitus local que, juzgan, siempre lo ignoró o desdeñó; y por último, a las ventajas –y posibles inconvenientes– de la deslocalización, esto es: a cómo los dos puntos anteriores, más el hecho de que no deben lealtad ni salario al Estado ni a ninguna institución o empresa mexicanos, modelan una particular base de aproximación y participación a una literatura, pese a todo, más o menos nacional. El otro fenómeno en realidad ya se ha comenzado a estudiar o al menos a glosar, difundir y explotar. Me refiero al auge de lo autobiográfico, manejado cada vez más bajo la etiqueta de la autoficción, etiqueta comodina o bien eficaz para referirse a lo autobiográfico en tiempos, valga el doble prefijo, post-posestructuralistas: aunque parezca una tautología, podría decirse que toda autobiografía es inevitablemente autoficción, y que la autoficción es aquella autobiografía consciente de que una autobiografía no autoficcional es imposible: consciente y ansiosa, gustosa o resignada a remarcarlo (“Lo que encuentro, por el hecho de buscarla, es la ilusión de que estoy recordando algo –escribe Ruisánchez–. En la pulsión quiero lle189

gar a algo que no es directamente accesible porque nunca existió. Algo que desde el inicio ha sido recuerdo”). Dentro de este fenómeno, habrá que preguntarse –o muchos lo están haciendo ya, seguro– por el concepto de memoria que se está fraguando con este nuevo corpus, por las relaciones entre los planos personal y social que se ponen en juego, por las posibilidades de consolidación o desfiguración de identidades –o la capacidad de dibujar devenires–, y sin duda también por la coincidencia de la autoficción con una época de sobreexposición: diseño, exhibición y comercialización de los egos. Y quizá no sobre interrogar el fenómeno en cuanto justamente fenómeno ya evidente: ¿qué pasa cuando, bajo una modernidad crítica en términos amplios, un nuevo género se identifica así, como género? ¿Qué cuando aquello que surgió para cuestionar, interrumpir o disolver cierto régimen institucional de géneros halla acomodo ahí mismo, cuando una escritura que mezclaba o rechazaba se consolida? Eso fue, creo yo, lo que ocurrió por ejemplo con la así llamada minificción una vez bautizada, una escritura contestataria que terminó como pasto de concursitos, talleres y academias. Y es lo que tal vez pase con la autoficción en la medida en que muchos escritores se aficionen a jugar con la exhibición de sus épicas personales al tiempo que a voluntad las aderecen con hipérboles e inventos; sobre todo, en la medida en que la industria –los pre190

mios, las editoriales, el reino de las solapas, los pendones y los banners– siga hallándoles salida. Dentro de algunos años, me parece, despuntarán las autoficciones no de los más audaces o crudos consigo mismos, no necesariamente las de quienes hayan experimentado fuertes confrontaciones, introspecciones o epifanías identitarias, sino las de los verdaderos prosistas, las de quienes se enfrenten al género en efecto como un género, y de prosa. No sé si despuntará, pero sí que, en medio de este auge de la autoficción, entre tantas prácticas imperantes de escritura autobiográfica, autotestimonial o confesional, Pozos aparece al fin como una variante formal, una posibilidad alterna. La variante se funda, por una parte, en la acumulación de fragmentos. Poemas o borradores de poemas, estatus o imitaciones de estatus de facebook, citas, fotografías, reproducciones de pinturas, apuntes característicos de un cuaderno de notas: de este material, de su reunión, rehechura, covereo, se compone Pozos y con él también se desliza su poética (¿tic de nuestra época, la inclusión de deliberadas notas, el libro que se sabe un inevitable cuaderno de notas?), una poética de la ruina: las cosas –las páginas, las palabras– nacen ya incompletas, negado su esplendor, su plenitud, ruinas desde el primer minuto, rastros petrificados que entonces, en cuanto ta­ les, podrán después emerger para ser leídos. Por ello, además de Freud y posteriores avatares del psicoanálisis,

algunas páginas del libro se amparan en Benjamin y en la aceptación de la melancolía –o en el deseo de que, más allá de uno u otro apunte, una u otra historia memorable, como las hay en Pozos, al final lo que quede en el lector sea una especie de pátina melancólica, esa inaprensibilidad. Por otro lado, desprendida de lo anterior, la variante aparece de la mano del ensayismo. Tradicionalmente muchas escrituras autobiográficas han conseguido lectores porque se trata de la vida de tal o cual personaje notable y porque se habla, además, de éste y aquél, ésta y aquélla. Ahora bien, ¿qué pasa si se sustraen los nombres, deducibles las identidades de los personajes sólo para los amigos, los muy cercanos, co­ mo ocurre en Pozos? Es un riesgo, me parece. En el libro hay unos pocos momentos donde uno está interesado sobre todo en descifrar quién se esconde tras cierta alusión, o bien muy poco interesado en conjeturas o constataciones que se sienten privadas, mensajes en clave para dos o tres. Más allá de esas páginas, no obstante, la ausencia de nombres da, en principio, para una especie de sustancia autobiográfica destilada, una materia propia que deja de serlo y que en cambio se extiende como experiencia compartible, reconocible, asumible, o bien como un esqueleto au­tobiográfico despojado de pellejo sen­timental. Más a fondo, da para un sustrato próximo al de los ensayos, al de Montaigne –o al de Blanco White,

