Untitled - Revista Crítica

parece (2014), novela entrañable como ...... Pero se trata de América Latina, y de un pensador crítico dedicado a ...... romántico con una actriz de cine (“Miss.
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el sueño de la aldea

Héctor Manjarrez: las formas de la pasión O lmo B alam

Los personajes de Héctor Manjarrez (Ciu­ dad de México, 28 de octubre de 1945) recorren, aman y viven aventuras en ciu­ dades, como el autor mismo a lo largo de su vida. Ya sea París, Londres o Belgra­ do, las ciudades de Manjarrez –pues las ha hecho suyas por medio de su poten­ cia literaria y mnemónica– son lugares que le sirven de escenografía a sus rela­ tos, pero también son organismos vivien­ tes, entrelazados con el drama, el sexo, las comunidades hippies y los soñadores vagabundos, hijos de puta entrañables, la política y el humor, la revolución (con R también), los errores y horrores de la vanguardia y el espíritu juvenil, la unión y no la separación cartesiana de la men­ te y el cuerpo. El estilo que ha vuelto característi­ ca la obra de Manjarrez amalgama las flexiones de la jerga chilanga –lo que a veces lo colocaba entre los escritores de la Onda– y las del hombre culto, el hombre que ha leído mucho sin necesi­ dad de contraer bodas con una facción literaria o con una teoría de la escri­ tura. La capacidad para modular esos dos tonos le da a sus libros, cada uno ø héctor

manjarrez

más perfeccionado que el anterior, una voz entrañable y solemne a la vez. Ese estilo se dio con algunos experi­ mentos iniciáticos en las últimas horas del festín vanguardista: los tres relatos de Acto propiciatorio (1970) y su primera novela, Lapsus (1971), un libro desafian­ te y en ocasiones ilegible que cuenta la historia de Huberto Haltter y Humberto Heggo a través de fragmentos escritos en español, francés, inglés, un largo aparato de notas al final del libro y dislocacio­ nes joyceanas. Esa primera fase culminó en 1977 con el poemario El golpe avisa. Después vendrían las obras que corre­ girían ese primer amor loco por la rareza y la extravagancia para concentrarse en el que ha sido el tema de Manjarrez, eso que sus lectores solemos reconocer con el nombre de amor, pero que él llama la pasión por las personas amadas, sus ma­ nifestaciones en el erotismo, el roman­ ce, el desamparo y la familia. Pues no todos los amores son románticos. De ese segundo ciclo es el libro que le valió el Premio Xavier Villaurrutia, No todos los hombres son románticos (1983), conjunto de cuentos donde comienza a examinar ese dúo omnipresente en su obra: la ciudad y las mujeres. Posterior­ mente publicó una segunda serie de poemas (la zona menos conocida de sus es­ critos), Canciones para los que se han separado (1985); la novela compuesta 5

por episodios semejantes a cuentos, Pa­ saban en silencio nuestros dioses (1987); un libro de ensayos literarios, El camino de los sentimientos (1990), que parece una galería con retratos de amigos íntimos –sean Kerouac, Cortázar, Gombrowicz, Kundera o Revueltas–; los relatos de Ya casi no tengo rostro (1996) y la novela El otro amor de su vida (1999). Recibió el siglo xxi con El horror es familiar (2001); Rainey, el asesino (2002); la novela sobre los engaños del arte contemporáneo, La maldita pintura (2004); un segundo libro de ensayos que también es un diario en torno al Bosque de Tlalpan y la(s) ciu­ dad(es), El bosque en la ciudad (2007); una novela sobre la niñez, Yo te conoz­ co (2009); y los cuentos de Anoche dor­ mí en la montaña (2013). Punto y aparte merece su libro más reciente, un tour de force. París desa­ parece (2014), novela entrañable como pocas, superior en más de un momento a Rayuela en su retrato de la capital francesa anterior a 1968, y en la que aparecen burgueses, surrealistas, delin­ cuentes de cuarta, el arte de la corres­ pondencia; Giacometti, desarrapado como último artista sobre la tierra; el fantas­ ma de André Breton y el protagonista –uno de los alter ego de Manjarrez–, todos ellos habitantes de una Arcadia de la que sólo queda el recuerdo y la risa. París aparece no como la Meca de 6

los escritores latinoamericanos, desde Ru­ bén Darío hasta el boom, sino como un momento extraordinario en la historia del arte, una ciudad-escenografía, car­ gada (o recargada) de historia, una zona del mundo en donde la gente crece entre catedrales y museos asombrosos. La “mexicanidad” para Manjarrez también resulta importante en su obra. Así como analiza a los ingleses y a los franceses tal cual lo haría un científico social o un etnógrafo (uno de sus per­ sonajes más memorables, Concha, es antropóloga), Manjarrez ha detectado en el habla mexicana el único atisbo (o atavismo) de lo que es ser mexica­ no. Producto explícito de esa visión es su Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos (2011). Sería muy fácil decir que su narrati­ va ha ido trazando un ciclo que, por lo leído hasta ahora, lo devuelve a su pri­ mera novela. Mejor dicho, al joven no­ velista que fue atormentado y extasiado por el fragor de la vanguardia y la im­ paciencia por convertirse en escritor. En su septuagésimo aniversario vuelve cons­ tantemente a su juventud y se aventura a los bosques oscuros de la niñez, ese jardín irrecuperable que, sin embargo, le ofrece un nuevo reto como escritor y lector: recordar cómo era la infancia sin traicionar su espíritu original. Tras vivir su temprana juventud en

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París y su madurez en muchas otras ciudades, algunas más vinculadas a las mujeres y otras más a los hombres, Manjarrez se asentó definitivamente en la Ciudad de México, donde oficia como edi­ tor en la que ha sido su otra casa, era, y ejerce como profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana, en el campus Xochimilco. De entre las varias ciudades que conforman la Ciudad de México, que a veces se cree la más grande del mundo, la que lo abriga actualmente es Tlalpan. En la puerta de su casa, ubicada rumbo al Ajusco, hay un farol que parece traído de París y una ad­ vertencia: “Use la aldaba.” la vanguardia y el festín del lenguaje

Yo sufrí mucho porque mi “religión vanguardista” me decía que tenía que anteponer el lenguaje y el experimen­ to a la narración. Así fue hasta que me di cuenta de que no me interesa­ ba en realidad, lo que me interesaba era ver qué historias tenía yo en la cabeza.

–¿Cómo ha sido la experiencia de es­ cribir su obra a lo largo de casi cinco décadas? –He pasado por diferentes fases, no las tengo muy claras. Acto propiciato­ rio lo escribí a los 22 años y se publicó cuando yo tenía 24. Lo escribí cuando

llevaba ya bastantes años fuera de Mé­ xico y fuera de mi idioma. O sea, oyendo a mi alrededor serbio o francés o inglés o turco o ese idioma parecido pero dife­ rente que hablan en España. Lo mismo con Lapsus. En esa época me intere­ saba el lenguaje como le interesaba a casi todos los escritores de los sesen­ ta, no sólo en español, también en in­ glés, como a Nabokov. Me interesaba qué podía hacer uno con el lenguaje, cómo podía uno extenderlo, ampliar­ lo, flexibilizarlo, rebotarlo, madrearlo. Qué sé yo. Y después, con los años, lo que me ha interesado es escribirlo con la menor cantidad de adornos, lo más desnudo posible, quitando comas, por ejemplo (me fascinaban las comas y los puntos y comas). Antes quería que el lenguaje fuese novedoso, extraño, sorprendente. Y ahora quiero que no se note mucho cómo escribo, escribir bien sin que se note. –¿Qué tanto le interesa ahora la experimentación como se hacía en esa época? –En los sesenta preponderaba el es­ tilo, o lo que se llamó la escritura, para diferenciarla del estilo, que era y si­ gue siendo un engolamiento. Ahora me interesa siempre que el lenguaje esté al servicio de lo que estoy narrando. –Después de que se desvaneció o perdió importancia esa idea de La Escritura, 7

¿ha notado usted que los escritores re­ gresan a la narración? –No sé. Yo regresé a la narración hace muchos años. Yo sufrí mucho en los setenta porque mi ideología, o mi “re­ ligión vanguardista”, me decía que tenía que anteponer el lenguaje y el experi­ mento a la narración. Así fue hasta que me di cuenta de que lo que me intere­ saba era ver qué historias tenía yo en mi cabeza y en mi experiencia y cuá­ les quería recordar o inventar. –¿A qué cree que se debió esa aver­ sión a narrar? –Son cosas que pasan. Uno se da cuenta después de que lo que uno cre­ yó que era una emoción y un descubri­ miento, y que además, ¡oh, maravilla!, lo compartía con esa pintora, con ese escultor, con aquel grupo, con aquella actriz de teatro; uno se da cuenta de que eso era un lugar común que nos en­ volvía a todos. Nos entusiasmábamos con la idea de hacer cosas nuevas. Se fue produciendo una bola o varias bo­ las de nieve de las que salieron cosas muy buenas. Yo creo que el teatro de los años sesenta-ochenta en Polonia, en México y en Inglaterra, fue extraor­ dinario, basado en eso, en hacer las cosas diferentes, en decir “¡Basta con lo que se hacía antes, hay que innovar, hay que renovar!” Y hay veces en las que uno nomás está siguiendo algo porque 8

es parte del movimiento del agua. Y en realidad, el hecho de que el agua se mueva no quiere decir que esté pa­ sando algo. –Hablando de esta época, ¿qué ha sido de esa izquierda que retrata en sus relatos, de esa euforia? –Yo no sé si hubo alguna vez euforia en México en la izquierda. Hubo eufo­ ria en Chile o en Argentina antes de las dictaduras y después de las dictaduras. En México, la izquierda siempre ha sido muy minoritaria, no muy inteligente que digamos, nunca ha planteado las cosas como para que uno las conside­ re con seriedad como proyecto. –Literariamente, toda esta época mar­ cada por la revolución, ¿cómo la ha in­ tegrado a su obra? –No sé, realmente. “Revolución”… Creo que usábamos la palabra “revo­ lución” con una ligereza alegre e irres­ ponsable. Digamos que mi cerebro era revolucionario pero mi corazón siem­ pre fue reformista. ¿O era al revés…? Además, yo siempre fui antisoviético, anticubano desde 1968, antichino, y nunca me hice ilusiones sobre lo que era el socialismo real, habiendo vivido en Yugoslavia, el menos opresivo de los regímenes del Socialismo Real (que en realidad era irreal, como todas las reli­ giones). Otras personas sí se hicieron ilusiones, o pensaron sobre todo que

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el comunismo era reformable. El co­ munismo no es reformable. O te aco­ gota y te aterra y te chantajea con sus nobles ideales –como dice Svetlana Alexiévich– o desaparece como la bru­ ja horrorosa de los cuentos. –¿Cómo hace que la realidad, la historia, la memoria se integren a su literatura? –Yo no puedo hablar tajantemente de lo que sucede entre la memoria y la literatura. Escribo a partir de mi ex­ periencia y de la experiencia de las gentes que he conocido y los lugares donde he vivido, pero también de lo que imagino. No tengo más control so­ bre lo que imagino (o sobre lo que re­ cuerdo) que sobre el azar que me hace conocer a alguien un día caminando por Insurgentes. las ciudades y el amor

El amor no me interesa particu­ larmente, la verdad. Me intere­ san las personas, me interesa el deseo, me interesan las ilusiones que se hace la gente, la pasión y las formas de la pasión.

–Después de tanto tiempo de vivir en México, ¿qué le evoca este país? –Asco, horror, miedo, simpatía y ternura. –Una de las constantes de su obra

me parece que es el amor, un tema que usted ha abordado de diversas formas: en tríos amorosos, matrimonios fallidos, amistades que parecen más que amista­ des… ¿Cuáles son las dificultades para escribir sobre el amor, teniendo en cuen­ ta que es uno de los temas universales? –Me deja intrigado tu pregunta pues yo nunca he escrito sobre el amor. O sí, pero lo que pasa es que a mí el amor no me interesa particularmente, la ver­ dad. Me interesan las personas, me interesa el deseo, me interesan las ilu­ siones que se hace la gente, la pasión y las formas de la pasión. Y justamente en lo que estoy pensando mucho ahora es en las personas por las que se sien­ ten los amores más fuertes, que son los hijos y los amigos. Y a pesar de que los dos amores más grandes de mi vida son mis dos hijas, o justamente por­ que son mis hijas, no he escrito sobre ellas más que alusivamente. Pero me gustaría escribir más sobre los hijos en general, porque a final de cuentas son las personas a las que uno más ama, al menos en mi caso. Por otra par­ te, las aventuras amorosas más largas son las que uno tiene con sus amigos y amigas, no con sus amantes, salvo en el caso de aquellas personas que reúnen ambas condiciones. –Sobre otras ciudades, ¿existe hoy una ciudad que tenga la estatura que tuvo Pa­ 9

rís como la retrató en su última novela? –Nueva York casi lo fue, pero creo que Nueva York ya se chingó, no pudo ser por mucho tiempo lo que era París desde fines del xviii y, digamos, hasta 1968. Sigue siendo una ciudad indes­ criptiblemente hermosa, rica y llena de extranjeros. Pero creo que la destruc­ ción que ha llevado a cabo el capitalis­ mo actual en las ciudades es terrible porque las hace tan caras que no puede vivir gente pobre en ellas y no pueden vi­ vir extranjeros en ellas, extranjeros que no tengan mucho dinero, quiero decir. Entonces tú no puedes tener una ciudad como el París de antes si tus pobres no viven en París, si viven en los subur­ bios. Y menos aún puedes tener un Manhattan como el que tenías hasta los setenta, ochenta incluso, porque ya nadie vive ahí si no tiene la suficiente lana. La gente se fue a Brooklyn, pero ahora Brooklyn es carísimo. ¿Y ahora a dónde se van a ir? –¿Y la Ciudad de México? –La Ciudad de México, al contra­ rio, está recuperándose de una mane­ ra casi prodigiosa, por lo menos a mis ojos. Si andas caminando ves cómo la ciudad está reviviendo, cómo los ba­ rrios cambian, las gentes hacen cosas, hay muchísimos barrios muy vivos y donde hay diferentes clases y diferen­ tes tipos de personas conviviendo. El 10

país vive en el miedo y esta ciudad responde con vida. –La ciudad es también uno de sus grandes personajes –Londres, la Ciu­ dad de México, París–. Ocurre en sus obras la unión entre las ciudades y los personajes. ¿Cómo actúa este organismo? –Cuando yo era adolescente, mi padre –que era un mal padre, pero un buen viajero y un buen amigo– me dijo: “Si quieres conocer una ciudad tienes que tener una novia en esa ciudad, y enton­ ces conoces la ciudad a través de ella.” Obviamente eso era desde un punto de vis­ ta romántico-machista-durrelliano, pero aplica igualmente para las chavas. Por lo demás, yo me daba cuenta hace unas semanas de que hay ciudades donde mis relaciones más importantes han sido principalmente con hombres, ciudades que relaciono con mujeres y ciudades que relaciono con ambos. Por ejemplo, para mí San Francisco, Londres y Belgra­ do son ciudades que tienen que ver con mujeres. Madrid y París, más bien con hombres. Y luego hay ciudades como Managua, Nueva Orleans, Bogotá, Nue­ va York, que son de hombres y mujeres. En la Ciudad de México son hombres, mujeres y viejos y niños; es mi entor­ no desde que nací y nuevamente des­ de que volví hace muchos años. Yo recuerdo en Madrid una camarade­ ría con otros latinoamericanos, argentinos,

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chilenos, centroamericanos, mexicanos, que eran como yo: unos muertos de ham­ bre que andaban en Madrid porque no podían andar en otra parte. Esto era en el pleno franquismo mierda y duro pero un poco menos bestia, en 1963. Entonces tener relaciones con una mujer en Espa­ ña, incluso de amistad, era impensable: todas eran vírgenes o santas o monjas. ¿De dónde sacaron, el Destape español y Almodóvar, a tantas mujeres desbo­ cadas y gays delirantes y jueces con vi­ das secretas? ¡De siglos de opresión que nos oprimían también a los fervientes latinoamericanos! Para esos muertos de hambre sin musas posibles sólo existía la camaradería de los escritores que se enseñan sus poemas y sus cuentos y se toman un chocolate a lo largo de cua­ tro horas o más, porque todo el mundo les es hostil o por lo menos indiferente. A Managua yo fui para ver qué pa­ saba cuando ocurría la Revolución San­ dinista y todavía la Revolución era una cosa maravillosa. Se respiraba en el aire que la gente estaba contenta porque te­ nía el poder y la esperanza en sus manos. Las relaciones con hombres y mujeres, “los compitas”, eran muy emocionan­ tes, muy vitales, muy vibrantes, en el sentido más sencillo de la palabra. Eso fue antes de que se empezaran a fosili­ zar las relaciones de los cuadros con (ejem) el pueblo, aunque ya empeza­

ban los desplantes de caudillismo y ca­ ciquismo entre los Héroes de la Lucha. Decíamos entonces: la Revolución San­ dinista tiene tres caminos: o el cubano o el mexicano o el propio, y ojalá que no siga ni el cubano, que es el partido lo que importa y tú te chingas, ni el mexi­ cano, que es el de aquí nos corrompe­ mos todos, compay. La ruta que tomó el sandinismo fue la propia: una mez­ cla de los dos caminos, la cuadradez machista-leninista y la corrupción a la mexicana juntas. el camino de la duda

Cada libro es un entusiasmo, cada libro es una forma de padecimien­ to. Quizá lo más padre es que ya casi no sufro. Si no puedo escribir, no puedo escribir.

–¿Usted cree en la tradición de los padres literarios? ¿Cuáles son los autores qué más lo han influido al escribir? –Yo no me veo padres literarios, pero sí primos, hermanos, amigos. ¡Y ex ídolos que por respeto no voy a nombrar! Den­ tro de la tradición mexicana, a mí me gustan mucho tres escritores que son muy diferentes de mí y entre sí, que son Martín Luis Guzmán, Salvador Eli­ zondo y Salvador Novo. –¿Y otros artistas, músicos, compo­ sitores? 11

–A mí me fascinó mucho tiempo la vanguardia del siglo xx en pintura; me desencanté de la vanguardia en músi­ ca más o menos cuando me desencanté de la vanguardia en literatura, en algún momento hacia el fin de los setenta y principios de los ochenta. ¡De la pin­ tura sí tardé más en desencantarme! Hubo un momento, creo que en 1994: estaba en la East Wing de la National Gallery de Washington, la sala cons­ truida para albergar el arte moderno. Y de repente empecé a ver que muchos de mis monstruos sagrados me parecían tan pobres: Rothko, Franz Klein, Jac­ kson Pollock... Sigue habiendo cosas maravillosas en el arte del siglo xx, mon­ tones, pero dejé de verlas como una es­ pecie de progreso con respecto del arte del siglo xix, dejé de verlas como una valerosa ruptura con la Academia: ellos mismos formaron una Academia a pesar suyo, se repetían los unos a los otros en un montón de lugares comunes. Fue un golpe bastante duro darme cuenta de que ya no podía mirar ni de reojo esos cuadros sin que me dieran pena. Eso pasa con las vanguardias: enveje­ cen y se ven patéticas. El siglo xx fue el siglo de las vanguardias en el arte y en la política. Hay que pensar muy bien lo que hicimos en esos años que van de la Revolución Mexicana, la Pri­ mera Guerra Mundial, la Revolución 12

Soviética y el despertar de Japón y China, hasta la Edad del Terrorismo y la Cri­ sis Permanente del Capitalismo, sistema que llegamos a suponer que era por lo menos eficiente. Y ahora que no tiene adversario enfrente, excepto esa abo­ minación bifronte capitalista-comunis­ ta-despótica asiática que es China, vemos cómo machaca a la gente sin miseri­ cordia ni pausa. –¿Hay libros a los que vuelva cons­ tantemente? –Sí, pero leo páginas, no los releo enteros. Porque ya los leyó uno, ya fue uno deslumbrado. Sin embargo: Home­ ro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Sha­ kespeare. Sobre todo el padre de todo, él sí el Padre nuestro de cada día: no llevo cuenta de cuántas veces he leído la Ilíada y la Odisea. –¿Sobre qué está escribiendo ahora? –Sobre personas que me interesan, que me apasionan, como los ancianos, estoy tomando notas. En poco tiempo seré uno de ellos. En mis diarios llevo algunos apuntes sobre mi envejecimien­ to; espero que sean más interesantes que los apuntes que hice en mi juven­ tud sobre mi juventud. Llevo más rato escribiendo sobre niños; es muy difí­ cil escribir sobre niños, son seres muy complejos. Es muy difícil recordar cómo era uno cuando niño. De hecho creo que es casi imposible recordar cómo era

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uno, porque el deseo de los niños es siempre ser mayor, siempre quieres tener un año más, ser como tu hermano ma­ yor, complacer a tus padres: el Deseode-no-ser-quien-estás-siendo. Por eso Peter Pan es a la vez pueril e inmortal. Los niños y los viejos son los que me interesan ahorita como material del recuerdo y de la observación. –¿Qué es lo que más ha disfrutado en estos cincuenta años de escritura y lectura? –Cada libro que logro acabar de es­ cribir es un entusiasmo, cada libro es una forma de padecimiento. Quizá lo más pa­ dre –lo mejor– es que ya casi no sufro. Si no puedo escribir, no puedo escribir. Si se prolonga eso de que no puedo escribir, ni siquiera un poco, o nada, entonces sí me empiezo a poner muy neurótico. Antes sí me angustiaba, sentía que mi vida tal vez no tenía ningún sentido. A estas alturas lo que me interesa es ver si mañana me sale o si no, pasado ma­ ñana, no hay prisa. No hay tanta prisa.

¡Que 70 años no es nada! José Ramón Ruisánchez Serra

empecé a escribir como escritor –como persona que se concibe a sí misma ante todo como escritor, antes que cualquier otra cosa– (...) en el año de 1963”. En esa etapa inicial de su carrera, agrega: “nunca escribí un cuento sin pensar antes cuán extraño debía de ser en la forma (...) Lo que me interesaba (y a los escritores, pintores, cineastas y músicos que eran mis amigos era crear formas raras en las cuales vaciaría posterior­ mente el contenido”.1 Y un poco más adelante: “Entonces, como ahora, aque­ llo que me parecía más extraordinario y disfrutable de James Joyce era ese maravilloso ojo suyo sobre los seres humanos, sus formas de hablar, de mo­ verse, de pensar. Tal vez yo pensaba que este tipo de ojo sólo podía obtenerse, o re­ cuperarse a través de técnicas insólitas.” Empiezo por este ensayo, el que cie­ rra El camino de los sentimientos –como podría empezar por otros muchos tex­ tos, que son otros cabos para jalar la madeja de la obra de Manjarrez–, por­ que encuentro aquí una serie de ras­ gos importantes. El primero de todos es algo casi invisible, pero importan­ te: más que afirmar, el yo de su ensayo cuenta. O mejor: su manera de afirmar es contando. Usa la narrativa para en­

Dijo Héctor Manjarrez, en 1989, pero lo 1 sigo oyendo con nitidez, lo vuelve a de­ Héctor Manjarrez, El camino de los sen­ cir cada vez que abro esta página: “yo timientos, era, México, 1990. 13

sayar, y lo hace poniéndose en estado de memoria. Y ése ya es un segundo rasgo. Mucho de lo que me resulta más cer­ cano y entrañable de lo escrito por Man­ jarez, creo que justo lo que hace ya casi veinte años, tras leer Pasaban en silen­ cio nuestros dioses, me hizo invitarlo a cenar sin conocerlo, lo que me lo vuelve imprescindible en lo personal y también como uno de los que trabajan en ese proyecto que sigue a medio hacer que es el mapa de la literatura mexicana. Lo que me hace envidiarlo más (más en caso de que no se oiga, viene subra­ yado, porque hay mucho más después de eso que me hace envidiarlo más), lo que me hace quererlo tanto, es lo que sabe hacer con la memoria. La memo­ ria recordada o la memoria inventada o una sabia mezcla de las dos. El yo narrativo, la persona poética, el yo reflexivo de sus ensayos rememora y se implica en la rememoración: recuer­ da amorosamente. En muchos de sus mejores cuentos, muchas de sus nove­ las (incluso de las más imaginativas como La maldita pintura y Rainey el asesino), están inventados desde las po­ tencias de la memoria. Y ni qué decir de ese género estratégicamente inde­ ciso al que pertenece de un modo El bosque en la ciudad y de otro distinto París desaparece y de otro más Yo te conozco, que son memorias y son en­ 14

sayos y son novelas (o bien que no son memorias ni ensayos ni novelas). En to­ dos estos libros está este amor por quien fue, por aquéllos con quienes fue. Sólo con amor se puede decir yo de esa mane­ ra: “Yo empecé a escribir como escritor”, en la verdad pero también una página como ésta en la ficción de No todos los hombres son románticos: –¿Tú también eres jipi? –No sé. No creo. ¿Tus padres lo son? –Obviamente. Tú traes algo adentro, ¿verdad? –Tal vez –Se te nota. –¿En? –No estás normal. –Pero ¿estoy bien? –Oh sí, genial. Me gusta estar conti­ go. A mi hermanito también. Eres bue­ no, lo aguantas. –Es muy encantador. –A mí también me cae bien, pero creo que abusa de la gente. –¿Tú no eras así a su edad? –No. –¿Te acuerdas? –Sí, claro. No hace mucho tiempo de eso. –¿Y qué hacías? –Platicaba. Siempre me ha gustado platicar. –Con tu hermano estuvimos platican­ do de la luna.2 No todos los hombres son románticos, , México, 1983.

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La memoria que al mismo tiempo es intensa y delicada. Y simultáneamente suena en español y resuena en lengua extraña; muestra, como quería Benja­ min, la huella del inglés y de sus ar­ ticulaciones distintas. El inglés, pero también un inglés hablado en cierta época, un inglés que se recuerda y, por lo tanto, se recupera siempre como tiempo perdido: posesión por pérdida. Esa luna de la que hablan y que los ilumina mientras hablan es la precisa luna a la que el hombre está por lle­ gar por primera vez. Es una luna his­ tórica, pero al mismo tiempo una luna personalísima. Y así, en esos lugares íntimos, la Historia de H grandona se junta con su historia. Pero hay que decir que Manjarrez se impone también una memoria valiente, que ejerce en especial sobre los mis­ mo puntos que le producen más amor: sobre el cuerpo que más ama o amó, el que encendió su deseo y le procuró placer. Y ahí dice también los espacios más mezquinos, dice el miedo, el odio, el asco, la fealdad inmediata o hasta simultánea con la belleza. Ahí dice valientemente pero sin dejar de amar. Y eso está cabrón, por decirlo zoome­ tafóricamente. Por eso me gusta tanto el párrafo con el que abrí estas páginas. Escribí queriendo ser raro. Y confiesa que fue

necesario atravesar el error de la hete­ rodoxia obligatoria de los sesenta para encontrar su manera de compartir una verdad. La de las “formas de hablar y de moverse y de pensar”. El error no desaparece. El error se explora con la pluma en la llaga. Escribe las ganas de matar a alguien para robarle veinte monedas de plata. Escribe la vengan­ za que se equivoca. Escribe la traición a la amistad por deseo. Manjarrez sabe que estas dos ma­ neras de su memoria, la amorosa y la valiente, son una sola. Que juntas, alia­ das, hacen que ardan sus páginas: nadie puede escribir con tanto dolor sobre lo que abruma y aburre y aplasta de París y de Londres y de ese país que ya no exis­ te, la antigua Yugoslavia; nadie puede escribir con tanto dolor sobre una amis­ tad que se quiere volver forma de vida y 15

se quiebra por la colección de moderados egoísmos que atraviesan incluso a los más generosos; nadie puede decir tan bien de un escritor cercano, amado, necesario que tiene páginas pésimas. Además Manjarrez recuerda sin ol­ vidar desde dónde recuerda. Recuerda sin olvidar que mucho de lo que re­ cuerda se ha vuelto necesario, valio­ so, bello, porque ya no está, porque se ha perdido irremisiblemente y a veces, muchas veces, para bien. Héctor recuer­ da mostrando, sobre todo como fondo, el hic et nunc cambiados, contrastantes que acaso lo han invitado a volver a un paraje de la memoria. Pero cito de una página más, ahora del Bosque en la ciu­ dad, para seguir: Se me olvidaba un momento muy her­ moso de la primavera local: antes del florecimiento de las jacarandas, el de los duraznos. Me acuerdo del asombro y la emoción con aquel árbol, en mi dúplex de Calzada de Tlalpan, en los ochenta, que medía unos cuatro me­ tros de alto y que nunca daba duraz­ nos, pero nunca dejaba de dar flores. Los amigos venían a verlo. La gente entonces tenía tiempo (aunque tuvie­ ra hijos) para ir a mirar un durazno y tomarse unas chelas (que entonces se llamaban cheves) e improvisar algo delicioso para comer.3 3

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El bosque en la ciudad, era, México, 2007.

Aquí está todo junto: la memoria amo­ rosa y la valiente, que va pero se obliga también a regresar desde el pasado y na­ rrar, ensayar, cantar, criticar el aquí. El presente es un lugar desde el que se va al pasado, pero también terminus, punto de llegada que se modifica desde el pasa­ do y, sobre todo, gracias a la memoria. Y, por cierto, ese ir y venir está des­ de el primer cuento de Acto propicia­ torio, de 1970, que recordábamos hace poco Paloma Villegas y yo. Un cuento en que una familia recibe a un cowboy que rueda desde la pantalla de la tele­ visión a su casa de la Colonia Roma. Aunque esta colección no se haya ree­ ditado, ya estaban en ella latiendo esos tiempos que se tocan, un ir y venir. Me falta decir algo importante, que acaso ya con las pocas citas que he leído resulte evidente. Manjarrez sabe encontrar no sólo las palabras justas, sino que también sabe resucitar en el momento necesario las que alguna vez se usaron para un sentir común, para un estar juntos: sabe decir cheves, sabe decir despacito, sabe decir bello. Pero también sabe decir más: Esta casa tiene una buganvilla un peral y otras plantas cuyos nombres desconocidos me infunden gran tranquilidad.4 4

Canciones para los que se han separado,

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El horizonte de la palabra es siem­ pre la imposibilidad de agotar con lo dicho la densidad, la riqueza, el miste­ rio de lo real. Lo que lleva a escribir y, sobre todo, a seguir escribiendo. Pero también a la sabiduría de reconocer que, por más que se forje una precisión (y Manjarrez es prodigiosamente pre­ ciso), hay un momento en que hay que rendirse: y en estos versos el poeta se rinde de manera ejemplar, gozosa. La memoria está hecha de palabras sabidas y olvidadas. Repetidas, soba­ das, gastadas. Nuevas. De palabras y del límite de las palabras. De silencios sabios. Elipsis elegidas. No es entonces coincidencia, abu­ so de confianza o de autoconfianza que haya concentrado saberes y, tongue in cheek, haya publicado también un Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos. (La parte de entender a los mexicanos a lo mejor no he aca­ bado de entender cómo usarla.) Hasta aquí me he limitado al espacio abarcable de ciertas páginas, sin pen­ sar de manera cabal lo que es y hace un libro completo de Héctor Manja­ rrez. Primero que nada hay que decir algo que es obvio cuando uno se refiere al novelista –pero que no lo es nece­ sariamente cuando uno piensa en el , México, 1986.

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cuentista, el poeta, el ensayista–: Man­ jarrez planea la unidad y las unidades de sus libros cuidadosamente. Por ejemplo, su más reciente colec­ ción de cuentos, Anoche dormí en la montaña, no es solamente un volumen de textos breves y extraordinariamente bien escritos. Son textos que hablan entre sí, que se enriquecen, que quieren estar en el mismo libro. No solamente porque varios de ellos cuentan una Semana Santa huichola, y porque en ellos está Concha, la memorable protagonista de El otro amor de su vida. El resto de los cuentos no sucede en la Sierra Madre Occidental, sino en la Ciudad de Mé­ xico, en Managua, en Londres, en La Habana. Pero todas sus protagonistas son mujeres y en todos impera no la pregunta sobre “el eterno femenino”, sino la pregunta concreta sobre mujeres concretas, que han vivido en lugares y tiempos que las determinan en cierta medida, pero estas mujeres también, además de habitarlas, sortean esas de­ terminaciones volviéndolas extraordi­ nariamente singulares. Pero además de la unidad del li­ bro mismo, encerrada entre sus pastas, Manjarrez crea unidades en sus libros de cuentos, en sus colecciones de ensa­ yos: unidades que pueden llamarse “In­ fidelidad”, como la primera del libro que mencionaba; “Gracia”, como una 17

de las partes de El camino de los sen­ timientos, o sencillamente estar encabe­ zadas con número como en las tres partes de las colecciones de cuentos No todos los hombres son románticos y Ya casi no tengo rostro. Estas separaciones, incluso cuando son una mera cifra, invitan (o por lo menos me invitan) a pensar la comunidad entre dos o más textos. Invitan –después de haber go­ zado, sentido, paladeado las palabras que rescatan, la música que hacen po­ ner, los cuadros que habitan y, sobre todo, los otros libros que reavivan– a pensar en la figura que forman. Del mismo modo que los trabajos de la memoria de los que he hablado an­ tes modifican también el presente, estos títulos obligan a una activación temática de los textos que encabezan: sean un fragmento de una novela o un grupo de cuentos. Me hacen pensar en cómo lo que he leído se transforma e invita a la meditación sobre el tema que los une. El yo, la pasión sexual de los cuerpos, la juventud y el envejecimiento, el vi­ vir en una ciudad a la que no le hago falta, el fracaso de una opción política más generosa pero que deja una huella en otra parte. Dos o más textos escri­ tos de manera cuidadosamente distinta, cristalizan por la unidad que los reúne. Incluso en el caso de las novelas, los capítulos invitan al guiño teatral y a 18

ser leídos como los actos en una pieza. Pero no quiero terminar sin propo­ ner una posible unidad que ofrece la obra misma; no como ese elefante en cuero y papel cebolla que iría del Acto propiciatorio y Lapsus de principios de la década de los setenta a la flamante París desaparece y lo que siga pasado mañana, que siempre sorprende, pero al mismo tiempo bebe de las mismas inagotables aguas elementales: Este corpus está atravesado por cuer­ pos. Desde los muy directamente dichos, como estos del temprano El golpe avisa: Debí, sí, debí beber tu sangre y mascarte el click por un ciego instante mudo antes de agotarnos, mucho antes del baño. Ahora tu cuerpo casi musculoso, grotescamente blanco, coñirrojo y pelirrubio, está tan inmaculado tan quant à soi como el mío. Que no te di casi nada es cierto. Que me diste el revival de un viejo aborto es tan estremecedor que lloro de no ponerme sentimental como tu ciudad.5

De nuevo, cuerpos, en plural. Por­ que incluso los intensos momentos de soledad son, sobre todo, de añoranza o de desgarramiento respecto a otro cuer­ po. Concreto o por concretarse. Cuerpos 5

El golpe avisa, era, México, 1977.

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puestos en palabra, pero en una pa­ labra que por muy perfecta, por muy cimentada en las más altas cumbres de la cultura, mejor: gracias a que ha dormido en la montaña de la cultura, no abandona nunca a los cuerpos. Pero como dice Badiou: hay cuer­ pos, hay lengua y hay también verda­ des. Y la verdad requiere no sólo de la revelación deslumbrante –el brillo del amor, la herida de la belleza, la con­ vicción–, sino de lo que Badiou lla­ ma fidelidad y yo he preferido llamar valentía. La obra de Manjarrez no es la de un sentimental ni la de un nos­ tálgico ni la de un hedonista. Los sen­ timientos, la memoria y los placeres son siempre lo que está por pensarse, lo que desde su hacernos sentir, desde su habernos hecho sentir nos obliga a pensar. Para Manjarrez, además, el pensar exige un decir muy elevado. A nivel de la palabra elegida, a nivel de la per­ fección de cada texto, a nivel de la re­ lación entre textos y al final, al final de su obra completa que es uno de los retratos de historia íntima más com­ pletos, más complejos, más conmove­ dores con los que contamos. Un decir que al mismo tiempo proteja la verdad de los cuerpos que lo originaron. Y en esa constelación veo la singularidad de su brillo.

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Fórmulas para poblar un desierto D ante A. S aucedo 1

Leah Goldberg preguntó alguna vez: ¿Cómo ha de poder un sólo pájaro sostener el cielo entero sobre sus débiles alas por sobre el desierto?

Es una cuestión de números, pero tam­ bién de geografías. De lugares extraños y deshabitados; de fugas, migraciones y soledad. Del peso que, aun en la mitad de un vuelo, el desierto puede compor­ tar. ¿Cuántos pájaros se necesitan para cruzarlo? ¿Cuántos para poblarlo? Durante su reclusión en la cárcel de Breslau, Rosa Luxemburgo se entrete­ nía observando pájaros por su ventana y leyendo sobre ellos. En carta a Hans Diefenbach comenta una de esas lec­ turas: durante las migraciones, aves que usualmente son predadoras via­ jan juntas, ayudándose a huir. “Cuan­ do leo algo así –escribe Luxemburgo–, empiezo a pensar que incluso la cár­ cel parece un lugar habitable.” Quizá la única manera de soportar el desierto sea viajar en grupo, mantenerse en fuga. 19

tarse a su sórdida planicie para poder volver a casa o llegar, al menos, a un oasis. ¿Quién podría, en esas circuns­ tancias, pensar en escribir? ¿Sería po­ sible siquiera hacerlo? En 1976, Juan Gelman salió de su país, obligado por la persecución de la dictadura militar. Nunca volvió a su patria para habitar­ la y, aun así, nunca dejó de escribir. En el desierto, sólo la poesía podía alige­ rar sus alas: me desterraron de mi tierra/ caminé por la tierra/ me deportaron de mi lengua/ mi lengua me acompañó/

juan gelman

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¿Qué es un desierto? Un páramo ajeno y desolado, un trozo de tierra que nadie puede reclamar como propio, un es­ pacio que sólo puede ser poblado en movimiento. El desierto amenaza no por su vacío o por lo implacable de su sol, sino porque permanece inapropia­ ble. Resulta imposible trazar líneas o marcar límites y distancias sobre él: basta un segundo de viento para que las huellas desaparezcan en la arena. Un desierto no puede ser la patria de nadie y, por eso, la única forma de ha­ bitarlo es el exilio. ¿Qué podrían hacer en un lugar así un pájaro, un camello, un nómada? Se­ guramente cruzarlo o huir de él; enfren­ 20

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Ricardo Piglia escribió que hay algo territorial en juego en las literaturas y su circulación, “una cuestión de ma­ pas y fronteras, ciertas rutas que lleva tiempo recorrer. Y quizá algo de la ca­ lidad de los textos tiene que ver con la lentitud con la que llegan a su des­ tino”. Todo esto es cierto, pero quizás haya también cierto tipo de textos que no se limiten a transitar y recorrer paí­ ses. Si la “literatura del exilio” existe es porque hay escrituras capaces de desplazar los límites mismos, de dis­ locar las geografías y producir nuevos territorios. Un texto no es exiliar por el lugar

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en el que se escribe, o por el sitio de origen de su autor, lo es porque pro­ duce un espacio completamente ajeno y extraño, un territorio que es, a la vez, el único que el texto mismo podría ha­ bitar. La poesía del exilio huye para producir una tierra por poblar; per­ manece en fuga, acompañada de sí misma, por­que sólo así le es posible sobrevivir. Gelman conoció esta expe­ riencia y logró condensarla en un bre­ vísimo poema: no está en el mar mi casa / ni en el aire / en la gracia de tus palabras vivo

Por eso, la poesía de Gelman es pro­ fundamente exiliar, pero nunca nos­ tálgica. No puede serlo: su escritura desplaza geografías y territorios, y este temblor trastoca también lo que alguna vez fue su patria: “no era perfecto mi país antes del golpe militar. Pero era mi estar, las veces que temblé contra los muros del amor, las veces que fui niño, perro, hombre”. No obstante, “los límites del cielo cambiaron” y, con ellos, su país. Gelman no escribe para vol­ ver, si no para poder poblar el desierto que él mismo ha creado en su escri­ tura. Para poder ser –otra vez– perro, hombre, pájaro, camello: en esta medianoche del exilio soy yo mismo una bestia /

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Poblar –lo sabemos desde siempre– sig­ nifica crecer, multiplicarse. Por eso la poesía de Gelman está llena de animales, de pájaros y nombres: los de sus compa­ ñeros, los de sus amigos, pero también el suyo, desdoblado. En Hacia el sur (1981-1982) aparecen poemas de Julio Greco y José Galván, dos nombres fal­ sos que señalan, en el nombre mismo del autor, una pequeñísima fractura que le ayuda a multiplicarse y acompañarse en el exilio. No son heterónimos. La escritura cam­ bia poco y es posible leer el libro entero como si esos nombres no removieran nada. No son tampoco personajes de ficción, un producto de la genialidad del autor, de su última arrogancia. Son apenas indicios de un movimiento an­ terior a ellos mismos: el nombre del autor vuela en múltiples direcciones y Julio Greco, Juan Gelman o José Gal­ ván son apenas instantes en cada uno de esos trayectos. El autor no es nun­ ca un sólo pájaro: se divide y se mul­ tiplica según una regla para la cual no hay aritmética posible. Juan Gelman crece y se dispersa para poder vivir sin tener que numerarse. En Com/posiciones (1984-1985), el au­ tor vuelve a situar su nombre entre una multitud: Ibn Gabirol, Amós, Yehuda 21

Alevi. Poetas, filósofos y profetas ju­ díos, desterrados permanentes. Gel­ man justifica el título del volumen en una pequeña nota: “llamo com/ posiciones a los poemas porque los he com/puesto, es decir, puse cosas de mí en los textos que grandes poetas escribieron hace siglos”. Pero en ese nombre se esconde también otro sen­ tido: Spinoza –otro exiliado– llamaba composición al choque entre partícu­ las, sustancias, átomos; el momento azaroso en el que los cuerpos se en­ cuentran para articular sus alegrías. Porque vivir –lo sabemos– no es sim­ plemente vagar solos por un desierto. Hay que saber multiplicarse y saber encontrarse con otros nombres, con los instantes de otras fugas. Julio Gre­ co escribió esa experiencia, donde los cuerpos y las tierras se entrelazan y se desplazan mutuamente: esa mujer mezclaba la geografía tanto / (…) siempre había una selva / un tigre o tigra / una luna rosada (no de dedos rosados) / misterios vegetales y minerales

Julio Greco puede amar, por ello, sin contar: “decir que esa mujer era dos mu­ jeres es decir poquito”, escribió en algún instante; “debía tener 12 397 mujeres en su mujer”. Pero esa cifra no es un núme­ ro. Es algo mucho más sutil y, quizás por ello, algo mucho más poderoso. Es 22

un indicio, una sospecha, un cálculo. Una multitud incuantificable en la que caben mujeres, hombres, pájaros, ca­ ballos, bestias, piedras y granos de sal. 12 397 es una fórmula de la matemática imposible que Gelman “como Greco” supo decir de múltiples maneras: Un hombre dividido por dos no da dos hombres. Quién carajo se atreve, en estas circuns­ tancias, a multiplicar mi alma por uno.

