Untitled - Revista Crítica

Vi el cuadro del Couronnement de Joséphine, de David. No, los peores ...... –Él descendía de Rubens... –¡Sí, por el ...... los nombra. “Llamada”, de Pedro Pablo.
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Amor a la poesía* H ugo G ola

Quien tiene que agradecer soy yo. En primer lugar, porque se ha juntado un grupo de gente que tiene a la poesía como objetivo, como acompañante de su vida cotidiana. Eso se ha ido for­ mando a lo largo del tiempo. Hemos trabajado durante muchos años: en la Universidad Iberoamericana, en la Uni­ versidad de Puebla y, en los últimos años, de manera independiente de cualquier institución. Sin embargo hemos per­ sistido en trazar una línea, desde los primeros trabajos publicados en Pue­ bla hasta los últimos, y todo lo demás que hicimos por nuestra cuenta… Se ha ido creando un público, se ha ido estableciendo de una manera natu­ ral una correspondencia, una fluidez, entre la gente que esperaba cosas y nosotros que estábamos empeñados en dárselas. Ese diálogo ha creado un grupo pequeño, un grupo –digamos– de amantes de la poesía que para noso­ tros es muy importante. Cuando lle­ * El 4 de febrero del 2011, en el restaurante Cabiria, se presentó Retomas, libro de poemas editado por Aldvs. Allí, con estas palabras, el poeta se despidió de México. La transcripción es de Luis Verdejo. El título es de la Redac­ ción.

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gamos, las revistas que tomaban en cuenta la poesía lo hacían muy margi­ nalmente. Incluso si uno observa las revistas, advierte que para la poesía quedaban espacios muy marginales, como apretados, sin la posibilidad de abrirse, de entregarse, de dar todo, sino lo contrario, como pidiendo perdón, como pidiendo permiso para estar en una revista, siendo que la poesía es el centro de toda creación literaria. La diferencia entre prosa y poesía no tiene mucha importancia aquí. Lo que importa es cómo se recibe ese trabajo, cómo se elabora eso que se recibe. Y, por suerte, hemos tenido una correspon­ dencia bastante notable con cierto pú­ blico pequeño pero, al mismo tiempo, fiel, que seguía los pasos de nuestros trabajos a lo largo de veinte años. Em­ pezamos con las primeras revistas en Puebla en el año ochenta aproximada­ mente, es decir, que han pasado más de treinta años. Y en esos treinta años hemos hecho lo que pudimos hacer, con las dificultades que implica dedicar­ se a la poesía, porque si uno se dedica a la prosa tiene posibilidades distin­ tas. Es decir, hay revistas, hay libros; pero la poesía es mal mirada, la poe­ sía no despierta el mismo interés que la prosa. Una novela uno la puede leer viajando en ómnibus; un poema de­ manda concentración, aislamiento, 5

demanda una entrega. Y en este tiem­ po es difícil eso. La gente está muy ocupada en cosas que pareciera que son importantes, pero no lo son tanto. Nosotros hemos gastado nuestro tiem­ po de una manera que hoy estamos agradecidos de haberlo gastado así. No hicimos un negocio, no buscamos un beneficio personal. No nos interesó entrar, rápidamente, a la palestra de la literatura local. Nos interesó más ser fieles a la poesía, ser conscientes de que el trabajo con la poesía era un trabajo necesario, que había que ha­ cer, y que si alguna vez se hizo acá, se hizo muy interrumpidamente, se hizo de una manera un poco accidental. Y nosotros queríamos poner a la poesía en el centro, queríamos que se respe­ tara el trabajo de los poetas. Por eso hicimos un diagrama, un diseño de las colecciones, hasta –digamos– una fra­ ternidad con la gente que nos escribía y que sentía el alimento de la poesía regularmente y nos agradecía eso. Yo creo que no hay que agradecer. En primer lugar, porque uno no se dedica a difundir la poesía para obtener algún beneficio. Uno hace eso porque tiene un gran amor a la poesía. Lo hicimos durante muchos años y ese trabajo nos ha redituado. Todo este público [se­ ñalando a las personas en la presen­ tación] es un público fervoroso, que 6

siente que la poesía es algo importan­ te. Algo a lo que hay que dedicar tiem­ po, energía. Esta elección la mantuvi­ mos durante mucho tiempo. Yo digo siempre que el único mérito de Poesía y Poética y de El Poeta y su Trabajo fue la continuidad. No tanto la calidad de los materiales, que seguramente al­ gunos la tienen, sino el haberlo hecho durante veinte años, treinta años. De Poesía y Poética se editaron treinta y seis números, del El Poeta y su Tra­ bajo se editaron treinta y cinco –con dificultades, tuvimos muchas dificul­ tades–. Tuvimos también apoyos im­ portantes. Se nos dieron becas, se nos dieron apoyos económicos sin los cuales no habríamos podido hacer las revis­ tas. Uno de los conflictos fundamen­ tales está dado por la falta de apoyo oficial. Se terminaron los apoyos, ya no los hay. Entonces nos resulta difícil continuar nuestro trabajo. Ha habido muchas iniciativas destinadas a conti­ nuarlo. Por ejemplo, sacar la revista por internet o distribuirla gratuitamente entre la gente que tuviera interés en la revista. Y bueno, ahora estamos al final de una etapa, estamos cerrando veinte años de dedicación ininterrum­ pida. Y además, en la Universidad Ibe­ roamericana publicamos veinte tomos con libros que tratan distintos proble­ mas relacionados con la poesía, vin­

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culados con la obra de poetas, difun­ diendo a autores con un criterio, con una orientación. Queríamos entregar a la ciudad algo que tuviera un valor per­ manente, que pudiera ser leído diez años después. Uno toma ahora textos de El poeta y su trabajo (de la Universidad de Puebla) y encuentra textos de gran interés. Y esto para nosotros es fun­ damental. Es decir, que sirva no como un alimento precario y provisorio, sino como una sustancia esencial que nos pueda acompañar a lo largo de toda la vida. Los libros que publicamos en la colección de Poesía y Poética tienen por objeto profundizar cuestiones que la revista no podía tratar sino somera­ mente. Esos trabajos se difundieron, se conocen, son usados en universidades distintas del país y del extranjero. Enton­ ces, somos nosotros quienes tenemos que agradecer a ustedes, no ustedes a nosotros. Hicimos lo que, entendimos, correspondía. Creamos una disciplina para poder tener una continuidad. De Poesía y Poética, gracias a la colabo­ ración de nuestro editor, Gerardo [Me­ néndez], hicimos un trabajo de disciplina, de diálogo sin conflictos. No hubo con­ flictos entre nosotros. Y aprovechamos todo lo que nos pudo dar nuestra rela­ ción con la universidad. La Universidad Iberoamericana permitió que sacára­ mos la revista durante diez años. Y fi­

nanció, junto con alguna institución privada, veinte tomos que se fueron publicando a lo largo de los años. Di­ gamos que, lo que quisimos hacer, en alguna medida lo hicimos. Quisimos proponer un trabajo serio, continua­ do, sin sectarismos, sin dogmatismos, tan frecuentes cuando se trata de la difusión de la poesía. Nosotros nun­ ca rechazamos ningún trabajo porque discrepáramos con la línea sostenida 7

por el autor. Fuimos lo más amplios po­ sible; publicamos trabajos de lo más di­ verso y nunca hubo conflictos por eso en la dirección de la revista. Eso que se hizo demuestra que es posible hacerlo; demuestra que ahora que algunos nos vamos puede haber una continuidad. Ahí sigue estando Gerardo con muy buena disposición para hacer nuevas revistas. No la dejen caer. Hagan lo que tengan que hacer para que haya una continuidad en eso. Esa continui­ dad beneficia a la comunidad, beneficia a los jóvenes, beneficia a los poetas, y ésa realmente es una labor importante a la que no hay que renunciar. Bueno, les agradezco a ustedes… Decía José Luis Bobadilla [en su in­ tervención] que la tarea de difusión im­ pidió o dificultó el conocimiento que podían tener los jóvenes interesados en la poesía, en lo que yo escribía. Y yo digo que no, porque al lado de todas esas publicaciones publiqué varios li­ bros. Publiqué un libro que se llama Jugar con fuego, que reúne varios años de la poesía que había publicado en Argentina; publiqué Filtraciones (Poe­ mas reunidos), editado por el Fondo de Cultura Económica, publiqué Filtra­ ciones en la Universidad Iberoameri­ cana. Vale decir que se fue haciendo, al lado de la tarea de difusión, un tra­ bajo personal. Yo publiqué más libros 8

acá que en Argentina. Cuando yo vine a México tenía 50 años; ahora tengo 150 [risas en el público]. Y eso no es obstáculo para que uno pueda seguir trabajando. Un poema se hace con unas palabritas sueltas que llegan, de pronto se instalan, ocupan un espacio y uno siente una satisfacción por esas palabras que no van dirigidas a nadie, que no tienen un propósito fuera de la poesía misma. Mucha gente escribe poemas para apresurar la revolución; otros para difundir creencias religio­ sas. Nosotros hemos apostado siempre a la poesía por la poesía misma, de manera tal que el que leyera un poe­ ma tuviera el beneficio de no buscar nada y recibirlo todo. Así nos propu­ simos hacerlo, y así lo hicimos.

El “canon” y la invisibilidad del editor F abio V élez Tenemos un canon porque somos mortales. H. Bloom

El propósito es claro y distinto: presen­ tar, introducir, acercar… el concepto

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de “canon” literario al lector y, desde él, medir y pesar con justeza el siempre olvidado oficio del editor. Dicha tarea podría presumirse, al menos prima fa­ cie, relativamente sencilla. Un breve recorrido por algunos de los estudios clásicos bastaría para esbozar una pa­ norámica sucinta sobre el tópico. Es más, la mera curiosidad del diletante re­ sultaría suficiente para obtener una idea general. Así, la consulta de las voces “canon” y “literatura” coadyuvaría a conformar una imagen nada precaria. Hagamos la prueba (rae mediante): ca­ non: 1. Regla o precepto, 2. Catálogo o lista, 3. Regla de las proporciones de la figura humana, conforme al tipo ideal aceptado por los escultores egipcios y griegos, 4. Modelo de características perfectas…; literatura: 1. Arte que em­ plea como medio de expresión la palabra, 2. Conjunto de producciones literarias de una nación, de una época o de un género… Pues bien, si aunamos sendos vocablos quedaría algo parecido a esto: el canon literario constituye una suerte de Index librorum en donde una pléto­ ra de autores y obras, en virtud de su excelencia estética, gozarían de una merecida primacía y relevancia sobre el resto. Ahora bien, ¿qué beneficios comportaría pertenecer a la élite de los elegidos? En breve: escapar al justo destilado del tiempo, al despiadado

olvido y, merced a lo anterior, conquis­ tar el derecho a la supervivencia, la galvanización de lo clásico. Si el lector todavía interesado, con deseo de profundizar en la materia, se volviese sobre la obra de profesiona­ les (teóricos de la literatura) en busca de una ulterior concreción, podría fá­ cilmente advertir que toda la polémica, tanto de detractores como de apologetas, tropieza siempre en el mismo escollo: la auctoritas. Es decir, ¿quién deci­ de –y por qué él y no otro– qué debe entrar y qué debe quedar fuera del canon? La pregunta, en contra de lo que pudiera presumirse, es todo me­ nos caprichosa o gratuita. Un vistazo al canon permitiría hacer la siguiente inferencia natural: el canon es, gros­ so modo, el canon occidental. Tan es así que es más que comprensible la renuencia desatada a este respecto por corrientes tan dispares como la marxis­ ta, la poscolonial, la feminista, etc. En cualquier caso, según ellos, una vez más: el canon habría dejado fuera, manu militari, una parte importante de la li­ teratura mundial y, en consecuencia, sería menester improrrogable resituar la auctoritas para modificar los crite­ rios que habrían regido y configurado el actual modelo canónico.1 1

Consúltese, por ejemplo, para obtener 9

Con todo, creo que sería plausible abordar el problema desde otro ángulo. Un enfoque, si no ando errado, mode­ radamente original; se trataría de des­ pejar una perspectiva novedosa en lo que a la mentada polémica se refiere. Vamos allá. Un preliminar, no obstante, se tornará forzoso. La auctoritas antes mencionada, una vez examinada de cer­ ca, corresponde y se identifica a la pos­ tre con la acción conjunta y exitosa de dos instancias: una Academia que “propone” y un Público que “dispo­ ne”. Según esto, el estatuto de clásico y la inclusión en el canon se harían depender indefectiblemente de esta coalición. Este coincidente equilibro entre criterios aristocráticos y democrá­ ticos es lo que garantizaría, a su vez, la profilaxis frente a posibles engaños y pre­ cipitados juicios derivados de modas pasajeras. Por eso –he aquí una de las posibles definiciones– un clásico nunca termina de decir lo que tiene que de­ cir, por eso también nos condena fatal­ mente a la relectura.2 Pues bien, desde mi punto de vista, defensores y críticos una panorámica diversa: Edward Said, Cultura e imperialismo, Anagrama, Barcelona, 1996; G. Spivak, Outside in the teaching machine, Routledge, N. York, 1993; Harold Bloom, El canon occidental, Anagrama, Barcelona, 2005. 2 Italo Calvino, Por qué leer los clásicos, Siruela, Madrid, 2009. 10

del canon habrían olvidado un detalle nada menor en su argumentación: una suerte de auctoritas previa, invisible y silenciosa, pero trascendental en sus actos y efectos: el editor. Así, resulta a todas luces incuestionable –es indi­ ferente ser apocalíptico o integrado– aceptar que las condiciones de posi­ bilidad de lo legible penden en última instancia de las decisiones y los crite­ rios (hasta cierto punto personales) del editor. Si tomamos este punto en serio, e intentamos columbrar su alcance, nos veremos obligados a reconocer que esta primera criba, filtrado, colado o como lo quieran llamar es independiente de lo que hasta entonces creíamos; y lo que creíamos, repetimos, que era obra exclusiva de la Academia. Mas no es el caso. Lo que llega a la Academia y al Público es, antes bien, una parte del todo, algo ya acreditado: el libro. La crucial y determinante labor dis­ criminadora del editor se concentraría en la imperiosa labor, nada menor, de discernir no ya cuáles de los libros se­ rían susceptibles de formar parte del canon, sino cuáles de los manuscritos llegarían a ser libros y, en definitiva –nótese la relevancia del pase–, cuá­ les llegarían a ser. Podemos concluir, por tanto, acaso hiperbólicamente, que la teoría sobre el canon reposaría so­ bre la acrítica discrecionalidad de lo

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libresco. O dicho de otro modo: si se le objeta al canon el no haber incluido ciertos libros –las ausencias imperdo­ nables– en función de criterios injus­ tamente infravalorados o desaten­didos (en suma: sus límites), ¿por qué no pro­ seguir con las posibles reclamaciones y recriminarle igualmente la no inclu­ sión de ciertos manuscritos? Muchos han identificado en Internet la plataforma perfecta para un ahonda­ miento en la cabal y plena democrati­ zación de la criba. Internet, al eludir la intermediación del editor, sentaría las bases para la creación de la primera editorial en la historia de los manus­ critos. Cualquiera, en su sano juicio o no, podría “subir” (i. e., publicar vir­ tualmente) todo texto que ostentase, ahora sí según su criterio, el mérito oportuno. Es importante subrayar que esta inaudita posibilidad brindada por Internet nada tiene que ver, aunque pueda confusamente parecerlo, con el hercúleo proyecto de Google de crear una Biblioteca digital. El archivo de todo el saber humano, emulando una Alejandría contemporánea, como el lec­ tor puede fácilmente prefigurar, no hace sino retomar (escaneando) el tesoro de otras bibliotecas precedentes (físicas, de papel, etc.) y, en consecuencia, ni pretende ni anhela el sustraerse a la impronta editorial. Nos interesa, em­

pero, el otro potencial que Internet en­ traña. A tenor de lo anterior, quizá resulte pertinente para la causa presentar cier­ tos datos por lo general desconocidos. Se estima –seremos sintéticos– que los autores del canon no rebasan en modo alguno los centenares; se calcula, igual­ mente, que desde las tablas sumerias a la actualidad se habría publicado la cifra aproximada de unos treinta y dos millones de libros; y, en este momen­ to, porque el crecimiento es exponen­ cial, se puede ya comprobar que las páginas web se cuentan en cientos de millones.3 El dilema que estos núme­ ros descubre se cierne sobre nosotros diseminando una perturbadora angus­ tia: ¿cómo elegir lo que leer, y elegir bien, si no hay tiempo para leerlo to­ do? O en otras palabras: si en puridad ni una vida (pongamos los sesenta años bíblicos) alcanzaría para leer el canon, no digamos ya dominarlo, ¿có­mo sortear la previsible pérdida de tiempo, recha­ zando manuscritos, si no hay modo humano de elaborar un canon propio? Imagínense incluso esta terrible hipó­ tesis: ¡muchos lectores podrían morir sin haber hallado siquiera un manus­ crito digno de entrar al Olimpo de sus Datos extraídos del interesante libro de Roberto Calasso, La marca del editor, Ana­ grama, Barcelona, 2014. 3

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elegidos! La disyuntiva es, francamen­ te, de difícil sublimación. Y ante se­ mejante encrucijada sólo caben dos posturas: una, que cabría calificar de conservadora, que consistiría en entre­ garse con fe al juicio de otros (aunque especialistas) a sabiendas de su par­ vedad y, por tanto, asumiendo la pér­ dida de partida; y otra, que podríamos tildar de escultista, y en la que la con­ figuración del canon recaería sobre nuestras espaldas, pero en la que el elemento temporal supondría un fra­ caso anunciado de la empresa. ¿Qué actitud tomar? 12

Pero antes: ¿son las cosas tal y como las hemos descrito? Es decir, ¿es la di­ cotomía tan radical? Sin querer omitir la dificultad que implica la tarea de ir en­ contrando alfileres en un pajar, es hora de cuestionarse y, llegado el caso, po­ ner de manifiesto la ordenación que ese mismo pajar –Internet– entraña. Por decirlo de otro modo, el problema no sólo parte de la exigua paciencia que nos caracteriza y, por ende, del escaso tiempo que estamos dispuestos a con­ cederle a nuestras búsquedas (es har­ to sabido que no solemos pasar de la segunda página en un buscador), sino qué o quién decide esa ordenación de entradas y páginas. Efectivamente, no es complicado deducir, aceptando lo anterior, que a efectos prácticos (rea­ les) lo que no aparece en los primeros resultados tampoco es. Pues bien, el responsable que suele andar detrás de estas decisiones no es sino un ro­ bótico e impersonal algoritmo. Las ra­ zones que lo motiven (lo programen), espurias o no, son aquí harina de otro costal. Así y todo, aun si nos dejáse­ mos tentar por Google (adalid del al­ truismo y por ello poco sospechoso) y su algoritmo –el célebre PageRank–, advertiríamos un sesgo sólo aparente­ mente democrático: nos las habríamos con un sistema estructurado y jerar­ quizado por el inocuo gesto del clic

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(eso sí: adaptado a cada usuario por medio de las cookies). Y precisamente ahí reside su velada tiranía. Nos ha­ llaríamos en el espacio de la doxa y, por ello, de la más palmaria idiotez (al­ guna vez escuché a Jeff Jarvis –gurú de los media– hablar de un bubble efect). En suma: de la información, no de la cul­ tura; de la cantidad antes que de la calidad.4 De manera que, dada la or­ denación inherente a todo algoritmo, ¿no tendríamos que asumir una auc­ toritas previa en toda búsqueda, algún tipo de “edición”? Volvamos al punto antes abandona­ do: el de la actitud. Terminaré presen­ tando mi decisión. Y no porque crea que sea la correcta o porque considere que la contraria es ilegítima. No. Sim­ plemente intentaré justificarme. El argu­ mento al que yo me agarro para sustentar mi actitud (¿para reprimir la pulsión exploradora, ese bendito placer de los hallazgos?) se erige precisamente des­ de la estrechez temporal: la finitud de la vida. Es, para qué vamos a negarlo, una posición conservadora –aunque, ¡ojo!, vitalista–. Hedonista incluso. Se entenderá perfectamente aquello de que porque la vida es corta debemos aprovecharla al máximo. Y en este pun­ 4 Para un desarrollo ulterior y pormenori­ zado, véase el interesante estudio de B. Cas­ sin, Googléame, fce, México, 2014.

to, era de esperar, el sabio refranero sale al quite, consuela: “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” (vía estoica), “if it ain’t broke, don’t fix it” (vía pragmática), etc. Vayamos directos al argumento, pues el espacio apremia: aunque artificioso, discrecio­ nal, arbitrario, prescriptivo antes que descriptivo, el canon (que no es nece­ sariamente acumulativo, que está abier­to al porvenir y al acontecimiento) no es el veredicto de un particular cualquiera, sino una especie de juicio madurado por la tradición. El canon sobrevive, muta, evoluciona en la dialéctica ne­ gativa de conservadores y escultistas, los primeros verificando y los segun­ dos falseando. Por eso cambia y per­ manece, como la vida misma.

Inti García Santamaría o Las estrellas que brillan hasta abajo P ablo P iceno a Alejandro Baca, agradecidos

Después de leer al menos un par de en­ trevistas hechas a Inti García Santama­ ría, resulta inevitable traer a la memoria ese “potro enfermo”, aquella famosa 13

sentencia wittgensteineana que sostiene que “de lo que no se puede hablar, me­ jor es callarse”, o, de otro modo, lo que –acompañado de unas palmadas en la espalda– quiso manifestarle el filósofo vienés a su maestro, Bertrand Russell, quien había escrito la primera intro­ ducción al Tractatus logico-philoso­ phicus: “No se preocupe, maestro. Sé que nunca lo va a entender.” La acti­ tud de Inti no está emparentada con la pedantería; más bien, entre la afición por las máscaras en las lecturas pú­ blicas, su brevísima obra y sus lacóni­ cas respuestas (cuando las da por ser el día de suerte del entrevistador), parece ocultarse una veneración casi religiosa por el mutismo, por el silencio ante la palabra que colma el mundo y frente a la cual tantas otras resultan un estor­ bo. Tras la publicación de Nunca cam­ bies: poemas, 2000-2010 (Aldvs, 2011), García Santamaría, quien confiesa que lleva un par de años sin escribir poesía, se ha abocado a diversas empresas de difusión cultural y no da señas de per­ der la sagrada paz por escribir libros como paren los conejos. No conozco a Inti en persona; sus poe­ mas, en cambio, comenzando por el cé­ lebre “Taller de encuadernación japo­ nesa”, aparecido en el número 154 de Letras Libres (enero de 2011) –aban­ donado originalmente, vuelto a visitar 14

años después–, me produjeron siempre la sensación de que hay estrellas que, por muy guardaditas, de tanto brillar quebrantan la ceguera y hacen del país extranjero, en que mora la poesía, el único país. –El domingo 1 de mayo de 1983, El País publicó un artículo sobre Armamentis­ mo y Paz, una serie de jornadas lle­ vadas a cabo en Madrid para hablar sobre los movimientos pacifistas. El ar­ tículo se centraba en las declaraciones del austriaco Iván Illich, quien apare­ cía como un “ridiculizador del desa­ rrollo” al solicitar que se evitara “la pornografía del genocidio”, la banali­ zación del horror de las armas nuclea­ res. Ante el peligro de su emergencia, sostenía Illich, habría que responder con el silencio, con un silencio activo que unificara amplios movimientos en pos de la paz. Precisamente ese domingo naciste tú. ¿Has oído hablar de Iván Illich? ¿También te aterra la actual “pornografía del genocidio”, probable­ mente más imperante hoy que en 1983? –No conozco el pensamiento de Iván Illich, pero la situación actual de Mé­ xico es muy delicada. Los mexicanos nos hemos ido volviendo cada vez más insensibles ante la violencia. Si hace unos años sorprendía encontrar cinco personas decapitadas, hoy sorprende

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poco que se hallen 22 o 40 cuerpos con el tiro de gracia. El país está lleno de fosas con cadáveres sin identificar y ya nadie se escandaliza. El ex presidente Felipe Calderón y el presidente Enri­ que Peña Nieto, al igual que algunos mandos militares y policiacos, y los jefes de los cárteles, tendrían que ser juzgados algún día por estos crímenes. No creo que eso se logre a través del silencio ni sobrevalorando la paz. –Así como Tedi López Mills habla de su nombre en el primer ensayo de su Libro de las explicaciones, el tuyo es un nombre extraño, poco común. Yo viví dos años en Perú y nunca escuché que na­ die se llamara Inti –más que el equipo de Ayacucho, Inti Gas, y la moneda introducida por Fujimori, ambos ex­ tintos hoy en día–. ¿Soñaste con algún otro nombre de niño? –Cuando estuve en Perú en 2005 y compraba boletos de autobús siempre me preguntaban de dónde era y me decían que en ese país nadie tenía ese nom­ bre. Creo que sólo se llaman así algu­ nos negocios turísticos. A mí siempre me gustó llamarme Inti, aunque tenga que repetirlo varias veces a algunas personas antes de que lo entiendan, o aunque de niño me dijeran E.T. A mí no me gusta guardar cosas, pero con­ servo un billete de diez mil intis, con la imagen de César Vallejo.

–Después de que esa chica, a la que escribiste cartas durante un año –de la que has hablado––, desapareciera, ¿empezaste a leer poesía? ¿Recuerdas alguna lectura que te haya significado algo en aquel entonces, a tus catorce años? –En casa de mis papás sólo había dos libros de poemas: una antología de Federico García Lorca y una antología de Ernesto Cardenal. También había un libro para declamar y cuadernos con poemas que mi mamá escribía. Fue hasta los 16 años, cuando estuve en un taller de poesía con Raúl Renán, que empecé a leer más. Dos años después tomé un taller con Eduardo Milán y sus recomendaciones y la lectura de la re­ vista El Poeta y su Trabajo, que edita­ ba Hugo Gola, me ayudaron a definir mi gusto por ciertos autores. –Es obvio que la voz de la enuncia­ ción poética y el poeta son dos, pero de pronto a uno, leyéndote, le viene pen­ sar que, como dices en “2001”, tu len­ gua sí “es el árbol de la noche triste”. José Emilio Pacheco decía que él era todo menos un poeta triste, y, con todo, su pesimismo y melancolía –que no nos­ talgia, como él mismo corregía– perma­ nente en los poemas. ¿Y tú? –No lo sé. La mayor parte de los poe­ mas que he publicado los escribí hace diez años, cinco años. A veces sien­ 15

to que los escribió otra persona. Un poema es mucho más que un estado de ánimo. John Cage decía que si un autor declara explícitamente tristeza o alegría está chantajeando al público. –¿Sigues en contacto con Hugo Gola? ¿Qué recuerdas más de aquella etapa de El Poeta y su Trabajo, de Hugo mismo? –La última vez que vi a Hugo Gola fue a finales de 2013, en Buenos Aires. Lo visité en un departamento donde estaba al cuidado de su esposa y sus hijas. No he conocido a ninguna per­ sona que tenga mayor conocimiento y generosidad hacia la poesía, como es evidente al releer las revistas que edi­ tó en México durante más de veinte años. Para mí era una gran alegría po­ der leer un nuevo número de El Poeta y su Trabajo cada tres meses. A muchos de mis autores favoritos como Edoar­ do Sanguinetti, Edison Simmons, Dé­ cio Pignatari o Sandro Penna los leí por primera vez ahí. No creo que en la actualidad haya ninguna revista he­ cha con el mismo cuidado. –Hace once años, la idea de crear un blog sobre poesía no pasaba por tantas mentes como sucede hoy. ¿De dónde, en aquel entonces, la idea de un blog y por qué Nueva Provenza? ¿Qué opinas de la actual proliferación de los blogs de poesía? –Sí pasaba, pero eran blogs más se­ 16

lectivos y menos autopromocionales, importaban más los textos que las fo­ tografías de los autores. Era la época de Messenger y algunos amigos con los que chateaba tenían blogs de diversos temas. Así empecé a subir poemas a Nueva Provenza. Le puse ese nombre porque me gustaban los trovadores provenzales como Arnaut Daniel y tam­ bién me gustaba que en México hubiera poblaciones con nombres como Nueva Italia. Contra la mala distribución que suelen tener los libros de poesía, los blogs son un buen medio para leer al­ gunos materiales, pero siempre será más rica la lectura directa de un li­ bro. De pronto Facebook y Twitter han reducido la poesía a comprimidos de mala calidad. La sobresaturación di­ ficulta las cosas. Se engaña quien crea que puede poner diez links con buenos poemas diario. Esas listas de nuevos ta­ lentos como las que publica Luna Miguel en Playground también son un fraude. –¿Qué recuerdos tienes de la Prueba de soledad en el paisaje, de esas cua­ tro semanas en el Espacio Quiñihual? –Recuerdo haber sido feliz, recuer­ do haber sido sacado del mundo, pa­ rafraseando a Héctor Viel Temperley. Tener cuatro semanas para dedicarme exclusivamente a leer y escribir, en ese paisaje, fue algo extraordinario. Tanto la soledad como la breve compañía de

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poetas como Arturo Carrera y Tamara Kamenszain fueron algo invaluable. –Dylan Thomas comienza diciendo en uno de sus poemas más célebres: “Oh, make me a mask and a wall to shut from your spies”. ¿Es por los espías que usas una máscara en tus lecturas? (Antes usabas lentes de sol, lo cual re­ sulta muy curioso: Inti, el dios sol del Tahuantinsuyo, se anda cubriendo de sí mismo, o, tal vez, del oriens ex alto, del sol cristiano, o del sol tenebroso del que habla Vallejo en Trilce…) –Al principio usé máscaras por ti­ midez, ahora las uso por vanidad. –¿A cuántos e-mails enviaste “Cum­ plir años (poema spam)” y por qué, a la hora de la hora, sí lo imprimiste? ¿O de por sí lo ibas a imprimir? –Ese poema nació como un regalo de cumpleaños para alguien. Iba a im­ primir un ejemplar nada más, pero como en la papelería me obligaron a comprar cinco pliegos de papel para que los guillotinaran del tamaño que yo quería, imprimí más ejemplares. La idea de poe­ ma spam, o sea, de un poema hecho con frases arrojadas después de buscar algo en Google, se la copié a Charly Gradín, que tiene un libro justamente llamado (spam), hecho con este procedimien­ to. De ahí a la bandeja de entrada de mis amigos sólo hubo un paso. –¿Alguna vez asististe a un taller de

inti garcía santamaría

encuadernación japonesa o a la muer­ te de una mulita? –Sí. Como los libros de la editorial Compañía, que hacíamos Hugo García Manríquez, José Luis Bobadilla y yo, llevaban este tipo de encuadernación, tomé un taller. Y cuando llegué a Es­ tación Pringles me contaron que ha­ bía mulitas, que eran una especie de armadillo. Pasé varios días esperando ver alguna, hasta que vi una, muerta, en medio del camino, como la piedra del poema de Drummond de Andrade. –¿Las notas para aidé se han exten­ dido? –No. Una vez que publico una serie de poemas me olvido de ella y no la retomo. –¿De qué va el Antiguo Museo de la Poesía Contemporánea que ni es anti­ 17

guo ni es un museo, como reza uno de los carteles contenidos en el archivo de su tumblr? –El Antiguo Museo de la Poesía Con­ temporánea era un proyecto de lecturas de poesía que organizábamos Radja­ rani Torres y yo, en lo que fue nuestra casa, como también lo habíamos he­ cho Alejandro Albarrán y yo cuando compartíamos departamento y teníamos un proyecto llamado Salón de Usos Múltiples Ulises Carrión, o como an­ tes lo hizo Jorge Solís Arenazas con Casa Vacía. Ya no existe el Antiguo Mu­ seo, pero se pueden ver los videos de esas lecturas en Youtube. –Tanto en tus libros como en tu blog, los carteles y el espacio en que se desa­ rrollan las lecturas del Antiguo Museo de la Poesía Contemporánea se nota un cuidado especial por lo bello, lo es­ tético –lo que sea que eso signifique–. ¿Tienes alguna preparación artística en esos términos? ¿Alguna fijación? –Todo eso fue trabajo y buen gusto de Radjarani, quien también diseña la revista Mula Blanca y los libros de la editorial Mangos de Hacha. –Ya que sueles empezar tus lecturas con un pase de lista variable (por ejemplo: “Nueva Provenza: presente”, “Produc­ ciones Autismo: presente”, “Estación Pringles: presente”), ¿no te resultó una situación incómoda el que las mani­ 18

festaciones por los 43 contuvieran, mu­ chas de ellas, un pase de lista entre sus actividades principales? ¿También a ti te resultó bizarro escuchar que dos de los estudiantes –Luis Ángel y Leonel– se apellidaban Abarca? ¿Qué hay de­ trás de un pase de lista? –Los pases de lista durante las ma­ nifestaciones por la presentación con vida de los 43 normalistas desaparecidos y el castigo a los responsables son una invocación muy dolorosa. Después de eso dejé de hacer en mis lecturas los pases de lista que mencionas. Es muy diferente que un pase de lista arroje presencias a que arroje ausencias. Y de lo otro, como yo tengo el apellido más común de todos, García, no me llaman la atención las repeticiones de apellidos. –Sabrás que a Raúl Zurita le gusta citar una parte de la tragedia Helena, de Eurípides, en que se reproduce el siguiente diálogo: “Helena: Yo jamás estuve en Troya, fue sólo mi sombra (…) / Menelao: ¿O sea que sólo por una som­ bra sufrimos tanto?” En tus poemas, dígase del “Cuaderno de los rombos que florecen”, de “Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”, dígase en reali­ dad de casi toda tu poesía, parece tratar­ se de encuentros amorosos efímeros, de apenas vislumbres, sombras que hacen sufrir y desorbitan. ¿Es por esas breví­

el sueño de la aldea

simas visitas de Helena que escribes, a comparación de otros contemporáneos tuyos, tan poco? –Los trovadores del siglo xiii decían que podían cantar o besar, pero que la boca no podía hacer las dos cosas al mismo tiempo. Y sí. Escribo poco por­ que soy muy distraído, porque no ten­ go disciplina, porque disfruto más ir a comer alitas que sentarme a escribir. –Cortázar sostenía en una entrevista con Plinio Apuleyo: “Yo vivo en un país donde la escritura es una profesión, los escritores son en general profesionales. Es gente que tiene ya un status de escri­ tor. Yo no me he considerado nunca ni me consideraré nunca como un escritor profesional. Me considero un aficiona­ do, realmente un aficionado.” Witold Gombrowicz dice, en el epígrafe que incluyes en Corazoncito, que un escri­ tor “no escribirá porque ya está maduro y consiguió la forma, sino justamente porque es todavía inmaduro y sólo en la humillación, ridiculez y sudor se esfuerza por atraparla”. ¿Inti García Santamaría se entiende a sí mismo como un inma­ duro aficionado de las palabras? –No sé. Pienso, por ejemplo, en el Premio de Poesía Aguascalientes, con­ siderado el más importante en México. Ocho de cada diez de los libros que lo han ganado me parecen mediocres, si no es que francamente malos. Autores

con un trabajo mediocre premiados por jurados cuyo trabajo también es medio­ cre. Prefiero los poemas de un minero, como Jorge Leónidas Escudero, o los cuentos y las novelas de un dentista, como Jesús Gardea, que los libros de un escritor profesional. Yo llevo como dos años sin escribir. Yo soy un humil­ de corrector de estilo.

Batalla de ciervos B alam B artolomé introducción

Cuando visité París por primera vez, uno de los encuentros memorables fue el que tuve con el cuadro Batalla de ciervos, de Gustave Courbet. En esta pintura monumental –originalmente mostrada en el Salón de París de 1861– se aprecia un bosque umbrío dentro del cual un par de ciervos se traba en batalla. La obra me impactó pues, más allá de su factura impecable, encarna la contradicción que conlleva el en­ frentamiento con aquello otro que tam­ bién es uno, la confrontación constante entre lo que somos, nuestro contexto y sus posibilidades. Sin embargo esta lucha en espejo, salpicada de tintes al 19

mismo tiempo primitivos y ontológicos, está envuelta de una atmósfera de in­ quietante nobleza: aquella que consti­ tuye la combinación entre lo instintivo y lo poético.

su peso en oro

Cualquier actividad racional que lleva­ mos a cabo es una forma de no pensar en la inminencia de la muerte. Dedi­ camos buena parte del tiempo a ocu­ parnos en quehaceres que llenen los renglones en blanco del cuaderno de la vida. De ahí que, diariamente, procu­ remos tareas que cubran el itinerario que comienza al despertar y concluye al irnos a dormir. Como consecuencia de ese ejerci­ cio cotidiano, son pocas las veces en que somos conscientes de ocupar un lugar en el espacio, de tener un cuer­ po y, en consecuencia, una función. Reflexionamos poco sobre el hecho de estar o suceder y de que esta materia que habitamos, a la que podemos de­ nominar casa, carne, cosa, escultura, cáscara, cráneo, forro o cacharro, de­ viene barca de Caronte pues en algún momento se fatiga y al final se agota. Esta máquina imperfecta tiene en la inconciencia de sí misma su talón de Aquiles. Desde la cueva del cráneo 20

divaga y se ensimisma: pareciera go­ zar al censurarse, no está a gusto. Un día, mientras hacía zapping en la tv, me encontré con un documental. Trataba sobre la fauna endémica en algún rincón de Asia y la función de cada uno de los integrantes del ecosis­ tema dentro de la cadena alimenticia. En alguna parte del programa presen­ taron el caso de un gusano cuya forma y colorido semejaban caca de pájaro. Su color y forma, sorprendentemente exactos, le permitían confundir y evi­ tar a los depredadores. Una mímesis pulcra. A mis ojos, el bicho se volvió agra­ ciadísimo: justo y puntual, perfecta y naturalmente inteligente. Era, a un tiem­ po, todo gusano y todo caca. Definiti­ vamente estaba en lo suyo. O qué sé yo.

verdad verdadera

La Verdad representa una contradic­ ción a la que prefiero no acceder. Desde una perspectiva más bien desconfia­ da, pienso que como método de cono­ cimiento resulta desesperanzador por inalcanzable; como vacuna contra la ignorancia, la considero cruel pues to­ dos prefieren ver como no es y verse como no son. Por tanto, las consecuencias de tal verdad serían devastadoras: como

el sueño de la aldea

ideología es difusa e imprecisa y como te­ soro corrompe además de resultar dema­ siado mezquina. Hay que reconocer –eso sí– que como chantaje resulta muy efectiva. Nuestra vida está conformada por interpretaciones de una idea absolutis­ ta de lo que se presupone verdadero, a partir de la cual se desdoblan diferen­ tes percepciones de una realidad que creemos entender desde nuestra vul­ nerabilidad, presencia y consistencia corporal. Esto se traduce en ocasiones como fe neurótica hacia casi todo. Echa­ mos mano de este misticismo balín en función de aligerar responsabilidades y sentirnos más “libres”. Incluso hay quienes ven el desnudarse en el zó­ calo como un acto redentor. Somos una especie más bien perezosa que prefiere placebos dogmáticos para dummies del tipo Pare-de-Sufrir. Es más fácil resol­ verlo así que intentar comprender que aquello que parece diferente a lo cono­ cido es lo mismo, sólo maquillado de diferente modo. Lo mismo sucede con la realidad, pues en su perímetro incierto el límite entre certeza y vaguedad se pierde en el camino del rumor. Sólo así las ideas pueden tomar un rumbo no proyectado y rebosar su intención como un arro­ yo al desbordarse. Se vuelven imagi­ nación y, en consecuencia, se tornan

mentiras. Eso, a mi parecer, está muy bien pues la única verdad verdadera es que mentir no es del todo malo ya que, al hacerlo, generamos la posibili­ dad de una realidad improbable.

quinto cuarto

Dentro de un entero dividido en cua­ tro (4/4) es imposible incluir un cuarto más (5/4) sin dividirlo y transformarlo en un entero y un cuarto (1 1/4). Si con­ sideramos el espacio que habitamos –el mundo– como equivalente a un ente­ ro, y lo asumimos como un todo que se desdobla en tiempo, espacio y sus dos condiciones (ser y estar), podemos su­ poner que sobre o dentro de este entero existe un quinto cuarto, espacio vasto e inexplorado; una zona en construc­ ción permanente a partir de una pers­ pectiva paralela a lo material: la del pensamiento y la imaginación. Este plano se extiende verticalmen­ te al infinito desde un vórtex mínimo e individual; un quinto punto cardinal que se encuentra en el centro de los otros cuatro. Este quinto cuarto se en­ sancha desde su origen con la forma de un cono invertido –parecido a un tornado– y se expande en la medida en que se ha descubierto algo nuevo acerca del nunca-mejor-dicho mundo 21

en la existencia de un posible paraíso o infierno. No habría lenguaje, pues no existiría conciencia y, por tanto, necesidad de conocimiento. No habría preguntas ni existiría la noción de certeza o va­ guedad. Difícilmente a alguien se le hubiera ocurrido nada: la condición mó­ vil e inestable que nos ha acompaña­ do desde el principio ha sido la clave de nuestra permanencia y evolución. Divide y vencerás.

día gris

a Nicolás Pradilla i

entero; sobre sus galaxias y constela­ ciones. Parte de lo racional humano involu­ cra la necesidad de nombrar los espa­ cios sin importar si se han visto, pisado o comprendido. Este horror vacui es provocado por la existencia probable de aquello que no se conoce y que ate­ moriza. Este tipo de territorios inex­ plorados son tierra fértil para el delirio, la suposición, el error: el puente hacia los grandes descubrimientos. Sin este 5/4 no habría quién creyera 22

En ocasiones me imagino atravesando las paredes. En términos científicos esto es imposible pues los objetos no pueden ocupar el mismo espacio que otro cuerpo. Con base en este impedi­ mento vamos por la vida esquivando, tropezando, interfiriendo; usando los objetos como herramienta, haciendo eses o generando tensiones con lo que nos rodea, pero nunca ocupando el mismo espacio. Este impedimento es el que ha marcado nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Desde lo incorpóreo, esta imposibili­ dad se antoja parecida al humo de un cigarrillo que desaparece en el aire,

el sueño de la aldea

ligero y fantasmal, ocupando lángui­ damente la totalidad de algún espacio. Más allá del voyeurismo implícito en esta imagen, me cautiva la idea de in­ corporarme a estas zonas ocultas. Pien­ so en las pocas veces que nos damos cuenta que también somos observados por terceras presencias que, desde su aparente despropósito, comparten nues­ tras actividades diarias. Me refiero a las mascotas, los insectos, las plantas. Sin embargo, esta condición omnipre­ sente no alcanzaría a cubrir los rincones infinitos de la mente, otro espacio vasto donde las ideas nadan en cardumen.

tumba. ¿O es acaso una versión su­ blimada del Aire de París? ¿Es mau­ soleo o manantial? Las preguntas se acumulan en mi mente más rápido de lo que puedo responderlas. Me formo varias veces para observar por la mi­ rilla. Mis ojos intentan registrar cada mínimo detalle. Pienso en la cantidad de veces que me he topado con repro­ ducciones fotográficas de esta pieza. Compruebo que la esencia de algunas obras es imposible de aprisionar en una estampa. Son visiones totales e inasi­ bles. Algo similar sentí al estar frente a La lechera, de Johannes Vermeer. En el mismo museo se encuentra una obra de Bruce Nauman que dice así: ii “El artista verdadero ayuda al mundo Filadelfia. Es octubre. Un día gris. Des­ revelando verdades místicas.” de el autobús, veo gente que camina Jaque mate. expulsando vaho por la boca: bostezos del alma. Voy camino al Philadelphia Museum of Art a ver Étant donnés, la the good , the bad última obra de Marcel Duchamp. and the ugly iii

Nunca una puerta me pareció así de penetrable. Materia que es al mismo tiempo metafísica y naturaleza. Étant donnés es posiblemente una premoni­ ción de lo que sucede tras el momen­ to funesto. Me pregunto si como obra póstuma habrá sido pensada como

Desde la ventana del décimo piso en que me encuentro, dirijo la mirada a la avenida. Sobre la calle, en la acera opuesta, un grupo de gente se acerca a un individuo que sale del edificio lo­ calizado justo frente al mío. “Alguien famoso”, pienso. Aguzo la mirada y sí, tengo razón. Es Clint Eastwood. La gente se amontona alrededor suyo, eu­ 23

fórica. Quieren verlo de cerca, tocar­ lo, comprobar que es real. Él, amable, firma autógrafos. Observo la escena por unos segundos. Pasado el interés inicial, levanto la mirada. A lo lejos, apenas distinguible, un niño mira a su vez cómo un globo se aleja hasta perderse en el cielo. 5

Ciudad de México, de septiembre de 2011

revés

El viejo autobús viene dando tumbos pesados sobre la terracería. Parece que flota sobre una fina alfombra de polvo. Alcanzo a ver pequeñas sombras mon­ tadas sobre él, diminutas y apretuja­ das. La cercanía inminente del camión genera entre todos una tensión bruta; los músculos se tensan, en alerta. Junto a mí, el hombre del sombrero intenta colarse en primer plano a como dé lu­ gar. Viene abrazando contra su pecho una bolsa de papel. Da órdenes, en­ rojece, se indigna, refunfuña, deses­ pera, escupe al hablar. Nadie lo escu­ cha, menos aún lo dejan pasar. Todos, sin excepción, esperan lo mismo. –¿Cómo llegué aquí? ¿Qué incom­ prensible destino me hizo venir a esta ciudad, a este caos, a esta brutalidad? –Los hombres reunidos nos miramos 24

de reojo, desconfiados, protegiendo ce­ losamente el mínimo pedazo de suelo que pisamos. La tensión colectiva nos hace balancearnos de manera unifor­ me al tiempo que nos impulsa torpe­ mente un par de pasos adelante. –A donde hemos llegado –pienso mientras hundo mi codo sobre las costillas de alguno que me empuja por detrás, in­ tentando pasar. Me niego instintiva­ mente, los dientes rechinantes, fuerza irreconocible. Somos todos un nudo de energía que palpita y hierve; un solo músculo hinchándose hasta el límite. Pienso en las aventuras de Istolak, el Troyano, que leí de niño. En ellas, el soldado cae preso del Imperio egip­ cio donde pasa de general privilegiado a esclavo desechable. A pesar de las adversidades, el héroe nunca pierde el temple ni se vuelve indigno de su for­ mación guerrera, aunque ello pudiera significar la muerte. Ahora no importa. El autobús ha llegado y es la única forma de esca­ par. Lento y pesado pasa frente a mí. “Viene hasta la madre”, pienso. De repente todos brincan, se pisan unos a otros intentando pasar, se trompican. El músculo parece deshincharse. Los hombres gimen y resoplan. Intentan agarrarse de donde sea, desesperados, feroces. Algunos caen y otros se afe­ rran como grapas, todos manos y uñas

el sueño de la aldea

(más bien garras) a la posible grieta que les permita sujetarse. Se queman las yemas de los dedos y caen otra vez sobre la carretera. Resisto con fiere­ za asido apenas a una ventana medio abierta. Un individuo intenta a toda costa afianzarse a una de mis piernas. Sostener dos veces mi peso es dema­ siado, así que lo pateo y cae. El hombre del sombrero corre in­ tentando mantenerse al paso del ca­ mión. De la bolsa de papel que lleva consigo asoman gruesos fajos de bille­ tes. Intenta gritar, tose, gruñe, se ahoga. Tiene la boca seca y espuma acumulán­ dose en las comisuras de los labios. Alza los brazos ofreciendo su peque­ ña fortuna al conductor. Queda sin aliento pero sigue; chorros de adre­ nalina corriendo por su cuerpo, dolor incomprensible y desconocido en sus muslos. Fuego en vez de sangre. Su esposa e hija lo observan en la lejanía y lloran. No la ve. Es una piedra blanca, an­ gulosa, sólida y casi con filo, durísi­ ma. El hombre del sombrero la pisa y su tobillo se tuerce en un movimiento violento. Tropieza mientras los bille­ tes vuelan por el aire. Son tantos que parecen un festivo papel multicolor. El momento parece suceder lenta­ mente; el hombre del sombrero bracea grotescamente. Su cuerpo impacta el

asfalto en un golpe seco, anclado. El golpe levanta una nube de polvo. La escena se vuelve difusa, casi invisible. Apenas distingo al hombre del som­ brero incorporándose adolorido; rostro y alma vueltos un fantasma. Me recuer­ da las pinturas de payasos que veía en el consultorio de la doctora Anzures, mi pediatra. El autobús se aleja. El hombre del sombrero traga saliva y sus ojos se hu­ medecen. Alrededor de las pestañas se le empiezan a formar diminutas pie­ drecillas de lodo mineral. El hombre del sombrero recoge sus billetes lenta, dolorosamente.

sarcófago

a Víctor, El California

Camino sobre la Avenida 18 de Julio. Es una tarde luminosa y el sol hace brillar los mosaicos grises de la ban­ queta. Al andar intento contarlos: uno, dos, tres, cuatro, seis, diez, catorce, veinte… La velocidad de mis pasos y los empujones de los demás peatones me hacen perder la cuenta. Empiezo de nuevo, ensimismado: uno, dos, tres, cuatro, seis, diez… De repente, un impacto me hace reaccionar. Sobre el pavimento veo el cuerpo desnudo de un niño; su cuerpo dislocado hace 25

una forma imposible sobre un charco de sangre. “¡Ahí! ¡Ahí arriba!”, gritan. Alzo la mirada y veo a un hombre que lanza frases ininteligibles desde una venta­ na abierta. No alcanzo a distinguir su rostro, es confuso e impreciso. Carga a un niño en brazos. De pronto, lo lan­ za al vacío. En una fracción de segun­ do mi cerebro me ordena: ¡Sálvalo!, y aunque la velocidad de la caída es considerable, la adrenalina me hace dar dos brincos para colocarme en el punto donde preveo que caerá. Abro los brazos para recibirlo. Espeluznado me doy cuenta de su frialdad inerte: lo ha lanzado muerto, como quien arroja un escupitajo desde el automóvil. Mi cuerpo se entume horrorizado, inca­ paz de reaccionar. Otro impacto. Otro niño cae sobre un auto estacionado a unos metros de donde me encuentro. El golpe abolla el toldo. El cadáver rebota hacia el asfal­ to y revienta como el cadáver de una rana puesto al sol. Mientras espero a ser atendido por al­ gún doctor, decido recorrer el hospital al que me trajeron después del inci­ dente. Me siento bien, aunque ante la insistencia de los doctores una revi­ sión no parece mala idea. El hospital es muy limpio y deduzco que aten­ 26

derse ahí resultará muy caro. Camino sin rumbo por los pasillos y llego a la zona de urgencias donde llegan las víctimas de accidentes, infartos, con­ gestiones y asaltos violentos: el menú del día. Justo ahí, un hombre de aspecto imperturbable –traje negro, lentes y tez oscura– permanece inmóvil junto a un cuerpo que se encuentra tendido sobre el piso de cerámica blanca. El que yace parece ser el mismo perso­ naje que lanzó aquellos niños al va­ cío. Está bocabajo, con el cuerpo par­ tido horizontalmente a la mitad, como un sarcófago. Contiene sangre hasta casi desbordarse. El hombre del traje lo insulta y hace preguntas de manera imperativa. No hay respuesta. El interrogador abre una puer­ ta contigua por donde entra una co­ rriente de aire helado. Al sentirla, las mitades agónicas emiten un resoplido lastimero, casi inaudible. La sangre contenida vibra como el agua de un estanque cuando llueve. La tortura se prolonga por varios minutos. Es terri­ ble. Un escalofrío recorre mi espalda has­ ta la nuca. Mi mandíbula se endure­ ce y mis dientes rechinan con fuerza. Observo la escena con horror pues sé que la cáscara agónica es inocente. El verdadero asesino es otro: yo.

el sueño de la aldea

Una semana después recibo una gol­ tercera caída piza brutal de manos de cinco sujetos a Mario Santiago afuera de un bar. Llevo varios días deforme y adolorido. También tuve la La primera vez que pude ver a ojo vivo culpa. Montevideo, UY, agosto 2007 un cuadro de Vincent van Gogh fue hace ya varios años en el Palacio de Bellas Artes. Rondaba yo la veintena. Para entonces ya había escuchado his­ conejo blanco torias de gente que al enfrentarse por Conocí un día a R, un artista prove­ primera vez ante la obra del pintor ho­ niente de Ch. Habíamos sido invitados landés no podía contener las lágrimas por H a E, un evento que hacía con­ por la emoción profunda que la obra fluir a artistas de diversas nacionali­ provocaba en ellos. Estas historias me dades en M y que celebraba con ésta parecieron siempre más cercanas a la le­ su primera emisión. Una madrugada, yenda que a la realidad; por eso mi re­ después de algunos días de conviven­ acción no generó nada parecido. Las cia y con varias cervezas dentro, R expectativas fueron demasiadas, como sacó del pantalón su billetera de piel. cuando alguien nos cuenta lo emocio­ En silencio empezó a revisar lo que nante o conmovedora que le pareció parecían tarjetas de presentación. Me alguna película y al verla encontramos preguntó si conocía a los personajes frustración que deriva en desconfian­ cuyos nombres estaban impresos en za ante las recomendaciones de la ellas, casi todos directores de museos persona en cuestión. La segunda vez que vi un Van Gogh y bienales, curadores y artistas. Co­ mentó su cercanía con éste o aquél y en vivo tampoco pasó. Esta vez fue en explicó su interés de reunirse siempre un museo español. Empecé a pregun­ tarme si las expectativas que genera con quienes llamó “los jefes”. R pidió ver mi cartera al tiempo que pre­ el mito heroico y sacrificado del artista guntaba si tenía alguna tarjeta que mostrar­ no serían condicionantes para la fascina­ le. Respondí afirmativamente y saqué ción colectiva. La posibilidad me resulta­ la única que llevaba conmigo. Compré ba chocante, teniendo en cuenta que un bonito sombrero ahí, lo conservo desde pequeño sentí una atracción par­ ticular por las imágenes de este pin­ con cariño. 27

tor; con esas imágenes crecí y, junto con Picasso y Goya, fueron mis pri­ meras referencias reconocibles dentro de la pintura. Formar parte de la ge­ neralidad gris que se extasía morbosa ante las leyendas decadentes de los artistas siempre me ha provocado un profundo rechazo. Sabía, sin embar­ go, que aquello que desde niño intuía no podía quedarse en una expectativa malograda. Algún rastro de oro debía existir en el cauce de ese arroyo. La tercera ocasión que vi un Van Gogh fue en el Museo Metropolitano de Nue­ va York. Pasé media hora abstraído frente a Campo de trigo con cipreses.