o al de Torri–, donde aquella materia personal se convierte efectivamente en reflexión y deriva, en pensamiento y estilo (en este sentido, recuerdo la Historia natural de uno mismo, de Gabriel Bernal Granados, audaz autoficción no identificada en general dentro de este neocorpus y más entregada también al dibujo de una imagen propia a través de los senderos indirectos de la forma). Quizás el núcleo de Pozos, el centro oscuro, similar al de “Vindicación de la hipnosis” acaso para la obra entera de Pitol, sea el episodio sobre el extravío y el abandono materno –“Apenas hoy puedo escribir la historia”, leemos– poco después de la mitad; quizás el libro es el camino –palabrería, terapia, rodeo, puerta, ¿qué?– para poder redactar al fin esas dos páginas. Es posible también encontrar, o creer que se encuentran, esferas temáticas que irían cubriendo algo así como una vida: el capítulo seis centrado en los padres, en la familia; el cuatro, tedioso, en los viajes, en pequeñas ideas y hallazgos; el libro entero, en la defensa de la lectura (una defensa, por cierto, fervorosa, siendo como es un libro hecho de libros, una Miniobra de los Pasajes a la luz de wikipedia: de la lectura y los libros, de ese mundo absolutamente habitable donde se deriva de un lugar a otro, de una a otra línea, de uno a otro plano, metalépticamente, hasta modelar justo eso, un espacio donde vivir; defensa paradójica y vehemente, por otra parte, puesto que no se confronta con ningún ataque, ninguna acechan191

za o residuo sucio del Fragmento en la época de su posteo permanente). Con todo, sobresale otro asunto que vertebra transparente las páginas de Pozos, el de la amistad. Tema difícil, creo yo: incluso, antes, una palabra difícil, para mí espantosa: amigo está bien, pero amistad se me cae de las manos, como golosina de teenagers (recuerdo aquí la extrañeza e incomodidad de aquella Vida con mi amigo, de Bárbara Jacobs, donde el gran Tito Monterroso era camuflado bajo ese solemne epíteto). Por fortuna, Ruisánchez no teoriza sino indirectamente al hablar no de la amistad sino de los amigos, bocetos precisos, eficaces miniaturas de encuentros, de largas y apasionadas relaciones, de magisterios, de cercanías fluidas y otras tortuosas, de las euforias adolescentes y los indispensables amigos de la adultez. Como él lo señala, es un asunto poco frecuentado en nuestras letras: yo pienso de inmediato en los ateneístas, rigurosos trabajadores y ensayistas de la amistad; Ruisánchez señala a Manjarrez y a Paloma Villegas. Inscrito ahora en esa mínima, subterránea tradición, Pozos halla en el tema su verdadero hilo autobiográfico. Acaso el otro hilo del libro se va trabajando bajo la veladura de la dispersión, el devaneo, y emerge en el capítulo seis –mi preferido: páginas sueltas, poderosas, con verdadera levedad–. En él creo leer el símbolo de lo mejor que pudo pasarle al libro de un autor tendiente al concepto: Ruisánchez plantea que el símil es “una máquina simple. 192

Como el plano inclinado. Permite que la prosa pase de un nivel a otro sin dejar de rodar”, a diferencia del corte, el despeñadero de la poesía, a cargo de la metáfora. Pero más tarde se pregunta: “¿Qué pasa cuando el plano inclinado desciende y desciende, cuando su suavidad persevera; cuando se torna pozo?” Esto, que puede leerse de varias maneras, yo prefiero entenderlo como una analogía del pensamiento hecho prosa –esto es, librado a sí mismo, a la intemperie de una escritura no dada por hecho, no aprendida–, un pensamiento que entonces acepta su descenso imparable a la vida autónoma de las palabras. Vida que bien podría potenciarse bajo el imperio del fragmento. Y sin embargo, aquí ocurre mi discusión principal con Pozos. Me entusiasma el señalamiento de Ruisánchez de que lo irritan los aforismos, o que “alguien se atreva a escribir aforismos” (en un párrafo, por otra parte, de sabor aforístico al final) porque en ellos quizá se nota demasiado aquello a lo que antes me referí sobre la autoficción y la minificción: la orfebrería programada, el intento de colmar un recipiente que uno no moldeó ni necesariamente pidió. “El aforismo –apunta– es mónada, el fragmento molécula.” Ahora bien: si el fragmento es desde un principio pensado y anhelado como molécula, ¿de veras lo es? ¿No el fragmento podría mejor medirse con una disposición no fragmentaria, para tener entonces que hacer valer su in-

acabamiento y su sólo difícil conectividad? Pozos enseña su deseo fragmentario desde el inicio –incluso desde su título–, una planificación que se corrobora en capítulos como el séptimo, donde muy buenos ensayos aparecen partidos deliberadamente, interrumpidos con precisión por contrapuntos a su vez similares entre sí. En la penúltima página se ve una foto de, suponemos, la mesa de trabajo de Ruisánchez, con hojas sueltas desplegadas para su ordenamiento, y arriba un fragmento que comienza con esta oración: “Y una vez escrito todo esto, me paralizo”, y concluye con esta otra: “Siento entonces que al fin todo cristaliza.” No pude

dejar de recordar El suicida, ese mañosísimo libro donde Reyes hace todo lo posible por generar la imagen de un “libro amorfo”, por provocar el efecto de la divagación, del azar, del desorden, para colar en esa aparente gratuidad el categórico testamento de su juventud. En esta página de Pozos encuentro más o menos lo mismo: frente al deseo de inconclusión y desbandada, y acaso más melancólicamente que nunca, se termina constatando que, en fin, se hizo un libro: se escribió, diseñó, encauzó y clausuró un libro. Quizás un libro que aún debe hallar a quien –de un modo y en un lugar distintos, que ni el autor ha anticipado– perciba en él las ruinas.

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