Es posible que la poesía de Gel­ man no haya vuelto nunca del exilio; su autor no dejó nunca de habitar una tierra extranjera y quizá no haya he­ cho otra cosa que intentar escribir esa experien­cia. Es posible que al menos uno de sus exilios haya terminado. Tal vez el poeta descubrió una forma pe­ culiar de acabar con él: trabajar con una lengua que le permitiera estar siempre en fuga. En Dibaxu (1983-1985) logra, con una sencillez inusitada, lo que todos los poetas han intentado, incluso sin sa­ berlo: traducirse a sí mismos. El autor escribe en sefardí –el castellano de los judíos expulsados por los Reyes Cató­ licos– e intenta verter la sutileza de la huida al español contemporáneo. En ese tránsito –el del desierto, el de la lengua, el del exilio– Gelman logró por fin en­ contrar una forma de vida; un cierto

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modo de juntar memorias y olvidos; y, para explicarlas, dibujaron cien millas pájaros, fugas, migraciones, cuerpos: al este un archipiélago imaginario. Las islas, por supuesto, no fueron nunca des­ nil trigu di tu ventre cubiertas, pero quizá no hayan dejado, volan páxarus tampoco, de existir. ¿Qué otra cosa podría qui cantan dar cuenta de nuestros flujos, nuestras in lu qui va a venir / extrañas corrientes, nuestros encuen­ en el trigo de tu vientre tros, nuestros nombres desdoblados? vuelan pájaros Deleuze escribió alguna vez que una que cantan isla no deja de ser desierta simplemente en lo que va a venir / porque alguien vive en ella. Es posible En la página non del libro aparece que, para poblarla, sea necesario mul­ la versión castellana; en la par, escrita tiplicarse; ser una bestia o un pájaro, en cursivas, la sefardí. El original pa­ un archipiélago real y otro imaginario, rece un fantasma, un doble espectral comenzar una fuga con 12 397 o con la de su transcripción española. El poema cifra justa. Encontrar una lengua para se lee como si –aun estando allí antes poder decir la huida; mostrar el espacio de la traducción– su doble lo hubiera que la separa de sus posibles traduc­ multiplicado, volviéndolo distinto de sí ciones. Si es verdad que toda poesía se mismo. ¿Un poema multiplicado por dos escribe en un idioma extranjero, es po­ da dos poemas? ¿Cuántas palabras pue­ sible que vivamos siempre como exi­ blan el espacio entre los dos? ¿Cuán­ liados en un desierto. Quizá la poesía tos pájaros lo cruzan? La fórmula de del exilio –la de Gelman, la de Greco, la poesía de Gelman, y de su vida, se la de Goldberg– no sea más que una halla en ese espacio. fórmula para poder poblarlo. 100 millas náuticas

Herman Melville narra en The Encanta­ ¿Quién habla en el poema? das que, hasta 1750, los mapas de nave­ gación ingleses registraban un segundo G uillermo S aavedra grupo de islas al este de las Galápagos. Los bucaneros no podían explicar las ¿Quién habla en el poema? Al enun­ extrañas corrientes que los rodeaban ciarla, la pregunta se multiplica en una 23

tríada de nuevas interrogaciones: ¿por qué quién y no qué?, ¿por qué habla y no escribe?, ¿qué clase de espacio, situación o realidad es el poema capaz de provocar que alguien se manifieste en ella verbalmente? Doy por incontestable, al menos de modo categórico, la tercera cuestión, pero es evidente que cualquier respues­ ta a la pregunta que nos convoca supone inevitablemente una puesta en relación de los tres elementos involucrados en ella: sujeto, voz y poema. Comienzo por tomar posición respec­ to de las dos primeras interrogaciones: 1. Por un lado, no estoy del todo se­ guro de que haya necesaria o excluyen­ temente un quien, un sujeto humano –fragmentado o no, pero sujeto al fin– detrás de la particular realidad verbal que es el poema. Puede haberlo pero, sin dudas, no se trata tanto de una per­ sona civil, ni psicológica como de un lugar de enunciación, una posición táctica que suele autoproclamarse Yo y que, como sabemos desde la célebre frase de Arthur Rimbaud en su carta a Georges Izambard, “es otro”. Pero sobre todo sospecho que, ade­ más de ese quién, de ese sujeto explí­ cito o manifiesto, también se hace oír en el poema un qué, una esquirla o un resto de voz impersonal que podría atribuirse a la cultura, a la tradición, 24

a la memoria de la especie o a lo real mismo buscando su oportunidad en la penumbra del lenguaje: aquello que Diana Bellessi llamó bellamente “la pequeña voz del mundo”. Para volver a Rimbaud y a la cé­ lebre carta ya mencionada: “Es falso decir: ‘Yo pienso’; debería decirse: ‘me piensan’.” O, como diría mucho más tarde el psicoanálisis de cuño lacania­ no, “soy pensado” o “soy hablado”, poniendo en evidencia que el supuesto agente del pensamiento o del habla es, más bien, un paciente de dicho acto. 2. Por otro lado, sí: tiendo a creer que lo que sucede en esa experiencia singu­ lar del lenguaje que es la poesía está más vinculado, quizá de modo atávico, al habla que a la escritura. Sobre todo si nos atenemos al cam­ po más restringido de la poesía lírica –aquella que, desde mi punto de vista, supone la mayor radicalización de la experiencia poética–, dejando de lado la extensísima tradición de la épica, en la cual lo que se pone de manifiesto es, más que el trabajo de un poeta, el de un narrador que ha elegido el ropaje del verso, un atavío que puede llegar a lucir con ademanes más o menos ins­ pirados, pero en cualquier caso sacrifi­ cando condensación e intensidad para ganar en extensión y exhaustividad, y renunciando, por así decirlo, a lo pro­

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pio e intransferible de la experiencia del instante, que es, a mi juicio, lo que pone en escena, de modo necesariamen­ te fugaz, el poema –un ímpetu, como de­ cía Henri Michaux, que no puede durar mucho. Y también habría que soslayar, en­ tre otras prácticas de lenguaje que se alejan fuertemente de toda huella de la oralidad para poner el énfasis en la escritura, emprendimientos tales como la poesía concreta, que prefiere recla­ mar, para su realización, el espacio fí­ sico y plástico de la página, en lugar de la voz y, para su recepción, la vista en lugar del oído. Ahora bien, es la poesía la que ocurre en la voz –o, si se prefiere, sólo la voz puede sintonizar la situación poética, el sistema de relaciones o correspon­ dencias que ésta pone en juego, en un momento dado del fluir de las cosas a través del tiempo–. Pero el poema, al menos tal como hoy lo conocemos, realidad tangible sobre una página, mantiene con el acontecimiento poéti­ co una relación testimonial: el poema es la huella de la voz que se manifies­ ta en el hecho de la poesía, el eco más o menos distante de aquel suceso. En este sentido, podría decirse que aquello que persiste en expresarse en el poema es de algún modo el fantas­ ma de la voz que hizo posible la ex­

periencia poética y que ésta, a su vez, reclamó con su espesor de urgencia, de actualidad fugaz e irrepetible, de tem­ blor único, el pase del testigo: la escri­ tura del poema, allí donde la voz de la experiencia se adelgaza o deshilvana puesto que, si la poesía es aquel cara­ col nocturno del que hablaba Lezama Lima, lo que de él persiste en el poe­ ma es su rastro de baba. Si se aceptan estas consideraciones, podría reformularse la pregunta ini­ cial: ¿qué rastros de qué voces persis­ ten en hacernos llegar su testimonio en el poema y, en tal sentido, qué pa­ pel cabe al poeta en esa actividad tes­ timonial, documentaria? Me apresuro a admitir que estas con­ sideraciones descansan sobre un acto de fe o, si se prefiere, sobre el incómodo énfasis de una serie de sospechas que paso a enumerar: La poesía ocurre en un exterior aje­ no a la conciencia, a la voluntad y a la voz del poeta. La poesía es un don del mundo que encuentra en la lengua un refugio pro­ visional pero cierto. El poema es la casa de palabras que el poeta logra construir (con ayu­ da de la tradición, de la cultura, de la sensibilidad de su época y de una sen­ sibilidad e intuición propias) para un hecho de poesía. °

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En tal sentido, todo poema es una forma de traducción, un traslado de ese cuerpo vivo a la frigidez de la página. Desde esta perspectiva, podría leer­ se el progresivo despojamiento de cier­ tos moldes formales llevado a cabo por la poesía desde fines del siglo xix has­ ta la eclosión y apogeo de las diver­ sas vanguardias estéticas del siglo xx como un intento de eliminar las me­ diaciones y distorsiones excesivas del aparato de la cultura: una forma como el soneto, por ejemplo, habría llegado a ser en sí misma demasiado significante como para acabar ahogando la singula­ ridad del contenido poético específico de un poema. O, dicho de otro modo, para que la traducción no desvirtúe la voz de la ex­ periencia poética ni la esconda hasta hacerla desaparecer, la casa que es el poema se ha ido reduciendo a lo esen­ cial: lo que fuera en algún momento mansión lujosa ha devenido en preca­ rio rancho para que, desde su relativa intemperie –la intemperie sin fin de la que habla Juan L. Ortiz en sus inolvi­ dables y recurridos versos–, el poema se mantenga, paradójicamente, mucho más vivo y audible en su relativa des­ protección. De aquí podría deducirse que el poeta es el constructor (o desconstructor) de un espacio para dar cabida a la voz de la °

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poesía y no el verdadero hablante del poema. Pero, incluso adoptando plena­ mente esta posición, es necesario se­ ñalar que el poeta es algo más que eso ya que si, por una parte, crea el ámbi­ to formal para que la voz poética pue­ da discurrir u ocurrir en él, también, en su condición de lenguaraz entre un avatar del mundo y un lector capaz de recibirlo, tiene un papel activo en la elocución final del poema. Vale decir, al poeta cabe discernir lo singular de un rumor concreto prove­ niente del mundo; separar el ruido de las cosas sumidas en el caos para dejar oír aquello que, en su especificidad (y más allá de la tradición y de su propia experiencia psicológica como sujeto), está pidiendo el asilo del poema. Desde luego, ese proceso está siem­ pre gravemente amenazado por la in­ teligencia, los supuestos saberes, el sentido común y, en general, por cier­ ta pulsión racional, si se me permite el oxímoron, que pugna en el poeta por hacerse oír y que tiende a asfixiar la voz pura y perfectamente gratuita del acontecimiento poético en beneficio de una voz supuestamente pertinente, efi­ caz o edificante. Si puede hablarse de autoría en poe­ sía, si hay un modo de presencia o par­ ticipación del poeta en la realización del poema, ésta reside precisamente

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en la capacidad de tomar buenas deci­ siones al respecto. El poeta sería, entonces, una suerte de mediador, de administra­ dor de voces (incluida la propia), con el mandato de no normalizarlas sino, por el contrario, dejarlas expuestas, como se dice de una fractura, en su mayor extrañeza y excepcionalidad. Un intento de unir los puntos hasta aquí mencionados, como quien busca, a pesar de todo, trazar el contorno de una figura, dar una imagen concreta de algo que se aproxime a una certeza: La poesía es un hecho o la vincula­ ción de varios hechos fugaces e irrepe­ tibles en un momento dado del devenir del mundo. El poema es, a la vez, la huella y la casa de la poesía. El poeta es el Teseo que recoge, des­ de el centro del laberinto de la expe­ riencia poética, el hilo de Ariadna y es capaz de encontrar la salida. La poesía es la manifestación de una voz que, agazapada en un rincón de la oscuridad de lo real, u olvidada en un repliegue de la cultura, o rediviva en el fondo de la mente del propio poeta, pide ser traducida y reformulada para hallar, de ese modo, un lugar entre las cosas sensibles y, en cierto casos, in­ teligibles. En el poema coexisten, no siempre pacíficamente, la huella de la voz de la °

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situación poética, la voz de la cultura intentando domesticarla en virtud de los parámetros vigentes en una época dada y la voz del poeta, quien intenta rescatar esa huella rindiendo mayor o menor tributo al paradigma cultural en curso pero intentando no traicionar el impulso, las calidades, texturas e in­ tensidades de lo que le ha sido dado a través de una asociación casual, el es­ tímulo de una lectura, un recuerdo o, mejor aún, el aguijón de un olvido. Corolario: el poeta es el lenguaraz o, si se prefiere, el agente de primeros au­ xilios capaz de intentar una suerte de re­ sucitación de la experiencia poética. No siempre lo consigue, como es sabido. Al releer todo lo anterior descubro, como san Agustín en relación al tiem­ po, que, si no me preguntan qué es la voz poética ni quién la pronuncia, creo tener una aceptable noción de ambas cosas; pero, en cuanto me lo pregunto, toda certeza al respecto se desvanece en mí por completo. No sé, en verdad, qué sea la voz en el poema. Sobre todo, no sé encontrarla en mis propios intentos poéticos, aunque a ve­ ces crea poder reconocerla en los otros, de un modo intuitivo, por simple inspec­ ción del espíritu, como decía Descar­ tes (y, en este aspecto, quizá la mejor prueba de que se trata de una voz y no °

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de una escritura poética es que, para discernir si estoy o no frente a algo dig­ no de ser considerado un poema, debo leerlo en voz alta). A veces esa inspección me deja la sensación de que el poeta llegó a en­ hebrar el hilo de la voz pero no le hizo un nudo y está cosiendo en el aire, sin lograr zurcir, en su decir, mundo y pa­ labra. En otros casos –César Vallejo es, para mí, emblemático en este sentido–, tengo la sensación que intentaba expre­ sar más arriba de que la voz preexiste al poema, de que esa voz, poética, existía antes y persistirá después de que el poema se constituya como tal. Como si el poema fuese sólo un intervalo de altísima concentración de la voz pero ésta no se extinguiese al final del poe­ ma y pasase, simplemente, a emitirse en una frecuencia ajena a la escritura. Es decir, la voz poética continúa ahí después del poema, como una reverbe­ ración de algo material que no se au­ sentó, sólo dejó de ser audible. No estoy insinuando nada de orden esotérico ni paranormal sino refiriéndome a la clara percepción de un silencio que uno adi­ vina cargado de omisiones, de un reti­ ro de la palabra que no implica una desaparición de la experiencia sino el recurso que ésta tiene para manifestar su condición singularmente discreta. 28

Como nuevo intento de aproximarme a la cuestión, apelo a mi propia, mo­ desta experiencia. Lo que sospecho que sucede, en los que considero mis mejores momentos, aquellos que lle­ van a hablar de inspiración o de gran concentración, es que sé que no voy a encontrar mi voz pero sí su huella. Son momentos de lucidez, de sinto­ nía, de puesta en foco, de altísima ni­ tidez que me vuelven particularmente perceptivo a algo que, estando en mí, parece haber venido de fuera y, súbi­ tamente, retirarse nuevamente dejando en mí su estela. Tal vez no casualmente, cada vez que he tenido esa suerte de epifanía, no me encontraba entregado gravemente a la escritura sino jugando con total despreo­ cupación (así se me impuso la economía del poema largo en prosa para Cara­ col); entregado a aspectos técnicos de la escritura (fui anotando, en una página en blanco, el nombre de John Cage en sentido vertical cuando me apareció la necesidad de cruzar horizontalmente cada letra de ese nombre, con lo que luego comprendí que iba camino a con­ vertirse en versos, en mi libro Tentati­ vas sobre Cage); con la mente en blanco u ocupada en otra cosa (en tales cir­ cunstancias, probando el procesador de textos de una nueva computadora, irrumpieron ante mí, inopinadamente,

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los dos primeros versos de El velador, que hablaban de la muerte de una ma­ dre, tragedia que por entonces no era, para mí, autobiográfica). Irónicamen­ te, en el único caso en que intenté con deliberación interrogar una situación con un contenido semántico evidente y cercano como la crisis de diciembre de 2001, luego de la aparición de cua­ tro poemas que surgieron con voz níti­ da y propia en mi conciencia, el resto de lo que ya era un proyecto de libro, Desocupado, guardó silencio, se reti­ ró drásticamente de mi imaginación poética y se mantiene ausente de ella hasta hoy. Si detrás de esta resistencia de la poesía a manifestarse con una direc­ ción y una intención predeterminadas por mi voluntad de autor hay una lec­ ción, ¿podría decirse que, al menos en mi caso, se cumple lo que pedía Chuan Tzú? ¿Hay que entrar en la jaula mien­ tras los pájaros duermen? En última instancia, si es cierto, como vengo afirmando en estas páginas, que los asuntos y las materias de la poesía no nos pertenecen y que sólo nos es dado consignar sus rastros, ¿cuál es la dimensión de nuestra responsabilidad –de nuestro mérito, si se prefiere– en el poema que, de tanto en tanto, la poesía escribe a través de nosotros, sedicen­ tes, escuálidos poetas? ¿Qué parte de

nosotros está representada en la voz mix­ ta que da como resultado un poema? Sin lugar a dudas, no somos meras cajas de resonancia de los ejercicios de un Ventrílocuo Superior. Lo prueba el hecho de que un poema firmado por Vicente Huidobro lleva inscrito el gra­ no de una voz que asociamos sin dudar, inequívocamente, al poeta chileno; del mismo modo en que nos ocurre ante un poema de Luis Cernuda, de Antonio Cis­ neros o de Olga Orozco, por citar unos pocos casos en los cuales la personali­ dad poética, más allá de las biografías, de los prestigios y de las afinidades elec­ tivas de cada cual, es percibida por el lector/oyente a través de algo que tende­ mos a considerar la voz. Pero eso que confiere carta de iden­ tidad a unos y a otros, mayores o meno­ res pero indudablemente poetas, ¿es la voz de la poesía misma o el modo per­ sonal en que cada uno de esos poetas logra interpretar esa voz, impersonal y ajena, cargándola de un matiz singular, de aquello que con reticencias podría­ mos volver a llamar estilo? Vuelvo a mí, no por narcisismo sino porque, con todas mis limitaciones, puedo dar cuenta de mis procesos con algo menos de impertinencia que al hablar de otros poetas. Cuando logro entonarme en una escritura que deja de atender a los mandatos del supues­ 29

to buen gusto, de las buenas intencio­ nes, de lo que está a la moda o de lo que, imagino, seducirá a un crítico o a un amigo lector, en esos casos, lo que habla en mí es la voz de la experiencia. No la de mi experiencia subjetiva sino la de la experiencia poética. Y si algo de mí queda en el poema al consignar esa voz es el reguero de atenciones dis­ cretas, discontinuas, que logro conce­ der a lo que ha logrado hablar en mí, a través de aquella voz. Sin duda ese rastro, ese zigzagueo de intuiciones anotadas se va hacien­ do, al menos a lo largo de un mismo libro, sistemático; encuentra un modo de responder con cierta regularidad a los imperativos de la experiencia que pretendo consignar. Y hago hincapié en esta palabra porque es allí, en la ex­ periencia y no en la escritura misma, donde encuentro algo que podría ad­ mitir como el halo de una voz propia. El poema es posible como intento de recuperar esa experiencia en que la voz sonaba en mí como algo propio. ¿Cómo hacer para que el poema pre­ serve la autenticidad de lo que fue expe­ riencia de la voz personal, de lo que se configuró en mí como consecuencia de un fenómeno exterior, de un recuerdo,

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una lectura, una conversación, una músi­ ca, un dolor que me permitió vocalizar sin la necesidad del recurso a la imi­ tación? No lo sé a ciencia cierta. Creo que, a veces, uno es privilegiado con una memoria auditiva más fina que en la mayoría de los casos. Y el poema se va escribiendo con atención cautelosa a la consistencia, el color, el fraseo de esa voz que a cada momento se pierde (como cuando uno intentaba sintoni­ zar una emisora de onda corta en me­ dio de la noche). En mi caso, es como si avanzase abriendo una brecha en la espesura con una tijerita de esas que usan los chicos en la primaria para hacer manualidades. La mayor parte del tiempo, escribir el poema es la experiencia del fracaso de recuperar (en la escritura) la expe­ riencia del triunfo de la voz en el ins­ tante (de la vida). Pero sigo porque, en medio de ese fracaso, o quizá gracias a él –como si fracasar fuese un modo de ir descascarándome, de ir sacándome de encima las voces adquiridas, las im­ posturas ajenas, las interferencias–, en algunos momentos dejo de hundir­ me en el agua y logro pararme en una piedra.

Piedad filial C lyo M endoza H errera

Siempre he llorado. Nací llorando. Antes de nacer lloré a través de mi madre. Ella lloraba porque llovía o porque el sol le calentaba el vientre. Conforme fui creciendo dejó de consolarme. Dejamos de llorar, pero seguíamos creyendo en la tristeza. *

Camino todo el tiempo junto al acantilado con el deseo cardinal de nunca dejar mi cuerpo profundamente solo Quiero dar ese paso y caer que la caída sea tan natural como mi marcha Dijo Joseph Goebbels a su amigo Adolfo Hitler una noche en que tomaban juntos y hablaban de amor. Le dijo también que una mentira dicha mil veces se convierte en una gran verdad. Así me lo contó mi padre.

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Una mañana mientras mi padre me hacía resolver un mapa cartesiano decidí que ya no quería acertar las cruces de sus planos, trazar cuadrantes, adivinar valores de letras postreras. Abandoné su incomprensible notación matricial y quise salir al encuentro de mi perro. Mi padre me detuvo de la manga –Ojalá te enamores –me dijo serio y luego lanzó su risa y su puño sobre la mesa. Descubrió esa, la más brutal de las maldiciones gitanas, siendo niño, en una revista Reader’s Digest como aprendió a matar calandrias con sus puños galgos. –Ojalá te enamores. Mi muerte sigue la pauta de su puño en la madera. *

Quise hundirme, caer en el acantilado amar a alguien hundirme. Amar en serio. Como los héroes en las habitaciones oscuras o como las aves que nunca se separan. Tuve un tío que viajaba a ver a la gente que nadie reconoce. Quiso ser candidato a presidente del pueblo. Se dice que era querido, noble, honesto. 32

Lo asesinaron. Eso aseguró a gritos mi abuela. Lavó ella misma su cuerpo, como si fuera aún el niño de pecho. Lo miraba como al hijo que odias porque no deja de llorar, como al muerto al que se le reclama pero que no vuelve. Recogió las mantas de su campaña, las tendió como sábanas en todas las camas y convirtió su casa en un hostal. Una casa para qué. Sus hijos, se dio cuenta, no volverían nunca. Quise amar a alguien así: hundirme por hacerle justicia en cada uno de mis actos. *

Tratamos de curar su suerte devolverle la obsesión vital pero la víctima ya estaba reservada Fue una de las frases que se le escuchó a Ricardo Klement en una gélida playa argentina, cuando contaba a su mujer, en Alemania, acerca de su intento de rescatar a un perro. Así me lo contó mi padre. *

Pienso que mi madre desea caer en el mismo acantilado. 33

Lo creo porque sus ojos rezuman agua. Rezuman agua como todas las cosas que llevan corriente. Creo que mi madre está luchando, pero sueña el mismo acantilado que yo. Mi madre vio en mí el miedo. Mi madre vio las alas que me sostenían titilando como cadena de oro. Por eso debe ser que cuando nos mirábamos largamente ambas empezábamos a llorar en abundancia. Evito a mi madre. Mi madre me evita a mí. *

Una de esas cosas extrañas que hizo mi padre fue regalarme una navaja que tenía brújula, tijeras y una linterna con pilas de reloj. Los regalos de mi padre consistían en tener todo para no extraviarme. El día que me mataron llevaba la navaja. Balas Me hubiera gustado tener balas. Pero me dije: está bien, mira, todo va a estar bien, que es lo que me decía cuando estaba siendo cobarde. Igual sucedió, no pude evitarlo y caí con la boca reluciendo un agua nueva. La palomilla tronó junto al foco, mi padre arrancó las flores de mi ventana y cuando terminó con su largo silencio 34

me enseñó a disparar. De este lado, en el vacío, todo se cumple. Colgó cartones como objetivos en los árboles donde nuevos mapas cartesianos se resuelven cada que él dispara pretendiendo que mi mano es su mano que su vida es mi vida. Padre: tu sangre no dibujó el plano para mi derrumbe, le digo. Pero no me escucha. *

No quiero ser yo quien sepulte a nuestro hija muerta no quiero ponerla a tus pies ni quiero dormir cubriéndome de pena Lo poco que quiero, vida mía es asistir a este espectáculo sin rabia Repetirme que hay en el mundo niños vagabundos conquistando escombros y que ésta, nuestra hija, aunque no venció hubiera sido sin ti un ser sin resistencia * 35

Eichmann juntó diez mil gitanos y los sembró de llamas –Ojalá te enamores gritaban las masas antes de caer en el lecho deslumbrante Eichmann miró hasta que el fuego estuvo en reposo. Sobre las venas mutadas en ceniza se leía: –Ojalá te enamores la más cruel de las maldiciones gitanas. Ay, qué inútiles son los juramentos de los nómadas, se dijo Eichmann. Volvió a su casa donde su mujer resolvió cambiarle el nombre para que la maldición no lo alcanzara: Ricardo Klement, el nuevo Eichmann, huyó semanas después perdidamente enamorado de su causa. Por ella, años más tarde, lo ahorcaron en un país al que habían volado las cenizas nómadas de aquellos gitanos.

Así me lo contó mi padre.

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Henry McCarty A ntonio M oreno M ontero al tío Hugo Corzo, por el recuerdo de la última cabalgata que llevó a cabo con mi padre

El hambre y la falta de agua empezaron a minar el físico del jinete, mientras su caballo ruano daba muestras de seguir al trote sin la necesidad de las es­ puelas. Si la fatiga podía doblegar el cuerpo, los poemas del profeta le forta­ lecían el espíritu. Extrajo de la alforja el libro Songs of innocence, de William Blake, forrado en piel de carnero, un poco abarquillado y en el frontis, hecho a cuchillo tal vez, con mucha precisión, había trazado la figura de un ángel impúdico. El libro había pertenecido a su padre, era el único patrimonio, obviando el apellido y el coraje, heredado de él. Leía el libro todos los días, poemas al azar, para no olvidarse que la voluntad humana es el principio y final de la libertad, la que permite que el hombre, desde su primer sol hasta el último, luche para no perder la inocencia. Era una escena que habría se­ ducido a Sam Peckinpah, o a Sergio Leone, por el tenue barniz civilizatorio que sugiere, preñada de paradojas, la imagen de un jinete armado hasta los dientes que lee montado en una bestia sin riendas, aparentemente perdidos entre chamizos, breñales y árboles achaparrados siguiendo el camino hacia la muerte, bajo la luz de un sol implacable. Leyó en voz alta “The little boy found” (The little boy lost in the lonely fen, / Led by the wand’ring light, / Began to cry; but God, ever nigh, / Appear’d like his father in white.); y re­ cordó sus días caminando de la mano de su padre por las calles bulliciosas del barrio irlandés de Nueva York. Henry McCarty era su nombre de pila, pero también respondía por Henry 37

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Antrim, William H. Bonney y al mote de Billy the Kid.1 Se dirigía a Villa Paso del Norte, hoy Ciudad Juárez; tenía planeado cruzar al pueblo la no­ che del día siguiente por uno de los atajos del Río Bravo. El chihuahuense Higinio Otero, uno de sus mejores amigos, había sido emboscado en un pa­ raje solitario de la ribera del río Peñasco, cuando iba de camino a Blackwell Ranch. Le destrozaron la quijada; en la espalda tenía como diez orificios de bala. Por su vitalidad y resistencia, Otero no murió en el acto. Tras enterarse que su vida peligraba, McCarty galopó tres horas sin parar hacia la casa de la madre de Otero, en Carrizozo, donde agonizaba, pero el esfuerzo no resultó en vano después de todo. Le lloró en su lecho; una vez que supo el nombre del asesino, juró vengar la muerte de su amigo. McCarty prometió dar con el paradero de Charlie Sanquist, alias El Comemexicanas, a como diera lugar, sin importar los riesgos que implicaba Decidimos prescindir de las referencias y alegatos histórico-literarios en contra de Jorge Luis Borges, o mejor dicho, en contra del cuento “El asesino desinteresado Bill Harrigan”, incluido en Historia universal de la infamia, publicado por Editorial Tor en 1935, porque habría sido una tarea anodina y tal vez irrespetuosa para el lector. Nadie querría leer un relato-ensayo que se presumiera de corte revisionista y contestatario como pontifican los expertos en los Estudios Culturales y Subalternos (el profesor de la Universidad de Yale, Harold Bloom, muy a su manera, y muy bien dicho, ubica a estos especialistas dentro de la escuela del resen­ timiento, y con esos mismos placebos de la crítica cultural escriben de espaldas al fenómeno estético con más ruidos que nueces ensayos fácilmente sobornables), cuando a mitad del mis­ mo destacaban verbos y adjetivos de indudable propósito adulatorio y con escasa novedad en las conjeturas, que esto es lo que cuenta, pero jamás el atisbo revisionista y respondón que mostraba desde el inicio el relato-ensayo en su primera versión, tratando de poner a Borges por los suelos. Si Emil M. Cioran diagnosticó (profetizar es un verbo esotérico) que la popula­ rización y vulgarización del narrador argentino traería malas consecuencias para las genera­ ciones venideras, fue porque todo mundo (a finales de la década de los sesenta) empezaba a citar a Borges, y lo que es peor aún: a imitarlo. Para alguien como yo, formado en un campo distinto del de la literatura, me dio la agronomía cierta habilidad para identificar al primer golpe de vista la fertilidad y calidad del suelo que piso, y la piscicultura la intuición de sa­ ber en qué época del año conviene soltar las truchas en los ríos. De no haber leído La guía fronteriza en su primera versión, y tampoco la oportunidad de haber conocido a su autor, al experto en teatro mexicano escrito por mujeres, y muchas veces galardonado en los Estados Unidos, México, Argentina, Chile y España, Ramón Ochoa, quien fue el que me sumergió en un mar de lecturas que antes eran ajenas a mi orientación profesional, creo yo que jamás habríamos sacado del nicho anónimo en que se encontraba La guía fronteriza, él como autor 1

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desplazarse a Paso del Norte a mediados de junio de 1880. Sabía a lo que se arriesgaba, pensando en las broncas recientes con las autoridades estatales y en esa fama que le agobiaba al verse a sí mismo retratado en los boletines que ofrecían altas recompensas por su captura o por su cabeza. Razón por la que temía más a sus amigos cercanos que a los enemigos gratuitos, a sabiendas que éstos podían salir en cualquier momento de detrás de los árboles y de los caminos sinuosos; pero anticipar la traición de un amigo, imposible presa­ giarla. Sanquist, Otero y él habían sido buenos camaradas, tenían la misma edad y habían hecho juramentos al modo apache, pocos años atrás. ¿Cómo olvidar la noche en que Sanquist había sido bautizado con ese apodo por la mismísima prima de Otero? McCarty estaba consciente del peligro, mas había dado su palabra. Su latido cardiaco se elevó al pensar en la presencia de los soldados de Fort y yo como editor. No habría sido fácil dar con el paradero del Dr. Ramón Ochoa, nacido en una aldea de la sierra de Chihuahua en 1933, y avecindado en Ciudad Juárez por algunas décadas, sino hubiese llamado al Departamento de Español y Portugués de la Texas Tech University, donde él obtuvo un doctorado en filosofía en 1964. Realmente, de 1962 a 1994, pa­ saron 32 años sin que su autor tuviera noticia alguna sobre La guía fronteriza, una selección de 14 relatos de personajes de carne y hueso que, en tiempos distintos, pasaron y/o residie­ ron en el enclave fronterizo Ciudad Juárez-El Paso: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Benjamin Campbell, Ambrose Bierce, Al Capone, Jack Kerouac, Madame Blavlatsky, Henry McCar­ thy, Porfirio Barba Jacob, monseñor Manuel Talamás Camandari (nacido en Palestina), un grupo de abogadillos simpatizante de Hitler que no vale la pena recordar sus nombres, entre otros –de carne y hueso resulta una combinación óptima para los menjunjes apócrifos–. La Brautigan Library está localizada en Terracota, Iowa, y edificada en lo más alto de la colina de la granja del multimillonario Chad Mulligan, tan apasionado de los libros raros como de los bestiarios antiguos, tanto así que fundó esa biblioteca para darle cobijo a todos aquellos libros que hubieran sido rechazados por las editoriales –lo más simpático de esta vasta colección caprichosa lo revelan las cartas de rechazo, para usar una palabra decimonónica, escritas del modo más sencillo pero con donaire, fina diplomacia, brevedad y mala leche, so pretexto higiénico para seguir enriqueciendo la literatura y el mundo de los libros–. Llegué a la Brautigan Library buscando un libro sobre truchas de la alta montaña y otro sobre la apa­ chería en Chihuahua, y di fortuitamente con el paradero de La guía fronteriza. El Dr. Ochoa goza ahora de las mieles del retiro académico en Provo, Utah, donde además ocupa un alto cargo dentro de la iglesia mormona, como predicador y albacea de almas en busca de sosie­ go y perfección. Por mi hallazgo, el Dr. Ochoa me otorgó todas las libertades para editarlo y reescribirlo a mi manera, de modo que, en cuanto al relato de Henry McCarthy, optamos por una sola línea argumental, evitando en lo posible repetir lo explorado por el maestro Borges: 39

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Bliss y en los Texas Rangers merodeando la zona. En un sueño supo que su padre había sido asesinado por un confederado en 1862. El odio que sentía hacia los soldados era profundo, imposible domesticarlo. Tal vez el sueño era un pretexto. Bonney, Antrim o McCarty eran apellidos que no revelaban su verdadera identidad. Los que nacen de la roca en el desierto, nomenclatura que nada ni nadie puede alterar, están condenados a la aventura y a descreer de sus propios orígenes. Aunque el sobrenombre era redundante, prefería que lo llamaran Billy the Kid. La noche anterior, en Tularosa, Rudolph Burckhardt, alias Bobby Joe Leggett, le había dicho que Charlie Sanquist se encontraba cruzando el Río Grande y no pensaba retornar a Estados Unidos hasta que se tranquilizaran las aguas en Nuevo México. Charlie Sanquist había decidido pasar unas lar­ gas vacaciones en casa de Teresa Garrido, alias La Yegua. Burckhardt reci­ bió un buen pago por esa información: la preciada Peacemaker .45 que había sido de Otero. El benefactor de Burckhardt no pensó en otra cosa más que partir al amanecer, con sus dos revólveres y un Winchester recién pavonado. No obstante, había olvidado abastecer las alforjas con provisiones. Desde la cima del Broad Canyon, conocido por los arrieros mexicanos como El Zopilote (nombre peyorativo basado en una leyenda negra, atribui­ da al explorador Juan de Oñate, que hoy ruborizaría a sus descendientes), el personaje del relato de Ochoa se desplaza de A hacia B para cometer una venganza, pero en el trayecto se topa con un par de arrieros provenientes de Paso del Norte de camino a Carrizozo, Nuevo México; el personaje decide tomar una decisión inesperada, por lo que su deseo de venganza es aplazado. Ochoa decidió reciclar la información desechada del relato para verterla en un ensayo posterior donde demuestra que Borges ayudó a deformar la figura de Billy el Niño de una manera alevosa y prejuiciada. Estas son las citas que irritaron a Ochoa. La primera: “Alguien observa que no hay marcas en su revólver. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice ‘que no vale la pena anotar mejicanos’.” La siguiente: “Algo de compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las gui­ tarras y los burdeles de México lo arrastraban.” Al distorsionar la figura del pistolero, Borges condiciona al lector para que acepte un sentimiento antimexicano inexistente, porque Billy the Kid hablaba un castellano perfecto, a decir de Ochoa, y lo aprendió con sus mejores ami­ gos, que eran chihuahuenses. 40

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McCarty divisó una columna de humo que se elevaba desde la planicie. Inte­ rrumpió la lectura e introdujo el libro de Blake en la alforja con una reveren­ cia como si se tratara de un libro sagrado. Dedujo que podría ser un grupo de vaqueros carneando una res al lado de una fogata o de arrieros transportando baratijas. Los hombres habían decidido detener el paso de las bestias para comer y descansar. McCarty descartó que fueran abigeos, estaban a la vista; y no se habían alejado mucho del camino real que conducía a Albuquerque. El horizonte empezaba a pardear. Estaba cansado y tenía hambre. Había cabalgado diez horas ininterrumpidas. Calculó que llegaría hasta ellos en menos de una hora. De no haber sido por el ladrido de los perros, su llegada habría pasado inadvertida. Estaba preparado ante cualquier eventualidad. Ambas manos eran tan veloces como la víbora de cascabel. Vio a tres hombres que conver­ saban con animosidad frente a la fogata. A medida que avanzaba hacia ellos, con las riendas sueltas, saludó con la mano en alto y dijo unas palabras en inglés y otras en castellano. Dos de ellos estaban sentados sobre sus propias sillas de montar, acomodadas en el suelo; y el otro, de cuclillas; pero todos estaban amodorrados por el calor del fuego y el hambre que les perforaba el estómago. Parecían hombres de otra época asando largos pedazos de car­ ne fresca, cruzada por varas. A un costado, apersogados de la carreta, tres caballos y un par de bueyes rumiaban un poco de pastura. Los hombres levantaron la vista al ver el jinete y le respondieron en castellano. El mayor de ellos era lampiño, liso como el vientre de un reptil, de ojos achinados, con un paliacate enroscado en el cuello. Le sugirió a McCarty que se apeara para que comiera y bebiera unos tragos de café. McCarty los juzgó como buenas personas, pese a que sabía de antemano que tanto ellos como él habían inter­ cambiado identidades falsas al saludarse. Desensilló su caballo con tranqui­ lidad, le quitó el freno, acto seguido le puso un cabestro, del cual ató una cuerda a la altura de los belfos y le dio larga para que el animal rebuscara la poca hierba que había entre unos cactos. –Qué bonito caballo –dijo Lampiño. Los demás coincidieron con un gruñido, emitido al unísono. McCarty se desocupó, pero su instinto le indicaba que estaba fuera de peligro, aunque no 41