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La obra parecía latir como una llaga tec­ nicolor. Pude sentir mi cuerpo trans­ formándose en materia atropellada, como un perro reventado asomando sus tripas polícromas en medio de una avenida transitada. Luz embarrada en el asfalto. Me imaginé al pintor como un Pro­ meteo con entrañas de óleo espeso recostado de cara al sol, deslumbrado y ciego, presa de un delirio arrogante, disfrutando ser banquete de hambrien­ tos buitres con plumas de arco iris, pico de lava y garras de fuego. La tercera es la vencida, dicen. Es cierto.

Seis poemas P ablo G raniel vuelvo de

cualquier lugar. Voy hacia el amanecer

Atrás quedó la noche y su engañoso brillo La luz enferma del poste hace cantar al gallo antes de tiempo El tiempo se enfurece y lo degüella Tras de mí vienen los perros Tras los perros, la sarna Tras la niebla, la insoportable sed del día Yo sigo los pasos tambaleantes de aquel que se parece a mí

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* a Carolina Zárate

¿has atrapado un ave con tus manos? ¿Has sentido esparcirse su temblor dentro de ti? No puedes obligar a un ave a que haga nido no puedes obligarla a cantar... Pero algo de ella anidará en tu pecho, entibiará tus días Y la recordarás cuando oigas crujir, dentro de ti las ramitas secas

*

trazan una ruta invisible de vida las hormigas

Las arañas trazan una red simétrica de muerte 30

Yo trazo una ruta invisible y simétrica entre tu vida y mi muerte cuyo punto medio es el abandono

* nada se

abre para que nada entre

Nada escapa, nada vuelve Ese animal salvaje que olfatea no sabe Que por aquella grieta sólo entra la luz

* hablar del

hablar

Hasta no nombrar la rosa sino la espina Hasta no nombrar la espina 31

sino la sangre Hasta no nombrar la sangre sino la herida Hasta no nombrar la herida sino tu sexo Hablar del hablar Hasta que tu sexo no sea sino mi rosa, mi sangre, mi herida

* La mer fidèle y dort sur mes tombeaux! Valéry una vez

más soñé con el naufragio

Y no pude –como siempre– aferrarme a nada. El cajón donde estaban nuestras cartas se alejó llevando sólo mi silencio a flote 32

El ropero se hundió también como un pesado ataúd con todo lo nuestro muerto bajo llave Ciertas cosas se salvaron, yo no Me fui al fondo tras aquello que cayó de tus manos como anzuelos en brillantes espirales Me fui, pero arrastré conmigo tu desvelo Para que te quedaras soñando con aquello que quisimos y no pudo salvarse Apaga la luz No tienes por qué temer Te aseguro que no hay nadie más aquí Eres sólo tú mismo que, a través del tiempo, con terror, te estás mirando 33

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Fabio Morábito: escribir es darle la espalda al mundo E duardo S abugal Son las 9:30 am. El restaurante y el vestíbulo del hotel Gilfer (en el centro his­ tórico de la ciudad de Puebla) están saturados de ruido. Afortunadamente el gerente del hotel nos ha prestado un salón relativamente apartado del ruido y el ajetreo de meseros y huéspedes. La cita para la charla con Fabio Morábito es a las 10 am. Después de telefonear a su habitación, Fabio baja fresco y afable para platicar. Aunque se desconcierta un poco por la intrusión de una cámara con la que registraremos la entrevista, pronto se acostumbra a ella. Antes de comenzar, le ofrezco café pero lo rechaza. Me explica que ya ha tomado antes de bajar a la entrevista. Acepta sólo un vaso con agua. Me comenta, mientras la sonidista le acomoda el micrófono, que ha dormido mal debido al ruido excesivo que alguien hacía a espaldas del hotel acomodando tubos metálicos. –Me gustaría platicar sobre El idioma materno, publicado el año pasado en Sexto Piso. Sé que el libro es el resultado de un conjunto de columnas escritas para el diario Clarín, y que la semilla del libro fue la columna titulada “El libro en llamas” que, como tú mismo has dicho, contiene varias líneas de fuer­ za que se cruzan en todo el libro. Temas que, creo, también te han interesado tanto en tu ejercicio poético como de narrador. Creo que una lectura posible de El idioma materno es desde el punto de vista filosófico. Yo sé que eres poeta y que hay cosas que te gusta decir justamente desde la poesía y no desde el en­ sayo literario o académico, pero creo que hay en todas estas columnas de dos mil caracteres, y a partir de la brevedad, una reminiscencia de los presocráticos y ø fabio

morábito

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eduardo sabugal

de conceptos y temas que la filosofía ha desarrollado. Por ejemplo, expresas en tu libro una dicotomía muy clara entre oralidad y escritura, eso que Derrida llamaba fonocentrismo y logocentrismo. ¿Tú crees que la literatura es nieta de ese mundo primigenio oral, cuando las historias pasaban de boca en boca y nos sentábamos alrededor del fuego a contarnos cosas? –Yo creo que la literatura no es nieta de ese mundo primigenio oral sino hija, es decir, deriva directamente. La oralidad no se ha perdido como dis­ curso, como dominio propio y como aspiración estética incluso. Por ejemplo, creo que hasta en los escritores más escritores (en el sentido que están más alejados de cualquier atisbo de coloquialidad, de lenguaje oral, etc.) la orali­ dad permanece como la última instancia conquistada, es decir, finalmente el lector tiene que olvidar que está leyendo y tiene que estar oyendo lo que está escrito en el libro. Me parece que eso sigue siendo una aspiración implícita inconsciente en todo escritor: atravesar de algún modo el filtro de la escri­ tura y establecer con el lector una relación extremadamente intensa, como si estuvieran platicando. Y eso incluso en los escritores más sofisticados: Henry James, por ejemplo, tan atento a los mínimos matices de las palabras, de la conversación, pero también de los gestos. Pareciera que estamos ahí, en algún sentido, en el colmo de la escritura –y sí lo estamos–; pero la escri­ tura, cuando llega a su plenitud, pareciera que pasa el relevo secretamente a la oralidad. Cuando de repente la página está llena, plena de escritura, es cuando damos el salto hacia otra cosa que no es propiamente ir leyendo pa­ labra por palabra. De hecho, yo creo que cuando nos sentimos insatisfechos frente a un poema o frente a un cuento y lo consideramos mediocre o mal logrado, mal escrito, es porque nos condena todo el tiempo la conciencia de que estamos leyendo, de que está escrito. No podemos olvidar que estamos encadenados a una página. Y yo creo precisamente que la escritura tiende a convertirse en oralidad, con sus propios instrumentos, claro, porque son finalmente muy distintos de los que pudiera tener una verdadera literatura oral, que desde luego tiene diferencias muy claras. –¿Eso tiene que ver también con la distinción que haces entre redactar y escribir? –Sí. La redacción no niega la escritura, incluso se complace en ella, la respeta, y en cambio el que escribe (es decir la escritura como algo propiamen­ 36

escribir es darle la espalda al mundo

te de los escritores) siempre está luchando con la propia escritura. Por eso he llegado a pensar que los escritores son los que no saben es­ cribir. Precisamente porque están conscientes como nadie de todas las dificultades que encierra el escri­ bir. El que redacta una carta co­ mercial, por ejemplo, o un correo electrónico sin mayores pretensio­ nes, simplemente está respetando las reglas correctamente; pero aun ahí no hay ningún hecho de escritura que no tienda secretamente a lo que yo dije antes. Vamos a decir, por ejemplo, un instructivo de lavado­ ra, que pareciera la cosa más técnica, atada a la escritura, estéril: aun ahí hay siempre una chispa de creatividad. Antes no se escribía porque las car­ tas estaban en franca extinción. Ahora llega el correo electrónico, los celula­ res, el WhatsApp y todo eso, y todo mundo escribe. De hecho escriben más de lo que hablan, sobre todo los jóvenes. Se ha dicho mucho que estamos volviendo a reescribir o a escribir otra vez como nunca antes se había hecho. Yo creo que, en parte, es cierto; pero se trata de una escritura muy diferente, por ejemplo, a la escritura de las cartas y a la escritura en general. –Ahora que mencionas que el escritor es el que lucha todo el tiempo con la escritura, recuerdo que cuando leí El idioma materno sentí que estabas dialo­ gando de alguna manera con Maurice Blanchot, cuando Blanchot se interesa en la figura de Kafka y en la imposibilidad que éste experimenta al escribir. En El libro en llamas mencionas que “todo libro rompe un cerco, pero a su vez nace de él”, ¿cuál es esa frontera que el libro tiene que romper pero que al mismo tiempo necesita para existir? –Nadie tan consciente como los escritores de todo lo que mata la litera­ tura, de todo lo que adultera, tergiversa, traiciona. Desde el momento en el que yo me pongo a escribir un poema o un cuento, nunca escribo el poema o 37

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el cuento que pensaba escribir. La escritura inmediatamente me desvía de mi propósito inicial. Creo que un buen escritor se somete a esa ley de desvío y sólo un mal escritor cumple con sus ideas previas, cumple con su contrato previo, por así decir. Ésa es una de las características de la palabra escrita: las palabras, una vez plasmadas, empiezan a conspirar entre ellas y a desviar la intención primera de quien escribe, sea un poema, un cuento, un ensayo, etc. Pero eso ya mata algo, ya mata una intención primera, y muchas veces cuando uno falla un poema, no consigue escribir ese cuento que quería es­ cribir, a menudo le echa la culpa a esa desviación por la que se fue llevando y que traiciona esa idea original. Después uno aprende que no hay ideas origi­ nales, que en realidad escribir es justamente echar a andar un camino donde uno podrá tener mayor o menor suerte, pero la ley es la ley de la escritura donde hay que dejar que las palabras hagan lo que saben hacer y uno por ahí guía esa locomotora un poco extraña tratando de no interponerse demasiado. Y luego, finalmente, la escritura no puede quedarse sólo en escritura, tiene que ser algo más para que realmente sea emocionante y sea vital. De pronto, en el mejor momento, cuando estamos cautivados por algo escrito, en reali­ dad estamos dejando de leer. Entonces ese cerco que el libro establece, muy atemorizante para muchos, intimidatorio (por eso se lee poco), el propio libro trata constantemente de salirse y de establecer una vinculación, con quien lee, que vaya más allá del hecho de la lectura. –Hay dos posturas muy radicales respecto al lenguaje. El lenguaje como la casa del ser (Martin Heidegger) o el lenguaje no como casa de algo sino como puro desvío o nomadismo (Gilles Deleuze). ¿Tú estarías de acuerdo con la segunda? –Sí. Yo creo que hemos sobrevalorado el lenguaje, en relación con el pensamiento incluso. Yo no creo que sólo pensemos a través de palabras, creo que cuando pensamos más profundamente, y no sólo en términos literarios o artísticos sino incluso en términos científicos, no pensamos con palabras, o de­ jamos de pensar cuando intervienen las palabras. Pensamos con otra cosa que pueden ser asociaciones, a veces musicales, evocativas, musculares, con las que estamos percibiendo una idea, un concepto, una situación, y cuando ya le ponemos palabras, esto se detiene. Empezamos a pensar con palabras cuan­ do ya hemos capturado lo esencial y lo podemos revestir con el lenguaje. 38

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Yo creo que el lenguaje ha sido muy sobrevalorado en todos los aspectos y que nos hace falta regresar a una comprensión de nosotros mismos donde no somos enteramente lingüísticos. Creo que, por ejemplo, la etología –el estu­ dio del comportamiento de los animales– ayuda mucho en ese sentido a ver cómo esa fractura que hemos considerado de manera colonialista insalvable entre nosotros y los animales, gracias a que tenemos el lenguaje, se va adel­ gazando cada vez más a medida que se van conociendo más profundamente reacciones (de mamíferos superiores, por ejemplo) que empiezan a cuestionar­ nos esta presunción de que hay o había un abismo infranqueable entre el reino animal y nosotros, cuando nos damos cuenta que hay sentimientos e incluso moralidad entre los animales. Yo creo que es bastante saludable restarle im­ portancia cada vez más al lenguaje. No quitarle su importancia fundamental pero tampoco decir, como Heidegger, que el ser es el lenguaje porque el ser es muchas cosas. –Víctor Toledo tiene un libro llamado Poética de la sincronicidad. La lengua de Adán y Eva, en donde sugiere que hay justo una lengua primigenia, anterior al lenguaje, una lengua que hemos perdido y que quizá la poesía la recupera de alguna manera o incluso que la poesía es esa lengua. ¿Tú crees que hay un estadio previo al lenguaje, una especie de idioma prelingüístico? ¿Sugieres un retorno a él cuando hablas de repliegue? –Yo cité algo que, cuando lo leí, me impresionó mucho, un hecho neu­ rolingüístico que yo desconocía, que es que los niños antes de aprender la lengua materna dominan fonológicamente con su aparato fónico todos los sonidos posibles e imaginables que todos los idiomas del ser humano han to­ cado y ensayado, y que en el momento en el que se les impone un idioma ese espectro tan amplio, edénico en el sentido de que ocupa todos los sonidos posibles, se restringe inmediatamente y agarra su carril, por así decirlo, y que ése es el gran precio que hay que pagar para hablar un idioma concreto, renunciar a todos los demás. Y esa renuncia es lo que quizá a la poesía más le duele, y por eso la poesía en sí evoca de algún modo ese estado prelingüís­ tico donde podíamos, sin comunicarnos con palabras, dominar todas las po­ tencialidades de todas las palabras y de todos los idiomas posibles. ¿Cómo? Justamente rompiendo las reglas del lenguaje común, siempre conjeturando otras posibilidades gramaticales, prosódicas pero también, por lo mismo, de 39

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sonido. Ésta es una hipótesis mía. Como una especie de recordatorio de que el lenguaje que hablamos es una de entre tantas posibilidades. –Cuando tú escribes poesía, ¿sien­ tes que retornas a esa lengua primi­ genia? –No, pero siento que tengo una libertad de asociación que no tengo en la prosa y que me sorprende a mí mismo de pronto con versos que ni yo mismo podría explicar. No soy muy partidario de eso, es decir, mi poe­ sía no se deja conducir por lo que yo podría definir como vaguedades. No me dejo seducir, o procuro no de­ jarme seducir fácilmente, por líneas que son aparentemente incompren­ sibles. Pero hay muchas veces que tengo que aceptarlas porque siento que están expresando lo que quería expresar aunque racionalmente no po­ dría explicarlas. –Me parece que hay otro tema importante en El idioma materno, que es el de las huellas. Pero quizás una variante de las huellas son las cicatrices. Las huellas que la vida va imprimiendo en nuestro cuerpo. Cuando tú men­ cionas a Filoctetes, planteas que él es su isla y su herida. Me hizo pensar que estar heridos nos aísla y al mismo tiempo el aislamiento es un tipo de herida. ¿Filoctetes es una metáfora del escritor? ¿El escritor tiene que volverse un ser aislado a partir de sus heridas? –Puede ser, puede ser. No lo había pensado así, pero en un sentido sí. Y yo diría incluso del poeta lírico, porque Filoctetes lo único que hace, en lugar de emprender una colonización de su isla, o sea, en lugar de decir “ya que me dejaron aquí abandonado, pues voy a procurar acondicionar este sitio lo mejor posible”, en lugar de eso lo único que hace es quejarse todo el tiempo, 40

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lamentarse, pero no se da cuenta que se está lamentando cada vez más en términos más líricos y poéticos porque habla con el mar, con las rocas, con la playa, con las aves, porque no tiene a nadie más a quien confiar su amargura. En ese sentido, sí podría ser el paradigma del poeta lírico que de pronto se encuentra completamente solo, abandonado, incluso humillado como él, y tiene que encontrar otros destinatarios de su discurso. Tal vez la poesía em­ pieza por ahí, con esa primera libertad de poder comunicarse no sólo con los propios pares sino con todas las cosas. –Creo que tu interés por Filoctetes es parecido al que tiene Blanchot res­ pecto a Ulises y Homero, cuando se refiere a ambos como si fueran un mismo ente. Dice que Homero puede narrar lo que Ulises vive, y a Ulises, cuando retorna, lo reconocen por su cicatriz. ¿Somos reconocidos por nuestras cicatrices? –Eso está muy bien porque siempre he pensado que el lenguaje es muy limi­ tado, y el cuerpo suple muchas veces esa limitación, y siento que esto está muy claro en la narrativa moderna, que confía menos en las palabras y apela cada vez más a los elementos físicos de los personajes, por ejemplo, sobre todo en los diálogos. Siempre me ha llamado la atención cómo hemos derivado hacia diálogos fallidos en la narrativa, donde no se da esa pregunta-respuesta tan equilibrada como se daba, por ejemplo, en los diálogos de Platón, donde alguien dice, lo escuchan, debaten, recontrabaten, pero todo parece indicar que respira un optimismo de comunicación y de lenguaje. Ahora más bien vivimos un gran pesimismo en este sentido. ¿Quién escucha a quién? Pare­ ciera que nadie quiere escuchar pero quiere que lo escuchen, o escuchamos pero siempre en medio de ruido, de interferencias, de interrupciones. El ruido se ha convertido en uno de los interlocutores, o en uno de los destinatarios inconscientes cada vez más frecuentes, y entonces tenemos que luchar con­ tra tantas cosas para establecer una comunicación. Eso ha cambiado el valor de las palabras y ha hecho, según yo, acrecentar la importancia de los gestos, de la mirada, de la voz, que se nota mucho en los diálogos de la narrativa mo­ derna que siempre nos dan la sensación de estar truncos, interferidos, donde alguien pregunta pero le contestan con otra cosa, y sin embargo sentimos que esto es real porque ahora así nos comunicamos. El lenguaje siempre está en crisis. Y la literatura más seria, más atenta, siempre refleja sin querer esa crisis. Por ejemplo, en esta nueva forma de diálogo. 41

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–¿No será que la esencia de la escritura es justamente la interrupción? Pensando en ese equilibrio platónico de pregunta-respuesta que mencionas, de turnos de habla casi medidos, algo que podría atentar contra ese equilibrio po­ dría ser justamente la poesía en tanto interrupción. ¿No será por esa razón que Platón expulsa a los poetas y los condena a una especie de exilio permanente? –Sí, puede ser interrupción en tanto que la escritura nos sitúa en una especie de paréntesis donde nos podemos ubicar frente al mundo. En la co­ rriente de la pura oralidad previa a la escritura simplemente vivimos y somos vividos por las palabras. La escritura, en el momento en el que permanece inmutable en la página, también nos obliga a abrir un paréntesis inmutable y a preguntarnos quiénes somos; es decir, introduce un elemento de análisis, de introspección, que en la pura oralidad no existía. Filoctetes, por ejemplo, se da en una época en donde la escritura todavía no ha sido muy introyectada en la época griega: existe desde luego, hay una tradición ya, pero todavía no ha sido totalmente introyectada. No podemos decir que Filoctetes es un carácter psicológico. Tiene dos o tres rasgos, que son la amargura y la sed de venganza, y con eso se construye el personaje; después, sobre esas dos pre­ misas, construye todo su lenguaje, que es un lenguaje de la mente. Un personaje más moderno, más escrito, obviamente tendría matices y pliegues y replie­ gues que Filoctetes no tiene. Yo creo que la escritura introduce un elemento de análisis que hace que de pronto podamos descubrir una complejidad en nosotros que antes era insospechada. –Esto que acabas de explicar de Filoctetes, ¿tú lo extenderías hasta Hamlet o en él ya estamos lejos del héroe trágico? –Quizás en el Renacimiento, que siempre se ha situado como el comien­ zo de la época moderna, las cosas empiezan a cambiar, porque ahí sí pode­ mos decir que la escritura ya forma profundamente parte de la cultura del ser humano y que aun los analfabetas tienen que dialogar constantemente con la escritura aunque no la dominen. Probablemente a partir del Renacimiento el ser humano se vuelve un ser mucho más complejo, matizado, incierto e inconcluso y no podemos ver, por lo tanto, a los personajes literarios con esa nitidez con que podíamos ver a los héroes griegos, que eran tan nítidos que tenían el lujo de un epíteto, es decir, el colérico Aquiles, que ésa era su característica, y entonces no había mucha psicología de donde escarbar pero sí había muchas 42

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peripecias que confirmaban esa có­ lera y sobre ellas se fundamentaba la literatura de esa época. –Otro de los temas que hay en El idioma materno es la constante bús­ queda por definir la escritura, casi fi­ losóficamente. Una metáfora que usas es el de la traición. ¿Escribir es darle la espalda al mundo? ¿Traicionarlo? –Sí, es darle la espalda al mundo, temporal y parcialmente. Porque, ¿qué pedimos de un escritor? Que justamen­ te nos devuelva al mundo de frente, que tanto el poeta como el narrador nos mues­ tren dónde estamos verdaderamente parados, que nos acerquen un lente que nos permita comprender lo que sin ese lente no comprenderíamos. Pero es un lente. Como toda interferencia, no deja de traicionar lo que vemos. Lo que vemos a través de unos binoculares, sabemos perfectamente que no es la realidad: falta la profundidad, por ejem­ plo. Es una representación, pero es una representación que tiene la virtud, como todas las representaciones, de condensar, cristalizar y comprimir nuestro posible conocimiento de las cosas. Ése es el destino de la escritura, de la lite­ ratura: como un lente, lo necesitamos para poder ver, pero luego sospechamos que lo que vemos no es totalmente lo que existe. –Blanchot habla de una doble soledad. Para escribir, el escritor tiene que estar aislado pero después, ya que terminó la obra, la misma obra lo expulsa. ¿Tú experimentas eso con tu obra? –Sí, yo casi nunca releo los libros que he escrito. Sólo si estoy obligado, por alguna situación, con mucho trabajo voy y vuelvo a leer y procuro que sea lo menos posible. Primero, por un natural temor a que me decepcione el libro que he escrito, que quiera corregir, que diga por qué puse esa palabra o esa línea; y, por otro lado, porque siento que me liberé de algo que quedó en 43

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el libro y ahora quiero seguir viviendo, que en mi caso quiere decir “quiero seguir escribiendo otras cosas”. –¿El afán que hay por valorar la oralidad que hay en El idioma materno te llevó a escribir los Cuentos populares mexicanos? –Es curioso porque yo fui escribiendo los dos libros al mismo tiempo. Como dices, en El idioma materno hay una constante revaloración de la oralidad o, por lo menos, un recordatorio de cuán importante es y de cómo la escritura no logra desterrarla. Pero el trabajo que yo hice en los Cuentos populares mexica­ nos es al revés: luchar contra la oralidad, someterla, conquistarla para poder introducirla en el molde escrito. Lo que en El idioma materno es un afán un poco lírico, intuitivo, en el libro de Cuentos populares mexicanos empezó a tener una aplicación concreta. Yo me enfrentaba a problemas muy puntuales que reflejan esta diferencia tan grande entre la oralidad y la escritura. ¿Cómo convertir en un cuento escrito algo que había sido pensado, concebido y vivido como un cuento oral? Entonces tenía que luchar contra esa abundancia, ese optimismo propio de la oralidad, para tratar de encajonarla de una manera muy como de verdugo dentro de la palabra escrita. –Imagino que eso te representó un problema estilístico, porque estos cuentos populares que recopilaste, ¿están escritos en tu estilo o en un estilo que pretende ser anónimo? –Es imposible escapar del propio estilo por más que uno trate de disimularlo. Quizá cuando más uno trata de disimularlo es cuando más lo evidencia. Traté de hacer un trabajo de lo más servicial, eso sí: no traté de lucirme, me contuve en cuanto a intervención en los cuentos. Pero el simple traslado de lo oral a lo escrito produce y obliga a transformaciones muy profundas, y más vale aceptarlas y a partir de eso recalcar el mundo de lo escrito y no quedarse co­ queteando con ambos dominios, que son hasta cierto punto irreconciliables. Sí, estoy muy consciente de que si alguien más hubiera hecho ese mismo tra­ bajo utilizando los mismos cuentos, el ritmo, la cadencia, la forma, la propia selección, hubieran sido totalmente diferentes.

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Qué me encantaba* E llen B ass Versión de Rodrigo Flores Sánchez

¿Qué me encantaba de matar a los pollos? Déjenme comenzar con el camino hacia la granja, cuando la oscuridad se hundía de nuevo en la Tierra. La carretera húmeda y brillante como el listón plateado de un caracol, y el huerto con sus ramas escuálidas. Me encantaban los delantales amarillos de goma y el modo en que Janet anudaba mi tirante roto. Y los altares de acero inoxidable que blanqueábamos, Brian afilando los cuchillos, probando el filo con la uña de su pulgar. Las ochenta y ocho gallinitas agazapadas en sus cajas. Envolviendo con mis manos sus alas blancas, las metía en la urna cónica. what did i love // Ellen Bass // What did I love about killing the chickens? Let me start / with the drive to the farm as darkness / was sinking back into the earth. / The road damp and shining like the snail’s silver / ribbon and the orchard / with its bony branches. I loved the yellow rubber / aprons and the way Janet knotted my broken strap. / And the stainless-steel altars / we bleached, Brian sharpening / the knives, testing the edge on his thumbnail. All eighty-eight Cornish / hens huddled in their crates. Wrapping my palms around / their white wings, lowering them into the tapered urn. / *

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Algunas se mostraban desprevenidas al estrecharse el mundo; algunas cacareaban y revoloteaban; algunas luchaban. Asía una por una, doblaba sus patas brillosas, sacaba su cabeza a través del embudo para sacrificio, su pico de queratina y la hirsuta y vascular cresta roja que alguna vez las mantuvo frescas cuando picoteaban en su mansión de herbaje. Yo no veía esos ojos pétreos. No pedía perdón. Deslizaba la navaja entre las plumas y hacía rápidos cortes semicirculares, cercenando las arterias justo debajo de la mandíbula. La sangre escurría como vino de una botella. Después, al ver su miga de corazón, me cuesta creer que una estrella tan pequeña pudiera brillar de esa forma. Levantaba cada cuerpo, lo sumergía en agua caliente hasta que la escamosa membrana de las patas se desprendía bajo mi pulgar. Y luego de ser lanzadas al desplumador, me encantan las aves recién desnudas. Al separar con precisión cabezas y patas de las articulaciones: riquezas de un hombre pobre para un caldo dorado. Hacer Some seemed unwitting as the world narrowed; / some cackled and fluttered; some struggled. / I gathered each one, tucked her bright feet, / drew her head through the kill cone’s sharp collar, / her keratin beak and the rumpled red vascular comb / that once kept her cool as she pecked in her mansion of grass. / I didn’t look into those stone eyes. I didn’t ask forgiveness. / I slid the blade between the feathers / and made quick crescent cuts, severing / the arteries just under the jaw. Blood like liquor / pouring out of the bottle. When I see the nub of heart later, / it’s hard to believe such a small star could flare / like that. I lifted each body, bathing it in heated water / until the scaly membrane of the shanks / sloughed off under my thumb. / And after they were tossed in the large plucking drum / I love the newly naked birds. Sundering / the heads and feet neatly at the joints, a poor / man’s riches for golden stock. Slitting a fissure / 46

una grieta, alcanzar su cavidad, liberar los órganos, el derrame del intestino, las mollejas teñidas de azul, las bolsitas de los pulmones, los corazones majestuosos, y aflojar, escrupulosamente, de la vesícula el hígado fofo, su amarga bilis. Y la fascia desplegándose como un abanico transparente. Cuando jalo el esófago por el pescuezo, me encanta la succión y la distensión al desprenderse. Luego cerceno el ano con su grisácea perla de caca. Una y otra vez, mis manos exploran cada cueva, aprenden a ver con las yemas de los dedos. Como forastero en un país desconocido, entrando en iglesia tras iglesia. En cada una, las mismas figuras de la Virgen, el Cristo crucificado, que siempre consideré aterrador, hasta que Marie dijo que era tierna, la imagen más tierna, cada santo y cada prisionero político, cada poeta encarcelado y cada monje en llamas. Pero aunque tengo todo el tiempo del mundo para pensar pensamientos así, no lo hago. Estoy en blanco al enjuagar cada esqueleto, reaching into the chamber, / freeing the organs, the spill of intestine, blue-tinged gizzard, / the small purses of lungs, the royal hearts, / easing the floppy liver, carefully, from the green gall bladder, / its bitter bile. And the fascia unfurling / like a transparent fan. When I tug the esophagus / down through the neck, I love the suck and release / as it lets go. Then slicing off the anus with its gray pearl / of shit. Over and over, my hands explore / each cave, learning to see with my fingertips. Like a traveller / in a foreign country, entering church after church. / In every one the same figures of the Madonna, Christ on the Cross, / which I’d always thought was gore / until Marie said to her it was tender, / the most tender image, every saint and political prisoner, / every jailed poet and burning monk. / But though I have all the time in the world / to think thoughts like this, I don’t. / I’m empty as I rinse each carcass, / 47

y esto es lo que más me gusta. Como cuando se apaga el refrigerador y escuchas el silencio. Mientras el sol ascendía nos quitábamos nuestras sudaderas y trasladábamos las hieleras a la sombra, pero salvo eso, no transcurría el tiempo. No tenía hambre. No deseaba detenerme. Estaba tomando aire de una reserva luminosa. Doblábamos cada pollita, colocándola en una bolsa de plástico, las congelábamos y las subíamos a los coches. Amaba la verdad. Incluso en esta única cosa: ver de frente a lo terrible, el pacto unilateral que hacemos con lo vivo de este mundo. Al final, restregábamos las mesas, con la manguera limpiábamos la sangre seca, la mancha que florecía a través del agua.

and this is what I love most. / It’s like when the refrigerator turns off and you hear / the silen­ ce. As the sun rose higher / we shed our sweatshirts and moved the coolers into the shade, / but, other than that, no time passed. / I didn’t get hungry. I didn’t want to stop. / I was brea­ thing from some bright reserve. / We twisted each pullet into plastic, iced and loaded them in the cars. / I loved the truth. Even in just this one thing: / looking straight at the terrible, / one-sided accord we make with the living of this world. / At the end, we scoured the tables, hosed the dried blood, / the stain blossoming through the water. 48

Modernolatría futurista, odio al pasado y culto al arte dinámico J orge J uanes Descomponemos y recomponemos el universo según nuestros maravillosos caprichos para centuplicar la potencia del genio creador ita­ liano y su predominio absoluto en el mundo. Marinetti marinetti y el primer manifiesto de arte futurista

Nadie que reflexione sobre el futurismo puede eludir el nombre del poeta Filippo Tommaso Marinetti, quien fuera no sólo el artífice del Primer ma­ nifiesto futurista1 sino también un discutible animador de las vanguardias artísticas. Sobre el Manifiesto se ha escrito mucho y, en rigor, poco queda por agregar. Sin embargo… quisiera empezar por poner sobre el tapete una duda: ¿se trata en realidad de un manifiesto artístico? ¿En verdad puede alcanzarse –a partir de las premisas bélicas, nacionalistas y modernolátricas del Manifiesto– una renovación del arte? Preguntas pertinentes, pues tómese en cuenta que Marinetti no ofrece en su texto incendiario ninguna proclama netamente artística, lo que no es de extrañar, ya que –al menos en su ori­ gen– los futuristas carecen de un programa estético concreto, es decir, de propuestas que alumbren tomas de posición intrínsecas respecto a las artes 1 F. T. Marinetti, “Manifiestos y textos futuristas”, en Le Figaro, Francia.

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de febrero de

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heredades (la pintura y la escultura) o a las artes emergentes. Afrontemos nuestros interrogantes. De Marinetti puede decirse que fue al mismo tiempo nacionalista y cosmopolita; pasio­ nal y provocador; brillante orador, ególatra y seductor; defensor de la libertad y del fascismo, o sea, incongruente y contradic­ torio a más no poder. A fin de cuentas, un poeta vanguardista que puso la sintaxis pa­ tas arriba. Místico del performance mediá­ tico y callejero, pocos como él traen consigo el escándalo y pocos como él arrebatan a sus seguidores y provocan la ira de sus de­ tractores. Marinetti sigue interesándonos por haber planteado el reto que representa para el arte el advenimiento de la era de la máquina, de la velocidad. Y para entender al esteta iracundo, nada mejor que leer sus textos artísticos y políticos, buscando destacar lo que está en juego, tanto lo que suscita la reflexión como lo que invita a tomar distancia. Marinetti no será entonces para nosotros más que un personaje sintomático de una época convulsa, una especie de vocero del nihilismo tecnocrático europeo presto a conquistar el mundo. Leemos en La guerra eléctrica: “Será el vencedor el pueblo más olvidadizo, el más futurista, el más sabio, el más industrial (…) El milagro, al gran milagro soñado por los antiguos poetas, se opera en torno nuestro. Por todas partes brota el nacimiento anormal de las plantas bajo el esfuerzo de la electricidad artificial de alta tensión.” Por el momento se trata de interrogar el futurismo a lo Marinetti, ya después afrontaremos otras posibles derivas de ese movimiento. Empecemos por donde hay que empezar: el Manifiesto de 1909. Si algo cabe destacar en lo inmediato es la defensa a ultranza –puesta aquí de relieve– de la moderni­ dad concretada en móviles técnico-industriales. Tan a ultranza que podemos calificar a Marinetti de representante paradigmático de la modernolatría. El objetivo del poeta diabólico estriba, adelantemos prendas, en sacar a Italia 50

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del atraso en que se encuentra, particularmente en el plano de la cultura: “Es Italia desde donde nosotros lanzamos por el mundo este nuestro Manifiesto de violencia, arrasadora e incendiaria, con el cual fundamos hoy el Futuris­ mo, porque queremos liberar a este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios.” Marinetti alude a la petrifica­ ción del arte italiano tras la revolución renacentista, que convirtió a la nación en un mausoleo dedicado a mitificar y restaurar el arte del pasado, cuando no a alimentar la industria de la cultura reservada a turistas extranjeros ávidos de ruinas. De allí la sentencia imperativa: “Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de toda especie (…) Los absurdos mataderos de pintores y escultores (…) Quemar los estantes llenos de libros.” Puesta la cultura en la picota de un pasado glorioso pero anacrónico que paraliza el presente-futuro, queda lo que queda: sacar el martillo de los ar­ marios y demoler la herencia mitificada. Traer a cambio el rejuvenecimiento de las artes en nombre de la belleza moderna, incomparablemente superior a las “urnas funerarias” conservadas en los museos: “Una belleza nueva, la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras con su capó adornado de gruesos tubos semejantes a serpientes de aliento explosivo (…) un automó­ vil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia.” Odiar y negar el pasado, olvidarlo, se torna, por consiguiente, imperativo para que el arte italiano pueda ser protagonista del arte contemporáneo. Repudio que debe acompañarse del potencial del pre­ sente-futuro, presidido por las fuerzas desatadas por la revolución industrial: la energía, la velocidad y la dinámica del mundo maquínico; el cambio in­ cesante, los shocks, el vértigo y la vida de las grandes ciudades; rascacielos, cables eléctricos, fábricas, chimeneas, vida nocturna… ¡Temedlo todo del Pasado carcomido! ¡Esperadlo todo del porvenir! Confiad en el progreso que siempre tiene razón –leemos en La guerra eléctrica–, hasta cuando es injusto, porque es el movimiento, la vida, la lucha, la esperanza… Guardaos de intentar la crítica del Progreso. Aun cuando sea impostor, pérfi­ do, asesino, ladrón, incendiario, el progreso siempre tiene razón…

Contemporaneidad artística significa, reiterémoslo, exaltar el automóvil y la motocicleta, el ferrocarril y el aeroplano, el gramófono, el teléfono y el 51

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telégrafo, el cine y la fotografía, el despliegue impetuoso de la electricidad, la moda y el espectáculo mediático. Significa también sustituir por luz arti­ ficial la luz de la luna adorada por romanticismos caducos y entusiastas de ambientes simbolistas de bazar oriental. No falta la defensa del amor libre. Ni importa que el rejuvenecimiento de la historia y del arte traiga consigo violencia y crueldad. No debe sorprender, entonces, que el Segundo mani­ fiesto futurista (¡Matemos el claro de luna!) reafirme con fuerza el culto a la guerra, patente ya en el Primer Manifiesto (donde podía leerse aquello de “la guerra como única higiene del mundo”): “¿Qué si amamos la guerra? (…) Es nuestra única esperanza, el móvil de nuestra vida y nuestro anhelo más ferviente (…) ¡Sí!; la guerra contra vosotros, que morís lentamente, y contra todos los muertos que obstruyen el camino (…) Preferimos la muerte violen­ ta y la glorificamos como la única digna del animal de presa que se llama hombre.” El odio al pasado ruinoso encarnado en ciudades como Roma, Ve­ necia y Florencia, se complementa, atendamos, con el desprecio a la “mujer veneno”, al amor trasnochado y a la aborrecible familia, a los horarios y a la vida reglamentada; a los curas, a los agentes policiacos, a los comunistas, a los “mercaderes de la argumentación” (léase abogados) y a los magistrados; a los austriacos y a los alemanes, sin que falte la repulsa absoluta al Vaticano y a sus fieles. Por franqueza no queda. Generoso con los suyos, pues –a diferencia de Breton, por ejemplo– no gusta de las excomuniones, lanza, en cambio, golpes frontales contra los enemigos. Practica, por lo demás, una escritura desequilibrada, libertaria, incontrolable, en la que reconocemos la influencia del decadentismo y el simbolismo (negada, a fin de cuentas); del anarquista Bakunin, del llamado a la acción directa de Sorel; del Nietzsche demoledor que clama por la in­ versión de los valores existentes y la afirmación de una vida radical y arries­ gada (por cierto, Marinetti gusta de los toros); del vitalismo de Bergson… Textos en que los héroes del futuro son reconocibles: aviadores, automovilis­ tas, soñadores de la velocidad, ingenieros eléctricos, hombres poshumanos e inmortales forjados por el golpe de las máquinas (“Nosotros preparamos la creación del hombre mecánico de partes cambiables. Nosotros lo liberare­ mos de la idea de la muerte”) y emancipados de sentimentalismos lacrimo­ sos; agitadores pro modernos, defensores de la ciencia y de la gran industria; 52

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artistas entregados al vértigo de la creación incesante… Se trata, en suma (Manifiesto de la imaginación sin hilos, mayo 1913), de “la renovación com­ pleta de la sensibilidad humana”. Quisiéramos resumir este primer bloque con palabras del propio Marinetti (Democracia futurista, 1919), donde, de paso, se desmarca del anarquismo: Los anarquistas se contentan con atacar las ramas políticas, jurídicas y económi­ cas del árbol social, mientras que nosotros queremos mucho más. De este árbol queremos arrancar y quemar hasta las más profundas raíces, aquellas que están plantadas en el cerebro del hombre y que se llaman: manía del orden, deseo del mínimo esfuerzo, adoración fanática de la familia, preocupación por el sueño y la comida a hora fija, estatismo, veneración de lo viejo y antiguo, horror a lo nuevo, desprecio a la juventud y a las minorías rebeldes, veneración del tiempo, los años acumulados, los muertos y los moribundos, necesidad instintiva de leyes, de cadenas y de obstáculos, horror a la violencia, a lo desconocido y a lo nuevo, miedo a la libertad total. futurismo y fascismo

Tras lo expuesto, queda claro que el proyecto modernolátrico, “efecto de los grandes descubrimientos científicos”, tiene la última palabra en términos artísticos, e incluso pretende abarcar todas las esferas del mundo social, empezando por la cultura y la política; de allí la adhesión de Marinetti a un proyecto totalizador como el fascismo, comandado por su gran amigo, Mus­ solini. En 1918 se funda, consecuentemente, el Partido Político Futurista en donde “un movimiento artístico se convierte en un partido político”. Con esto se pretende que el panitalianismo se despliegue en escala internacional. De democracia, parlamento y cosas por el estilo, nada de nada; mejor un par­ tido, un ideario, un líder carismático; aún mejor: el Estado corporativo y la unidad sin fisuras. Y manifiesto tras manifiesto, poseído –por si fuera poco– por un nacionalismo militante y delirante (dirigido a “la sangre de la raza latina”), Marinetti reitera hasta la obsesión los argumentos estético-fascistas (“heroísmo intelectual y nacionalismo belicoso”) que definen su ideario: “La palabra Italia debe prevalecer sobre la palabra libertad.” Sucede, así, que la verdad indiscutida del programa defendido se torna cada vez más intoleran­ te, y nada de “medias palabras”. 53

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Si se examina a fondo el asunto, advertimos una contradicción que no deja de ser paradójica y de funestas consecuencias. Puede aceptarse, con los futuristas, que la exaltación de las fuerzas productivas modernas deje de es­ tar cien por ciento al servicio del logocentrismo y del dominio instrumental del mundo (recordemos que Marinetti ensalza la irracionalidad productiva o, más bien, rechaza el Principio de Razón como fundamento de la modernidad). Pero nos parece quizá peor el remedio que la enfermedad, pues tal remedio no es otro que el nacionalismo desaforado que identifica a Italia con la medi­ da vital y cultural del mundo. Nacionalismo que, en boca de los fascistas, se remonta a la Italia eterna de raíces arcaicas que, faltaba más, encuentra su centro de representación en el Estado ideocrático y aglutinador que define, en última instancia, la identidad esencial de ciudadanos e individuos. Tal encumbramiento fascista del Estado-nación, no sobra advertirlo, termina­ ría por englobar al propio futurismo. Tendríamos, asimismo, la discutible identificación del superhombre nietzscheano con el mito cesáreo del hombre fuerte que, espoleado por la voluntad de dominio, se eleva por encima de las masas anonadadas afirmando su derecho de mandar y ser obedecido. Diferencias aparte, el futurismo sostiene valores similares a los de cier­ tas propuestas de Mussolini y sus hordas: el culto dionisiaco a la juventud y a la virilidad, a la intuición y el vitalismo, sin faltar la celebración de la muerte heroica, el riesgo perpetuo, la inestabilidad, el profetismo apocalíp­ tico, el patrioterismo, la violencia mesiánica y la mística de la destrucción. Cabe agregar que los seguidores de Marinetti sostienen el principio autori­ tario del no hay más ruta que la nuestra; no en vano son la vanguardia de las vanguardias. Los futuristas pretenden representar el ala izquierda artístico cultural del fascismo, pero sus aliados no piensan lo mismo. De modo que la estetización de la política puesta al servicio del poder de Estado, propalada por los fascistas, poco tendrá que ver, a la larga, con el arte futurista. Quien a hierro mata a hierro muere: la restauración del arte cesáreo, tan al gusto de la Roma eterna –y no del futurismo– será, a final de cuentas, el arte del fascismo. De “nuevo” la arquitectura monolítica, símbolo de un régimen político indestructible; de “nuevo” los monumentos que consagran al demagogo en turno, adornados con estatuas y carteles de los símbolos unificadores, y rituales histéricos presididos por el gran gesticulador, y… la 54