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dejaba de darle la espalda al grupo y ponía toda su atención hacia la carreta, entoldada, desde donde alguien, sin mucho esfuerzo, podía sacar el cañón de un Remington y perforarle el pecho. Los perros olfateaban sus botas y se las lamían como si él fuera el amo. McCarty se acuclilló para acariciarlos. –¿Qué les pasó a éstos? Si son bien bravos. –Les caíste bien, güero –dijo Lampiño. –Siempre me han gustado los perros, pero nunca he tenido uno –afirmó McCarty, sin tropezarse en las palabras. El más joven de los hombres le alcanzó un pedazo de carne. McCarty desenvainó su cuchillo y la cortó con precisión. Lampiño se asombró al ver cómo lo manipulaba. Cortó el pedazo en cuatro tajos. Con la punta del cuchillo, ensartó uno para llevárselo a la boca. –¿Puedo verlo cuando termines de usarlo? –preguntó Lampiño. McCarty respondió con un movimiento positivo de cabeza. Al escuchar risillas dentro de la carreta, su mano izquierda se movió como si fuera un animal al acecho. Amartilló uno de los revólveres; lo hizo tan rápido que los hombres alrededor suyo no se percataron del movimiento. De pronto, una mujer con la melena enmarañada, semidesnuda, cayó de bru­ ces sobre la tierra. Tras incorporarse, empezó a insultar en inglés, mientras se cubría los pechos con ambas manos. –¿Pero qué te has creído? Por eso te traigo, para que cumplas todos mis caprichos. Y para de gritar. Porque si no te meto un tiro en el culo cuando yo baje –dijo un hombre desde el interior de la carreta. La mujer obedeció tragándose sus insultos. De la carreta salió un hom­ bre de una estatura imponente, cuya corpulencia daba la impresión de incre­ mentarla aún más. Era de tez roja y pelo azabache. Usaba grandes arracadas que lanzaban destellos al contacto con el reflejo de la luz de la hoguera. Pa­ rece un demonio, pensó McCarty, quien seguía en guardia por lo que pudiera pasar en esa escena nada romántica, desarrollada a diez metros de distancia, en una noche que empezaba a cerrarse como inexpugnable telón de fondo. Arracadas se acercó a la mujer y la aupó tomándola de la cintura. –Lo que tú quieres es carne de la buena y no miserias, ¿verdad? Eso quieres que diga –dijo entre risotadas–. Co­me lo que quieras. 42

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Los demás festejaron el chiste, menos McCarty, que se quedó tenso al ver uno de los desvaídos senos des­ cubiertos de la dama.2 Arracadas tomó una vara repleta de carne, eligió una porción y masticó al modo salvaje, sin dejar de ver el ho­ rizonte que poco a poco se teñía de ne­ gro; luego, se inclinó para tomar una piedra y la tiró tan fuerte como pudo. Varias palomas torcaces levantaron el vuelo, espantadas por la certera pedra­ da. Con el alboroto, el ruano de McCarty relinchó. –Las huelo a leguas. Tienen un zureo inconfundible –le dijo Arracadas a Lampiño. Arracadas no se había percatado de la presencia de McCarty o fingía no verlo. Esa noche que recibí la llamada del Dr. Ochoa, tan inesperada como por lo que reve­ laría, me disponía a saciar una botella de vino tinto español que él causalmente me había obsequiado; esperaba que el vino sosegara un poco el cansancio que me atenazaba las corvas y las espaldas, y me otorgara la suficiente dosis de lirismo para la charla. Había pasado todo el día en la Davis Library, de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, escudriñando un extenso archivo fotográfico sobre la negritud en México, de un valor incalculable. Particu­ larmente, seguía la pista que me llevaría a develar los orígenes de la familia Campbell (afin­ cada primero en la ciudad de Chihuahua y, después, en Ciudad Juárez), descendiente de esclavos de Alabama. Chispeante, el Dr. Ochoa me comentó que recién había entrevistado a dos ancianos en Hatch, Nuevo México (que presume ser la capital mundial del chile); los viejos habían nacido a principios del siglo xx y mantenían mucha información valiosa sobre el tema; le aseguraron que los padres de éstos habían conocido al rubio forajido y que les trató de vender sesenta reses a buen precio, incluyendo una potranca. Si los viejos esculcaban bien en los baúles con recuerdos familiares, podían dar con el contrato que habían firmado el padre de éstos y el supuesto forajido para no deshacer el compromiso. La compra no se con­ cretó porque sus padres temían que las reses fueran robadas. Ochoa conoció a los ancianos cuando acudió a la inauguración de la primera y única biblioteca de Hatch –Dr. Ramón Ochoa Library–, fundada por gestiones de su hermana. Yo tomaba notas mientras él hablaba 2

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–¿Cómo te llamas realmente amigo y de dónde eres? –preguntó Lampi­ ño como para interesar a Arracadas. –Tobias McCarty, de Meade, Kansas –volvió a mentir. Ahora estaba de pie y se había alejado un par de metros de la hoguera; los demás lo veían a media luz. Arracadas escuchaba muy atento, de espaldas a McCarty, sin dejar de comer. La mujer, a su lado, mordisqueaba entre sollozos. McCarty empezó a imaginarse una escena horripilante: de ser provocado por esos hombres, les metería a todos una bala en la cabeza sin que se dieran cuenta, casi a que­ marropa. A la mujer la dejaría viva o la haría suya dentro de la carreta. Del chorro de sangre que saldría de las cabezas se formaría en esa zona una fuente de color rojo intenso; los caballos y los animales del desierto saciarían una sed milenaria al tomar de ella. La mujer quedaría muda de terror al ver que la sangre de su amante se adhería a su cuerpo como una costra viva, luego se transformaría en un gusano que empezaría a devorarla con mucho apetito: em­ pezando por los pies, la cintura y finalmente la cabeza. Para evitar esa muerte horrible, saldría corriendo poseída por un demonio lascivo, vagaría desnuda como si la charla formara parte de un seminario. Las aguas de la charla se dividieron en cuanto me dijo que esos mismos ancianos le habían revelado que Billy the Kid había nacido mujer. A la edad de ocho años, una niña espléndida, había sido ultrajada por el hermano de su madre, quien la siguió sometiendo en repetidas ocasiones, hasta que la niña le preparó una celada sin decirle nada a nadie. Después de dos años de suplicio (¿ella o él?), envenenó a su agresor con una tarta de manzana preparada con sus propias manos. Al poco tiempo empezó a vestirse a la usanza vaquera. El Dr. Ochoa también me afirmó que, a los 16 años, Billy the Kid abrazó el lesbianismo. De inmediato le insistí que me proporcionara sus fuentes bibliográficas para indagar por mi propia cuenta. Pero ignoró mi súplica. Jamás reveló gestos femeninos, me garantizó el Dr. sin constancia alguna. Intuí que del otro lado de la línea Ochoa tenía consigo una copia de la foto (la única de la que se tenga memoria de Henry McCarty, de cuyo relato debimos prescindir) y no le quitaría la vista; porque él, mientras hablábamos, me describía detalladamente la forma de sus caderas, sus rasgos físicos y sus manos delgadas, con una intensidad desbordante como si en ese momento Billy the Kid (¿ella o él?) estuviera sentado solo en un salón de clases sin techo y situado en medio de un inmenso desierto, rodeado de dunas y nubes algodonosas a punto de caerse de maduras de ese cielo imperturbable, for­ mando una escena del gusto de V. Nabokov: entre el profesor rabo verde que habla sin parar y la chica provocativa, de falda a cuadros, blusa blanca y trenzas rubias, que se muerde los labios de impaciencia porque desea empezar las verdaderas clases de una vez por todas, una clase de equitación, realmente, montada como dios la trajo al mundo sobre el lomo de un caballo pura sangre que galopa con desenfreno hacia los vertederos del crepúsculo mayor. 44

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como un espectro por los senderos que interconectan el inmenso desierto. La escena horripilante provenía de aquel impacto que tuvo hace dos años en Paso del Norte. Una mujer desnuda corría por la calle principal del pueblo, en­ vuelta en llamas. La gente horrorizada, sin saber qué hacer, la veía como un espectáculo circense. Indignado por la algarabía, Otero sacó el revólver y le pegó un tiro en la cabeza para detener el sufrimiento. Tiempo después empezó a rumorarse que una mujer en llamas, justo a la medianoche, aparecía a mi­ tad de la calle y caminaba rumbo al río, entre alaridos. Arracadas giró en redondo para ver de frente a McCarty y decir para todos: –Había poca concurrencia esa noche en la cantina de La paloma, en Chihuahua. La gente empezaba a tranquilizarse, después del asesinato de un hombre que estaba sentado frente a la barra tomándose un par de güisquis. El asesino no le dio oportunidad ni para defenderse. Menos mal que el di­ funto supo quién lo mató. Tuvo que verlo cuando se le acercó para dispararle a menos de cinco metros: su rostro quedó allí dibujado en el enorme espejo, pegado al fondo de la barra. La causa había sido por un lío de amores con mujer casada. Y tú estabas allí –se dirigió sólo a McCarty–, porque Higinio Otero te había convencido para que visitaras la ciudad donde él había na­ cido, conocieras las cantinas y casas de juego. Tú sí viste quién mató a ese hombre, pero no se lo dijiste a nadie. Déjame decirte que Higinio Otero no era mi amigo sino mi hermano del alma. McCarty recordó el incidente donde el hijo de un terrateniente muy afamado de Chihuahua había perdido la vida. Hubo cuatro detonaciones que cimbraron las lámparas del techo, uno de los proyectiles le perforó la nuca. Cuando la gente se puso en pie al escuchar los disparos, McCarty pudo ver a un hombre de una alzada poco común que sobresalía de entre los demás. No olvidaba todavía sus botas de cabritilla y el fuerte puntapié que le propinó a un parroquiano que, al ver el cadáver del infortunado, quiso despojarlo de su precioso revólver. No pasó mucho tiempo para que llegara un mexicano blanco, de barba cerrada, vestido como de gala. Supuso que era el padre de la víctima, el hacendado. Se postró ante el cadáver de su hijo y lo abrazó, sin derramar lágrima. Arracadas continuó el relato, narrando detalles que le dieron un giro radical a su vida porque nunca había recibido tanto dinero en tan poco tiempo. El hacendado se incorporó y habló dirigiéndose a toda la concurrencia: 45

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–Le pongo precio a la cabeza del hombre que mató a mi hijo: 500 mo­ nedas de oro para aquel o aquellos que me traigan su cabeza. Pero quiero la cabeza solamente. No pasaron ni dos días para que el hacendado hiciera efectiva la prome­ sa. Arracadas se presentó en el casco de la hacienda, con una caja de madera, envuelta en un mantel de cocina. El hacendado abrió la caja y descubrió la cabeza del asesino de su hijo. –¿Cómo sé que es él? –dijo el hacendado. –No hay duda, yo también trabajé para el hombre que pagó para que mataran a su hijo. Pero no es mi problema. Yo vine aquí a cumplir y recibir mi paga. Él me confesó, antes de degollarlo, que su patrón lo obligó a matar a su hijo, porque sólo así ajustarían cuentas pendientes. La razón la desco­ nozco, aunque unos dicen que fue por celos. Tampoco Tiberio Sánchez creo que haya sabido la razón, él sólo obedeció órdenes. –¿Quién es Tiberio? –interrogó el hacendado. –El propietario de la cabeza que ahora usted tiene en su poder –dijo Arracadas. –¿Y quién era su patrón? –dijo el hacendado. –Vine por mi paga y no me gusta abrir la boca sin recibir nada a cam­ bio. Pero sé que es su pariente –contestó Arracadas. –Sea quien sea, te exijo el mismo trabajo y la misma paga para realizar­ lo –dijo el hacendado. –No, patrón, por la misma cantidad, no. Que sean mil monedas. Y le pro­ meto traerle la cabeza en un mes, a más tardar –dijo Arracadas–. Es difícil llegar hasta él. Con la ausencia de Tiberio, tomará medidas, pero buscaré la manera de acercarme. Si acepta, quiero un anticipo. La mitad ahora y el resto cuando venga con la inmundicia –añadió. –Trato hecho –contestó el hacendado. Arracadas no concluyó la historia. Sus palabras crearon un vórtice en la planicie y en la mente de los escuchas, menos en la de la mujer, que yacía dormida a un paso de la lumbre, tapada con una manta. –Existe la voluntad, pero el hombre es ajeno a lo que le impone su des­ tino –pensó McCarty, estremeciéndose. McCarty identificó a Arracadas plenamente, reconoció que éste encar­ 46

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naba la amistad más profunda y antigua de Higinio Otero, en Chihuahua. De­ dujo que la providencia se lo había puesto en el camino. Recordó de golpe las locuras y peripecias contadas por el amigo mutuo. Aceptó que se había equi­ vocado al querer desplazarse hacia Paso del Norte, donde, de haber puesto la nariz, lo habrían cazado como un búfalo. Todo por culpa de las tensiones de vivir a salto de mata, de pensar en tantas cosas al mismo tiempo, le habían impedido reconocerlo de buenas a primeras. Los dos amigos de Otero, abatido por Charlie Sanquist, alias El Come­ mexicanas, se dieron la mano, seguidamente un abrazo; McCarty, desapare­ cido entre las tenazas de Arracadas. Llegó la madrugada y ninguno de los hombres se desplomó de sueño o de cansancio. El aguardiente los mantuvo en vela; a Arracadas se le aflojó la lengua. No dejaron de brindar por Otero. Arracadas le dijo a McCarty que no era necesario trotar hasta Paso del Norte. Podían reconocerlo. Lo previno de dos posibilidades: que un civil le disparara para cobrar la nada despreciable recompensa ofrecida por las autoridades de Nuevo México o que los solda­ dos de Fort Bliss, o los Rangers, trataran de detenerlo. Los demás habían enmudecido, resignados a escuchar la plática. A pregunta de McCarty, Arracadas dijo que Paso del Norte era una locura, vivía allí desde hacía dos años y ya se estaba hartando de su vida llevada al garete. Para darle cierto rumbo, se ocupaba, cada dos meses, de llevar baratijas o transportar encargos de Paso del Norte, o de El Paso, a Al­ buquerque. Le dejaba el suficiente dinero para no trabajar un par de meses. Vivía en un cuartucho aledaño al lupanar de La Yegua, Teresa Garrido, com­ partido con la mujer que seguía tendida a un costado de sus pies gigantes­ cos. Volvió a insistirle que no cruzara el río, las cosas estaban complicadas para él. Arracadas le dio un trago largo a la botella de güisqui, antes de hacerle una pregunta. –La verdad, ¿qué te lleva a Paso del Norte? Ve, si quieres, pero no te lo recomiendo. –Voy a matar al asesino de Higinio. Se lo prometí y no debo fallarle. Arracadas soltó una carcajada y sus hombres lo secundaron, como siem­ pre sucedía con ellos cada vez que el jefe se manifestaba en estridencias. –Me enteré de la muerte de Otero, como te acabo de decir, en la casa 47

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de La Yegua. Quise cruzar para verlo por última vez, despedirme, pero algo me detuvo. Lloré su muerte como si hubiera sido la de mi propio padre –re­ memoró Arracadas. McCarty sólo había tomado un par de tragos; era el único sobrio del gru­ po. A medida que escuchaba, empezó a tejer su propio desenlace, dado que Arracadas dejaba inconclusas las historias que contaba. El Comemexicanas era amante de La Yegua, así que ésta lo había escondido bajo sus largas faldas para que nadie lo encontrara; sin embargo, ambos desconocían que Arraca­ das era el hermano del alma de Otero. En menos de una semana, Arracadas se había enterado de lo ocurrido en Nuevo México, incluso ya conocía el nom­ bre del asesino de su amigo. En esos días, sentado en el retrete, con un agu­ jero en la cabeza, Sanquist perdía la vida, provocando la ira de su amante, que, enloquecida, juraba tomar venganza. Arracadas ordenó a Lampiño que trajera un recipiente de la carreta. –Con cuidado porque puede romperse. Recuerda que es un valioso re­ galo –dijo Arracadas. Lampiño dejó de hacer eses al regresar porque sostenía con ambas ma­ nos un frasco grande de cristal; lo que había dentro, a ojos de McCarty, pare­ cía un sapo gigante, hinchado, flotando inerme en un líquido acuoso. –No es lo que crees –le dijo Arracadas–. Lo que ves allí perteneció a Sanquist. Es un regalo para ponerlo en la tumba de Otero. Estoy seguro que le agradará tanto como a nosotros. La mirada de McCarty se quedó fija en el horizonte que ya empezaba a clarear. Imaginó las calles bulliciosas de Paso del Norte y la mujer envuelta en llamas. Se sintió él mismo como un espectro que cabalga solo por las lla­ nuras, condenado por un anonimato fugaz. McCarty se puso el sombrero y clavó la mirada en el suelo. Sabía que era el momento de partir. Se despojó de su cuchillo para dárselo a Lampiño como regalo, un gesto de reciprocidad entre caballeros. Ya montado en el ruano, le dijo a Lampiño: –Para que escalpes al hijo de puta que me mate a traición. Arracadas y Lampiño sonrieron, exhibiendo sus dientes podridos.

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Movimientos de la leche A ndrea A lzati

en aquellos días todas las fuentes de la ciudad escupían leche tan blanca que de haberlas visto de frente nos hubieran dejado ciegos el humo avanzaba lentamente como en una procesión religiosa y las preguntas se replicaban en miles de formas geométricas 49

aún sin nombres en medio de un silencio de manteles largos y blanquísimos frente a una madre blanquísima el padre dijo: –hija, si no fueras mi hija me casaría contigo y la hija mostró el blanco de sus dientes en una mueca que bien pudo ser una sonrisa que opacara lo amargo como pudo ser su herida retorciéndose o de placer o de un terror absoluto con qué soltura puede un perro tirarse a la mitad de la calle. con qué facilidad puede una herida derramar cualquier líquido transparente 50

rojo o de un blanco tan blanco que de haberlo visto de frente nos hubiera dejado ciegos, cieguísimos en aquellos días toda la calle era leche blanca ríos de leche tan blanca tan maternal que el instinto materno también mostraba su instinto de muerte –te daré tanta leche que no podrás respirar nunca– la ciudad era un río de leche dulce que asfixiaba a cualquiera no había dónde esconderse no había a dónde correr la leche entraba por cualquier orificio por pequeño que fuera por debajo de todas las puertas entraban ríos 51

de leche hirviendo lo mojaba todo lo quemaba todo hasta el esófago más resistente tenía úlceras al rojo vivo la hija pensaba cómo cómo cómo ¿cómo haré para que las cenizas de mi padre lleguen a donde me pidió claramente que tenían que llegar? a los once años cualquier petición funeraria es de una solemnidad inquebrantable. la ciudad tragaba leche como tragaba cualquier 52

sustancia líquida de cualquier herida que siguiera abierta por convicción o por olvido la ciudad era eso: una herida hambrienta buscando a cualquier niña distraída para arrebatarle el último aire que le quedara en el pecho, un pecho todavía andrógino la ciudad era el lugar perfecto para la asfixia. la hija buscó piedras conchas de mar, un par de dados, miniaturas de plomo, vidrios erosionados de colores, objetos pequeños para levantar altares diminutos a la materia una serie de objetos 53

chiquititos donde pudiera poner sus manos sentir con los dedos el peso de cada objeto por pequeño e insignificante que fuera la hija guardó semillas rojas contó del uno al ciento diez semillas rojas y las metió en una botella de vidrio verde la materia era el lugar perfecto para cifrarse. la hija guardó cajitas muy pequeñas adentro de otras cajas también pequeñas y lo mismo hizo ella: se guardó en una caja, en la esquina de una caja se dedicó devotamente a dormir el sueño es 54

la única ceremonia que persiste de día o de noche dentro o fuera de las sábanas la hija se dedicó a dormir y a olvidarlo todo a olvidar su nombre y apellido a olvidar si era la hija o el hijo o si no era nada (si guardaba silencio el tiempo suficiente en realidad no era nada) la ciudad era el lugar perfecto para olvidarlo todo. en aquellos días los ríos de leche hirviendo eran el único alimento posible no había por qué esperar a que la leche estuviera tibia 55

también a un líquido hirviendo el cuerpo se vuelve invulnerable el pecho dejó de ser un pecho andrógino, la asfixia y el mutismo en cambio serían siempre andróginos (las rodillas las orejas ciertos ángulos de las manos…) con qué facilidad se puede despreciar la leche materna. la hija buscó símbolos, figuras, trazos, nombres, sonidos donde sentarse a recuperar el habla la ciudad arrojaba señales equivocadas a donde fuera que volteara: las letras de su nombre la fecha de tu nacimiento 56

la fecha del nacimiento de este otro nombre la dirección de este otro toda la ciudad se llenaba de señales que no señalaban nada excepto que la hija había perdido casi toda el habla la ciudad también era la hija derramando cualquier cosa sobre cualquier cuerpo había que derramarse si quería conservarse entera no hay un nombre para cada uno de ellos todos tenían el mismo nombre: instinto de vida instinto de muerte instinto de ríos de leche en aquellos días la ciudad exhalaba una atmósfera de playa grotesca, insostenible la playa es la muerte del padre 57

levantándose en olas como un fin inalterable la playa era el lugar perfecto para la indeterminación. el mar es una muerte es una espuma que se queda adherida al cuerpo como un inquilino como un parásito como la palabra muerte se queda adherida a las venas en aquellos días el mar escupía peces plateados el mar era una muerte era una espuma, una leche que escupía peces espumas de peces que se adherían al 58

cuerpo lo escamaban el mar era el lugar perfecto para la muerte. en aquellos días la hija se recogía en su propia compulsión hasta que solamente la compulsión la movía en aquellos días sus manos eran su boca su boca eran sus manos todos los movimientos de la leche sucedían entre sus manos y su boca la leche hirviendo brotaba de su pecho de todas sus heridas de todas las fuentes de la ciudad en aquellos días llovía leche hirviendo sobre la hija y ella creía 59

que todo eso era inevitable la hija dormía en lo inevitable se arrodillaba ante lo inevitable se alimentaba de lo inevitable los movimientos de la leche eran inevitables todos los movimientos de la herida de la espuma de la leche no había forma de evitarlos en aquellos días la hija era su propio alimento la hija inflamada de sí misma fue arrojada una vez más a la intemperie en aquellos días. 60

Tres prosas Ó scar G onzález S aint la avenida

Era verano. De madrugada sintió las patadas en el vientre. Escuchó el ruido de los camiones, a esas horas ya en la avenida. Estaba en el octavo mes de embarazo. Junto a ella se removió la niña. Amaneció una hora después. Se quedaron despiertas en la cama, jugando. Se levantaron tarde, desayunaron. Luego la niña subió a tender la cama, a juntar la ropa sucia. La casa era os­ cura, fresca. Por las ventanas entraba una luz blanca. Afuera el cielo era gris. El calor constante. Barrió la cocina, prendió el calentador. Oyó a la niña meterse a bañar. Luego trapeó el piso. Les cambió el agua a los canarios y regó las plantas. Arriba la niña veía la televisión. Amelia, gritó. Luego de un momento bajó la niña. Traía el cabello alborotado, suelto. Vaya a darle de comer al perro, le dijo. La niña obedeció. La vio subirse en un taburete para alcan­ zar la bolsa del alimento. Flaquita, pensó contenta. Escuchó las croquetas caer al plato y los gemidos de alegría del perro. Le dolía la espalda. Se sentó a descansar en la banca del patio. El cielo nublado no dejaba saber la hora. Había que preparar la comida. Había que seguir pintando la habitación y mover la cuna. Se pasó la mano por el vientre. Subía la humedad. Al rato la niña le dijo que iba al parque a pasear al perro. Adormilada por el trino de los canarios, le dijo que no se quitara los zapatos. Los helechos y los bejucos se movían con el viento, el calor no disminuía. A la niña le gustaba correr descalza por el parque: salía y regresaba con los pies negros de tierra, con la cara roja y el cabello alborotado. Entraba a la casa y escondía la sonrisa cuando la regañaba. No era un regaño con muchas ganas, más bien otro jue­ 61

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go con la niña, que se lavaba los pies y las manos, se recogía la melena y ayudaba poniendo la mesa, cortando los limones para el agua, diciendo sí, mamá, cuando la mandaba a hacer al­ guna otra cosa. Se despertó sudando frío. Qui­ so levantarse pero sintió dolor en el vientre. Temblando se metió la mano entre las piernas: la falda estaba mo­ jada. Luego una punzada más aguda le cruzó el cuerpo. Sintió que se rompía. Sintió que el aire se le iba. Aspiró pro­ fundo, se levantó corriendo contra el dolor, alcanzó el teléfono. Marcó el nú­ mero de emergencia y salió a la calle para llamar entre el llanto a la niña. Los zapatos estaban junto a la entrada. Vio pasar al perro ya sin la correa. Escuchó allá en la avenida los gritos.

las visitas

Llegaron pasadas las dos de la tarde. Era domingo. Con un empellón, entra­ ron por la puerta de enfrente. Sentado en un sillón de brazos anchos, Emi­ liano Sanjosé levantó la vista del libro que tenía en las manos. Los miró de arriba abajo: de estatura similar, los dos vestidos con camisas lisas de manga corta, uno de azul oscuro, el otro de un verde pastel que al dueño de la casa le pareció de mal gusto. Saludaron con un movimiento de cabeza, mientras el de verde cerraba la puerta. Emiliano Sanjosé, dijo el de azul mirando a los ojos al hombre en el sillón. Lo dijo como afirmación más que pregunta. El del sillón sostuvo la mirada un momento. Luego volteó a ver por la puerta de vidrio a su derecha. En el jardín, la luz hacía más blancos los muros, des­ lumbrando hasta que los ojos se habituaban y se podía ver una mesa con sus sillas de plástico verde, algo deformes y comidas por el sol. Hace calor, dijo el de verde. Emiliano Sanjosé volvió a la lectura; un libro que hablaba sobre 62

tres prosas

los recuerdos como si fuesen los síntomas de una enfermedad que poco a poco nos abandona, y al final estamos sanos de ella porque ya no recordamos nada. Según el libro, uno nace, crece y no es consciente de sus recuerdos hasta cierta edad. Los recuerdos que uno tiene son ya la semilla de lo que vendrá más adelante. El primer recuerdo puede ser inocente y terrible, o no. Uno a esa edad temprana no es responsable de sus recuerdos, o no por com­ pleto. Es lo que viene después lo determinante: uno elige y toma caminos que a su vez llevan a otros caminos, los cuales vuelven, toman desviaciones, se entrecruzan, avanzan de improviso y siguen así hasta lograr un entramado que, con el paso de los años, no puede ser sino un mapa de la vida, tejido con recuerdos de las acciones un día, todos los días emprendidas. Luego uno va saliendo del camino, de todos los caminos para sentarse a mirar la distancia recorrida. La mira como a través de una lente o una variedad de lentes, que son sus recuerdos. Ya está enfermo, sentenciaba el texto. Emiliano Sanjosé dejó el libro en el brazo del sillón. Se levantó a abrir la ventana corrediza, entrecerrando los ojos frente al brillo del muro blanco. El marco de la ventana dio un breve rechinido y el aire húmedo entró desde el jardín. Escuchó en la cocina el sonido de cajones que se abrían, platos levantados de un lugar y puestos en otro, la puerta de la alacena abierta, el chasqueo eléctrico de la estufa al encenderse. Aspiró lentamente con los ojos cerrados. Los recuerdos primeros son apagados, se dijo, como si la oscuridad los fuera engullendo lentamente, sin detenerse. Como si la penumbra viniera desde atrás de la escena, digamos, y todo va siendo cubierto paulatinamente, tal vez absorbido sea la palabra correcta. Es la mayor diferencia con los recuer­ dos más recientes, que aparecen luminosos, o no tan oscuros. Los recuerdos son caminos dentro de uno mismo, que los recorre de modo interminable. La única cura está en el olvido. El hombre de azul salió de la cocina con las manos llenas, pasó al lado de Sanjosé y salió al jardín. Colocó sobre la mesa tres manteles individuales, sal, pimienta, servilletas, una botella de vino. Volvió a la cocina, a abrir y cerrar cajones. Algo siseaba en la estufa. Emiliano Sanjosé volvió al sillón, pero ya no abrió el libro, sino que se miró las palmas de las manos por un largo rato. El olor de la carne asada se extendió por la casa, un olor caliente mezclado con especias. De nuevo el de azul salió de la cocina, esta vez con 63

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una canasta pequeña de pan, un sacacorchos, tenedores y cuchillos serrados para la carne. Llevó después los vasos, dispuso la mesa con cuidado y se sentó a esperar. Al poco rato, de la cocina salió el de verde con un platón donde humeaba la comida: cortes, cebollas asadas, tiras de chorizo. Fue una vez más a la cocina y regresó con un bol lleno de puré de papa. El de azul destapó el vino. Comieron en silencio, espantando las moscas cada cierto tiempo. El muro blanco ya no cegaba, aunque el calor seguía. El hombre de azul señaló la botella con los últimos restos de vino. Otra, preguntó. Emiliano Sanjosé res­ pondió con una mueca, como si la voz del hombre de azul le hubiera causado una arcada. Se reclinaron en los respaldos de las sillas y miraron la mesa. Después de un rato, el hombre de azul dio un suspiro. Se levantó seguido del otro. El olvido, Emiliano, se dijo Emiliano Sanjosé. Después de un rato, al salir de la casa, los dos hombres tiraron a una alcantarilla los cuchillos.

vuelo de gavilán

para Luis Camey Torres

Todo igual. Como si no se estuviera moviendo. Como en una película anti­ gua, un horizonte incansable y repetido: las nubes rasgadas, el cielo azul despintado. Los cerros cada vez más pequeños en el espejo. El viento calien­ te. La estática en la radio. Durante muchos kilómetros no había nada en el cuadrante, retazos de comerciales, voces distorsionadas, estática, voces leja­ nas, fragmentos. El sol agrietaba la pintura y el óxido del coche. La carretera en línea recta, dos carriles tendidos a la distancia. A los lados, lo cercano era una mancha borrosa. A lo lejos el erial ondulante, resquebrajado. Luego pol­ vo, tierra quemada. A veces biznagas, huizaches, alguna osamenta en pedazos. El coche olía a grasa para bisagra y sal. Los vidrios abajo no lo atenuaban. Se secó el sudor de la frente y miró en el espejo las patas de gallo, la piel cuarteada, las ojeras. Bajó los ojos a la mano izquierda sobre el volante, al color opaco del anillo. Se había levantado temprano. Antes de salir revisó el coche, pateó las llantas. Puso un litro de aceite, revisó el radiador. Puso la llanta de refacción en el asiento de atrás. Cargó un galón de agua en el piso, del lado del pasajero. La noche anterior había llenado la cajuela. No ha­ 64

tres prosas

bía amanecido cuando salió. Antes del mediodía las llantas rozaban contra el metal. Había pasado ya por los últimos pueblos, Huatambo, Culebrilla, San Carmel. En lo alto, los gavilanes daban vueltas como sombras densas. Pasaba los puestos de comida. No habría más hasta llegar. Miró al cielo entrecerran­ do los ojos. Soltó el acelerador. En el puesto pidió carne y frijoles, refugia­ do del sol bajo una sombra plástica. Dio el último trago a la botella y metió los dedos a la bolsa de la camisa. Puso la fotografía sobre la mesa. Pidió otra cerveza sin apartar los ojos: detrás de ella el polvo, un cielo limpio, el color sucio de los cerros, la franja horizontal de alguna carretera. Algún viaje. Dio vuelta a la foto, leyó en voz baja. Dibujó con los labios el nombre escrito en el reverso con caligrafía delicada, la fe­ cha con números redondos inclinados a la derecha. Miró al horizonte y dio otro trago. La cerveza bajaba helada por la garganta. De golpe sintió el aire seco como un incendio. Respiró profundo, apuró la cerveza y pagó. Volvió a la carretera, al ruido del motor. Unos pocos kilómetros intentó de nuevo con la radio. Se conformó con pedazos de la transmisión. Bajaba el sol cuando se levantó el polvo. Las ventoleras se soltaban sin aviso. Terminó de subir el vidrio justo cuando la arena golpeó la carrocería con un siseo desigual. En la radio crujió otra vez la estática. El olor a sal le dolió entre los ojos, el calor se hizo denso como si viniera del asiento trasero. Por algún lugar se colaba el polvo. El interior se llenó de brillos diminutos, momentáneos. Sintió la tierra pegándose a las sienes, debajo de la nariz y en los brazos. Apretó con más fuerza el volante y se resignó al tufo hirviente. El ardor no comenzaba en la piel. Venía de lo profundo, lo cocinaba a fuego lento. Salió del remolino resoplando. Dejó pasar unos segundos y bajó el vidrio despacio, sintiendo en el aire renovado el primer aviso de la noche, el salitre como queriendo que­ darse allá atrás, presente siempre. Háblale a Salo, le dijo al niño, que entró a la casa corriendo. Sintió el 65

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frío subirle por la espalda mojada. Las estrellas se alejaban de los cerros. Se recargó en el coche y esperó. Se sintió temblar. Comenzaba a sentirse enfer­ mo. La casa tenía las luces encendidas. Por las ventanas se insinuaban las siluetas de la familia. Sintió el olor del cigarro antes de verlo: por la puerta principal salió un hombre de bigote canoso. Pásale a cenar, dijo. Vio el co­ che y le señaló con la cabeza: las marcas de llantas en la tierra terminaban en un cobertizo. Ven ahorita, ya luego vamos, insistió con calma. Escuchó las llantas rozar las salpicaderas. Tomaron café humeante que les sirvió una mu­ jer callada, de mirada ausente. Se preguntó si sería muda. El viejo se alisó el bigote con la mano y prendió otro cigarro. Vamos a salir, le dijo a la mujer. Le pones la cama al señor y te vas con el niño a la recámara. Ya no salgan. La mujer dijo sí casi sin separar los labios. No levantó la mirada. Vamos en­ tonces, dijo Salo ajustándose el sombrero. Salieron al cobertizo. Encendió el coche y lo dejó calentar. El viejo se acomodó en el asiento de al lado. Sona­ ron piedras bajo las llantas. La cerca de palo y alambre se extendía hacia la noche y el monte. La siguieron. El viejo movió la perilla del radio. Debajo de la estática, escondida, comenzó a sonar una canción indistinguible. Manejó hasta que en el retrovisor desaparecieron las luces de la casa. Volteó a ver al viejo. Hasta llegar al pozo, dijo Salo. Después de un rato volvió a hablar: aquí mero. Dejaron las puertas abiertas para que la canción los acompañara. Encendieron las lámparas y alumbraron las herramientas ya recargadas en la boca del pozo. Fueron hacia el coche. Antes de abrir la cajuela se quitó el anillo del dedo. Levantó la tapa. La sal comenzó a regarse a chorros en la tierra. Escucharon el quejido de los gavilanes ya en reposo. Una voz de tenor sonaba en la radio. Miraron todavía por un momento. Sorbió fuerte por la nariz y se secó los ojos. Te tardaste, dijo Salo. Comenzaron a cavar.

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Nadie la vio salir K aleb G ómez para María Minero

Nadie la vio salir. La calle estaba translúcida y curiosamente sola. Tembló una vez su voz, como helada por un invierno íntimo. Tembló una sola vez y abandonó la casa. Por un instante su mano pudo asir la libertad, y la juzgó como una flor de plomo. Salió de una ciudad cuajada de sereno y taxis rojos, inquieta como el agua entre sus manos, corrió buscando el sol de otros lugares, leyendas derramadas bajo lámparas viejas, puentes, ventanas rotas, otros caminos 67

que recorrer a diario, personas y un horario que habitar. Quiso una hazaña digna de contarse a sí misma, con un nuevo álbum de fotos en plazas y edificios ignorados, un cuerpo nuevo con cicatrices nuevas que fuesen un dibujo de su espíritu. Tomó su libertad como una niña que trepa al sur de nuevas azoteas, y en el seguro azar de los tejados la sorprendió la noche. Allí durmió su voz, la luna estaba detenida en la yema de sus dedos, y logró ver debajo de sus pies la vida como un molino que gira sobre un cauce de perros y serpientes. Un día al despertar con el eco impreciso de una sonaja vieja tocándole las sienes, y con su propia mano abierta y detenida sobre la sábana de algunos años, halló el pulso de marzo debajo de su pecho. 68

Dice que todas las calles son una. Dice que todos los soles son uno, unas veces más frío, otras veces más blanco. Que no sabe si es otra o es la misma persona todavía, que se fue de su casa, pero que aún es pronto para saber decirlo. Que algunas veces ha pensado en volver, pero jamás existe un camino de vuelta. Ahora está frente a mí y me cuenta un secreto. No tenía cara cuando lo encontraron. Quiero decir, era su rostro como cualquier rostro que hubiera visto el sol en los ojos del pueblo que lo viera nacer, sin el lujo del fuego ni afán de demagogia. La mañana lo halló pendiendo de los pies desde un puente con nombre de humanista, en la calle Progreso. No hay que decir la sangre derramada, 69

esa ya la sabemos sobradamente. Quedó en su piel escrita la leyenda de las cuentas saldadas con mala ortografía, en lápiz de metal y una letra nerviosa. En sus bolsillos, el reflejo de un rey de bastos y una billetera sin nombres ni billetes, igual que los peatones que por allí pasaron, camino del trabajo o al volver de la noche nada dijeron. Llegaron los forenses, como es lógico, y un circo de sirenas y de cámaras. Pasado el mediodía lo bajaron. Nadie lo reclamó, y se quedó tendido de cara al sol, como un romano solo. Quiso la suerte, y así corroboró la autoridad, pasar del pavimento al anfiteatro, y no fue ni uno más en los periódicos.

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Desmadres y tareas críticas según Enrique Serna W ilfrido H. C orral comienza el desmadre

Enrique Serna es conocido ampliamente como autor de una gran diversidad de novelas (históricas, picarescas, “políticas”, eróticas y/o de formación, como Fruta verde, de 2006) y cuentos fundacionales o parteaguas: “La vanagloria” y “Material de lectura”, de La ternura caníbal (2013), y “Borges y el ultraísmo”, de Amores de segunda mano (1994). Aquéllos son muestras fehacientes de la afinidad temática con su no ficción en conceptualización y resultados, y hay varios más. Otros relatos confrontados emblematizan y sintetizan la planti­ lla conceptual del Serna estudiado en este ensayo. El primero, no ficticio, es parte de un ensayo de hace unos veinte años titulado provocadoramente “Vejamen de la narrativa difícil”1 que, al cotejar cómo Carlos Fuentes “ya iba equipado con la terminología que lo justificaría ante la crítica”, permite al joven narrador sustentar que la narrativa de su compatriota es artificial, un desborde o desmadre. Para Serna: “Las verdaderas revoluciones litera­ rias ocurren a la inversa: primero surgen las obras que inauguran formas de expresión y luego vienen los profesores a explicar cómo están hechas. Con la novela del lenguaje se facilitó el trabajo de la crítica universitaria, que vio reflejado en la creación su propio andamiaje teórico y se limitó a cotejar la partitura conceptual (sea de Barthes, Todorov, Greimas o Julia Kristeva) 1

Enrique Serna, Las caricaturas me hacen llorar, Joaquín Mortiz, México, 1996, pp. 288-296. 71

wilfrido h. corral

con la servil ejecución del novelis­ ta.” Su preclara visión respecto a los giros y connivencias que notaba en la literariedad (sucintamente, lo que autoriza a distinguir el discurso li­ terario de otros) debe ser templada adicional y categóricamente por el he­ cho de que los que nos dedicamos a la literatura no hacemos algo tan impor­ tante como curar el cáncer o terminar con el hambre. En el mejor de los casos, lo que podemos hacer es tratar de remediar enrique serna los problemas de nuestro mundillo, en el cual existe una leve posibilidad de que uno, crítico o no, tal vez tenga algún impacto. A pesar de que, como sabemos hoy, la “novela del lengua­ je” languideció sin mayor repercusión pública, no es gratuita o totalmente errónea la nómina de Serna de los críticos altisonantes de esa época. Vale la pena recordar, entonces, que Serna habría tenido que distinguir con más precisión, porque con el paso de los años se ha llegado a percibir a Roland Barthes (para algunos el primer “bloguero”) y a Todorov como maestros de sensatez crítica y ética, en un momento anterior fascinados por la jerigonza. Y si Greimas siguió siendo el fundador de una crítica que no dejó de depen­ der del mecanicismo estructuralista, la jerga de Kristeva cedió a preocupa­ ciones críticas más amplias en que la literatura ya no es una excusa para una teoría. Otra manera de percibir esta progresión es preguntar qué habría dicho Serna si para 1996 se le hubiera prestado más atención a Derrida en el ámbito crítico de habla española. El segundo relato parte de la premisa de que para autores como Serna y buena parte de sus coetáneos, más dedicados que sus antecesores a la no ficción (calificarla de ensayística es insuficiente, como se verá), es obvio que en la simbiosis entre narradores y críticos los últimos son los parásitos y que es tan difícil escribir un libro malo como uno bueno, y mucho más fácil escribir una crítica despiadada. En una carta de 1853, Flaubert decía que “La 72

desmadres y tareas críticas según enrique serna

critique littéraire est au dernier échelon de la littérature”, y el flujo y reflujo de los novelistas ante la crítica ha cambiado poco desde entonces. Así, en Corriente alterna, Octavio Paz aseveraba que la crítica era “el punto flaco de la literatura hispanoamericana”, aunque los críticos que él cree fortalecerían el campo no han tenido la repercusión o influencia que merecían, y el que más valía, Guillermo Sucre, dejó sólo un libro memorable. No obstante Paz concluye severamente: “La creación es crítica y la crítica creación. Así, a nuestra literatura le falta rigor crítico y a nuestra crítica imaginación.”2 Des­ de sus inicios como prosista, Serna se ha dedicado a las faltas que notaba el poeta-crítico. Pero por olvidos o injusticias hay que hilar fino, porque no se trata de que los narradores más recientes se opongan a la crítica; es más, frecuente­ mente recurren a ficcionalizarla, tal vez porque por formación, preferencia estética o por el ambiente en que se mueven inevitablemente, conocen dema­ siado el campo o a sus partidarios o contrarios como para calcar o actualizar la opinión de Flaubert. También es evidente su distancia de una visión que no es exagerado calificar de creciente y occidental: la animadversión hacia la que se sigue llamando indistintamente “crítica literaria” o “teoría crítica”, predominantemente académica y basada en obtusos discursos autoindulgen­ tes y pretensiones histórico-filosóficas, en la línea del Michel Foucault de la conferencia-diálogo “Qu’est-ce la critique? Critique et Aufklärung”, pero sin su ilustración. No sorprende entonces que en Las correcciones (2001; es­ pañol 2002) del estadunidense Jonathan Franzen, nacido el mismo año que Serna (1959), un académico desacreditado, Chip Lambert, abandone la teoría marxista para escribir guiones y va a la mítica librería Strand de Manhattan para deshacerse de los tomos “dialécticos” de su biblioteca. Las obras de Theodor W. Adorno, Jürgen Habermas, Fredric Jameson y otros, le habían costado casi cuatro mil dólares (hipérbole simbólica), pero al venderlos su valor es de sesenta y cinco. Luego de otras expediciones para vender sus libros y, según el narrador, recordar cómo esos estudios le habían prometido una crítica radical de la tardía sociedad capitalista, Lam­ bert gasta su irrisorio dividendo en un caro filete de salmón noruego. Recor­ 2

Octavio Paz, Corriente alterna, Siglo xxi Editores, México, 1967, p. 44. 73

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dando que, aparte de Mario Vargas Llosa, no hay hoy un escritor canónico hispanoamericano que atraiga la atención sobre asuntos importantes, no es inconsecuente que en “Caracterización de la nueva generación”, fragmento de 1930, otra deidad neomarxista, Walter Benjamin, critique severamente la literatura consumista, más la falta de educación e inconsistencia de los nue­ vos de entonces, aseverando: “Esta [gente] no hace el menor esfuerzo para basar su actividad en ningún fundamento teórico en absoluto. No sólo son sordos a los llamados grandes asuntos, los de la política o visión del mundo; sino que son igualmente inocentes de alguna reflexión acerca de cuestiones artísticas” (el énfasis es mío).3 Evidentemente, también hay que recordar que no todo desarrollo cul­ tural se puede enmarcar con diferencias generacionales y que el discurso intelectual es formado por los locales sociopolíticos y, frecuentemente, por los editores de los críticos, Benjamin incluido. En “Vejamen de la narrativa difícil”, Serna advierte: “Se me ha pedido hablar sobre las estrategias narra­ tivas para el fin del milenio y creo que una de ellas consistiría en recoger las enseñanzas de los grandes narradores populares para luchar con la merca­ dotecnia editorial en su propio terreno. La disyuntiva no es hacer literatura ligera o pesada. El reto es cautivar sin complacer, contrarrestar con astucia la pereza de los lectores para llevarlos adonde no quieren ir…”. Conectando ese deseo con la crítica, no es baladí pensar en que –su obra conocida es menos fragmentada y, la póstuma, está revelando que su “proyecto” era algo bien pensado– se lleva a cabo algo similar con las antologías recientes de Barthes, por el momento en inglés.4 Si esos dos relatos no son necesaria o exclusivamente los polos de las negociaciones conceptuales del dinámico Serna, o prefiguran su actividad y actitud crítica futuras, sin duda son un subtexto principal de sus inquietu­ des críticas más recientes. Para llegar a ellas me ocuparé principalmente de Walter Benjamin, Selected writings, Harvard University Press, Cambridge, 1999, vol. ii. La diversidad y riqueza de intereses de Barthes en ‘A very fine gift’ and other writings on theory y ‘The scandal’ of marxism and other writings on politics es superior a la de Benjamin, siempre recordando que la recuperación y selección son de los traductores y/o editores. Las fuentes para Barthes son los cinco tomos (hasta hoy) de las Oeuvres complètes. Toda traduc­ ción es mía, excepto donde se indique lo contrario. 3 4

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cómo aparece la esfera cultural creada por esa crítica en las colecciones Las caricaturas me hacen llorar (1996) y Giros negros (2008), hasta su tratado no necesariamente culminante (sigue mordiendo la mano que nos da de comer) que es Genealogía de la soberbia intelectual (2013). Leídas detalladamente, las primeras compilaciones presentan una vasta crítica a varias representaciones de la cultura popular. Consecuentemente, el título Las caricaturas me hacen llorar se extrae de una popular canción homónima de los años sesenta, en la que Queta Garay se refiere a una enamorada que presencia una traición en un cine, con el Pato Donald proyectado en el fondo, imagen remedada en la portada de la primera edición del libro. En cambio, Genealogía de la sober­ bia se ocupa abundantemente de las humanidades, y de la literariedad en particular. Por ese desarrollo en su pensamiento, complemento el análisis con algunos textos no recogidos (son numerosos) que sigue publicando en columnas mensuales o quincenales, en revistas como Letras Libres y otras de similar prestigio, aunque no es extraño a las académicas. Como pretendo demostrar, Serna ejemplifica una nueva actitud entre los narradores que son sus contemporáneos (no todos sus pares), los que nacieron diez años antes o después que él, noción que expando en la introducción general a una compilación que analiza la novelística de sesenta y nueve de sus coetáneos, The contemporary spanish american novel: Bolaño and after (2013). Si no es necesario proveer un panorama de todos aquellos para contex­ tualizar al mexicano, porque significaría vincularlo a una colectividad que no reconocería (volveré, por ejemplo, a las diferencias que quiere establecer implícitamente entre su obra y la de un narrador como César Aira, diez años mayor que él), vale la pena sintetizar el ambiente general, no mexicano, en que se mueve; y ese quehacer es precisamente una plantilla de Genealogía de la soberbia, y de una polémica que ocasionó al llegar su ensayo a España, discusión que trato oportunamente. Pero también es un giro centrado en la hipocresía intelectual, la crítica de cuyas bases se encuentra en su tercera novela, El miedo a los animales (1995), todavía la diatriba en clave más agu­ da, y polémica, contra el establishment literario mexicano de esos tiempos, alegoría sostenida innovadoramente por su armazón de novela de suspenso. Para analizar su no ficción en términos de la de los narradores del úl­ timo tercio y cambio del siglo pasado, e incluso de los llamados “milenios” 75

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nacidos a mediados de los años setenta y principios de los ochenta, señalo un destiempo o desencuentro pertinente. En 1996, reconocido como el estreno temporal promedio de los narradores bisoños más representativos (y menores que él, que entonces no tenían obra no ficticia recogida), Serna publicó Las caricaturas me hacen llorar, selección de artículos y ensayos escritos entre 1987 y 1996. Ese título tiene una carga semántica explicada parcialmente por su autor en los prólogos de las ediciones de 1996 y 2012. Si la colección prac­ tica genialmente el arte combinatorio que la diferencia de la no ficción de entonces (que tenía la política como sacramento y moneda), incluso con la segunda edición ha pasado desapercibida fuera de México. Tal es la probi­ dad de Las caricaturas me hacen llorar, por no decir nada de la hibridez de su humor (nos hace reír, incómodamente), que los latinoamericanistas, y pa­ radójicamente los beatos de los “estudios culturales”, no citan o (re)conocen. La reacción es parecida a la que ocurre con su primera novela, Uno so­ ñaba que era rey (1989, revisada en 2000), que se puede leer como contrapunto o lectura revisionista de La región más transparente, de Carlos Fuentes, cu­ yos propósitos Serna supera técnicamente con base en su experiencia como guionista, o tal vez por haber escrito una vida de Jorge Negrete y haber re­ cabado los testimonios de María Félix recogidos en Todas mis guerras, pares mediáticos de Fuentes; o por su interés en las telenovelas, el amarillismo y las vidas marginales que parece conocer mejor que cualquier otro autor de su época y cultura literaria. Se puede argüir, respecto a libros como Uno soñaba que era rey, que a pesar de alguna tirada estimable las publicaciones con editoras nacionales (Programas Educativos, en el caso de la primera edición de esa novela) rara vez se distribuyen debidamente; pero sería una justificación incompleta, porque Planeta publicó la segunda edición de Uno soñaba que era rey. Otra razón pertinente del desconocimiento de esa parte de la obra de Serna sigue siendo la falta de atención crítica e interés general en la prosa pluri­ genérica, paradójicamente cuando los especialistas y críticos hablan de la importancia de la interdisciplinaridad, sin tomar en cuenta que un riesgo de esos estudios es que una combinación emocionante de ejemplos les puede parecer a los lectores un eclecticismo desordenado. En 2008 publicó Giros negros, título prestado por los reporteros de la fuente policial para referirse 76

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al submundo vil. En el preámbulo dice que su compilación reúne un mosaico de crónicas, ensayos y piezas de varia invención para escudriñar “los giros negros de la vida cultural, política y erótica, los bajos mundos de la farán­ dula y la academia, las patologías neuróticas del hombre contemporáneo, las transgresiones mediocres, las claudicaciones del orgullo patrio”. (El én­ fasis es mío.)5 En un breve autorretrato inelegante publicado poco después de Giros negros, explica: “Los trúhanes con voluntad de poder cuidaban al máximo su salud, mientras que yo, su enemigo ideológico, estaba hecho una piltrafa por jugar al poeta maldito” (el énfasis es mío).6 Pero Serna no se re­ conocería en la progresión que propongo para su quehacer, acudiendo, con cierta razón, a su admiración por José Agustín y otros autores y temas de “La Onda” mexicana de los años sesenta, fundadores de otros tipos de desmadres culturales, además de su interés en esa época.7 ¿ por

qué y cómo lee un novelista como crítico ?

Una diferencia principal entre un crítico académico de las corrientes pre­ valecientes desde los años ochenta, su triste “objetividad” (en contrapunto, piénsese en Barthes y su jouissance), y Serna, es que él abraza abiertamente sus propios entusiasmos y peculiaridades, como si su sustento fueran los líos intelectuales, privados o públicos. El mexicano elogia o culpa a la crítica de acuerdo a la destreza de sus autores, la profundidad de sus caracteriza­ ciones y la proporción de su narración, la complejidad y pertenencia de los asuntos que trata y, tal vez con menos insistencia, la exactitud y frecuencia de las representación de personajes minoritarios o de sexualidades diferentes Enrique Serna, Giros negros, Cal y Arena, México, 2008, p. 13. Enrique Serna, “Así escribo”, en Nexos, México, febrero de 2009, núm. 374, p. 81. 7 Los sesenta merecen mucha atención en su prosa, aunque no llegaba a la adolescencia en esos años. Al reseñar una novela contemporánea (“Ana García Bergua. Una comedia nostálgica”, en Revista de la Universidad de México, octubre de 2012, núm. 104, pp. 88-89), dice: “Como los personajes de La bomba de San José frecuentan el mundillo cultural y farandulero de los años sesenta, no es difícil para cualquier lector más o menos informado identificar a los personajes de la vida real que García Bergua entremezcla con sus entes de ficción.” También está describiendo su propia capacidad y modus operandi, condiciones que no se transmiten fácilmente a los más o menos informados. 5 6

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(que desarrolla o apuntala en su ficción). Pero más allá de revisar temas que preocupan a otros, el valor principal que busca en la prosa, el que puede su­ perar a cualquier otra consideración es la legibilidad. Un matiz para ilustrar esa problemática radica en las ideas de Hans Blumenberg en La legibilidad del mundo, según las cuales “El mundo sólo es captable metafóricamente, proyectando cada uno su propio mundo sobre el mundo.” Para Blumenberg, la prueba de la omnipotencia de libros absolutos similares a los que Serna critica es la disolución del lector en ellos, y “La consumación de la legibilidad se basa en tener en consideración a los lec­ tores, que son aquellos que la tendrían que poner en práctica. A éstos hace ya mucho que el autor les ha vuelto la espalda, exactamente igual que ha de apartarse, él mismo, de su obra, para que ésta pueda ser todo un mundo”.8 Pero desde el principio de su tratado Blumenberg advierte que “Sería un disparate hacer una utopía de la metáfora de la legibilidad del mundo.” Ser­ na extiende esas preguntas a sí mismo y a sus lectores. Consecuentemente, no cree que sean un “deseo” de los lectores, porque sabe bien que la “legibi­ lidad” es una categoría tautológica que se refiere a la calidad del placer que obtiene cada lector, inaplicable a otros, aun a un club de lectura. Es enton­ ces que se carga a los críticos que hacen poco o nada por explicar las causas de su objetividad. Diferente de la actitud cultural de Serna, Blumenberg no considera, por ejemplo, que algunos lectores preferirían disfrutar a vampiros por, lo que son, en vez de disfrutarlos como metáforas de la depravación de la cultura del consumo. Aparte de que, como hizo en Las caricaturas me hacen llorar, Serna ex­ tiende el alcance de su no ficción más reciente a temas que en un momento se llamaron “universales” (sin exponerse a acusaciones de colonialismo o dependentismo, que no le importan), obligándose a historizar con una gama ecuménica de fuentes y tradiciones decididamente occidentales, en las len­ guas que siguen dominando en la cultura latinoamericana (español, francés e inglés) o traducidas a éstas. Es decir, funciona sin el multiculturalismo anglófono, cuya ideología deductiva tiene como premisa los fracasos de Oc­ cidente y la presunta pureza de otras culturas, para hacer que su evidencia 8

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Hans Blumenberg, La legibilidad del mundo, Paidós, España, 2000, p. 327.

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quepa en su paradigma, sin dejar de ser irónico que la cultura más auto-crí­ tica siga siendo la occidental. De és­ ta, la anglófona se viene preguntando sobre la función de la crítica por unos ciento cincuenta años, desde Matthew Arnold y pasando por T. S. Eliot. Por eso sorprenden la ligereza con que se sigue insistiendo en el “cambio de pa­ radigma” y varios excesos y dogmas que he detallado en otros momentos (los seis ensayos de la primera par­ te de El error del acierto…).9 Si se le preguntara al usuario de esos términos por el origen de ellos, o por su etimo­ logía, lo más probable sería una réplica con más germanía facilista. Ha sido fácil adaptar cierta nomenclatura para parecer inteligente por­ que la academia siembra campos de jerigonza con una cosechadora y los ven­ de para nutrir a los universitarios. Es muy fácil hablar desde afuera y decir que se está hablando basura. Pero cuando se habla con otros, digamos en artículos versados en esa habla, uno necesita emplear esas palabras, porque para ellos significan algo específico. No es así para un público culto pero no especializado. Por eso, consciente de su mestizaje cultural, el centro ilustrativo no exclusivo de Serna es sin duda la cultura mexicana contemporánea (en­ tiéndase todas las artes humanísticas), un inmenso desafío para el progreso de la no ficción de todo escritor de ese país, en gran parte por el peso del pa­ sado encarnado en Alfonso Reyes y la sombra de los igualmente canónicos y prolíficos Octavio Paz y Carlos Fuentes (a quienes ha criticado), Carlos Mon­ siváis (para la cultura popular, también criticado oportunamente en El mie­ do a los animales), Gabriel Zaid (para la historia intelectual), Miguel-León Portilla (para la historia nacional) y pocos otros, todos los cuales aplican una guillotina crítico-literaria cuando es necesario. La producción de Serna contiene la misma sana ambición. ¿Por qué no lo conocemos más entonces? Wilfrido H. Corral, El error del acierto (contra ciertos dogmas latinoramericanistas), Universidad de Valladolid, España, 2013. 9

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Me detengo en este Serna, en parte por su desobediencia a ciertos maes­ tros y por la necesidad de tener en cuenta algunos subterfugios al hablar de este tipo de prosa. A mediados de los noventa él vaticinaba que “lo peor que puede pasarle a la literatura en el próximo milenio es que se acentúe la falsa polarización entre narrativa light y narrativa para entendidos, como lo desean, en una delatora comunión de intereses, los literatos de cenáculo y los mercaderes de la edición” (“Vejamen de la narrativa difícil”), y tenía razón, porque esa opinión también parece ser un estribillo para los nuevos narradores. Piénsese en descubrimientos y recuperaciones tardías como los del colombiano Andrés Caicedo (1951-1977) y las notas de El libro negro de Andrés Caicedo. La huella de un lector voraz (2008), antecedido por la varia invención de El cuento de mi vida (2007), seguido por la “autobiografía cine­ mática” Mi cuerpo es una celda (2008), armada por Alberto Fuguet, de alguna manera su heredero manqué. Esas colecciones en verdad hacen que se supedite la ficción precursora de Caicedo, o que se la quiera poner en perspectiva, a actos a posteriori que obviamente se podrían dar con otros autores. Somera y francamente, la no ficción de narradores como Serna, no estrictamente él, sigue siendo espinosa de encontrar y publicar, y por ende de conceptualizar y jerarquizar. Ahora, hay narraciones no ficticias, descripciones de varios sistemas, libros de eti­ queta, manuales, teorías y cavilaciones que no narran. Por esto vale rescatar una no ficción que sí narra y elucidarla con sus mejores patrones. En Serna hay mucha introspección y no pocas revelaciones verdaderamente íntimas, y no parece importarle quién sabía que a él no le importaba lo que decían otros. Su no ficción contiene la actitud de no incluir la queja “las cosas fue­ ron mejor en mi día” como connotación, más la ventaja de que un escritor puede notar algo que los lectores no han percibido. No se convierte en una lección, sino en una orientación para que la mirada de los lectores se fije en eso por sí sola, y así lee un novelista como crítico. enemigo público número uno

No se puede decir que en Las caricaturas me hacen llorar el tono del autor posea muchos filtros, pues las muestras de su franqueza son vastas. En el to­ 80

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davía poco estudiado “Vejamen de la narrativa difícil” manifiesta que “A pe­ sar de la autoridad académica empeñada en hacernos comulgar con ruedas de molino, todavía existen narradores de calidad mundialmente reconocida que satisfacen todos los gustos, desde el más primitivo hasta el más exigen­ te. Su existencia es una piedra en el zapato para quienes creen que la gran literatura está reñida con el gran público”. Esa afirmación está mucho más cargada de significado de lo que se puede suponer, más allá del alfilerazo a la escritura dogmática de academia. Para comenzar, recuérdese por lo menos un par de nociones críticas, una asociada hoy con la teoría de la recepción, referida a los “horizontes de expectativa”; y otra más, aliada al posestructu­ ralismo: la codificación de los lectores y la lectura por medio de paratextos. Así, en el prólogo a la primera edición de Las caricaturas…, Serna afirma: La segunda parte, “Ruta crítica”, se compone de ensayos literarios en los que traté de revertir la tendencia de nuestra élite intelectual a demeritar la creativi­ dad y el talento en favor de la erudición estéril. Algunos de ellos me han valido excomuniones y golpes bajos, pero si no los hubiera escrito me habría salido un herpes en el cerebro. Por su carácter polémico, probablemente llamarán la aten­ ción “La función decorativa de la cultura” y “Vejamen de la narrativa difícil”, pero lamentaría que su belicosidad distrajera al lector de los trabajos sobre Inés Arredondo, Virgilio Piñera, José Agustín (…), Manuel Puig y Patricia Higsmith, donde fundamento mis simpatías por algunos de los escritores que admiro en vez de exponer inconformidades o diferencias. (Énfasis míos.)

En verdad se podría subrayar todo lo que asevera, pormenorizar cada idea (por ejemplo, la sexualidad “otra” en Piñera, Sarduy y sobre todo Hi­ ghsmith) y nombre, los momentos embarazosos que señala, y no cabe duda de que valoriza el coraje o valor como virtud, porque sin la valentía las otras virtudes no son posibles. Pero también está admitiendo, como varios nove­ listas de Occidente desde hace un siglo, que un escritor no puede negar su papel de intelectual público (como argumentará con Vargas Llosa), y que al ser así, la riqueza y diversidad del mundo no puede reducirse a mirarse el ombligo siempre. Esa actitud es diferente de la “pasión crítica” o leer desde el rencor, que frecuentemente conduce a exabruptos. Leída a veinte años de su publicación inicial y en términos de su no ficción posterior, Las caricaturas… muestra la consistencia de sus propósitos, su ética 81

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personal y la de su actividad profesional, aunque no le guste a sus detractores. Vale, por lo mismo, una parada intermedia en la historia de su colección, que obliga a un ajuste en la recepción e incluso autoconcepto del autor. Cuando en 2012 se publica una segunda edición no aumentada de Las caricaturas…, cuya única revisión se encuentra en el prólogo, concluye, afinando poco el tono de la primera versión: “Sin asomo de arrepentimiento, ahora expongo mis pecados de juventud a una nueva generación de lectores, esperando encontrar de nuevo esa complicidad sin la cual no podría existir la literatura” (énfasis mío). Con ánimo crítico, me parece la mejor manera de corromper a los me­ nores, término por el cual entiendo a los no iniciados, no importa su edad. Similarmente, Serna no pierde la oportunidad de poner los puntos so­ bre la íes, con su acostumbrada higiene mental. Así, en el prólogo de la segunda edición, que historiza con tonos muy personales el breve trasfondo que provee la primera, también resume la razón de ser y la acogida de su compilación, no sin antes expresar abiertamente un temor que resultó en su visión actual: “La experiencia de someter mi trabajo a la opinión pública me produjo, al mismo tiempo, una intensa emoción y crisis vocacional. Temí que si continuaba estudiando teoría literaria en vez de leer los libros que de verdad me importaban, acabaría pergeñando exégesis eruditas con impecable rigor metodológico, pero sin el menor vuelo imaginativo. No quería escribir para otros especialistas, sino ganarme la confianza y el respeto del lector común, para satisfacer una necesidad expresiva.” (Énfasis mío.) Como resultado, si sus novelas convirtieron a su persona en una estética, su no ficción trata de convertir sus ansiedades privadas en objetivos de integridad intelectual. Recuérdese también que los de Las caricaturas me hacen llorar son textos de una época más nacional, publicados en periódicos y revistas como La Jornada Semanal, Milenio y La Cultura en México, entre otros, justo an­ tes de que la red mundial permitiera mayor acceso a ellos, como es el caso con los que publica en Letras Libres o Nexos, referentes culturales mexicanos encontrados, para los nacionales. A la vez, con la mención de Piñera, Puig y Agustín en ese primer prólogo, Serna da indicios de una estética originaria, no necesariamente fundacional, que permite confirmar que ha sido coheren­ te con sus preferencias, no importa qué rebusquen sus críticos. El hecho es que desde Las criaturas… y sus palimpsestos Serna no ha tenido pelos en la 82

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lengua o toma ansiolíticos, y no ha querido aceptar el tedio de algunos maes­ tros iniciales que, como dice en varias entrevistas, se dedicaron a dictarle referencias bibliográficas. Tampoco anhela ser parte de la pedantería o de la injuria que abandona toda voluntad artística, tratando de explicarla por medio de nociones que sólo aprecian los presuntos iniciados. A veinticinco años de sus inicios como escritor indicaba: “Si dejara de beber por completo quizá dormiría mejor y escribiría más. Pero tampoco me entusiasma ser una gallina ponedora que se desvive por abultar su bibliografía, como ciertas glorias nacionales embalsamadas en vida…”10 Consecuentemente, fiel a una poética que sólo tenemos en fragmentos, desarma la inseguridad de los que no pueden o tienen miedo de hablar por sí mismos, con sus propias ideas y palabras, señalando por qué aquellos no han asimilado (no integrado) bien el pensamiento de las fuentes primarias con la misma autoridad y rigor que los atrajo a ellas. Serna no siempre tiene en mente una advertencia del comparatista Peter Brooks, quien manifiesta que cuando uno se involucra en actos de interpretación, en diálogos con otros que te llevan la contra y a quien necesitas persuadir, te metes en algo que tiene principios y procedimientos, y “En el mejor de los casos, en su momento más persuasivo, esta práctica debe ofrecer una crítica convincente de los actos de interpreta­ ción que son arbitrarios y mal fundados, basados en la imposición autoritaria de significados en vez de en una conceptualización cuidadosa”.11 Teniendo en cuenta que el trabajo del periodista cultural es nunca dar a los lectores una razón para dejar de leer antes de llegar al fin de sus escritos, y que las condiciones de ese trabajo exigen una voluntad de comprimir y un talento para la concisión, vale entonces acatar, aun con un grano de sal, la codificación del prólogo original de Serna y continuar con algunos ensayos emblemáticos (de hecho, el resto son artículos, perfiles o reseñas) que, dice, llamarán la atención, tal vez porque terminarán siendo programáticos. Uno de los dos ensayos extensos (el otro está dedicado a Puig), “La función deco­ rativa de la cultura”, ya no sorprenderá, es una crítica y homenaje a Paz (a cuya figura vuelve en “La vanagloria”), que se adelanta con mucho a la Enrique Serna, “Así escribo”, en Op. cit. Peter Brooks, “Misunderstanding the humanities”, en The Chronicle Review, núm. 16. 10 11

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postura encontrada de Roberto Bolaño respecto a la monumentalidad del ensayista y poeta mexicano. Siempre fiel a su misión de no dejar títere con cabeza en sus evaluaciones críticas, entre otras bon mots, discierne aguda y convincentemente de un consenso sobre el chileno al decir: “Bolaño creía dogmáticamente en las vanguardias, al grado de perdonarles la falta de talento, y su fe ciega en las bondades de la subversión creadora le impidió ver el lado grotesco de la vanidad insatisfecha, que en los malos escritores, sean conser­ vadores o vanguardistas, alcanza proporciones monstruosas.”12 Como la mayoría de su crítica social, la meta final y mayor de Serna es el medio cultural de su país y su futuro, no armar una antología de sus catástrofes, y hasta la fecha no ha cedido un centímetro en su empeño, como se desprende de su extenso ensayo sobre José Revueltas, al cual volveré. Por eso no sorprende que esta segunda parte de Las caricaturas me hacen llorar también incluya “Tesoro moral para el crítico joven”, conectando con sus preocupaciones, que llegan hasta Genealogía de la soberbia intelectual. En 1981, en “La desgracia de ser escritor joven” [Notas de prensa, 1980-1984 (Mondadori, Madrid, 1991), pp. 153-155], sin ningún virtuosismo García Már­ quez se apenaba de que los jóvenes escritores concursaran con “entusiasmo casi pueril” en concursos literarios nacionales en que en verdad, y paradó­ jicamente, salen perdiendo al ganar. Según el maestro, quien no menciona a ningún narrador específico, con esos premios la editorial “no sólo comete un atraco contra el escritor novato, sino que es éste el que le sirve al editor para enriquecerse más con el menor esfuerzo”. Hay otra lección en su conclusión: “no hay desgracia más grande en este mundo que la de ser escritor joven. So­ bre todo en estos tiempos infaustos en que está de moda ser famoso”. En los “mandamientos” de “Tesoro moral para el crítico joven”, Serna añade una advertencia cínica: “Adula con moderación al novelista funcionario que te dio un puesto de aviador. Hazle sentir que no escribirá su obra maestra hasta que te suba el sueldo.” Ambos escritores quieren decir que en una industria inestable motivada comercialmente, parte de ser un escritor es el esfuerzo constante por encontrar cómplices talentosos. Como arguye Susan Sontag en un ensayo de 1980 sobre Elías Canetti, es 12 Enrique Serna, “La vanguardia sin obra”, en Letras libres, México, diciembre de 2013, núm. 180, p. 110.

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necesario que los admiradores talentosos superen la avidez para identificarse con algo superior al logro, superior a la recolecta de poder. Todos se olvidan de que no es la obra como tal la que le acarrea fama a un narrador. Por eso, en “Ecocidio literario”, más una nota sobre la novela histórica 1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), de Homero Aridjis, Serna se de­ dica a desmontar la metodología de una novela que “hará las delicias de un experto en narratología”, arguyendo que la mezcla de un discurso ficcional con otro testimonial “no puede ser más forzada”. Añade además que “En cuanto a los diálogos, la torpeza de Aridjis no tiene igual en la literatura mexicana” y que, sumada a la posterior Memorias del Nuevo Mundo (1988), ambas novelas le servirán a Aridjis para “viajar a Sevilla en 1992 con gastos pagados”. ¿Qué hay detrás de esa crítica personal? En verdad una concepción de la historia de México y su discurso, porque al referirse a las fuentes de su compatriota, dice: “En efecto, le sirvieron para decir lo mismo sin la menor gracia.” Por otro lado, hay que tener en cuenta que ese mismo proceder híbrido es el que Serna emplea, aplicándolo a varios de sus narradores, en la que es quizá su novela más conocida, El seductor de la patria (1999). Ale­ górica, epistolar y existencial, deja atrás o ignora realidades para transmitir la inestabilidad del fallido caudillo Antonio López de Santa Anna, con el resultado de que el anti-héroe es una figura parcialmente amortajada y des­ memoriada cuyos motivos más profundos son opacos, incluso para él mismo, y así su antibiógrafo acomoda en su novela la pose del escepticismo posmo­ derno y el Santa Anna “real” del empirismo tradicional. Paralelamente, permite pensar, con la ayuda del prólogo a la segunda edición de esta no ficción, que notas como “Bocas envenenadas” e “Inte­ lectuales con caspa”13 podrían ser palimpsestos de El miedo a los animales. Además, y como asevera respecto a su público virtual con su reconocida fran­ queza en el prólogo de la segunda edición de Las caricaturas me hacen llorar: “Como a fin de cuentas estaba dirigiéndome a una familia de inadaptados, sabía que no iban a reprocharme ningún exceso o disparate, siempre y cuan­ do lograra despertar su interés. Para conseguirlo, procuraba combinar la provocación con el rigor, la ironía con la precisión verbal, una dualidad que 13

Enrique Serna, Las caricaturas me hacen llorar, Joaquín Mortiz, México, 1996. 85

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reflejaba las fluctuaciones de mi propio carácter.” Por honesta que sea, esa combinatoria sigue siendo la plantilla de su no ficción, con las fluctuaciones del caso, como se comprueba en su segunda colección. tareas adicionales del crítico

Giros negros no es exactamente un título que conduzca a creer que se trata de crítica literaria, y, de hecho, ninguna de sus ocho secciones está dedicada enteramente a ella o la alude con sus títulos. Si la cuarta, llamada “Radio­ grafía del lenguaje”, la sexta, “Transgresores de oficio”, e incluso la séptima, “Delitos contra la salud mental”, podrían hacer pensar en textos sobre los críticos y su quehacer, es más exacto notar que esa tarea es un subtexto ge­ neral de su libro. Es difícil saber si, debido a que para el momento en que se publica esta colección en 2008, Serna suponía que los excesos críticos estaban en su apogeo y habían ganado la guerra interpretativa, como ocurría en Estados Unidos y varios países europeos. Para contextualizar ese momen­ to, permítaseme una referencia personal sobre un libro armado en ese país con la comparatista y brasileñista Daphne Patai, fundadora de programas de estudios sobre la mujer. Vincent Leitch, editor general de la enjundiosa y problemática Norton anthology of theory and criticism,14 tiene mucho que ganar al decir que: Con sus 48 piezas [sic] escritas sobre tres décadas, Theory’s empire: an anthology of dissent, editada por Daphne Patai y Will H. Corral y publicada en 2005, sigue siendo la biblia de los argumentos antiteóricos (…) Se los reúne para criticar la teoría, defender el canon de las grandes obras y análisis literario, sostener una teoría del lenguaje racional y realista, y para vituperar [sic] la politización del estudio literario característico de mucha teoría contemporánea. El punto de vista general es conservador [sic], y típicamente mira hacia el pasado de tiempos y enfoques mejores (lo moderno versus lo posmoderno) [sic]. Como sugiere el título, la tesis de este enorme volumen es polémica: durante la era posmoderna la teoría ha domi­ nado a los estudios literarios, creando en su marcha un imperio perdurable y una ortodoxia. Así, [aquí] se alinea a los críticos como inconformistas anti-imperia­ listas. Es un concepto revelador y autobombo. 14

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Bloomsbury, Londres/Nueva York, 2014.

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Si no fuera por su interés creado, simplificación, o por mantener iluso­ riamente que en el siglo xxi hay un “renacimiento de teoría” (que implica que en algún momento murió), Leitch tendría algo de razón en la parte des­ criptiva, no en las últimas oraciones de la cita. Como viene haciendo Serna desde su primera colección, en su revisión del estado de la crítica no hay fobia, nostalgia, una visión única de lo posmoderno (como se desprende del prefacio de Leitch), ni interés creado o conservadurismo, sino un cuestiona­ miento de lo curricularmente consagrado. Si eso es ser disidente, se puede asumir ese talante con gusto.15 Pero se trata de América Latina, y de un pensador crítico dedicado a revelar los engendros y resultados negativos de desproporciones similares. Al leer sus libros en orden cronológico, lo más juicioso es ver sus cambios de idea como una faceta de su movilidad intelectual. Si se incluye la cultura popular a la que también sigue consagrado, se pueden analizar sus esfuer­ zos, en una época de excesos capitalistas, como una cruzada contra las dis­ tinciones entre cultura alta y cultura baja, forma y contenido, pensamiento y sentimiento (sobre todo respecto a la sexualidad), fantasía de juicios razo­ nados, y en particular entre ética y estética. Incluso en su lugar de origen, como demuestra la anécdota de la novela de Franzen, en esos años el mundo intelectual abundaba en escritos sobre escritos acerca de la crítica de la crítica, llenos de superficialidad, y es dudoso que muchos lectores no espe­ cializados los leyeran. Es una actitud dilatada y, con las salvedades del caso, se encuentra también en En otro orden de cosas (2001), del argentino Rodolfo Enrique Fogwill, en que un exmaquinista, militante y obrero, se convierte en semi-intelectual, para “cavilar” sobre el significado de las palabras, con los años 1971-1982 de fondo. Una mayoría silenciosa intelectual (a la que Serna 15 Se dispone en español de buena parte de nuestra introducción general: “El imperio de la teoría”, en El Malpensante, marzo 16-abril 30 de 2005, núm. 61, pp.16-29. Calculadamente, Leitch no menciona que Theory’s empire critica severamente la conceptualización de su antología y las defensas posteriores de ella. Jason Potts y Daniel Stout, editores de Theory aside (Duke Uni­ versity Press, Durham, 2014), admiten que los reparos de Theory’s empire no son ofensivos y que, en el fondo, son benéficos. Pero apoyándose en perspectivas publicadas posteriormente, pos­ tulan que es un libro “anti-teórico”. Esas críticas continuas, y su similitud, comprobarían el efecto real de Theory’s empire en los más afectados, y una falta de originalidad; y dudo que los lectores habituales de Serna estén o quieran estar al tanto de polémicas especializadas.

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nunca podría o querría pertenecer), publi­ có entonces no objeciones sino “inquie­ tudes” pusilánimes sobre la expresión verbal en publicaciones de poca difusión, marcadas frecuentemente con certeza in­ merecida e indignación chapada a la an­ tigua en torno a cómo el uso del lenguaje seguía decayendo.16 Sería entonces razonable preguntar si se necesitan más de esos escritos contrarios y si Serna no tenía ese modo en mente. El caso es que Giros negros es una mejor vi­ sión de cómo se puede llevar a cabo la crítica de la crítica, por una razón evidente. Su libro nos recuerda que pocos lectores están familiarizados con la jerigonza que los especialistas (que no son lo mismo que los expertos) usan como taquigrafía. Por otras razones, generalmente políticas, en los años treinta Benjamin notó una crisis en la crítica (había pensado fundar con Brecht una revista llamada Krisis und Kritik) y escribió varios textos breves (uno sobre la crítica “falsa”, más un borrador sobre la crítica como disci­ plina fundamental para la historia literaria) o fragmentarios sobre historia literaria, la industria editorial y las formas de la crítica. En un fragmento programático de 1931, póstumo y recogido con otras notas aforísticas bajo la rúbrica “El carácter destructivo” (referido al suicidio), se dedica a la tarea del crítico y asevera: Respecto a la terrible idea equivocada que el atributo indispensable del crítico verdadero es “su propia opinión”: es asaz sin sentido enterarse de la opinión de alguien sobre algo cuando uno ni siquiera sabe quién es. Mientras más impor­ tante el crítico; lo más que evitará afirmar llanamente su propia opinión, y lo más Antes de Franzen, Michael Young, el héroe inglés de la novela distópica Making his­ tory (1996), de Stephen Fry, que contiene algunas partes escritas como guión, es un letraherido tan amargado por los estudios literarios que se resigna a hacer un doctorado en historia porque, en efecto, le parece menos arriesgado. El “hacer historia” del título se refiere a la trama, en que se crea una cronología mundial alternativa más conservadora, especialmente en Esta­ dos Unidos. Michael deja la academia, vuelve a su pasado y se dedica a escribir canciones. 16

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que su perspicacia absorberá sus opiniones. En vez de dar su propia opinión, un gran crítico posibilita que otros formen sus opiniones en base de su análisis crí­ tico. Es más, la definición de la figura del crítico no debe ser un asunto privado sino, en lo posible, un asunto objetivo, estratégico. Lo que debemos saber de un crítico es qué representa. Él nos debe decir esto.