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mierda de la voluntad de muerte acompañada por la energía y el estruendo del armamento bélico. Aquí queríamos llegar. La forja –a partir de 1912– de un arte netamente futurista va a conducir, desde adentro (Marinetti: “El potencial político del arte se encuentra en el propio arte”), a una contradic­ ción que no tardará en manifestarse: la imposibilidad de engranar el arte de vanguardia con las políticas totalitarias, patente en la destrucción de las vanguardias artísticas: parcial por parte del fascismo y absoluta por parte del nacionalsocialismo y el comunismo. Víctima de su ceguera política, tampoco el futurismo se salva de la quema. Queda sepultado por el culto conservador fascista a Roma, a la antigüedad y a la tradición clásica. Marinetti representa el futurismo. ¡Y vaya que lo defiende! Quiere con­ vertirlo en un modo de pensar, de sentir, de actuar. Busca incluso –aunque sin éxito– convencer a sus partidarios de que el haber sido proclamado Aca­ démico de Italia por el mismísimo Mussolini (18 de marzo, 1929) cristaliza la oportunidad de llevar al fascismo las semillas de la libertad, y de pro­ teger, de paso, el futurismo del sistema imperante. Pero para sus adentros sabe, debe de saberlo, que Mussolini y los suyos defienden “la romanidad”, la Italia eterna, el pasadismo, las ruinas imperecederas, el academicismo acompañado del anti-vanguardismo artístico, el ridículo paso de ganso mili­ tar… Defender lo vanguardista en el arte significa defender un arte abierto, experimental, de minorías, antes que consagrado a las masas. Lo contrario, así, del fascismo. No debe sorprendernos que en pleno auge fascista los fu­ turistas rechacen pública y enérgicamente el calificativo de arte degenerado que sirviera para justificar la liquidación de las vanguardias en manos de las huestes de Hitler. Recuerdo, para quien lo haya olvidado, que Marinetti no comulga con el antisemitismo. Marinetti se encuentra en medio de un dilema que acompaña sus andanzas por el mundo: por un lado es fascista, nacionalista, defensor de la guerra patria; por el otro, es poeta, vanguardista pro moderno, libertario, cosmopolita. La suerte está echada. Sabemos que el fascismo –y el nacionalsocia­ lismo con mayor énfasis– defiende el arte total (estetización de la política) al considerar a los hombres como materia prima moldeable a capricho del poder absoluto del Estado, lo cual se concreta en la reiterada celebración de espectáculos de masas para propiciar el éxtasis colectivo y la consecuente 55

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postración ante el omnisciente y carismático líder en turno. De lamentable puede calificarse también el surgimiento de un cuerpo de intelectuales y artistas que sirven –sin rechistar– a los autoproclamados “artistas de artis­ tas”, llámense Duce o Fuhrer o… porque resulta preocupante –y habrá que encararla en su momento– la fascinación de un sector destacado de la intelli­ gentsia por los hombres fuertes. Sobran ejemplos. Pero dejemos esto. Reitero tan solo que el arte ha sido –y debe seguir siendo– un baluarte consagrado a vindicar las proclamas emancipadoras que la política de los políticos se empeña en aniquilar. Antes de entrar de lleno a los problemas estrictamente artísticos del futurismo, me parece pertinente subrayar que el Primer manifiesto futurista –como muchas de las propuestas de Marinetti– acusa la falta de una reflexión profunda sobre la aventura del arte moderno a partir del Renacimiento. Aventura emancipadora donde se defiende –con conciencia de causa y pasión extrema– que el arte tiene un territorio propio y, por lo tanto, hay que juz­ garlo por sus obras y sus fundamentos consagrados a potenciar la libertad de los individuos singulares y soberanos. Hablamos de una relación abierta de los hombres entre sí y con la naturaleza, basada en la copertenencia y ajena a políticas de dominio de cualquier índole. Que Marinetti abrigara la esperanza de que el mundo obedeciera a una artecrazia –esto es, a un orden universal dirigido por poetas, artistas y pensadores autónomos– choca precisamente con dos realidades del arte que no pueden echarse en saco roto: 1) el arte dista de ser un discurso del poder o un instrumento para pergeñar homo­ geneidades gregarias, y 2) el arte es margen, diferencia, extemporaneidad demoledora de pensamientos únicos o de culto a la violencia.

propuestas artísticas

Marinetti, el escritor, el poeta Toda empresa de demolición tiene sus riesgos. Marinetti los encara al propo­ nerse demoler sin contemplaciones (Manifiesto técnico de la literatura futu­ rista, 11 de mayo de 1912) la sintaxis heredada de tiempos inmemoriales. Abolir, abolir el adjetivo, el adverbio, la puntuación, el yo y, si se puede, ir más 56

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allá del verso libre. Suprimir el como, el cual, el así, el parecido a; las pausas absurdas de los puntos y las comas… Escritura extrema que dispone “los sus­ tantivos al azar, tal como nacen”, en donde “los verbos deben usarse en infinitivo”. “Y para acentuar ciertos movimientos e indicar sus direcciones [deben emplear­ se] signos matemáticos: + > < - x: =, y signos musicales.” Cadena de trasfigu­ raciones que debe ir acompañada, ade­ más, de tupidas redes de “imágenes y analogías” novedosas, nunca evidentes o estereotipadas, chocantes, inesperadas, ilógicas… capaces de “alcanzar la vida de la materia”. Escritura ajena al hombre averiado por las bibliotecas y los museos, por la psicología, por el sentimentalismo. Se trata de cantar a la energía viva de la materia, “a sus tor­ bellinos de electrones”; vaya: “Queremos representar, en literatura, la vida del motor, nuevo animal instintivo del que conoceremos el instinto general cuando conozcamos los instintos de las diferentes fuerzas que lo componen.” Todo esto desde un aeroplano en vuelo. Y los vuelos suelen marear: “El calor de un pedazo de hierro o de madera es para nosotros mucho más apasionante que la sonrisa y las lagrimas de una mujer.” Sin comentarios. La literatura –prosigue nuestro amigo Marinetti– debe contener el ruido del dina­ mismo de los objetos, el peso o la facultad de vuelo de los objetos, el olor o el espaciamiento de los objetos. Poesía de intuiciones, no de la inteligencia; de imágenes, no de conceptos. Eso, “una maquina sin hilos”, palabras al viento, en libertad: “Después del verso libre, por fin las palabras en libertad.” ¿Que todo lo hasta aquí señalado propicia desorden? Bienvenido el desorden. Lo inactual y pasadista se leerá en lo sucesivo en la escritura blanca, aseada, erudita, académica, aburrida. La escritura actual, negra e intempestiva, se leerá en la poesía y en la prosa sin fronteras que dilapida gloriosamente la desconcertante energía desatada por la modernidad. Si Marinetti provoca la ira de los escoliastas se debe a la ruptura de la escritura canónica. 57

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gino severini

Advirtamos de entrada que el Manifiesto técnico de la literatura futurista tuvo una inmediata influencia sobre los futuristas. Buen ejemplo de ello es el en­ sayo de Severini, Las analogías plásticas del dinamismo. Manifiesto futurista (texto de septiembre-octubre de 1913 que, por cierto, no gustó a Marinetti; de allí que se publicara apenas en 1958). Severini viaja a París en 1906 y pronto se informa de los modos pictóricos del divisionismo a la francesa originado en Georges-Pierre Seurat (que ilustran cuadros como Primavera en Montmartre, 1908-1909). Metido de lleno en la vida de la gran urbe, se hace amigo de la mayoría de los vanguardistas residentes en París. Junto con Umberto Boc­ cioni, Carlo Carrà, Luigi Russolo y Giacomo Balla, firma el Manifiesto de los pintores futuristas (Milán, 11 de abril de 1910). Se ha dicho, con razón, que Severini intenta tender un puente entre los futuristas italianos y Amadeo Modigliani, Guillaume Apollinaire, Pablo Picasso y compañía. Pintor refinado y elegante, con una marcada tendencia a lo decorativo, no sólo fue uno de los animadores de la Exposición futurista de 1912 en París, sino que deleitó a los franceses con La danza del “Pan-Pan” en el Mónico (1910-1911). Pero vayamos a lo sustantivo. Severini comienza su manifiesto con un fuerte compromiso con el arte: “Queremos hacer que el universo se sostenga en la obra de arte.” Para lograrlo, el arte tendrá –antes que nada– que aco­ ger en su seno justo eso, el universo: “condiciones plásticas ligadas a todo lo universal” mediante “un inmenso círculo de analogías, que empiezan por las afinidades y semejanzas y llegan hasta los contrarios o las diferencias es­ pecíficas”. La analogía es, para el pintor, la matriz misma que debe presidir la mirada, el sentir y el recordar, matriz que regula, a la vez, la relación con la realidad, las demandas de la sensibilidad y la memoria y del orden pictórico constructivo. Derivas analógicas que unifican/ potencian, la “intensificación plástica”. Severini distingue aquí “analogías reales” o evidentes y “analo­ gías aparentes” o forzadas, como lo quería Marinetti: un acto de amor que liga todo con todo, superando distancias y diferencias. “Por medio de las analogías, pues, penetramos cuanto hay de más expresivo en la realidad y presentamos simultáneamente la materia y la voluntad en el summun de su actividad intensiva y expansiva.” 58

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Hay que encontrar los resquicios que engranen en términos artísticos, las aberturas que permitan el casamiento de las analogías, recurso que –a nues­ tro entender– tiene su precedente en Baudelaire. Analogías en las formas, en las sensaciones (“la sensación encontrada en un caso puede trasladarse a otro caso totalmente diferente”) y en el plano del color; analogías circuns­ critas a crear un estilo pictórico “orquestal a la vez policromo, polifónico y polimorfo [que pueda] abarcar la vida de la materia”. En pleno diálogo con el cubismo, Severini se plantea ir más allá del instante en curso, de la im­ presión sentida en un momento dado, incluyendo el recuerdo mediante la pintura de analogías. El recuerdo actuará, pues (…) como particular y verdadera causa emotiva, inde­ pendiente de toda unidad de tiempo y de lugar (…). En una época de dinamismo y simultaneidad, no puede separarse una realidad cualquiera de los recuerdos, las afinidades o las aversiones que su acción expansiva evoca simultáneamente en nosotros, que son otras tantas realidades abstractas, puntos de referencia para llegar a la acción total de la realidad en cuestión.

Los argumentos de Severini son claros y coherentes. Decíamos que lle­ ga a París en 1906 y cae rendido ante la dinámica diurna y nocturna de la ciudad: los teatros, los cafés cantantes, los bulevares, la animada discusión entre los artistas de vanguardia. Todo un banquete para un pintor futurista. La orquestación fragmentada que pareciera inspirada en los rompecabezas al uso, la seductora riqueza cromática (ahí radica su diferencia con el cubis­ mo), la sabiduría constructiva, el encabalgamiento de microplanos de colo­ res puros (Severini prescinde aquí del divisionismo), entretejidos en tupida red con los múltiples ciudadanos en movimiento de El bulevard (1911) son buena muestra –siempre el ritmo, ritmo sobre ritmo– de la simbiosis del pintor y la gran urbe. Deponiendo los restos de perspectiva tridimensional presentes todavía en El bulevard, observamos que tanto en su Autorretrato de 1912-1913 como en Norte-Sur (1912), por poner algunos ejemplos, Severini opta por morfologías bidimensionales otorgándole a la superficie del lienzo, por lo tanto, el protagonismo pictórico. Excepciones aparte (Automóvil en movimiento, 1912-1913), en su obra fu­ turista Severini se inclina más por la dinámica plástica del mundo del baile 59

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que por la dinámica del automóvil o de la máquina. El tema de las bailarinas en acto goza de sus preferencias. Bailarina en azul (1912) y Dinamismo de una danzante (1912) patentizan –mediante descomposiciones analíticas de braceos o de zapateados– el buscado movimiento (el Fru-fru que tanto gusta­ ba por aquella época) propio de la modernidad. Ritmo, liviandad, armonía. Y si de dinámica y goce vital hablamos, Fiesta en Montmartre (1913) se lleva la palma. Destaquemos también que, en el lienzo Analogías plásticas, Severini se ve tentado a seguir el camino de la abstracción. Viene la guerra, cambia la iconografía. Cañones, trenes blindados y armas destructivas apagan las luces centelleantes y los vivaces colores en favor de los colores sordos. Se­ verini proseguirá, avanzado 1916, con su aventura pictórica. Su obra tiende a dialogar con el cubismo sintético a lo Juan Gris, pero tomando la debi­ da distancia respecto al ascetismo y la pureza plástica del artista español. Concluye, finalmente, su aventura vanguardista de manera semejante a la de muchos de sus compañeros de viaje futuristas (pienso en Carrà): propo­ niendo un retorno al orden, previa vindicación de Giotto. La Italia eterna termina, así, ganándole la partida a la Italia modernolátrica. boccioni , ideario de la pintura dinámica

Fundamentación teórica A diferencia del expresionismo del grupo El Puente, el fauvismo y el cubis­ mo –que habían avanzado un largo trecho en su propuestas vanguardistas–, el futurismo cuenta desde 1909 con el manifiesto de Marinetti, pero carece de una propuesta artística propia y en curso. Como lo expresa el propio Ma­ rinetti: “A los manifiestos y a las polémicas les siguen los hechos: las obras de los poetas.” Umberto Boccioni comparte el ideario de Marinetti en cuanto lo conoce: defender a cualquier precio la modernidad industrial, dinámica y entregada a la velocidad; celebrar la grandeza incomparable de la raza latino-italiana (“¡Preconizamos que Italia sea la única heredera futura de la latinidad!” “El genio artístico italiano. El más poderoso de la raza huma­ na”. “Estamos definitivamente a la cabeza del arte mundial”); rechazar con decisión la Italia arqueológica, reconocer la necesidad de olvidar el pasado 60

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y apostar por lo nuevo encarnado en la estética de la velocidad; repudiar lo alemán y lo austriaco; arremeter contra los libros, los museos y las acade­ mias; afirmar el heroísmo vital que debe desembocar en el campo de bata­ lla… Por ahí podíamos continuar. Antes de morir a consecuencia de una caída del caballo mientras hacía un ejercicio militar, y tras padecer en los hechos los horrores de la guerra, Boccioni lanza una advertencia que seguramente habría decidido los derro­ teros de ahí en adelante: “De esta existencia saldré despreciando todo lo que no sea arte.” Que el programa político futurista guíe sus acciones políticas no significa, por lo demás, que Boccioni tenga resuelto su ideario artístico. A ello se entrega en cuerpo y alma, a pensar en textos (“Sólo ve bien quien piensa bien”) y a concretar en obras la propuesta futurista. Sus metas artís­ ticas podrían resumirse, en términos generales, de la siguiente manera (me baso tanto en la obra del artista como en su libro de ensayos Estética y arte futuristas): realizar un arte propositivo y netamente contemporáneo conforme a las derivas de la modernidad en curso. Arte que debe mostrarle al mundo la diferencia italiana –entiéndase, la originalidad del futurismo– frente a las propuestas surgidas en Francia: impresionismo, post-impresionismo, cubis­ mo… Es cierto que Boccioni reconoce sus deudas con las vanguardias afin­ cadas en París (el post-impresionismo practicado al principio por Giacomo Balla tuvo mucho que ver al respecto), los impresionistas a la cabeza: “Los impresionistas fueron los auténticos iniciadores de la ruptura con el pasa­ do.” Para él, los Monet y compañía realizan en pintura algo que debe ser rescatado: la “vibración atmosférica” que propicia el encuentro y la empatía entre los objetos mostrados y el entorno circundante: “Por primera vez un objeto vive y se completa con el ambiente en una relación de influencia re­ cíproca”, lo que implica incluir en la pintura “la relatividad del tiempo y del lugar” (quisiera agregar, por mi parte, que la ruptura con las formas cerradas y absolutas en favor de la copertenencia de las formas abiertas al espacio y las atmósferas circundantes la había logrado ya Diego Velázquez en Las meninas). Queda indicar que, sin embargo, el impresionismo sólo logra la compenetración de todo con todo en el plano del color; faltaría la propuesta futurista: “la compenetración y simultaneidad de las formas”. 61

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De acuerdo. El cubismo logra, a su manera, el entrelazamiento y la si­ multaneidad de las formas, pero a costa de perder –subraya Boccioni– la atmósfera que las atraviesa y reúne radicalmente hablando. La disección analítico-anatómica de las formas practicada por el cubismo se queda en lo estático, subrayémoslo, con lo que se pierde la sensación dinámica que en la modernidad preside la relación de todo con todo. Los cubistas serían, así, pintores de museo (algo de ello hay también en Paul Cézanne), fieles al clasicismo anacrónico, ya que eluden las condiciones espacio-temporales y los estados anímicos determinados por el mundo de la vida que transcurre ante nuestros ojos. Hay que vivir la sensación y encarnarla, eternizarla, “sin por ello volver a una construcción estática de los cuerpos”. Se trata, en fin, de superar el impresionismo en vez de negarlo (cubismo). Boccioni propone el “objeto-ambiente”, u objeto atravesado por la atmósfera, como “unidad in­ divisible”, vale decir, “la solidificación de la impresión sin amputar el objeto o aislarlo del único elemento que lo nutre: la vida, o sea, el movimiento. De esta manera evitaremos caer en lo que ha sido la pintura hasta el presente: una enumeración de objetos recortados sobre un fondo”. Retengamos este primer balance: “Si para los impresionistas el objeto es un núcleo de vibra­ ciones que aparecen como color, para nosotros, los futuristas es, además, un núcleo de direcciones [líneas-formas-fuerza] que aparecen como forma.” Volviendo al cubismo (Qué nos separa del cubismo), reiteraremos que Boccioni lo acusa de ser racional y científico en exceso, y de estar presto a aniquilar las posibilidades dinámicas del color y los empujes dinámicos de las formas. La simultaneidad fragmentada del cubismo analítico de Picasso, por poner un ejemplo supremo, se muestra incapaz de vivir –entiéndase– los objetos en “su acción” y unidad inescindible=simultaneidad futurista. “En consecuencia, lo que se extrae son sus elementos muertos, con los que jamás se logrará componer algo vivo (…) Por tanto, Picasso destruye la emoción al paralizar la vida del objeto.” El cubismo equivaldría a una disección de cadáveres: “Fabrican un ser muerto, embalsamado.” Falta lo que falta (El estado de ánimo plástico): las relaciones de las fuerzas interactuantes que definen el objeto-ambiente, o mejor, la sensación y la simultaneidad de la vida dinámica, moderna, en el objeto. Por si fuera poco, el cubismo peca de pasadista, de arcaico; demasiado arte negro, egipcio…, demasiado culto a 62

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lo pre-moderno: “Ninguno de nosotros, pintores y escultores futuristas, pa­ dece de ese arcaísmo que comporta una inmovilidad hierática de solemne antigüedad que nos repugna.” Ajuste de cuentas mediante el cual Boccioni hace frente a los críticos de arte que asocian, sin más, el futurismo con el cubismo, perdiendo, en consecuencia, la diferencia del primero. “Queremos buscar en las necesidades incesantes de la vida, en la forma en que éstas se manifiestan, las leyes de una nueva –¡absolutamente nueva!– conciencia plástica.” Para acoger “el devenir dinámico”, Boccioni propone apresar el objeto en los dos movimientos que lo constituyen, el relativo y el absoluto. Con “movimiento absoluto” hace referencia al movimiento intrínseco que todo objeto tiene por sí, idea inspirada por cierto en Seurat; al respecto, repárese en que el cuadro Riña en galería recrea el divisionismo del pintor francés elevado a principio formal encaminado a dotar de uniformidad la superficie de la tela. Resumamos así: Los objetos tienen una sensación propia (“hálito o palpitación del objeto”) e irreductible a la proyección de subjetividad al­ guna. El divisionismo o puntillismo acogería tal sensación. Empero, cada época histórica descubre o atiende determinada particularidad de la cosa misma, la modernidad cumple la regla concentrándose en las fuerzas diná­ micas inscritas en este o aquel objeto. Dinamismo que, a juicio de Boccioni, representa una parte alícuota del dinamismo universal que preside el mun­ do (no en balde en la obra de madurez buscó aunar el movimiento cósmico y el movimiento mecánico), potenciado en la modernidad. De ahí el canto de batalla: todo se mueve eternamente, el reposo no existe. Y complemen­ tando el movimiento absoluto, tendríamos el movimiento relativo, tocante al desplazamiento del objeto en el espacio. Hoy por hoy, cabe hablar también de desplazamientos dinámico-acelerados. Se trataría, en suma (Dinamismo), de acoplar el dinamismo interno de los objetos y el dinamismo desatado en sus desplazamientos. Este acoplamiento ha de realizarlo una “forma única capaz de expresar la continuidad del espacio”, cosa muy diferente de lo que hacen los compa­ ñeros de viaje de Boccioni, Giacomo Balla o Severini, e incluso el Marcel Duchamp del Desnudo bajando la escalera, al recrear el movimiento –ins­ pirándose en la cronofotografía– mediante la repetición de figuras plenas 63

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(“piernas, brazos”) que se multiplican manteniendo, sin embargo, la integri­ dad del personaje o el objeto, para dar lugar a una coexistencia incongruente de inmovilidad y movimiento. Al igual que la mayoría de las propuestas de vanguardia, el complementarismo dinámico de Boccioni alude, sí, a la cuarta dimensión: “Porque la forma dinámica es una especie de cuarta dimensión en la pintura y en la escultura.” Cuarta dimensión que exige participar de aquello que los cubistas desdeñan: la intuición. “Por eso no podemos pre­ sentar una cierta dimensión medida y finita, sino una proyección continua de las fuerzas y de las formas intuidas (yo subrayo) en su infinita evolución.” Conforme al dinamismo propio de la civilización industrial, el futurismo “ex­ presa nuestra época de velocidad y simultaneidad”, en lo que cabe incluir el choque de fuerzas, el estruendo. Líneas fuerzas radiantes, formas fuerza radiantes, colores radiantes, que de modo contundente revientan las formas plenas y cerradas del arte del pasado. Lo cual no significa que se pierda la “cohesión unitaria” del cuadro o de la escultura; por el contrario, se potencia al extremo. El siguiente balance de Boccioni (Líneas-fuerza) era de esperar­ se: “De modo que los planos y los volúmenes de un ambiente y de un objeto ya no son elementos aislados y absolutos, inscritos en otros tantos espacios regidos por una sucesión perspectiva, sino que se compenetran al conjugarse para formar una nueva individualidad, para construir el organismo autónomo (cuadro) que el artista ha de crear.” Metido en obra, trabajando incansablemente sin dejar de reflexionar, Boccioni encuentra en la espiral un aliado de sus propuestas dinámico-evo­ lutivas (Vladimir Tatlin había llegado a la misma conclusión en su célebre Monumento a la III Internacional). Espiral concebida como interjuego de lo cóncavo y lo convexo, que implica una evolución continua y progresiva tendida al infinito, viene a resumir la dialéctica de los movimientos relativos y absolutos. Como ejemplo de ello tendríamos la escultura Desarrollo de una botella en el espacio. A tenor de volver sobre el asunto, quisiera advertir que Boccioni no desdeña la realidad situándola “frente a nosotros”; al contrario, la vive desde “adentro” acogiendo “su expansión, su fuerza, su manifesta­ ción”. Tal vivencia tiene su rigor, sus formas de manifestarse y desplegarse. El nuevo protagonista de la historia proviene de la visión simultánea propi­ ciada por la velocidad, por el espectáculo de la vida urbana impulsada por 64

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el poder de la máquina, por la simultaneidad de las comunicaciones y los co­ nocimientos, por los estados de ánimo sometidos a convulsiones perpetuas. Convencido de que el futurismo dista de ser una mera copia del cubis­ mo, Boccioni resume, a su manera, sus aportaciones: “La expansión de los cuerpos en el espacio como estilización de los impresionistas, así como la si­ multaneidad y la consciente compenetración de los planos, el dinamismo en pintura y escultura, las líneas–fuerza y la ebriedad religiosa hacia las nuevas, profundas e inquebrantables certezas de la modernidad son ideas nuestras, creadas por nosotros, salidas de nuestra pura e inagotable genialidad latina.” Podría agregarse el tratamiento de la atmósfera como mediación física en­ tre el sujeto y el objeto, la creación de las formas surgidas de las líneas-fuer­ za inscritas en la propia realidad; o la sensación relativa y absoluta de los objetos… Propuestas, encuentros y desencuentros con las formas buscadas; trabajo incansable que religa creación y emoción, fidelidad a la causa futu­ rista. Tales son los ejes sobre los que giran las propuestas de Boccioni. La obra Boccioni construye siempre sus obras a partir de sus concepciones plásticas. Y a pesar de que entre 1910 y 1911 no tiene todavía claridad sobre el camino a seguir, intenta poner la prédica futurista en obra en el cuadro Riña en la ga­ lería, dado a conocer en diciembre de 1910. Esta prédica se vale, en lo formal, del auxilio del divisionismo de Seurat, pero animado emocional y vitalmente, o sea, tomando distancia de la analítica objetiva, estática y clasicista, fría y científica, del notable pintor francés. Cabe destacar su uso profuso de los colores complementarios. Me atrevo a afirmar que el divisionismo representa para Boccioni la primera influencia, asimilada de manera heterodoxa, de los modos plásticos provenientes de Francia. (Ya había sido utilizado en Italia por Giovanni Segantini, Gaetano Previati y Giuseppe Pellizza.) Lo que com­ parten sus compañeros de viaje, según leemos en La pintura futurista. Mani­ fiesto técnico, de 1910, firmado por Boccioni, Carrà, Russolo, Balla y Severini: “La pintura no puede sobrevivir sin el divisionismo. El divisionismo, sin em­ bargo, no es, en nuestra opinión, un medio técnico que se puede aprender y aplicar metódicamente. Para el pintor moderno, el divisionismo debe ser un 65

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complementarismo congénito, que nosotros juzgamos esencial y necesario.” Los futuristas tienen razón en esto: las técnicas sólo tienen sentido en función de las problemáticas pictóricas encaradas por el artista. Pero sigamos en lo nuestro. El tra­ tamiento divisionista sirve aquí, en Riña en la galería, para unificar en su conjunto la su­ perficie del cuadro: formas, colores, empu­ jes dinámicos, líneas-fuerza participan, en consecuencia, de un aire de familia percep­ tible a simple vista. El cuadro alude, según parece, a una carga de las fuerzas del orden contra la multitud, traducidas en formas que se corresponden con las fuerzas enfrentadas. Lo que explica los puños prestos a golpear, los jaloneos, las gesticulaciones, en que participan por igual hombres y mu­ jeres. En la animada escena flamean los colores cálidos en plena danza con verdes, azules, violetas. Volúmenes y formas pierden aquí en plenitud lo que ganan en energía dinámica. Los personajes revelan, en sus actos, el poten­ cial energético puesto en acción mediante determinadas líneas-fuerza-diná­ micas y masas de color contrastantes con la estática de la caja de muros que sirve de delimitación espacial. Respecto al tratamiento formal de los colores complementarios tratados a la manera divisionista, Riña en la galería se asemeja a un cuadro realizado en la misma época, La ciudad se levanta (1910-1911), consagrado a la conmo­ ción producida por el vértigo fabril (la obra primero se tituló Trabajo) que posee a las grandes urbes modernas. La liga estrecha entre divisionismo uni­ formizador y simultaneidad de planos coexiste, a la vez, con deformaciones dinámicas y desmesuradas de formas provenientes del realismo tradicional. La ciudad se levanta muestra, en concreto, en primer plano y de manera vibrante y expresiva, ondulante y curvilínea, a unos trabajadores que tratan de meter en cintura a un caballo de tiro encabritado (reiterado en muchas parcelas del cuadro, de cerca y de lejos, a derecha e izquierda), cuya energía 66

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expansiva y multiplicada (torbellino del progreso que trasforma al caballo en un rocín alado) impregna el conjunto de la obra. Todo ello en el marco de un contexto urbano y tumultuoso en donde edificios en construcción coexisten con chimeneas y postes telegráficos. Podemos afirmar que lo plasmado en La ciudad se levanta cristaliza la sensación o experiencia de que “todo se mueve”, además de que retiene y potencia la energía en el sentido moderno del término. Así como se ha dicho que aquello que da aliento a la Victoria de Samotracia es el viento del Me­ diterráneo, podemos afirmar ahora que aquello que da aliento a La ciudad se levanta proviene del encuentro del hombre y la técnica mecánica, puesto de manifiesto en la transfiguración del cuello del caballo en una hélice dadora de movimiento. Ahora bien, a diferencia de Riña en la galería, La ciudad se levanta muestra un mayor énfasis tocante a la unidad general del cuadro, gracias al primer plano desmesurado que no sólo permite concentrar la ac­ ción en la superficie del lienzo sino que, por ello mismo, evita que la mirada se adentre en un más allá (como sucedía en Riña…) que pudiera debilitar o dispersar la energía pictóricamente desplegada. Un lienzo de 1911, La risa, resuelve de un modo más moderno y convin­ cente la preocupación de Boccioni por unificar la superficie del cuadro. No creo equivocarme al pensar que este cuadro acusa ya una cierta presencia plástica del cubismo post-picassiano (el lienzo fue corregido tras el segundo viaje del artista a París, en el otoño de 1911, acompañado de Carrà y Russolo). Puede ser que las lecturas que Boccioni hace de la obra de Henri Bergson influyan en el cuadro. Lo que no ofrece duda es que éste obedece al deseo de los futuristas de explorar todas las facetas de la vida moderna, incluida la vida nocturna de las grandes ciudades. En el Manifiesto de los primeros futuristas (1910), leemos: “¿Acaso podemos permanecer insensibles ante la frenética actividad de las grandes capitales, ante la psicología novísima de la vida noc­ turna [noctambulismo], ante las figuras febriles del viveur, la cocotte, el golfo y el alcohólico?” De eso trata La risa, del noctambulismo. De allí que la pro­ tagonista de la escena sea la figura monumentalizada de una mujer de la vida airada que, sacada de la poética expresionista y tocada con amplio sombrero, sonríe y festeja en el ámbito de un restaurante-bar junto a compañeras del oficio, y en donde no faltan el vino, los borrachos habituales y los vejetes en 67

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busca de placeres fáciles. Sobre La risa, el propio Boccioni expresa, en el libro Futurismo, que “la escena tiene lugar en torno a una mesa en un res­ taurante donde el ambiente es alegre. Los personajes están estudiados desde todos los lados y tanto los objetos de frente como los que no lo están han de poder verse, pues todos están presentes en la memoria del pintor”. El orden arquitecturado de La risa es, en efecto, insólito, pues se en­ cuentra dislocado por líneas-fuerza activas y animado por colores rutilantes y expresivos, propios de la luminosidad artificial del restaurante-bar que define el espacio. Tenemos, por ejemplo, que el rostro de la cocotte, lejos de corresponder al rosa natural de la piel, duplica el maquillaje chirriante propio de la ocasión. “¿Cómo se puede ver aún rosáceo un rostro humano –consúltese Pintura futurista. Manifiesto técnico– en tanto que nuestra vida se ha desdoblado sin ninguna duda en el noctambulismo? El rostro humano es amarillo, es rojo, es verde, es azul, es violeta” (el retrato de mujer El ídolo radicaliza, si cabe, lo aquí señalado). Aprovecho para destacar que los cuadros analizados muestran que Boc­ cioni toma cierta distancia del expresionismo a lo Munch, todavía presente, por ejemplo, en Luto, obra que recrea los sucesivos momentos que suscita la muerte, protagonizados por una mujer que se repite a lo largo y ancho del lienzo, con gestos adoloridos, teatrales, muy rebuscados. Al respecto, conside­ ro que el conjunto de las pinturas deudoras del expresionismo nórdico no casa con el temperamento latino de Boccioni, quien tampoco comulga, a decir verdad, con el esteticismo francés. Para reforzar argumentos sobre el paso a una morfología sólida y rigu­ rosa, bien vale examinar otros cuadros de 1911 en que la dinámica urbana está presente: por ejemplo, Visiones simultáneas y La calle entra en la casa. En ellos puede observarse el interés de Boccioni por los modos constructi­ vos forjados por Picasso y Georges Braque… Aunque, en rigor, al italiano le interesan sobre todo las derivas del segundo cubismo, que ya están de moda en el París de 1911 (muy publicitados, entre otros, por Apollinaire). Me vie­ nen a la memoria Robert Delaunay, Fernand Léger, Jean Metzinger, Albert Gleizes… De las obras citadas, existe un párrafo de Los expositores al público (1912) firmado por Boccioni y sus compañeros de combate, en que casi se nos ofrece una descripción literal de lo realizado en el momento que nos ocupa: 68

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Al pintar a alguien en un balcón, no limitamos la escena a lo que el marco de la ventana permite ver, sino que nos esforzamos por reflejar el conjunto de sensacio­ nes visuales que ha recibido esa persona desde el balcón: el bullicio soleado de la calle, la doble hilera de casas que se extienden a su derecha y a su izquierda, los balcones floridos, etc. Esto es: la simultaneidad ambiental y, en consecuencia, la dislocación y el desmembramiento de los objetos, la dispersión y la confusión de los detalles, libres de la lógica usual e independientes unos de otros.

De Visiones simultáneas quisiera empezar por destacar la repetición de una misma figura –algo también presente en La ciudad se levanta–, el rostro duplicado de una mujer que aparece una vez de frente (al surgir de la calle), mirando hacia las alturas, y otra de perfil (asomada a la calle desde un bal­ cón), mirando hacia abajo, donde reside el centro de los acontecimientos. Boccioni logra unificar, así, dos momentos, el adentro (mujer en el hogar) y el afuera (mujer en la cotidianidad), que tienen por marco común el urba­ nismo moderno. Sobra advertir que lejos de representar tan solo algo que se ve, Boccioni busca reconstruir sintéticamente “lo que se recuerda y lo que se ve” en personajes colmados de sensaciones ante las vivencias que pro­ picia el titanismo moderno. Sensaciones cristalizadas en formas, colores y líneas-fuerza que forman parte intrínseca del yo; podríamos hablar de la re­ lación insoslayable de cada uno con su circunstancia. Observad con cuidado y descubriréis, sí, el inevitable automóvil en marcha. Problemática del adentro y el afuera como parte de lo Uno que se repite en La calle entra en la casa. De nuevo el tema de la mujer (aunque ahora se trata de tres mujeres) asomada a la ventana, participando de la absorbente agitación cotidiana, productiva y tumultuosa, que comprende también los edificios circundantes e inclinados que, inspirados en el simultaneismo de Delaunay –cuadros como La Torre Eiffel roja (1910) o Ventana sobre la ciudad (1911)–, hacen las veces de armazones fijados al centro y a ambos lados del cuadro para cerrar y concentrar la escena. Nada escapa a los humores del nuevo espectáculo arrebatador (piénsese que Boccioni todavía no abandona del todo lo anecdótico) propiciado por el nuevo protagonista de la historia, la modernidad avasallante y su gran aliada: la ciudad cosmopolita. Boccioni hablará de “desparramamiento y fusión de detalles”, de “simultaneidad de ambiente”, de poner al espectador en el centro del espectáculo y no frente 69

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a cosas distanciadas. Modernidad en curso, acogida como se debe por una visión pictórico-dinámica, sin que falte el uso de perspectivas múltiples, la fragmentación de las formas o la simultaneidad de visiones y recuerdos au­ nados a propuestas constructivas sintético-integrales que permiten conjugar, en un mismo movimiento, lo espacial y lo temporal. Resaltemos que en las obras comentadas los haces de luz tienen tam­ bién un papel constructivo, sin perder su carácter energético. El hecho es que Boccioni no logra superar por completo la matriz estática del cubismo, pues usa, aun en demasía, líneas y formas estáticas. Habrá que radicalizar los empujes dinámicos. Boccioni acomete la empresa en el tríptico que da inicio al futurismo maduro y lleva por título Estados de la mente, obra en que conjuga influencias expresionistas y cubistas. Y de eso tratan los cua­ dros, de los diversos estados de ánimo y mentales a la hora de la partida o la llegada de los trenes (metáfora de la modernidad) en las estaciones de ferrocarril. Se trata, sí, de una emoción moderna surgida del encuentro del hombre y la energía maquínica. Los títulos que dan nombre a la diferencia de estados delatan las intenciones del artista: I. Las despedidas; II. Los que se van; III. Los que se quedan. Puede advertirse sin gran esfuerzo que cada una de las emociones consideradas recibe un tratamiento pictórico específico, cual corresponde a las diferencias de temple. Boccioni pone de manifiesto, además, la relación estrecha e inescindible entre la dinámica circundante y la dinámica interna de sus personajes. Basten estos datos escénicos para comprender que los colores y las formas utilizados participan o, mejor, ex­ presan de modo concreto y diferenciado los sentimientos suscitados entre los que parten y los que despiden: “No he repetido en el cuadro de la llegada –le comunica Boccioni a Apollinaire– una sola línea del otro.” Respecto al planteamiento formal, vale adelantar que Boccioni pinta dos versiones de Estados de la mente, una antes del ansiado viaje a París y, otra, tras haberse empapado de las revoluciones formales que estaban aconte­ ciendo en la cuna de las vanguardias. En la primera versión, el planteamien­ to plástico se vale de un juego protagonizado por un agitado despliegue de colores que se desplazan libre, sinuosa y curvilíneamente por la superficie de la tela, al margen de rigideces o cortapisas, como si los estados de la mente encarnaran en estado bruto y no se sometieran a orden morfológico-cons­ 70

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tructivo alguno, en espontánea entrega a los dictados irresistibles de la vida actual. La segunda versión acusa ya la impresión del cubismo post-picassiano hibridado, en efecto, con una poética del color deudora de proyecciones emo­ cionales condicionadas por la circunstancia vivida. Un híbrido, sin duda, en donde lo morfológico-constructivo pierde por completo su carácter estático y baila al compás de las nuevas energías dinamizadoras. Las despedidas, empecemos por ahí, representa la anatomía de una locomotora vista desde ángulos diversos: anatomía conjugada con personajes que se abrazan en una atmósfera humeante por efecto de los vapores de la máquina número 6943. Los que se van es, por su parte, un cuadro dominado por azules sordos y líneas-fuerza oblicuas, dinámicas, fluidas y filamentosas (Boccioni: “líneas horizontales, fugitivas, rígidas y convulsas suscitan la emoción que causa quien parte”), todo encuadrado por un tren en marcha cuyos pasajeros contemplan los edificios que salen al paso como entes que desaparecen al mismo tiempo que cobran presencia, justo a consecuencia de la velocidad indetenible del móvil mecánico. Eso, formas dinámicas y fragmentarias, nunca plenas y es­ táticas. De Los que se quedan cabe destacar los trazos de color-fuerza estático verticales = lo detenido, que entretejen un tupido entramado de colores ver­ dosos, tras el que pueden entreverse melancólicos personajes anclados en el pasado, que ven partir el tren que anuncia los tiempos nuevos. De relevante puede calificarse la forma en que Boccioni dota cada pasaje del tríptico de una dinámica específica (estático-dinámico en Los adioses, vertiginosamente dinámico en Los que se van, estático en Los que se quedan). Destaca también la manera en que los seres humanos son subsumidos (diseñados) por las líneas-fuerza que expresan la unidad de sus estados internos (presencia y memoria) con la expresividad de la dinámica civilizatoria. Concluiré con la siguiente cita, entresacada de la proclama futurista Prefacio a la exposición de París (febrero de 1912): “Como podréis ver, en nosotros no está sólo la verdad, sino el caos y el choque de ritmos absolutamente opuestos que re­ ducimos a una armonía nueva. Llegamos así a lo que llamamos la pintura de los estados de ánimo.” La preocupación creciente por potenciar lo dinámico conduce a Boc­ cioni, en 1912, a tomar partido por lo curvilíneo. Esta nueva deriva le debe mucho al manifiesto de Carrà titulado La pintura futurista de los sonidos, de 71

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los ruidos y de los colores (11 de agosto de 1913), del cual extraemos algunos párrafos decisivos que denotan, a su vez, la influencia del cubismo de Léger: “[Prescindir] del uso de la horizontal pura, de la vertical pura y de todas las líneas muertas. El ángulo recto, que llamamos apasional. El cubo, la pirámi­ de y todas las formas estáticas. [Pugnar, en cambio, por el uso de la] esfera, la elipse que remolinea, el cono al revés, la espiral y todas las formas diná­ micas que la potencia del genio del artista sabrá descubrir (…) El cono in­ vertido (forma natural de la explosión), el cilindro oblicuo y el cono oblicuo (…) La línea en zigzag y la línea ondulada.” ¡Tan simple y tan contundente! Boccioni toma nota. La geometría curvilínea llega para quedarse y se manifesta en cuadros como Dinamismo de un futbolista (1913), Dinamismo de un ciclista (1913) o en Dinamismo plástico, caballo + casas (1914), por nombrar algunos ejemplos. Cuadros depurados de lastres anecdóticos o simbólicos, en busca de que la for­ ma se baste a sí misma y se manifieste sensu estricto en las líneas que deter­ minan su tensión dinámica. Formas logradas mediante planos encabalgados cóncavo-convexos, inspiradas en el entrecruzamiento de planos del cubismo (reconstrucción de las múltiples facetas de las cosas), dinamizadas mediante la mentada geometría curvilínea puesta al servicio de abombamientos forma­ les, empujes rotativos, elipses, conos invertidos… Planteamiento pictórico extremo cristalizado en infinitud de combinaciones e intercambios dinámi­ cos que dan cumplimiento al sueño del shock energético futurista. Todo se desarrolla como si el vértigo dinámico desatado formara parte de un complot insurgente en donde la sensación de lo moderno derrocaría, vale afirmarlo, a la sensación pasiva de épocas deudoras de lo inerte, presentes incluso en el mismísimo Picasso, atrapado en lo museístico. “Picasso es un analista de la inmovilidad (…) copia el objeto en su complejidad formal a través de la des­ composición y la enumeración de sus aspectos. Con ello crea la incapacidad de vivirlo en su acción (…) Lo que se extrae del objeto son sus elementos muertos.” Acerquémonos ahora a la extraordinaria escultura cubo-futurista For­ mas únicas de la continuidad en el espacio (1913), moldeada en escayola, y de la que se hicieron algunos vaciados en bronce. Pocas obras como ésta ejempli­ fican lo que Boccioni entiende por “forma única en su infinito sucederse”, 72

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forma compacta que, en efecto, integra el movimiento interno y espacial del cuerpo considerado. Tal forma nada tiene que ver con una suma o mero agre­ gado de fragmentos. La escultura representa el caminar decidido de una espe­ cie de cíborg vigoroso –configurado por formas aerodinámicas– que avanza a cuerpo desnudo, sin rostro ni brazos, seguro de sí, de manera acelerada e irresistible, por el espacio. Pensemos en el hombre post-humano o antina­ tural cuyo poder proviene de la tecnociencia moderna. De entrada, llama la atención que el pedestal –equivalente en la escultura tradicional al marco en la pintura– funja como un peso muerto incapaz, sin embargo, de detener la marcha a grandes zancadas del hombre nuevo. Creo, más bien, que el pedes­ tal sirve de contrapunto comparativo para enfatizar la diferencia de la plás­ tica futurista respecto a los viejos modos. No resisto aquí el deseo de citar el puntual análisis de Renato Barilli (El arte contemporáneo. De Cézanne a las últimas tendencias) sobre Formas únicas de la continuidad en el espacio: Nótese cómo el desarrollo del organismo humano en el espacio se produce por líneas plagadas, cóncavas o convexas, definiendo concreciones sólidas de com­ plicadas curvas algebraicas. Cada “positivo” engancha y atrae en remolino un “negativo”, cada lleno es solidario con un vacío que podría a su vez concretarse. El artista acierta en el difícil problema de asegurar la consistencia maciza y el encerramiento del cuerpo, y al mismo tiempo abrirlo, fundirlo con el ambiente circundante. Además logra proteger la plenitud psíquica de la presencia huma­ na, que no se degrada al nivel del robot, como ocurriría probablemente en una experiencia cubista análoga, sino que mantiene un espesor patético, proponien­ do una especie de sistema único, de continuum psicofísico.

Recalando en la escultura sobre el mismo principio dinámico-morfológi­ co de Formas únicas de la continuidad en el espacio, destaquemos la sobria y rigurosa pieza Desarrollo de una botella en el espacio, o propuestas ex­ tremadamente dinámicas como Músculos en velocidad, Síntesis de dinamis­ mo humano o Cabeza cara más luz. Por si fuera poco, Boccioni da un salto adelante inspirado en algo que ocupa a Picasso y a Braque, a Duchamp y a Tatlin: considerar que el arte puede hacerse con cualquier material, eso, el polimaterialismo. La mejor prueba de lo afirmado es la escultura multimate­ rial Construcción dinámica de un caballo, 1915 (no se confunda con la pintura Dinamismo plástico, caballo + casas, 1914). Lo expuesto da muestras de un 73

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Boccioni al tanto de las derivas vanguardistas de la época. Sin embargo, en lo que podemos considerar su última época, toma partido por formas con­ vencionales, retroceso inexplicable del que es buena muestra el Retrato del maestro Ferrucio Busoni (1916). Compárese con los notables retratos, Materia y Construcción horizontal, consagrados al tema de la madre, en que Boccioni resalta en primer plano unas robustas, volumétricas, táctiles y contundentes manos entrelazadas. Hemos seguido a grandes rasgos la trayectoria de un artista plástico que, rebasando en un momento dado las influencias del arte atrasado que se ha­ cía en Italia (época romana, 1901-1906), se entrega a una reflexión progresiva, siempre polémica, sobre las vanguardias. En esta aventura (que oscila entre el simbolismo y el expresionismo) se encuentra siempre acompañado por Se­ verini, Balla y Carrà. A finales de 1911 percibe que el cubismo encarna el referente con que es necesario cotejarse para acceder a los nuevos tiempos artísticos. Y lo hace, no sin tomar distancia. Sus incursiones en la escultura son, a nuestro entender, más radicales y futuristas que las propuestas pictóri­ cas. Hay que reiterar, por lo demás, que el futurismo proclamado por Mari­ netti representó para Boccioni la gran sacudida. Aunque, como se ha señalado, Boccioni se desmarca del culto a la violencia proclamado por aquél, justo en el momento de experimentar en carne propia el carácter destructivo de la gue­ rra. Piensa que en adelante se consagrará sólo al arte y, poco antes de morir, presiente que lo que hace puede ser anacrónico, que quizás el arte del pre­ sente-futuro deba empezar por romper, de hecho, con las artes heredadas e intentar propuestas inéditas y conformes a la época actual. Oigamos sus palabras. “Tal vez llegará un tiempo en que el cuadro ya no baste [y se pregunta]: ¿Lle­ gamos a la destrucción del arte tal como se ha entendido hasta el presente?” giacomo balla , el dinamismo abstracto y la reconstrucción futurista del universo

Con la distancia analítica que da el trascurrir del tiempo, hoy en día se recono­ ce, por fin, que Balla (1871-1958), el artista de mayor edad entre los futuristas, ocupa un lugar fundamental dentro del movimiento encabezado por Marinetti. Y no sólo porque fue maestro de Boccioni y Severini, sino debido a ciertas 74

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aportaciones pictórico-formales que van más lejos que los aportes del propio Boccioni. Concuerdo con el balance. Como hemos hablado ya mucho del ideario político del futurismo vía Marinetti, compartido en sus puntos car­ dinales por Balla; vamos a entrar aquí de lleno a los aspectos propiamente artísticos del pintor nacido en Turín pero cuya obra se realizó, en gran parte, en la ciudad de Roma. Como les sucedió a la mayoría de los artistas de la época, sea cual fuere la nacionalidad de partida, Balla viaja a París en 1900 con motivo de la Ex­ posición Universal, para conocer de manera directa los logros de los impre­ sionistas y los neoimpresionistas. Si algo le llama la atención, son las enormes posibilidades pictóricas inscritas en la técnica divisionista y el uso de com­ plementarios. Con tal bagaje, tras residir siete meses en París, en marzo de 1901 regresa a Roma y pone en práctica lo aprendido. Entre 1902 y 1905, pinta cuadros realista-divisionistas muy convencionales, centrados en mujeres in­ mersas en paisajes naturales o, de plano, en recreaciones de la naturaleza (entre los que la obra cumbre cristaliza en el panel-políptico Parque de los gamos, de 1910). Ya desde 1902 da muestras de solidaridad con los obreros (Tra­ bajo, 1902; La jornada del trabajador, 1904…), y a partir de 1905 se acerca a los expulsados de la sociedad: mendigos, locos, marginales en general (véase el Políptico de los vivos), en lo que podemos considerar una crítica a las injus­ ticias de la sociedad capitalista. Pero, para lo que aquí nos importa, tenemos que Balla firma, junto a Boccioni, Carrà, Severini y Russolo, el Manifiesto de los pintores futuris­ tas –como se había ya indicado en otra parte de este texto–. No hay vuelta atrás. Al igual que sus correligionarios, Balla afronta la tarea compleja de enfocar los logros técnico-científicos y las sensaciones del mundo moderno –dinámica extrema, velocidad desbordada, desatamiento de energías antes desconocidas– en el plano del arte. A propósito, llama la atención Lámpara de arco (1909-1911), que puede considerarse una premonición de la plástica futurista, pues toma nota de los logros y efectos de la iluminación eléctrica que al entender de los pro-modernos viene a ocupar, ventajosamente, el sitio que otrora ocupaba la luz de la luna. Me detendré en el cuadro en cuestión, frente al que se siente uno tenta­ do a rebautizar, conforme al texto de Marinetti, Asesinemos el claro de luna. 75

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Si algo le interesa aquí a Balla es atender, antes que las virtudes técnicas, las posibilidades plásticas de la nueva fuente de luz. La organización morfológi­ ca de la obra responde a una rítmica animada por sucesivos arcos de luz cuyo esplendor y fosforescencia opaca o eclipsa, en efecto, a la luz de la luna. Tal rítmica patentiza, además, la interacción de los colores y la luz eléctrica. El choque que produce en el tratamiento del color es de tal magnitud que se puede hablar de un antes y un después en la relación pintura-color. Por lo demás, no podemos pasar por alto la presencia reiterada de formas triangu­ lares brillantes e inciertas que surgen entre tinieblas, tratadas con base en el color y en ausencia de dibujo alguno, y que –según advierten ciertos estu­ diosos como Íñigo Sarriugarte Gómez en el Futurismo esotérico de Giacomo Balla– tienen un sentido hermético, sabida la estrecha relación de Balla con la sabiduría hermética en general, desde la teosofía al espiritismo, pasando por las sabidurías iniciáticas provenientes de Oriente o de la misma Grecia. Para él, para decirlo pronto, el triángulo representa el símbolo por esencia de la luz o, a lo Pitágoras, de la sabiduría. Manifiesto futurista: Fuera de la atmósfera en que nosotros vivimos sólo hay ti­ nieblas. Marinetti (Asesinato a la luz de la luna): Que llegue finalmente el reino de la divina luz eléctrica a liberar a Venecia de su venal calor de luna de habitación amueblada.