Son aserciones muy cargadas y no exentas de polémica o interrogantes respecto al carácter subjetivo de lo que se defiende como crítica personal en el ámbito anglófono hoy. El fragmento citado es más una ayuda para la memoria, porque Benjamin apunta que la sección “Técnica crítica” incluirá varios temas mayores: teoría de la cita crítica, elogio y censura, teoría de la polémica; y que la sección “La tarea del crítico” incluirá una crítica de las grandes figuras de entonces, una crítica de las sectas, crítica fisionómica, crítica estratégica, crítica dialéctica y los sucesos dentro de la obra misma. Barthes no hizo menos al notar la relación entre la ficción y la crítica en la práctica de sus contemporáneos.17 Esos programas conceptuales podrían ser otro subtexto principal de la prosa de Serna, enfatizando que para el mexi­ cano las tareas del novelista y del crítico son inseparables, porque ambos tratan de fijar una escala de valores e importancia, y utópicamente quieren rescatar un valor humano original de las abstracciones, estilos, formas y len­ guajes, como de los asaltos y distracciones de presiones sociales pasajeras. víspera de la destrucción

Aunque la música popular contemporánea tiende a ser una presencia cons­ tante en su prosa, en particular en los cuentos de Amores de segunda mano y en “Los reyes desnudos” de La ternura caníbal, no es seguro que Serna tuviera en mente la canción anglófona de protesta de los años sesenta que da el título a esta sección. Lo tangible es que, si en esos años comenzaban los cambios críticos que lo llevan a escribir Genealogía de la soberbia intelec­ tual, sabía que el progreso de las ideas depende de su pasado, y como la suya es una genealogía desobediente, requería más de su autor todoterreno, 17

2015,

Roland Barthes, “A very fine gift” and other writings on theory, Seagull Books, Londres, pp. 185-189. 89

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sobre todo por su intención de revelar cómo la inteligencia imaginada por la crítica apunta a desinformar, chantajear, difamar y un sinnúmero de verbos de la misma ralea. Como observa Brooks, hay que deshacerse de la noción aquella según la cual al enseñar las humanidades uno se involucra en una formación que provee valores morales, o que habrá consecuencias benéficas al enseñar los grandes libros. Si decía al principio que en su no ficción más reciente Serna se ocupa ampliamente de las humanidades, también es cierto que no se ocupa del efecto directo de cómo se enseña a los estudiantes de literatura, sino del re­ sultado de esa enseñanza en la crítica general. Es evidente que Genealogía de la soberbia postula que la crítica es una educación ética y de carácter aplicable al pensamiento crítico. El problema principal es que la “apropia­ ción” cultural no está de moda, por lo menos desde que Edward Said propu­ so a fines de los años setenta que un recuento romántico del “Otro” facilita su conquista, dominación y explotación. Como resultado, lo que sí está de moda es el relativismo cultural, aunque en Nuestra América no hay señales certeras de que después de la visión modernista de fines del siglo xix se haya sazonado la cultura oriental con exotismo. Por eso Brooks recuerda que el profesor de literatura “no habla exactamente con su voz”, sino casi siempre como ventrílocuo de las ideas y las palabras de otros, y así se expone a acu­ saciones de negligencia. En vez de enseñar la sabiduría acumulada del pasado a través de los mejores libros (sin que importe su ideología) de la manera más plural posi­ ble, hoy se enseña selecciones de un menú a la carta que deja a los alumnos sin un entendimiento holístico de los debates y asuntos que formaron las culturas en que viven. Sin cuestionar la dispersión (aunque sostiene que los estudios culturales no son “teóricos”, por amorfos, y además por “faltarles los funda­ mentos históricos y precisiones de la ‘teoría’”), en la gráfica incluida en la guarda de su libro, Leitch18 nota noventa y cuatro subdisciplinas y campos alrededor de doce temas mayores “que pueden cambiar esferas y fundirse en combinaciones originales”. Como demuestra Theory’s empire y las numero­ Vincent B. Leight, Literary criticism in the 21st century. Theory renaissance, Bloomsbury, Londres/Nueva York, 2014. 18

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sas reseñas positivas que ha recibido hasta hoy, no se puede ser tan optimista como Leitch respecto al futuro de la teoría. Además, hay un instinto organi­ zador fatal: el deseo de juntar varios conceptos dispares en una sola teoría prolija. Bien decía Barthes, en una entrevista de 1970, que la teoría existe permanentemente en un tiempo prestado, porque no se la debe concebir como algo cerrado. Por esa situación nada como los mexicanismos en torno a “madre” para hablar del compromiso intelectual. “Me vale madre” es apto, pero “desmadre” se acerca más a una condición intelectual actual, y en nuestra lengua no hay mejor exponente de la franqueza que transmiten esas voces de Serna. Como vamos viendo, desde Las caricaturas me hacen llorar y Giros negros hasta Genealogía de la soberbia intelectual, sigue levantando ampollas. Leídas me­ nudamente, la primera da la bienvenida a la cultura popular como objeto de estudio; Giros negros arriesga más, extendiendo el análisis a zonas oscuras de la sexualidad cotidiana y el lenguaje, sin enarbolar los estandartes de hibridez de los “estudios” (sic) “culturales” (sic). Genealogía de la soberbia intelectual, vale repetir, se ocupa abundantemente de los gestores de las hu­ manidades y, por último, de la función de lo popular en ellas. Serna ejemplifica una actitud diferente de los narradores que son sus contemporáneos, los nacidos una década antes o después que él: expresarse sin filtros. Es redundante proporcionar un panorama19 de aquéllos para con­ textualizar sus continuas batallas –significaría vincularlo a una colectividad que no reconoce, como las diferencias que establece explícitamente entre su obra y la de César Aira, diez años mayor que él–, mayor razón para en­ fatizar el ambiente extra nacional en que se mueven las diez secciones de su historia. Ese entorno es una de las plantillas de Genealogía…, y de una crítica débil y oficiosa, próxima al libelo, que ocasionó su ensayo en España, refutada por él y otros en la versión en línea de Letras Libres; aunque el hilo de la defensa es a veces demasiado animado o categórico, se arguye razo­ nablemente que un expediente académico no garantiza ser buen crítico de nada, ni permite ataques ad hominem, porque una cosa es discrepar, disen­ Véase Wilfrido Corral, Juan de Castro y Nicholas Birns (eds.), The contemporary Spa­ nish American novel: Bolaño and after, Bloomsbury, Londres/Nueva York, 2013. 19

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tir, otra criminalizar a un crítico de la manera más vil.20 Recordando que es un error común interpretar la sensibilidad de un autor como reflejo de una época, su estudio es, como dije, una crítica erudita de la falsedad intelectual novelizada subjetivamente en El miedo a los animales, algunas de cuyas fuentes no explica equitativamente en el prólogo a la segunda edición de Las caricaturas me hacen llorar: “De las rencillas ventiladas en esa sección extraje algunos rasgos de carácter para dibujar a los personajes de El miedo a los animales.”21 Es más, en “Historia de una novela”, escrito el mismo año que esta novela, se cura en salud.22 En la época de Las caricaturas… se asentaban los contubernios inte­ lectuales que lo llevan a escribir Genealogía… Serna sabe que el progreso de las ideas depende de su pasado, pero como la suya es una genealogía des­ obediente requería más de él, por su intención de revelar cómo la inteligencia imaginada por la crítica desinforma, chantajea, difama y un sinnúmero de ver­ bos de semántica similar. Genealogía… se concentra en el incumplimiento de los principios de las humanidades, sin tratar su efecto en aquellos a quie­ Véase, de Enrique Serna, “Respuesta a César Antonio Molina”, en Letras Libres, 7 de noviembre de 2014; y la nota anterior de Javier Munguía, “Para el escándalo de artepuris­ tas”, Letras Libres, 23 de enero de 2014. En la reseña impresa para la misma revista, Armando González Torres afirma que Serna decepciona como historiador, opinando que “El método ensayístico de Serna consiste en reconstruir, con colorido y muchas licencias históricas, distintas atmósferas intelectuales y establecer analogías, a veces reveladoras, entre prácti­ cas excluyentes y formas de esnobismo muy alejadas en el tiempo”. Hay algo de razón en este comentario. Pero si se considera el modus operandi de Serna, el énfasis debe ser en sus analogías reveladoras, que no tienen que apegarse a una estricta historia lineal. 21 Enrique Serna, Las caricaturas me hacen llorar, 2ª. ed., Terracota, México, 2012, pp. 11-16. 22 Aunque la vigencia de la novela es innegable, sigue siendo la fuente de opiniones encontradas, desde su publicación inicial, cuando en su reseña (Vuelta, Diciembre de 1995, núm. 229, pp. 44-45) Christopher Domínguez Michael dice: “Tanto le pesa a Serna su impos­ tura, que escribe textos autopromocionales donde habla de ‘autocrítica’. No hay tal”; hasta la más académica/primermundista de Hugo Méndez-Ramírez, “Política cultural y eurocen­ trismo en El miedo a los animales de Enrique Serna”, Revista Iberoamericana, abril-junio de 2010, núm. 231, pp. 393-407. Si Méndez-Ramírez trae a colación La Mafia (1968), de Luis Guillermo Piazza, Domínguez Michael rescata ¡Qué viva México!, de Rubén Salazar Mallén, también de 1968, que no depende de alusiones o sinónimos. Es un mundo complejo, porque Carlos Monsiváis, Domínguez Michael y Serna han coincidido en grupos y lugares afines. 20

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nes se las enseña sino en el resultado de esa instrucción en la exegética general. Si su enfoque lo distancia de otros valedo­ res de las humanidades, sabe que la críti­ ca tiene que ser parte de esa defensa, sin convertirse en apologista intransigente. Peter Brooks considera que la contrarie­ dad de las discusiones anglófonas actua­ les sobre las humanidades tiene que ver con cómo un público general las percibe y con cómo las presentan los críticos. Los defensores de ellas, insiste Brooks, tie­ nen que advertir que enseñarlas no es proporcionar una formación íntegra. Leer un gran libro no es transformar éticamente a los lectores, porque se puede leer libros “ejemplares” y salir a cometer un crimen. Serna no brega con la fragmentación e hiperespecialización que privi­ legian los programas universitarios anglófonos, de los cuales todavía surgen las ideas hegemónicas para nuestro Occidente, incluso las promulgadas por precipitaciones eruditas “poscoloniales”. Genealogía de la soberbia intelec­ tual comienza aseverando que “la idea de que la gran literatura sólo puede cautivar a una élite refinada quedó desmentida desde los tiempos de la tra­ gedia griega”, cuyos corolarios de esa afirmación son el emblema de las tres primeras secciones. Serna reconoce que, al ser parte del mundo intelectual, no puede negar las relaciones de poder implícitas en su propósito, así que no acude al virtuosismo de pontificar sobre el arribismo universitario que es frívolo y codicioso, y extremadamente definido por el egoísmo y el elitismo. Pero las rencillas personales de esos concursos no son el centro de su atención. Para su empresa Serna depende o, mejor dicho, confía en el tropo de Crítica sin Fronteras. No se crea que sólo con el auxilio de Foucault (para quien la crítica era el arte de no ser gobernado, revelar lo ilegítimo) podría determinar las relaciones entre literatura y poder, y sus ensayos anteriores dejan constancia de que no ha necesitado ese socorro. Para el autor de El seductor de la patria no es difícil notar en aquella tropología que los pobres son utilería en un drama crítico personal que pretende probar que la empa­ 93

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tía, la fuerza moral y hasta el “profesionalismo” de los practicantes está por encima de todo. Como comprueba en la novena sección, “El genio de la bes­ tia”, esas preocupaciones no son más que llamadas a una miseria humana exótica (su blanco es Mallarmé, para demostrar dramáticamente la ambición humanitaria del intelectual y su “intransigencia” cosmopolita), lo que para otro contexto Silviano Santiago ha llamado el “cosmopolitismo del pobre”.23 En el momento en que publica Genealogía de la soberbia intelectual, Serna afirma en una entrevista: “La crítica literaria se ejerce como una rama de las relaciones públicas y la mercadotecnia. Entonces la gente ya no cree en la crítica, entonces se hace muy difícil que entre el océano de autores se pueda separar el trigo de la paja. Se empieza a desconfiar de la crítica cuan­ do uno se da cuenta de que desprecian en privado a los autores que elogian en público.” 24 (El énfasis es mío). Un problema obvio de esa aserción es que las nociones de privacidad son subjetivas (digamos lo que ahora aseveran varios antiguos amigos de Foucault de su simpatía tardía por el neoliberalis­ mo) y sólo se puede formular teniendo un buen conocimiento de la privaci­ dad que lo rodea a uno. Si Serna, a su manera, asume el lado democrático del gremio al que pertenece, no hay por qué no creerle, especialmente sabiendo que esa con­ dición siempre ha sido su irritante, no algo que se le acaba de ocurrir. En la entrevista con Tejeda precisa: “Todos los países de habla española estamos muy encerrados en nuestras fronteras nacionales. También en México se co­ mentan pocos libros de autores latinoamericanos o españoles. Se ha sido un poco mezquino y proteccionista. Debería de haber mayor apertura que, pa­ radójicamente, sí hubo en los años sesenta, cuando había mayor avidez por saber lo que se escribía en Argentina, en Colombia o en España. Ahora me da la impresión de que no queremos ni siquiera enterarnos de lo que pasa en 23 En O cosmopolitismo do pobre: crítica literaria e crítica cultural (Editora ufmg, Belo Horizonte, 2004), Santiago desarrolla la idea de que el discurso de la élite internacional en el plano de la economía nacional es una de las amenazas mayores para la igualdad cultural. Se resume su argumento en “El cosmopolitismo del pobre”, en Cuadernos de literatura, ju­ lio-diciembre de 2012, núm. 32, pp. 309-325. 24 Armando G. Tejeda, “Sexo y muerte, fuerzas que rigen nuestros impulsos: Enrique Ser­ na”, en La Jornada, 12 de mayo de 2013, p. 2.

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otros países.” Tener esa conciencia también significa para él entender que una élite cultural no hace la menor concesión al gusto popular, porque esas predilecciones aparentemente innatas “frustran de entrada cualquier tenta­ tiva de reeducarlo”. Su democratización no especifica esa realidad paralela a los gustos intelectuales porque, como otros análisis, forzosamente la tiene que ver desde afuera. Pero tiene razón, especialmente porque ese tipo de nacionalismo se da entre la crítica. Por ejemplo, el dossier dedicado a “Po­ líticas de la crítica” (pp. 9-101) de Pensamiento de los confines, núms. 28/29 (primavera 2011-invierno 2012), describe la situación como si fuera exclusi­ vamente argentina y girara en torno al compromiso político, que muy bien podría ser el caso. Con la excepción de las divagaciones políticas, tal vez, el problema es que no costará mucho encontrar similares limitaciones en los dictámenes y discusiones sobre la crítica en otros países latinoamericanos. Para llegar a esa antesala de sus conclusiones, Serna equipara la his­ toria intelectual a la historia de las modas (no el sistema, como Barthes), con­ centrándose en las secciones anteriores en cómo los emperadores se ponen nuevos vestidos que los súbditos compran y se ponen ciegamente, especial­ mente en años recientes. En todo su recorrido hay que recordar las diferen­ cias entre lo popular (por lo cual aboga) y lo populista, que pone en jaque mate e hila fino, con algunas posturas categóricas que impulsan su argumen­ to contra la soberbia de sabihondos autoungidos. Aun teniendo en cuenta esos momentos contraproducentes y varias ironías (siempre respaldadas por su conocimiento histórico), el resultado definitivo es un argumento razonado, ciertamente novedoso y necesario, excelentemente investigado, escrito con enorme claridad, lógica y conocimiento de causa, y coadyuvado por citas convincentes sobre el desdén públicamente comprobable de varias sectas intelectuales o semi-intelectuales y la historia de sus engendros contempo­ ráneos. De las diez secciones, la cuarta, “Privilegios de casta”, historiza la (in) dependencia intelectual, detallando los monopolios y pompa académicos, y en particular el desafío de la opinión pública con una noción indeterminada y problemática: “La novela pierde mucho cuando da la espalda a la opinión pú­ blica.” Por otro lado, mexicaniza el mecenazgo despótico, todo consecuente con su principio que “Los modernos gurús se comportan todavía como semi­ 95

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dioses condescendientes y no vacilan en sacar las garras cuando los fieles les quedan a deber un diezmo”. En la sección quinta discute cómo la tarea de domar al oso (el público) quedó en manos de los autores de best sellers, resul­ tando en la criptografía que adoran los académicos, y “Por eso la literatura de escritores para escritores, la que subsidian las universidades y los institu­ tos de bellas artes (...) produce la misma cantidad de productos desechables que la literatura comercial (y unos cuantos libros de valía, tan escasos como las obras maestras de la narrativa y el teatro popular)”. Esa opinión no lo convierte en un yihadista de lo popular, sino en un objetor de conciencias que conoce el espacio reducido y frecuentemente endogámico en que se da el trabajo intelectual. Si en varios momentos su crí­ tica se aproxima peligrosamente a la animosidad, se edifica a cada rato con frases geniales, mostrando que un mérito real de su enfoque es que casi nadie se atreve a expresarse así, confirmando la noción orwelliana, según la cual si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento. La sexta sección, “El sabotaje interno”, echa sal en las he­ ridas que ha abierto en las secciones anteriores y, si es innecesario (por ser hoy diferentemente notable), tratar con mucho interés el aspecto descuidado de los intelectuales, su argumento de que son monolingües, tal condición es más contemporánea que históricamente comprobable. Las secciones séptima y octava pormenorizan el esnobismo de las sec­ tas intelectuales y las tareas que asumen, comprobando cómo las ideologías en torno al “público” en verdad no han logrado hacerlo más brillante, des­ obediente, escéptico o peligroso, sino que lo convierten en víctima de una cultura institucionalmente engañosa, aunque “La injusticia en la valoración del talento se traduce tarde o temprano en una pérdida de poder cultural efectivo, porque la credibilidad de cualquier árbitro sufre una merma con­ siderable cuando engaña al público sistemáticamente”. Su espécimen es Juan Manuel de Prada como reseñador. En las secciones novena y décima las muestras son mexicanas y personalizadas, con consideraciones sobre el arte. Serna no cesa en su crítica y porfía en los debates acerca de literaturas cosmopolitas y nacionales, sobre todo en su país y en las percepciones ex­ tranjeras de las literaturas en español. Como he dicho, desde sus comienzos no ficticios, Serna ve en el lenguaje la solución a estos problemas y poco re­ 96

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sume mejor esa fe que su aseveración en la última sección que “Un prosista elegante como Ortega y Gasset y un torturador del lenguaje como Heidegger llegaron por caminos distintos a formular conceptos muy similares”. Como se desprende de sus reflexiones, el crítico tendrá que entrelazar, en el nivel discursivo, que las afirmaciones (productos de aserciones) no son lo mismo que las proposiciones (objetos de creencias). Paradójicamente, cuando hoy los alumnos aumentan y se democrati­ zan, las universidades se distancian más del mundo letrado y los académicos adaptan su atención a la cultura popular que, suponen, les interesa a aqué­ llos, cerrando así otros tipos de comunicación, violando varias razones de ser universitarias, como dejar que los alumnos consideren ideas incómodas o las que no les gustan, o que no piensen en que limitarse a sólo unas perspectivas también reduce su resistencia, tolerancia y entendimiento. Si un reclamo de Serna es que se ignora la cultura popular, resulta más productivo indagar por qué la secta de los “estudios culturales” la han fetichizado desde hace décadas, sin entenderla en cuerpo propio, convirtiéndola en relleno de sus excesos crítico-teóricos, mientras la gran ventaja de Serna radica en que des­ de sus primeras compilaciones ha sabido separar el grano de la paja. Aquí abarca demasiado, pero lo expresa tan patentemente que, de sus numerosos aciertos, se desprende la lección de que hay que ser más escépticos con la cooptación y preguntar qué existe en el mundo intelectual que todavía no po­ demos decir o escribir, y qué es lo que nos detiene. Detrás de su irreverencia hay un esfuerzo honesto por rehumanizar el arte con una querella directa contra sus comisarios antiguos y modernos. Al mismo tiempo, sabe que no se puede volver a 1956, cuando catorce mil personas llenaron un estadio para oír hablar a T. S. Eliot, también sabe que los intelectuales que critica no tienen catorce mil seguidores en Facebook. ¿ puede

un novelista crítico abandonar la política ?

Desde ahora hay que decir que la respuesta es un rotundo “No”, y que la pregunta siempre debe ser cuál es la política debida o aceptada. Estar in­ teresado en las ideas no distancia al intelectual del mundo, y ser parte del mundo y estar en él no vacía a nadie de las ideas. Pero Serna quiere mostrar 97

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una degeneración que conduce a una destrucción: la “vida de la mente” es hoy una industria con árbitros, guardias, sueldos y beneficios. Si esa condi­ ción no desvaloriza necesariamente las ideas, es su realidad material y, como después de todo los intelectuales son humanos aunque sean celebridades, pueden llegar a abaratar las ideas o a manipularlas. Ante la discusión ante­ rior de los vaivenes de su no ficción, para autores latinoamericanos frontales como él, una pregunta que salta a la vista es qué hacen con la política. Volva­ mos a un maestro que reconoce. Como sabemos, Mario Vargas Llosa no deja de ser un imán para las polémicas sobre cuál debería ser la política de un novelis­ ta hispanoamericano o no, y Serna se ha expresado sobre el tema como pocos, especialmente si se considera que las reacciones ante los maestros tienden a ser las venias. Sus ideas acerca de la política del escritor se han acentuado en la última década en ensayos sobre Vargas Llosa y José Revueltas. Según Serna, en el folleto Literatura y política el peruano condena en bloque a los jóvenes novelistas del cambio de siglo inmediatamente pasado que han decidido rechazar la literatura politizada. A pesar de que ya había desmontado y destapado la fauna intelectual politizada en El miedo a los ani­ males, está de acuerdo con los jóvenes, y con Vargas Llosa, pero matiza que las ideas políticas no están reñidas con la literatura de los jóvenes, sino que a ellos les parecen insoportables el maniqueísmo y la simplificación en que insisten algunos de los antiguos narradores. Según el mexicano, los santones de la vieja izquierda (Eduardo Galeano, Mario Benedetti e incluso Elena Poniatowska, ya impugnada en El miedo a los animales) “empiezan a ser objeto de escarnio por su inveterada costumbre de adherirse a las corrientes de opinión que pueden redituarles mayor popularidad”.25 Serna tiene razón –como lo prueban varios pronunciamientos de este siglo de la mexicana y algunas admisiones del re­ cientemente fallecido uruguayo– y, a la larga, estaría de acuerdo con Vargas Llosa respecto a la visión que éste tiene de sus coetáneos. La insuficiencia de varios críticos del peruano puede deberse a que es imposible de fijar como “conservador”; además, vale la pena hacer notar que, por enésima vez desde su discurso en Caracas en los años sesenta, a prin­ cipios de este siglo instaba a los escritores a tratar la política como antído­ Enrique Serna, “La ruptura del compromiso”, en Crítica, Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, julio-agosto de 2004, núm. 105, p. 15. 25

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to a la indiferencia ciudadana por la vida pública.26 Al respecto, el léxico de Serna incluye términos como “simulación”, “rebeldes acomodaticios”, “aprovecha”, “predicar el bien con fines publicitarios”; y, si castiga a los viejos narradores, considera que la resistencia de los jóvenes “no representa ninguna claudicación”. Es el tipo de lenguaje que le falta a los críticos del peruano, temerosos de criticar con crudeza sin recurrir a tremendismos. Y hay una lección mayor en la lectura de Serna: la manera de evitar los dog­ matismos del tipo de crítica a la que se dirige en Genealogía de la soberbia intelectual y de abandonar las actitudes pusilánimes que no dejan que la crítica latinoamericana progresista progrese, estancada en gustos mórbidos y abracadabrantes compuestos de la vulgata marxista (“capitalismo”, “mer­ cado”, “neoliberalismo”, etc.), nacionalismos críticos y otras imposturas que aseguran su declive. Roland Barthes revisa en varios ensayos, notas y entrevistas de los años cincuenta y sesenta, la dificultad de esclarecer lo que se entiende por crítica o literatura de izquierda. Aun considerando que Barthes de ninguna manera era un conservador, no sorprende que más de medio siglo después la izquier­ da latinoamericana siga estancada en la oscuridad de sus consignas, que Serna repasa para Revueltas, generalizando sobre sus practicantes. Cuando en 1969 Barthes nota que “la crítica política y cultural son incapaces de unirse”, la palabra clave es “cultural”, porque en otros de esos escritos los subtextos son la tiranía corporativa y el carácter reacio de la izquierda. (Para entonces ya había criticado la crítica conservadora de Jean-Pierre Richard en 1955.) Según sus respuestas a una encuesta de 1952, las cinco preguntas ne­ cesarias para definir lo que es una literatura de izquierda son de forma y con­ tenido, y la quinta reza así: “¿Está una obra de izquierda destinada a tener sólo un valor combativo inmediato o de hecho puede ser de izquierda para varias generaciones?” Respecto a la crítica de izquierda, en un sondeo de 1960, socráticamente pregunta, y contesta: “1. ¿Una opción política implica nece­ sariamente una ideológica?”; “2. ¿Qué criterios ideológicos puede tener la iz­ quierda?”; “3. ¿Hay una estética de izquierda?” Y concluye con otra pregunta 26 Mario Vargas Llosa, “Un mundo sin novelas”, en Letras Libres, México, octubre de 2000, núm. 22, pp. 38-44. Reviso el contexto mayor de su no ficción en Mario Vargas Llosa. La batalla en las ideas, Vervuert/Iberoamericana, Madrid/Frankfurt, 2012.

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irresoluta hasta hoy: “4. ¿No es peligrosa la politización de la crítica?”27 En resumidas cuentas, Barthes se pregunta si en verdad es difícil establecer distinciones en estos asuntos, porque para él “es precisamente porque vivi­ mos, todavía, en una democracia liberal, en la cual los artistas son (relativa­ mente) libres, que su responsabilidad política debe ser abarcadora”. Ángel Rama, sin duda un crítico literario más sensato y de una política más realista que sus presuntos herederos, también vio claramente el proble­ ma en una carta de la época de su forzado exilio en Estados Unidos al perio­ dista argentino Pepe Eliaschev: “Mientras no se abandonen los estereotipos y se piense la realidad, como pedía el viejito Marx, difícil que se entienda nada de este mundo. A diferencia de mis amigos Gabo y Julio (que acaba de escribir un artículo en favor mío) nunca he querido abandonar mi campo es­ pecífico, la literatura, para transformarme en agitador político: quizá porque sé mucho más que ellos de política y economía” (énfasis mío). Rama sabía bien que reciclar nostalgias sólo aumenta su desuso y la mediocridad de los que se confinan a ellas, y la inapetencia de los que no quieren limitarse a una sola ideología.28 Similarmente, según Serna, “Cuando un escritor apolítico finge amar a la humanidad en abstracto, los lectores exigentes y críticos son los primeros en advertir la impostación de su voz”. Cuando Serna dice que tales silencios se tratan “de un fraude por partida doble, ya que desvirtúa el análisis polí­ tico y corrompe a la vez la literatura”, lo más honesto que podrían hacer los críticos de Vargas Llosa es ponerse a la altura de su objeto de estudio. Serna concluye que los novelistas pueden conmover a la sociedad con más fuerza que los pensadores políticos: “por lo general, cuando el escritor conoce sus limitaciones y no pretende saber más que los sabios”. Si esa lectura de Vargas Llosa lo alentó a volver al tema de la política en la literatura, hace poco le dedicó al tema en Revueltas un ensayo en que se distancia del tono triunfalista en torno al centenario de su compatriota, acercándose, tal vez a pesar de sí, al Barthes de arriba. Según “José Revuel­ 27 Roland Barthes, “The ‘scandal’ of marxism” and other writings of politics, Seagull Books, Londres, 2015. 28 Ángel Rama, “A Pepe Eliascher”, en Ángel Rama, explorador de la cultura, Centro Cultural de España, Montevideo, 2010, pp. 102-104.

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tas: el redentor escéptico”, los camaradas de aquel novelista (específicamen­ te respecto a Los días terrenales) denotaron una grave intolerancia estética porque “no podían disociar los valores literarios de los dogmas políticos, ni conceder al arte una esfera autónoma”.29 El contexto mayor, no discutido por Serna, es que ese problema se ha vuelto endémico en América Latina. Y si, según él, Revueltas “No alcanzó la madurez estilística, el pleno dominio del arte narrativo, hasta que se independizó intelectualmente de la castradora doctrina que le querían imponer los cuadros dirigentes de su partido”, otra realidad es que otros escritores latinoamericanos sufrieron similares emas­ culaciones durante las primeras tres décadas del siglo pasado.30 Los cultores de políticas de identidades anacrónicas y los reproducto­ res de iconografías de la lucha de los pueblos son las figuras perfectas para ocupar el lucrativo lugar de continuador de la obra de narradores comprome­ tidos de los años veinte y treinta, de la Revolución Cubana, el sandinismo y sus retoños actuales. Todo lo que hacen es tan reconocible, tan fácil de predecir y tan complaciente con su público, es decir, tan opuesto a lo que debería ser el arte de nuestro tiempo, que para el oficialismo intransigente resultan ser los artistas ideales. Por eso Serna opina que “Revueltas jamás cayó en esa tram­ pa de la soberbia”, y su congruencia entre vida y obra eran virtudes raras en un medio “en donde muchos escritores mediocres, pero también algunos de [nuestros] mayores talentos, acaban sometidos parcial o totalmente a la maquinaria de cooptación, después de haberla combatido en la juventud”. Si es comprobable que “A menudo, el celo partidista de la izquierda crea una confusión entre el mérito cívico y el mérito literario que ha benefi­ ciado a muchos escritores de segunda fila, incapaces, ellos sí, de arriesgarse a blasfemar contra los pontífices de su iglesia (Fidel Castro, Hugo Chávez, Marcos, amlo [Andrés Manuel López Obrador]) por el temor de ‘darle armas al enemigo’, o simplemente por miedo a perder lectores”,31 el celo de Serna 29 Enrique Serna, “José Revueltas: el redentor escéptico”, en Crítica, Puebla, septiem­ bre-octubre de 2014, núm. 161, pp. 107-124. 30 Véase, “Salvador y Palacio: política literaria, novela y psicoanálisis andino en los años treinta”, en mi Cartografía occidental de la novela hispanoamericana, Centro Cultural Benjamín Carrión, Quito, 2010, pp. 95-157. 31 Enrique Serna, “José Revueltas: el redentor escéptico”, en Op. cit.

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sería mejor servido si mencionara nombres, y no sólo de novelistas. Otro problema con el tipo de izquierda que critica es que nunca piensa en auto­ criticarse, manteniendo un espíritu de encantamiento por los grandes gestos redentores, algo que ha heredado de las tradiciones socialistas a lo largo del siglo xx. Uno no puede tener nada en contra de la utopía, siempre y cuando haya aprendido de los errores del pasado y no sea, además, un discurso vacío pronunciado desde la comodidad académica. El parloteo desde una institu­ ción privilegiada no latinoamericana y sin conflictos sociales sólo ayuda a esos cómodos. Serna prefiere pensar en una izquierda que no transa, y que espera, porque en el habla de la antigua hay una falta de oxígeno y un exceso de niebla que desorienta. La poca disposición de Serna para acatar las convenciones genéricas también revela que su enfoque sobre sí mismo es un vehículo fundamental de su prosa, ficticia o no. Siempre está consciente, tal vez sospechoso, de los papeles que tiene: personaje y cuidador de sus escritos. Ningún crítico o no­ velista honesto y autoconsciente niega los mecanismos subconscientes que intervienen en sus escritos, o los intentos para refutar los hechos insistentes de su pasado, o los recelos artísticos que transmiten sus oraciones. Por eso sabe que una vez que uno se acostumbra a los procederes de los críticos, a las oportunidades que no desaprovechan, y a lo meticulosos que pueden ser para las venias, uno también comienza a notar el costo y el gran peso de esa carga colectiva. A la vez, con su práctica, muestra que aquellos comporta­ mientos adquieren privilegios provisionales (no derechos) que, como tales, pueden ser detenidos, negados, ofrecidos a regañadientes o retirados. La vir­ tud de su mejor prosa no ficticia, la fuente de su autoridad, a veces junto a la provisión de chismes intelectuales, es que se sabe la materia al revés y al de­ recho, como lector y como practicante, dificultando que se le pueda pedir más.

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Nunca te bajes en Niebla M iguel T erry V aldespino Después soñé que soñaba. Antonio Machado

Yo, Teresa Miralles Williams, escritora de poesía y ficciones, con tres libros publicados y algunos premios de cierta importancia, voy a subir al último tren que sale rumbo a Niebla a las 11 y 48 de la noche. Mi viaje tiene mucho que ver con las pesadillas. Y cualquier ser humano, sea escritor o no, divide las pesadillas, casi siempre, en dos tipos: las que se llenan de absurdo, sangre y demonios; pero permiten que uno se despierte dando un grito de terror y sonriendo, y las que van dejando en el soñador la creencia de que el espanto acabará muy pronto y podrá abrir los ojos, sonreír, bostezar, levantarse de la cama y prepararse un café…, pero finalmente no sucede el milagro y entonces la pesadilla sigue su azote por los siglos de los siglos. No sé, lo digo sinceramente, en qué clase de las dos estoy sumergida ahora. Antes de subir los dos escalones que me llevan hasta la panza del quin­ to vagón, miro hacia atrás un segundo: aún se encuentran en la entrada del andén los dos hombres que me acompañaron hasta la estación: el que parece tener mayor jerarquía es tan alto como un jugador de baloncesto; el otro es mediano, rechoncho y parece mudo. Tienen el contraste propio de una pareja de comediantes. Aunque no son en realidad nada graciosos. Me observan con una pose retadora. Respirarán con alivio cuando por fin me aleje. La noche amenaza lluvia. Pero si ahora mismo estallara un aguacero, ninguno de los dos se movería de su sitio. Mientras camino, han vuelto a martillarme en la cabeza las palabras del que parece un basquetbolista: 103

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–Le advertimos por su bien, señora Miralles: a esta ciudad no vuelva nunca, hágase idea de que esta ciudad no exis­ te, hágase idea que sus amigos poetas no quieren saber de usted, y por tanto no vale la pena que regrese para encontrarse con ellos en la librería El Pensamiento… ni en ninguna parte. Subo al vagón detrás de un grupo que forman un tipo con sombrero y camisa de cuadros, una mujer regordeta con una niña delgada que mastica caramelos, un rubio alto con los ojos hundidos, un rastafari con una guitarra y un muchacho con una boina y un libro en la mano: El cero y el infinito. Ninguno de los pasa­ jeros me asombra o me impulsa a ponerme en guardia. A dos minutos de la arrancada, el vagón número cinco está casi vacío. Reviso el boletín que me entregaron y busco mi asiento. Me han dado el número 238, junto a una ventanilla, para que, en vez de sumergirme en turbias ideas, me entretenga en observar el paisaje nocturno, la luna entre los nubarrones y las casas y los pueblos que pasarán junto al tren como fugaces cadáveres iluminados. Pongo bajo el asiento mi maleta de cuero y en breve escucho el grito de arrancada. La locomotora pita agónicamente, como un animal obstinado, y se dispone a ponerse en movimiento. Los dos hombres levantan la mano y me dicen adiós. En verdad no es un adiós. Es un gesto de alivio. Adiós y nunca más retornes, criatura inútil. Adiós para siempre, poetisa perversa. No olvi­ des que en esta ciudad no te amamos. El tren es viejo. Todos los trenes de este país lo son. Pero ser viejo lo pone a tono con el color de mi pesadilla. En un tren moderno las pesadillas no tendrían sentido, como tampoco las tendrían dentro de un avión. Ni los fantasmas ni los demonios viajan en trenes modernos ni en aviones. Se sen­ tirían tan ridículos como un sacerdote en un desfile de modas. Sin embargo, el hecho de que esta alucinación transcurra en un fiambre de hierro, en una pieza obsoleta, le ofrece campo ideal a la pesadilla que comenzó a incubarse desde hace ya muchas horas. 104

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El tren avanza con lentitud. El andén y los dos hombres van quedando atrás. Misión cumplida, superiores: la poetisa Teresa Miralles, la perra puta Teresa Miralles va camino a Niebla. El tren gana velocidad, entra en un ritmo acompasado, y la locomotora pita impunemente, violando el sueño de media ciudad. Nadie ha venido a sentarse junto a mí. Aprovecho, abro las piernas, disfruto el espacio y la soledad que tendré hasta la estación siguiente, donde seguro subirá mi compañero de viaje. Ya dije que desconozco en qué clase de pesadilla estoy viajando, pero tengo la seguridad de que todo será coherente hasta la próxima estación, y estoy segura de que cuando suba mi compañero del 239 no tendrá orejas de marciano ni trompa de elefante. Entre la estación que voy dejando atrás y la siguiente, este tren no se volverá calabaza o una nave sideral. Sin embargo, de ahí en adelante vendrá una fatigosa incerti­ dumbre, porque entonces yo deberé preguntarle a mi compañero, apenas se siente, qué tiempo falta para llegar a Niebla, y él o ella me responderá que nadie sabe dónde está Niebla, que si quiero interrogar a todos los pasajeros puedo hacerlo, pero nadie me responderá dónde rayos queda un caserío, una ciudad o una estación llamada Niebla. El tren ruge, embiste la ciudad, la atraviesa. A paso firme se aleja del centro. Su próxima parada será dentro de quince o veinte minutos. No quiero pensar en cómo surgió esta historia y, sin embargo, un impulso inexplicable me obliga a hacerlo. –La poetisa Teresa Miralles quiere leernos alguna cosa –señala un es­ critor en dirección a mí y entonces todas las caras se vuelven hacia la última fila de sillas–. ¿Qué vas a leer, Teresa? –Voy leer un poema de mi último libro. –¿Y cómo se llama ese libro? –Bestia en la nave que muere. –¡Vaya título, Teresa! Pero adelante, puedes leer. No. No quiero recordar. Me niego a revivir esa tragedia. Pero esta pe­ sadilla no me lo permite. Observo a través del cristal: en pocos minutos la periferia irá mostrando sus sórdidos recovecos, sus criaturas noctámbulas, sus casuchas construidas con bandejas de aluminio, retazos de madera y pedazos de cartón tabla. Dios quiera que uno pueda olvidarse para siempre de noches y días como estos. Comienzo a cantar “A hard day nigth”. Sí. Han 105

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sido un día y una noche difíciles. No paso de cantar la primera estrofa de la canción de los Beatles y digo en voz alta el último verso de Bestia en la nave que muere, mi favorito: “No intentes decirme que nunca fuimos náufragos.” Un empleado con gorra y uniforme se ha detenido cerca de mí, con una maleta en la mano y un desconcierto más grande que ella. “¿Es suyo este equipaje, señora?” Niego rotundamente. “Parece que no tiene dueño.” Son­ río. El empleado no puede comprender por qué lo hago. Pero yo sí: la maleta abandonada es parte de un doble sueño: del que me tiene como protagonista y de uno que soñaba con frecuencia Luis Buñuel: el cineasta surrealista lle­ vaba una maleta y la ponía sobre un tren que estaba por partir. De repente, sin aviso, el tren salía disparado, llevándose el equipaje. Buñuel terminaba gritando de impotencia y se despertaba sudoroso en la habitación de un hotel. Tal vez si grita ahora pueda despertarme. Yo sé que no lo hará. Las gotas comienzan a resbalar sobre el cristal de la ventanilla. Entre la velocidad del tren y la fuerza que cobra el aguacero, la ciudad se deshace y se recompone ante mis ojos cansados. Apagan las luces. Mala señal. Apagan las luces como hace muchas horas en la librería El Pensamiento. –El poeta Ramirito Núñez quiere decir algo… Parece que algo sobre el poema de Teresa. ¿No es así, Ramiro? –Los lamebotas existen desde hace siglos –dice en un tono demasiado grave el poeta Ramirito Núñez y se pone de pie de un salto, listo para com­ batir–. Y han existido para mal: algunos los llaman quintacolumnistas, como si fueran descendientes de los gloriosos luchadores de la República españo­ la. Pero no nos engañemos. Son artistas al servicio de las peores causas. Si escuchamos con detenimiento el poema de Teresa, veremos con claridad ese tumor maligno del que ahora estoy hablando… Compañeros, vivimos tiem­ pos difíciles, ¿quién no lo sabe? Sin embargo la nave que Teresa Miralles da por hundida, está navegando con más fuerza que nunca. –No quise decir lo que estás diciendo. La poesía no se explica así. –Sí lo quisiste, Teresa. –No entiendes un carajo, Ramiro. –“No olvides que entre los fascistas / los menos fascistas / son también fascistas…” ¿Te acuerdas de ese poema, Teresa Quintacolumnista? –Conozco ese poema mejor que tú. 106