Prosigamos, sí, pero teniendo una pista qué seguir: el posible encuentro de los descubrimientos de la nueva ciencia –la teoría de la relatividad a la cabeza– y las sabidurías herméticas. Todo ello en referencia a una dimensión primordial, la energía. Pero no adelantemos prendas. Inquieto como pocos, Balla da vueltas y más vueltas sobre la posibilidad de encarnar pictóricamen­ te el movimiento, la energía dinámica. Y fija su mirada, era de esperarse, en los experimentos cronofotográficos (antecedente del cine) de Muybridge para captar el movimiento, llevados a cabo con animales (de preferencia caballos) y seres humanos. De ahí los célebres cuadros realizados en 1912: Dinamismo de un perro con una correa, Las manos del violinista o Niña corriendo por el bal­ cón, son el mejor ejemplo extraído de la lección cronofotográfica. Dinamismo de un perro con una correa encarna el movimiento mediante la duplicación 76

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seriada y reverberante de las patas de un grácil perro, los pies de la dueña del animal y el juego oscilante de la correa. Niña corriendo por el balcón exacerba el divisionismo y traslada a la pintura las aportaciones de la cronofotografía. Balla resalta aquí, de manera rigurosa, el con­ traste entre las líneas estético-verticales de los barrotes y la dinámica de la figura que avanza de barrote en barrote. Lugar aparte merece Las manos del violinista. Este cuadro se basa en la reitera­ ción en abanico de los miembros (brazo y mano) del intérprete a la hora de pulsar su instrumento. Lugar aparte, puesto que Balla preanuncia ya, aunque tí­ midamente, algo que va a definir su siguiente deriva pictórica: la desma­ terialización de la figura (imagen, cuerpo…). Empero, ni la multiplicación de las piernas de una determinada persona, ni la multiplicación del collar de un perro, ni la multiplicación de las manos de un violinista o de perfiles y contornos ni, en suma, la reiteración de sucesivas secuencias temporales, bastan para superar la reiteración sucesiva de lo estático. El movimiento está sugerido en dichas obras, ni quién lo dude, pero se trata sólo del movimiento en el espacio. Faltaría acometer el movimiento interno de los cuerpos. Si le otorgáramos la palabra a Boccioni, nos diría que Balla oscila entre lo está­ tico, el cuerpo que siempre permanece igual a sí mismo, y lo dinámico = el desplazamiento del cuerpo en el espacio. El debate dentro del futurismo se encuentra en un momento decisivo. Balla acentúa posturas morfológicas en torno a la relación entre movimien­ to, color y desmaterialización en la serie Compenetraciones iridiscentes, que consta de unas cuarenta propuestas en donde toma decididamente partido por lo abstracto-geométrico-analítico-dinámico. Lo novedoso de la serie es­ triba en que incluye, mediante entramados geométricos inscritos en un plano bidimensional, el movimiento óptico del espectador como parte de la obra. Pensemos en una especie de adelanto del op art. Para lograrlo, las formas 77

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geométricas configuradas por Balla (triángulos, rombos, hexágonos…) mediante colores inspirados en el arco iris, con predominio de la repetición rítmica de triángulos luminosos, ocupan toda la superficie plana del lienzo y obligan, así, a que se lo recorra con la mirada. La mirada activa del espectador propi­ cia, en consecuencia, una variación de perspectivas de observación, dando así lugar a una diversidad de ángulos visuales que actualizan la dinámica latente en la mayoría de estas obras. No faltan analistas de Compenetraciones iridiscentes que advierten la influencia de frisos o de tejidos; algo hay de ello, aunque éstos están tamizados por la sensación de lo moderno. Y aunque Balla da el gran salto a la abstracción, puede decirse que sus obras aún carecen, estricto sensu, de la vibración, el dinamismo o la energía universal que ocupan intrínsecamente todos los cuerpos. Tan tiene conciencia de tal carencia que, en el mismo año de 1912, y sobre todo a partir de 1913, revoluciona por completo el futurismo, acogiendo en sus lienzos la energía universal, previa demolición de los cuerpos compactos en aras del abstraccionismo dinámico. Esta revolución deja atrás los modos de Boccioni que persisten en mantener en pie lo figurativo. Ahora es lo de ahora. Balla emprende la empresa de la desmaterialización pictórica penetrando en el trasfondo de las líneas-fuerza dinámicas del móvil moderno-útil por excelen­ cia: el automóvil. Y la serie consagrada a la velocidad del automóvil (19131914) pone en marcha el nuevo juguete recreando en su pureza la inmanencia energética que mueve a la máquina. El resultado de la empresa revulsiva es fantástico. Lo estamos viendo. Las líneas-fuerza operan en la superficie de los cuadros sin cortapisas, se multiplican y expanden por doquier, liberadas de cualquier compromiso con configuración figurativa alguna. Líneas-fuerza curvas, elípticas, que propician una geometría dislocada ocupada en tejer una tupida red de direccionales dinámicas que lo mismo obedecen a empujes centrípetos concentrados en determinado punto que, por el contrario, a empujes que se propagan radialmente al infinito. Todo apunta a poner de manifiesto la integridad dinámico-energética específica que sub­ yace en todo móvil concreto: el automóvil, en nuestro caso. Esta aprehensión de la simultaneidad de líneas-fuerza posibilita, en los tiempos modernos, el cambio, la velocidad, el desplazamiento acelerado en el espacio, incluidas las luces y los rumores de la calle. La mirada que espera de la pintura las tra­ 78

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dicionales formas “realistas” o “verosímiles” o, en términos vanguardistas, disecciones anatómicas de personas o de objetos (cubismo), a fin de cuentas reconocibles, sucumbe ante el vértigo desatado de fuerzas inmateriales. Confieso que resulta difícil o, más bien, imposible, reproducir en pala­ bras aquello que es dado contemplar en la pintura. Sin embargo, no quisiera pasar por alto que la dinámica liberada por sí-para sí rebasa el marco de los cua­ dros, es decir, no cabe en el espacio de la pintura, exige otro espacio, clama –en su propio movimiento expansivo– por dar el salto de la pintura a otras posibili­ dades del arte. Y aunque Balla pone de manifiesto el límite de la pintura, sigue atrapado en sus fronteras. Buena muestra de ello son las obras consagradas al planeta Mercurio (1914): Mercurio pasando frente al sol. Tales obras, según informan algunos analistas, ofrecen testimonio de un acontecimiento astro­ nómico sucedido en la misma fecha de la recreación pictórica. Para Íñigo Sarriugarte, por ejemplo, la serie aludida tiene carácter hermético y alude a “La mente y la inteligencia [que] rige a las personas que trabajan con su mente o con su ingenio”. Recordemos aquella sentencia de Leonardo: “el arte es asunto mental”. Sin negar la veta hermética de Balla, lo importante para nosotros reside aquí en comprobar que el pintor continúa explorando, de manera siempre original y creativa, la relación de la luz, el color, los planos y las fuerzas dinámicas. luigi russolo . la rebelión musical de los ruidos

Quien quizá lleva al extremo la rebelión futurista es el pintor-músico Luigi Rus­ solo. Al extremo, pues consuma las posibilidades abiertas por el futurismo en el marco de la relación arte-vida. Podemos adelantar que sus planteamientos musicales, cercanos al Marinetti del Manifiesto técnico de la literatura futu­ rista, permiten establecer una división entre el futurismo conservador y el futurismo radical. Pero antes de examinar los planteamientos de Russolo, es necesario destacar las proposiciones de su amigo, el músico Balilla Pratella, inscritas en el Manifiesto de los músicos futuristas.2 Partiendo de que la música italia­ 2

En F. T. Marinetti, Op. cit. 79

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na está en decadencia y carece de compositores relevantes, Balilla Pratella reconoce, de entrada, aquello que debe ser superado: la dependencia del conservadurismo musical, enquistada en “la atmósfera mefítica” de conser­ vatorios y academias, en complicidad con editores, promotores y “críticos”; el desmesurado culto a la música “bien hecha” o a “la música popular”; la intransigencia de la “horda ignota de moribundos y oportunistas”. En términos técnico-musicales, arremete contra la ópera basada en cons­ trucciones históricas (míticas, religiosas, literarias…), puestas escénicas trasnochadas, vestuarios pasados de moda y sometimiento de los músicos a dramaturgias que les son ajenas. La ruptura de Pratella con la herencia musi­ cal petrificada se complementa con planteamientos afirmativos propios: romper con la armonía y la tonalidad en favor de lo inarmónico sostenido en mi­ crointervalos musicales y un “sistema cromático atonal”, buscando siempre “combinaciones y acordes musicales inéditos”; realizar una música que aco­ ja los sonidos de la vida en su conjunto (las múltiples voces de la naturaleza y de la sociedad): “Tendríamos así creado el océano polifónico con todos los ritmos, todos los acentos liricos y oratorios expresando el alma humana final­ mente emancipada”; pugnar porque el compositor sea también dramaturgo y apueste, desde luego, por “el verso libre”: “Un poema escrito por otro co­ locaría al músico en la deplorable necesidad de recibir de aquél el ritmo de su propia música.” Y lo más importante: “Expresar el alma musical de las multitudes, de los grandes centros industriales, de los trenes, de los trasa­ tlánticos, de los acorazados, de los automóviles y de los aeroplanos. Unir, en fin, a los grandes motivos dominantes del poema musical, la glorificación de la máquina y el reinado victorioso de la electricidad.” También Russolo defiende lo inarmónico. Pensemos que toma nota pun­ tual de Pratella aunque, eso sí, radicaliza posiciones en el notable El arte de los ruidos, dedicado justamente a Pratella, “gran músico futurista”. Russolo destaca, antes que nada, la omnipresencia del ruido en la era de la máquina: “Hoy, el ruido triunfa y domina soberano sobre la sensibilidad de los hombres.” De allí deduce que la música de vanguardia puede afirmarse, ponerse en juego y apostar por lo nuevo siempre y cuando tome partido sin cortapisas por el “sonido-ruido” polivalente e inagotable, desbancando, en consecuencia, el so­ nido tradicional exiguo y monótono: “Hay que romper el círculo restringido 80

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de sonidos puros y conquistar la variedad infinita de los sonidos-ruidos.” Rus­ solo invita a los compositores a huir de “los hospitales de sonidos anémicos” y a escuchar los ruidos disonantes, extraños, ásperos, de los “motores de explosión” y de las “muchedumbres vociferantes”. Hay que dejar por la paz, entiéndase, a los Beethoven y a los Wagner. Modernidad es eso: ruido, ruidos infinitos, ruidos por doquier (incluso cuando la ciudad duerme). Ruidos que pueden clasificarse en los siguientes seis rublos: estruendos, truenos, explosiones…; silbidos, bufidos…; susurros, murmuraciones, rumores…; estridencias, chirri­ dos, crujidos, crepitaciones…; ruidos obtenidos por percusión sobre metales, maderas…; voces de animales y hombres…; gritos, alaridos, risotadas… Y si bien el vanguardismo atonal pone en crisis el tonalismo heredado, no da el gran salto al ruido como tal. El salto significa encarar la actualidad cotidiano-vital-industrializada en curso e integrar la música en ello. Como era de esperar, Russolo no se limita a proponer una música centrada en los rui­ dos (“la riqueza rítmica ilimitada que tienen las máquinas”) sino que, he ahí el reto, crea instrumentos para encauzar musicalmente los ruidos utilizados en cada composición: en particular el entonarruidos y sus derivados: crepita­ dor, zumbador, frotador… Armado de tales instrumentos, crea una orquesta capaz de poner en práctica el “sonido-ruido”. Se atreve, además, a componer piezas sostenidas en “el ruido musical” (El despertar de una ciudad, Co­ miendo en la terraza del hotel, Cita de automóviles y aeroplanos). Potenciar, sacarles partido a los ruidos existentes en la naturaleza y en el aquí y ahora urbano. Y, ¿por qué no?, “los ruidos de la guerra”. Ahora bien, el empeño en “crear oídos futuristas” no prosperó, pues lo único que hicieron los escuchas convocados fue contribuir al desencadenamiento de los ruidos con sus vociferantes gritos y agresivos pataleos, a lo que se agregan los puñetazos proferidos por los propios futuristas. No obstante, “la nueva voluptuosidad acústica” llega para quedarse y nada ni nadie la detiene, prueba de ello es el sinnúmero de com­ positores, no necesariamente futuristas, que se inspiran en la música-ruido: P. Schaffer, J. Cage; Karlheinz Stockhausen… Bravo por Russolo. recorrido , agotamiento , balance final

Llegados aquí, pensamos que cuando se trata de la plástica los creadores de 81

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lo ¡absolutamente nuevo! no dejan de ser incongruentes: el primer futurismo, o “futurismo heroico”, representado paradigmáticamente por Boccioni, sigue sujeto a la pintura de caballete, a las técnicas artesanales y a la escultura. Lo moderno consistiría, para ellos, en asumir –previa crítica realizada desde las energías dinámicas que presiden la modernidad– la estructura constructiva bidimensional-reticular del “cubismo” atenido, como se ha señalado, a la sensación estática premoderna, con el consecuente desdén por la sensación (estado de ánimo plástico-energético-dinámico) que impone la nueva tempo­ ralidad histórica, resumible en la triada de energía, velocidad y dinamismo. Poner entre comillas las sensaciones del artista y de la cosa equivale a des­ deñar las fuerzas dinámicas propiamente contemporáneas, constitutivas de las relaciones de los hombres con las cosas y de éstas entre sí. Pero ahí se detiene el primer futurismo: en la trasformación morfológica consistente en superar la fragmentación analítica del cubismo para asumir las formas correspondientes a la energía de la era de la movilidad desafora­ da, presente tanto en el plano del artista como dentro, y no fuera, del objeto. Los Severini y los Boccioni lo hacen: centran el objetivo de sus obras en la atención jerarquizada de las líneas-fuerza dinámicas, contenidas en las cosas. Un caso extremo es Balla (y Severini en menor medida), quien al ab­ solutizar las líneas y los planos dinámicos termina por aniquilar cualquier referencia estática y objetual (figurativa, representativa…), con el resultado de que lo pintado acaba desbordando el marco: señal de que la pintura de caballete no puede contener la fuerza desbordante de los nuevos tiempos. Y tenemos que, con la publicación del manifiesto Reconstrucción futurista del universo3 el futurismo se propone, por fin, insertar el arte en la vida desde las propias propuestas futuristas. Términos como “obra de arte total” o “abolición de los géneros” pasan, así, a un primer plano en el susodicho Manifiesto, donde leemos: “Se tiende a una apertura excitada hacia todos los aspectos de la vida”, previo abando­ no “de la pintura de caballete o, más exactamente, previa disolución de ésta en el espacio de la realidad”. Realidad en la que subyacen –a modo de refe­ Fortunato Depero y Giacomo Balla firman el 11 de marzo de 1915 el manifiesto “Recons­ trucción futurista del Universo” (Ricostruzione futurista dell’universo). 3

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rente último– las fuerzas dinámicas o energías potenciales, visibles sólo por sus efectos, que mueven el mundo moderno. Se trata, en fin, de dotar de “carne y hueso lo invisible”. Eso. Ocupar todos los territorios del mundo de la vida y utilizar todos los materiales y formas existentes en favor de “reconstruir el universo y alegrarlo”. Ahora entendemos que el propósito abrigado en el abstraccionismo dinámico de Balla pugnaba por encontrar las líneas-fuerza que pudieran cimentar la reconstrucción futurista del universo: “Encontra­ remos equivalentes abstractos de todas las formas y todos los elementos del universo, después los combinaremos según el capricho de nuestra inspira­ ción, para construir conjuntos plásticos que pondremos en movimiento.” De allí que el futurismo post-Boccioni, o segundo futurismo (Balla, De­ pero…), ponga mayor atención en encontrar las analogías materiales, for­ males y dinámicas que puedan unificar el arte y la física del mundo, con miras a una ulterior trasformación plástico-futurista de la sociedad en escala universal y en todos los aspectos de la vida. El segundo futurismo abre las puertas, en consecuencia, a lo polimatérico y, de un modo semejante al de los constructivistas ruso-soviéticos, busca influir en el diseño de los espa­ cios urbanos y los objetos cotidianos. Para el segundo futurismo, la cultura moderna tiene que rendirse al proyecto de configuración artística de la vida comandada y proyectada, casi en exclusiva, por los artistas: podemos pensar en una artecrazia que sostiene que el potencial político del arte reside en el propio arte y, no tanto, en la ciencia. “El arte mecánico: creando composi­ ciones que se valen de cualquier medio expresivo e incluso de verdaderos medios mecánicos… coordinados por una ley lírica original y no una ley científica aprendida.” El futurismo propositivo sigue en pie al menos hasta finales de los años veinte. Me refiero, en esencia, al alejamiento definitivo de Balla del futuris­ mo justo por esas fechas. Resumamos ahora los aportes de futurismo a la cul­ tura. De entrada, destaquemos que éstos no se limitan a las artes plásticas, pues el futurismo deja hondas huellas en la literatura, la música, la fotogra­ fía y el cine, el teatro y la arquitectura. La literatura le debe una escritura liberada del yugo del meta relato, de la narración lineal y de los nexos causa­ les. De los futuristas proviene el ruidismo (ruidos de la calle, de la máquina, de los aviones y los trenes…), antecedente de la música concreta. En cuanto 83

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al teatro, puede considerárseles (a la par que a los dadaístas) como los crea­ dores de la performance interartística y provocadora (actos fragmentarios de corta duración realizados mediante improvisaciones acompañadas de gestos anómalos e imprevisibles, palabras en libertad, ruidos y juegos de luces ar­ tificiales). Cabe agregar aquí el teatro de la sorpresa y la improvisación, y no olvidemos tampoco que Marinetti es el primero en utilizar robots en escena (Muñecos eléctricos, 1909). Los futuristas comprenden, además y pronto, el poder de la fotografía para captar el dinamismo, y reparan también en las posibilidades que el cine y la radio ofrecen al arte contemporáneo (Vida futurista, 1916): por ejemplo, las emisiones basadas en ruidos y silencios. Por otra parte, apuntalan y de­ sarrollan muchos de los principios constructivos de la arquitectura llamada internacional. Recordemos que, para los futuristas, la arquitectura del siglo xix no saca las consecuencias que ofrece la Revolución Industrial (dejo de lado aquí, lo trataré en otro lugar, el examen de la relación acrítica del futu­ rismo respecto a la tecno-ciencia moderna, ya que no basta con desmarcarse del principio de razón y encumbrar la intuición o la irracionalidad) y se rego­ dea más de la cuenta en la esterilidad neoclásica, en el abuso del fachadismo ornamental y en el monumentalismo trasnochado. Tal crítica puede hacerse extensiva al culto profesado a la ciudades antiguas (las aborrecibles Roma y Venecia). Para el defensor principal de la casa y la ciudad futuristas, Sant’ Elia, la única arquitectura que cuenta es la que se vale de los materiales modernos (concreto armado, hierro, cristal, etc.) y torna visibles los elemen­ tos esenciales de propuestas que deben apuntar a lo funcional, lo audaz y lo urbano: ascensores en lugar de escaleras, diseño basado en simplificaciones geométrico-dinámicas, rascacielos… Quizás algunos lectores se extrañarán de que no haya considerado en extenso la obra de Carrà. La causa es simple y llana: si bien Carrà adelanta propuestas plástico-futuristas en Nadadoras (1909) y, sobre todo, en Funera­ les del anarquista Galli (1911), sin olvidar ciertas incursiones cubo-futuristas –Ritmos de objetos (1911), La galería de Milán (1912) o el decisivo Manifestación intervencionista (1914), tratado con base en el collage, o en el plano teórico, el manifiesto La palabra de los sonidos, los ruidos y los olores (11 de agosto de 1913)––, el hecho es que, tras coincidir con De Chirico en un hospital 84

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militar a principios de 1916, toma partido –como teórico y practicante– por la pintura metafísica. Es allí donde examinaremos sus logros. Sobre su rechazo a los excesos vanguardistas vayan, mientras tanto, las siguientes palabras extraídas de Pintura metafísica:4 “Hoy todo se ha vuelto bárbaro, y es casi un mérito especial atenerse a la rudeza y usar actos y maneras ásperos y des­ corteses con la insana ilusión de que así se puede triunfar mejor, por lo cual incluso la antigua usanza de hacer arte puro la toman los propios pintores por escasa sensibilidad hacia lo moderno.” Algo más sobre el segundo futurismo. Se ha dicho que sus protagonistas (Fortunato Depero, Enrico Prampolini, Gerardo Dottori, Fillia, Farfa, etc.) son simples rentistas de los procederes de Giacomo Balla, aunque me parece preferible hablar de influencias. Lo que sí resulta un despropósito es consi­ derarlos, como a veces se hace, meros epígonos del fascismo ya que, a dife­ rencia de éste, repudian la renacida estética del Novecento. Subrayo, además, que Prampolini rechaza con vehemencia las consideraciones de Hitler sobre el “arte degenerado”. Como muestra, baste un botón (“El futurismo, Hitler y las nuevas tendencias”, en El futurismo y el dadaísmo): El s.o.s. lanzado en varias ocasiones por Hitler para salvar el arte alemán del fu­ turismo, el cubismo, etc., como de otros tantos peligros nacionales, son absurdos en la medida en que muestran su temor a no poder resistir la fuerza innovadora, o su miedo a las influencias extrañas (…) Decididamente, el Führer, con sus pre­ tensiones de hipotecar el tiempo y los acontecimientos, corta los puentes con el porvenir y con las aspiraciones de las generaciones jóvenes ansiosas de libertad espiritual.

Ya encarrerados en el segundo futurismo, estoy en que la Aeropintura. Manifiesto futurista (1929), firmado por Benedetta Marinetti, Balla, Prampolini, Depero, entre otros, representa el último intento propositivo por demostrar la vigencia del movimiento. Como el título lo indica, se trata de comprender la realidad desde la perspectiva marcada por el vuelo del avión: “Cada ae­ ropintura contiene, simultáneamente, el doble movimiento del avión y de la mano del pintor que maneja el pincel o el difusor.” El objetivo, que denota la influencia espiritualista de Balla, es alcanzar “una nueva espiritualidad 4

En 1919, Carlo Carrà publica el libro Pintura metafísica. 85

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plástica extraterrestre”. La visión limitada a las “velocidades terrestres” debe ser sobrepasada, por ende, por la visión aérea: el dinamismo plástico queda, así, por fin completado: “El aeroplano que planea, cae, se encabrita, etc., crea un observatorio hipersensible suspendido en cualquier parte del infinito, dinamizado, además, por la misma conciencia del movimiento que altera el valor y el ritmo de los minutos y los segundos de visión sensación.” Enterados. Aunque, caray, los futuristas siguen empecinados en poner todas las cartas en “la mano del pintor” y los pinceles. ¿Cuándo concluye el futurismo como movimiento vivo? Depende del enfoque. Para los seguidores de Boccioni, todo concluye con su muerte. Para otros, la entrada de Marinetti a la Academia es el punto final. Podría agre­ garse la defección conservadora de algunos futuristas relevantes. El hecho es que el futurismo, como todo movimiento de vanguardia, muere por el ago­ tamiento de sus premisas subversivas. Sea. Por lo que a mí atañe, quisiera concluir retornando al principio de estas notas: la relación futurismo-fas­ cismo. Decir fascismo equivale a decir corporativismo totalitario (unidad partido-Estado-conjunto de los sectores sociales, todo bajo la guía de un líder carismático), culto a la violencia “justificada”, nacionalismo desmesurado, estetización de lo político… y, en términos artísticos, restauración del pasa­ do insuperable, culto a la Roma imperial, anti-vanguardismo, apuesta por el neoclasicismo. Lo que no ocurre con el futurismo, cuyas propuestas artísti­ co-vanguardistas chocan, en rigor, con su ideario político pro-fascista. No deja de ser una paradoja que defensores de la creación y la libertad, cuyo hacer básico se concreta en obras emancipadoras, sean a la vez defensores de posi­ ciones opresivo-excluyentes. Y en el pecado llevan la penitencia: la política de los políticos terminará devorándolos. Habrá que aprender la lección.

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Tres poemas I ngrid V alencia el amarillo del trigo sucio

En la gota o el papel en lo que cae en su horizontalidad viene el eco de las cosas hechas lo anterior a la pisada, al golpe ¿escuchas? es la hierba de los ojos meciéndose. 87

el color del vino

El vaho del trigo expulsa sangre y flores es la voz de los muertos ¿la miras? se agita como un pájaro ebrio lleno de piedra que hunde sus alas hacia el fondo del mediodía.

del río de las dos veces

Nací al mirar las noches que cabalgaban 88

sobre un valle de cuerpos azules nací entre mercancías bajo palabra nací al ser visto y bailé sobre basura en el río de las dos veces con la risa higiénica con la boca llena de sed y esquinas.

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Diario* E dmond

y J ules de G oncourt Traducción de Armando Pinto

1863

de junio Toda la lista de la oposición pasó en París. ¡Pensar que seríamos un pueblo ingobernable si toda Francia fuera tan ilustrada como París! Todo gobierno que disminuye el número de iletrados va contra su príncipe. 1

La anglomanía en el siglo xviii era el frac, los modales, las carreras de ca­ ballos. Hoy es la tesis doctrinaria, las novelas de Dickens, las lecciones de literatura inglesa de Villemain y de Taine. 3 de junio El barrio de Saint-Sulpice es el barrio de París donde los abarroteros venden cirios.

Vi el cuadro del Couronnement de Joséphine, de David. No, los peores pinto­ res de feria no habrían hecho jamás una pintura tan grotesca y tan tonta. La tribuna en el fondo es un bloque que desborda cualquier idea. Esas cabezas de hombres de la corte son monstruosas. Delante de ella Napoleón se descubrió y dijo: –¡David, te saludo! –La venganza de este reino es ese cuadro. ¡Oh, qué no muera nunca! ¡Qué per­ * Segunda parte, correspondiente a junio-agosto de 1863. 90

diario

manezca, qué subsista para mostrar el arte oficial del Primer Imperio –tela de feria frente a la apoteosis del gran saltimbanqui! Los creyentes le reconocen a Dios el darle a los órganos genitales de la mu­ jer viva el olor que no le da al camarón sino ocho horas después de su muerte. El carácter de la literatura antigua es la de ser una literatura de présbita, es decir, de conjunto. El carácter de la literatura moderna –y su progreso– es la de ser una literatura de miope, es de­ cir, de detalles. Después de un aguacero, el asfalto bri­ lla, lavado, lleno de reflejos blancos, de resplandores, de sombras alargadas edmond y jules de gouncourt como bajo el agua; una luz suave don­ de todo se distingue, pero nada brilla. El cielo es de un blanco transparente. La parte alta de las casas y de los edificios chispea de rosa. Los tejados de pizarra, los troncos de los árboles de los paseos, las aceras, todo de una gama violeta. El matrimonio es la cruz de honor de las putas. Comida en Saint-Gratien con la princesa. Llega ese Ésopo de Chaix d’Est-Ange, cuyo ingenio es como mordiscos de mono: –¡Oh, usted –le dice a Sainte-Beuve–, le daría el buen Dios sin confesión... pues no se lo podría dar de otra forma! En la noche, fumando en el parque, este viejo procurador general, este iniciado en todos los secretos de familia, nos dice que, en el fondo, no hay más que hipocresía en la sociedad 91

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y que es necesario fomentarla puesto que, por poco que uno penetre en la vida íntima de la gente, uno siempre descubre no sólo adulterios sino incestos, etc. 8 de junio Al salir de una discusión violenta con Magny, que me dejó con el corazón palpitante en el pecho y la lengua y la garganta secas, tuve la convicción de que toda discusión política se reduce a: “yo soy mejor que tú”; toda dis­ cusión literaria a: “yo tengo mejor gusto que tú”; toda discusión artística a: “yo veo mejor que tú”; toda discusión musical a: “yo tengo mejor oído que tú”. ¡Es espantoso ver cómo, en todas las controversias, estamos solos y no hacemos prosélitos! También Dios nos hizo dos: tal vez por eso. Algo curioso: todas esas inteligencias que se volvieron contra nosotros esta noche niegan todas las bellas o grandes o buenas cosas del pasado y se remiten furiosamente al 89, al 93, al régimen actual, al sufragio universal, ¡que hace la apoteosis de Proudhomme, y de Havin, el hombre más nombrado de Francia! En esta comida, Sainte-Beuve contó que el 24 de febrero de 1848 él tenía una cita con una lavandera: “¡Pues sí, señores, con una lavandera!” Y no pudo cruzar los puentes, detenido por el pueblo que gritaba: “¡Viva la línea!” Y que desde la casa de la lavandera vio pasar una batería de artillería: “¡Yo hubiera dado a todos los doctrinarios por una batería de artillería, los daría todavía!” Por fin encontró una habitación en un pequeño hotel donde no hacían más que preguntar por M. Autran. Eran todos sus amigos de Marsella que venían a ver su obra representada en ese momento en el Odéon.

Entre nosotros, en las discusiones políticas, no hay más que silencio de parte de Gautier, completamente indiferente a esas cosas que considera inferiores, y rehúsa absolutamente recordar que Sainte-Beuve lo encontró después de 1830 en una procesión conmemorativa por los cuatro sargentos de La Rochelle. 13 de junio Me he enterado hoy de lo que cuesta una elección en la que no se triunfa. Le ha costado a mi amigo Louis Passy un franco por voto; 8 000 votos: 8 000 francos. Ganar sale más caro... donaciones a los municipios, bebidas a los bomberos. A su feliz competidor, M. D’Albuféra, le costó 60 000 francos.

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diario

de junio Los dos estados más felices de la vida –el sueño de la mañana, la pipa des­ pués de la comida– son dos estados de inacción consciente. 17

Leí el Souvenir de Solférino, del médico suizo Dunant. Me transporta de emo­ ción. Hay descripciones sublimes que tocan la fibra a fondo. Es más bello, mil veces más bello que Homero, que la retirada de los Diez Mil y que todo. Sólo algunas páginas de Ségur, en la retirada de Rusia, se le aproximan. ¡La verdad sobre lo vivo, lo amputado, sobre esas cosas, descritas y pintadas con elegancia desde el comienzo del mundo! Veo que en las últimas guerras, de Alexandre de Rusia y de Napoléon de Francia, nos horrorizamos de los campos de batalla. ¡Síntoma nuevo! Sólo Napoléon, el primero, nacido y crecido soldado podía asistir apacible a esas cosas del siglo xix. Uno sale de ese libro con horror, como de una ambulancia, maldiciendo la guerra. 18

de junio

Este gobierno, les Invalides de La Palférine. de junio Unas veces Dios me parece un terrible y siniestro verdugo, un atormenta­ dor, un Sade de las alturas. Otras, un farsante y un embaucador que, como aquellos que te cortan la crin de tu lecho, emponzoña todos los paraísos del mundo, los climas bellos, los países cálidos, con las fiebres, las enfermeda­ des, los reptiles, los insectos, etc. 19

21 de junio Gramont-Calderousse, después de que vendió el préstamo en la Bolsa, la Bolsa bajó. ¡Jamás un hombre había sido tan conocido por ser el amante de la mujer de un ministro!

Charles Edmond es un simpático ejemplo de comedia. El quejumbroso, el llorón –y más doliente a medida que menos desafortunado es: “Dios mío, sí, 93

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dice con un tono de crucificado, tengo un puesto de seis mil francos; y tengo todo, hospedaje, luz, calefacción... tengo un departamento de catorce pies.” Y parece beber, mientras dice eso, el cáliz hasta las heces. Y si un niño coge su sombrero y juega con él: “¡Vete –dice con una voz de Cristo–, ve allá adentro...! ¡Hubo un tiempo en que estuve acostumbrado a todo, ahora!” Me dicen que es una de las características nacionales del polaco. La princesa es tan rococotière que a veces decide ir en coche de punto, con Girard, a ver a los vendedores de curiosidades. Es una habitual de Vidalenc y, como dice, al entrar en la pequeña pieza, donde hay una estufa y el gran sillón de la madre Vidalenc, “una íntima”. Ha querido comprarle el encaje de su gorro; pero la madre Vidalenc nunca quiere y le dice que se lo dejará en su testamento. Aquí es cuando uno comprueba el poder de lo impreso y el efecto del golpe de pluma: el mínimo rasguño a la administración del museo de Louvre forma llaga. Ella ha querido tener aquí a Sainte-Beuve, le ha ofrecido la casa a la entrada del parque, para él y su servicio. ¡Él había aceptado, pero las muje­ res de su casa se opusieron! Además, habría significado para Sainte-Beuve dejar las calles de París, las lavanderas, las prostitutas. 22

de junio

En casa de Magny. gautier: ¿Los burgueses? Sucede cada cosa con los burgueses. He en­ trado a algunos interiores; es para taparse la cara. El lesbianismo es el esta­ do normal, el incesto es permanente y el bestialismo… taine: Yo conozco a los burgueses, yo soy de una familia burguesa… Además, ¿qué entiende por burgués? gautier: Gente que tiene de quince a veinte mil libras de renta y que es ociosa. taine: ¡Y bien, yo le nombraría quince mujeres de burgueses que yo conozco que son puras! edmond: ¿Qué sabe usted? ¡Dios mismo lo ignora! taine: Mire, en Angers, las mujeres son tan vigiladas que no hay ni una que haga hablar de ella. 94

diario

: ¿Angers? ¡Pero está llena de pederastas! Los últimos pro­

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cesos... : ¡Ellos hundieron el puente! sainte-beuve: Mme Sand va a escribir algo sobre un hijo de Rousseau, durante la Revolución... será sobre todo lo que hay de generoso en la Revo­ lución... sólo piensa en su tema. Me ha escrito tres cartas, estos días... es de una organización admirable. soulié: Hubo un vaudeville de Théaulon sobre los hijos de Rousseau... renan: ¡Mme Sand, la más grande artista de este tiempo y la más auténtica! la mesa: ¡Oh!... ¡Ah!... ¡Hi!... saint-victor: ¡Es curioso, ella escribe en papel carta! edmond: Ella perdurará... ¡como Mme Cottin! renan: Por cierto, ¡yo no entiendo el realismo! sainte-beuve: ¡Bebamos... yo, yo bebo! Vamos, Scherer... taine: ¿Hugo? Hugo no es sincero. saint-victor: ¡Hugo! sainte-beuve: ¡Cómo, usted, Taine, pone a Musset arriba de Hugo! ¡Pero Hugo hace libros! Él se ha apropiado, en las narices de este gobierno que es tan poderoso, del mayor éxito de este tiempo. Él llega a todas partes... Las muje­ res, el pueblo, todo el mundo lo ha leído... Él trabaja a marchas forzadas de las ocho a mediodía... Yo, cuando leí sus Odes et ballades, le llevé todos mis ver­ sos... La gente del Globe le llamaba bárbaro... Pues bien, todo lo que he escrito me lo ha hecho escribir él. En diez años la gente del Globe no me aceptó nada. saint-victor: Todos descendemos de él. taine: ¡Permítanme!, Hugo era en ese tiempo un gran acontecimiento, pero... sainte-beuve: ¡Taine, no hable de Hugo! ¡No hable de Mme Hugo! Usted no la conoció... Sólo dos aquí, Gautier y yo... ¡Pero es magnífico! taine: Creo que ahora ustedes llamarán poesía a describir un campana­ rio, un cielo, a hacer ver las cosas. Eso no es poesía, es pintura. saint-victor: ¡Yo la conozco! gautier: ¡Taine, usted me da la impresión de caer en el idiotismo burgués a propósito de la poesía, la de exigirle sentimentalismo! La poesía no es eso. Es una gota de luz en un diamante, palabras radiantes, el ritmo y la música jules

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de las palabras. ¡Ella no prueba nada, no cuenta nada, una gota de luz! ¡Así el comienzo de Ratbert, no hay en el mundo poesía como esa, tan elevada! ¡Es la cumbre del Himalaya!... ¡Toda la Italia blasonada está ahí! ¡Y nada más que nombres! nefftzer: ¡Hay ahí una idea, si fuera buena! gautier: ¡No hables! Tú te has reconciliado con el buen Dios para hacer un diario, te has colocado junto a los viejos. taine: Vea, por ejemplo, a la mujer inglesa… sainte-beuve: ¡Oh! ¡La mujer francesa, no hay nada más encantador! ¡Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis mujeres, es delicioso! ¡Tienen una gracia, son tan amables!... ¿Ha regresado nuestra amiga? ¡Y pensar que por nada al final uno tiene una multitud de encantadoras, de estas infelices! Pues el salario de las mujeres... He ahí algo en lo que personas como Thiers no piensan nunca. Es necesario renovar el Estado por eso. Son asuntos... veyne: Es decir que si hubiera una Convención... saint-victor: No hay forma para que una mujer viva. La pequeña Tal, del Gymnase, con cuatro mil francos por año, me dijo ayer... gautier: La prostitución es el estado ordinario de la mujer, lo he dicho. jules: ¡Pero queremos acabar con todo el comercio de lujo! alguien: Entonces, ¡regresemos a Malthus! charles edmond: ¡Malthus es una infamia! taine: Pero me parece que no debe uno traer niños al mundo más que cuan­ do está uno seguro de su sustento… Las muchachas que parten para ser insti­ tutrices en Rusia, ¡es horroroso! eudore soulié: ¡Cómo! ¡Es la principal inmoralidad! Quiere usted limi­ tar... Pues bien, si los niños mueren, que mueran; pero hay que hacerlos… se oye una voz: “¡Corte el pabilo!” otra voz: Es egoísmo. edmond: ¿Cómo, egoísmo? ¡No disparar! charles edmond: ¡Sí! gautier: ¿Su amante es estéril? charles edmond: ¡Sí! Risas. saint-victor: ¡Dios mío, es la naturaleza, es el gran Pan! 96

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: Y la naturaleza se venga cuando… Aquí, a Sainte-Beuve se le ponen las orejas como cerezas. ¡Un espectácu­ lo! Vamos a la cuestión de la propiedad literaria: gautier: Hice un discurso tan bueno en la comisión que poco faltó para que hiciera pasar el principio de retroactividad. sainte-beuve: ¡Cómo! ¡Eso no tiene sentido! Yo estoy, en principio, con­ tra toda propiedad. Yo vendo todos los años una pequeña cantidad de volú­ menes. Eso me sirve para darles algunas pequeñas cosas a las damas... Los regalos de fin de año, son tan gentiles, que uno no puede… El nombre de Racine se suelta desde un asiento. nefftzer a gautier: Tú, tú has hecho hoy una infamia. Has alabado esta mañana, en tu folletín del Moniteur, el talento de Maubant y el de Racine. gautier: Es cierto, Maubant tiene mucho talento... pedí una medall… Mi ministro tiene la idea idiota de creer en las obras maestras. Entonces, menciono a Andromaca. Por lo demás, de Racine, que hace versos como un cerdo, no he dicho una sola palabra elogiosa de ese ser... Se habla de una cierta Agar en ese género de diversiones... A partir de este momento, Gautier no se dirige a Saint-Beuve más que como mi tío o el tío Beuve. scherer (espantado, mirando la mesa desde lo alto de sus quevedos): Seño­ res, los encuentro de una intolerancia... proceden por la vía de la exclusión. En fin, ¿qué es lo que hay que hacer? Reformar, combatir sus opiniones instin­ tivas. El gusto, eso no es nada, no hay más que juicios. Es necesario juzgar... jules: ¡El gusto, por el contrario, y nada de juicios! El gusto es el tem­ peramento. saint-victor (tímidamente): Yo debo reconocer que tengo debilidad por Racine. edmond: ¡Eh! Bien, eso es lo que siempre me ha sorprendido. Que a uno le guste la ensalada con mucho vinagre y al mismo tiempo la ensalada con mucho aceite, Racine y Hugo. Barullo final. una voz: ¡No se oye! gavarni: ¡Se oye demasiado! Exeunt. una voz

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Miércoles 24 de junio Visita a Feydeau, en la parte alta de la rue Clichy. Un departamento de dami­ sela y artista, un lujo de chucherías infectas, una artistería de especulador, por decirlo así, con un no sé qué que suena a falso y parece turbio, que huele a hombre-puta. Sobre un mueble de Boulle, todo carmesí, los libros de Fey­ deau, levantados en gran in quarto, como para engrandecerse por el formato. Feydeau en chaquetón rojo, sentado en un sofá, los pies extendidos sobre una silla, durmiendo. Lo sacudimos, se despierta. Se ha puesto, el mismo día en que ha terminado su última novela, a escribir otra. Naturaleza de buey; se levanta a las cuatro de la mañana. Su esposa entra, su hijo con su nodriza. Su mujer, la cabeza pequeña que ha pintado Ricard. Un acento de Polonia que parece un acento creole del Norte, una suerte de gorjeo en el habla. Esta acogida familiar y encantadora al extraño te hace entrar de inmediato, como de la mano, a la intimidad de su vida. Y henos ahí, hablando amablemente, seductoramente, del aburrimiento de estar casada con un hombre que se acuesta a las ocho; se lamenta de no haber salido en diez años al mundo en la noche; de sus veladas frente a la lámpara en el comedor, sin poder recibir, con su marido acostado en el diván en la sala. Hay una camarera, rubia, amarilla, sosa, una especie de Herodías mos­ covita, que atraviesa todo con la impasibilidad de las muchachas que sirven en el vicio, de los muchachos del café que atienden los excusados –algo de automático, de insensible y cruel. Una hora después estamos en el parque de Saint-Gratien. Al final de una alameda, la princesa en un vestido de fular pajizo, con las manos de­ trás de la espalda a la Napoléon, en la penumbra que provoca la luz detrás de alguien, habla con el prefecto de la policía. Un perro pequeño la sigue, sobre cuatro patas como alambres, con dos ojos saltones –perro de princesa, arrogante y susceptible, ladrando con la familiaridad a la gente que lo mira. –¡Y bien, aquí de nuevo! ¡Ah!, extraño a Rouland... le he escrito... ¿Qué es de M. Duruy, Monsieur Giraud? –le pregunta al antiguo ministro de la Ins­ trucción pública. Giraud inicia el elogio de Duruy y cita las palabras de su rechazo a la plaza de inspector general, rechazada por Duruy como si pidiera un favor muy grande. –¡Vamos, está bien! Siempre nos sentimos emocionados por sus bellas 98

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palabras. ¡Ahora, el reverso de la medalla! ¿Cómo será en la Academia?... ¡Ah!, he aquí a Saint-Beuve. ¡Vamos, Sainte-Beuve, infórmenos, rápido! ¿Qué sabe usted de M. Duruy? –Bueno –dice Sainte-Beuve, con una sonrisa vaga–. Él es muy amable, está bien físicamente, lo que no tiene consecuencias. –¡Vamos, vamos, queremos más. No eso! Sainte-Beuve retoma el punto. –Pues bien, él ha escrito los compendios que ustedes conocen... –Yo creo, ustedes recordarán, que hablamos de eso en la comida... Yo com­ pré diez... –¡Ah, bien –dice alguien–, eso lo hará quedar bien con él! –¡Pero vayamos al lado malo, ahora! –Pero, princesa, no hay nada malo en eso… hay una mujer… –¿De qué nos habla? ¿De su mujer? –¡Ah, princesa, perdón! Una mujer que él conoció, creo que de la época de su primer marido… Ella ha permanecido bella, es agradable… Y bien, creo que le ha servido algo... Y además creo que ha ayudado un poco al empera­ dor en su César. –Sí, sí –dice la princesa–. Recuerdo que un día el emperador me pre­ guntó si yo conocía a alguien que pudiera remplazar a Mocquard: “Él se fatiga muy rápido, ahora, Mocquard... yo tengo a M. Duruy...” En fin, ¡era un cambio extraño! Yo aprendí de esa manera, ayer al regresar de Versailles, donde me he divertido mucho... La Valette cayó en mi casa toda enharina­ da. Me hizo una escena porque no me trepé en el cambio del ministerio... ¡Ah! los hombres políticos... ¡ya tengo suficiente! ¡Todos ellos me aburren! Y además, encuentro que siempre cambian los hombres y para nada las cosas. Aquí yo me escapo. –Y subiendo la escalinata: “¡No miren, no tengo calzón!” Comemos, después charlamos mientras fumamos. Sainte-Beuve se que­ ja de ser viejo, le decimos que él jamás ha sido joven. “Es verdad –dice la princesa–. Él ha roto ya con un montón de tonterías, de ideas tristes... Me gusta más lo que hace ahora… Bueno, es verdad, sus artículos ahora son de una libertad… él chapotea en la verdad.” Un poco ruborizado por el elogio: “Dios mío –dice Sainte-Beuve–, la crítica, es decir, todo lo que le pasa a uno por la cabeza, no es más que eso.” 99

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La puerta del fondo se abre, Nieuwer­ kerke aparece, viene de Fointainebleau. –¿Ha comido? –No, perdón, princesa, ¡me fui como un ladrón! –Vaya rápido a comer y vuelva a con­ tarnos las noticias. Nos sentamos en la escalinata, fuman­ do bajo las damas. Boitelle nos dice: –Vengan aquí, porque para fumar es necesario tener la espalda apoyada, es muy importante. Se trata de estar bien, es la vida. A partir de ahí regresamos a esa idea, de estar bien, de beber bien, de comer bien, de beber y comer religiosamente, porque beber con distracciones... –¡Sí –digo–, no oímos el buen vino! –¡Oh!, por supuesto, todas las personas inteligentes salen con eso. Y veo liberarse la pose, la sonrisa sensual, las palabras, la filosofía de ese prefecto de policía, que no ama del arte más que lo gracioso y a todos los bri­ bonzuelos de la pintura, soltar la filosofía de una parte de los hombres de este gobierno, el epicureísmo, y que puede ser, después de todo, su única gracia. Nieuwerkerke comió. –¡Y bien, cuéntenos lo que ha visto! ¿Qué hay allá? –Pues, en primer lugar, sus tres primas. Y también la princesa Co­ lonna... ¡Ella tenía un trapo de cocina sobre la cabeza! Figúrense que esta mañana llegó media hora tarde al desayuno. El emperador se paseaba y se retorcía el bigote: no está de buen humor cuando tiene hambre. Y cuando la emperatriz le dijo “La princesa Colonna, que usted conoce”, él le contestó: “Bien, pero vamos a desayunar.” ¡El éxito la echa a la juerga! –¡Oh –dice la princesa–, no me sorprende! Y es una que se viste... Tiene la afición de ponerse un montón de cosas feas... Y, además, sus cabellos son falsas coletas. Ella tenía, el otro día, una que se había desprendido, que le colgaba sobre el cuello. Yo me dije: “¡Bien, ve, la mostrarás toda la velada!” –¡Se desprenden de mucho por abajo, en Fontainebleau, princesa! 100

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Una voz: –¿Qué dice Vaillant? –Vaillant no sabe nada. La ópera lo turba mucho, este hombre que deja caer siempre sus tirantes… Tiene miedo de recibir en cualquier momento la visita del cuerpo de baile… y luego, él que ha tenido la emoción... Sabéis que pretende que para hablar con el emperador ¡tiene que usar un pantalón forrado con tela encerada! –¡Ah, dejémoslo entonces! Además, todo eso me da igual, aunque ahí esté parte de mis enemigos... Encontré a Walewski de una estupidez asombrosa... Me molesta que por esta pobre Agar, a quien le han hecho ya un montón de cosas desagradables... Pero, vean, ¡le diré que trate de seducir al mariscal! –Vaya, es una idea... Yo me paseaba alrededor del estanque con mi pa­ trón, a las once. Y entonces la emperatriz viene a llevárselo en su calesa, con sus ponis. Estuvieron en el bosque, yo no sabía qué hacer... charlamos sobre eso... Él tuvo que ir a un rincón lejano para fumar ¡en Fontainebleau! –Y el emperador, ¿fuma? –dice Saint-Victor. –¿El emperador? ¡Pero él no es un hombre –le responde alegremente Boitelle–, es un dios!... En eso que ustedes acaban de decir podría distin­ guirse algo sedicioso. ¡Es la anarquía! Hay un comienzo de instrucción ahí... Regresamos al salón. –Oh, su Vie de Jésus –le dice a Sainte-Beuve–, ¡nos ha molestado a Mme Fly y a mí! Le dije: –¡No me lea más! Eso me ha impedido pintar… ¡Vamos, es fastidioso! –Pero princesa… –Dejémoslo, ¡está usted encaprichado con ese libro! Es fascinante lo que dijo sobre él Sacy esta mañana. ¡Ah!, fui a ver a Sacy a Eaubonne y cuando estaba a punto de hablar del libro de Renan, me dijo muy bajito: “¡No delante de mi mujer!” ¡Ah, pues! ¿Entonces es una dama delante de la cual no se puede hablar?... En fin, este Renan no sé qué quiere. –Por Dios, princesa… –retoma Sainte-Beuve. –¡Ese libro es muy malo! –Un día que hablaba con Renan, me dijo que cuando uno llega al punto de las grandes preguntas se enfrenta uno a una duda inquebrantable. 101

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–¡Vaya! Él quiere fundar la duda inquebrantable. ¡Eso es lo que quiere su M. Renan! ¡No tiene sentido común! –Una de dos –dice Girardin–. O a Renan le falta lógica o le falta sinceridad. –En fin, para mí, ¿quieren saber lo que creo? ¡Él ha elegido la duda, eso es todo! ¡No, no me gusta ese libro! de junio El tabaco, una providencia en un siglo de actividad febril, de prodigiosa productividad. Es el láudano del sistema nervioso. 25

de junio Al salir de Mabille, escuchamos en una calle lateral de los Campos Elíseos: –¡Es un peligro, amárralo! Es un cochero que siete agentes de policía, con mucho esfuerzo, tratan de llevar al cuartelillo del Palais de l’Industrie. Él se debate, se endurece, da patadas furiosas, embiste y patea por más atado que esté. Su voz es terrible por la cólera, la rabia, la agonía: –¡Pedazo de cerdo! ¡Pedazo de animal! ¡En guardia! En el cuartelillo le dice al centinela: –¡Presente armas! ¡Cierre el ventanillo! Me doy cuenta de que envejezco: estoy moralmente en contra del hom­ bre arrestado por la policía. 28

El despacho del prefecto de policía, esta gran pieza donde flotan tantas cosas temibles, estos muros marcados por tantos secretos repelentes o terribles, está lleno de Boucher, de pinturas amorosas del siglo xviii, de desnudos pícaros, de indecencias alegres que cubren no solamente los paneles, de un horrible papel imperial con abejas de oro, sino también los sillones, las sillas, ates­ tándolo todo. –Sí –nos dice Boitelle–, cuando vemos, como yo, todo el día muebles feos, es agradable mirar de tanto en tanto una figura bonita. Él nos muestra todo eso gentilmente, bonachonamente –incluso su des­ orden–, llena con sus cuadros y sus lienzos una casa de jardinero en la es­ quina de su pequeño jardín. Ahí una palangana, una esponja, sus cigarros; y 102

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ése es su ocio y su distracción, volver a ver y revivir los colores enmugreci­ dos de enigmáticas telas anónimas. Al salir quiere que nos llevemos, como recuerdo de nuestra vista, un dibujo de Lépicié, de quien él es un gran coleccionista. París, el verdadero ambiente para la actividad del cerebro humano. 1 de julio Tal vez describir, en las Actrices, una de las relaciones forzadas a la Dennery; de esos hombres que pueden tener a las mujeres más bellas de París y las hacen marchar derecho por un papel, una influencia, comenzar una carrera de dama –y que están remachados a una vieja mujer que descarga sobre ellas la desesperación de los cuarenta años, les infringe castigos humillantes y las hace salir cuando sus amantes entran.

El consumidor hace al que le sirve a su imagen. Los agentes de Bolsa, las putas, comparten su humor, su insolencia con los meseros de los cafés de los bulevares. A la altura del bulevar Saint-Mar­ tin, hay infiltraciones de malos comediantes y de improvisadores en un me­ sero que te ofrece un melón con simpatía. En Palais-Royal, frecuentado por los ricos provincianos y los tranquilos vividores del orleanismo, el mesero proporciona el servicio humilde, discre­ to, silencioso de los hombres que se requieren para servir en los ministerios. de julio Me encuentro en lo alto de un autobús, al lado de un alcantarillero que le cuenta al cochero los peligros de su profesión: cuántos mueren por año, ahogados en las cloacas por las tormentas, cuyos cuerpos arrastrados por las aguas se descubren en el Jardin des Plantes. Él, una vez, se mantuvo dos horas aferrado con los brazos. ¡Qué de gente muere así allá abajo, en la sociedad! 2

lunes 5 de julio Cuando hablamos en casa de la princesa de la belleza de Mme de Mainte­ 103

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non, ella deja escapar su carácter en esta frase: “¡En principio, si alguien no me cae bien, lo encuentro feo!” lunes 6 de julio En casa de Magny. Sainte-Beuve ha entregado su dimisión como miembro de la comisión del Dictionnaire de la Académie, es decir, a 1200 francos por año, por escribir su artículo de esta mañana sobre Littré. ¡Hay pasión en el odio! Él exige esta noche, enérgicamente, menos agentes de policía de las costumbres en las calles y se subleva fuertemente, como por pro domo sua, contra la arbitrariedad que rige a las damiselas. Demanda que un hombre honesto suba a la tribuna del Cuerpo legislativo para defenderlas y proteger­ las; y M. Thiers y los otros no tendrán nada que objetar. Encuentro por primera vez, en la Opéra, a Vacquerie. El hombre es, como su talento mismo, una mezcla de Don Quijote y de Seringuinos. Scholl, en el foyer, con una condecoración de oficial de una orden extranjera en el ojal, la desempeña perfectamente, al punto de confundirse con un oficial de la Legión de honor. Es en ese momento el gascón en plena explosión. Le nain jaune le reportará doscientos mil francos. En Bélgica funda un periódico político para el sur. Será el representante del periódico L’Europe en París. En pocas palabras, nos dice que él no puede vivir con menos de cien o doscientos francos por día. 8 de julio Veo, en casa de Palizzi, sus acuarelas, muy luminosas, muy exageradas, muy brillantes. Me dice que les proporciona su último brillo con pinturas chinas, de las cuales tiene un recipiente, y que le dan a sus tonos como un glacis de frescor y de riqueza, desconocido en nuestras pinturas de Europa. La tarde, en casa de la princesa, a propósito de una defensa de la pure­ za de Daphnis et Cloe por Giraud, el antiguo ministro de instrucción pública acaba de darle un ejemplar a la princesa, quien se vuelve hacia él y con sus labios dibuja, más de lo que ellos dicen: “Es usted un viejo puerco.” 12 de julio Al leer el Voyage dans l’Inde, de Soltykoff, me da tal gana de exotismo ¡que corro a comprar una piña!

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de julio Tocan. Un propio trae una carta de Sainte-Beuve, quien, sufriente, nos ruega ir a su casa para hablar de su artículo sobre Gavarni. Después de algunas palabras de la biografía, pasamos a las litografías, a la imagen. Y es grande nuestra estupefacción al verlo leer las leyendas a contra sentido, estropeándolas, sin comprender nada, con gran ignorancia de todos los parisianismos de París. Nos pregunta qué es le plan, pide que le expliquemos ma tante, que él ignora, tanto como le clou. En el dibujo mismo, él no ve nada, no percibe nada, no entiende la escena, no distingue quién habla ni a los dialogantes de la leyenda. Casi toma la sombra de un personaje por un personaje y tiene por un momento la testarudez cómicamente rabiosa de ver tres individuos en escena. Y, sobre todo, necesita las explicaciones, que bebe, que anota. Se aferra a la mínima palabra que soltamos, la escribe en una hoja de papel donde hil­ vana su artículo con señales y lo bosqueja como un ciempiés. Se informa de otros pintores de costumbres. Nosotros le decimos: “¡Abraham Bosse!” Y él: –¿De qué época? –Freudeberg –¿Cómo dices? –Freudeberg –¿Cómo se escribe? Y así con todo. Agarra, recoge, traga de prisa, engulle al vuelo tus ideas. Nosotros nos quedamos espantados, molestos, con esta profunda inteligencia latente en el fondo de este hombre. No aprecia nada por sí mismo, siempre informándose –un chupador de conversaciones, un escritor de artículos al vuelo para el periódico, recurriendo a la ayuda de especialistas, de amigos, de familiares. Van a buscarnos un coche y nosotros esperamos en su salón, frente a su pequeño jardín desolado de trapense. Sobre la mesa hay una escultura en yeso estearina de Carpeaux del busto de la princesa, carnosa y viva, a la Houdon. Nos habla del mundo que lo rodea, de la necesidad que tiene del ve­ cindario en su casa, de la animación en las comidas, que se desprende de la soledad que tanto le gustaba en el pasado y que ahora le horroriza. Nos 13

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habla de sus tristezas de estar solo, sus tristezas de los domingo en la tarde de antes: “Yo conozco bien a las damas de la vida, pero mis domingos en la tarde, ¿es qué ellas se ocupan de ellos?” de julio Vino Levallois para decirnos que Guéroult nos esperaba para convenir la publicación de Mademoiselle Mauperin en L’Opinion. Vamos a las oficinas del diario, a ese gran falansterio de diarios de la rue de Coq. Un despacho blanco, donde hay gente muy ocupada en mangas de camisa, que abre las puertas, y una caricatura de Le Charivari en el muro: alemanes celebrando el aniversario de Waterloo y un soldado francés entrea­ briendo la puerta y diciéndoles que hagan menos ruido. Acordamos con Guéroult. Se parece asombrosamente, físicamente, a Robert Macaire. En la noche, la princesa nos cuenta que vio al duque d’Hamilton la víspera de su muerte: caminaba, hacia su departamento, con la cabeza floja, sin sentido, como un muerto que marchase dando maquinalmente apretones de mano. ¡Esa vida sin alma, ese movimiento de un cuerpo sin pensamientos, algo espantoso! Al regresar con Gautier. Como hablamos del tipo de la mujer de mundo actual, de su estilo: “¿Admite que la emperatriz es una mujer de mundo? –dice–. Pues bien, ¿sabe que me dijo en Compiègne, al mostrarme pinturas de Chaplin en su recámara?... ‘¡Yo me pongo en mi casa!’” 15

La mirada de la mujer, ese silencio que dice todo, ¡qué misterio! Escribir un día dos o tres páginas sobre eso. Una tal Mlle Thureau, la hija de un antiguo marchante de madera muy rico, que se casó con el hijo de Benoît-Champy, decía sobre las proposiciones de matrimonio: “No importa quién, siempre que me saque al mundo todas las noches.” En el tren, en un rincón de nuestro vagón, hay un anciano con el botón de la Legion d’Honneur, una linda cabeza de viejo militar. Tiene un crespón en su 106

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sombrero. Es triste, de esa tristeza desgarradora, abstraída, que sigue al en­ tierro de una persona muy querida. La sentimos, es como la corriente eléctri­ ca de su gran dolor. Le preguntamos si no le molesta el tabaco. Al principio no entiende; luego, al comprender, hace con la mano un signo de indiferen­ cia suprema, como si todo le diera igual y ya nada le fuera apreciable. Lo vemos tragar sus lágrimas, sentir en sus manos la agitación y ner­ viosidad del pesar. En Batignolles desciende, se levanta con esfuerzo, a sacudidas. He lle­ vado sobre mí todo el día la sombra de su duelo de viejo. Y por ella, por esa visión, hemos permanecido tristes. Él nos ha hecho indignarnos contra Dios, que causa la muerte y el dolor de los vivos, contra Dios, malvado, y que hace incluso más mal que el hombre. El hombre, ¿qué ha hecho de malo, de tor­ cido, de cruel? La guerra y la justicia, eso es todo. Pasa no sólo por la muerte, sino además por la enfermedad, el sufrimiento, los pesares, ¡por todas las torturas de la vida! ¡Ser todopoderoso y haber hecho esto! Sus ideas han proseguido sin refutarse entre nosotros. He aquí lo que el hombre encontró en la tierra: el coito, las frutas y los ani­ males salvajes. Todo lo demás es de su invención. En la comida, en casa de Véfour, frente a mí, una pequeña mujer nervio­ sa, febril, inquieta, con los gestos del mono que mira desde el fondo de su refugio –mujer rara, sin clasificar, con la gracia de un animal exótico; una señorita que viene no sé de dónde, de algún Pamplemousses cualquiera. Pa­ rece escapada del Jardin des Plantes y de Paul et Virginie: el ideal del mono, como la mujer de Watteau, es algunas veces el ideal de la cerda. Hay una fealdad de abyección y degradación, de raza inferior, que es estig­ ma de los millonarios: vea a Rotschild, Pereire… Gautier me contaba, el otro día, que Soltykoff, extenuado por el opio, pasa su agonía tocando, palpando, con guantes, pequeños granos, polvos de sándalo, toda suerte de cosas pequeñas de allá. Murió en olor de oriente como otros mueren en olor de santidad. 107

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Voy a usar esta tarde mis guantes de Saint-Gratien en la Closerie des Lilas. Uno encuentra ahí todavía –ahí solamente– el tipo físico de la mujer de Gavarni, la pequeña rata de París. Hay alegría burda, los calzones rosas que muestran completamente al levantar la pierna. La barahúnda, los gritos; damas que piden casualmente alfileres para arreglarse; risas verdaderas, es­ tudiantes que como propina dan un apretón de manos al mesero, y la música de la orquesta repetida a coro por los danzantes. viernes 17 de julio En casa de Gautier, en Neuilly Son las ocho y media. Lo encontramos sentado a la mesa. No come sino hasta las ocho. A su alrededor su hijo y sus dos hijas, con los brazos un poco desnudos, haciendo crujir, con gestos graciosos, los cangrejos de un gran plato puesto en medio de la mesa. Y cuando los roen, exasperadas por los carapachos, los rechazan como gatas, volviéndose hacia ti, desplazan sus cabezas para hablar una sobre la otra, escalonando sus mohines y sus risas te hablan del chino con el que comieron ayer, van a buscar el zapato chino que les dio, farfullan las palabras chinas que les dijo. A esas vivarachas y menudas orientales de París, que tienen en sus gestos un no sé qué de tierna suavidad, en el talle un balanceo de harem, esa dulzura familiar de lindos animales, elegidas por la mano del rajá de Lahore en la visita que le hace el príncipe Soltykoff, eso les parece como un perfume de Oriente. Ellas pare­ cen, por momentos, un poco las hijas de la nostalgia de Oriente de su padre. En medio de eso, de ellas, aportamos recetas de cocina cosmopolita –espinacas sobre las que se apilan almendras de albaricoques, un zabayon–. Gautier, feliz, disfruta comer, hablar, bromear, cómicamente bonachón inter­ pela a las criadas con una solemnidad graciosa, florece como un Rabelais en familia. Nos levantamos de la mesa y pasamos al salón. Las chicas te conducen suavemente, graciosamente, con ademanes de confianza a pequeños rinco­ nes de sombra y de intimidad. La mayor deletrea una gramática china, va a buscar su escultura, L’Angelique de Ingres, esculpida en un nabo todo arru­ gado, y uno no ve nada. ¡Es de risa! Durante ese tiempo, la señora regresa con una amiga, una vieja actriz, y 108

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su marido, un oficial del que se hizo esposar. Y entonces una gran conver­ sación culinaria se entabla... La actriz es fuerte, fuerte como una de esas mujeres galantes de Balzac, que saben todo y co­ cinan buenos platillos para el amante. Se discute, sobre todo, la cocción de los cangrejos. Hacemos comparecer a la cocinera y corregimos su tradición. Es como una conferencia a la Jordaens, en la que Gautier sostiene que uno pue­ de comer bien en todas partes, incluso en España, con un puchero de jamón y huevos. Y después de eso, caemos en el libro de Renan. Hemos compartido con Gautier nuestro desprecio por el talen­ to literario del libro, nuestra antipatía por el autor, nuestro horror por su fal­ so gusto y la vaguedad de la tesis sostenida, la falta de sinceridad, la confu­ sión de ese Dios que no es Dios y es más que Dios. –Un libro sobre Jesucristo, he aquí como tenía que hacerlo –dice Gautier. Y se pone a esbozar un Jesús hijo de una perfumera y un carpintero. “Un mal sujeto que abandona a sus padres, que manda a paseo a su madre, que se rodea de un montón de canallas, de gente tarada, de enterradores y de mujeres de la mala vida, que conspira contra el gobierno establecido, y que hicieron bien, muy bien en crucificar, más bien en lapidar. Un socialis­ ta, un Sobrier de ese tiempo, que destruye todo, aniquila todo, la familia, la propiedad, furioso contra los ricos, que recomienda abandonar a los hijos o, mejor, no hacerlos, que disemina las teorías de la Imitation de Jésus-Christ, ocasionando en el mundo todos esos horrores, un río de sangre, las Inquisi­ ciones, las persecuciones , las guerras religiosas; trayendo la noche a nuestra civilización al comienzo del día que era el politeísmo; destruyendo el arte, estropeando el pensamiento, de tal suerte que todo lo que le siguió no es más 109

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que mierda, al punto que tres o cuatro manuscritos, traídos de Constantino­ pla por Lascaris, y tres o cuatro pedazos de estatuas, encontradas en Italia, durante el renacimiento, son para la humanidad como el cielo recobrado... Por lo menos, es un libro. Puede ser falso, pero el libro tiene su lógica... Tiene incluso la tesis totalmente contraria, que igual le atribuye… ¡Pero yo no entiendo un libro entre esto y aquello!” Lunes 20 de julio En casa de Magny. A propósito del libro de Mme Hugo y la época de Her­ nani, Gautier dice que no era un chaleco rojo lo que llevaba, sino un jubón rosa: risas... –¡Pero es muy importante! El chaleco rojo habría indicado una inclina­ ción política, republicana. No había nada de eso. Éramos simplemente me­ dievales... Todos, Hugo tanto como nosotros... Un republicano, no sabíamos qué era eso... No había más republicano que Pétrus Borel... Todos estábamos contra la burguesía y a favor de Marchangy... Éramos el partido matacán, eso era todo… Hubo una escisión cuando celebré la antigüedad en el prefacio de la Maupin... Matacán y nada más que matacán... El tío Beuve, lo reconoz­ co, siempre ha sido un liberal… Pero Hugo, en ese tiempo, estaba a favor de Luis XVII. ¡Se los aseguro! –¡Oh!, ¡oh! –¡Sí, por Luis XVII! Cuando me vienen a decir que Hugo era liberal y pienso en todas esas farsas de 1828... Él no se metió sino hasta después de esas marranadas... Fue el 30 de julio de 1830 que comienza su regreso... En el fondo, Hugo es pura y simplemente medieval… Jersey estaba lleno de sus condecoraciones. Era el vizconde Hugo. Tengo doscientas cartas de Mme Hugo firmadas vicomtesse Hugo. –Gautier –dice Sainte-Beuve–, ¿sabes cómo pasamos la jornada del estreno de Hernani? A las dos, estábamos con Hugo, de quien yo era su fiel compañero, en el Théâtre-Français. Nos trepamos a un cupulino y miramos pasar la fila, las tropas de Hugo... Hubo un momento en que tuvo miedo al ver pasar a Laissailly, a quien no le había dado un boleto. Lo tranquilicé: “Yo respondo.” Y después fuimos a cenar a lo de Véfour, abajo, creo; pues en ese tiempo Hugo no tenía notoriedad pública... 110

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–¿Desea partir? –Le dice una voz a Renan. –Sí. –Salgo para Saint-Malo. –Vea usted –me dice Saint-Beuve, llevándome a un aparte–, le tengo ojeriza. Tiene un montón de muchachas tan lindas, que uno no pediría más... ¡Y qué pasa! A fuerza de sermones y opio, él las hace morir vírgenes sin haber he­ cho nada, pues él, ese canalla de Dupanloup, tenía la dirección de la casa. –Yo admiro a Jesucristo sin reservas –dice Renan. –Pero, en fin –dice Sainte-Beuve–, hay en esos Evangelios un montón de cosas estúpidas: “Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra.” ¡Eso no tiene sentido, no es verdad! –¿Y Cakia-Mouni? –dice Gautier–. ¿Bebemos un poco a la salud de Cakia-Mouni? –¿Y Confucio? –Dice alguien. –¡Oh, es un pelmazo! –¿Pero qué hay más estúpido que el Corán? –¡Ah! –me dice Sainte-Beuve, inclinándose hacia mí–. Es necesario haber recorrido todo y no creer en nada. No hay nada más verdadero que una mujer... La sabiduría, Dios mío, es la sabiduría de Sénac de Meilhan, que formuló en L’émigré. –Evidentemente –le digo–, un escepticismo afable es todavía el sum­ mum humano… No creer en nada, tampoco en sus dudas... Las convicciones son estúpidas... ¡como un papa! –Yo –dice en esos momentos Gautier al doctor Veyne– jamás he tenido un deseo excesivo de esa gimnasia íntima. No es que esté menos bien dotado que otros. Soy un hombre, he hecho diecisiete hijos, y todos muy bellos: se pueden ver las muestras… he trabajado por encargo. Me han ofrecido diez mil francos por hacer uno… Pero coger una vez por año –les aseguro– es suficiente. Lo hago con la mayor frialdad... Podría hacer operaciones mate­ máticas... Y me parece humillante que una zorra pueda creer que uno tiene necesidad de caerle encima… Vea, cuando cogí con Ozy, ella tenía 18 años ¡y le aseguro que valía la pena! Bien, yo tenía una pieza en la habitación del portero. Encontré, al regresar, a las dos de la mañana, un recado suyo en el que me rogaba pasar inmediatamente a verla. Desperté a los porteros y 111

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pasé. Ella me dijo que quería saber si yo dormía en mi cama, si no dormía con alguna bella bailarina. Le dije que bien veía que no, pero por la hora que era me resultaba muy difícil irme y despertar nuevamente a los porteros. Ella me señaló un diván; después, al cabo de media hora, pretextando que yo podía tener frío, me hizo un lugar en su cama y me dijo: “Dios mío, yo lo conozco tan poco...” Me indignó que pudiera creer que le iba a caer encima, que tuviera ganas de eso. Le di la espalda y me dormí. A la mañana del día siguiente me golpea la espalda y me dice: “¿Se da cuenta de que los dos la hemos pasado como si nada?” Le dije: “Francamente, sí.” Hubo un tiempo en que ella no disfrutaba más que la segunda cogida, la cogida de la mañana, a las 6:45, porque a las 7 llegaba el duque de Montpensier: eso la excitaba… a menudo encontraba al príncipe en la escalera. –¿Cómo está nuestra amiga? –Muy bien. –Nos reíamos mucho en España. En 1849, cuando Sainte-Beuve tenía que dar cursos en Liège, a conti­ nuación de numerosos escritos, rápidos y esforzados, tuvo eso que los médi­ cos llaman el calambre del escritor, que le paralizó los músculos del brazo derecho, lo que provocó que después no escribiera más que notas y dictara sus cartas si eran un poco largas. Al levantarnos para irnos, Gautier se dirige a Scherer, el personaje más mudo de la sociedad, y le dice: –¡Espero que por una vez se comprometa, pues nosotros nos comprome­ temos y no es justo que usted se mantenga ahí, sólo mirándonos! 24 de julio, en Grez, cerca de Fontainbleu Henos aquí, en un albergue de campesinos, la pensión a 3.50 francos por día, en cuartos blanqueados con cal, durmiendo en colchones de plumas, bebiendo el vino de su cosecha, comiendo muchos omelets, caras amables de dueños de pequeños cafés, un río a dos pasos donde uno ve en el agua clara peces, botes, líneas; unas ruinas a un lado. Tenemos como compañero a un hermano del pintor Palizzi y a un joven hombrecillo de Saint-Omer, M. de Monnecour, que comienza a hacer pintu­ ras de aficionado.

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Es sorprendente cómo el pintor sufre poco, o más bien no sufre por la falta de comodidades. El lecho tiene pulgas, el taburete es de paja, el vaso de vidrio común, el tenedor de fierro, la palangana de loza, todo lo que hace sufrir al civilizado, al parisino, parece como si fuera un placer para él, como las costumbres de una patria recobrada. Se diría que mientras los literatos son empujados naturalmente a alcanzar los placeres de la aristocracia, los pintores, liberados ellos mismos, vuelven con amor a lo que son, el pueblo. de julio Después de diez años volvemos a Marlotte, cerca de aquí, que habíamos visto diez años antes cuando vinimos con Peyrelongue, el marchante de cuadros, su señora, Murger y su querida, etc. Encontramos el pueblo, pero rebuscado, con una especie de casas bur­ guesas pobres, edificaciones esforzadas, tentativas de cafés –¡incluso un uri­ nario! Hay ahora un castillo con una verja con corona, construido por un joven barón para asombrar a los artistas, castillo a medias terminado y abandona­ do, ¡por falta de dinero! Todo es pose y mentira. Son siempre los mismos campesinos misera­ bles, con su vino que hace mal y sus jergones con chinches, lo pintoresco soportable solamente a los 20 años y a los paisajistas. Al volver a una casucha, en la cual está colgado un mal cuadro de natura­ leza muerta, letrero de taberna, y de donde salen risas y estallidos de voces, un viejo campesino coloradote, granujiento, desdentado, con la sonrisa de oreja oreja, una figura a la père la joie crapuloso, los pies a pelo en sus babu­ chas, viene a estrechar la mano de nuestro compañero Palizzi: es Antony, el hospedero de los pintores de abajo. La casa está sucia de pintura, los antepechos de las ventanas son pa­ letas; sobre el yeso hay como manos de pintores de brocha gorda que se habrían limpiado en él. De la sala de billar, metemos la nariz en el comedor, todo pintarrajeado con caricaturas de cuerpos de guardia y caricaturas de Murger. Hay allí tres o cuatro hombres en chaquetón, entre el canoero, el peluquero y el pintorcillo, con el aspecto de obreros mal encarados, desayu­ nando a las tres con las mujercillas de la casa, que vienen sin sombrero y en pantuflas del Barrio Latino y se regresan igual. 28

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Uno no sabe muy bien si son pintores o es una escuela de paisajes. Pare­ ce que en el albergue de Antony hay, todo el día y toda la noche, una juerga de barra y de Closerie des Lilas, músicos de guitarra, sillas que se lanzan a la cabeza, y algunas veces una cuchillada. El bosque es ralo y, en consecuen­ cia, abandonado. No he visto más que dos paraguas de artistas en la Mare aux Fées, en ese paisaje de granito, de verdor intenso, de robusta majestuo­ sidad, de brezos rosa en lugar de este taller que hay aquí, al aire libre, con las señoras que cosen y remiendan a la sombra de los caballetes de campo. Al regresar nos muestran la casa de Murger, a la entrada del bosque; después el amigo de Murger, Lecharron, un marchante de vinos que nos dice en tono enternecedor: –¡Ah, el pobre Murger! –Sepan que era yo quien le hacía a menudo un omelet! Él pasaba todo el tiempo aquí... –Y luego agregó con un suspiro–: ¡Yo perdí mucho dinero con él! En lugar de hacerle una tumba bonita –la fui a ver cuando estuve en París– debieron haber pagado sus deudas. ¡Eso sería más honroso para los artistas! ¡Murger, Antony! Ese muerto y este albergue. Todo me parece ir junto. Marlotte, ahora, con sus falsos artistas y sus garibaldis postizos en blusas rojas y azules. ¡Me parece hecho para la invocación del santo Murger! Su memoria insolvente flota aquí con un regusto a ajenjo. Vamos a cenar a otro albergue, el de Saccault, este hombre que durante diez años, con Ganne, ha mal hospedado y mal alimentado a todas las glorias de nuestro paisaje moderno. La casa ahora es lúgubre. La mujer tiene neuralgia y está toda fajada, desesperada como los campesinos sin fuerza. El hombre fermenta su vino y la bancarrota. La hija, convertida en señorita después de un viaje de tres años a Rusia, ha recaído sobre la espalda de sus padres y le sirve a los viajeros por el amor del buen Dios. Cenamos ahí, un mal conejo salteado, con Nanteuil, ya triste, y que este mesón no alegra. 29 de julio Aquí, día a día, crece en nosotros una alegría tonta, en la que los órganos y sus funciones tienen como alborozo. Sentimos el sol en la piel; y en el huerto, bajo los manzanos, recostados sobre la paja de los recipientes de las lavanderas toma cuerpo en nosotros un embrutecimiento dulce y feliz, como

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el rumor del agua que escuchamos en los barcos, en los juncos, junto a uno, al salir de una esclusa. Es una sensación deliciosa de pensamientos coagulados, de miradas perdidas, de ensueños sin horizonte, de días a la deriva, de ideas que siguen el vuelo de las mariposas blancas en la col. Abajo, en la cocina, en la campana de la chimenea está pegado un gran afiche que quedó de las elecciones: El único candidato recomendado por el gobierno es M. el barón de Beauverger. ¡Se podría decir pegado por orden de la policía, pues el comisario obli­ gó a los hosteleros a ponerlos so pena de clausurarlos! Estuvo aquí, estos días, un actor de vodevil, Munié, haciendo paisajes inge­ nuos de la naturaleza. Se hospedaba con el maestro de escuela y utilizaba como taller el gran salón del ayuntamiento. Pintar en Fontainbleau, para los artistas, el paraíso de un Pouthier. Para co­ menzar, los placeres de un chulo: se viste como un cerdo, con la camisa man­ chada, etc. Después, gozar de los animales: pollos, niños, etc. Después, sobre todo, el placer de la sociedad de los campesinos, a los que se cree superior y que él honra con un apretón de manos; el placer de esta vida de campo y de taberna, compañerismo de la botella, tú, a ti, con todos; estrechar la mano al hospedero, al cafetero, al picapedrero; la familiaridad con el hombre que no conoce sino desde hace un cuarto de hora; la intimidad en camisa con el pueblo más bajo que uno. En una palabra, la realización de todas sus aspira­ ciones hacia la crápula y las costumbres del obrero. La fraternidad de la copita. El gusto de regresar al pueblo; el gusto de ponerse una camisa de obrero, que es como regresar a su piel. 1 de agosto La Mare aux Fées, peñascos grises, suelos de ceniza, brezales rosas. Las raíces como serpientes; bloques de granito como lomos de hipopótamo enlo­ dados; robles crispados y magníficos. Algo como un bosque de druidas sobre un volcán extinto.

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No falta casi nada aquí, excepto una amante, un amigo y un mono. Arreglar el rompecabezas, expresión de campesino por “tomarse la mo­ lestia”. Las siete de la tarde. El cielo azul pálido, de un azul casi verde, como una es­ meralda fundida. Ahí arriba marchan suavemente, en una marcha armoniosa y lenta, masas de pequeñas nubes, barridas, desguazadas, desgarradas, de un violeta tierno, como vapores bajo un sol que se pone. Cada una de sus cimas son rosas como cumbres de glaciares de un rosa iluminado. Delante de mí, en la ribera de enfrente, líneas de árboles, cuyo verdor amarillo, y aún caliente por el sol, es templado y bañado por el calor y el pol­ vo con tonos vespertinos en esfumados de oro que envuelve el verdor antes del crepúsculo. El gris del tronco de los árboles, de grandes álamos de follaje inmóvil, adquiere tonos cálidos y rosas. Abajo, una línea de juncos traza un surco de ceniza verde. En el agua rizada por una gavilla de paja, que un hombre moja, a un lado de mí, para liar la avena, se refleja casi con solidez y más denso que allá arriba, el azul más verde, el verde más intenso, el violeta más oscuro, más profundo, más cavernoso, casi junto a mí, donde se vuelve negro y adquiere ya las sombras de la noche. El viejo puente de piedra gris, los pilares salien­ do de entre los carrizos oscuros, las líneas de nenúfares, conservan del cielo una reverberación de rosa y de violeta. Y bajo el último arco, cerca de mí, del arco de su sombra, se destaca la mitad de una vaca rojiza, que bebe con lentitud y, cuando ha bebido, eleva su morro blancuzco, roñoso y goteante de agua. Palizzi, el menor de la familia –son cuatro pintores–, es una muestra curiosa de la raza napolitana. Es el napolitano mismo. Es la pasión y el machaqueo del niño por las menores cosas de la vida. Esta pasión es a la vez redoblada por una prudencia infinita de lo que él llama la política, un miedo horroroso a la policía, al gendarme, al campesino, al hospedero, a todo el mundo –una raza que parece salir de los terrores de la inquisición–. En la calle, ve a un borracho que duerme sobre un banco, se te aproxima rápidamente y te dice 116

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misteriosamente: “¡No hay que decir que vimos a este hombre, no sabe uno nunca lo que puede suceder!” Y siempre, a causa de esta política, están los apretones de manos a los campesinos, las amabilidades, mil cálculos que a la sensibilidad de las razas del norte repugna. –¡Y con ella, la Italia de Ga­ ribaldi, el patriotismo de Polichinela! de agosto En la mañana, medio dormido, el frotamiento de los carruajes de heno contra los muros me da la impresión de una mujer que, sentada al pie de mi cama, se pusiese sus medias de seda. 5

“Vino y ejército...” Así resumió Palizzi, el otro día, a Francia. ¡La frase tenía que ser dicha por un italiano! de agosto En Marlotte, en casa de Antony. Falansterio innoble del harem autorizado por Murger, que va tirando en los escalones de los sótanos botellas de agua blanca y botiquines de inyecciones. Al tomar el pan y el queso en el comedor, observo lo que ensucia la cal de los muros, pinturas y dibujos infectos de estudiantes, algo horrible de mirar como el chulo Macabro, la apariencia de dibujos hechos en el lugar durante una juerga. En medio de eso una caricatura abominable y estúpida de Mur­ ger en camisa de obrero, un fusil bajo el brazo, arriba una corona de espinas como aureola, los ojos supurando –¡un Cristo de ajenjo en su borrachera! 8

Aquí dicen: “Todo el mundo en la paja”, por “Todo el mundo duerme”. 11 de agosto Saint-Victor viene a alcanzarnos aquí. Por la tarde, en la comida, hablamos de la pequeñez de Roma, de sus monumentos, tan grandes en el recuerdo, de sus arcos del triunfo que pasarían por abajo de l’Étoile, de su Foro, grande apenas como nuestras prefecturas, de su Coliseo, cuyo anfiteatro no tiene más que ciento cincuenta pasos, menos que el Hipódromo. En el fondo, no hay grandeza ni en Grecia ni en Roma.

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Transcurren las horas fumando pipa y mi­ rando bajo los arcos del puente, en la parte luminosa de su sombra, el hormigueo, el hilillo restante de luz, que provoca rever­ beraciones en el agua clara. Dicen que el hombre físico se renueva cada siete años. ¿El hombre moral no se renue­ va más a menudo? ¡Y cuántos hombres no mueren en un hombre antes de su muerte? Escucho esta noche a unos hombres en la taberna hablar de Charles IX según La rei­ ne Margot. Alexandre Dumas ha sido ver­ daderamente el maestro de historia de las masas. Lo que nosotros amamos en todas las cosas es el exceso: el exceso en las opiniones políticas, el exceso de bienestar o de malestar, del lujo y de la rus­ ticidad, el exceso de los ejercicios físicos. En todo somos enemigos innatos del justo medio. ¿Musset? El jockey de Lord Byron. En el campo siento que me es imposible trabajar. Me siento árbol, agua, hoja; no siento que piense. de agosto Saint-Victor me contó que el verdadero favorito de Morny es el libretista de sus operetas. Halévy es redactor en la Cámara y cuando M. de Morny calla a algún orador de la oposición, cuando, por ejemplo, le dice a Jules Favre: “Monsieur: yo doy total libertad a las discusiones, pero el presidente de la Cámara no puede permitir...”, etc., le hace una seña a Halévy, quien sube a su escritorio: ¡Vamos!, si en la tercera escena el cómico entrase por un armario en lugar de entrar por la puerta... –Sí, Monsieur le duc, eso sería 12

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divertido, dice Halévy... ¡El hombre: debajo de la Opereta Buffa parisina un hombre de Estado! Regreso a la Mare aux Fée. Pues bien, considerándolo todo, no siento para nada el paisaje. Siento un placer cien veces más grande cuando estoy en mi recámara en medio de mis dibujos, hojeando un catálogo de Techener o de Aubry. Un hombre con 50 000 libras de renta se diría: “Hay algo ruinoso en la vida: la propiedad. Casi todos los fastidios de la vida vienen de ese sentimiento del hombre, que no quiere considerarse propietario vitalicio, sino eterno, de cosas y criaturas. Pues bien, ese sentimiento, el primero y más fuerte del hombre, yo lo eliminaría de mí y tendría todo sin la propiedad de nada, casa rentada por año, coche por mes, mujeres ídem. Sería usufructuario de todos los placeres de la vida.” A desarrollar en un libro o una obra. 15 de agosto Transitando entre el gentío en la fiesta del emperador. El pueblo, siento, no parece disfrutar más que de las alegrías colectivas. El hombre que no es pueblo tiene necesidad de alegrías para él, adecuadas a su ser. Noto en la muchedumbre una especie de procesión pasiva, no de agra­ do, ni de ruido, ni de tumulto. El tabaco, ese estupefaciente, la cerveza, del adormecimiento y el sueño, ¿entumece el espíritu o el carácter nacional? No sé por qué pienso aquí en un buen programa de un gobierno borbón, en el que nadie pensó en 1815 y que nadie realizará jamás. Un gobierno de la aristocracia pura, que le habría quitado a los liberales y a los socialistas todas sus cuentos del liberalismo; que, en lugar de frases, hubiera tocado en verdad a la auténtica miseria; habría dado en los hospitales a los enfermos la mejor hospitalización; habría creado un ministerio del sufrimiento público; habría abolido la inmunda fosa común, le habría dado a cada uno el lugar y el tiempo para pudrirse, con un impuesto suntuario a la riqueza, a los coches; habría, ayudándose de las distinciones honoríficas, etc., alumbrado la cari­ dad y la habría repartido a manos llenas; habría hecho la justicia gratuita,

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creado el honor del abogado de los pobres, como los grandes médicos de los hospitales; habría dado a la Iglesia la igualdad completa para el nacimiento, el matrimonio y el entierro. Leí todos estos días sobre la Revolución, sobre el Tribunal revolucionario. ¡Pensar que Carrier hizo masacrar a millares de personas que habían tenido padres, hermanos, hijos, maridos, sin que ninguno de los que sobrevivieron lo matase! ¡Es triste para la vehemencia de los afectos humanos! En el único asesinato de un verdugo de la época, un asesinato por mano de mujer, fue la cabeza y no el corazón lo que condujo la mano. domingo 16 de agosto Me enteré allá de las contrariedades y reveses de la expropiación de la casa de Gavarni. Cuando llegué, Mlle Aimée me dijo: –Sabe usted, él está muy enfermo. Cuando le comunicaron el veredicto del jurado, le brotó una mancha en el ojo, como una gota de sangre. Desde entonces está enfermo. Al entrar, encontramos a Gavarni en su gran salón-taller, en la semi penumbra de las persianas cerradas, sentado, sin poder dormir, pálido, aba­ tido por el agobio de la opresión, tiene apenas la fuerza de darnos un cálido apretón de manos, su voz estrangulada por la angina, trata de hacernos sus antiguas bromas bonachonas, pero vemos el esfuerzo. Nos dice: –Es siempre la misma cosa... ese soplo del fuelle que no marcha... Ten­ go frío en mi cama... tendrían que meterme un veter en el cuello o hacerme un hoyo en la garganta... Pero Veyne no quiere, me da cosas para beber: no me hacen nada. ¡Vean, no es agradable beber esto! –Y casi sonrió–. Dios mío, todo el resto está bien, los pulmones, el pecho: me ha auscultado. Tengo bien el corazón, un poco pequeño... ¡pero la laringe! Le hablamos de una consulta a la que no se resiste demasiado. Salimos de ahí con el más triste presentimiento, porque junto a una en­ fermedad de pecho o de corazón de la que Veyne no quiere admitir la grave­ dad, vemos en el hoy una anemia provocada por los largos sufrimientos y tal vez, incluso, por tantos años de una alimentación insuficiente, cuando esta 120

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inteligencia pura no quería comer, se negaba a comer, le parecía un fastidio comer, un agotamiento, una aniquilación, una gran fatiga de la vida: y luego tanta delgadez que uno siente en su casa llena de recursos bajo su gabán, bajo los dos o tres pares de calcetines en sus pies. Esta expropiación, sus decepciones, sus preocupaciones, su congestión, sus penas, esta caída del sueño de la casa de Tamburini en Bas-Meudon, casi comprada, todo eso, tengo miedo de que no termine y que los burgueses del jurado de expropiación, de los constructores al por mayor, de los techa­ dores, etc., no se sientan bien vengados al matar a este inmortal bromista de la burguesía. Lunes 17 de agosto En casa de Magny. Al salir de la soledad del pensamiento y de la palabra de Grez, caemos con placer en la sala de visitas de Magny. Es del entierro de Eugène Delacroix de donde partimos, esa muerte oscura, oculta, velada, como la muerte de un perro en su escondrijo, sin que, después de seis meses, sus amigos supieran nada ni lo hubieran visto. Ha­ blamos de ese secuestro cometido por la vieja criada, una especie de Mme Évrard, de los legados absurdos de ese moribundo. Y ya el misterio y la controversia versan sobre la historia de esta muerte reciente. Unos sostienen que ha muerto como un infante; los otros, que ha muerto furioso pensando en nuevos medios y nuevos procedimientos de realización de su genio, des­ pojado en su agonía de todo lo que se prometió hacer, de todo lo que sentía al alcance de la mano. Saint-Victor esbozó con una frase esta figura nerviosa y achacosa, que yo vi pasar un día en la calle, con un cartapacio bajo el brazo: –Se parecía al boticario de Tippoo-Saëb. Luego lo juzgamos y decimos: –Él descendía de Rubens... –¡Sí, por el marchante de vinos! Después es Saint-Victor quien palidece frente a su sopa: –¡Somos trece! –¡Bah! –dice Gautier–. ¡Son los cristianos los que cuentan y no hay más que ateos aquí! El racionalista Scherer no puede creerlo y, pasmado, sin poder reco­ 121

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brarse, mira, desde lo alto de sus quevedos y de la razón, al hijo de Magny a quien llamamos para que haga el catorce. Se comienza a hablar, delante del chiquillo, de las copulaciones de Hugo: –Era un toro –dice alguien. –A mí –dice Gautier–, Mme Hugo me dijo que era una virgen. –Todo lo que yo puedo decir –dice Sainte-Beuve– es que estuvimos juntos en un burdel, con Mérimée, Musset, Antony Deschamps: Hugo, que tenía sus condecoraciones y sus galones, no subió. Las muchachas decían: “Es un joven oficial que tiene una irritación.” Martes 18 de agosto Desayunamos en el Louvre, con Nieuwerkeke, quien nos hace ver las nuevas salas del Museo Napoleón III. Durante los postres, Gautier cuenta que des­ pués de la cantata a la emperatriz recibió una carta firmada, La Marianne con el triángulo igualitario, en la que le decía que estaba destinado a pasar en la primera lista a la guillotina. Miércoles 19 de agosto –Comerán con uno de sus enemigos –nos había dicho la princesa al invitar­ nos el domingo en la noche. Encontramos con ella, hoy, a un tal M. Caro, profesor de filosofía, críti­ co literario de la France, favorito de la emperatriz, el ejemplo de esa horri­ ble raza, el universitario guapetón, un pedante bromista, encima afeado por la apariencia de sustituto presumido. Parece que ha comenzado su camino haciéndose premiar por la Academia por sus injurias y ultrajes a la novela moderna y sus acusaciones a la inmoralidad de Balzac. Habla, mariposea, caracolea, habla en la nariz de la princesa. Es exu­ berante, florido, hace bromas de profesor, sostiene paradojas de la École Normale, se adorna, se las da de importante. Es pesadamente cínico, desver­ gonzado, sin gracia. Dice: –Es necesario que me abra camino. –Y agrega–: Iré a ver a M. Duruy y le diré: “Deme su plaza anterior o su plaza actual.” Hay en toda su persona no sé qué hedor bajo y repulsivo de intrigante provinciano. 122

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La princesa, que lo trata con desprecio y un poco avergonzada de él frente a nosotros, se escapa un momento de él y viene a encontrarnos en el fumador de la veranda para decirnos: –Hay que hacerle la vida difícil... Fue a ver a Duruy, como uno de mis amigos íntimos, para pedirle una plaza de inspector… lo he visto cuatro ve­ ces. ¡A ese señor yo no lo conozco! Hablamos del tacto y de los infortunios de cortesano de Nisard. Del tacto, citamos su frase a Champfleury: “¡Pero me habían dicho que tenía usted el aspecto de un ropavejero! ¡Yo no lo veo!” Y como éxito, junto al em­ perador que le habla de César, de una opinión que no tiene sentido común: ¡es del emperador! Y después de las palabras del emperador, que se ha re­ ferido al interés de sus famosos artículos justificando la campaña de Rusia, contra Thiers, en el Moniteur: “¡Se ve que él no es militar!” Y la ejecución de Nisard acaba con la frase que expresó con motivo del nuevo ministerio y de la bajeza que tuvo al ir a excusarse y desentenderse ante Duruy: “Fue el ministro Boichot!” La charla, en la noche, recae en Mme Sand. Discutimos la cuestión de los amores de Mme Sand, y todos están de acuerdo en atribuirle un carácter poco femenino y un fondo de frialdad que la hace escribir con sangre fría de sus amantes, casi acostada con ellos. Mérimée, un día, al levantarse del lecho, puso su mano sobre un papel que ella le arrebató: era su retrato. No se vestía como hombre más que en la época de Sandeau, para ir al patio de butacas del teatro y a un pequeño restaurante que tenía un hombre de apellido Pinson, quien decía ingenuamente: “¡Es gracioso, cuando ella está de hombre, yo la llamo Madame, y cuando está de mujer, la llamo siem­ pre Monsieur!” Sainte-Beuve la vio una sola vez de hombre y he aquí cómo: Llamado a casa de Buloz, no casado entonces, en un entresuelo. Un pequeño joven, al entrar salta de un diván hacia él: “Buenos días, querido amigo, Musset sabe todo... ¿Quiere usted llevarme con el abad de Lammennais?” Era Mme Sand, en medio de su ruptura con Musset, a su regreso de Venecia. –¡Lammennais, pueden creerlo –dice Saint-Beuve–, era aún sacerdote en esa época! Era invierno. Y, además, él permanecía todavía en Bretaña... Acabó por llevarla, no con Lammennais sino con Musset, quien estaba dis­ 123

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puesto a una reconciliación... Y en la puerta, cuando él le hace señas de si debía esperarla, ella desenvainó su bastón de estoque y le dijo: “Gracias.” Él se despidió y la dejó. Vemos en todos los relatos de Sainte-Beuve su papel de entonces, un papel de oreja de bidet, de confesor de desavenencias, intermediario de re­ conciliaciones, siempre rozándose con los secretos de las mujeres. Puede ser ya la curiosidad y la inquisición del hombre que toma bajo las camas notas para sus memorias. Cabourg 25 de agosto Henos aquí en un sitio singular, un balneario de mar hecho para la gente de teatro, un balneario de mar en donde el alcalde es Dennery. En la playa, a un lado de los baños, sobre una pancarta impresa, el reglamento de pudor de los bañistas comienza: “El alcalde de Cabourg, caballero de la Legión de Honor, comendador de la orden de Charles III…”, y termina con el nombre de Dennery. Preguntamos: –¿De quién es ese chalet? –De Cogniard. –¿Y ese otro? –De Clairville. –¿Y ese otro que están construyendo? –De Matharel de Fiennes. Todo parece construido en billetes de autor, en derechos de autor, en críticos de teatro, en canciones de vodevil. Los chalets parecen decoracio­ nes, las escaleras, practicables, el mar, la atmósfera de fondo de La muette de Portici y las olas parecen agitadas por las cabezas de los figurantes en el tercer foso. En medio de los chalets se levanta un castillo, un castillo de circo, pintado de chocolate con cuatro torrecillas. Es de Billion, el antiguo director de circo; y las cuatro torrecillas son como excusados a la inglesa. Se parece a un castillo de feria, en una comedia en la que Lebel exclamaría con su voz estentórea: “¡Ya basta, que tengo cólicos!” Y por todas partes, en esta villa proyectada, donde los letreros prome­ 124

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ten calles, aquí y allá, alguna casa encierra algún viejo nombre de teatro. Allá, Franconi; aquí, la viuda de Adam; allá, Rosalie la saltadora del Hi­ pódromo. Es como los Invalides y la Sainte-Périne de los bastidores; en las cajas, los hoteles dejan ver viejas putas, cuyas voces te recuerdan viejas voces olvidadas del teatro. Y el gran café del lugar es de un viejo amigo de director y actores, podrido de malas actuaciones. Pasma a los burgueses con sus bromas y chistes de café de variedades. La noche de nuestra llegada, al borde del ruido del mar, Gisette expe­ rimenta la necesidad de confesarse y nos despliega su vida, sus amores, sus amantes, por lo menos a los que ella reconoce: “Dennery, nos dice, ¿creen que me ama?” ¡Yo reactualizo sus palabras y eso es todo! Y cuando le ha­ blamos de sus últimas elecciones, hombres indignos de ella: “¿Pero qué quieren que haga cuando llueve y yo me aburro?” ¡Qué simpática historia me contó en los bulevares, antes de partir, ese ato­ londrado que ha pasado a través de tantas cosas: Claudin! El joven príncipe Bibesco, de eso hace años, al conocer a Claudin se dirige a él para saber el medio de hacer valer sus derechos al trono de Valaquia. Claudin le dice que eso le costará bastante dinero, pero que para un asunto como ese no había que temer los anuncios. Bibesco le dijo que estaba bien y que había un hombre que haría los artículos, con el cual lo pondría en relación. Llega entonces a la buhardilla de Claudin un Monsieur que había sido pasante de Bibesco. Era Duruy, el actual ministro. Forjaron entre ellos dos el artículo. Claudin va a buscar a Delamarre y le pregunta si está dispuesto a apoyar los derechos de Bibesco e insertar el artículo. Delamarre no hace ninguna obje­ ción ni pone ninguna condición. El artículo aparece a la mañana siguiente, y Claudin recibe del cajero un pagaré por 1800 francos por la inserción del artículo. Duruy, quien contaba con que costaría 80 francos, pega un brinco, convence a Bibesco de renunciar a los artículos y confiar en los folletos que él escribirá. Elabora de inmediato un folleto con Claudin. Claudin está intri­ gado porque no lo ve aparecer. Interroga a Duruy, quien le dice que él tiene mucha propaganda, que está con el hombre que puede lanzarla mejor y le da la dirección. Para pasmo de Claudin: estaba con un marchante de blancos, rue Rimbauteau, en el segundo. 125

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–¿Pero cómo es usted depositario de esto? –le dice Claudin –Cuando envío un paquete a Trieste agrego siempre dos o tres folle­ tos… Lo que prueba que los anuncios pagados en los diarios no comienzan en la página cuatro, sino en el Premier Paris y que la gente hace muchas pequeñas cosas antes de arribar a los lugares importantes. ¡Un matiz de coquetería es indispensable a la animalidad de la mujer! Esta noche, en mi cama, escucho en el muro el reloj de péndulo y, en el ho­ rizonte, el mar que sube. Me parece escuchar al mismo tiempo el pulso del tiempo y la respiración de la eternidad. Lo que Gisette tiene en un grado superior en su cinismo es la prontitud de comprensión. Le confío que Gafe está muy enamorado de Mlle Vernon: “¡Ah, ya vio el negocio!” Los hombres aman a las mujeres menudas; las mujeres aman a los hombres grandes. Hay mujeres cuyo encanto singular está hecho como de una suspensión de la vida, de una irrupción de la presencia del espíritu, de ausencias soñadoras. Temo que dentro de poco el lugar, el paisaje donde estamos, no se nos pre­ sente más que a través de la sociedad, de la gente, del rostro de quienes nos atendieron; que no habrá un lugar para nosotros de felicidad, de sol, más que ahí donde haya una muchedumbre complaciente, agradable, divertida, un regocijo para el ojo y para el alma. No hay nada mejor que las cosas exquisitas. En los balnearios marítimos, las damiselas parecen mujeres honestas y si­ mulan ese parecido. Tienen, como ellas, el mismo neceser, la misma ves­ timenta, niños que pasear y a los que parecen amar. En ese juego ellas se 126

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olvidan y se contienen, son menos familiares. Juegan a la mujer de mundo y parecen casadas… su maternidad, sobre todo, es un triunfo. Y lo triste es que no hay nada que distinga la maternidad de una dami­ sela de la de otra mujer. Al verlas las creeríamos puras. Vi a Touques, en un albergue, una sirvienta grande, enorme. Creí ver a la mujer de la edad media del Norte, de una raza descendiente de los nibelun­ gos por la Patagonia. Tenía también la belleza espantosa de una reina escan­ dinava. ¡Uf! Lo ruin es la detestable raza de estos normandos, con su parquedad, su sonrisa de campesino que te atrapa, su tez ingenua que parece escarchada, sus cejas blancas, sus ojos de azulejos, sus ancianas con humor de ogro, su rapacidad sin la gracia o las pantomimas del Midi, sus miradas agrias como sus manzanas, ¡su espíritu intrigante, horroroso sin pausa, profundo y frío!