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–Pues lo conoces para mal. –¡No me jodas, pendejo! –¡No me jodas, reputa! Las luces se encienden. El empleado que cargaba la maleta de Buñuel cruza junto a mí. “No se preocupen, señores, la oscuridad regresa pron­ to para que duerman felices”, informa sin detenerse, “estamos llegando a Praga”. ¿Praga! ¿Una estación llamada Praga? La lluvia castiga sin piedad los cristales cuando el tren se detiene. Las dos puertas del vagón se abren y varios hombres y mujeres suben de prisa y empapados. No pueden evitar atropellarse. Buscan sus puestos. Repiten en voz alta el número que les toca. Alguien pronuncia el número 239. Es un hombre. Me invade un pequeño nerviosismo. Mi compañero se asoma al hueco que ocupará junto a mí y me saluda con discreción. No pasa de los 35, pero tiene un porte antiguo, como el de los actores del cine mudo, y una piel escandalosamente pálida. “Con su permiso, señorita”, dice el hombre amablemente antes de sentarse y poner su maletín sobre las piernas. Después saca un pañuelo y se dedica a secarse. “Esta lluvia es para frío”, asegura y guarda el pañuelo, sin que su afán por secarse finalmente se cumpla. “En París debe hacer frío… ¿Usted no se baja en París?” Es tiempo de decirle que sigo hasta Niebla, pero no lo hago. “Mi destino no es París”, le informo secamente. Hace un gesto afirmativo y se hunde en el asiento. Cinco minutos más tarde el empleado pasa revisando los boletines y nos mira como a una pareja de prófugos. “Siempre me ha gus­ tado Praga, pero ahora es un lugar peligroso, ¡demasiado peligroso!”, dice mi compañero mientras observa alejarse al empleado. No sé qué está sucedien­ do en Praga. O quizás no quiero saberlo. Afuera ya no queda ciudad. Ahora reina la lluvia sobre un campo infinito de vegetación salvaje. Debería estar en guardia. Pero he vivido una jornada in­ terminable y estoy agotada. Nada agota tanto como aprender una larga lección de miedo. Cuando se apague la luz intentaré dormir, aunque me corra de una pesadilla a otra. El tren es una flecha de acero que embiste los campos. La llu­ via es interminable. Mi compañero de viaje cierra los ojos. La luz se apaga… –¡Por favor, señores, que alguien encienda la luz! –gritan desespera­ damente en la penumbra de la librería El Pensamiento–. ¡Enciendan la luz! ¿Nadie está oyendo? ¡Enciendan la luz! 107

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Nadie la enciende. Yo permanezco quieta, hecha un ovillo bajo la últi­ ma hilera de sillas en la librería El Pensamiento. El tren ruge, se balancea estruendosamente hacia uno y otro lado. La librería también. Alguien grita gusanos, basuras, eso son ustedes, ¡duro con estos maricones y estas putas! Explotan otros gritos de rabia y otros gritos de miedo. Estallan todos los odios. Caen los libros, caen las sillas, caen los cuerpos ruidosamente. Se escuchan quejas, ayes, llantos histéricos y hasta un chillido de rata. El tren aúlla con un dolor humano y la luz se enciende… –¿Qué pasa ahora? –pregunta con timidez mi compañero de viaje. El tren comienza a perder velocidad hasta detenerse. Sigue lloviendo. No hemos llegado a ninguna estación y ahora el paisaje está iluminado de forma dantesca: una docena de patrullas de soldados alemanes, armados con perros y ametralladoras, esperan junto a los rieles. El empleado entra al pasillo con paso ligero. Pide por favor a todos que le prestemos atención. –Los alemanes están allá afuera. Van a subir. Por favor, señores, sa­ quen sus documentos. Que nadie se ponga nervioso. En este vagón nadie es judío. El empleado desaparece. Los murmullos corren de un lado a otro. Mi compañero y yo nos miramos. Yo estoy en ascuas. Él tiene miedo. Sacamos nuestros documentos de identificación. No sé si los míos servirán para algo. Por el gesto de mi compañero, estoy segura de que piensa lo mismo respecto a los suyos. Un oficial alemán penetra. Lo escoltan dos soldados. Los mur­ mullos crecen y cesan de golpe. El oficial se detiene en el centro del vagón y entonces canta con voz de barítono: “Siberia es hermosa en invierno, un lugar fabuloso para arrancar de la mente los malos espíritus.” Nadie se ríe. Nadie reacciona. Parece que el vagón está desierto. El oficial llega hasta no­ sotros y saluda marcialmente. Es rígido y más pálido que mi vecino del 239. Le extiendo mi documento, pero lo rechaza con una amabilidad inexplicable: –No, señorita, usted no… Las poetisas como usted son sagradas para nosotros. –¿Usted sabe quién soy? –La camarada Teresa Miralles Williams… ¡pobre de quien no la co­ nozca! Los escritores son los ingenieros del alma humana –el tono del oficial pasa de amable–. La leo siempre… ¡y la admiro! Mi familia también la ad­ 108

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mira. Somos lectores insaciables de la mejor literatura. Bestia en la nave que muere es una obra maestra… ¿Este señor es su esposo? Mi compañero vuelve la cabeza hacia mí en busca de clemencia y apo­ yo. Se los doy a través de un golpecito en el brazo mientras extiende sus documentos. -No es mi esposo, es un amigo. –Si es su amigo, es nuestro amigo –decide el oficial mientras rechaza también con delicadeza la mano del pasajero 239–. Siempre que la leemos, se­ ñora Miralles, sentimos que usted escribe sus versos para la patria alemana. No entiendo la razón del elogio. Jamás he escrito para ninguna patria. Escribo sólo para los hombres, quizás para que puedan derrotar esas fronte­ ras que lleva dentro cada uno. –Señorita Miralles… Señor –da un paso atrás y se cuadra el oficial ale­ mán–, perdonen la molestia. Tengan un feliz viaje… y no olviden que Siberia es hermosa en invierno. El oficial y los soldados continúan revisando documentos, preguntan con malas intenciones, se aburren de registrar y bajan del vagón. El empleado estaba en lo cierto: nadie es judío en esta pieza. Tal vez en las restantes no sea igual. Pero nadie quiere saber qué pasa en las restantes. Yo tampoco. Mi compañero me codea discretamente, acerca su boca a mi oído y susurra tembloroso: –Gracias, señorita, no tengo cómo pagarle. –¿Podría decirme su nombre? –Simón Abeliansky. –¡Usted es judío! –Dicen que no lo parezco –expresa con voz cautelosa Simón Abeliansky. –El oficial no se dio cuenta. –Estos sabuesos siempre se dan cuenta. Sólo quiso congraciarse con usted. –¿Con una poetisa que protege a un judío? –A veces la vida es inexplicable. Simón Abeliansky tiene razón: ¡claro que lo supo! ¿De qué modo tan feliz me leería el oficial alemán como para impulsarlo a incumplir sus fun­ ciones? Después de media hora, el tren vuelve a ponerse en camino. Afuera, ante los perros y las ametralladoras, un puñado de judíos se va agrupando, 109

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unos a la izquierda, otros a la derecha, para viajar a un destino incierto. Es­ toy dispuesta a dormir a la Teresa de las pesadillas, porque la verdadera Te­ resa Miralles, la que sueña a la otra Teresa, sabe Dios dónde ahora duerme. Saco de la maleta una frazada y me cubro de la cintura hacia arriba. Simón Abeliansky observa mi maniobra sin pronunciar palabra. Ha dicho las sufi­ cientes. Un verdadero judío nunca molesta más allá de lo preciso. Apagan las luces. Una decisión bendita. El tren se sigue alejando del basquetbolista, de su colega rechoncho, del oficial alemán, de las patrullas armadas. Caigo por un agujero negro. No existo. Alguien me toca en el hombro. Demoro en atenderlo. Entonces escucho la voz del empleado. –Señorita Miralles… Buenos días… Son las 7 y 43… En pocos minutos estaremos llegando a la estación de Niebla. –¿Niebla! ¿Ha dicho usted Niebla! –aparto la frazada y miro hacia afue­ ra: el sol trepa feliz en el horizonte. Ni rastro de la lluvia nocturna. Vuelvo la cabeza: mi compañero falta–. ¿No ha visto usted al hombre que estaba sen­ tado…? –dejo inconclusa la pregunta. –Supongo que se ha bajado en París, señora Miralles. Casi todos quisie­ ron quedarse en París. Por eso apenas quedamos usted, el maquinista y yo. Pero no se preocupe: ya Niebla está cerca. El empleado conoce mi nombre. No sé si es mala señal que en una pesa­ dilla conozcan tu nombre. Me duele el bajo vientre. Llevo demasiado tiempo sin orinar. Tomo mi equipaje y salgo rumbo al baño. El empleado me sugiere asearme un poco y cepillarme los dientes. Parece mi madre. Niebla ya está muy cerca. Está por consumarse mi destino. ¿Podré despertar en mi cuarto, sonreír aliviada y colar un poco de café? ¿No podré despertar nunca? Voy hasta mi asiento y espero. Debería rezar o escribir algún poema urgente, o pasar­ le revista a mi vida. ¿Quién sabe si no voy a despertar? ¿Quién sabe si mi variante de pesadilla no es la peor? El tren va perdiendo velocidad. Por el pasillo viene el empleado. Llega hasta mí para entregarme una revista y un par de periódicos. Los tiro sobre el 239. No me interesa leer. Ahora no. El empleado se detiene al ver mi gesto. –La prensa dice maravillas de usted. La felicito por el premio. Ojalá que gane muchos otros. Reviso sorprendida uno de los periódicos. En la página seis encuentro 110

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una fotografía y un cintillo que me sobrecogen: otorgan a la poetisa teresa miralles williams el premio letras de oro. No logro reunir el aliento suficiente para pronunciar una sílaba siquiera. Debajo del cintillo una mu­ jer canosa, con casi 70 años, observa sonriente y desafiante la cámara fo­ tográfica. Cuenta la nota que, entre novelas y poemarios, ha escrito ca­ torce libros y es una extraordinaria narradora y poetisa, una voz impres­ cindible dentro de la lengua caste­ llana, y su poemario Bestia en la nave que muere es un clásico indispensable, que cuando cierta gente reaccionaria le pregunta a la poetisa si está censu­ rado en su país ella responde: “En mi país no existen libros prohibidos.” Estrujo el periódico y lo dejo caer. Siento el impulso de quemarlo. Pero des­ pierto. Simplemente despierto. Así de fácil. Y estoy tirada sobre un banco de mármol, sin ninguna clase de equipaje, y veo piernas que caminan de un lado a otro, sin jamás detenerse. Piernas que van, piernas que vienen, piernas que cruzan por mi lado. Alguien pronuncia mi nombre y después lo repite. Bostezo y me pongo de pie. Un policía pelado al rape se acerca y me ordena acompañarlo. Lo sigo por un pasillo angosto y entro detrás de él a una oficina repleta de buroes de bagazo y mal iluminada. Dos sillas están frente a no­ sotros. Pero el rapado ni siquiera me invita a sentar. Saca un papel que está bajo un teléfono y comienza a leerlo con reposada malicia: Yo, Teresa Miralles Williams, poetisa y narradora, me presento como tes­ tigo ante el oficial de guardia de esta Unidad para declarar que el día 8 de diciembre de 1988, en la librería El Pensamiento, a partir de las 9 y 35 de la noche, un grupo de poetas se reunieron allí para llevar a cabo lecturas de tipo subversivo. Lecturas que culminaron en una fuerte y violenta disputa entre todos los poetas presentes, casi todos borrachos o drogados en el momento de estallar la trifulca… –El resto de la declaración ya la conoce… ¿Está de acuerdo en firmarla?

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No me haga leerle todo de nuevo. Ésta es la novena vez que lo hago. No sea testaruda. Una simple firma y sus problemas se acaban. El policía me extiende un bolígrafo, lo tomo y estampo una firma tem­ blorosa sobre una raya al final del papel. –Es usted una mujer muy valiente –dice mientras dobla mi declara­ ción, la guarda en una gaveta y la cierra con llave–. A partir de este momen­ to, tendremos que mirarla con mejores ojos. Siento pasos a mi espalda. Me vuelvo. Desde el umbral de la puerta me observan el basquetbolista y el tipo rechoncho, que trae en sus manos mi equipaje. El policía les ordena entrar y les imparte una orden definitiva: –El tren sale para Niebla dentro de cuarenta y dos minutos. En ese viaje se irá Teresa. Atiendan a la escritora como se merece. Hagan lo imposible por­ que se sienta una reina. Café, cigarros, filete, cerveza, jugo… Lo que pida. No pido nada. El basquetbolista, el tipo rechoncho y yo nos encamina­ mos a un parqueo. La noche está deliciosamente húmeda y respiro a mis anchas. La gozo a plenitud. Subimos a un auto que conduce el rechoncho sin pronunciar ni un monosílabo. Mientras viajamos rumbo a la estación, man­ tengo los ojos fijos en el parabrisas. Siento que la ciudad viene hacia mí, en un gesto semejante al del amigo que corre a abrazarnos. Es, seguramente, un gesto de cordialidad engañoso. Al bajar del automóvil, pregunto la hora. El basquetbolista responde mientras cruzamos la entrada de la Estación Cen­ tral: “11 y 28… siéntese ahí, póngase cómoda, voy a traerle un café.” Ignoro su orden. Me acerco a un estanquillo de prensa cerrado y veo las doce pági­ nas de un periódico desplegadas detrás de las paredes de vidrio. Un titular me detiene en seco. laureada escritora impartirá conferencias en parís. Mi rostro de 70 años, seguro y retador, mira hacia la cámara. Sigo en el sueño. No he salido de sus redes. Temo leer lo que está escrito debajo del titular y por eso continuo leyendo a distancia, evitando que las palabras puedan saltar hacia mí y penetrar por mis ojos como sables afilados. Soy una gran poetisa. La prensa de mi país lo jura. –Su café, señora Miralles –dice a mis espaldas el basquetbolista y me entrega un vaso desechable mediado de café–. Aquí lo hacen muy bien. Demoro en beberlo, quizás porque el calor que atraviesa el vaso me reporta la única sensación agradable que he sentido en largo tiempo. 112

nunca te bajes en niebla

–No entiendo nada –le digo al basquetbolista después de beber un sor­ bo–. Juro que no entiendo nada. –Vivir la vida es difícil. Entenderla es imposible. –Hablo de entender esta pesadilla. –Si no trata de entenderla, será mejor para usted… y para todos no­ sotros. Siga mejor mi consejo: bájese en París y disfrute la ciudad. El hotel Meurice es una maravilla. Pruebe los platos y el champagne más caros… La cuenta va por nosotros. –¿Entonces no voy a Niebla? –Las poetisas grandes van a París… Y usted lo es. ¡París? Es inútil que pretenda entender algo. Un vozarrón insolente se filtra por una bocina y llama a los pasajeros que deberán subir sin demora al último tren rumbo a Niebla. Bebo el resto del café, el basquetbolista toma mi maleta y vamos hacia el andén. Me duelen las rodillas y me pesan las pier­ nas. El tipo rechoncho nos sigue en silencio. Lo escucho suspirar cansado. Un suspiro. Nada más. Es triste la palabra del mudo. Frente a los siete vago­ nes del tren se han ido agrupando los que harán el viaje. El basquetbolista me entrega la maleta y me detengo a esperar que suban todos los pasajeros. –Y recuerde, señora Miralles: a esta ciudad regrese cuando guste… Aquí la queremos como usted se merece. Yo, Teresa Miralles Williams, escritora de poesía y ficciones, no sé con cuántos libros ni cuántos premios, levanto la vista en dirección a la puerta del último de los vagones y veo, donde concluye el segundo escalón, una maleta que parece abandonada. Nadie la toma. Nadie la mira. A nadie parece inte­ resarle. Ha sido una jornada difícil. Apenas me siente en el 238, caeré rendida. Ahora yo, Teresa Miralles, mientras camino a paso de hormiga hacia el vagón número cinco, espero que de un momento a otro el grito de Buñuel me haga despertar, y para entonces no quiero acordarme de que al principio hubo una librería, una bestia, una nave, mil gritos de espanto…, o que cierta encumbrada poetisa me sueña mientras viaja hacia París, o que una escritora nombrada Te­ resa Miralles, con tres libros apenas y algunos premios de cierta importancia, pudiera estarme soñando, después de haber confesado a un oficial alemán que el hombre escandalosamente pálido que viaja junto a ella no es su esposo, ni un amigo… ni siquiera un hombre que profesa una religión decente. 113

De ser numerosos G eorge O ppen Versiones y nota de Hugo García Manríquez Durante su juventud, George Oppen (1908-1984) participó en varios proyectos litera­ rios con poetas como Louis Zukofsky, William Carlos Williams y Charles Reznikoff; en 1934 publicó uno de sus primeros libros, Discrete series, prologado y saludado por Ezra Pound. Con la Depresión económica de fondo, su creciente participación política como organizador sindical, y su posterior registro en el Partido Comunis­ ta, Oppen deja la escritura, iniciando una prolongada pausa de casi tres décadas. Oppen participó en la Segunda Guerra Mundial, durante la cual resultó gravemente herido. En 1945 regresó como veterano de guerra condecorado y se mudó a California con su joven familia. Pero la cacería de brujas del macartismo al­ canzó a los Oppen, que fueron cuestionados por su pasado activismo político. El acoso sólo aumentó y, en 1950, George, acompañado de esposa Mary y su pequeña hija, Linda, se exilió en la Ciudad de México por casi nueve años. Poco se sabe del periodo mexicano de los Oppen; su esposa Mary continuó con su obra artís­ tica como grabadora en La Esmeralda y George estableció un pequeño negocio de fabricación de muebles. Finalmente, a fines de los cincuenta, y en un ambiente político distinto, los Oppen regresaron a Estados Unidos. En 1962, después de una pausa de casi treinta años, George Oppen retoma la escritura y publica varios poemarios; en 1968, aparece el célebre libro De ser numerosos (Of being numerous) que recibe el premio Pulitzer ese año, y del cual compartimos unos pasajes. Como atinadamente ha señalado Eliot Weinberger, la poesía de Oppen po­ see, hoy, un aura póstuma semejante a la que envuelve a la poesía de Paul Celan. Por sus versos despojados pero extrañamente conmovedores, transitan, en danza con el intelecto y la historia, las multitudes (¿de la Ciudad de México? ¿San Francisco?) y el individuo, llevados por el impulso por ser numerosos. 114

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Hay cosas Entre ellas vivimos “y verlas Es conocernos a nosotros mismos”. Ocurrencia, parte De una serie infinita, Las tristes maravillas; Así contaron Un cuento sobre nuestra perversidad. No es nuestra perversidad. “Te acuerdas de aquel viejo pueblo al que fuimos y, sentados en la ventana en ruinas, intentamos imaginarnos –pertenecer– parte de aquellos tiempos –Está muerto y no lo está y no puede imaginarse su vida o su muerte; la tierra habla y la salamandra habla, llega la primavera y sólo lo oscurece.”

1 // There are things / We live among ‘and to see them / Is to know ourselves’. // Occu­ rrence, a part / Of an infinite series, // The sad marvels; // Of this was told / A tale of our wic­ kedness. / It is not our wickedness. // ‘You remember that old town we went to, and we sat in the ruined window, and we tried to imagine that we belonged to those times—It is dead and it is not dead, and you cannot imagine either its life or its death; the earth speaks and the salamander speaks, the Spring comes and only obscures it—’

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2

Así se habló de la existencia de las cosas, Un panteón indomable Absoluto, pero dicen Árido. Una ciudad de las corporaciones Vidriada De sueños E imágenes– Y la dicha pura Del hecho mineral Aunque impenetrable Tal como el mundo, de ser materia, Es impenetrable.

2 // So spoke of the existence of things, / An unmanageable pantheon // Absolute, but they say / Arid. // A city of the corporations // Glassed / In dreams // And images— // And the pure joy / Of the mineral fact // Tho it is impenetrable // As the world, if it is matter, / Is impenetrable.

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7

Obsesionados, perplejos Por el naufragio Del singular Hemos elegido el significado De ser numerosos.

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“Y si, al aumentar la intensidad de la mirada, la distancia entre uno y Ellos, el pueblo, no aumenta también.” Lo sé, por supuesto, lo sé, no puedo entrar a otro lugar Y con todo, soy uno de esos que con nada sino la forma de pensar propia del hombre y uno de sus dialectos y lo que me ha sucedido Ha hecho poesía Soñar con esa ribera 7 // Obsessed, bewildered // By the shipwreck / Of the singular // We have chosen the meaning / Of being numerous. 9 // ‘Whether, as the intensity of seeing increases, one’s distance from Them, the people, does not also increase’ / I know, of course I know, I can enter no other place // Yet I am one of those who from nothing but man’s way of thought and one of his dialects and what has happened to me / Have made poetry // To dream of that beach /

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Con tal de tenerla ante los ojos un instante, El singular absoluto Los lazos no terrenales Del singular Que es la radiante luz del naufragio

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No puedo incluso ahora Desentenderme del todo De aquellos hombres Con quienes estuve en emplazamientos, en tiendas de campaña, En hospitales y pabellones y con quienes me oculté entre barrancos De caminos reventados en un país en ruinas, Entre ellos varios hombres Más capaces que yo–

For the sake of an instant in the eyes, // The absolute singular // The unearthly bonds / Of the singular // Which is the bright light of shipwreck 14 // I cannot even now / Altogether disengage myself / From those men // With whom I stood in emplacements, in mess tents, / In hospitals and sheds and hid in the gullies / Of blas­ ted roads in a ruined country, // Among them many men / More capable than I— // 118

Muykut y un sargento llamado Healy, El teniente aquel también– ¿Cómo olvidar eso? Cómo hablar Vagamente de “El Pueblo” Que es la fuerza Detrás de los muros De las ciudades Donde sus autos Hacen eco como la historia Por avenidas amuralladas En las que hablar es imposible.

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Las raíces de las palabras Oscurecen en los trenes subterráneos

Muykut and a sergeant / Named Healy, /That lieutenant also— // How forget that? How talk / Distantly of ‘The People’ // Who are that force / Within the walls / Of cities // Wherein their cars // Echo like history / Down walled avenues / In which one cannot speak. 17 // The roots of words / Dim in the subways // 119

Hay locura en el número De vivos “Un estado de la materia” No hay nadie aquí, sólo nosotros, gallinas Anti-ontología– Él quiere decir Que su vida es real, Nadie puede decir por qué No es fácil hablar El feroz balbuceo público De un habla sin raíces

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Es el aire de lo atroz Un evento tan ordinario Como un presidente There is madness in the number / Of the living / ‘A state of matter’ // There is nobody here but us chickens // Anti-ontology– // He wants to say / His life is real, / No one can say why // It is not easy to speak // A ferocious mumbling, in public / Of rootless speech 18 // It is the air of atrocity, / An event as ordinary / As a President. // 120

Un jirón de humo, visible a la distancia donde gente arde.

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Claridad En el sentido de transparencia, No creo que mucho más pueda ser explicado Claridad en el sentido de silencio.

A plume of smoke, visible at a distance / In which people burn. 22 // Clarity // In the sense of transparence, / I don’t mean that much can be explained // Clarity in the sense of silence. 121

Piquito G ustavo F erreyra Josefina me ha confesado (aunque “confesar” es un verbo que uso en verdad sin motivo porque ella habló sin ningún pudor y casi como al pasar) que ayer circuncidó a Roger Federer. Tremoluctancia arditis. Por unos momentos, lle­ vado por su tono de voz, pleno de confianza, no me alarmé en lo más mínimo. Después de un rato, sin embargo, tomé a Maloy, mi muñeco preferido, luego, claro está, de Cachimbo, y con el dedo índice lo conminé a que me dijese algo al respecto. Creo que pretendía que me dijese su parecer. Levanté el dedo, imperioso, imperial incluso, revolviendo un poco el ano de alguno de los dioses, con lo cual mostraba lo confianzudo que puedo ser con lo alto, y sin embargo Maloy mantenía su reserva habitual. “Maloycito”, le decía, “Ma­ loyzote”, insistía algo plañidero. “¡Burundarena!”, y respiraba con dificul­ tad. El aire no llegaba a entrar en donde debía. El aire parecía perderse como si estuviese agujereada la tráquea o algún otro de los conductos. Me ofusqué y prendí los motores para aspirar lo que fuere que hubiera alrededor. Intentaba tomar algo más denso que el vacío que, finalmente, parecía rodear­ me. El otro día, en el cine, me ocurrió algo similar aunque en menor escala. ¡Debo tener por fin el asma que mis papacitos temían! ¡Tantos cuidados! ¡Tantas preocupaciones primorosas! A cada tosecita un zafarrancho de com­ bate. ¡Una tosecita y sacaban los tanques a la calle! Qué lindos estropicios para asustarla. ¡Había que desterrar el asma aunque nunca se la hubiera visto en mis territorios! Yo, desde ya, le cobré terror. Imaginaba vívidamente lo que me estaba destinado. ¡Y tal vez ahora...! Ya sin mis papacitos que la mantenían a raya, que la expulsaban de mi vecindario... El asma supo que 122

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esos dos portentos de generales ya no estaban y... Finalmente quizás... Por fin se haya logrado. Un logro más en mis alforjas parvularias. Porque, mientras trataba de que Maloy hablara, verda­ deramente el aire se me negaba. Maloy mismo estaba impresionado. Tanto que me figuré que iba a traicionarse y me iba a aconsejar. Estuvo a punto, estoy seguro. ¡Con todo lo que sabe Maloy! Pero se reserva. No sé por qué se re­ serva. Podría aconsejar y no lo hace. Me miraba con los ojos desgarrados por la impresión pero no pudo quebrarse ese dique de contención que lo man­ tiene en la más estricta reserva. Sus ojos habían perdido su redondez y de todas maneras se callaba. Alguna vez va a hablar, estoy seguro. Pero no fue en esta oportunidad. Ni mi dedo en alto, en el ano de los dioses, ni mis aspira­ ciones truculentas lo arrancaron de su mutismo. ¡¿Cómo calificar la circun­ cisión de Federer que había hecho Josefina?! ¿Era terrible o no era nada terri­ ble? Dos masas de agua tremendas chocaban en mi interior, la de la pasividad y la de la furia. La de la pasividad, aunque no se lo advierta fácilmente, también es una tremenda masa de agua, también es un inmenso poder. Tan enorme su poder que justamente permanece inmóvil, tan escandalosamente confiado en sí mismo. Es el agua que ha filtrado de antiquísimas furias, de furias que ni siquiera recuerdan los antepasados más remotos. Es agua que ha perdido hasta el último vestigio de espuma y sin embargo guarda en sí aquellas fuerzas. ¡Gran parte de mis furias se han ido a disolver allí casi sin consecuencias! ¿¡Qué soy yo en comparación con todos mis antepasados!? Todos esos seres que han vivido sobre la Tierra unos tras otros y que son parte de una sumatoria que no necesita en verdad de adiciones. ¡De seguro 123

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que yo agiganto mis furias! Necesito creer en cierta paridad de fuerzas. ¡Qué tanto había manoseado el...! No llegaba a evaluar la gravedad del asunto. Una circuncisión. Me había llevado un lápiz a la boca y lo chupaba y lo mordía. Josefina y Roger Federer. Por momentos se me aparecía como una simple operación médica, sólo que Josefina es filósofa, por momentos me enardecía. Entonces respiraba aún peor. En un momento lo abracé a Cachimbo y lo puse contra mi corazón. Él ya sabe que debe estarse quietecito y sólo ser contra mi corazón. Cálido y blando como únicamente él puede serlo. Mi tier­ necito Cachimbo. A veces me da miedo de ahogarlo. Soy demasiado efusivo. Pero yo respiraba con dificultad y él respiraba conmigo. El otro día en el cine también me ayudó. Por suerte lo había llevado a él no a Maloy. Antes llevaba a los dos y los sentaba en mi regazo para que vieran la película pero Josefina me pidió y casi me exigió y... Ahora llevo uno y lo tengo bastante escondido. Apenas si asoma la cabecita por algún lado. De todos modos, siquiera con un ojo, ven la película. El otro día Cachimbo la pudo ver más cómodamente por­ que el cine estaba plagado de viejos, que ya no ven nada con el rabillo del ojo. Josefina suele llevarme a ver películas que convocan a los vejestorios, pero el otro día fue el acabose. Y esta vez no se trataba de la manada de viejas solas sino más bien de parejas. ¿¡Habrán revivido los vejetes!? No sé, pero ahí estaban las parejas, diría, los matrimonios. En la película, un alemán viejo lleva las cenizas de su esposa muerta a Japón y se viste con las ropas de ella y... Hace unas danzas. En fin. Los viejos se enternecían que era un verdadero asco. Se apretaban las manos y soñaban con esa suerte de eternidad matrimonial que la película parecía prometer. Habían ido a ver precisamen­ te eso y la película no los defraudaba. ¡Seguirían en el más allá simulando como acá! El olor a viejo hediondo me golpeaba en las narices y creo que también hería la sensibilidad de Cachimbo. Estaba rodeado. Miraba en derre­ dor y sólo veía los tiernos matrimonios. En verdad que estaba casi asustado. Parecía una conspiración multitudinaria. Sólo un par de parejas se deshizo porque los viejos no aguantaron toda la película sin ir al baño y al regreso no encontraron el lugar junto a su mujer. Hubo una que lo chistaba y lo chistaba pero el marido no oía. O tal vez simulaba no oír. Cachimbo se reía. Asomaba la cabeza por mi camisa abierta. Creo que por fin se había acostumbrado al hedor de los viejos. Yo no. Seguía ofuscado. Y más se emocionaban, más 124

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fuerte se hacía el olor. Cuando el viejo alemán aparece con las ropas de la muerta el olor se hizo intensísimo. Las glándulas de los vejetes (no las sexua­ les sino alguna más tontuela que se activa con la espiritualidad) funcionaron a pleno, hasta recalentarse. Mis naricitas se embotaron. Creo que expelí una suerte de bufido. La mancomunión de las almas me horrorizaba. Quería irme. Quería escapar. ¡Soy un muchachito!, quería gritar, enrostrárselo a todas esas caras arrugadas y luego salir a raje a buscar el aire de la calle. ¡El olor a viejo me hizo asmático! ¡Cual maestro, le enseñó a mi organismo a cerrar los bronquios! ¡Los vejetes vencieron a los espíritus de mis papacitos, que fueron carneados allí mismo, en el cine! Mis férreos papacitos que seguían mis pa­ sos codo a codo. ¡Debo ser el primer asmático por hedor de viejo pero nadie va a reconocer mi pequeño drama! Debía irme pero Josefina me retenía. Ella miraba la película muy confortablemente y por el tajo de su pollera aparecía una de sus bellas piernas. Yo la miraba y asumía que era imposible que me fuera. Era el guardián de esas piernas. Era... quién sabe. No podía irme. Esta­ ba también urgido por la vejiga pero ni por asomo me daba la posibilidad de ir al baño y regresar a la sala. Hubiera admitido con eso que formaba parte del conjunto prostático. Así que resistí hasta el final de la película. Casi ja­ deando por el asma y con un dolor en las entrañas que ya me llegaba clara­ mente a los riñones, resistí hasta que el espíritu de la alemana se contorsiona ante el monte Fuji. Hasta que el viejo estira también la pata y hasta que... quién sabe, ya estoy bastante olvidado de los detalles. Apenas aparecieron los créditos me levanté pero estaba, digamos, barricado por las piernas de los viejos. Y las piernas de Josefina se descruzaron pero todavía se demoró en ponerse de pie. ¡No hay que correr, muchachito!, parecían decirme los cuerpos parsimoniosos, anquilosados, de los vejetes. ¡Todavía estás en nuestro poder! Y estoy en verdad marcado por ese poder porque me ha quedado el asma. Escapé por fin del cine pero no de los ahogos. Ya en la vereda del cine, algo amparados por un kiosco de revistas, saqué a Cachimbo de entre mis ropas y se lo pasé a Josefina, que lo guardó en la cartera con una sonrisa. “¿Le gustó?”, me preguntó por cortesía, como hace siempre que llevo al cine a Cachimbo o a Maloy. Yo nunca me defino por ellos y tiendo a figurarme que les gusta cualquier película, pero en esta oca­ sión, creo, hice un gesto escéptico. “¿Habrá entendido?” No sé por qué pre­ 125

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guntó esto sabiendo que se trataba de Cachimbo, que prácticamente no sabe nada de nada. Suele simular que los confunde para no darles importancia. Pero los reconoce perfectamente. Al contrario de Maloy, Cachimbo debería ser enseñado. Yo debería ocuparme de eso pero me resisto a enseñar. No sa­ bría qué enseñarle y en su ignorancia lo veo pleno. Cuando en alguna opor­ tunidad levanté el dedito para impar­ tir algún conocimiento, la duda me ganó antes siquiera de que dijese una palabra. En definitiva, me callo la boca ante él y no hago más que abrazarlo. No sé qué devendrá de esto pero así están las cosas. A esta altura, ya los aho­ gos me habían pasado y fuimos con Josefina a un bar. La película nos ocupó poco. Su opinión fue ambigua. Yo, según mi costumbre, casi no dije palabra. Estaba preocupado por Cachimbo ya que Josefina había corrido demasiado el cierre de la cartera y probablemente respiraba con dificultad. En un mo­ mento en que me pareció que se distraía, estiré la mano trémula y abrí un poco más el cierre y entonces me quedé más o menos tranquilo. De cualquier modo, la tranquilidad no es un lago en el cual uno des­ emboca como estadio poco menos que definitivo, más bien es un recodo en un río, un pequeño estanque azaroso que ni siquiera abarca todo su ancho. Apenas un poquito más allá, detrás de una piedras, corre el agua más o menos turbulenta. Y si no, como muestra, está el asunto de Roger Federer para co­ rroerme las entrañas. Cuando me detengo a pensar en esto, como si mordiera la cuestión cual un perro que soluciona todo con las mandíbulas, me doy cuenta de que es inaudito. Tan inaudito que aflojo enseguida la mordida y dejo que el asunto corra. Tenemos la presunción de que si no pensamos en un asunto lo dejamos librado a su suerte pero todo está librado a su suerte, incluido nuestro pensamiento. De cualquier manera, por muchas explicacio­ nes que me dé me tengo por desidioso cuando abandono un tema. Lo aban­ dono y después me echo al río para atraparlo de vuelta. Voy y vengo como 126

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un perro tonto y termino cansado. No hice nada en todo el día y a la noche a veces me duermo con un libro arriba de la cara. En fin. ¡Roger es un temible rival! ¡Ni hablar de esto! Es más, yo, con mi solo e introvertido piquito, no cualifico como rival. ¡Incluso, parece que el gran campeón hasta pasa la aspi­ radora en su casa! Me lleva a Josefina antes de que pueda levantar un dedito de protesta. Tal vez me deje a la carona de la mujer como prenda. En fin. En realidad, no creo que tuviera que molestarse con eso. ¡Esa carona sí que me pondría en vereda! De seguro, pasaría no sólo la aspiradora sino también el escobillón y mucho más. Me sacaría bueno en un abrir y cerrar de ojos. ¡Tiene una tremenda autoridad sin necesidad de nada! Basta su presencia para que uno sepa a qué atenerse. Con ella, hasta jugaría al tenis maravillo­ samente, pondría la pelotita en donde debe ponerse. Es el gran secreto de Roger. Con ella, Nadal... Pero yo... ¡La guía de Josefina es muy blanda! ¡Soy el primero en reconocerlo! La muy sesentista me deja demasiado librado a mi propia molicie. Me permite este permanente repliegue sobre mí mismo, este estar repantigado sobre mi lindo discursito interior. Pobrecita Josefina, no puede clavarme las espuelas. Sabe que debería hacerlo pero no se lo permite un sustrato de su conciencia en el que actúa fuertemente la idea del daño. Esta idea la paraliza. En el fondo, debe tener ideas evolucionistas, como buena parte de la izquierda. No quiere aceptar que el daño tiene un rol imprescindible en la vida. No sabe dañar y entonces, en última instancia, no sabe vivir. Por esto es que intenté buscarme otra conducción. A espaldas de Josefina, a manera de engaño, pero, podríamos decir, por el bien de todos, intenté entregarme a la tutela de su hija, de Abril. Estoy seguro de que sería una conducción mucho más firme que la de Josefina. Y en verdad avancé en esa dirección, de algún modo le hice saber hace un par de meses que quería su tutela, su guía, su... Y creo que prometí mansedumbre o ¿cómo decirlo...? En fin. ¡Pero fui menospreciado! No me aceptó como discípulo, como párvulo, como conducido. Me rechazó de plano y sin darme ninguna razón, hacién­ dose la que no entendía mi propuesta. Es más, en medio de cierta confusión que ella alentó para negarse sin siquiera admitir que se estaba negando a algo, dejó traslucir que lo mío era puro orgullo, como si mi pedido de tu­ tela fuera en definitiva una suerte de imposición. ¡Me quedé sin palabras! Yo pedía conducción y... Acaso, ¿las orgullosas masas alemanas tomaron al 127

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simplón de Hitler de las axilas y lo metieron en el podio? Me parece que esta chica... No sé. Posiblemente malinterpretó mi pedido. Posiblemente me maljuzga porque ocupé su lugar en el nido. En fin. ¡Pero ella ya había vo­ lado! Y no había dejado ni siquiera unos plumones para que pudiera estar yo más cómodo. ¡Me tuve que venir con todas las plumitas de pichón que se habían desperdigado un poco en el antiguo nido! Pichonazo cargado hasta con su última plumita de infancia. Pichonazo con pico asesino pero cuyas plumas... No terminan de aparecerme las que me permitan volar, siguen sa­ liéndome unos plumones suaves y lanudos y abrigados pero incapaces de elevarme. ¡Y mientras crezco y crezco! Dios mío, ¡¿habrá alas que alguna vez me levanten?! ¡Y yo que debería escapar! Debería escapar de acá. Donde soy juzgado por asesinato. Debería escapar con mis alas o colgado del cuello de una gran águila. Como fuera. Antes de que dicten la prisión preventiva. Escapar ya mismo del asesino que soy acá. A ti, cachafaz. Di. A ti. Sí, a ti. Di y sácame de acá. ¡Este acá es terrible! Soy asesino. Josefina circuncida a Roger Federer. ¡Te das cuenta! Debo irme. Es un mundo extraño. Nadie se asusta de mí. Abril sabe que soy un asesino. Debería estar al menos al borde del convencimiento. Y sin embargo no me teme en lo más mínimo. Menos­ precia mi pedido de conducción con un desparpajo que podría enfurecerme. ¿No lo piensa acaso? Me trata de todos modos con cierta displicencia. Y no es la única. Es inexplicable. El abogado que me puso Josefina logró la excarcelación mientras dura el proceso. Al menos hasta hoy, mañana no se sabe. Porque está pendiente la apelación del fiscal, de la viuda y quién sabe si no hay otras más o todas en realidad son una. El derecho es siempre un simulacro de religión. Pero mi libertad no significa mucho. Sólo dice que pertenezco a cierto estrato social y que mi abogado es bien caro. Nada más. De modo que... ¡aceptan que soy el asesino! ¡Aceptan todos que soy el ase­ sino! Y de todas maneras a veces no creen. No quieren creer y no creen aun cuando acepten. (Esto debe ser un sueño.) La voluntad de creer es análoga a la voluntad de hacer. En realidad, quizás, es la misma voluntad. ¡Hay mucha voluntad en lo que se cree! Y ellas, Josefina y Abril, a veces se imponen no creer. Cualquier realidad es vencida en algún momento por la voluntad de creer. Sólo hay que darle tiempo a esta voluntad y, voluntariosamente, hace su camino. ¡Yo mismo a veces no creo en lo que sé! Es cuestión de dejar que 128

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los que laboran por uno en el fuero in­ terno tejan la mantita para echar aquí y allá. Tanto no cree Josefina que me dice muy tranquilamente que circun­ cidó a Roger Federer y que entonces tuvo el pene de él en sus manos y... ¡Debería temerme! Debería saber que puedo blandir el pico... No debería confiarse en mis pobres plumones de pichonazo. No debería confiarse en esa esperma que la moja hasta correr por sus piernas una y otra vez. Pero se confía y no debe equivocarse. He lle­ gado a saber que nadie se equivoca en el mundo excepto yo. De una u otra manera todos laboran positivamente en pos de lo que quieren, bueno o malo, para bien o para mal, excepto yo, que llevo ladrillos de aquí para allá y no los amontono en ningún lugar. ¡He de­ jado ladrillos en un radio de muchísi­ mos kilómetros! Jamás nadie podría deducir que todos ellos fueron cargados por la misma persona ya que no hay obra ninguna. Ni siquiera un atisbo de obra. Y no hay tampoco misterio. No hay nada oculto, no existe un plan que se haya perdido o malogrado. Son los ladrillos que cargué por simulacro ante los ojos de mis padres, ante los ojos de Josefina. De vez en cuando cargaba un ladrillo y enfilaba para algún lado, para cualquiera, y cuando creía que ya no me veían o estaba demasiado cansado lo dejaba caer y a otra cosa. Frente a esto todos los demás me provocan admiración y casi pasmo. No me queda más remedio que aplaudir, a veces hasta que vivar. “¡Bravo! ¡Bravo!”, grito de pie ante cualquier construcción. Josefina me cubre. También me encubre. Acá, adentro del frasquito, no hay admisión de justicia de nuestra parte. Acá, adentro del frasquito, maté a un hombre y hay un proceso legal. ¿Y afuera? Afuera de la sueñocracia, 129