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Como quien quita la piel a un fruto A dolfo C astañón

Si eres fruta come los labios que te comen y dibujan rombos entre dos lenguas que se trenzan en su bóveda boca Al adentrarme en ti me abro y estrellas al ir hacia tus brasas yelo Mis ojos te oyen ulular mientras te agito como una bandera tiembla en su fuego: tus dientes se hacen ojos Soy polvo bailando al compás de tu soplo cicatriz enamorada llaga cantarina 128

De tanto que muero muerdes Caigo desaliento de tanto subirte (El placer juega a los palos chinos) Nos ahogamos uno al otro Delfines surcando espumas ángeles de hielo en vilo espejismos entre rocas riscos altaneros Apenas cierro los ojos llega tu eco quitándose la piel como una fruta Este alfabeto se escribe y lee desde ambos lados del espejo sus letras rasguñan instantes entredientes No hay pausa no Dime que ya no

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El profesor inflado R icardo C artas a Indira, que está creando su escuela

Esto no es un juego, Abelardo, le dijo su madre en la oficina de la señora directora. Debes de pensar en la familia del profesor, en los niños que tiene. ¿Te has puesto a pensar qué va a ser de ellos? Abelardo intentó explicarle a su madre que él no había tenido nada que ver, pero tampoco quiso acusar a las niñas ciegas. Sabía muy bien que ellas eran capaces de escuchar a través de las paredes. Después llegó la policía. La madre de Abelardo sabía cómo actuar en esos casos. No era la primera vez que su niño atacaba de esa forma a un profesor. La madre recitó algunos artículos de la carta magna y, después de una infantil discusión, Abelardo y su mamá salieron caminando de la mano hacia su casa. El chico preguntó por la comida y la madre le dijo que había cerdo en salsa. Ese guisado siempre le trae malos recuerdos, sus estancias en el hos­ pital por veinticuatro horas. Después pensó en la escuela y en su regreso al mismo escenario con el profesor de brazos peludos. Borró todo de su memo­ ria y Abelardo le advirtió a su mamá que el cerdo en salsa le hacía daño. La mamá sonrió, aclarándole que el cerdo en salsa roja era lo que le enfermaba, pero que en esta ocasión lo ha hecho en verde. Abelardo se sentó a la mesa. Su mamá le sirvió un vaso de agua de sandía. –¿No crees que todo lo rojo me haga daño? –le preguntó a su mamá. Y la mamá volvió a sonreír, disimulando las ganas de echarle el agua en los ojos. En una hora con cuarenta y cinco minutos, Abelardo estaba otra vez en el hospital, con una lavativa. 130

el profesor inflado

–Todo lo rojo le hace daño, es una extraña alergia –le dijo el doctor–. Por lo menos no serás comunista, ni trabajarás como Santa en Navidad –dijo, mientras le apretaba los cachetes rosas. Treinta y seis horas después estaba de regreso en la escuela. A pesar de todo, Abelardo amaba las aulas, disfrutaba su estancia de pocos minutos antes de ver reventar al profesor. Ahora lo haría de una forma distinta, lo infla­ ría de ego. –Amado profesor –le de­ cía–, es usted un genio, querido profesor, tiene usted ojos tan grandes, querido profesor, habla tres idiomas, profesor, ¿de dónde sabe todo esto, profesor? Y entonces las niñas ciegas que siempre se sentaban adelante esperaron el momento, sonriendo como hienas, nerviosas, murmurando: morboso, azul, perfecto, cerdo, dios. Una de las chicas ciegas se acercó para decirle: ¿nunca le habían dicho que siempre soñamos con usted? El profesor, con cada una de esas palabras, se hacía más y más grande hasta que los botones de la ca­ misa salieron volando y entonces una de las niñas ciegas se puso a gritar. La Señorita Directora llegó para cachar con sus dientes el hígado del profesor. –Lo siento –le dijo la señorita directora a la mamá–, lo tenemos que dar de baja inmediatamente. No podemos dejar que esto siga pasando. Y entonces la mamá sacó su libro rojo con el escudo del país y le recor­ dó que correr a un niño con esas características, además de ser anticonstitu­ cional, era un acto de discriminación. La señora directora mandó a limpiar el aula y sacaron los restos del profesor en una cubeta amarilla. Abelardo y su mamá se fueron a la casa caminando, sin hablarse, toma­ dos de la mano. La madre sentía el pulso turbio de su hijo, como una mani­ festación de una jauría furiosa que iba corriendo por sus venas. 131

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–Tienes que dejar de hacer eso –le dijo su madre con calma, intentando ocultar el miedo que le daba su propio hijo–. Abelardo no alzó la cabeza, pero lo único que le contestó fue que tenía mucha hambre. La madre le dijo que la comida ya estaba preparada, que sólo había que caminar unas cuadras para llegar a la casa, pero prométeme algo –lo encaró su madre, mirándolo a los ojos–. Abelardo sonrió, mostrando los ojos a la mamá. –No lo puedo dejar de hacer –le contestó. Se sentaron a la mesa y, aunque había algunas elementos rojos, Abe­ lardo cuidó de no comer ninguno, después se puso su pijama roja y también terminó en el hospital por veinticuatro horas más. Por ser la tercera ocasión, ya no sintió ningún enojo. Él mismo llamó al taxi y se fue solo al hospital. Al doctor no le provocó ninguna sorpresa verlo, lo saludó con familiaridad y le comentó que lo veía más tarde en la habitación. 214. Pabellón de enfermedades incomprensibles. Ése era el lugar en donde iba a pasar la noche. Una enfermera le hizo señas para que se fijara en el número de la puerta. En la habitación había cuatro camas, pero sólo una estaba ocupada por el profesor inflado que aún se estaba recuperando, mien­ tras la señora inflada y los niños le lloraban alrededor. –Buenas tardes –dijo Abelardo. Toda la familia dejó de llorar para contestar el saludo. Se quitó la ropa para quedarse con la bata blanca. Entonces prendió la tele y esperó la llega­ da del doctor, mientras escuchaba el llanto de la mujer inflada. Tenía ganas de decirle que no debería de llorar tanto, que todo se trataba del destino, que la cosas en este mundo así eran, todos teníamos que asumir el destino. No llore, señora, todo saldrá bien, tan bien que en unas horas estaré reventando a su marido otra vez. La familia inflada y Abelardo pasaron la tarde viendo películas; el úni­ co que no le ponía atención eran el profesor, que siempre se la pasó leyendo. El libro no tenía ningún título, pero daba la impresión de ser un libro impor­ tante, gordo y con las tapas en rojo. Era claro que el profesor inflado tenía aspiraciones intelectuales, así que eso le dio una idea a Abelardo. Al lado de su cama había una jaula con palomas que no dejaron de moles­ tar toda la noche, pero cuando Abelardo despertó ni el profesor, ni la familia, ni las palomas estaban presentes en la habitación. Siempre se adelantan 132

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–pensó Abelardo, que en ese momento vio entrar a su madre con ojeras de árabe. No le sonrió, sólo le comentó que ya estaban a punto de darle el alta. Abelardo se puso feliz, empezó a recoger las pocas cosas que había llevado. En unas horas ya estaba entrando a la escuela sin que nadie lo advir­ tiera. Se instaló en su salón aunque faltara media hora para que iniciaran las clases, tenía que colocarse en el mejor lugar. Las cinco niñas ciegas habían llegado y saludaron a Abelardo con gusto, sin preguntarle cuál sería la técnica del día. A pesar de todo, preferían la sorpresa. Después llegaron los jugadores de americano, los de ajedrez, las chicas de danza clásica y, con eso, el salón ya estaba lleno. Ya habían pasado cinco minutos y el profesor aún no se presentaba en el salón. Era muy fácil deducir que la tardanza se debía a que alguien había hecho estallar al profesor apenas hace unas horas y aunque la medicina ha­ bía avanzado de forma sorprendente en los últimos años, no se podían entender que en cuarenta y ocho horas el profesor hubiera aguantado dos trasplantes de hígado. –Buenos días, querido profesor. Le dijo una de las chicas ciegas al percibir su presencia. El profesor comenzó su exposición recitando un poema de Homero. En el tercer verso, la mitad del salón estaba durmiendo. Sólo las chicas ciegas y Abelardo le ponían atención. Al terminar su recital, el profesor comenzó a llorar. Le ha­ bía conmovido tanto el poema como una canción de José Alfredo Jiménez en época de vacas flacas. Era el momento de llenar las vacas, de alimentar esos siete estómagos hasta reventarlos, pero entones una de las chicas ciegas, a la que además le hacían falta los dedos pulgares, comenzó a gritar para que todos los chicos despertaran. Su timbre fue tan intenso que, de forma inme­ diata todos, sin excepción, despertaron. La niña intentó recitar otro poema, pero el profesor la interrumpió y la hizo que se sentara en sus piernas. Des­ pués sacó de su portafolios de piel una caja dorada en donde venían unos hilos rojos que fue enredando en los dedos meñiques de la niña, de tal forma que en un par de días esos dedos desaparecieran. El profesor sonrió y comenzó a dar la clase. Dibujó una vaca en el pizarrón y dijo que era un mapa de la literatura en el mundo. Dio unos nombres que estaban en las ubres, otros que estaban en el ano y otros que descansaban 133

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en las patas junto a la mierda y la mugre. Todos los demás es­ tán como bichos viviendo en el lomo de la vaca. Otros viven de las muelas, alimentándose de la cadaverina que se va quedando entre los dientes, pero también hay los que se quedan a vivir en­ tre los dedos de los pies, otros en las uñas enterradas, en los ojos de pescado, sin que falte el que le gustan los pelos de la nariz, en la vagina curiosamente no hay tantos, casi todos los es­ critores de este mundo prefieren los malos olores para vivir. El profesor fue explicando cada una de las zonas de la vaca y sus pobladores hasta que de tanto odio comenzó a inflarse. La señorita directora, al escuchar el escándalo, fue al salón y como siempre, a la hora de abrir la puerta, le cayó el tercer hígado en la cara. –¡Estoy harta! –dijo la señorita directora. Sobre su escritorio cayó el profesor recién inflado, apenas desinflado, escurriéndose, y Abelardo junto a él. –El profesor inflado por tercera vez en el hospital y yo igual al ver su sangre. Somos destino –dijo Abelardo, ya completamente resignado. La primera es tragedia, la segunda farsa, la tercera es una costumbre que se repite sin pasar por el terreno de la duda. Toda costumbre es una his­ toria sin sorpresas. Y como si se tratara de un amoroso matrimonio, Abelardo y el profesor estaban acostados, cada quien en su cama de hospital, viendo maratones de películas de adolescentes pervertidos. No cruzaron palabra durante la tarde, hasta que la luz en todo el hospital se fue. De inmediato se comenzó a escuchar el correr de las enfermeras, las sirenas anunciando que algo no estaba saliendo bien en el hospital. Ahí fue donde Abelardo por fin se dirigió al profesor: 134

el profesor inflado

–¿Crees que éste sea el final de la costumbre? El profesor intentó sentarse sobre la cama, pero la mascarilla de oxíge­ no se lo impidió. –¿Crees que si se cayera en este momento el hospital te podría dejar de reventar? La gente corría por los pasillos, preguntaban por los enfermos que no podían caminar, los de la cama 20, 30, 40, y entonces, como topos, se daban contra las paredes, entre ellos, contra lo que tuvieran enfrente, con tal de sacar a los enfermos antes de que algo pasara en el hospital. La luz llegó en ese momento junto con el doctor y un grupo de enferme­ ras que tenían cara de haber contemplado el fin del mundo. –Los quieren a ustedes –dijo el doctor. –¿De qué está usted hablando? –le preguntó Abelardo, mientras miraba al profesor para descubrir algún secreto que guardara en su rostro. –Los hombres que están allá afuera dicen que si no salen ustedes dos van a volar todo el hospital. El profesor se asomó por la ventana y vio a cinco hombres con sotanas negras, obesos, pobremente armados, cubiertos de la cara. –¿Son terroristas? –preguntó Abelardo al doctor. –¡Son unos locos de quinta! Lo que quieren es joder a la gente. Imagínate, dicen que tú y el profesor son los males del destino, que si logran matarlos el destino deja de serlo y entonces ya nada quedará escrito. ¿Puedes creer eso? Entonces el doctor abrió la puerta de la habitación para que el profesor inflado y Abelardo salieran al encuentro con los hombres de las sotanas. Los enfermos de vih, los de cáncer, junto con las enfermeras, hicieron una valla para despedir a los hombres que se sacrificarían por ellos. La enfermera que los atendía les dio un abrazo y les dijo que no los iba a olvidar nunca. Salieron del hospital. Los hombres apuntaron hacia el profesor y Abe­ lardo como si fueran a fusilarlos. El chico estaba muerto de miedo, mientras que el profesor se reía, sabiendo que su hígado podía recuperarse otra vez. Los hombres de negro los hicieron subirse a un auto amarillo y, sin amarrarles las manos, los metieron al asiento trasero. –¿Van cómodos? –les preguntó el chofer mientras les ordenaba taparse los oídos. Vamos a reventar el hospital en este momento. 135

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Abelardo y el profesor obedecieron, pero no hubo forma de evitar que percibieran el estallido. –Ya pasó. Sencillo, ¿no? Ahora le hemos ahorrado a la ciudad mucho dinero y malas compañías. –Oiga –le dijo el profesor–, ¿no se supone que nos estaban buscando a nosotros? –Ustedes son importantes, los demás eran basura. No hay razón por la cual preocuparse por la basura. –¿Y los doctores, las enfermeras? –No se preocupen, créanme que también les hemos hecho un gran favor. Los tres hombres se destaparon los rostros. Se trataba de los tres padre­ citos que resguardaban la iglesia de San Fray Servando y eran tan parecidos como si los hubieran hecho con el mismo molde, caras de cerdo y cuerpos de huevo en donde apenas les habían alcanzado a dibujar piernas y brazos, con unos cuantos mechones de cabello. –¡Ustedes son un milagro! ¡Por eso tuvimos que salvarlos de toda esa turba de enfermos! El profesor de inmediato pensó en su hígado, que se rehacía cada se­ mana después de que su alumno Abelardo lo hacía reventar. Sin embargo, al entender el significado del milagro –claro que él estaba (o su hígado) en el mismo nivel de “Levántate y anda” o el mismo nacimiento de Jesús–, le hizo sentir tan bien que, en lo que iba cerrando los ojos, se infló de manera estre­ pitosa hasta reventar frente a los padrecitos y Abelardo. Fue una explosión seca, sin mucho ánimo, como un mero trámite. Cuando se abrió la primera puerta, uno de los padrecitos salió vestido de rojo para después hincarse frente al auto. El párroco se echó a correr pidiendo perdón a Dios, mien­ tras el tercero salía con algunos pedazos del hígado del profesor en la boca, intentando parar al padrecito uno que no dejaba de besar ni un instante el rosario que llevaba colgando en el cuello. Abelardo estaba con la conciencia tranquila, no había hecho nada en esta ocasión para reventar al profesor. Así que decidió sacar el cuerpo y arrastrarlo hasta la banqueta en lo que alguna ambulancia llegaba. Pero antes de la am­ bulancia llegó la policía. Los gorilones se pusieron muy contentos al descubrir que los terroristas habían sido los padrecitos que los habían bautizado. 136

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–¡Llévense a los padrecitos te­ rroristas! ¡Uno se escapó! ¡El profe­ sor está desinflado! ¿Y ése quién es? Los gorilas se acercaron a Abe­ lardo. –¿Es él? –Sí, creo que es él. –¿Lo metemos con los padre­ citos? –Vamos a esperar la ambulancia. –Pero ya no hay hospital y la ambulancia estaba adentro. –Y tampoco hay doctores ni enfermeras. Todos se quedaron en el hospital. –¿Entonces qué hacemos? Los gorilas simularon pensar por horas sin que ninguna idea les llegara a la cabeza. Mientras tanto, los padrecitos estaban encerrados en la patrulla y Abelardo estaba sentado en el piso esperando a que el profesor terminara de desinflarse. –Creo que es la última vez que me inflo. –No digas eso, ¿te has dado cuenta que aún estás vivo? –¿Y mi hígado? –Creo que se lo comió uno de los padres. –¿Pensó que lo iba a hacer inmortal? ¡Pobre! No sabe lo que le espera. –Tú no puedes morir, eres un milagro. Así lo dijeron los padrecitos terro­ ristas. Por eso nos sacaron del hospital. –¿Tenemos una misión especial? –Sí, pero ¿cuál es nuestra misión especial? –¿Somos especiales? –No, para nada, somos un milagro. –¿Como una especie de fenómenos? –Nunca lo había pensado. ¿Ser un fenómeno es algo negativo, no crees? –Como los gorilas 137

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Abelardo y el profesor se quedaron platicando por horas, intentando saber cuál era su misión especial. Los gorilas se fueron a un oxxo por unas cervezas y se la pasaron contando sus anécdotas violentas, de cuando ma­ taron a un grupo de prostitutas después de una redada y cosas de ésas. Se pasaron el tiempo suficiente hasta acabar ahogados en alcohol sin ni siquiera voltear a verlos. Después durmieron la mona, minutos después apareció el padrecito terrorista prófugo. –Tenemos que huir –les dijo en voz baja. Les hizo señas para que subieran a su auto. –¿Me ayudas a cargar al profesor? Entre los dos llevaron el amasijo hacia el asiento trasero del auto. –¿Estás bien, profe? –Todo bien. Me siento a mis anchas. El padrecito encendió el auto y manejó toda la noche hacia el monaste­ rio. Ahí los estaba esperando toda la congregación, vestida con sus mejores sotanas para recibir los milagros. Abelardo, cuando escuchó la palabra “monasterio”, se imaginó un edi­ ficio medieval oscuro, con tipos monstruosos resguardándolo, pero cuando el auto se detuvo frente a una casa común y corriente, de dos pisos y con un par de palmeras en la banqueta, la imagen de “monasterio” se disolvió. El padrecito tocó tres veces el claxon y el portón se abrió automáticamente. También el profesor estaba desilusionado por la arquitectura corriente de la casa; sin embargo el malestar les duró poco porque apareció una chica en minifalda, con un letrero colgado del cuello que decía: “Prohibido usar frases halagadoras frente a los milagros. Por ejemplo: Es usted muy hermoso. Es usted el milagro más sexy de la comarca etc., etc., etc.” El detalle lo hizo sentirse especial, como siempre, pero después se acordó de la posibilidad de reventar una vez más y entonces se concentró para lograr la humildad adecuada. –Pasen por aquí –les dijo la chica, mientras el padrecito sonreía al verle las nalgas. –Ella es la hermana María, tiene 19 años y está aquí porque cree en Dios y en los milagros. Hoy le pusimos un vestido especial para recibirlos, aun­ que está un poco triste por la muerte del hermano Jonás y Tobías. Tenían una 138

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relación muy cercana: Tobías fue su confesor desde que ella era niña. ¿Me ayudas a sacar al profesor? El profesor había quedado sin ningún tipo de consistencia, pero eso les hacía pensar en la efectividad de su perfil milagroso. –Tenemos todo preparado –dijo el padrecito–. Me imagino que deben de tener un poco de hambre. Antes ayúdame a que el profesor esté un poco más cómodo. Llamó a María y le pidió que trajera el frasco. –¿Vamos a meter al profesor en un frasco? –le preguntó Abelardo. –¿Crees que esté incómodo? –No sé, sería mejor que le preguntaras a él. –Pensamos que ahí se podría conservar más tiempo, así nos lo sugirió el cocinero. –Oye, pero no te lo vas a comer, ¿o sí? –No, no, para nada. Sólo pensamos que sería bueno mantenerlo en con­ serva. Quizá sería bueno dejarlo para otra ocasión. Mejor ya no hay que preguntarle nada. Tendieron un colchón en el centro de la sala y ahí lo acomodaron. Las hermanas fueron apareciendo y se sentaron alrededor del profesor milagro. Después salieron algunos padrecitos con el mismo color de sotana para tam­ bién sentarse. –¿Qué ritual es éste? –le preguntó Abelardo al hermano terrorista. –El de la cena. Aquí todos nos sentamos al centro de nuestro alimento. –¿En verdad se quieren comer al profesor? El terrorista sonrió, después llamó al cocinero para que trajera la cena. Dos hombres vestidos de cocineros llegaron con unas charolas repletas de carne, las cuales fueron acomodadas a los extremos del profesor, quien hasta ese momento estaba dormido. –Pero no lo despiertes, así es mejor. ¿Me ayudas? El padrecito terrorista y Abelardo sirvieron a cada uno de los asistentes una buena porción de carne, mientras observaban el cuerpo del profesor milagro. Cuando terminaban de servir una primera ronda, los primeros re­ clamaban otra porción hasta que la comida se acabó. –Estuvo increíble –dijo una de las hermanas. –¡No puedes decir eso! –le dijo el padrecito terrorista, pero su llamado 139

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tuvo el efecto contrario. La comida las había llenado de placer y valentía. Las demás hermanas no pudieron contener el deseo de pronunciar muy des­ pacio los adjetivos que despertaron al profesor con una sonrisa. –Ésta puede ser la última –advirtió Abelardo. Pero en lugar de reventarse, el profesor comenzó a elevarse lentamente como un globo aerostático, con una belleza insospechada, hasta topar con el techo. Las hermanas estaban excitadas por haber sido testigos del milagro, mientras que los hermanos se mostraban preocupados por el futuro de su invitado milagroso. Lo primero que le ordenó a las hermanas fue que no de­ jaran de expresar esos adjetivos que tanto le gustaban al profesor. Aunque las hermanas estaban dispuestas a repetir toda la vida las palabras con tal de asegurar la presencia del profesor milagroso, la verdad es que las mujeres no expresaron ninguna de esas palabras al profesor inflado. Con ese físico tan descuidado y reventado, ninguna mujer con cierta sinceridad le podría decir: rico, quiero más, o papi qué buena carne. ¿Están de acuerdo? Pero como la carne estaba junto, el profesor creyó que las palabras eran para él y el resul­ tado ustedes lo tienen frente a sus ojos: un profesor de 37 años de edad, sin hígado y milagrosamente esquinado en un techo como globo en día de reyes. Las mujeres no pararon ni un segundo. Su éxtasis elevaba al profesor, que buscaba por dónde ascender. Los hermanos entendieron que el destino del profesor era volar. Dos cocineros subieron a la azotea para hacer un bo­ quete. Las hermanas salieron del monasterio para ver cómo se elevaba hasta que el sol lo engulló. Abelardo salió por la puerta principal: tenía que llegar a comer con su mamá, hacer tarea y regresar a clases. Era el destino.

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Cinco movimientos en un gesto de aire R ocío C erón 12:56

Sobre pliegues la edad, curso de tiempo que anticipa: la vida, lo que se estabiliza, lo que se desestabiliza (en la contracción ya se anuncia una historia, realidad que será ficción: ficción plegada a piel/ a pulso). El lugar del muslo, un nudo donde se guarda una constelación, universo donde se cierne toda la vestidura de la epidermis. Cantata. Lunar, sinfonía de lunares en brazo izquierdo. Partitura de signos donde se craquela la fe. Gesto y roce donde los cuerpos se amparan mutuamente.

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13:07

El contorno de la espalda, la llama de las sombras donde se guarda una caricia. Cuerpo con memoria, con cada dedo (sentidos del otro en cuerpo ajeno) el contorno relata la curvatura propia. Enunciar desde la proximidad la nomenclatura del deseo. Canciones, murmullos, los senderos que se establecen entre las grietas de las corvas. Hendiduras de tiempo, inclinación gestual donde se precipita la muerte. Huecos, musculatura, grasa en cráteres entre los huesos y la nervadura sanguínea que se niega a hablar: sílabas etéreas –susurro–: el sonido /torcedura/ de cada pliegue.

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13:28

La circularidad de un pensamiento. Lo que el cuerpo acarrea en las venas (metáfora). Lo líquido de las bahías y cauces interiores. ¿Se es­ conde entre las corvas? Mirada perdida en horizonte exacto: liquen. Fragilidad de la costa en un punto ciego. Atajo o viento que cubre el vuelo de cierta palabra. La mano cruza, toca el rostro apenas, apuntando hacia el sitio donde hay murmullos, sólo murmullos. La exactitud de un balbuceo interior donde la manera verdadera de las voces del padre se acumulan detrás del oído izquierdo. La blancura de la mano de Eudora, que recorre los contornos de un elefante imaginario. Y esa sonrisa, esa media sonrisa de la comisura de su boca.

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13:40

Se confunden el surco donde los cardos han dejado marcas. Rebalse. Cardumen de peces agitándose entre piernas. Ebullición de sangre en ramificaciones. Abrasiva. La marcha sobre el muslo se expande. Cada centímetro es inicio. Toda división, inexacta. Rebalse. Las hojas de los árboles caían encima de sus hombros. Entonces callaba el mundo.

13:53

La irregularidad de la postura, los pesos del cuerpo se acomodan de­ pendiendo de la vulnerabilidad. Cada herida sobrepasa y extiende un aura. Contrapesos. La sensibilidad del ombligo; el recuerdo del vien­ 144

tre, la acuosidad de la palabra madre. Los pesos restituyen el fracaso de la mente. En silencio se acomodan pliegues, hendiduras, estancias. Rebalse. Granito y tabaco sobresalen. Paisaje. Manos anudan en el aire una sonata –cuando el viaje instituye el horizonte, el tiempo gravita sobre el ojo. Liquen. Mata de arbustos, desierto donde se agrie­ tan los labios por no decir tu nombre.

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El novelista frente a la democracia liberal* P ablo S ánchez Podría empezar con una cita de Borges, como hacen tantos, pero como últi­ mamente da miedo desafiar la ira de María Kodama, empezaré con una anéc­ dota trivial que no por trivial deja de ser sintomática. Hace poco tiempo vi en las calles de esa ciudad –para algunos mágica y, para mí, aburridísi­ ma– llamada Sevilla, el anuncio de una previsible película estadunidense de tema sobrenatural, con fantasmas y ese tipo de seres fantásticos. No vi la película porque creo que no hacía falta perder el tiempo y el dinero, y ni si­ quiera recuerdo el título, porque seguramente no merece ser recordado, pero sí guardo en la memoria el muy sutil eslogan publicitario que acompañaba la imagen: “basado en hechos reales”. Sí, como lo oyen: basado en hechos reales. Ni más ni menos. Suficiente para que no hubiera dudas de que no valía la pena ver la película ni piratearla, cosa que, por cierto, tampoco hice. ¿Hablamos de fantasmas reales, verificados ante notario o controlados en laboratorio de acuerdo a alguna partida presupuestaria? ¿Hablamos de viajes al más allá, comprobados con tarjeta de embarque? ¿O de zombies clínicamente diagnosticados e incluso con documento de identidad y dere­ cho al voto? Quién sabe. Sin embargo, después del estupor inicial, empecé a pensar en la cantidad de veces que se recurre hoy a ese truco publicitario, y se me ocurrió que quizá valdría la pena reflexionar sobre cómo esa burda mercadotecnia cinematográfica se ha extendido, por ejemplo, a la literatura, y en particular a la novela española más o menos actual. * Texto leído en el coloquio “New Voices in 21st Century Spanish Fiction”, celebrado en la Universidad de St. Andrews el 8 de mayo de 2015.

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Por supuesto, no es mi intención hacer aquí un balance objetivo y meto­ dológicamente fiable de esa parte con­ creta de la literatura española, porque hablo aquí como creador y no como profesor o historiador, y esa elección, que siempre es resultado de una leve esquizofrenia previa, implica una dosis importante de arbitrariedad. En el fon­ do, uno escribe las novelas que quisie­ ra leer, y por eso también defiende las novelas que quisiera escribir o leer y aún no ha escrito ni leído. Teniendo en cuenta esa premisa, me gustaría, en todo caso, contribuir a un posible de­ bate sobre las fuerzas que dominan hoy la novela española y que afectan a creadores, profesores, críticos y, por supuesto, lectores. Mis expectativas no pueden aspirar a ser norma ni tabla de valores; son más bien una modesta poética y, como mucho, podrían llegar a germinar en forma de polémica. Pero aparte de mis expectativas más o menos caprichosas y desde luego subjetivas, también hay, creo, algo objetivo: unas reglas dominantes que han funcionado de forma decisiva en la literatura española de la democracia y muy particu­ larmente en el terreno de la narrativa. Unas reglas que pueden ser mejores o peores, según los bandos, pero que hemos asimilado y naturalizado de manera sospechosa y que empiezan a adquirir el contorno férreo del dogma. En ese sentido, no hace falta ser muy perspicaz para advertir que, en lo que llevamos de siglo, la narrativa española, y en buena medida también la latinoamericana, ha experimentado un importante aumento de la dosis de hechos reales en sus diferentes variantes, desde el periodismo novelado hasta la autobiografía o la reconstrucción histórica evasionista. La fiesta del chivo y Soldados de Salamina podrían ser, en los albores del nuevo siglo, los modelos más influyentes. El drama de la Guerra Civil sigue siendo un negocio floreciente, a diferencia del comunismo, que fue tan esencial en esa misma guerra, pero a ello hay que sumar múltiples buceos aparentemente originales en episodios históricos que, aunque se constituyen como novelas, 147

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juegan de manera muy evidente con lo referencial y verificable, creando una especie de neopintoresquismo de parque temático que a menudo funciona como tranquilizador de conciencias. Tenemos también las diversas autofic­ ciones y toda la suma de perdices mareadas a las que lleva el confusionismo deliberado entre lo ficcional y lo no ficcional: relatos reales y otras zaranda­ jas. Por supuesto, la producción novelística española es enorme –ya sabemos que en el fondo nadie lee porque todo el mundo escribe–, y debe de haber muchas excepciones, pero no me parece aventurado considerar que el creciente peso de la factualidad, de lo empírico o lo verificable, sea un rasgo hegemónico, bien amparado por algunos críticos, bastantes editores y no pocos lectores, y no muy lejano de otras formas masivas de la cultura actual como la telerrea­ lidad. Se diría que los novelistas españoles han encontrado una respetable bicoca en esta forma, algo espuria, de suspender la incredulidad: parece que la credulidad del lector está bien garantizada si hay hechos reales en el tras­ fondo, y con ello el negocio funciona bien y aparentemente lectores, autores, críticos y editores tienen una armonía que presume de ser homóloga de la paz social de los tiempos democráticos. Lógicamente, la novela no pude estar del todo al margen de lo histórico, y la tradición novelística ha jugado de muy diversas maneras con ese refe­ rente, por lo que el tema es interminable. No es lo mismo el uso que hace García Márquez de la matanza de la compañía bananera en 1928 que la tras­ lación terrorífica que Bolaño hace de los crímenes de Ciudad Juárez en 2666, por poner dos ejemplos célebres de la narrativa en lengua española, aunque en ambos casos la manipulación artística implica una complejidad de la que yo creo que está fuera la mayoría de las novelas españolas que operan con conciencia de intérprete histórico, que son muchas. Lo que me interesa es llamar la atención sobre cómo el exceso de referencialidad, y muy a menudo de pasatismo, significa elusión de eso que llamamos presente; más exacta­ mente, significa evitar el reto de ficcionalizar el presente, es decir, de crear ficciones que nos ayuden a entenderlo y quizás a desvelarlo. Ésa no es, des­ de luego, la obligación ineludible de todo novelista, pero creo que tampoco nos iría mal un mirador novelístico para el presente y, desde luego, es lo que a mí personalmente me interesa como creador y como lector. Sí, el presente, tan precario y lábil que parece inexistente, inasible, 148

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impreciso. No es de extrañar que la permanente mutación social y tecnoló­ gica del mundo global dificulte el análisis y genere más obsolescencia que lucidez. Si eso le sucede a un sociólogo y aun a un gramático, cómo no le va a suceder a un novelista. Hace catorce años caían las Torres Gemelas y hoy parece que ha pasado muchísimo desde entonces. Los amagos del Apoca­ lipsis se suceden, la ansiedad apenas se disimula y el desconcierto se torna crónico. En ese sentido, no debe sorprender la mirada habitual del novelista hacia algo empírico para dotar a la ficción de una seguridad o credibilidad en medio de la vorágine de sucesos y cambios. Si a eso le añadimos el propio cambio en los hábitos de lectura y consumo con el auge de la nueva cultura electrónica, tiene sentido que el recurso a lo verificable, en mayor o menor medida, sea una estrategia habitual para satisfacer la demanda lectora y mantener el ritmo de producción novelística. Y aún habría que sumar otro factor nada desdeñable: la hipertrofia de discursos, teorías y contrateorías, pensamientos débiles o no tan débiles, que desde la crisis posmoderna han creado una intemperie profunda que podría interpretarse, dependiendo de los gustos, como plena libertad o como pleno desorden. Es fácil, admitámos­ lo, perderse en esa selva de discursos, y quizá por ese motivo es normal re­ visar el pasado mientras nos damos tiempo para pensar y digerir el presente. El novelista, y en particular el español, se desenvuelve en ese campo de juego y no parece que haya muchas opciones de alterar esas reglas. O quizá sí se está haciendo, pero desde posiciones minoritarias, marginales, fuera del gran mercado, y no llegan a los círculos que podrían conferirles legitimidad o reconocimiento. En ese sentido, podemos simplemente dejarnos llevar por la libertad de ese gran mercado y aceptarlo como orden ya casi natural, o re­ plantear el punto de partida, volviendo a discutir, como se hacía en los tiem­ pos heroicos, para qué escribimos novelas. Claro que establecer absolutos, órdenes prioritarios, principios y máximas parece un rasgo propio del cadu­ co siglo xx y las intransigencias de la modernidad, incompatibles con la duc­ tilidad y ambivalencia de nuestro mundo actual. Nada está más lejos de mi intención que simular una melancolía decadentista por el fin del humanismo elitista y erudito; pero me parecen simétricas la jovialidad y la santurronería con la que algunos aceptan hoy los nuevos tiempos como una especie de exuberancia cultural seudoilustrada, una sociedad de la abundancia y las 149

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oportunidades en la que todos somos cultos e inteligentes y nos reímos con las ironías ajenas siempre y cuando reconozcan la gracia de las nuestras. Creo que, entre tanta tendencia al cambio y tanta engañifa cultural eti­ quetada como oferta para la libre elec­ ción, estamos bajando el listón de la exigencia, amparados en el argumen­ to, inicialmente válido, de que hace mucho que ya no tiene sentido escribir como Dostoievski o Proust u Onetti. Muy bien, eso nadie lo duda. Supon­ go que tampoco vale la pena pensar la novela en términos de Bajtin o Lukacs, sino que es mejor imaginar rizomas y sujetos subalternos a los que salvar, o jugar con más de un género como quien juega con más de una baraja. Lo que me llama la atención es que hayamos aplicado, conscientemente o no, a la novela la misma sentencia que ahora es el nuevo evangelio socioeconómico: el fin de la utopía. Vivimos en un mundo posutópico y parece que la novela se ha vuelto posutópica. Todavía hay suelto algún inocente que habla de novelas totales como en los tiempos del boom hispanoamericano y más de uno sueña con escribir en español la gran novela centroeuropea, pero en líneas generales hemos desacralizado el género y bajado las ínfulas. Sabemos que la novela ya no es el tesoro exquisito y venerable de antes, sino una práctica común (insoportablemente común, diría yo). Hemos aprendido que la novela tam­ poco va a ser el Mesías que complete la tarea titánica de los filósofos. Admi­ tamos que esto es así y que es el signo de los tiempos. Pero, ¿no resultaría de ahí una, digamos, sospechosa correspondencia, casi determinista, entre lo social y lo literario, que deberíamos meditar un poco al menos? ¿No será que a lo mejor ahora que el marxismo está en descrédito resulta que más que nunca la literatura es reflejo de los aspectos materiales de la sociedad y que la mejor victoria de la ideología dominante radica precisamente en pasar inadvertida? No hace falta tampoco ser muy marxista para aceptar que el capitalismo 150

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se ha hecho natural y que esa infiltración profunda ha creado un correlato político, la democracia liberal, que, con sus necesarias imperfecciones, se ha ido imponiendo como modelo de gestión de las diferencias sociales. Ése es, desde 1989, el tema de nuestro tiempo, la unidad sustancial detrás de las apariencias, lo que permanece entre tanta ley del cambio, la raíz de hierro que resiste los embates y los óxidos. Por supuesto que sigue habiendo res­ coldos del mundo previo y nostálgicos de los grandes relatos, pero el hombre rebelde de Albert Camus, en cualquiera de sus versiones, empieza a ser un ejemplo lejano y museístico, ajeno al ciudadano de hoy, en España y en Escocia, hiperconsumidor de todo, incluso de cultura, cliente de todo lo que puede, y accionista de todo lo que interesa, sean empresas, bancos, países o trayectorias literarias. Lo demás son distracciones; árboles que no dejan ver el bosque. Un bosque que quizá sea más misterioso de lo que pensamos. Desde luego, un novelista puede escribir de lo que quiera, y no nece­ sariamente será mejor ni peor por insistir en que el capitalismo es bueno o malo, ya que cualquier insistencia lo delatará y volverá previsible, como si, en el fondo, su novela, por muy izquierdista que fuera, tuviera un manual de instrucciones y una garantía comercial como cualquier otro producto. Me parece que hemos pasado ya esa fase crítica, y ahí radica precisamente el reto hoy: en captar el pulso enigmático y recóndito del presente, el pulso, acelerado en algunas cosas y falto de adrenalina en otras, del fin de la his­ toria, que como el mismo Fukuyama dijo será un tiempo muy triste y quizá incluso aburrido por su falta de idealismo y su exceso de medianías, por el desprestigio de lo radical y el predominio de la inmediatez. No parece fácil la tarea de problematizar la realidad actual en sus fuer­ zas y directrices centrales, más allá de sus múltiples siglas y sujetos, más allá del dato periodístico siempre sospechoso y manipulado, para tratar de encontrar y representar ese plasma social que al novelista, en principio, de­ bía interesarle, si atendemos a una cierta concepción clasicista del género (y es que quizá lo clásico no siempre sea rechazable, y si tengo tiempo volveré sobre ello). Creo que reflexionar sobre la victoria del capitalismo es una tarea apasionante y nada fácil, porque esa victoria tiene muchas consecuen­ cias sutiles, tanto cognitivas como morales, que se suman y solapan a las que ya lleva acumuladas desde el siglo xix. 151

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Me permito enumerar algunas que se me ocurren y que quizá merece­ rían soluciones novelísticas: por ejemplo, la multiplicación de ambivalen­ cias y aporías, que conduce a lo que algunos llaman relativismo moral; un neohedonismo consumista, que es el perfecto aliado para desterrar al que quizá sea el último enemigo del capitalismo, el nihilismo; la naturalización de la desigualdad, convertida en algo renegociable pero siempre desde la lentitud y la modestia de las ambiciones por parte de los de abajo; y, por últi­ mo, la tiranía numerocrática que convierte en bueno lo masivo conduciendo a una perversa tautología que afecta directamente al arte. Una tautología según la cual lo masivo es lo bueno, y lo bueno acaba siendo masivo, como ocurre en las leyes, tan utópicas, por cierto, de la libre competencia. Pero el capitalismo de hoy, en apariencia poskafkiano, ha consumado sobre todo el triunfo de la democracia liberal, en la que se nos dice que los conflictos pueden siempre negociarse y por tanto solucionarse por vías más o menos conciliadoras, o como mínimo pueden atenuarse de manera signi­ ficativa. Esa es la seudoutopía de la democracia: es decir, todo aquello que, por poner un ejemplo rápido y pop, NO está presente o escasea en el mundo medieval pero no teocéntrico de Juego de tronos: derechos, conductas, otre­ dades, códigos, percepciones, renuncias y garantías que han glorificado la democracia como el mal menor. Lo más interesante es que criticar la democracia así en abstracto es francamente difícil, a riesgo de parecer totalitario, anacrónico, epatante, pa­ leomarxista o sociópata. ¿Quién que es puede estar en contra de la democra­ cia y de respetar el bien común o las decisiones mayoritarias? Sin embargo, como demuestran casos como el del movimiento independentista actual en Cataluña, hay muchas maneras de entender el concepto democracia, y algu­ nas de ellas pueden ser francamente contradictorias. Por otro lado, la idea de que la democracia de libre mercado es más o menos irreversible al menos a medio plazo no significa en absoluto que sea paradisiaca: a nadie se le escapa que abunda la desigualdad y que la miseria ética, que es intrínseca al capitalismo, se ha suavizado sólo de manera mínima. No es mi intención ofrecer un panorama idílico según el cual vivimos en una Arcadia en la que no tiene sentido quejarse y en el que todos los egos están convenien­ temente satisfechos. El problema, y me parece que esto es crucial para los 152

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ciudadanos pero también para los novelistas, es cómo enfocar la injusticia: desde dentro, desde la constructividad del propio orden democrático-liberal o desde algún tipo de, digamos, afuera, sea un lugar en el que predomine la redención o uno en el que predomine la desesperanza. No es fácil encontrar la vulnerabilidad de la democracia, que sabe encauzar las quejas aunque ya sabemos que casi nunca se resuelven. Por eso tal vez el libro de reclamacio­ nes sea la metonimia más adecuada de la nueva ortodoxia: todos podemos quejarnos de todo y casi nada se soluciona en realidad. En mi opinión, el novelista no debería rehuir el reto de enfrentarse a esa específica hechura que la injusticia ha adquirido en nuestro tiempo. Porque, me pregunto, ¿puede haber, en realidad, novela sin injusticia? No digo injusticia únicamente en sentido legal, sino en sentido amplio, como problematización o conflictividad de la existencia. Naturalmente, para llegar ahí debemos recuperar una poética de la novela que entienda el género no sólo como imaginación predispuesta a la razón, como diría Steiner, sino a una razón crítica o polémica, con vigor epistemológico más allá de cualquier función lúdica. No tanto una novela pretenciosa y sedienta de absolutos, sino consciente de que debe proyectar una imagen abarcadora y explicativa del mundo. Y el modelo social con más poder explicativo ahora mismo es sin duda el que nos proporciona el marco de la democracia liberal y la llamada sociedad abierta, con sus diferentes grados y modulaciones, con sus incli­ naciones y vaivenes, pero con cierta estabilidad general. Una estabilidad basada en la economía de libre mercado y en el prestigio de la negociación y la tolerancia para crear y moderar la convivencia entre sujetos individuales y colectivos, atenuando los antagonismos y los conflictos. Un modelo plan­ teado curiosamente como utópico mal menor después de los horrores del siglo xx. Es cierto que a la novela de hoy no le faltan crímenes y opresiones, denuncias sociales y planteamientos críticos, pero creo que en su mayoría se plantea desde la lógica del siglo xx y con sus soluciones artísticas. Tenemos narcotraficantes, asesinos, torturadores, psicópatas, delincuentes y cruelda­ des de todo tipo. Lo que pasa es que el marco democrático puede tener un efecto amortiguador, y muchas de esas denuncias encajan hoy en el espectro de lo decible y lo defendible, sobre todo si tienen el respaldo del mercado. 153

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Además, tal vez muchos de esos personajes y situaciones son exorcismos de esa propia sociedad para no enfrentarse a su autodiagnóstico. Por otro lado, si cualquier conflicto presentado en una novela es solucionable a corto o me­ dio plazo por la propia presión interna de la sociedad democrática, en cierto modo la novela se vuelve tibia, cómoda, aceptable. Pensemos que muchas categorías sociales, psicológicas o morales del siglo xx están en franco pro­ ceso de revisión o amalgama: la locura, la culpabilidad o la responsabilidad, la identidad, la nación, ya no son lo que eran, como no lo es el obrero o la clase trabajadora, ni siquiera el feminismo o la sexualidad. El adulterio en el siglo xix y la homosexualidad en el siglo xx fueron útiles resortes novelísti­ cos para crear mundos problemáticos de ficción. Hoy el sexo ya difícilmente puede aportar algo nuevo que sorprenda nuestras generosas y polivalentes expectativas. Lo mismo pasa con modelos como el policiaco, que a pesar de que se consume de forma masiva ha perdido su agresividad: la democracia nos dice a todas horas que seguirá habiendo delitos y policías para resolverlos pero que nunca se resuelve del todo la maraña del crimen precisamente porque la sociedad es muy compleja y la libertad humana nunca nos hará perfectos. En ese sentido, fuera del entretenimiento básico, la novela policiaca puede mostrar corruptelas, pero ya no funciona como impugnador del sistema, por­ que, al fin y al cabo, todos somos en cierto modo corresponsables y el riesgo cero es imposible en la sociedad posutópica del fin de la historia. Del mismo modo, así como el realismo mágico es una huella del subdesarrollo y está en disolución a medida que se moderniza y se seculariza la sociedad, el realis­ mo social de corte marxista difícilmente puede funcionar en una sociedad multiestratificada en la que los trabajadores se aburguesan con facilidad y los flujos migratorios crean relaciones nuevas entre ricos y pobres. Además, hoy en día hasta los propios trabajadores empiezan a interiorizar la fábula según la cual el empresario ya no es un explotador sino que es, ni más ni menos, un generador de riqueza. ¿Y el poder? ¿Qué pasa con el poder? El poder, por supuesto, existe y es muy visible y efectivo, pero en democracia parece más difícil desenmascarar sus dispositivos, porque muchas veces se presentan como naturales, legíti­ mos y transparentes, y de ahí la abundancia de teorías conspiranoicas que 154