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¿qué? Puedo creer que fuera de la sueñocracia no hay asesinato y tratar en­ tonces de salir de acá. Es lo que quiero. Salir de acá. Y a la vez tengo mucho miedo porque acá tengo la esperanza de salir. En cambio, si salgo y allá fuera también existe el asesinato como en realidad estoy en el fondo seguro de que existe, entonces ¿qué? Y estoy seguro de haberlo asesinado. ¿Existe afuera el proceso legal? Puede que no. Puede que sí. Tendría que hacer un esfuerzo supremo por salir de acá y por supuesto no lo hago. Me aferro a la incerti­ dumbre y por ende a la esperanza. La esperanza de, en la desesperación, más adelante hacer el esfuerzo de salir del frasquito. Contra la pesadilla hay que tener una última carta, que es despertarse, pero es eso, la última carta. Porque afuera de la pesadilla puede que haya otra y ésta ya sin esperanzas. La sueñocracia tiene sus ejércitos. Ejércitos brumosos que toman terri­ torios sin alardear, sin proclamar victoria alguna. No hay nada más mudo, creo, más silencioso, que la victoria de los ejércitos de la sueñocracia. No echa al aire ninguna proclama. Pero en ocasiones avanzan sobre tanto terri­ torio que la realidad se echa al mar en barcazas con la ilusión de retornar algún día. Los ejércitos de la sueñocracia no emiten ninguna ley y de todos modos imponen un dictum. Inevitablemente, sus soldados son amables con los nativos de los territorios conquistados y aprenden rápidamente la lengua del lugar. Son tolerantes con todos los dioses y suelen plegarse a los ritos. Alaban a cada individuo con el que se cruzan. A veces incluso, cuando no hay otros escuchando, lo ensalzan hasta el delirio y luego vuelven a las brumas. Deben alabar allí a sus verdaderos dioses, que nos son por completo des­ conocidos. Los ejércitos brumosos de la sueñocracia provienen del pasado y del futuro. Los que dicen venir del pasado provienen del futuro y los que dicen venir del futuro provienen del pasado. Pero en definitiva es probable que conformen una sola fuerza y que conozcan a los verdaderos dioses. La humanidad, supongo, va a llegar a conocerlos algún día. Entonces Jesús, Mahoma, Siddharta Gautama van a ser como Moloch y como Ares. La sueño­ cracia es enemiga acérrima de la realidad pero no de las verdades. Y enton­ ces uno cede fácilmente: los halagos de sus tropas y sus verdades nos llevan a dejarnos caer en el frasquito. Le he dicho claramente al abogado: ¡no pueden juzgar a un párvulo! Se lo he dicho con indignación y él se ha reído con toda simpatía y hasta con 130

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admiración. Esto, la primera vez porque la segunda vez que lo argüí me miró como si no me escuchara, completamente indiferente. Es un ser jirafoide en todo sentido, moral y físicamente. Es bien alto y con las caderas anchas, lue­ go se va afinando hacia arriba y casi pareciera no tener hombros. La cabeza es más bien chata y ancha, con una nariz carnosa y prominente. No pareciera tener conocimientos profundos sobre nada pero se ha hecho un gran renom­ bre y come evidentemente de las hojas más altas y nutritivas de los árboles. Uno, viendo su accionar, diría que es lento y sin embargo, como las jirafas, es posible que vaya rápido en realidad. Por momentos uno pareciera ser alguien entrañable para él, en otras ocasiones es tan gélido que desconcierta. Yo qui­ siera renegar de él pero me ha conseguido la excarcelación y hasta es posible que termine engatusando a todos y yo termine siendo absuelto. Es difícil de explicar quizás el orden de sus habilidades. Su falta de conocimientos posi­ blemente lo ayude. Los conocimientos en exceso muchas veces son como las piezas del ajedrez en ciertas posiciones: nuestras propias fuerzas nos encie­ rran y nos impiden el movimiento. Uno quisiera, por ejemplo, deshacerse de un par de peones propios. Él debe mover con enorme soltura las piezas con las que cuenta. Y tal vez posea el don de agregar casillas al tablero. Lo que no cuenta en profundidad y en abigarramiento lo tiene en extensión. Agrega escaques, verdaderos pedazos de tablero, sin que se advierta por ello que las reglas se han modificado. Josefina me insta a la sinceridad con él pero yo evidentemente me escamoteo. No pienso decirle jamás, por ejemplo, en don­ de escondo el pico. Él tampoco me lo preguntó abiertamente pero ya van dos ocasiones en las que pareció sondearme al respecto. En realidad, no quería que le dijera nada concreto, solo quería tener cierta seguridad de que por ese lado no iba a tener una sorpresa desagradable. Y creo que puede estar seguro de ello. Porque lo esconde la que es para conmigo la más leal de las personas: mi madre. Lo esconde con toda fiereza. Ni a mí me ha dicho donde lo esconde. Hace un ademán terminante con su mano arrugada y pecosa. Son manos muy feas, como garras surgidas de la determinación y el deterio­ ro. Son las manos eternas que me han protegido y que se han hecho garras por la angustia. Las estoy viendo con mis ojos de pichonazo. Muevo las alas lanudas e inútiles y mis ojos redondos y negros y abismalmente animales se salen de las órbitas viendo esas manos horribles, de las que dependo. Toda 131

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vida depende en algún momento de unas manos que se han hecho horri­ bles por la angustia. Pero esa angustia de las manos es el amor que ella me tenía. Es la devoción que sentía por mi piquito infantil, una devoción que estaba en los huesos y no en la carne y por esto continuaba en sus garras. No sé, en verdad, cómo pudo morir y dejarme. Con toda esa devoción en los huesos por su pichón y aun así no sos­ tenerse con vida. Dios mío. No soste­ nerse con vida hasta que... La misma devoción por el pichonazo la­nudo la debe al fin haber matado, el horror por no poder ser ella y ser yo al mis­ mo tiempo debe haberle esclerosado los órganos, las venas. En fin. Algo de horror había en su cara cuando mu­ rió, podría jurarlo. Era horror por mí, por el pichonazo, no podía ser otra cosa. La propia muerte no le impor­ taba. No era más que una vieja pelícano. Era una vieja pelícano absoluta­ mente y en las membranas secas de los huesos llevaba la furia de la especie. El amor por mí no era más que la furia de la especie. Y sin embargo tengo el claro recuerdo de haber ido a su casa en los últimos tiempos para asegurarme de que el pico estaba bien a resguardo. Creo haber ido a verla exclusivamente para esto. Y veo su garramano siendo tajante. Y recuerdo su voz –y la recuerdo aun cuando haya perdido el recuer­ do– diciéndome que mejor que no sepa el lugar exacto. Y creo que tal vez dijo “por las dudas”. Y que ese “por las dudas” se vinculaba a mi posible incontinencia o, también, a las posibles torturas que podía sufrir. “Por las dudas”, dijo. Y no obstante está muerta. Es un misterio. Como sea, le di a entender al abogado que no había que preocuparse 132

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por el pico. Al menos, esto me pareció en su momento, esto es, que había sido todo lo explícito que se podía ser en esas circunstancias. No tengo, des­ de ya, pese a mis 33 años, la garra de un adulto como para hacer un ademán tajante. Si creen que un mochuelo puede... En fin. En el momento estaba se­ guro de que di a entender lo que quería pero después entré en duda. Entré en duda sobre mi gesto y luego entré en duda sobre mi entrar en duda. Porque casi siempre, después, entro en dudas. No estoy seguro de haber dicho lo que quería. Me doy cuenta de que empieza a difumarse lo que dije en lo que debería haber dicho y que es imposible escindirlo. La memoria se derrumba tan fácil que apenas si puede decirse que es algo. No sé si cuenta con un ma­ terial más sólido que la fantasía y ambas son hijas de la voluntad. De manera que entré en dudas y las dudas se montan unas en otras. Las dudas son en mí el polvo del tiempo. Otros, la mayoría probablemente, van aceptando con displicencia las capas de tierra en sus miradas sin saber que están aceptan­ do que el pasado se cubra de capas geológicas como ocurre con las antiguas civilizaciones. En cambio, yo, quizá porque cuento con mucho tiempo, en­ tro en dudas y, mono curioso, me agacho a observar lo que ocurrió y quedo bastante perplejo. ¡No se sabe lo que ocurrió! Camino para un lado y otro y nada mejora. No sé lo que entendió el abogado, ni siquiera sé exactamente lo que hice o dije. Supongo que él sabe que soy el asesino y sin embargo no se lo he confirmado y él, de algún modo, tampoco me pide esa confirmación. No la quiere evidentemente. Esa ínfima pizca que falta para la confirmación es el espacio que necesita para que su moral ponga allí un pie y se convierta también en punto de apoyo de mi defensa. Por estrecho que sea ese espacio sirve para apuntalar algo bastante pesado. ¡Los corpachos de las jirafas se sostienen en patas finas y en cascos relativamente estrechos! El jirafoide no pide mucho para llevar el cuello muy alto. Estoy satisfecho con él y a la vez, ligeramente, lo detesto. Se lo he comentado más de una vez a Maloy y él está de acuerdo conmigo. Tampoco lo aprecia. Llevé a Maloy a más de una reunión con el abogado. A Cachimbo no lo llevé nunca porque es demasiado inocente; en verdad, no es que se engañe con nadie, sólo que no se molesta en juzgar a los demás. A priori, están exentos de la condena e incluidos en la genérica bondad del mundo, sean lo que fueren. Nietzscheano avant la lettre se figura que en la economía del mundo nadie puede ser dañino. Antes 133

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que ocurra algo siquiera ya perdona todo. Por esto es que Cachimbo, que ama tanto la vida, está como por fuera de ella. No participa de las batallas de la vida y casi no se molesta en conocerlas ya que, fueran las que fueran, tienen para él su profunda razón de ser en el marco más universal del sin sentido. Sabiendo esto Cachimbo no sabe nada más. Debería ser enseñado de los detalles, por ejemplo, de las razones que me llevan a mí a actuar así o asá pero es inútil porque no agregaría nada a lo que ya sabe. Claro que de lo que sabe no podría decir palabra. Maloy en cambio conoce por agregación y perfectamente podría ser maestro. Por esto lo llevé a varias reuniones con el abogado. Para que juzgue por su propia cuenta. Lo llevé entre mis ropas, oculto por una campera, la cabecita –cabezota en realidad si la comparamos con su propio cuerpecito– asomada apenas para que respire y escuche mejor. Maloy es hábil para asomar la cabeza y permanecer de todos modos oculto, mucho más que Cachimbo. Me asombro a veces de cómo se acomoda y logra sostenerse en circunstancias difíciles. Sabe acomodar su terquedad, cosa que debería serme enseñada porque mi terquedad se va acercando siempre al abismo del ridículo. No me queda más remedio entonces que retroceder. Maloy sabe ser terco. La última vez lo llevé en una pequeña mochila porque hacía calor y tuve que ir a ver al abogado sin campera. ¡Mi mochilita parvu­ laria que exaspera a Josefina! “No puedo ser la mujer de un niñito”, me dice. Yo me aferro malamente a mi mochilita, el gesto gruñón y cachorriento, pero en general cedo. ¡Cedo porque al fin me encanta ceder! ¡Me encanta ceder como un niñito! Dejo mi mochilita enganchada en un silla para que quede a la vista. ¡Mirar la silla es ver la dignidad de mi carácter! Porque alguien tan firme en la indignidad termina, por ello mismo, siendo digno. Soy un párvulo digno y cuelgo la mochilita en la silla para que sepan los demás a qué ate­ nerse. En fin. La última vez que tuve cita con el abogado llevé a Maloy en la mochilita y la colgué también en el respaldo de la silla, a mis espaldas. Abrí el cierre de la mochilita y saqué un poco la cabeza de Maloy. El abogado estaba sentado y creo que no vio nada; o tal vez no vio a Maloy e imaginó que maniobraba para poner en funcionamiento un grabador, porque levantó las cejas con algo de disgusto. O con bastante disgusto en realidad porque me asusté de su gesto, temí por mí y estuve a punto de decirle: “es solamente mi muñeco”. Si no lo dije fue porque él empezó a hablar y arrojó sobre el 134

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tapete una terrible posibilidad. El jira­ foide casi siempre empieza así, con las amenazas tremendas que penden sobre mí y luego se explaya sobre sus logros. Estos logros desde ya me benefician y no obstante me molestan en alguna me­ dida porque son triunfos del jirafoide. En general, tengo poca tolerancia frente a los triunfos de los demás pero los del jirafoide me son más antipáticos toda­ vía. Me transmite buenas noticias y yo me siento casi herido, al menos me dis­ gusto en ese momento, cuando lo escu­ cho hablar. Cuando se calla, la buena noticia empieza a filtrar sus bálsamos bienhechores. Cuando salgo de la ofici­ na del abogado la buena noticia verda­ deramente me invade y se escinde casi por completo del jirafoide; la atribuyo a mi proverbial buena suerte, a la bue­ na suerte inherente a un piquito de oro. Es mi triunfo el que atraviesa al jirafoide como una flecha a la niebla. El pre­ destinado. No podía ser de otra manera porque mis papacitos empollaron el huevo empavesados en una fe horrible. Empollaban y mantenían sus cogotes tan enhiestos que parecían astas de banderas. El pico hacia el cielo como verdaderos fascistas, de esos que ya no se encuentran. Soldados del huevo, del futuro de sus genes. Soldados del destino. Y el destino fue creciendo conmigo con cada división y cada diversificación de la cigota. El destino fue tomando mis formas hasta que se confundió completamente con mi cuerpo, hasta que fuimos uno solo. Por esto es que soy desde ese ayer y para siem­ pre el predestinado. Y cuando el abogado habla de sus logros no puedo sino enojarme. Son exaltaciones del ánimo completamente piquitenses que no podrían comprender del todo los que carecen de destino. Al hablar el abo­ gado aparece su acción y al callarse aparece mi fortuna. Cuando él habla 135

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emerge la espuma de los días, la espuma de la subjetividad que se forma con todo ese bla bla que llega constantemente a nuestros oídos. La espuma con la que se divierte nuestra tontería. Las palabras del abogado no son más el bati­ do de esa espuma. Cuando cesa el bla bla, la espuma, carente de batido, va decreciendo, y si apagáramos la radio y la televisión y acalláramos las voces a nuestro alrededor la espuma casi desaparecería y entonces, amigo, enton­ ces... No es bonito el esqueleto de la realidad para los que se han hecho ya a la espuma. No son bonitos los huesos, excepto para los predestinados. En el aire de los huesos, y no en el aire de la espuma, están mis hados. No es que no advierta los méritos del abogado. Debe ser un hombre me­ ritorio. Josefina no me va a poner en manos de un pelele. Josefina... ¡está ren­ dida a los hados del Piquito! ¡La inteligencia cacarea contra los hados hasta que desfallece y se rinde! La inteligencia se fatiga y los hados siguen cantan­ do. Ululan y ululan. Claro que el abogado sabe sacar ventajas de todo, como cualquier buen abogado. Y como jirafoide cuenta con grandes ventajas. Su carencia de hombros, por ejemplo, constituye una ventaja muy apreciable. Probablemente sea su mayor ventaja. Al carecer de hombros disimula por completo la propia voluntad. En apariencia, lo que habla y escribe no está dictado por una fuerza volitiva, personal, sino por fuerzas que actúan a tra­ vés de él. ¡El juez debe estar engañándose bellamente! De seguro, y sin que él lo advierta en lo más mínimo, estará viendo en el abogado un médium a través del cual fluye lo que existe sin su concurso. ¡El juez debe estar cre­ yendo, en el fondo, que el abogado no inventa ni crea nada! El juez debe estar dejándose llevar, en última instancia, por los hados de Piquito.

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La vigilia de la aldea

De identidades e inminencias L uis V icente

de

A guinaga

Jorge Ortega, Guía de forasteros, Bonobos/Conaculta, Toluca, 2014, 121 p.

Conviene preguntar y preguntarse de vez en cuando con qué suerte ha corrido el clasicismo poético en México. En su día, Jorge Cuesta dijo con buen estilo y mejo­ res argumentos que la poesía europea se implantó en México en el más univer­ sal de sus avatares, el petrarquista, de modo que su desarrollo posterior obe­ deció a ese origen como se obedece a un condicionamiento estructural, no como se responde a un mero incidente. Universal, el modo petrarquista lo fue por sus as­ piraciones, desde luego, pero también por su influencia. Petrarquistas fueron Ronsard, Garcilaso, Shakespeare y Sor Juana, cada cual a su modo. No lo han sido menos Pedro Salinas, Pablo Neru­ da, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime Sabi­ nes y Javier Sicilia. Cuando se afirma que determinada poesía moderna tien­ de al clasicismo, lo cierto es que tiende al petrarquismo. No estoy hablando de tal o cual aca­ demicismo literario. Muchos, general­

mente con malas intenciones, califican de académicos a los poetas que juzgan conservadores o incluso timoratos. Pero, a decir verdad, ¿cómo podrían existir poetas académicos en México si no se han mantenido –en caso de haber exis­ tido alguna vez– auténticas academias de poesía, escuelas que fomenten el apren­ dizaje de los estilos, temas y preceptos que pueden, en rigor, llamarse clásicos? Al menos en México, la nobleza del cla­ sicismo es la del autodidactismo. En el siglo xx y lo que ha transcurrido del xxi, los petrarquistas lo han sido porque han decidido aprender a serlo, y lo que han aprendido lo han aprendido por sus propios medios. De las generaciones más recientes de poetas mexicanos, ca­ sos como los de Jorge Fernández Gra­ nados, Marcos Davison, Jorge Ortega y Hernán Bravo Varela ilustran, con las diferencias propias de cada caso, este fenómeno. No ignoro que Ortega, estilista de mag­ 137

nífica prosodia y brillante vocabulario, debe lidiar desde hace algunos años con su propia reputación de poeta barroco. Los lectores perezosos, poco habituados a escandir un verso, descifrar una figura o escuchar las resonancias de una sí­ laba tónica, etiquetan y caricaturizan con irresponsable facilidad. No faltan, así, quienes dan por sentado que todo cuanto escribe Ortega se ajusta, sin más, a un patrón de temas arcaizantes, frases conceptuosas y metros regulares. Lo cual es, por supuesto, falso, aunque signifi­ cativo. Si entender la obra de un poeta es de por sí difícil, forzarse a leerla con los anteojos equivocados es condenarse a la incomprensión y el estereotipo. El propio autor, en su reciente y muy re­ comendable volumen de prosa crítica titulado El ancla y el arado, despeja ciertos equívocos a propósito de sus “in­ clinaciones de lector” y “lecturas for­ mativas”: “Se ha dicho que mi poesía comporta algunos rasgos del llamado neobarroco, término tan vago como im­ preciso para designar las aportaciones que supuestamente ampara. Consideran­ do que las poéticas están sujetas al pro­ ceso de mutación constante que implica la maduración humana del poeta, no me corresponde a mí aseverar dónde, o en qué ámbito estético o estilístico debo asentar mi proyecto de escritura. Es probable que la fama de mis inclina­ ciones de lector o de mis lecturas for­ mativas haya emitido una falsa señal, ya que no solamente leo con gusto a quienes escriben como yo sino igual­ 138

mente a quienes escriben desde las an­ típodas.” Los poemarios más recientes de Or­ tega me interesan particularmente. La serie formada por Estado del tiempo (2005), Devoción por la piedra (2011) y Guía de forasteros (2014) impresiona por su equilibrio, coherencia y hondura. Or­ tega, desde su primera juventud, ha sido un poeta de ambición clásica. En sus libros parecen cruzarse los caminos del retrato, el paisaje y la meditación introspectiva. Ortega es, en particular, un formidable retratista de paseantes y desconocidos. También es un viajero melancólico, ya que no triste, capaz de resumir un espa­ cio en tres o cuatro líneas de tinta. Y al filo de sus poemas va dibujándose la fi­ gura de un solitario: la meditación, en Ortega, suele tener por tema la situación específica del sujeto, su lugar concreto en un mundo que va moviéndose bajo sus pies. Más que mirar, le importa ob­ servar (aunque se sabe llamado, más que a observar, a contemplar). Guía de forasteros es un libro exten­ so y sustancioso que supera con ampli­ tud el centenar de páginas. El poema inicial es, de cierta forma, un prólogo y una poética. En él se describen las etapas del ascenso por un camino de montaña. La revelación del mar aguarda en lo alto. Pero, si se me permite decirlo así, el in­ terés expresado en el poema radica en escalar, no en haber alcanzado la cima: “El poema se hace en el ascenso.” Una sintaxis digna de José Ángel Valente le hace decir a Ortega, en el último verso,

que las pretensiones del poeta se desva­ necen cuando escapa de sus manos “el resbaloso pez de las alturas”. Al mismo tiempo, ese “pez de las alturas” es afín a los “peces del aire altísimo” de José Gorostiza. Ortega no lo subraya, como es natural, pero en esa confluencia de dos maestros también radica una de las cla­ ves para entender sus poemas, concebi­ dos como un espacio de confrontación y ajuste de referencias muy variadas. El poemario se organiza en seis apar­ tados. El primero y el último contienen once poemas cada uno; los demás, diez. En la cantidad total de sesenta y dos poemas cabe sospechar una razón ocul­ ta: cada poema representa un minuto de la hora, cuando no un segundo del minu­ to, a excepción del primero y el último, que son el alfa y el omega, el instante del principio y el instante de la conclu­ sión, ajenos al tiempo uno y el otro. El último poema del volumen, elocuente­ mente, se titula “Final del trayecto”. A mi juicio, lo anterior cobra toda su importancia cuando se advierte que dos temas predominan en Guía de foraste­ ros: la inminencia y el cuestionamiento a propósito de la identidad personal. Ambas preocupaciones, por añadidura, se despliegan sobre un fondo de viajes y mudanzas. “Algo inaudito está por suce­ der, / pero puede que no nos enteremos”, dice Ortega. En otro poema escribe: “Algo sucede mientras las apariencias se confían al curso de la lógica.” Y en otro, aún: “Algo quiere ser dicho.” Y en otro:

Detrás del cerco abstracto de la noche, al margen de su cúpula gaseosa o más allá de aquellas fragosas latitudes en que se carbonizan los horarios brilla el lomo desnudo de un lugar imposible.

Quiero decir con lo anterior que los temas principales del poemario se in­ tensifican por obra del minutero que avanza figuradamente conforme se re­ corren las páginas. Ortega observa la naturaleza, recorre ciudades o carrete­ ras distantes en indaga en los gestos de los desconocidos, y al hacerlo intuye que algo está pasando sin que lo sepamos y que algo más está por ocurrir. Oye silbar “un aire que está casi a punto / de contar un secreto” y adivina en las cosas “un sobresalto que ni quién per­ ciba”. El poeta no siempre identifica el objetivo de sus búsquedas, pero cuan­ do las presiente no duda en expresarlas como una carencia: Lo que no se ve. Lo que le falta a la Tierra para ser redonda.

Eso que falta en el mundo –insinúa Ortega– es la identidad misma del poe­ ta. Si no fuera temerario hablar de per­ sonajes en un libro de poemas, diría que un personaje va tomando forma en Guía de forasteros a fuerza de vagabundeos. Es un personaje que tiene, pues, los rasgos de un flâneur, de un caminante sin prisa, sin itinerario ni obligaciones aparentes. Aunque, por una parte, se juzgue apropiado etiquetarlo como un 139

heredero (cuando no un prófugo) del Siglo de Oro, lo cierto es que Ortega es también un paseante meditativo y he­ dónico, un melancólico que se pierde por montes y senderos como Baudelaire se perdía por barrios, callejones y pla­ zuelas. En última instancia, las diva­ gaciones y paseos de Ortega por llanos, carreteras, playas y ciudades conducen a diferentes respuestas para una misma pregunta: ¿quién soy cuando estoy en otra parte? Abundan versos y estrofas en Guía de forasteros que servirían para ilus­ trar el clasicismo de su autor. Me limita­ ré a dar un solo ejemplo. En el poema “Escalera del agua”, casi al final, puede leerse: “Bajemos más despacio / a nues­ tra tumba.” Es fácil advertir que ambos versos constituyen un solo endecasíla­ bo: “Bajemos más despacio a nuestra tumba.” No se trata, por lo demás, de un endecasílabo cualquiera, sino del verso 175 del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, aquí recreado con to­ nos epicúreos. El poeta se apoya en san Juan para decir, poco más, poco menos, que no tiene prisa de morir: bien puede la tumba esperar un poco más. Recurro de nuevo a la prosa crítica de Ortega: “El meollo del poema lírico acabó de madurar en el Romanticismo, estadio por el cual la subjetividad termi­ na de gestionar su carta de nacionalidad en la conciencia artística de Occiden­ te.” Si el flâneur al que me referí líneas arriba es eminentemente romántico, y si la extrapolación es la estrategia predilecta del 140

Romanticismo, no habrá nada de malo en que yo extrapole la idea de Ortega para sostener que la subjetividad, en el caso particular de Guía de forasteros, parece adecuarse a un periplo vital que pasa por Cataluña, Venecia, Madrid y los de­ siertos de Norteamérica, pero que va en el fondo de fray Luis de León a García Lorca, de Roberto Juarroz a José Emilio Pacheco, de los poetas españoles llama­ dos “culturalistas” (pienso en Gimfe­ rrer, Talens, Núñez, Carnero, Sánchez Robayna, Siles) a David Huerta. Como buen romántico, a decir verdad, Ortega entiende la identidad como una dupli­ cidad. Cuando habla de subjetividad, sin duda se la plantea en los términos de Antonio Machado y Octavio Paz: Asomado a la calle doy conmigo pintado en la ventana. Cuál de los dos se observa, quién examina a quién, cuál es el relativo verdadero, cuál el ficticio a medias, qué lo ha traído aquí, qué tanto hurga en el andén de la premura ajena.

Como suele pasar cuando se habla de poesía, llego al final del recorrido con la sospecha de haber dicho dema­ siado. Es probable que Guía de foraste­ ros quepa, después de todo, en un solo verso, en un endecasílabo particular­ mente sonoro, con peculiares acentos en la quinta y séptima sílabas: “Voy por la intemperie tocando puertas.” En ese verso hay lugar para la identidad, para el viaje y para la tradición poética. Y lo

hay también para la inminencia, para esa puerta, la indicada, la que se abrirá de un momento a otro.

Cauces seguros hacia Paz A lejandro S ilva S olís Anthony Stanton, El río reflexivo. Poesía y ensayo en Octavio Paz (1931-1958), fce /El Colegio de México, México, 2015, 528 p.

En el piso del puente peatonal que une calzada de Tlalpan con metro Nativitas, vi a la venta el libro Nazaret. Pasé de largo y, mientras bajaba las escaleras para salir, me percaté de que se acerca­ ba Navidad y de que el muchacho que atendía el puesto improvisado había de­ cidido llevar ese libro porque la combi­ nación de título y época aumentaba sus probabilidades de venderlo. Nada más alejado de un libro de temporada que El río reflexivo. Poesía y ensayo en Oc­ tavio Paz (1931-1958), de Anthony Stan­ ton, el cual no se publicó durante los festejos del centenario de Octavio Paz, sino un año después, a fin de que sus páginas recibieran el cuidado necesa­ rio y de que vieran la luz lejos del aire enrarecido que se origina en las con­ memoraciones a los escritores. El río reflexivo es una revisión y am­ pliación de los diversos artículos y li­ bros que el crítico ha escrito sobre Paz a lo largo de, al menos, veinticinco años.

Se estructura al concebir la sucesión de libros de Paz como un río reflexivo; es decir, como una fuente creativa que flu­ ye sin interrupción pero que, al mismo tiempo, se detiene a reflexionar en su discurrir para orientarlo. Está organi­ zado en tres partes: Las fuentes del ma­ nantial (1931-1943); Crecida (1943-1951); y Desembocadura (1952-1958). Cada una tiene dos secciones, una que se dedica a los ensayos y otra que se ocupa de la poesía. Las secciones se vinculan en­ tre sí –de modo que los ensayos sirven para comprender la poesía y vicever­ sa– pero no de manera mecánica sino mostrando su “intercomunicación, [sus] influencias recíprocas, desfases, coin­ cidencias y contradicciones”. El río reflexivo consta, además, de un sumario (índice que consigna solamente las secciones mayores); las explicación de las siglas empleadas; una introduc­ ción; la bibliografía citada; el índice onomástico y el índice general (donde se indican los subtítulos de cada sec­ ción). Este aparato paratextual ayuda al lector a encontrar con rapidez un tema o nombre mencionados en el libro y a conocer la fuente en que se sustentan sus afirmaciones. Debido a la importan­ cia de la armazón paratextual en El río reflexivo, es relevante afirmar que la bi­ bliografía citada tiene veintidós pági­ nas de fuentes que satisfacen al lector interesado en encontrar trabajos serios sobre la obra del poeta de Mixcoac). El cuidado editorial con que se elaboró El río reflexivo se nota: en 526 páginas en­ 141

contré menos de cinco erratas. Incluso la fotografía de portada está bien elegida, pues refuerza la poética paciana. Es un óleo de Juan Soriano –con azules, rojos, verdes, blancos, rosas y anaranjados en combate–, cuyo título, Batalla de amor, nos recuerda la pasión que Paz impri­ mió a la mayoría de sus escritos. Basta hojear el libro mirando los már­ genes de la falda, donde se localizan las notas a pie de página, para percatarse del trabajo de investigación que susten­ ta a El río reflexivo. No en balde Stan­ ton tiene más de cuarenta años leyendo a Paz. Gracias a este trabajo que lo res­ palda, Stanton puede emitir su opinión sobre los libros que cita, sea para coin­ cidir o disentir con ellos. Y Stanton re­ sulta más divertido cuando expresa su desacuerdo. Citaré un ejemplo en que Stanton califica negativamente a otro li­ bro: se da a raíz del ritmo de Piedra de Sol. En esta crítica, Stanton diverge de la opinión de José Reyes González Flo­ res, en “El encantamiento de lo bello en Piedra de Sol”, para quien el poema es silencioso. Aquí las palabras de Stan­ ton: “Un oído atento puede captar sin dificultad la enorme riqueza rítmica del poema y los distintos tipos de movi­ miento presentes en el mismo. Por eso resulta desconcertante (por no decir más) que alguien pueda opinar en 2010 que Piedra de Sol ‘es un poema estáti­ co, inmóvil, lleno de silencio, mudo de la mudez estilística de Paz’.” No dilu­ cidaré aquí si José Reyes tiene razón, pero diré, por un lado, que José Reyes 142

no es el único que critica la seductora monotonía sonora del poema (también el poeta Óscar de Pablo la menciona) y, por otro, que el cuidado editorial del libro en que aparece el ensayo de José Reyes, Versus: otras miradas a Octavio Paz, es lamentable, entre otros graves descuidos está el que la información de los márgenes de cabeza no cambia con cada artículo, sino que presenta siem­ pre el nombre del antologador y el títu­ lo del libro. En lo que sigue me referiré a análisis de poemas o ensayos particulares que elabora Stanton en El río reflexivo, a fin de fundamentar mis opiniones. Piedra de Sol es uno de los poemas pacianos más cercanos a Stanton. El estudio que hace de Piedra de Sol es provechoso porque incluye datos poco conocidos, como el posible origen del título en un libro del poeta peruano César Moro: Pierre des soleils, o en estos versos de Vicente Aleixandre: “Piedra de sol in­ mensa: entero mundo,/y el ruiseñor tan débil que en su borde lo hechiza.” O la fecha exacta en que Paz terminó el poema: el 3 de junio de 1957, la cual Stanton observó en un manuscrito de Paz localizado en el Archivo Histórico del Fondo de Cultura Económica, cuya imagen aparece en la página 471 de El río reflexivo. En su lectura de Piedra de Sol Stan­ ton se deja llevar por la emoción. Prueba de ello son las quince frases del poema que cita como ejemplo de versos que tienen el poder de permanecer en la

memoria del lector. Con todo, Stanton no abandona su racionalidad y complementa las citas con esta reflexión acerca de Piedra de Sol como poema largo: “Lo importante es señalar que el desarrollo y el ensan­ chamiento coexisten con estas imágenes instantáneas de gran capacidad sintética. Hay un efecto contrapuntístico de refor­ zamiento mutuo entre la extensión na­ rrativa y la intensidad aforística, entre el cuento y el canto.” El estilo de Stanton adolece de una característica propia del ensayo acadé­ mico: señalar la novedad de la propia investigación afirmando que otros estu­ diosos no se han percatado de ese deta­ lle. En este tenor, Stanton escribe: “Los críticos que hablan del orientalismo de Paz suelen referirse exclusivamente al periodo que comienza en 1962, año en que el poeta comienza una larga estadía en India como embajador de México, periodo que termina abruptamente con la renuncia por los sucesos del 2 de oc­ tubre.” Y luego dice que el primer pe­ riodo de Paz en India, que va de fines de 1951 a principios de 1952, ha sido re­legado de la atención crítica. Falla que, por su puesto, Stanton no comete: “La prime­ ra reacción [de Octavio Paz] ante India es más compleja y más negativa que la que tendrá el poeta en la década de 1960 y por eso mismo merece estudiarse con detenimiento.” Estudio cuidadoso que Stanton lleva a cabo en su análisis de “Mutra” (poema de La estación violen­ ta, el cual fue terminado en Delhi, en 1952). Sin embargo, la contundencia de

dicha afirmación se debilita porque Stan­ ton no especifica los nombres de aquellos críticos que sólo hablan del orientalismo más conocido de Paz; así, más que in­ formar al lector, el objetivo de dicha afirmación es sustentar su propia in­ vestigación. Pero esta “falla” se nos olvida gracias a párrafos como éste, en el que Stanton condensa la forma en que Paz percibe y transmite su primera experiencia de Oriente. En ese párrafo Stanton afirma que, en su primer encuentro con Orien­ te, Paz es: “Una conciencia asediada [que] registra una realidad desconoci­ da, desbordante e incomprensible, y no vislumbra más que el mareo creciente provocado por el calor y también por lo sagrado, presente como un absoluto ahis­ tórico que se multiplica infinitamente en la religiosidad de India, sobre todo en los avatares de los dioses.” Y Stanton nos atrapa de nuevo con este párrafo porque lo acompaña de una nota a pie en la que muestra el uso recurrente del versículo, por parte de Paz, para des­ cribir la caótica experiencia de India, en “Mutra” y en otros momentos de su producción literaria: “Lo llamativo es que el versículo irrumpe en la prosa de Vislumbres de la India como el único vehículo para rendir esa ‘realidad in­ sólita’.” Uso del versículo que llega al paroxismo en algunos fragmentos de El mono gramático, poema y ensayo casi novela, que Paz publicó en español, en 1972. Disiento de quien piense que El río 143

reflexivo es elitista porque estudia las primeras ediciones de Paz. Por el con­ trario, me parece generoso que Stanton comparta ediciones poco conocidas de algunas obras pacianas, mismas que se pueden consultar en bibliotecas bien nutridas. En cambio, elitista podría ser otra nota del libro, originada también en el afán de Stanton por compartir al lector su experiencia en el estudio de la obra paciana. Estoy pensando en el hecho de que Stanton haya ido a la In­ dia y haya tenido en mente el poema “Mutra” al visitar el santuario de Ma­ thura. Este viaje a la India es más ex­ cluyente (así como el que Stanton haya podido consultar cartas de Paz, aún inéditas) que el centrarse en las prime­ ras ediciones, ya que es más fácil para un lector de bajos ingresos conocer las primeras ediciones de las obras de Paz que emprender un viaje al continente asiático o a las universidades del ex­ tranjero que resguardan las cartas de Paz. No obstante, dichos comentarios dejan de verse elitistas si cotejamos la interpretación de Stanton con el poema o ensayo, en este caso “Mutra”, y nos damos cuenta de que, en realidad, El río reflexivo nos aclara el texto paciano, nos lo acerca. Stanton también desliza su visión del análisis textual, al tiempo que avanza en su estudio de los poemas y ensayos de Paz. Tengo sus consejos como herramien­ tas útiles para el oficio crítico, las cuales pueden usarse al trabajar en las obras. Entre estas visiones está la siguiente: 144

“El texto sólo es comprensible cuando se lee en sus contextos”, que redacta a propósito de “Himno entre ruinas”, y de la importancia que Paz daba a sus libros, no como meras recopilaciones de poemas sino como obras únicas, estruc­ turas en las que cada poema se relacio­ na con los demás para dotar al libro de un mensaje específico. Y en el contexto de los libros de Paz, el comentario de Stanton es cierto, pues­ to que sitúa “Himno entre ruinas” en los distintos libros en que ha aparecido (Libertad bajo palabra, en sus distin­ tas ediciones, y La estación violenta), y descubre las relaciones que establece con los diversos poemas de esos libros. Por ejemplo: “Si en 1949 ‘Himno entre ruinas’ representaba la culminación de una obra [en la primera edición de Li­ bertad bajo palabra], en 1958 [ya en La estación violenta] sólo puede tener la función contraria de punto de partida[. Este poema] se transforma de nuevo dos años después, cuando se publica la nue­ va edición de Libertad bajo palabra [li­ bro en el que dialoga con otros poemas, como ‘Himno futuro’ y ‘Semillas para un himno’].” Stanton señala algunas debilidades en El arco y la lira, lo que nos demuestra que el académico que conoció personalmente a Paz y que cita sus palabras (“a mí me dijo en dos ocasiones que las primeras imágenes del poema [Piedra de Sol] habían brotado ‘a comienzos de 1957’”) ve sin prejuicios la obra de Paz, con la cual dialoga, señalando sus aciertos

y contradicciones. Por ejemplo, indica la incongruencia presente en El arco y la lira entre una visión fenomenológica de la poesía, visión antihistórica, y una perspectiva existencialista, que es his­ tórica: “Sin embargo, no estamos ante un análisis fenomenológico en un sen­ tido riguroso. La fenomenología es una sola de las doctrinas presentes en El arco y la lira. De hecho, uno de los pro­ blemas que la crítica no suele enfrentar [de nuevo el ademán descalificador] es el de la naturaleza de esta síntesis eclécti­ ca efectuada entre discursos y doctri­ nas acaso inconciliables entre sí, como lo son, por ejemplo, la fenomenología esencialista de Husserl (que carece de una noción de historicidad) y el exis­ tencialismo hermenéutico de Heideg­ ger (para quien el ser es inseparable de la temporalidad y la historia).” Ahora bien, cabe señalar que Stan­ ton es cauto al criticar la obra de Paz porque le cuesta trabajo hacerlo. Así, en otra de las críticas que Stanton formu­ la a Paz, cuando nos muestra los yerros de “Poesía de soledad y poesía de co­ munión”, uno de los primeros ensayos del poeta. El estudioso escribe que ni san Juan de la Cruz estaba tan integrado a la comunidad ni la poesía de Queve­ do puede reducirse a una de angustia existencial como el mexicano escribió. Sin embargo, luego de esta pertinente aclaración, Stanton matiza su ataque: “Mis críticas se refieren, por supuesto, a la objetividad histórica del cuadro pre­ sentado, objetividad nunca pretendida

por el autor.” Discrepo con este retro­ ceso, primero, porque ¿cómo puede sa­ ber Stanton lo que Paz pretendía?, y, segundo, porque no creo que Paz haya querido fundar su poética en una in­ terpretación equivocada de la historia literaria. Esto es, si Paz hubiera sabido que su visión de la poesía de Quevedo y san Juan de la Cruz era errónea, ¿la ha­ bría utilizado como las zapatas sobre las cuales construiría su poética? No lo creo. Pienso, en cambio, que Paz confiaba en la veracidad de su cuadro histórico y que por esto lo usó como cimiento de su poética. En El río reflexivo Stanton eviden­ cia que la escritura de El laberinto de la soledad se inscribe en un contexto ideológico que concebía el estudio de las culturas primitivas, incluyendo a las mesoamericanas, como fuente de reno­ vación artística y teórica para Europa; pensamiento del que Paz formó parte, pues estaba en París en esos años (fina­ les de los cuarenta) y fue parte, tardía, del surrealismo: “Estas lecturas trans­ culturales (América vista por ojos eu­ ropeos –incluso los ojos europeos de latinoamericanos residentes en París– como fuente de regeneración utópica para la decadente Europa) agregaron dimensiones de complejidad en el caso de El laberinto de la soledad, un libro sobre México, escrito en París, por un mexicano que formaba parte del grupo surrealista.” A esto hay que sumar que Stanton relaciona El arco y la lira con El laberinto de la soledad, pues afirma 145

que la poética expresada en ambos es la anarquista: “Así, su interpretación de la Revolución mexicana en El laberinto anticipa su teoría poética en El arco y la lira. En ambas, la clave de la auten­ ticidad es la revelación de la otredad constitutiva de uno. Pero esta revelación difícilmente puede prolongarse o conver­ tirse en sistema. (…) En este sentido, la única teoría política compatible con un libro como El arco y la lira o con la lec­ tura de la Revolución mexicana en El la­ berinto parecería ser el anarquismo puro.” Aseveración sujeta a críticas, a causa del liberalismo que Paz asumió al final de su vida. Reproche al que Stanton responde afirmando que nunca se extinguió en Paz la chispa de la rebeldía: “El liberalismo que Paz asumió como intelectual en las últimas décadas de su vida nunca pudo eliminar –afortunadamente– ese fondo rebelde, inconforme, disidente y utópi­ co del poeta que seguía soñando con un mundo modelado en el deseo.” Afirma­ ción aún más susceptible de objeciones. Uno de los aciertos de El río reflexi­ vo es el que Stanton muestra los nexos que Paz establece entre sus libros con el propósito de ir construyendo la ima­ gen de su evolución poética. Para esto, Paz retoma poemas de un libro a otro y, a veces, replica la estructura de uno en el otro. Cito in extenso una de los varios ca­ sos que Stanton nos presenta: “Vale la pena comparar las estructuras de estos libros (A la orilla del mundo de 1942 y Libertad bajo palabra de 1949). Ambos abren con una especie de poema-prólo­ 146

go que es un arte poética. Cada uno tie­ ne cinco grandes secciones, la última de las cuales (en la primera recopilación) tiene el mismo título que el libro. Este mismo nombre (‘A la orilla del mundo’) se retoma como título de la primera sec­ ción del libro de 1949, aunque el contenido es distinto. Cada uno de los dos libros se cierra con un poema fuerte, ambicioso, que es reflejo y desarrollo del poema inicial, al mismo tiempo que respuesta, creando de esta manera una estructura cíclica total. Es decir: la relación entre ‘Palabra’ y ‘La poesía’ (en A la orilla del mundo) es análoga a la que existe entre ‘La poesía’ e ‘Himno entre ruinas’ (en Libertada bajo palabra). Es importante señalar que el poema que cierra la reco­ pilación de 1942 (‘La poesía’) es el mismo que abre la de 1949, dando a entender que ésta es continuación y superación de aquélla.” Anoté antes que Stanton demerita el trabajo de otros críticos para resal­ tar el suyo y debo matizar esta opinión, porque también recomienda estudios va­ liosos y poco conocidos. Para ejemplifi­ car, citaré dos notas a pie, útiles para el interesado en profundizar en temas particulares de la obra paciana: “Para un estudio de los elementos románticos del temprano pensamiento de Paz” Stanton remite al lector al libro Octavio Paz, 1931-1943: génesis de una poética román­ tica, de Adriana de Teresa Ochoa; y para conocer “otro análisis del poema [‘El prisionero’] que ahonda en las di­ ferencias entre la lectura bretoniana de

Sade y la de Paz, se puede” consultar el ensayo “Paz, Breton, Sade: en torno a la interpretación del poema ‘El prisio­ nero’”, de Mónica Quijano, recopilado en La palabra entre el águila y el sol: el surrealismo y la obra de Octavio Paz. Hay que agregar que, aparte de ser en­ sayos sustanciales, estas sugerencias son recientes, lo que nos permite ver que en El río reflexivo se incorporó la bibliografía secundaria más actual. He escrito que Anthony Stanton es uno de los mejores estudiosos de la obra de Paz, y que en las notas de El río re­ flexivo nos brinda varios cauces de in­ vestigación, que Stanton ha recorrido en los años que lleva dedicándose al análisis de la obra paciana. Estas in­ dicaciones de caminos posibles, como las que dan los controladores de vuelo en los aeropuertos internacionales a los pilotos, permitirán a los investigadores conocer hacia dónde dirigirse para vo­ lar con la seguridad de aterrizar en los lugares exactos de acuerdo a sus inte­ reses. El río reflexivo es ya una obra de consulta necesaria para el interesado en la obra del primer Paz, debido al alcan­ ce de su investigación y a la perspica­ cia de sus interpretaciones. Digamos, finalmente, que si bien puede ser pe­ sado leerlo de continuo, a causa de la seriedad de su estilo, quien se atreva a navegar este río no estará exento de pla­ ceres situados no ya en la exuberancia de la prosa, sino en la nitidez de una argumentación que nos lleva a buen puerto sin estorbos.