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parecen muy críticas y que en cambio son profundamente inofensivas. ¿Nos queda entonces la violencia? Por su­ puesto, sigue existiendo, a todas horas, pero en gran medida es una violencia heredada del siglo xx y, por tanto, ya múltiples veces representada. Como dice el mismo Fukuyama: que haya terrorismo en el fin de la Historia no es en reali­ dad relevante, a pesar de su sentido dramático, porque se trata de residuos nostálgicos del mundo histórico. Llegados a este punto, el lector me podrá decir, con toda la razón, que estoy creando la vaga y quijotesca hipóte­ sis de una novela ideal e irrealizable, y que por tanto debería yo aceptar con más humildad la oferta actual, que sin duda es diversa y contiene múltiples tipos de análisis de la realidad, la mayoría respetable y elaborada. Sabemos que ir en contra de las tendencias dominantes de la historia es la mejor ma­ nera de asegurarse un olvido rápido o de caer en la caricatura. Pero también es cierto que la resistencia tiene su encanto y quizás en este caso incluso su honor. En realidad, mi planteamiento general no pretende tener alcance –di­ gamos– global, puesto que mi conocimiento sobre otras literaturas actuales es, lo confieso, escaso; quizás a donde yo quería llegar era precisamente al caso español y concentrarme en él. Porque el caso español es muy revelador de los méritos y defectos del nuevo orden socioliterario, y de cómo es útil mantener un cierto grado de crítica para no aceptar con pusilanimidad los diagnósticos eufóricos y la beatería que tanto han abundado en los últimos tiempos literarios. En el campo de la cultura española, la imposición del modelo democrático y mercantil no ha sido una natural y feliz consecuencia, un milagro espontáneo, sino que tiene tanto de campechanía como esa que durante tantos años le atribuyeron los ingenuos y bobos al rey Juan Carlos I. Pensar que lo que es bueno para la economía es también bueno, de ma­ nera automática e inevitable, para la cultura y, por tanto para la literatura, 155

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ha sido la premisa codiciosa de una élite que ha hecho un denodado esfuerzo por persuadirnos de ello durante décadas, para justificar así sus posicio­ nes sociales indiscutiblemente ventajosas que a menudo adornaban con el altruismo de una sedicente socialdemocracia. En ese sentido, el caso de la literatura española es perfecto para ejemplificar cómo la lógica que ha llevado al punto actual es perfectamente explicable en términos sociales, y que el triunfo de este modelo no es resultado de ningún fluir natural ni de un factor congénito. No quiero hacer así un ajuste de cuentas vengativo, porque sin duda esa élite lo ha hecho de manera legal y aun legítima; lo que me espanta es que su triunfo adultere los discursos historiográficos omitiendo la existencia de una red de intereses que más o menos todos conocemos pero que estamos aceptando como parte natural de las estrategias de sublima­ ción que el capital lleva a cabo con tanta eficacia y que en España han sido especialmente significativas. Como afirma uno de los pocos impugnadores del modelo, Gregorio Morán, son muchos en la España reciente los que han antepuesto los intereses a las ideas, aunque éstas vayan antes en el diccio­ nario. Ocultar esas complicidades bajo la apariencia liberal, o disimularlas bajo la máscara de la naturalidad, es un truco muy ventajoso y que es muy difícil de rebatir sobre todo cuando la posible alternativa crítica debía salir de instituciones tan corruptas y mediocres como las universidades españo­ las, verdadera escuela de vasallaje y oportunismo. Pero ahora que la crisis económica y la evidencia de la putrefacción del sistema político nos han bajado de nuestros sueños posolímpicos de grande­ za y bienestar a la manera de la Europa que nos gusta, que es la de los ricos y las potencias, ahora que empezamos a comprobar de manera ya inocultable nuestros déficits democráticos y las abundantes fallas de nuestra particular fiesta del fin de la Historia, debería ser un buen momento para pensar qué he­ mos hecho como ciudadanos pero también como lectores. Porque si el triunfo de la democracia liberal se está extendiendo de manera inevitable a nivel in­ ternacional, también es cierto que no siempre lo hace con la misma eficien­ cia y, en el caso de España, con una democracia reciente y un pasado nefasto de siglos, parece que ha habido mucha manipulación y mucha impostura, y que la insignia posutópica quizá se lució con excesiva precipitación. En España, el triunfo del capitalismo y de la democracia liberal se ha 156

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realizado con una muy evidente premeditación, como parte de un proceso de modernización que seguramente tiene como fecha decisiva el año 1982. Du­ rante años parecieron evidentes los éxitos de ese proceso, por el salto econó­ mico y sobre todo en derechos cívicos que el país vivió en el fin de siglo xx, hasta el punto de convertirse en muchos aspectos en un espacio modélico y envidiado, por ejemplo, para otros países con escaso currículo democrático. Hoy en día, el fin de la utopía europeísta nos está revelando el precio que se pagó desde, al menos, el tratado de Maastricht, y nos está enfrentando a la evidencia de que la competitividad y la productividad no eran un camino fácil y gozoso como alguna vez nos hicieron creer. Quizá nadie puede, a pesar de todo, negar los beneficios globales de toda esta época; pero me per­ mito dudar sobre la conveniencia de aplicar los ideales de competitividad y rentabilidad a la literatura, cosa que se hace de forma sistemática desde plataformas muy influyentes. La mercantilización mediática de la literatura, que tuvo su primer hit en el famoso exabrupto televisivo de Francisco Umbral, ha seguido creciendo hasta llegar a extremos grotescos, como el de la escritora que participó hace poco en un reality show, aunque no habría que pasar por alto otros casos muy significativos, como el de algunos escritores muy prestigiosos que han llega­ do a participar en campañas publicitarias de bancos, o el de la columnista de izquierdas que creía haber resuelto los problemas económicos del mundo y metió la pata por no saber hacer sin calculadora una sencilla división. Qué duda cabe de que en España ya nadie se toma en serio la meta­ física desde que el inolvidable grupo musical Siniestro Total cantó en los ochenta aquello de “¿De dónde venimos? / ¿A dónde vamos? / Estamos solos en la galaxia o acompañados”, pero la posmodernidad ha sido especialmente enfática, sobre todo para arrinconar (de manera pacífica pero implacable) los discursos más o menos comunistas. El proceso de sublimación de la literatu­ ra como producto de mercado ha sido una lenta operación paralela al triunfo general de un modelo socialdemócrata que en realidad siempre ha sido más liberal, o neoliberal, quién sabe, de lo que quería reconocer. No nos enga­ ñemos: es el modelo centrado en el poder mediático del periódico El país y su grupo empresarial, que ha sido determinante durante veinte años y que aún ahora, a pesar de su evidente decadencia, conserva un equipo potente 157

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de artistas, críticos cómplices e intelectuales. Eso que algunos llaman hoy “la casta”. Pero no seguiré con la pataleta, para no parecer uno de esos resentidos extravagantes como Manuel García Viñó. Todos sabemos que la literatura ha funcionado secularmente como espacio de lucha y que ganadores y perdedo­ res son inevitables, así como las élites y las vanguardias. Lo que me preocupa es la claudicación de la voluntad crítica, la asimilación a veces taimada de la lógica capitalista aplicada a un terreno en el que su presencia no necesariamente es bienvenida, una lógica que además es cómplice de tantos procesos de pri­ vatización y rentabilización que se han llevado a cabo en otros campos de la sociedad. Los promotores del negocio cultural son los primeros interesados en conseguir desacreditar a cualquiera que esté contra las leyes del mercado para estigmatizarlo casi como castrista o chavista, o como aristócrata insoli­ dario. Es cierto que no existe la pureza absoluta ni la ejemplaridad perfecta desde la que ejercer la crítica, pero quizás haya que recordar que no siempre el que vence convence. Y algunos seguimos creyendo, seguro que trasnocha­ damente, en cierta inquietud esencial e inevitable que comporta la actividad literaria, y que no tiene nada que ver con el romanticismo sino con la capa­ cidad de la palabra novelesca para replicar a los discursos hegemónicos y su racionalidad parcial e interesada y para evitar así que nuestra visión del mundo se vuelva automática y previsible. Por fortuna, ya hace algún tiempo que la novela española, con el lide­ razgo más o menos aceptado de Rafael Chirbes, ha reaccionado de forma vi­ sible contra las versiones edulcoradas y optimistas de la sociedad española y contra la tibieza ideológica. Los nombres de Isaac Rosa, Rafael Reig, Javier Pérez Andújar, Belén Gopegui y algunos más que sin duda hay, han abierto un frente destacado que funciona bien como alternativa, por ejemplo, a los muchos anglófilos que tenemos sueltos por las librerías y los suplementos literarios. Pero tengo la intuición de que las buenas intenciones del realismo crítico de hoy corren riesgos serios de ser neutralizados por la propia espon­ josidad del sistema. Aun así, me parece que ese realismo es absolutamen­ te necesario más que nunca desde una perspectiva ideológica, aunque sea como contrapeso y como higiene moral, como demostración de que la única forma de lograr un mínimo democrático es precisamente expresar y hacer 158

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público lo que muchos no pueden decir y lo que unos pocos no quieren que pensemos. Pero no sólo hay detrás razones políticas, sino también estéticas, si es que aún se puede utilizar esa palabra: creo que la fuerza crítica, como operación creativa, es un valor artístico en sí mismo, a diferencia del consu­ mo industrial. Eso sí, admitamos que tampoco se trata de que todas las novelas sean realistas y críticas, porque eso probablemente sería también tedioso y monó­ tono. Quizá sea el momento de explorar nuevos caminos, de adelantarse y arriesgar con nuevas fórmulas, lo cual no significa apegarse puerilmente a las nuevas tecnologías o volverse hipervanguardista, sino ampliar nuestra pers­ pectiva comprendiendo los difíciles retos políticos y literarios de nuestro tiempo más allá del recetario habitual de unas voces –políticos, críticos, pro­ fesores– cada vez más desautorizadas. ¿Cómo? Desde luego, yo no lo sé, o no estoy seguro, pero creo que en cualquier caso se empieza por el principio, es decir, por una toma de posición. Una muestra de convicción, al menos, que ponga entre paréntesis algunos conceptos demasiado repetidos. Sí, quizá no hay ya verdades y sólo hay simulacros, quizá no hay ideales sino intereses, pero tal vez la lucha no ha terminado y la ficción está en condiciones de recuperar algo de su energía relumbrante. Algunos creemos en esa modesta ilusión. Nuestra única ventaja es que la realidad nos va a dar, seguro, más de una sorpresa. Aunque quizá tengamos otra ventaja, porque mientras tanto, mientras porfiamos y luchamos, la Tragedia, la eterna Tragedia, que hoy pa­ rece escondida y menospreciada, sigue en su sitio, esperando su infalible turno.

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Trizemas J osu L anda Las aristocracias bananeras de este lado del Atlántico y del Pacífico están condenadas a un pedigree tardío, torvo, snob. Los barnices de cultura con que disimulan esto no engañan a los pocos humanistas incómodos que todavía quedan por ahí ni a las viejas aristocracias europeas y orientales. Si lo políticamente correcto es un prurito, una máscara, para no herir a nadie, es obvio que fracasa de antemano en el empeño: siempre habrá muchos que lo interpreten como políticamente incorrecto. Irónica, seductora, sardónica, amarga, afable, ácida, cruel, diabólica, inocente, estúpida, astringente, postiza, hipócri­ ta...: toda sonrisa es según cómo descubre la calavera de­ trás del telón de nuestros labios. Ahogarse en un vaso de agua... ¿Por qué no? Si el espíritu es de los que caben ahí, dependerá del estado del agua y de si sabe flotar o no. Industria de los perros: convertir en tinta el agua que beben. 160

Cada vez más, lo que se escribe y publica, en estos tiempos, es puro pasto para analfabetas funcionales. Está bien: no podemos vivir sin ilusiones: tememos y rehuimos la verdad, pero eso no nos exime de responsabilidades, a la hora de elegir las ilusiones, porque las hay de primera, de quinta y aún peores. Opción para analfabetas, ágrafos y grafófobos: transmutar las imágenes mentales, las ideas y las figuras de lenguaje en mariposas. En lugar de escuelas y bibliotecas, mariposarios y, en vez de alfabetización, entrenamiento en la caza y trato adecuado de lepidópteros. Proliferarán los Nabokov de la anti-palabra. El problema con los cerdos es su aparato de interpretación. Para ellos, el lodo es como agua cristalina y la mierda, ambrosía. ¿Quién puede asegurar que están peor que nosotros? Se supone que la ciencia y la tecnología han de ser los santos nuevos que hagan los milagros que los santos viejos tienen tiempo sin hacer. El problema surge cuando a los milagros de ahora se les exige algo tan prosaico y ajeno al Espíritu como el certificado de calidad. En estos dos siglos de progresos y revoluciones, la esperanza se ha erosionado más rápido y hondamente que en todos los milenos anteriores. En su caída, hasta el agua más mansa se embravece. Dudar sólo hasta donde el dogma pueda hacer su entrada triunfal: el gran truco cartesiano: la simulación de un escepticismo tragable para la Modernidad burguesa. 161

“El que se enoja pierde”, le enseñaron. Cambió de táctica –ay– y siguió perdiendo. Progreso verdadero: antes era “La última gota de agua en el desierto”; ahora es “La última coca-cola en el desierto”. El ninguneo es un invento de la física: consiste en dejar flotando, para siempre, la voz de la víctima temida en un aire muerto. Qué prejuicio, qué capricho: suponer que el fondo del abismo debe de guardar algo extraordinario. Bastaría con remediar nuestra miopía para superarlo. El colmo de una secularización defectuosa: la degeneración del viejo panteísmo: reducir a Dios a una partícula y ponerla a bucear en el mundillo subatómico. El Tiempo es mera imagen de la Eternidad... Muy bien Platón: ¿pero de qué es imagen la Muerte? No es pregunta para relojeros suizos. Acaso para sepultureros de la filosofía. ¿Que la carne es débil? Pues ¿qué esperan?: fortalézcanla. Aclaración (Fragmento final): “En fin, señoras, señores, admitan de una buena vez que es esa gente desquiciada la que se me monta encima y perturba mi sueño permanente, de manera harto arbitraria y violenta. En vista de lo cual, en absoluto se justifica que achaquen a la suscrita los descalabros resultantes de ese abuso, que en ningún momento he propiciado ni, mucho menos, permitido. Atte.: La Cuerda Floja.” Quienes se burlan del Tigre de Papel o lo subestiman, se olvidan de lo que es capaz el papel. 162

No conformes con el oportunismo hipócrita con que, a duras penas, vivimos en sociedad, marchamos ciega y aceleradamente a sumirnos en la Densidad. Morir bien, bellamente... Después de como se nos obliga a vivir, todavía exigirnos eso... Gajes de la secularización: ahora sí es verdad que nadie sabe por quién doblan las campanas. El Día Menos Pensado: felizmente libre de la tiranía del Tiempo, a causa de la negligencia de la razón. Cioraniana: Si pensar es existir, mejor no pensar nada. En el laberinto de la Densidad, uno encuentra de todo: sutiles ramificaciones del odio, gran intercambio de mierda, esperanza en ebullición, suaves terrores a la piel del Otro-a, hartos parásitos que nunca se hartan, grandes vaivenes del amor, demasiado miedo a la soledad... sosteniendo tan abigarrada retorta. Todo, menos el Minotauro. La mala hierba es mala por querer crecer junto a la buena con sus mismos nutrientes. Cuánta sociología en esa vulgar caraterización botánica. El horizonte siempre está a tus pies. El que no repares en ello indica algo más que problemas de la vista. Arte conceptual: amor imposible: el aceite de la concupiscencia estética con el vinagre de la luz maniática de la razón. Si siguen revolviéndolos, conseguirán algo como una mayonesa políticamente correcta. 163

En la fila del Progreso, el que llega más tarde ocupa el primer lugar. Filósofo de punta: En su última reencarnación, a Sócrates le vinieron con la misma consigna: “Conócete a ti mismo.” Pero esta vez pensó en acudir al Instituto de Neurofisiología y al de Psiquiatría Experimental. “El infierno son los otros”. ¡Genial, M. Sartre! Pero ¿qué tal un mundo sin ningún otro? ¿Sería un paraíso? Calavera con epitafio en plan de magisterio ético: “Es obvio que fue canibalizado y, sin embargo, sonríe.” Algún dios perverso decidió que los sentimientos fuesen la moneda con que debemos pagar nuestro roce con los otros y con las cosas. La usura, las falsificaciones y todo eso ya son cosa nuestra. ¿Hay alguna palabra que no signifique nada? Cuidado: tampoco en el lenguaje hay “enemigos pequeños”. La mayoría de los milagros son como salvavidas en medio de algún naufragio. Pero ojo: sólo se benefician de ellos los náufragos dotados de un crédito especial llamado “fe”. Ya entrados en años, el punto está en envejecer con dignidad y juventud. El respeto al valor ajeno es la paz.

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La vigilia de la aldea

El arte de la sumisión F ernando M ontenegro Michel Houellebecq, Sumisión, Anagrama, España, 2015, 288 p. ¿Qué es en el fondo el Corán sino un inmenso poema místico de alabanza? De alabanza al creador y de sumisión a sus leyes. Michel Houellebecq, Sumisión

En 1911 Oswald Spengler se propuso es­ cribir un tratado histórico-filosófico que pudiera entender los difíciles tiempos que le tocaron vivir a Europa a princi­ pios de ese siglo. Sólo once años des­ pués pudo completar el segundo volumen de la obra que le haría ganarse su puesto (menor) en la historia de la filosofía, y, más aún, en la consideración de los al­ tos políticos del Tercer Reich: La deca­ dencia de Occidente. Según un famoso prólogo de Ortega y Gasset, esta obra vendió más de cincuenta mil ejemplares en su edición de 1923. Aunque hoy ha caído en el olvido y es casi despreciada por los círculos intelectuales académicos europeos, La decadencia de Occiden­ te irrumpió en su momento como una

obra profética que tuvo gran influencia en el espíritu de la Alemania nazi. En 1934, no obstante, Spengler, quien has­ ta el momento había sido muy próximo al régimen de Hitler (muy considerado, además), rompió todo tipo de relaciones con él al suscitarse la llamada “noche de los cuchillos largos”, donde su ami­ go y co-ideario, Gregor Strasser, fue asesinado por las SS. A decir verdad, el propio Spengler tenía serias dudas del proyecto nacionalsocialista mucho antes de aquel 30 de junio de 1934, sa­ biéndose más afín –incluso más entu­ siasta– al programa del líder italiano Benito Mussolini. Il Duce ofrecía una reconstitución del imperio romano, que era el horizonte 165

mítico con el que el propio Spengler trabajaba. Quizás este último entendía, o preveía, que aquel régimen alemán liderado por Hitler encarnaba el ocaso de la civilización occidental (por ser una especie de radicalización de esa idea) y prefería ese movimiento cíclico propuesto desde la Italia fascista. Por extraño que parezca, Mohammed Ben Abbes, el presidente ficticio que Michel Houllebecq instaura en la Francia de su última novela, Sumisión, tiene el mismo proyecto de Mussolini: “Pero su gran referencia, como salta a la vista, es el imperio romano, y para él [Ben Abbes] la construcción europea no es más que un medio para hacer realidad esa mile­ naria ambición. Salvo que Ben Abbes, líder de la Hermandad Musulmana (un partido también ficticio), busca reempla­ zar los valores del decadente y putre­ facto Occidente por los de su histórico rival: el islam. No lo hace a través de un régimen de terror, como un lector más o menos paranoico podría suponerlo, sino haciendo uso de una herramienta más sutil y poderosa: la clase intelectual. El narrador de la novela, François, es un intelectual de la Universidad de París (Sorbona) que ha dedicado su carrera casi en exclusividad a la lectura del es­ critor francés decimonónico J. K. Huys­ mans, pero que ante los acontecimientos recientes se ve obligado a entender el mundo que le tocará vivir, mientras ob­ serva cómo esa idea, que parecía eterna y universal (Europa/Occidente), sucum­ be ante las huestes políticas del islam: 166

“A mi regreso a la facultad para dar mis clases, tuve, por primera vez, la sensa­ ción de que podría hacer algo; que el sistema político en el que estaba acos­ tumbrado a vivir desde mi infancia se resquebrajaba visiblemente desde ha­ cía bastante tiempo y quizá iba a esta­ llar de golpe.” Como en las anteriores novelas de es­ te célebre escritor francés, el personaje principal es un sujeto solitario que di­ vaga entre los debates intelectuales más sofisticados y el circuito sexual li­ beral de una ciudad como la París de nuestro tiempo. Es decir, goza de lo que podríamos llamar la conquista más elevada de la estética occidental: la bús­queda del placer. Hablo de placer y no de hedonismo, aunque bien pudiera utilizar este último término para carac­ terizar los personajes planteados por Houellebecq en gran parte de su obra. La comida, las mujeres, los viajes, la lectura, la música, son todos objetos de placer en el sentido más freudiano de la palabra. El hedonismo, y no el pesimismo, es la principal característica en este autor, como se dice con tanta insistencia entre la crítica (es el pesimismo una forma de placer intelectual, por supuesto). Y lo es porque, como sabemos, la búsqueda frenética de los placeres (especialmente carnales) es un síntoma inequívoco de cierto decadentismo, como hemos po­ dido averiguar que era el caso de los altos mandos nazis ante la debacle del Tercer Reich antes de 1943. En este senti­ do, François es un clásico producto de la

cultura occidental, tan acostumbrada a privilegiar los llamados pequeños pla­ ceres de la vida (el voyerismo, acaso el más placentero de ellos, un término que bien pudo ser inventado por Sade en el siglo xix). El nuevo régimen no-oc­ cidental que se impone abruptamente en la capital del amor desbarata esta estructura de control de la sexualidad (que es ejercido a través, justamente, de la incitación) que Foucault vio tan bien en La historia de la sexualidad. Así ob­ serva esta debacle el narrador de la nove­ la (el propio François): “Como cualquier otro centro comercial el Italie 2 atraía desde siempre una cantidad notable de mangantes: habían desaparecido por completo. Y la vestimenta femenina se había transformado; el número de velos islámicos apenas había aumentado, no se trataba de eso, y me llevó casi una hora de vagabundeo comprender, de gol­ pe, qué había cambiado: todas las muje­ res llevaban pantalones. La detección de los muslos de las mujeres y la pro­ yección mental reconstruyendo el coño en su intersección, proceso cuyo poder de excitación es directamente propor­ cional a la longitud de piernas desnu­ dadas, eran en mí tan involuntarias y maquinales, genéticas en cierta forma, que no había tenido conciencia de ello inmediatamente, pero ahí estaban los hechos: los vestidos y las faldas habían desaparecido.” El pasaje anterior es una buena mues­ tra de cómo opera la mente de François, que casi replica el gesto del que la li­

teratura francesa (y tal vez la occiden­tal), desde Baudelaire, no puede desha­cerse: el del voyeur. Excepto que Baudelaire mantenía una relación crítica con la mirada, entendía la perversidad en ella imbuida y los orígenes de esa perversión. François, por su parte, lamenta que el cam­ bio de régimen no le permita regocijarse con las piernas desnudas de las muje­ res, con la insinuación de su sexualidad. Pero no es sólo eso: François sabe, con ello, que esta realidad implica el cata­ clismo del hombre moderno, del sujeto cartesiano, del libre pensador occiden­ tal, flâneur de su propia existencia, con­ vencido y entregado a sus libertades. Es de este modo como observamos que el Estado francés, que proclamó los valores republicanos que subsisten hasta nuestros días, es ensombrecido por una teocra­ cia que moverá rápidamente sus fichas para instaurarse como poder dominante en Europa. El momento más decisivo a los ojos de este personaje (aparte de la desaparición de las minifaldas, por su­ puesto) llega cuando conoce que el co­ razón de su civilización, La Sorbona, es rápidamente transformada en una insti­ tución con valores islámicos, donde sus profesores son obligados a convertirse para poder ejercer la práctica académica. Después del trauma, y de una suerte de nihilismo que lo acongoja, François se ve abordado por el nuevo rector de la Universidad de París (Rediger) a la que alguna vez perteneció, su alma ma­ ter. Este rector, como es de esperarse, es un intelectual afiliado al programa 167

político de la Hermandad Musulmana y quien ahora podía recoger su cosecha en un cargo público altamente recono­ cido. En sendas conversaciones con este personaje, el héroe de la novela en­ cuentra no sólo una manera de insertar­ se en esta nueva sociedad, de un modo más bien cómodo y privilegiado, sino un alivio ante la sensación de zozobra absoluta de su individualidad (que in­ clusive lo hace pensar en el suicidio): “y también yo sentía disolverse mi in­ dividualidad, al hilo de mis ensoñacio­ nes más prolongadas ante la virgen de Rocamadour”. En este último pasaje, François se encontraba visitando una iglesia en el sur de Francia, a donde había escapado como consecuencia de la paranoia que trajo consigo la nueva coyuntura política. La noción de indi­ viduo había dejado de tener sentido en un mundo como el que le ha tocado vi­ vir, y sin él la experiencia humana en su conjunto y complejidad antes cono­ cidas y, en apariencia, inconmovibles, tampoco podrían funcionar. Ésta es la razón por la que François (cuyo nombre es, por supuesto, muy decidor) decide transformarse al islam. Es en este punto donde el hermético Joris-Karl Huysmans podría darnos algu­ nas respuestas. Es a través del propio narrador que sabemos de él. Se trata de un escritor que vivió plenamente el siglo xix, una figura más bien amarga, pesi­ mista, que escribió una novela hacia 1884, considerada la cumbre del deca­ dentismo decimonónico: A contrapelo. 168

Resulta interesante decir, aunque sea de pasada, que este término (a contra­ pelo) es también utilizado por Walter Benjamin en su Tesis sobre la historia, y lo convierte en un concepto clave para emprender una crítica de la moderni­ dad (también muy pesimista). El propio Huysmans parecía ser un incrédulo de la idea de la modernidad que en esos tiempos empezaba a ser un problema filosófico central. Es esta sensación de angustia ante la disolución del indivi­ duo (o ante su desbordada afirmación), arguye François, la que llevó a Huys­ mans a tomar la decisión más radical de cualquier escritor de su tiempo, excep­ tuando quizás a Rimbaud: retirarse a un convento benedictino donde vivió sus últimos días como un místico El propio François, experto en Huys­ mans, intenta repetir el confinamiento del escritor, retirándose por una noche al mismo monasterio benedictino en el que pasó sus últimos años. Sin embargo, no pudo sobrevivir más de una noche. A ojos del narrador, la cristiandad es incapaz de ofrecer las respuestas que estaba buscando. Es la propia cristiandad, su estructura, digamos, narrativa, la que propició las categorías filosóficas con que se erigió la idea de Occidente. No hay que ir muy lejos en la historia para recordar cómo los conceptos de cris­ tiandad y Occidente conformaron una suerte de piedra angular sobre la cual se levantó el discurso detrás de las dic­ taduras militares en el sur de nuestro continente. Se trata de una relación muy

íntima y en el fondo incestuosa. La misma idea del individuo, del sujeto cartesiano, le debe enormemente a la teología cristiana que, de la mano de Bartolomé de las Casas, se había pre­ guntado por las libertades del hombre (en tanto individuo) allá en el siglo xvi. De hecho, éste es un tema muy presen­ te en toda la cristiandad, siendo el Je­ sucristo de Marcos quizás el texto que más discuta este hecho. El islam, por su par­ te, ofrece otra lógica para relacionarse con el misterio de Dios y del hombre. Mahoma, a diferencia de Jesucristo, no es el hijo de Dios, no forma parte de la misma entidad teogónica: es su siervo, como ya lo canta la oración más impor­ tante del Islam, la shahada: “Existe un solo Dios y su profeta, Mahoma.” Hacia el final de la novela, una vez que observamos cómo Francia se ha transformado en un estado islámico, Rediger, el rector de la Universidad de París, le plantea a François la siguien­ te reflexión sobre el islam: “Es la sumi­ sión –dijo en voz alta Rediger–. La idea asombrosa y simple, jamás expre­ sada hasta entonces con esa fuerza, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta. Es una idea que no me atrevería a exponer ante mis correligionarios, que quizá la juzgarían blasfema, pero para mí hay una relación absoluta entre la absolu­ ta sumisión de la mujer al hombre, tal como la describe la Historia de O, y la sumisión del hombre a Dios, tal como la entiende el islam.”

Más adelante se dice que la propia palabra islam, en lengua árabe, significa sumisión, y que este principio resulta más adecuado ante las nuevas circuns­ tancias históricas de Europa. Lo que habría fracasado, en primer lugar, es el proyecto emancipatorio de 1968 que inauguraba, por decirlo de alguna ma­ nera, la última etapa de la Modernidad: el gran sueño de la Ilustración. Como sabemos, la Ilustración se sostiene en algunos supuestos filosóficos, entre los cuales el sujeto cartesiano, como una suerte de héroe mesiánico laico, ocu­ pa el lugar central en la historia. Es el individuo una entidad autosuficiente, ontológicamente constituida, el origen y el final, la causa y el efecto, de nues­ tra experiencia en el mundo. Aunque surgieron de la protesta pública, los intelectuales del 68 volvieron a consa­ grar los metarrelatos de la modernidad, pero trataron de darles sepultura. Para Walter Mignolo, Occidente es la metáfora más poderosa que el sujeto moderno pudo elaborar como la base cultural que soporta al sistema-mundo moderno. Argumenta, sin embargo, que la propia idea de Occidente no es más que una historia o mito local (la de Euro­ pa occidental) que después se exportó hacia los océanos (para usar un térmi­ no, aunque pertinente, desafortunado) y trató de establecerse como “diseño global” una vez que los grandes impe­ rios europeos (España en el siglo xvi, Holanda en el xvii, Inglaterra y Francia desde el xviii) construyeran el sistema 169

colonial, cuyas repercusiones llegan has­ ta nuestros días. Una de esas repercu­ siones, la más clara para Houellebecq, es la cada vez más fuerte presencia de inmigrantes musumalmenes (del Ma­ greb, en especial) en las ciudades más importantes de Europa. En Lanzarote (2000), Houellebecq ya anunciaba esas eventuales fricciones entre musulma­ nes y occidentales, incluso antes del 11 de septiembre de 2001. Su obra poste­ rior mantiene esta posición pesimista, que muchos han tildado de xenofóbi­ ca, asunto que lo ha puesto en el ojo del huracán, sobre todo después del atentado a las oficinas del semanario francés Charlie Hebdo en enero de este año. Es conocido que Houellebecq se proponía presentar su nueva novela, Sumisión, el mismo día del atentado. Como consecuencia, huyó, al igual que François, a un paradero desconocido, con el objetivo de refugiarse de un po­ sible atentado contra su persona. En abril de 2002, Houellebecq escri­ bió un artículo llamado “Salir del si­ glo xx” que empieza con el siguiente enunciado: “La literatura no sirve para nada. Si sirviera para algo, la chusma iz­ quierdista que ha monopolizado el debate intelectual de todo el siglo xx ni siquiera habría podido existir.” Emitió una opi­ nión similar cuando se le preguntó por las implicaciones que pudieran haber tenido sus obras, especialmente la úl­ tima, en la avanzada del radicalismo musulmán en los países europeos. Su respuesta también fue negativa. Sin em­ 170

bargo, vale la pena replantearnos estas preguntas desde otro punto de vista. En ese mismo artículo, Houellebecq ar­ gumenta que el siglo xx no ha hecho ningún aporte real, especialmente en asuntos políticos y filosóficos, secues­ trados estos ámbitos por una corriente intelectual que considera embarazosa (por decir lo mínimo) y que, sin embar­ go, ha sido motivo de orgullo para las grandes corrientes europeas del pensa­ miento: el humanismo. El único aporte verdadero que, a su entender, se pue­ de rescatar del siglo xx, porque fue en este siglo donde se la trabajó mejor, es la ciencia ficción. Es indudable que la ciencia ficción juega un trabajo muy importante en la obra del francés, empezando por el he­ cho de que la novela está instalada en el 2022, repitiendo el gesto de Kubrick, Asimov y tantos otros autores cuya pre­ ocupación principal es el futuro. Qui­ zá la máxima influencia detectable en Houellebecq (y él mismo rescata este nombre en el artículo mencionado) sea la de Phillip K. Dick, especialmente por su obra maestra, El hombre en el castillo. En la novela se cuenta la historia de una tienda de antigüedades norteamerica­ nas, ubicada ésta en un San Francisco ocupado por los japoneses (los nazis ha­ bían ganado la guerra). En cierto sentido, Dick propone una reflexión sobre lo que sería un mundo post-occidental, en la cual los valores con que se constituyó la idea de Occidente fueron cimentados. Allí se observa cómo los sistemas de

valores orientales los van sustituyendo. El ejercicio es interesante, porque la anti­ gua civilización Occidental que ya sólo es, por un lado, un recuerdo representado en aparatos muy norteamericanos como una tostador y, por otro, un rumor contenido en una novela que cuenta cómo los alia­ dos ganaron la gue­rra. Occidente apare­ ce allí como un re­lato fantástico. Algo como lo que Borges postula sobre Tlön, en su “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”. A su modo, Houellebecq propone una estrategia análoga en la Francia del 2022. Quizás el asunto nos pudiera resultar más próximo por los eventos acaecidos en la última década y media: los aten­ tados en Nueva York, Londres, Madrid y París y su apabullante difusión en la prensa internacional. Sin embargo, la sen­ sación de amenaza del mundo musulmán es mucho más antigua que la propia idea de Occidente. Edward Said, como sabemos, sugiere otro camino: que la noción de Occidente fue construida en relación con Oriente y, casi exclusi­ vamente, en yuxtaposición al mundo musulmán. Es como si el islam operara como un espejo terrible, como uno de esos espejos mágicos que, al mismo tiempo, revelan el pasado, el presente y el futu­ ro. No en vano Miguel de Cervantes, y quizás el propio Don Quijote, guardaba una secreta pero profunda admiración por esa cultura, al punto que la propia historia que se cuenta, como es sabi­ do, tiene un texto subyacente en árabe. El propio Rimbaud, abandonado al no poco interesante oficio de traficar con

esclavos, se convirtió al islam, quizá fru­ to de su desdén ante la grotesca y nada heroica cultura occidental. En la serie de televisión Homeland, protagonizada por Claire Danes y Damian Lewis, emitida desde 2011, se explora el asunto de la conversión, en medio de la cada vez más creciente amenaza de un atentado por parte de Al-Qaeda, en suelo estadunidense. Nicholas Brody (Damian Lewis) es un soldado norteamericano que, tras haber sido presumiblemente asesi­ nado en la invasión a Irak, vuelve casi diez años después alegando haber sido prisionero de radicales de Al-Qaeda. La agente de la cia, Carrie Mathison, es la única que sospecha que el soldado Brody planea llevar a cabo un acto te­ rrorista. Muy temprano en la serie sa­ bemos que Brody se ha convertido al is­ lam. Como en Sumisión, la conversión al islam por parte de Brody está relacio­ nada, por un lado, con la supervivencia dentro de un ambiente rigurosamente musulmán (Brody es prisionero de gue­ rra y François un prisionero político) y, por otro, con la búsqueda de un sen­ tido en un mundo donde la capacidad de agencia del individuo, la base filo­ sófica con la que funciona Occidente, es inútil, árida, como un desierto árabe que atravesara Rimbaud. No existe allí existencialismo, decadentismo, misticis­ mo (con base cristiana) que los pueda salvar, únicamente sumisión. En 1955, Aimé Cesáire, quien cono­ cía muy bien el Magreb al ser éste te­ rritorio colonial francés, escribió: “Una 171

civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas que su funcio­ namiento suscita, es una civilización de­ cadente.” A diferencia de Spengler y, aparentemente, de Houellebecq, Cesai­ re entendió que la causa de muerte (de suicido, dice Houellebecq) de la civili­ zación occidental estaba contenida en su voracidad colonial. Como Franz Fa­ non, Cesaire intuía que los llamados con­ denados de la tierra, muchos de ellos fieles del islam, eventualmente iban a reac­ cionar ante los sistemas terriblemente sangrientos que sufrían las colonias fran­ cesas. Ni Cesaire ni Fanon vivieron lo suficiente para observar cómo, en efec­ to, la migración proveniente del norte de África iba a transformar decisivamen­ te el mapa geopolítico de Europa. La fuerza que ha adquirido el Estado Islá­ mico en los últimos años, cuyo proyec­ to es formar una entidad política que reconstituya el antiguo imperio otoma­ no (desde el Magreb hasta Turquía), puede ser una muestra de ello. Pero la mayor fuerza del mundo musulmán ra­ dica en su religión (y tal vez también su mayor debilidad). En todo caso, los escenarios venideros nos son todavía lo suficientemente borrosos como para aven­ turar algo. Spengler creía que los pasos circulares de los intelectuales no sólo no podían vislumbrar los cataclismos futuros (convencidos ellos de que el co­ nocimiento abstracto podía pensar la ma­ terialidad de la experiencia) sino que eran el síntoma mismo de la decadencia. Por eso se propuso escribir una histo­ 172

ria universal que no respondiera a los preceptos fundamentales de la filosofía occidental, siempre tan autorreferencial. Quizás éste es el papel de la literatura en la actualidad, y sobre todo de estas ficciones políticas que, como El hombre en su castillo, se acercan de tal modo a la realidad que, aunque no logran ex­ plicarla, la incomodan, le recuerdan que es también parte de una ficción, en este caso la ficción es Occidente: ofrecen algo más que el llamado placer de la lectura. En este sentido, Houellebecq no pare­ ce tan hedonista o tan incrédulo ante el papel de la literatura en el mundo o, al menos, así lo deja ver casi al princi­ pio de su novela: “Muchas cosas, de­ masiadas cosas quizás se han escrito sobre literatura (y, como universitario especializado en la cuestión me siento más capacitado que otros para hablar de ello). Sin embargo, la especificidad de la literatura, ‘arte mayor’ de ese Oc­ cidente que está llegando a su fin ante nuestros ojos, no es difícil de definir. Al igual que la literatura, la música pue­ de determinar un cambio radical, una conmoción emocional, una tristeza o un éxtasis absolutos; al igual que la lite­ ratura, la pintura puede generar asom­ bro, una nueva mirada ante el mundo Pero sólo la literatura puede proporcio­ nar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integridad de esa mente, con sus debilidades y sus gran­ dezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con todo cuanto la emociona, interesa, excita o repugna.”

Nueva visita a López Velarde A lejandro S ilva S olís Fernando Fernández, Ni sombra de disturbio, Auieo/Taller Ditoria, México, 2015, 192 p.

La más reciente recopilación de ensa­ yos de Fernando Fernández es un libro jugoso, fruto infrecuente de un investi­ gador, escritor y editor diestro. Gracias a esta combinación, la prosa de FF (co­ mo nombraré de aquí en adelante al dos veces fricativo autor de Ni sombra de disturbio) refresca al lector y lo in­ teresa en aspectos clave de la poesía de Ramón López Velarde vistos desde perspectivas novedosas. ¿Cuáles? La reevaluación de los pri­ meros poemas del vate de Zacatecas; el rastreo de los datos del poeta asturiano a quien López Velarde dedicó el poema “Aguafuerte”; el seguimiento filológico de las relaciones entre La Celestina y la obra de nuestro bardo a propósito de la fra­ se “arpadas lenguas”, que se encuentra en “Para el zenzontle impávido”; así como la lectura, esclarecedora, de “El sueño de los guantes negros”, y des­ lumbrada de “El candil”. Fernando Fernández no sólo basa sus argumentos en bibliografía secundaria, que conoce y cita (Octavio Paz, Allen Philips, Guillermo Sheridan, Marta Can­ field, Luis Mario Schneider, José Luis Martínez…) sino que bebe de las fuen­ tes primarias. Las quiere probar por sí mismo para decidir si lo que dicen de

ellas es verídico, porque FF nos da su opinión y no la de otros. Además, FF se apoya en especialistas cuando sabe que sus conocimientos son insuficien­ tes para disipar sus dudas. Antes de entrar en materia, debo men­ cionar que no soy experto en Ramón López Velarde; y añadir que eso no me impidió disfrutar la lectura de Ni som­ bra de disturbio, como había pensado cuando vi el volumen en la librería del Palacio de Bellas Artes. De inmediato me llamó la atención porque los libros de la editorial Auieo, y de la colección Autoria, a la que pertenece el de FF, me gustan por su diseño y cuidado edi­ toriales; pero decidí no comprarlo por­ que se dedicaba a estudiar la obra de López Velarde, poeta cuya obra se me ha revelado escurridiza, como un pez que se escabulle de la mano. Así que mantuve ese prejuicio hasta que obtu­ ve Ni sombra de disturbio para escribir esta reseña. Entonces me di cuenta de que había estado equivocado, ya que FF se esfuerza porque el lector no especializa­ do se interese y comprenda lo que escribe. Ahora sí, vayamos a la materia textual. En el capítulo uno, FF enfrenta el di­ lema de los primeros poemas del zaca­ tecano –aquellos escritos entre 1905 y 1912–, el cual consiste en considerarlos “insoportables”, en palabras de Octavio Paz, o asignarles un valor literario similar a los de La sangre devota. Y FF toma una postura: “Desde mi punto de vista no sólo hay continuidad entre las ‘prime­ ras poesías’ y los poemas de La sangre 173

devota sino que algunos de ellos podrían intercambiarse sin mayor problema.” Poeta y editor con experiencia, FF revela diversas erratas relacionadas con los primeros poemas de López Velarde. Algunas jocosas, como aquella que (a causa de un error en la transcripción de la dedicatoria del poema “Tus ven­ tanas”) inventó un hermano, llamado Antonio, al escritor y diplomático Ar­ temio de Valle-Arizpe, a quien el poe­ ma originalmente está dedicado. Esta errata, nos informa FF, se originó en el libro Ramón López Velarde. Álbum, de Luis Mario Schneider y Elisa García Barragán, y llegó hasta la edición de­ finitiva de las Obras de Ramón López Velarde, elaborada por José Luis Mar­ tínez, “quien escribe cosas como que ‘Antonio de Valle-Arizpe, hermano de Artemio, a quien el poema está dedica­ do…’ y ‘este lindísimo poema –opina Antonio de Valle-Arizpe…’.” O esta otra errata de transcripción, la cual, nos dice FF, surgió al revisar la fuente original de “Al volver”, pues FF se percató de que había versos distintos del original en todas las ediciones que se han hecho de López Velarde: “Y es que los dos primeros versos de la quinta es­ trofa, (…) y que en todas las ediciones aparecen como: ‘Haces bien en reír de mis locuelas / ilusiones, ¡ay Dios!, de ha­ certe mía’, en realidad dicen: ‘Haces bien en reír de las locuelas / ilusiones pretéritas de un día [cursivas mías para resaltar las discrepancias]’.” Divergen­ cia de origen incierto y que hacen a FF 174

preguntarse, ¿cuántos de los poemas de López Velarde, cuyos originales o manus­ critos se “encuentran en diarios o revistas y que no están reproducidos editorialmen­ te” podrían tener este problema? No me extiendo en las erratas que señala FF para desprestigiar a alguna edi­ ción, pues sé que estos erráticos duen­ decillos siempre hallan maneras de regresar a la patria del texto, sino porque ilus­ tran el enfoque material desde el que FF escribe sobre un autor tan estudiado como López Velarde, y porque realzan la lectura cuidadosa que el poeta FF hace de los primeros textos del vate zacatecano. Por ejemplo, al analizar el poema “Muerta”, FF escribe: “Pero la repetición de la frase ‘corazón en fiesta’ hábilmente colocada aquí y allá como una suerte de estribillo informal de apa­ rición irregular (…) da a ‘Muerta’ una configuración rítmica que es en cierto modo nueva en el conjunto de ‘primeras poesías’ y nos deja prepara­dos para en­ trar a su primer libro en forma.” Me he detenido en algunas de las erratas que desentierra FF más de lo que escribiré sobre los demás capítulos porque, contagiado del espíritu detec­ tivesco de FF, intenté localizar erratas en Ni sombra de disturbio y creí haber hallado unas situadas en el índice y en los títulos de cada capítulo debidas a la falta de acentuación. Dos ejemplos: en la página sin foliar del índice, el título de esta sección es “indice”, así, sin tilde; y, en la página 7, el título del inicio del capítulo uno es: retrato del primer lo-

, pero su subtítulo es: pri“inepcias poéticas”: sí, “lopez” sin acento pero “poéticas” con tilde. ¿Por qué dejar en la misma página unas ver­ sales sin acento y otras con él? ¿Por qué no acentuar los títulos de los capítulos listados en el índice, ni estos mismos títulos cuando aparecen en su página respectiva dentro del texto? Pregunto retóricamente lo anterior porque supongo que es un criterio es­ tablecido por los editores: el de no acen­ tuar las versalitas, ya que está presente en los otros libros de Auieo, Autoria, que revisé. Criterio cuya finalidad puede ser la de establecer la jerarquía entre el título y los subtítulos de cada capítulo. De este modo, el único descuido edi­ torial que hallé en Ni sombra de disturbio es la errata de la página 95, que consis­ te en escribir el nombre del criado de Ca­ listo, en La Celestina, sin la “r” que lleva entra la “p” y la “o”, así: “Semponio”; esto nada más la segunda vez que aparece en esa misma página, ya que en su pri­ mera escritura sí leemos “Sempronio”. En el segundo capítulo, FF intenta res­ catar de un olvido, a su parecer injusto, al poeta asturiano Alfonso Camín, ami­ go de López Velarde. Y lo logra, toda vez que siembra en el lector el deseo de conocer más sobre aquel pariente le­ jano del autor de La guerra de Galio. Al menos eso ocurrió conmigo, pues en los días que leía Ni sombra de disturbio tuve la suerte de encontrarme, en una librería de viejo cerca del metro Via­ ducto, un libro de Alfonso Camín: Los pez velarde meras

poemas del destierro y Nuevo romance­ ro asturiano, con el que pude corrobo­ ra las afirmaciones de FF sobre Camín: “poeta indudable, autor de algunas me­ morables páginas con sabor de época y un puñado de poemas que lo hacen ‘acreedor al menos de una generosa nota a pie de página en la historia de la literatura es­ pañola’.” FF retoma esta cita de Alfonso Camín, un poeta modernista, de José María Cacheo, autor de uno de los po­ cos trabajos que sobre el asturiano se han publicado, texto donde se describe a Camín como un modernista trasnochado. Por cierto, FF nos comenta que Al­ fonso Camín fue víctima de otra errata, y es que en Minutos velardianos, “la edi­ ción conmemorativa de los cien años del nacimiento de López Velarde hecha por la Universidad”, se afirma que su retrato es el de José Vasconcelos. En el tercer capítulo, FF relata que en una librería de viejo encontró dos ediciones de La Celestina que lo lleva­ ron a escribir sobre este libro y acerca de puntos de encuentro entre López Ve­ larde y la obra de Fernando de Rojas, textos que FF vincula por “la podero­ sísima fuerza de su lenguaje [y por su gran] capacidad de conmover”. Virtu­ des que FF localiza en La Celestina y que tal vez influyeron en los poemas de López Velarde. Por ejemplo, la frase “arpadas lenguas” de “Para el zenzon­ tle impávido”: “No cabe duda que el prisionero / sabe cantar. Su lengua es como aquellas otras / que el candor de los clásicos llamó lenguas arpadas.” La 175

cual se inspira en ésta de La Celestina, en la que Pármeno contesta a Sempro­ nio la razón por la que Celestina es tan ruin, y dice que lo es a causa de la ne­ cesidad, el hambre y la pobreza: “Que no hay mejor maestra en el mundo, no ay mejor despertadora e aviuadora de ingenios. ¿Quién mostró a las picaças e papagayos ymitar nuestra propia ha­ bla con sus harpadas lenguas, nuestro órgano e boz, sino ésta?” Éste es el capítulo menos vinculado con el poeta jerezano, pero no el menos atractivo para alguien como yo que pre­ fiere, muy a su pesar, tener libros que leerlos. Veamos el comienzo y el final de este capítulo, originado por la lectu­ ra que FF hizo de dos ediciones de La Celestina: “[Ediciones cuyos títulos el lec­ tor interesado deberá buscar en el libro de FF] Estaban en perfecto silencio, a unos metros una de la otra, juntas en una librería de la calle Donceles, en el corazón de la Ciudad de México, como no estaban ni siquiera por separado en ninguna de las demás (...) Dos auténticas joyitas.” Y ahora, el cierre del capítulo: “cada vez que volteo a mirarlas (...) jun­ tas como las tengo desde que las adqui­ rí, y las leí, y escribí sobre ellas, tengo la impresión de que ambas ediciones prosiguen su altercado complementa­ rio calladamente”. He dicho que la lectura que FF hace de “El sueño de los guantes negros”, en el capítulo cuatro, es esclarecedo­ ra, añadiré que lo es porque no cierra su sentido a una interpretación sino que 176

respeta la ambigüedad innata del poe­ ma. Este capítulo nos muestra la lectu­ ra de poeta que FF hace de los poemas de López Velarde, razón por la cual FF transcribe entero “El sueño de los guan­ tes negros” al principio del capítulo. Para lograr una lectura más informa­ da de este poema, FF recurre a diversos especialistas. De este modo, al revisar el original de “El sueño de los guantes negros” (escrito a lápiz y en una hoja de Excélsior, conservado ahora en la bi­blioteca de la Academia Mexicana de la Lengua), fue con la maestra Marie Vander Meerer, restauradora del Insti­ tuto Nacional de Antropología e Histo­ ria (inah), a quien FF pidió ayuda para “hacer un diagnóstico del estado actual del documento” y quien hizo revelacio­ nes inquietantes sobre el poema. De igual modo, para tener una mirada más cer­ cana de la perspectiva católica de éste, FF recibió ayuda del doctor Molina Ayala, “Lector culto, conocedor de las Escritu­ ras, empapado de un espíritu religioso como el que podría haber tenido Ramón”. Los resultados a que llegó FF, con y sin el apoyo de los especialistas (en­ tre los que se encuentra Juan Almela), son tanto interesantes cuanto particu­ lares, razón por la cual no profundizaré en ellos y sólo enumeraré el ámbito en que se centraron los empeños de FF por esclarecer “El sueño de los guan­ tes negros”: la inquietante consulta del manuscrito del poema, acompañado de una especialista; los procedimientos poéticos que producen el ritmo del poema; la

forma en que “El sueño de los guantes negros” puede verse como una síntesis de la poesía de Velarde; el fetichismo y la necrofilia en el verso que muchos han considerado la clave del poema: “¿Conservabas tu carne en cada hue­ so?”; el aspecto católico de ese texto; la ilustración que Fermín Revueltas hizo del poema; ¿quién es –o quiénes son, si se trata de una fusión de dis­ tintas mujeres– la dama de los guantes negros?; y la evaluación objetiva de los añadidos con los que “un colaborador anónimo” sustituyó los puntos suspensivos de “El sueño de los guantes negros” en la edición definitiva de las Obras de López Velarde, elaborada por José Luis Martínez en 1990. La lectura que FF hace de “El can­ dil” es, más que deslumbrante, deslum­ brada, pues el objeto que lo originó, el candil de cristales situado en la iglesia de San Francisco, San Luis Potosí, le sugirió estas líneas: “Cuando (…) levan­ té la vista hacia la bóveda, y mis ojos (…) lo reconocieron inmediatamente. Fue uno de esos momentos en los que la realidad física de las cosas, una vez que damos con ellas, con su elocuente materialidad y la revelación toda de su existencia comprobada, nos impide sa­ ber si estamos despertando de un sue­ ño o si acabamos de entrar en él.” Por supuesto, no estoy de acuerdo con todas las afirmaciones de FF. Como la interpretación que hace de la frase “más bien” en los versos iniciales del primer cuarteto de “El sueño de los

guantes negros”: “Soné que la ciudad estaba dentro / del más bien muerto de los mares muertos.” Pues FF dice que dicha locución “que utilizamos de ma­ nera coloquial para matizar una apre­ ciación que teníamos previamente, otorga al escenario una ambigüedad de la que va a contagiarse todo el poema (…) Pa­ rece indicar que la naturaleza de ese ‘mar muerto’ no es segura”. No obstante, me parece lo contrario. El sentido de más bien es enfatizar el carácter muerto del mar: no hay mar mejor muerto que ése. Sí, sé que López Velarde no cometería el error de ignorar que más bien puede sustituirse por mejor, sin embargo pue­ de tomarse esa licencia poética para resaltar lo muerto del mar. Y, por otro lado, el significado que FF da a la locu­ ción más bien parece, más bien, situado en el siglo xxi que en el xix. Claro que puedo estar equivocado. Pero, incluso si no lo estuviera, es un detalle que no le resta méritos a Ni sombra de disturbio ni disturba el gozo que provoca su lectura.

El infierno sobre la tierra L eonarda R ivera Joaquim Amat-Piniella, K.L. Reich, Libros del Asteroide, España, 2014, 289 p.

El llamado cine del holocausto o de la memoria nos ha acostumbrado que al 177

escuchar “campos de concentración” o “genocidio nazi” pensemos en los mi­ llones de judíos que fueron victimados por el régimen nazi. Pero no debemos olvidar que en los campos de concen­ tración había personas de muchas na­ cionalidades, entre ellas españoles. Según datos oficiales, fueron cerca de ocho mil españoles los que ingresaron a los campos de Mauthausen, situados en te­ rritorio austriaco. Sobrevivió menos de la tercera parte. La pregunta es: ¿y cómo llegaron esos españoles a los campos de exterminio? La vida del escritor Joaquim Amat-­ Piniella, autor de la novela testimonial K. L. Reich, responde muy bien a esta pregunta. Como muchos escritores republi­ canos, durante los años treinta, Amat-Pi­ niella participó en diversas actividades culturales y políticas en favor de la Segunda República Española. Tras su caída tuvo que salir al exilio y huyó hacia Francia, donde fue capturado e internado en los campos de concentra­ ción. Muchos españoles republicanos corrieron con la misma suerte: fueron internados, primero como prisioneros de guerra, mezclados con los franceses, lue­ go conducidos como apátridas indesea­ bles a los campos de exterminio. Libros del Asteroide ha hecho una excelente apuesta al reeditar este clá­ sico de la literatura concentracionaria. K. L. Reich es una novela, no un libro de memorias. En ella su autor transfiere sus experiencias y sufrimientos a los personajes que van desfilando por ese 178

infierno en la tierra. Francesc y Emili son dos personajes inolvidables, dos ex soldados republicanos que en el exilio comienzan a trabajar para el ejército fran­ cés. Cuando éste se rinde ante la comi­ tiva nazi, son capturados y deportados a los campos de Mauthausen junto con otros exiliados españoles. Emili, el joven protagonista de la his­ toria, es un dibujante que logra sobrevi­ vir haciendo estampas pornográficas para el SS jefe del Kommando en turno. Sus dotes artísticas le ayudan a sobrevivir en los distintos Kommandos por los que va pasando: “Cuando la existencia de un dibujante fue conocida, Emili se ahorró muchos días de trabajo a la in­ temperie. El comandante, por ejemplo, un sargento de las SS algo maduro, le encargó la reproducción de las fotogra­ fías de su mujer y de los siete hijos que tenía, concediéndole permiso especial para que se quedara en el campo hasta terminar el trabajo.” Pero no todos los españoles corrieron con la misma suer­ te, muchos vivieron el horror que repre­ sentaba Mauthausen, donde los pre­sos morían por el agotamiento del trabajo en cantera o en las ejecuciones, tortu­ ras, falsos suicidios, experimentos mé­ dicos mortales, etcétera. Estructurado en dieciocho capítulos, el libro es la crónica del horror coti­ diano de los campos de concentración. En K.L. Reich, como en el infierno, el tiempo parece estancado en su propia eternidad y más que avanzar se estira hasta casi reventar los propios límites

del campo. A veces las noticias llegan (“los norteamericanos están cerca o el ejército ruso avanza”), pero eso parece afectar poco la vida de los internos. En los campos de concentración tam­ bién había jerarquías. Había una dife­ rencia abismal entre los que tenían patatas para la sopa del domingo y los que no; entre los que tenían para fumarse un cigarro, los que eran amigos del kapo, etc. Entre las páginas de K. L. Reich po­ demos encontrar desde la historia de una “casa de putas” hasta las historias de los jóvenes españoles esforzándose para salir con el Kommando de las novias, mujeres que manejaban las máquinas y que, en su mayoría, eran francesas “voluntarias” y ucranianas, arrancadas violentamente de sus países y someti­ das a la más vergonzosa esclavitud. En su novela testimonial, Amat-Pi­ niella también nos deja ver la horren­ da red de corrupción en el interior de Mauthausen, las distintas clases de re­ clusos, los accidentes y suicidios in­ ducidos: “los blockältester empezaban por explorar qué enfermos llevaban pie­ zas de oro en la boca. Con mucho tacto y siempre según de quien se tratase, procuraban acelerar la decadencia y la muerte de las víctimas escogidas. Un enfermo con dientes de oro duraba muy poco. En el crematorio se los arranca­ ban en un santiamén”. La organización tenía un cerebro rector, en el que participa­ ban desde miembros de la SS hasta inter­ nos que se habían ganado cierta confianza. Entre ellos aparecía el oficial con una

posición única para crear las más favo­ rables condiciones para el negocio. Él era quien repartía a las víctimas entre los Kommandos más duros y organiza­ ba, en algunos casos, los “accidentes fortuitos”, enlazaba las fases de la ope­ ración y tenía la información precisa ante la alarma. Pero la novela testimonial de Amat-Pi­ niella no sólo muestra el horror de los campos de concentración, sino también la esperanza y la solidaridad que había entre los presos españoles. Hay páginas muy emotivas en las que Amat-Pinie­ lla logra trasladar la solidaridad entre hombres nacidos en un mismo suelo, una especie de hermandad dentro de la her­ mandad de los vencidos. K. L. Reich fue escrita casi al mismo tiempo que Si esto es un hombre, de Pri­ mo Levi, aunque se publicó hasta 1963, y es menos conocida que la obra de Levi. Pero las dos hablan del mismo infierno, las dos forman parte de ese infierno que se estableció en la tierra. De hecho, po­ dríamos decir que casi toda la literatura testimonial sobre el holocausto reitera una sentencia de Primo Levi: “El in­ fierno ha acontecido”, y cada una de las obras son ventanas que nos permiten mi­ rar el horror escenificado en ese lugar donde parecía que el tiempo, al igual que en el infierno, se había detenido.

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Viaje entre dos lenguas R odolfo M ata Luis Aguilar (selección y traducción), Qué será de ti / Cómo vai você: Poesía joven de Brasil, Vaso Roto Ediciones/Universidad Autónoma de Nuevo León, Barcelona/Monterrey, 2015, 408 p.

Emprender la elaboración de una anto­ logía de cualquier índole es una tarea complicada y espinosa. La necesidad de criterios de selección y su articulación oscilan entre la sobriedad de una in­ tención panorámica, el capricho de las preferencias personales y los callejones sin salida de empresas demasiado am­ plias. En el caso de ¿Qué será de ti?/ Como vai você? Poesía joven de Brasil, selección y traducción del poeta regio­ montano Luis Aguilar, nos encontramos con veintiséis poetas, nueve mujeres y diecisiete hombres, nacidos en siete de los veintiséis estados del territorio bra­ sileño (con excepción de una poeta que nació en Suiza), estados que enumero de acuerdo a su importancia dentro de la antología: São Paulo, Río de Janeiro, Minas Gerais, Río Grande do Sul, Mato Grosso, Mato Grosso do Sul y Pernam­ buco. No hay duda de que los orígenes definen parte de la vida de un artista, pero esto cambia con la migración. En tal caso, podemos decir que estos poe­ tas escriben desde tres estados del país –São Paulo, Río de Janeiro y Minas Ge­ rais– y que radican en su mayoría en lo que se conoce como eje Río-São Paulo, 180

es decir, las dos metrópolis donde se concentran las principales actividades culturales. Los afanes por descentrali­ zar la cultura del país tienden a com­ batir estos fenómenos, pero los avances son lentos, como sucede aquí en México. No obstante, la reducción que acabo de realizar es engañosa, ya que los terri­ torios culturales son complejos y paradó­ jicos, y en las antologías el fantasma de la representatividad suele comportarse como un falso aguafiestas o un colado incómodo. Luis conoce esta situación perfectamente y prefiere no enfrascarse en trazar un “mapa poético de Brasil”. Por ello, en la brevísima “Nota intro­ ductoria” al volumen, se limita a expli­ car los tres ejes principales que lo han auxiliado en su selección. Primero, to­ dos los poetas tenían menos de 40 años antes del inicio del trabajo de recopi­ lación, que se infiere fue el 2010, ya que el poeta de mayor edad nació en 1971 y el más joven en 1986. Segundo, todos ha­ bían recibido para entonces al menos un reconocimiento público y, tercero, todos habían publicado al menos dos libros en editoriales establecidas. Luis hace tres precisiones más que me parecen im­ portantes: excluye a las voces que se han manifestado preferentemente en la llamada poesía performática, pues ubi­ ca a este género como más vinculado al arte teatral; subraya su intención de ale­ jarse del canon histórico, al considerar que el concretismo está agotado y seña­ lar que las preocupaciones acerca de las evoluciones del modernismo están fuera

de su pauta; y apunta que incluye cinco poemas de cada poeta para dar una idea más clara de las voces elegidas. Brasil tiene un territorio enorme, ocho millones de kilómetros que equivalen a cuatro veces la superficie de México. Luis lo ha visitado alrededor de siete ve­ ces, a partir de 2001, y ha transitado por sus diversas geografías. Sin embargo, su viaje inicial fue literario y lingüístico. Por allá de 1998, cuando era estudiante, al percatarse de la ausencia de traduc­ ciones suficientes de la obra de Clarice Lispector, ávido de más escritura de esta notable narradora, con un diccionario en mano se puso a trasladar algunos de sus cuentos al español. Después de esta arrebatada inmersión, vino una etapa de formalización, con un curso de portugués en Monterrey. Entonces, la pasión literaria y la degustación lingüística se transforma­ ron en el rigor crítico-creativo que trae el ejercicio de la traducción. Comparto con Luis este amor por el portugués y me viene ahora el recuerdo de mi iniciación en esta lengua, cuando sentí el extraña­ miento de leer y tro­pezar con las con­ tracciones de preposición más artículo; con la lluvia de los gerundios, tan con­ denados en español; con la proclividad del portugués a enredarse en barrocas oraciones compuestas; con los ãos y los ões, los acentos circunflejos y los gra­ ves; con los tiempos verbales que no se usan igual y guardan sus sutilezas, como aquella del infinitivo personal, un infi­ nitivo que se conjuga; y con los falsos amigos, palabras que son casi idénticas

y que significan cosas muy diferentes, como el clásico esquisito vs exquisito. Sé que Luis pasó por estos lugares y los reconocerá con una sonrisa, pues la ex­ periencia del “diccionario en mano” es un maravilloso portal de entrada y no hay nada como esos primeros viajes, equívo­ cos y complicados, a través de la apa­ rente proximidad del portugués con el español. Viajes poéticos, sin duda, que contribuyen a fomentar la magia perso­ nal que uno encuentra en el idioma de Camões, “última flor do Lácio inculta e bela”, como dijo elogiosamente el poeta parnasiano brasileño Olavo Bilac. Ahora Luis se dedica a seleccionar y traducir una antología del poeta paulista Roberto Piva, fallecido hace un par de años, uno de los pocos surrealistas brasileños de corazón, traducción que le plantea di­ lemas y enigmas interesantes, que con alegría ha compartido conmigo. Antes de pasar a comentar detalles de la selección, quiero detenerme en algunas observaciones generales. ¿Qué será de ti?/Como vai você? es un título curioso pues, siendo una antología afor­ tunadamente bilingüe, plantea un falso paralelismo. ¿Qué será de ti? pasaría al portugués como O que será de você? Y, en sentido contrario, la traducción al espa­ ñol de Como vai você? sería ¿Cómo estás? o ¿Cómo te va? Habría entonces que pregun­ tarnos qué esconde Luis tras este detalle. Los traductores somos malas personas porque la obsesión frecuentemente nos persigue, a la vera del refrán: tradutto­ re/traditore. Por ello, obedeciendo el lla­ 181

mado del vicio, revisé algunas de las versiones de Luis y las encontré dife­ rentes, con un toque de personal auda­cia, pero no erróneas. Si en algunas solucio­ nes discordo de él, en otras lo congra­ tulo por sus hallazgos. Entre traductores, no nos leemos la mano. ¿Entonces qué hay detrás del título? Las expresiones juntas “¿Qué será de ti?” y “¿Cómo te va?” plantean una añoranza seguida de un saludo que parecen escritos en una carta dirigida a alguien, que hace mu­ cho tiempo que no vemos. Es una carta hipotética y, por ello, apunta hacia el futu­ ro. Toda antología es eso, aún más si se trata de un conjunto de voces jóvenes que se están abriendo camino hacia la pos­ teridad, si es que eso existe en nuestros veloces días. Ése es el sentido que le encontré al título en un principio y que coincide con la intención manifestada por Luis, en su “Nota introductoria”, cuando anuncia con un espíritu profético no infundado, que las voces aquí reunidas “marcarán el devenir inmediato de la poesía de Brasil”. No obstante, más tar­ de tropecé con otra explicación: la cé­ lebre canción de Roberto Carlos, “Como vai você?”, lanzada en 1972, fue traducida como “¿Qué será de ti?” para la interpre­ tación de Thalía, en 2009. La simplicidad de esta referencia es aparente porque lo que en realidad pone de relieve es la libertad asumida en el proceso de tra­ ducción, actitud que, como señalé antes, está presente en el trabajo de Luis. Las selecciones de poemas vienen apoyadas con notas biobibliográficas, re­ 182

unidas al final del volumen, las cuales dan cuenta de las trayectorias vitales de cada poeta y de sus libros. Lamenté no encontrar la referencia específica de la proveniencia de cada poema para tratar de entender si en esos cinco poe­ mas de cada poeta se pueden percibir variaciones de estilo y transformacio­ nes personales. Conozco bien el pano­ rama poético tras la antología de Luis porque elaboré con Regina Crespo otra antología que atiende al periodo anterior. Alguna poesía brasileña incluye poetas nacidos entre 1935 y 1967 y producción lanzada entre 1963 y 2007. Por ello cele­ bro ver en ¿Qué será de ti?/Como vai você? voces que llamaban mi atención desde entonces, pero que no pudimos incluir por los criterios que elegimos, voces como las de Eduardo Sterzi, An­ nita Costa Maluf, Paulo Ferraz, Pádua Fernandes, Sergio Cohn, Marília Gar­ cia y Fabiano Calixto, entre otros. Con la selección de Marília Garcia y Annita Costa Maluf comprobé las vir­ tudes del verso largo, a veces versícu­ lo, y la dicción narrativa, que muestra meandros muy interesantes en los que se entretejen los eventos cotidianos con los subterráneos afectos. “Plan b” de Ma­ rília y “Poemas” de Annita son exce­ lentes ejemplos. Pádua Fernandes figura con esa mirada que apunta hacia la crudeza de la vida urbana, con sus mo­ mentos de ferocidad impía y mezquina, punto de vista que comparte en ciertos momentos con Fabiano Calixto. Paulo Ferraz y Tarso de Melo tocan otra lí­

nea muy presente en Brasil: la poesía que disecciona la realidad hasta volverla ex­ traña y que pone en juego una carga de ironía, echando mano a veces de meca­ nismos formales. El poema “Ready-ma­ de”, de Tarso de Melo, construido con posibles encabezados de noticias sobre la modelo Naomi Campbell, o “Alba” de Paulo Ferraz, poema escrito desde la observación posible entre el sueño y la vigila, hilvanando esos dos mundos con encabalgamientos hechos cortando palabras, pueden ser buenos ejemplos. Eduardo Sterzi también acude a este extrañamiento entre el cuerpo y el es­ píritu con su magnífico poema “Prosa de domingo”, al que añade la gracia del dominio de la forma, es decir, la forma armoniosamente trenzada a la sensación intelectualizada pero sin hacerla perder su frescura. Ubicaría también en esta línea la poesía de Sergio Cohn, cuyo poema “Aproximaciones, encantamien­ tos: la noche”, interroga a la noche, la vuelve un higo o el envés de una flor, y contiene unos versos que repito con placer: “noche // no sustantivo / sino ver­ bo”. Pero los poetas que hasta ahora he mencionado son sólo siete de los vein­ tiséis. Sigamos adelante. Dos poetas incluidos que conozco podrían inscribirse en una línea más, la cual aspira a la proximidad con el lec­ tor y a cierta llaneza a veces engañosa. Me refiero a Fabricio Carpinejar, cuya “Décima elegía” forma parte del libro Terceira sede, en que el autor simula ser un viejo que contempla la vida con el

desapego propio de sus años. El otro poeta es Fabricio Corsaletti quien, por ejemplo, en “Poesía y realidad”, hace la reseña cotidiana de la desaparición de un abuelo, desde la proyección de la voz a un ominoso futuro, con un hi­ potético alcoholismo que terminará en la indigencia. Debo a Luis el haberme llamado la atención sobre Mariana Ianelli, poeta cuyos libros había visto en las estante­ rías paulistas, pero que no me habían convencido. Deberé revisar su produc­ ción con más cuidado pues en la se­ lección de Luis se muestra como una voz sobria, económica y con sustratos religiosos que sabe mantener un equi­ librio admirable en poemas como “Flor de oficio”, que comienza: “Emboscada en el silencio / Preparo una rosa inútil / Con las horas que rescaté del desperdi­ cio” y termina “Un salmo guardado / En el desierto esperó / Casi dos mil años / Para recuperar su melodía / –¿Yo no te esperaría?” Márcio-André viene a romper un poco las intenciones de Luis, pues las hue­ llas de la experimentación lingüística del concretismo, con permutaciones y jue­ gos en la página, son evidentes. Renan Nuernberger también continúa en otra veta importante de la poesía brasileña, que hace referencias constantes a la tra­ dición. Por ejemplo, el poema “Canción del exilio” alude a un poema del poeta romántico Gonçalves Dias, vuelto a visitar paródicamente también, tanto por Oswald de Andrade como por Murilo Mendes. 183

No me es posible comentar a los vein­ tiséis poetas y las vertientes poéticas que veo que los atraviesan. Una última observación me parece necesaria y se refiere a las ausencias de Ricardo Do­ meneck y Angélica Freitas, dos poetas que tienen una trayectoria destacada. Sin embargo, aquí entra el bien pondera­ do refrán mexicano de “no están todos los que son ni son todos los que están”. Si en gustos se rompen géneros, en anto­ logías se rompen expectativas, reglas, apuestas, suposiciones, cánones y demás criaturas que se juzgan imperecederas, universales, evidentes y otras ficciones propias de este mundo frágil. Lo que no podemos negar es que leer ¿Qué será de ti?/Como vai você? es un viaje a dos voces: portugués brasileño y español mexi­ cano, mediados por la poesía, lenguaje universal.

El diálogo diacrónico de los poemas F elipe V ázquez Luis Vicente de Aguinaga, El pez no teme ahogarse. Lecturas de poesía mexicana Arlequín, Guadalajara, 2014, 144 p.

Poesía y crítica fueron un binomio in­ disoluble en los poetas modernos. El poeta no podía ser moderno si no era, al mismo tiempo, crítico. En el ocaso 184

del discurso estético de la modernidad, la poesía crítica y el poeta crítico han estado en continua retirada, pero quizá esos atributos de la modernidad litera­ ria perduren de manera definitiva en la práctica poética, pues los poetas del siglo xxi no pueden omitirlos a riesgo de proponer una poesía sin capacidad profética, es decir, una poesía sin ca­ pacidad para inscribirse en su tiempo, sin fuerza para decir algo que sólo pue­ de decir el poema, sin la tensión nece­ saria para articular ese más allá verbal que anida en todo poema verdadero; y –por otra parte– a riesgo de proponer una crítica incapaz de evaluar los atri­ butos de un poema e incapaz de seña­ lar dónde está la poesía. Escribo este deslinde a propósito del libro de crítica El pez no teme ahogarse. Lecturas de poesía mexicana, de Luis Vi­ cente de Aguinaga, donde el autor ja­ lisciense aborda la poesía de Francisco González León, Enrique González Mar­ tínez, Ramón López Velarde, Octavio Paz, Juan José Arreola, Eduardo Lizalde, David Huerta, Jorge Esquinca, Raúl Bañuelos, Javier Sicilia, Luis Armenta Malpica, Antonio López Mijares, Víctor Cabrera, Rubén Gil, Claudia Santa Ana y Fernan­ do Carrera, así como algunas reflexiones sobre generaciones literarias y ciertas consideraciones sobre algunas antologías de poesía (se asoma de paso a la intrinca­ da historia de la “guerra de las antologías”). Más que un recorrido por estancias di­ versas de la poesía mexicana que abar­ ca alrededor de un siglo, el autor de El

agua circular, el fuego (1995) establece un tejido sincrónico y diacrónico de re­ laciones entre la tradición lírica y las obras, entre poetas que coinciden en ciertos puntos aunque sean opuestos en su visión del mundo o en la forma de concebir la forma poética. El lector de El pez no teme ahogarse –y lo mismo puedo decir de Sabemos del agua por la sed. Puntos de reunión en la poesía latinoamericana y española, otro libro suyo de crítica publicado también en 2014– asiste a la tejedura de una red donde los poemas, incluso distantes entre sí por siglos, dialogan, se responden, se contra-dicen o se carnavalizan: a veces un poema es la respuesta de otro poe­ ma, a veces uno es pre-texto del otro, a veces dialogan mediante la figura de un palimpsesto, a veces son ecos que vienen desde el fondo de un laberinto lírico que abarca lenguas, épocas y concepciones estéticas diversas, y a veces el diálogo se abisma en la forma de la sátira o de la ironía. Y aunque De Aguinaga no lo re­ fiere respecto de los poemas que anali­ za, podríamos agregar a sus reflexiones intertextuales, parafraseando a Borges, que hay poemas que inventan a sus poe­ mas predecesores, hay poemas que in­ ventan una tradición que nadie había descubierto. Además de este diálogo, el autor de Adolescencia y otras cuentas pendientes (2011) entreteje la crítica como punto de­ cisivo en la continuidad del diálogo lí­ rico: la reseña de un libro de poesía, por ejemplo, puede dar pie –décadas

después, en otro país e incluso en otra lengua– a la creación de un poema, a la reformulación de un motivo, de un tópico. Poesía y crítica establecen un espejeo dialéctico, se retroalimentan. Más allá del trabajo erudito de esta­ blecer un entramado de relaciones y de que el levantamiento intertextual incluya recursos como la cita explícita e implíci­ ta, la paráfrasis, la parodia, la imitación, la alusión, el plagio, etc., el aporte cen­ tral de las reflexiones de El pez no teme ahogarse y de Sabemos del agua por la sed radica en el tejido fino, en la ob­ servación minuciosa para percibir un diálogo, muy elusivo a veces, entre dos poemas. Es necesario ser un lector sa­ gaz para descubrir una tradición (toda tradición es un diálogo) en una serie de poemas separados por épocas, por idiomas o por ideologías. De Aguinaga lee y escribe crítica desde una posición privilegiada: es poeta, y todo poeta es un lector de múltiples recursos y em­ plea múltiples recursos para transmitir o sugerir, mediante el discurso crítico, la emoción lírica, el lugar de la poesía. Si agregamos que De Aguinaga con­ cibe la tradición como una posibilidad de lectura y creación inéditas, pues no concibe la historia de la poesía como un mapa fijo, como un territorio de estratos petrificados, sino como un espacio en continua reconfiguración y resignifica­ ción; y en esta perspectiva, concibe el poema –sea cual fuere la época cuyas circunstancias lo hicieran emerger en el tiempo– como un devenir: el poema 185

es siempre el advenimiento de otro poe­ ma. A veces da la idea extrema de que un poema es creado por varios poetas a lo largo de siglos o milenios: se necesi­ tan varias vidas para hacer un poema; de esta manera, todo poema es un work in progress: está siempre inacabado y está siempre por ser completado. ¿Cómo lee un poeta a otro poeta? Y aun: ¿cómo lee un poema a otro poema? Y si suponemos la existencia de poe­ mas que son una suerte de rompecabe­ zas que requiere el concurso de varios poetas para completarse, ¿cómo se va configurando la galaxia de un poema que ha requerido la imaginación de va­ rios autores? Éstas son las preguntas centrales que De Aguinaga trata de res­ ponder en El pez no teme ahogarse y en Sabemos del agua por la sed. Cualquier crítico académico trataría de responder esas preguntas a partir de las teorías de la recepción (incluida la teoría de la ansiedad de las influencias de Ha­ rold Bloom) o a partir de terminologías abstrusas. El autor de Fractura expues­ ta (2008) tiene la misma actitud que Alfonso Reyes y Antonio Alatorre a la hora de abordar un poema: comentar­ lo a partir de una lectura razonada, de una erudición conversada, y no a partir de esquemas áridos de interpretación. Los tres comparten el tono de la con­ versación en sus estudios críticos, la andadura lúdica del ensayo que no de­ sea agotar un tema sino descubrir un horizonte de posibilidades lectoras. Con Alatorre además comparte la disposi­ 186

ción a la polémica, al debate sobre te­ mas contemporáneos, ya se trate de la producción poética en el marco de la “industria cultural”, de la guerra de las antologías o sobre postulados equívo­ cos de la literatura actual. Sobre este último punto cabe desta­ car el ensayo “Nota sobre la ‘prosa de Guadalajara’”, perteneciente a El pez no teme ahogarse, ejemplo magistral de la argumentación rigurosa, prudente, iró­nica y sin concesiones. El autor de Reducido a polvo (2004) reflexiona sobre un término de catalogación literaria acuñado por el poeta Mario Bojórquez y luego defendido por Alí Calderón: la “prosa de Guadalajara”, tendencia lí­ rica de un grupo de poetas que, según Bojórquez y Calderón, ha sido más no­ civa que benéfica para la tradición poé­ tica mexicana. De Aguinaga rastrea el origen de ese término, evalúa su cali­ dad teórica, confronta esa teoría con la escritura de los acusados de practicar la “prosa de Guadalajara”, y sus con­ clusiones son devastadoras: “La ‘prosa de Guadalajara’ es comparable a una proyección psicológica. (...) Bojórquez elabora un adversario hiperbólico para concederse la ocasión de combatirlo: a grandes molinos de viento, grandes quijotes.” Y párrafos adelante conclu­ ye: “lo que hacen Bojórquez y Calderón es identificar los rasgos de una posible tendencia y exagerarlos para formar, a su exacta medida, un monstruo que lue­ go tendrán la heroica puntería de liqui­ dar con sus propias manos”.

La erudición conversada, la lectura de alta precisión, la agudeza para dilu­ cidar redes de sentido en las tradicio­ nes literarias, la visión personal y no acartonada (académica) de la poesía, la honradez crítica y la reflexión lúdi­ ca son los atributos de El pez no teme ahogarse y de Sabemos del agua por la sed, libros que me han dado, sobre todo este último, una curiosa sensación de felicidad literaria.

Desde el exilio A lejandro B adillo Francisco Laguna Correa (comp.), Casa de locos. Narradores latinoamericanos que estudian un doctorado en Estados Unidos, Paroxismo, Estados Unidos, 2015, 294 p.

Parece un ejercicio frecuente la publica­ ción de antologías literarias, en particular de poesía y de cuento. Una de las razo­ nes de este auge es que ambos géneros son poco atendidos por las grandes edi­ toriales que están enfocadas en la nove­ la. De esta forma los apoyos –cada vez más escasos– del gobierno, institucio­ nes culturales, además de uno que otro proyecto independiente, tienden a apo­ yar estos esfuerzos no solamente con la producción de libros sino promoviendo concursos y premios. Uno de los aspec­ tos que me gustan de las antologías es que permiten acercarse a una gran di­

versidad de autores cuya obra puede no cumplir con los estándares de las gran­ des editoriales pero que cuenta con la calidad suficiente para trascender en el lector y, así, contribuir a la diversidad. Reseñar una antología de cuentos, en esta ocasión Casa de locos. Narra­ dores latinoamericanos que estudian un doctorado en Estados Unidos, es partir de varios puntos: el criterio de selec­ ción, la justificación del compilador y, por supuesto, las virtudes y defectos de los cuentos participantes. Desde hace mucho tiempo la palabra “antología” lle­ va implícito el establecimiento de un canon, es decir, fijar una postura, con­ formar un grupo literario o firmar una propuesta que separa lo valioso de lo pres­ cindible. Con el paso de los años y la difi­ cultad de encontrar grupos de escritores cohesionados en torno a un manifiesto o estética, las antologías se han trans­ formado en reuniones de amigos que no tienen intereses ni poéticas comunes. El único criterio de encuentro, en el mejor de los casos, es la cercanía ge­ neracional. Por estas razones muchas antologías recientes han buscado con­ trarrestar esta dispersión seleccionan­ do los cuentos por temas o subgéneros: cuentos de amor, policiales, de ciencia ficción, terror y un largo etcétera. Casa de locos es un libro que com­ parte algunos rasgos con esta tendencia. Publicado en Estados Unidos por Edi­ torial Paroxismo, un proyecto indepen­ diente que busca dar espacio a autores latinoamericanos que radican en ese país 187

y que escriben en español, el ejercicio se acerca más a una experimentación que a la dinámica tradicional de las antolo­ gías de cuento que se publican en lati­ noamérica. El compilador eligió como tema la vida académica, en particular los estudios de posgrado en humanidades en Estados Unidos. Otra singularidad es que los autores convocados son estudiantes o graduados de doctorado en universi­ dades como Texas A&M, Pennsylvania, Nueva York, Pittsburgh, entre otras. Es­ te criterio, que algunos desdeñarían, me parece atractivo. A menudo se hace una separación entre el mundo creativo y el académico. Incluso, la misma críti­ ca literaria que se publica en revistas culturales a menudo es vista como un mero ejercicio de glosa, un comentario que sólo pondera dejando de lado la creatividad, la imaginación y demás valo­ res que se le atribuyen, per se, a la escritu­ ra creativa. Sin embargo, a pesar de esta percepción, un simple vistazo a las bio­ grafías de muchos escritores del siglo xx y contemporáneos nos indica que, a la par de sus trabajos en la ficción, se desempeñaron en la academia, ya sea por necesidad o por vocación. Queda pendiente el análisis, para los críticos y la historia literaria, la relación entre el trabajo académico y la escritura de ficción. ¿Cómo se influyen? ¿Qué herra­ mientas comparten? ¿Un escritor que se mueve con soltura en una tesis puede, al mismo tiempo, enfrentar otro tipo de escritura y generar un discurso atracti­ vo para un lector diferente? 188

Entrando en materia, Casa de locos es un libro de cuentos disparejo en ca­ lidad y maneras de abordar la temática que propone el editor: escribir acerca de la vida de un estudiante de doctorado en el área de humanidades en Estados Unidos. Esta característica me parece valiosa porque, en primer lugar, se aleja de los temas tradicionales en las com­ pilaciones temáticas y, además, refleja una gran diversidad de opiniones y puntos de vista de los autores sobre su contexto universitario. En este li­ bro hay cuentos de corte confesional, anécdotas íntimas sobre la vida de un estudiante de doctorado y, en el otro extremo, historias que tienen su ancla en un territorio imaginativo que toma la vida académica como mero pretexto para elaborar un discurso con intereses más amplios. De los trece cuentos que integran el libro selecciono unos cuan­ tos que, creo, pueden ser ilustrativos para el lector y que trazan un arco que va de textos rudimentarios, sin mucha malicia en su estructura y apuesta, has­ ta cuentos que cumplen bastante bien con lo que puede exigir un lector ave­ zado. “Taller literario”, de Jorge A. Tapia Ortiz, es uno de los textos más pobres de Casa de locos y su título. De hecho, parece una confesión anticipada que esboza apenas referencias que podrían ser el germen de un ejercicio más de­ sarrollado si se aplicaran las lecciones aprendidas en un taller de escritura. Escrito en primera persona, “Taller li­ terario” no crea una historia sino que

acumula una serie de reflexiones sobre la decisión de estudiar un posgrado: los retos escolares y la patria que se deja atrás cuando se viaja al extranjero, en­ tre otras inquietudes. Estos elementos no se concretan en hechos narrativos, pues el autor confía en que éstos sean interesantes por sí mismos y por eso sólo los nombra. “Llamada”, de Pedro Pablo Salas Camus, es un texto de factura si­ milar. Aquí, el autor también emprende una recolección de pensamientos sobre las ventajas y desventajas de estudiar un doctorado en Estados Unidos. No hay una idea narrativa, descripciones ni histo­ ria a seguir. Algo que exhibe la falta de oficio en estos dos autores es la inge­ nuidad con la que abordan sus trabajos. Parece que para ellos resulta suficiente nombrar experiencias sin rodearlas de una atmósfera, diálogos, planos narra­ tivos, secuencias, entre muchos otros elementos. Hay otro grupo de cuentos que rom­ pe la estructura clásica del género. El menos logrado de ellos, aunque intere­ sante en la propuesta, es “God fearing country”, de Betina González, que en la portada del libro se anuncia como un “epílogo” aunque sea, en realidad, un texto más que cierra la compilación. Este cuento, que tiene mucho de cróni­ ca o artículo de revista, es una pequeña radiografía de la cultura norteamerica­ na. Desde la voz del extranjero que ya se ha aclimatado a su nuevo hogar aunque sin perder una dosis saludable de extrañeza, se describen las ambigüe­

dades del american dream para, inme­ diatamente después, ofrecer una serie de noticias excéntricas ocurridas en diversas partes de Estados Unidos: un gato que predice quién va a morir en un asilo de ancianos; una mujer de 92 años que dispara a la casa de su vecino porque le negó un beso. El texto funcionaría mejor si la parte ensayística fuera más extensa o se justificaran de mejor manera los hechos raros que enlista. Otro cuento experimental es “Guisantes y gasolina”, de Dayana Fraile: para mi gusto, el me­ jor de la selección. Sin recurrir a una historia lineal sino ofreciendo trazos e instantáneas de sus vidas, la autora plantea la relación entre dos mujeres. Usando el devaneo y el recuerdo, se eslabona un discurso ágil e imaginativo que crea una atmósfera seductora. Otro cuento detacado es “Pensando en Prado”, de Ulises Gonzales. Quizás, de todo el conjunto, es el más tradicio­ nal en cuanto a lenguaje y estructura. Con una prosa directa, se cuenta la his­ toria de un estudiante peruano que, des­ pués de trabajar como asesor de Prado, un personaje influyente en Lima, viaja a Estados Unidos. Mediante los recuer­ dos del estudiante, nos enteramos de su malograda relación con una joven cuando aún vivía en Perú y el descu­ brimiento final que revela una faceta distinta de su tutor. Con el mismo ta­ lante se desarrollan las historias “La ola”, de Liliana Colanzi, y “Flores en las ventanas”, de Joseph Avski. Ambos cuentos, desde distintas facetas del rea­ 189

lismo, tocan esperanzas, sinsabores y fracasos relacionados con la vida aca­ démica. Más allá de las virtudes y yerros de la selección, me parece que Casa de locos es un primer intento valioso por reunir la narrativa en español que se escribe en Estados Unidos. Como co­ menté al comienzo de esta nota, desde hace tiempo hay una migración cons­ tante de escritores latinoamericanos a ese país, ya sea para estudiar o para im­ partir cátedra o conferencias. Sin embar­ go, el contexto de su creación raras veces parte desde el papel del migrante. Otro factor digno de tomarse en cuenta es que tales obras tienen muy poca reper­ cusión en el extranjero aunque sean traducidas. El escritor latinoamericano, para ser tomado en cuenta, necesita asimilarse con su entorno, escribir en inglés y buscar desde ahí a los editores que lo “descubran”. A contracorriente de este fenómeno, tenemos nuevas ge­ neraciones de escritores que, ya sean recién llegados o miembros de familias hispanas asentadas en Estados Unidos, conservan el interés en el castellano no sólo como lengua cotidiana sino como me­ dio de expresión artística. El segmento académico que participa en Casa de lo­ cos es otro buen síntoma de la vitalidad que posee su lengua materna en norte­ américa. Poco a poco, y no con pocas dificultades, los lectores en español van encontrando textos literarios que, además de abordar la problemática de la mino­ ría latinoamericana, son una reflexión 190

necesaria sobre su papel en Estados Unidos.

Delgada línea de frontera J udith C astañeda S uarí Gabriel Bernal Granados, Murallas, conaculta, 2015, 88 p.

A lo largo de las poco más de ochenta páginas que componen el libro de Ga­ briel Bernal Granados flotan con insis­ tencia varias preguntas: ¿quién narra? ¿Cuál es el hilo que une los seis relatos? ¿Se trata de cuentos, de una novela breve? Me parece que a cada una de ellas corresponde la misma respuesta: la so­ litaria palabra de tres sílabas que da título a la obra, Murallas. Aunque no se trata de esas enormes paredes cons­ truidas para defensa de un fuerte, de una ciudad; más bien imagino dichos muros como un conjunto de derrumbes, como algo muy endeble que se presen­ ta frente a los posibles lectores para colapsarse. Y creo que ésa es la inten­ ción del autor: a través de un puñado de relatos que requieren de la comple­ ta atención de quien se asome a ellos y de una relectura, a veces, mostrarnos que las separaciones no existen, que muchas ocasiones es imposible una clasificación. El primer muro que Gabriel Bernal se propone derribar es el de la voz na­

rrativa. Desde el comienzo hay un juego entre una primera persona y una ter­ cera. De esta manera va armándose la narración, completándose, como si de un rompecabezas se tratara. Pero no se quedan nada más en eso los cambios de punto de vista; hacia el final esa voz se posiciona a ambos lados de la fronte­ ra que es el papel. “Juan tiene el alma de un pájaro que sobrevuela las cosas y atraviesa las paredes con la agudeza de sus ojos verdes. Centinelas permanen­ tes de todo lo que es. Y de todo lo que no. Camino por las calles de sus dibujos como si caminara por las calles de una ciudad desconocida, orientado por los trazos. Una rama excede el perímetro del papel que la contiene y se rompe”, escribe Gabriel Bernal Granados en “90”, el texto que cierra su libro, haciéndonos sospechar que las páginas anteriores quizás hayan salido de la mano de ese Juan, quien adopta la primera persona en varios momentos y en otros se con­ vierte en Miguel o en G. (¿Gabriel?), quien, libre del impedimento que sería encontrarse al otro lado de una muralla en pie, se permite la libertad de entrar y salir de sus textos, de asomarse por un segundo y hablarle al lector de ma­ nera directa, como ocurre en “P”, rela­ to de un viaje a Paracho en el cual G, el recién llegado, y Luis, hermano de Porfirio, amigo que le ofrecerá hospe­ daje a G, charlan sobre pintura. Por las pinceladas iniciales con las que el au­ tor nos presenta a Luis –pelo negrísimo, hirsuto, una boca parlante que saluda

con un gruñido al viajero proveniente de la ciudad, que “debió decirle bato, morro, o algo por el estilo”–, por el he­ cho de que este joven de quince años no ha salido nunca de Paracho, parece incoherente que después, en un viaje al campo, a bordo de una carcacha azul llamada Buñuelo, se exprese con pala­ bras como “¿Pero qué me dices de la es­ cena del sillón color cereza que aparece en medio de la selva y que supuesta­ mente corresponde a Pierre Loti?” Al lector le extraña, pero no sólo a él. Dos muchachos doctos, conversando sobre pintura y alucinaciones en medio del campo, nos aclara más adelante el na­ rrador entre paréntesis; una frase con tintes de burla, tal vez, un toque de hu­ mor. Pero ésta no es la única ocasión en que el narrador se asoma a su pro­ pio texto: “cada quien con su guadaña, los dos muchachos eran invisibles a la distancia, vistos desde el cielo; pero a medida que el objetivo de una cámara –nuestra cámara– los busca y los enfo­ ca…”, escribe Bernal Granados dentro del mismo viaje a Paracho, y con ese par de sílabas, además, el autor está invitándo­ nos al texto, incluyéndonos no nada más como uno de sus lectores, sino convirtién­ donos en algo parecido a un espía que, al igual que él, sigue muy de cerca los pasos de esos dos jóvenes en el campo. Una segunda frontera que Gabriel Bernal Granados rompe con este puñado de textos es la de los géneros. ¿Qué es Murallas? ¿Novela? ¿Una serie de cuen­ tos? Es un libro atípico; los relatos que 191

lo componen forman un todo, nos dice la cuarta de forros. Relatos, cuentos. Sí, pues hay unidad en cada uno de los textos. Pero existe un nexo entre varios de ellos, más allá de que el narrador sea el mis­ mo pero enmascarado o de la intención de reducir las murallas a un montón de escombros: los personajes. Varios apa­ recen en más de un relato, lo que po­ dría convertir los textos en capítulos de una novela corta. Está Rodrigo, compa­ ñero de salón del narrador en primera persona de “7:19”, el texto que abre el volumen, aparece también en el segun­ do, “Ventana al mar”. En ambos casos se trata de alguien mayor, que merece la admiración de los otros pues tiene, junto a Lisandro, Alina y Jimena, “dos o tres años más que el resto del grupo y eso, en la adolescencia, abre un abismo de dimensiones radicales”. Esto porque se trata de un personaje al que ya no le interesa estar en el patio, como los de­ más, sino la literatura y el sexo opuesto: en “7:19” escucha la adaptación al espa­ ñol de “Annabel Lee”, de Edgar Allan Poe, en una grabadora, en torno a ella como si fuera una fogata nocturna, y en “Ventana al mar”, dentro de los recuer­ dos del narrador, lo vemos entre los que juegan a la botella: “Rodrigo estaba ahí, entre los miembros de la rueda. Le tocó hacer girar la botella, que apuntó a Re­ neé, una muchacha de pecas y melena ensortijada.” La barrera entre ficción y no ficción es otra barrera que se ve reducida a des­ pojos en las páginas de Murallas: entre 192

la narración hay reflexiones acerca de la pintura o de los símbolos. En dichas ocasiones, el libro necesita del lector no sólo su atención, sino cierta base de re­ ferencias que le permitan comprender lo que se despliega bajo su mirada o, en su defecto, la curiosidad para acudir a otras fuentes a fin de resolver las dudas que surjan durante la lectura. Un ejemplo de lo anterior se da en la misma escena del juego de la bote­ lla. Rodrigo besa a Reneé, una Virgen en palabras del narrador, quien ve la boca de su compañero “abrirse y dejar salir de en medio de sus mandíbulas dentadas un dragón enorme y asquero­ so que penetró la boca de Reneé”. La “Dama ultrajada por la monstruosidad del dragón”, sus rodillas temblorosas y el rubor que se extiende sobre sus me­ jillas, hacen que el testigo se imagine con una lanza, embistiendo a Rodrigo y así vengue el honor de la joven. De san Jorge y el dragón, de la lanza como un símbolo fálico –lo que quizá podría hacer del narrador no alguien que defiende sino una especie de rival del dragón frente a la doncella–, las re­ flexiones de Gabriel Bernal Granados se desplazan hacia la pintura. Van Gogh, Rousseau, el Aduanero. Es en el caso del segundo que algunos lectores nece­ sitamos acudir a una fuente de informa­ ción; enciclopedias de historia del arte, imágenes en la red. Entonces se com­ pleta el paisaje que describe el autor en el viaje de G a Paracho: “las hierbas que crecían a la orilla del camino eran

más altas que los árboles, y el marco exterior de las plantas estaba pintado de un negro mate profundo, que las ha­ cía parecer de un plástico irreverente y atigrado”. Entonces nosotros también vemos la imagen que Gabriel Bernal quiere entregarnos. Tal vez la exacta, la de gruesas pinceladas de óleo vivísi­ mas, amararillísimas en contraste con el ultramar del cielo, instantánea don­ de la mano firme y rápida del pintor holandés predomina sobre la de Rous­ seau, donde también hay sitio para las imágenes ocre de Van Gogh: “La es­ cena del desayuno en la cocina de la familia Álvarez, en el poblado fantas­ magórico de Paracho, Michoacán, es un cuadro pintado por Van Gogh. Si no en términos de composición, sí en los términos del modelado de las figuras. Y el color. Son colores terrestres, que apostillan las frentes y las manos de los personajes como si fuesen tallas en una madera muy noble, la madera del campo en un tiempo remoto, olvidado, necesariamente ficticio.” Ficticio, necesariamente. No del todo; en Murallas existen un par de eventos que unen el libro con nuestra realidad: el primero de ellos, al cual alude el tí­ tulo del texto inaugural, es el terremoto del 19 de septiembre de 1985; 7:19 es la hora en la que se registró el movimien­ to telúrico que los nacidos en la década de los setenta recordamos todavía, jun­ to a aquella sensación distinta al mie­ do, pues algo semejante no habíamos

experimentado y en consecuencia no había antecedentes sino un ahora don­ de correr por un pasillo, zigzagueando sin tener esa intención, poseía ciertos tintes divertidos. El segundo evento lo constituyen las elecciones presidencia­ les de 1988 en México, cuando valiéndo­ se de un fraude, de la supuesta caída del sistema, la dictadura priista se pro­ longó un sexenio más y, con ella, la si­ tuación que define a la sociedad hasta nuestros días: “las cosas nunca cambian; el poder nunca cambia de manos, los más ricos se hacen más ricos y los más pobres siguen siendo progresivamente pobres”. Entremezcladas con este oleaje de referencias y voces que nos hablan des­ de una primera persona, desde una terce­ ra, se encuentra una serie de fotografías que asombran y se saborean, tan envol­ ventes que podrían llegar a nublar lo que está narrándose, como la piel de na­ ranja que es el asfalto granuloso don­ de el sol de la tarde va a fundirse o un par de montañas cercanas, inminentes, iguales a energúmenos que vigilaran la actividad de una hilera de hormigas. Y, por debajo de todo, se mueven eventos sencillos: una caída en bicicleta, por ejemplo; un corte de cabello, un alum­ no enamorado de su maestra o asombra­ do por lo interesantes que parecen los muchachos mayores. Diminuto, podría decirse de cada uno de estos aconte­ cimientos, pero con la densidad sufi­ ciente para contener el material del que abrevan la reflexión y la literatura. 193

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