Obligado a inventar F ernando M ontenegro Emmanuel Carrère, El Reino, Anagrama, España, 2015, 520 p. Los hombres están hechos de tal modo que quieren el bien de sus amigos y el mal para sus enemigos. Que prefie­ ren ser fuertes que débiles, ricos que po­ bres, grandes que pequeños, dominan­ tes que dominados. Es así, es normal, nadie ha dicho que está mal. La sa­ biduría griega no lo dice, la piedad judía tampoco. Ahora bien, hay unos hombres que no sólo dicen, sino que hacen exactamente lo contrario. Al principio no se los comprende, no se ve la ventaja de esta extravagante inversión de los valores. Y después empiezan a comprenderlos. Se empieza a ver la ventaja, es decir, la alegría, la fuerza, la intensidad vital que extraen de esa conducta en apariencia abe­ rrante. Y entonces ya sólo queda el deseo de hacer lo mismo que ellos. Emmanuel Carrère, El Reino

Hacia el final de la primera temporada de True detective, una serie que Carrère debió haber consumido con cierto fer­ vor, aunque también con el ceño frun­ cido, desaprobándola por momentos –por momentos es, ciertamente, cursi, superfi­ cial, efectista–, los protagonistas tienen una conversación acerca de la batalla más importante e inmemorial del universo: aquella que disputan la luz y la oscuridad. 147

Es la última escena de la temporada, el último diálogo entre los dos detec­ tives protagonistas, bajo un cielo tan estrellado, que pesa sobre sus almas. Allí uno de ellos sentencia: “me parece saber quien está ganando”. Carrère, como se conoce, es también guionista de televisión y comienza su última novela, El Reino, precisamente haciendo referencia a uno de sus tra­ bajos. Se trata de la serie francesa The revenants, en la cual participaba como guionista principal (aunque también nos cuenta que renunció pronto a ese proyec­ to). Como su nombre lo deja entrever, se trataba de una serie sobre muertos que regresan. Muertos vivientes, si se quie­ re, pero no zombis. Muertos que regresan físicamente a la vida, reconstituidos a la perfección. Es decir, regresan no como fantasmas ni como monstruos, sino co­ mo eran en vida. Recuerdo una novela de Javier Marías que trabaja sobre esta cuestión. Sobre la inconveniencia de ese posible retorno, incluso cuando fuera deseado por los dolientes que deja atrás el difunto. En el caso de The revenants, como lo explica Carrère, se retorna rápidamente al per­ sonaje reviniente por excelencia: Jesús de Nazaret. Esta serie de televisión es el punto de partida de la novela. Y no es acci­ dental. Hay algo en esta novela que se parece a una serie producida por Net­ flix o hbo. En realidad, se parece más a su trastienda, al making off, pues el autor nos da acceso a su archivo, inclu­ 148

so al estudio donde, en parte, escribe este expediente. La pregunta sobre cómo es posible que un acontecimiento como la resurrec­ ción (cierta o falsa) de un judío rebelde puede tener tal grado de influencia en las personas, dos mil años después de haber­ se suscitado, ocupa el centro de la obra. Para intentar contestarla, Carrère va a recurrir a una infinidad de elementos entre los que se encuentran los Evan­ gelios, decenas de referencias eruditas –me refiero a estudios especializados sobre la época– y a su propia experien­ cia como cristiano, de la que mantiene unos diarios. La primera parte de la novela, que se instala en París entre 1990 y 1993, se ocupa del periodo cristiano del narrador (Ca­ rrère mismo). Allí se nos hace saber de su fuerte formación dentro del catoli­ cismo y de un personaje curioso, Jac­ queline, su madrina, una culta y devota cristiana que lo incita a explorar con profundidad los Evangelios. El narra­ dor, resuelto a cultivar su espirituali­ dad, lee obsesivamente (debería decir con fe) aquellos textos, aunque en es­ pecial el Evangelio de Juan. Su lectura es tan minuciosa que consigue llenar decenas de cuadernos con apuntes di­ versos, reflexiones y, sobre todo, citas del Evangelio. Nos propone, entonces, una lección de lectura: “Ejercicio de atención, de pa­ ciencia y de humildad. Sobre todo de hu­ mildad. Porque si se admite, como yo admití aquel otoño, que el Evangelio no

sólo es un texto fascinante desde el pun­ to de vista histórico, literario y filosó­ fico, sino la palabra de Dios, entonces hay que admitir que nada en él es ac­ cesorio o fortuito. Que el fragmento de versículo de apariencia más trivial es­ conde más riquezas que Homero, Sha­ kespeare y Proust juntos. Si Juan nos dice, pongamos, que Jesús se trasladó de Nazaret a Cafarnaúm, es mucho más que una simple información anecdótica: es un viático precioso en el combate que es la vida del alma. Aunque sólo que­ dase del Evangelio este modesto ver­ sículo, la vida entera de un cristiano no bastaría para agotarlo.” Lo que está en juego en esta lectura es la fe. Pero la fe no como sinónimo de creencia ciega, sino, si me permi­ ten, como ejercicio hermenéutico ¿En qué sentido? La hermenéutica filosófica, aquella postulada por Heidegger y Gadamer, buscaba que la tradición –la literatura clásica, nuestro pasado–, nos interpele. Gadamer piensa que la verdadera sa­ biduría radica en dejarse hablar por el pasado. Sin embargo, las tradiciones que le siguieron, como la estética de la recep­ ción, intercambiaron el orden de impor­ tancia de ese diálogo, dándole un lugar dominante al lector, que va por el texto, imponiéndole los sentidos propios de su tiempo (sus prejuicios, diría Gadamer). Esto es en cierta medida inevitable, es cierto, pero también supone un riesgo: que durante la experiencia de lectura no podamos ver más allá de nuestras propias

narices. Lo que parece proponer Carrère, en contraste, es que el acercamiento a un fenómeno tan complejo como la cris­ tiandad –un acercamiento que, por otra parte, se realiza casi exclusivamente en la lectura de los Evangelios– tome siem­ pre en consideración la fe como uno de sus elementos centrales. La fe cristiana, básicamente, consis­ te en la aceptación de que existe algo más grande que nosotros. Difícilmen­ te un lector contemporáneo lee de ese modo, convencido de que el método lo guiará en la búsqueda de la verdad sobre el texto. Y es cierto: el crítico literario mu­ chas veces, en su búsqueda por conquis­ tar el sentido, cree saber más que el autor y más que el texto juntos. Nada puede es­ tar más equivocado. El lector cristiano que se acerca a la Biblia, por su parte, no necesita buscar nada, pues el texto es ya su verdad. De allí que la pregunta de que parte El Reino (¿cómo es que se puede creer realmente en la resurrección de un hom­ bre?) no lo lleva por el camino que usual­ mente han tomado diversas indagaciones históricas de los orígenes del cristia­ nismo, como El código da Vinci, por dar el ejemplo más conocido. A decir verdad, casi toda la información histó­ rica que se provee en la novela parece haber sido extraída de un documental de National Geographic.* No hay en esta El propio autor confiesa sus fuentes. Una de ellas, un célebre documental francés lla­ mado Corpus Christi. *

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novela, y eso se agradece enormemen­ te, teorías de la conspiración. Los tres siguientes capítulos de la novela exploran esta pregunta, aunque basándose fundamentalmente en los Evan­ gelios. (No necesita textos apócrifos. Su pregunta es más importante.) Lo que mueve gran parte de esta par­ te de la narración es el enfoque sobre dos personajes históricos: san Pablo y su discípulo Lucas. En concreto, Ca­ rrère está interesado fundamentalmen­ te en un pasaje contado en Hechos de los apóstoles (probablemente escrito por el propio Lucas), durante su viaje hacia Damasco. Éste es el momento en que se le presenta Jesús resucitado. Hasta ese momento Pablo se llamaba Saúl. Era de orígenes judíos, pero tenía fuertes influencias culturales helenís­ ticas (sabía griego y escribió en esa lengua), como buena parte del este del Mediterráneo. La aparición de Cristo transforma su vida, al punto que se de­ dica a recorrer Asia tratando de llevar su mensaje a lo largo y ancho del Im­ perio. Pablo fue un personaje polémi­ co para los judíos más conservadores, entre ellos Pedro, Santiago y Juan, los tres apóstoles más importantes del sé­ quito de Jesucristo. La polémica con­ sistía en que Pablo buscaba convertir al cristianismo a legiones de gentiles, los no judíos, a pesar de que el propio Je­ sús, y su iglesia, eran de esos orígenes. Esto incomodaba a Pedro que, a pesar de todo, era un judío que, en el fondo de su corazón, ansiaba la liberación del yugo 150

romano que dominaba Judea por enton­ ces. Jesús había sido fundamentalmen­ te un líder anti-romano. El hecho de que Pablo de Tarso hu­ biera cristianizado a gentiles, sin obli­ garlos a convertirse a su vez al judaísmo, lo convirtió en enemigo para Jerusalén (donde fue encarcelado), pero también, posteriormente, para Roma, donde final­ mente fue ejecutado por sedición. Esto es harto conocido. Lo que le interesa a Carrère es esa escisión en la vida de Saúl, llamado Pablo. Ese momento en donde deja de ser un individuo, para convertirse en otro, y llevar a tal extre­ mo ese segundo papel que terminaría por fundar la Iglesia Católica. Ya en otras novelas Carrère había ex­ plorado esta cuestión. El bigote, por dar un ejemplo, trata sobre un hombre que atraviesa una crisis de fe (se ha rasura­ do el bigote y nadie repara en ello, in­ cluso le dicen que nunca lo llevó), como si de repente le hubiesen revelado que la tierra no es redonda. O, si fuera cris­ tiano, que Dios no existe. La novela más importante con la que el propio Carrère trabaja en El Rei­no es El adversario. Llama la atención, inclu­ so, cómo su época cristiana (aquella explorada en el primer capítulo de la obra) tuvo como consecuencia la escri­ tura sobre ella. Tuvo tanta influencia que, explica, los cuadernos de notas sobre Ro­ mand (el protagonista de esa novela), comparte una caja con sus apuntes so­ bre los Evangelios. Lo que más llama la atención de Romand no era que hubiera

asesinado a su familia a sangre fría, in­ cendiado su propia casa o mentido so­ bre su profesión durante veinte años (le había mentido incluso a su mujer), sino su capacidad para mentirse a sí mismo al respecto, su capacidad para escin­ dirse, a tal punto de que se volvía irre­ conocible para sí. Se convertía en otro, en el adversario. Esto, parece implicar Carrère, es lo que le sucede a Pablo de Tarso: “En el camino a Damasco, Saúl había sufrido una mutación: se había transformado en Pablo, su contrario. El Pablo de antaño se había convertido en un monstruo para él, y Pablo se ha­ bía convertido en un monstruo para el hombre que había sido antaño. Si el de ahora hubiera podido acercarse al de otro tiempo, éste le habría maldecido. Habría rogado a Dios que le matase, co­ mo los héroes de las películas de vam­ piros obligan a jurar a sus compañeros que les traspasarán el corazón con una estaca si llegan a morderles. Pero eso es lo que se dice antes. Una vez con­ taminado, sólo piensas en morder a tu vez, y en especial al que se acerca con la estaca para cumplir el deseo de al­ guien que ya no existo. Pienso que una pesadilla parecida hostigaba las noches de Pablo. ¿Si volviera a ser Saúl? ¿Si, de un modo tan inesperado y portentoso como se había transformado en Pablo, se convertía en alguien distinto a Pa­ blo? ¿Si este otro Pablo, que tendría la cara, la voz, la persuasión de Pablo, se presentaba un día ante los discípulos de Pablo para arrebatarles a Cristo?”

Resulta interesante pensar que a Pa­ blo le ocurrió algo parecido a lo que les ocurre a quienes se convierten en vam­ piros. O a quienes se infectan de un vi­ rus extraterrestre, de otro mundo, como si fuera un cuento de Phillip K. Dick, de quien Carrère escribió una fabulosa biografía (Yo estoy vivo, vosotros están muertos), y a quien se refiere constan­ temente en El Reino. En efecto, algo como extraído de una novela de cien­ cia ficción ocurre no sólo en la vida de Pablo de Tarso, sino en la de todo un imperio. De repente, un hombre (un im­ perio) cree que ha existido otro que ha resucitado de entre los muertos. Todas las civilizaciones han tenido su religión. Y todas han tenido una figu­ ra, como Jesús, que marca sus cimientos. Carrère mismo se encarga de comparar una y otra vez al cristianismo con el bu­ dismo, una y otra vez, y el camino al Nir­ vana de Buda con el de Jesucristo. Sin embargo no consigue explicarse la lógica con la que opera el Jesús bíblico, que es como una suerte de dispositivo que de­ construye el sistema de pensamiento ju­ daico. Lo verdaderamente inquietante en los testimonios que nos llegan de Jesús tiene que ver, otra vez, con esa esci­ sión que propone en su doctrina. Allí se les propone a los fieles mantenerse en la pobreza, dar asistencia a los ma­ leantes, abstenerse del conocimiento o la sabiduría, escuchar a los niños, etc. Parece todo menos un camino a la ilu­ minación, como lo propone el budismo. A decir verdad, el Reino de los Cielos 151

está abierto para los ladrones y las prostitu­ tas. Para “los últimos”. No se exige virtud en el verdadero cristiano, ni siquiera benevo­ lencia para habitar el lecho del padre. Una de las objeciones que le tenían a Pablo, desde el bando de los judaizan­ tes, era que no les exigía a los gentiles abandonar sus tradiciones, vinieran de donde vinieran. Para los judíos, por dar un ejemplo, la circuncisión es un ritual absolutamente necesario para formar par­ te del rebaño. Para Pedro y el resto de los apóstoles, resultaba inconcebible violarla. En este sentido, Pablo parecía acercarse más a Jesús. No sólo Carrère encuentra que el carácter de Pablo era quizá más parecido al de Jesús, que el de sus propios discípulos, sino que de una manera extraña pudo entender me­ jor que ellos el mensaje del Mesías. La doctrina que Pablo buscaba di­ fundir, por otra parte, parecía ser más adecuada para los gentiles que para los propios judíos. Los judíos, al fin y al cabo, tenían una vasta tradición religio­ sa que incluía el Gran Templo de Jeru­ salén, una especie de materialización arquitectónica de su doctrina. Recor­ demos que buena parte de la tradición judía, hasta la fecha, tiene como ele­ mento central la ocupación de Jerusalén. Jesús, por su parte, habla de un Reino interior, uno que no tiene sitio en la tie­ rra sino en el cielo. Por supuesto que no se podría de­ cir lo mismo de la Iglesia Católica que posteriormente tuvo ambiciones impe­ riales mucho más dramáticas que las del 152

mundo judío. Así y todo, para los prime­ ros cristianos esta propuesta tuvo graves implicaciones no sólo socialmente sino como sujetos. Quizá de allí surge la ne­ cesidad del propio Carrère de entender aquellos primeros años de la cristian­ dad desde el punto de vista de una no­ vela. A decir verdad, Carrère le atribuye este movimiento a Lucas, discípulo de Pablo, a quien siguió y de quien escri­ bió buena parte de su vida en los He­ chos. Lucas, a los ojos del francés, se convierte en un novelista. Para empezar, habría que decir que Lucas no es judío, sino macedonio. Se había encontrado con Pablo de Tarso en Filipo, donde lo escuchó hablar sobre uno que había regresado de entre los muertos. Desde allí emprendió el via­ je con él. Visitó Antioquía, Jerusalén, Roma. Algunos historiadores especulan con el hecho de que vio con sus propios ojos el incendio de Roma, a manos de Nerón (supuestamente). En otras pala­ bras, había sido testigo en primera fila de la historia de los orígenes de la cristian­ dad y, sin embargo, re-escribir aquellos hechos, como ya lo habían hecho Mar­ cos –a quien había leído y sobre quien practicó un palimpsesto–, no era sufi­ ciente: “El programa que se fija Lucas es un verdadero programa de historiador. Promete a Teófilo una investigación sobre el terreno, un informe fiable: algo serio. Ahora bien, apenas formulada esta exi­ gencia, ¿qué hace a partir de la línea siguiente? Una novela. Una auténtica novela.”

¿Es posible esto? Desde un punto de vista histórico, por supuesto que no. La novela no existía como forma, y de la misma manera en que Jesús, Pablo y to­ dos sus contemporáneos no sabían que vivían en el primer siglo de nuestra era, Lucas no podía estar escribiendo una. ¿De qué habla entonces Carrère? Se refiere, mayormente, al procedimiento de escri­ tura. Uno puede enterarse de lo acae­ cido, del orden de los acontecimientos, de su lógica. Incluso de las motivacio­ nes que habrían motivado, por ejemplo, a Nerón a quemar su propia ciudad. Pero sólo a través de la escritura, de lo que un novelista espera escribir, es decir, su punto de vista de las cosas. Y ese punto de vista no es solamente una opinión, una perspectiva, palabras que se usan con tanta gratuidad en nuestros tiempos. Aquel procedimiento es siem­ pre un gesto profundamente político a través del cual procuramos entender el mundo y, si se media, transformarlo en función de ciertas convicciones. Para Lucas, especula Carrère, no era suficiente la versión de Jesús que había leído en Marcos (un testigo de primera mano) y ni siquiera lo que había escu­ chado de Pablo. Este evangelista necesi­ taba su propia variante del Mesías para entender qué había sucedido con él, con su interior, y con ese mundo del primer siglo que había girado de forma inespe­ rada y dramática durante el curso de su existencia. Quizá también quería entender por qué un hombre como su maestro Saúl, o Pablo, dedicó su vida a difundir el mensa­

je de la resurrección de un hombre, asunto que le costó una muerta sangrienta. Éste es el mismo procedimiento que inspira a Carrère a indagar sobre la vida de aquellos a quienes había leído con tanto fervor entre 1990 y 1993, antes de escribir El adversario. Carrère sostiene que se puede obser­ var a ese Lucas novelista en diferen­ tes procedimientos y mecanismos que utiliza en su Evangelio (por ejemplo, el melodrama), pero fundamentalmen­ te en el gesto central del novelista: la invención, cuando Lucas decide contar la escena de la anunciación, con la que prácticamente empieza su Evangelio. Allí introduce a un personaje inédito, Isabel, supuestamente prima de María, que también ha sido notificada sobre su embarazo por el ángel Gabriel. Esto hace pensar que Jesús y Juan son primos, lo cual, para Carrère, es un gesto de nove­ lista o de guionista de cine. “Estaba en la cama, o en las termas, o se paseaba por el campo de Marte cuando la idea se le pasó por la cabeza: ¿y si Jesús y Juan fuesen primos? ¡Le vendría de perlas a su tarea de narrador!” Lo interesante de este fragmento no es solamente el hecho de que ofrece una res­ puesta satisfactoria para la difícil rela­ ción que tiene Lucas con Juan (enemigo este último de Pablo, su maestro), sino que pone en crisis todo lo que habíamos leído hasta allí. Salvo que, en nuestra lectura, nos sabemos protegidos por el manto de la ficción. De manera aún más grave, Carrère llama la atención sobre 153

un fenómeno que ya había trastornado los sueños de Cervantes y de Borges: ¿y si la ficción se volviese verdad? En el caso de Lucas, sin duda esto ocurrió (si aceptamos la versión de Ca­ rrère). La historia de occidente se cons­ truyó, en parte, sobre la base de aquellos textos. Y sin embargo en ellos no hay afán de desdibujar los hechos, sino al contrario, de traerlos a la existencia. Muy probablemente la historia de la cristian­ dad fue construida de ese modo. Así especulan los gurús de la teoría de la conspiración cuando afirman que la cris­ tiandad no es más que una alegoría li­ terario-astronómica de la pelea eterna entre luz y oscuridad. Posiblemente. Sin embargo, para figurárnosla, para en efecto poder enunciarla, nos vemos en la obligación de inventar un Reino que, como se lee en algún lugar del evange­ lio, es como una semilla de mostaza en medio de las tinieblas.

Cruzvillegas: la autoconstrucción del yo A lberto L ópez C uenca Abraham Cruzvillegas, La voluntad de los objetos, Sexto Piso, México, 2014, 432 p.

Afirmaba contundentemente Abraham Cruzvillegas en 2002 que no hablaba in­ glés: “Por desgracia o por fortuna, no hablo inglés, al menos no como quisie­ ra. Esta circunstancia ha determinado 154

mi relación con el arte, con el mundo del arte y con la historia del arte de un modo bastante particular...” Una simple búsqueda en Internet revela que Abra­ ham ha mejorado su inglés desde que escribiera aquello y que su relación con el mundo del arte ha cambiado notable­ mente. Basta visitar la sala de turbinas de la londinense Tate Modern, ocupada hasta abril de 2016 por una instalación suya, un espacio envidiado por todo miem­ bro que se precie del star system del arte global y por el que han desfilado con­ tadas grandes marcas como Ai Weiwei, Louise Bourgeois o Bruce Nauman. La prestigiosa revista October, publicada por mit y en cuyo consejo editorial es­ tán las que han sido las estrellas más refulgentes de la teoría del arte anglo­ sajona reciente, Rosalind Krauss, Hal Foster o Benjamin Buchloh, publicaba apenas el año pasado un extenso y cele­ bratorio ensayo sobre el trabajo último de Cruzvillegas. Si esto es muestra in­ suficiente de su nueva relación con el mundo del arte, habría que añadir que nada menos que Harvard University Press pondrá en unos meses en las librerías The logic of disorder. The art and writing of Abraham Cruzvillegas, una recopilación de estudios sobre su trabajo y una tra­ ducción de algunos de sus textos. Para los niveles a los que nos acostumbra el establishment artístico contemporáneo, Cruzvillegas ha escrito bastante, publi­ cado aún más y, lo más inusual de todo, merece la pena leerlo. La voluntad de los objetos es la última

recopilación de ensayos, crítica periodís­ tica, charlas y reflexiones inéditas del artista mexicano de moda. Cruzvillegas comenzó a ver impresos sus textos muy pronto. De los que se incluyen en esta recopilación el más añejo apareció en la revista Curare, en 1991, mientras que los más recientes están fechados en 2013. Ha publicado, eso sí, mucho más de lo que ha escrito, pues casi todo el mate­ rial ya circuló antes en revistas como Velocidadcrítica, Casper, la citada Cu­ rare, el diario Reforma o en catálogos de exposiciones y la gran mayoría de ellos lo volvieron a hacer en una recopila­ ción previa a ésta, Round de sombra (conaculta, 2006). Para un artista cuyo trabajo orbita de modo crucial en torno al reciclaje, la reutilización y el collage de materiales encontrados, bien puede entenderse que conciba su propia es­ critura como tal: “He tenido por mucho tiempo la manía de acumular y recoger basura, tal vez porque en ocasiones ha sido la materia prima de mi obra, otras veces simplemente porque me gusta el ánimo y la selectividad preciosista –uti­ litaria del pepenador y coleccionar de­ sordenadamente, por pura acumulación.” Del mismo modo que en su obra resca­ ta y reúne objetos encontrados, restos y “basura sin título”, la escritura de Cruzvillegas toma y combina retazos de historias familiares y cotidianas, de su infancia y adolescencia. Con esos fragmentos hace nuevas combinacio­ nes con las que reflexiona sobre los asuntos más diversos, ya se trate de la

dependencia petrolera del Estado mexi­ cano, los asentamientos irregulares en el Ajus­co, el estatuto actual de la artesanía, la expriencia de visitar un museo o el pa­ rasitismo de los curadores de arte con­ temporáneo. Su padre Rogelio, su abuela doña Helenita, su cuate El Balo o el veci­ no de la colonia La Pendiente, sostienen el andamiaje de su narración junto a mu­ chos otros personajes. Ahí su escritura sobresale por sugerente y alegórica, una escritura que juzga sin posicionarse ex­ plícitamente. Un hábito de Cruzvillegas es indicar los nombres propios de sus vecinos, familiares y colegas del mundi­ llo artístico del df, de ser posible tam­ bién con seudónimo. No es algo casual, pues en sus textos planea recurrente­ mente la preocupación por la identidad, personal y social, y podría decirse que en gran medida no se presenta en ellos otra cosa que un ejercicio de creación mítica de los momentos que manifesta­ rían la suya: “Contraria a la enuncia­ ción histórica, que asume la posesión o búsqueda de verdades, la procuración de genealogías genera más dudas, más incertidumbres. Evidentemente, rastrear las raíces –biológicas o ideológicas– que consolidan nuestras identidades indi­ viduales, conduce a verdades; quiero decir que esos discursos generan co­ nocimiento, devienen lenguaje, ideas, formas.” Parece aquí darle la razón a aquello que escribiera Ortega y Gasset y que parece animar a este conjunto de textos: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo.” 155

Si bien Cruzvillegas recurre constan­ temente a la estrategia de repasar y re­ cortar momentos del álbum biográfico a lo largo de sus textos, ésta se despliega muy hábilmente en “Autoconstrucción”, publicado en 2008, y en el que narra la historia de la construcción de la vivien­ da familiar desde mediados de los años sesenta en un asentamiento irregular en el sur del Distrito Federal. Ahí da entrada a la idea de “autoconstrucción” como el concepto que definirá su traba­ jo desde entonces: la obra desregulada y colaborativa, el paracaidismo habita­ cional, la apropiación y uso ingenioso de materiales abandonados. “Las premi­ sas que me interesan –escribe– tienen que ver con la posibilidad de entender (o inventar) la realidad a partir de dimen­ sionar cada sitio donde uno se encuentre como una posible plataforma de crea­ ción a partir de la recuperación de los materiales a mano; en este proyecto me refiero específicamente al sitio donde me desa­rrollé y donde yo llegué a ser yo, o donde empecé a ser.” Reivindica aquí Cruzvillegas la autoconstrucción como metodología artística y desde ella cabe entender también su escritura: un ejercicio de (auto)construcción del yo. Sin embargo, no todos los textos in­ cluidos en La voluntad de los objetos son tan legibles ni sugerentes. No es el caso de aquellos que tienden meramente a desglosar el santoral de artistas contem­ poráneos que han influido en la concep­ ción del arte y la práctica de Cruzvillegas. Contribuciones como “My generation”, 156

“Notas para documentos espaciales” , “Sonrisas en el ½ tiempo” o “Un cal­ cetín rojo en una caja amarilla” son un tanto tediosas. Letanías de nombres y descripciones de obras que no apuntan en una dirección precisa. De hecho, el ensayo que da título a la colección, “La voluntad de los objetos”, donde Cruz­ villegas suelta su pluma más literaria, es un tanto forzado (¿quizás agravado esto porque el texto se tradujo original­ mente al inglés y el que aparece aquí es una adaptación de aquél?). En él vuelve sobre una idea que ya queda­ ba bien asentada en el anecdotario de su vida cotidiana. Aquí se hace reiterativa: “Eficiencia. Producción. Consumo. Deli­ rio. Un chicle se masca hasta que pierde el sabor, hasta que se pone duro, hasta que las mandíbulas se acalambran, has­ ta que ya no hace bombas, hasta que se acaba. Pero sucede que no se acaba. El chicle vive y se convierte en una man­ cha en el suelo, en una molestia bajo mi suela desgastada, en materia bajo la mesa, pegado sobre la corteza de un ár­ bol, junto a una infinidad de colegas suyos. Luego tal vez se transforme en polvo, lu­ ego lo respiramos, junto con el plomo y las otras materias –gases y cochinadas– que flotan en nuestro entorno. Y ahí no se acaba: nuestro organismo lo transforma en sangre, en sudor, en lágrima, en pelo o simplemente en caca. Y su proceso conti­ núa infinitamente como se descubrió hace mucho, desde los hilozoístas, que pens­ aban que todo está vivo. Todo está vivo.” Aunque la mayoría de los textos re­

unidos en La voluntad de los objetos se publicó después del 2000, son especial­ mente relevantes aquellos que narran retrospectivamente, con una evidente pretensión historiográfica, la configu­ ración de una nueva escena del arte contemporáneo ligada a la experimen­ tación y las estrategias del arte concep­ tual en el Distrito Federal en la década de 1990 (a este respecto, destacan “Tra­ tado de libre comer”, “Indisciplinarie­ dad” y “Temístocles 44: ¡¿Qué parió?!”). Por supuesto, el relato que se presenta de ese periodo aparece en primera persona y funciona en gran medida como una cele­ bración del escenario en el que el propio Cruzvillegas configura su singular bio­ grafía artística: desde los ahora míticos seminarios de los viernes en los que entre 1987 y 1991 se reúne con Gabriel Orozco, Damián Ortega, Gabriel Kuri y Jerónimo López para discutir textos y sus propios proyectos (tan mítico ya el hecho que la Galería Kurimanzutto, que los repre­ senta, lo ha capitalizado dedicándole una exposición curada por Guillermo Santamarina este 2016: xylañynu. Taller de los viernes) hasta su participación en exposiciones alternativas a la escena pictoricista neomexicanista de finales de los años ochenta y principios de los noventa, su fugaz paso por el espacio Temístocles 44 o su labor como profesor en la escuela nacional de pintura, escul­ tura y grabado, “La Esmeralda”, desde 1999. En esos ensayos se presentan los términos y los eventos mediante los que Cruzvillegas despliega su propia genea­

logía como artista. De ahí que cuando enumera reuniones, fiestas o los parti­ cipantes de una exposición el “y yo” sea una expresion habitual. Desde su publicación en 1999, “Tratado de Libre Comer” me pareció un texto útil dada la escasa bibliografía que revisaba con un mínimo de detalle el periodo. Más de quince años después, su narrativa au­ toexplicatoria ha de ser confrontada con otras posturas, especialmente median­ te la lectura de los trabajos de Olivier Debroise, “Puertos de entrada: el arte mexicano se globaliza, 1987-1992”, en La era de la discrepancia (2006), Mónica Mayer, Escandalario. Los artistas y la distribución del arte (2006), o algunos as­ pectos de las investigaciones de Issa María Benítez, Rubén Gallo o Daniel Montero. La actual lectura de esos tex­ tos de Cruzvillegas tienen más interés por su carácter testimonial que por la condición historiográfico que se les pudo pretender. Ése no es necesariamente un demérito. De hecho, a su modo, esos textos apun­ tan a uno de los grandes temas en el trasfondo de la (auto)construcción del yo artístico de Cruzvillegas y, por ex­ tensión, de la escena de las artes plás­ ticas en la Ciudad de México desde la década de 1990. ¿Cómo se configura ésta, desplazando a la pintura del protago­ nismo artístico defeño? De nuevo, en “Autoconstrucción”, el que quizá sea el texto mejor armado del compendio, donde claramente se advierte un pro­ ceso de investigación intenso, Cruzville­ 157

gas señala cómo a partir de los asenta­ mientos de migrantes que se apropiaron de las tierras del Pedregal, entre ellos sus padres, se gestó poco a poco –como en todo el país– un movimiento que re­ clamaba la tenencia de la tierra y que se articulaba mediante plantones y la organización vecinal. Numerosos gru­ pos de vecinos en la misma situación se aglutinarían en la Coordinadora Na­ cional del Movimiento Urbano Popular (conamup). “Para mí –rememora Cruzvi­ llegas–, uno de los momentos más im­ pactantes y conmovedores de aquellos tiempos fue la gigantesca marcha de la conamup hacia el df, a principios de los años ochenta: era una interminable co­ lumna de familias –campesinas y urbanas– exigiendo el reconocimiento de un derecho del que ya se había tomado posesión.” De ahí se desprende una poderosa alego­ ría, la de la propia trayectoria de Cruz­ villegas como artista. ¿Cómo llegan él y tantos otros, nacidos en familias de “bajos recursos” o de burócratas de clase media, a copar la escena del arte contemporá­ neo mexicano y, aún más, a figurar en el ranking de artistas contemporáneos de presencia global? En el imaginario popular mediático, el arte sigue estan­ do ligado a una actividad de señoritos acomodados, los Paz, Cuevas, Fuentes... una élite cultural ociosa que lo es sobre todo por ser, antes, económica. ¿Cómo se llega entonces de chalán en la cons­ trucción familiar en un asentamiento irregular en el Ajusco a exponer en la sala de turbinas de la Tate Modern? En 158

el periodo que describe Cruzvillegas se entreteje una serie de fenómenos que aún deben ser investigados y conectados más elaboradamente para no caer en el inútil argumento del triunfo del artista genial: el de la paulatina democratiza­ ción de la educación artística, el del auge de la autogestión en el contexto del neo­ liberalismo abrazado por México en los años noventa, el del papel del capital privado en la conformación de la es­ cena del arte contemporáneo, el de la internacionalización en la formación y la movilidad de los artistas. Se trata de un periodo donde soprendentemente las prácticas artísticas, precariamente sostenidas y aún amparadas preponde­ rantemente por el Estado, que ni por asomo dan para vivir, pueden llevar a algunos de la periferia al mainstream. Si se aprende inglés, claro.

Sobre cosas acordadas hace veinte años M aría J osé G onzález C amarena Hugo García Manríquez, Anti-Humboldt. Una lectura del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, Aldus/Limitus, México, 2014, 170 p.

La lectura de Anti-Humboldt requiere ser accionada. Aunque se entienda que cualquier lectura debe accionarse para suceder, Anti-Humboldt es una estruc­

tura trastocada y descontextualizada. La distorsión de un documento jurídico que, al pasar por la mano del poeta-procesa­ dor de textos, exige circular en él de for­ ma distinta. En “Preámbulo” se advierte un discurso cercado por agua, charcos de agua; sólo saldrán a flote algunas palabras, como islas. Un dispositivo re­ versible, perfectamente usable en am­ bas direcciones: un lado en inglés y otro en español. La lectura deviene el acontecer de un paisaje rayano y sus migraciones. ¿Qué pasa cuando lo nombrado y es­ tipulado, que define una realidad, deja de tener relación con ella? ¿Cómo afec­ ta la imposibilidad de nombrar algo la construcción misma de ese algo? Cual­ quier enunciado está fracturado: el sim­ ple hecho de su existencia crea vacíos. Grietas que se forman a partir del es­ pacio entre el objeto y el concepto, esa porción de lo enunciado a la que no es posible acceder. Al nombrar las cosas, invariablemente se corre el riesgo de la indeterminación: México se encuentra ahí, en medio de la invisibilidad. El hueco que existe entre el lengua­ je y la realidad que define siempre ha interesado a la poesía, vista como un medio hacia la renovación del lengua­ je; la manera en que lo utiliza le permite jugar con sus cualidades plásticas y re­ presentativas. Análogamente, la inten­ ción de Hugo García Manríquez consiste en poner de manifiesto, en una realidad concreta, la dislocación que se abre en­ tre las legislaciones que rigen un país

y el modo en que se vive en él. La de­ ficiencia de las jurisdicción mexicana opera como una máquina de guerra em­ pecinada en horadar el territorio ente­ ro. Una bacteria que va consumiendo el cuerpo que habita. No estaría de acuerdo en que mera­ mente se le llame libro al objeto que resulta del proceso García Manríquez / tlc. Fuera de que se use como pronta abreviación para referirnos a él o –erró­ neamente– por costumbre, el producto final es sólo una parte del resultado que significó todo el proyecto. Por lo mismo, más allá de ser un libro, es un conjunto de acciones que van desde la transcrip­ ción del documento hasta la realización del ejercicio poético, utilizando un ins­ trumento que involucra personas, luga­ res, tiempo, traslados, animales y objetos: también se acciona sobre una realidad social. Es inevitable leer Anti-Humboldt y no asociarlo con esa dimensión de la “otra-literatura”. Una práctica que inicia con desplazamientos e implicaciones vi­ suales sobre la palabra, hasta despren­ derla de su soporte-página y pasearla por un sinfín de medios. La experimen­ tación ha complejizado los mecanismos y formas en que es posible trabajar el lenguaje: estamos en un momento donde el aceleramiento tecnológico revolucio­ na constantemente la manera en que lo empleamos y consumimos. No es que abogue por la desaparición del libro, pero es importante tener claro que el libro, en tanto tecnología, ha dejado de ser 159

desde hace tiempo el único contenedor posible para un texto. En este aspecto, aunque Anti-Humboldt utilice una forma tradicional, García Manríquez está cons­ ciente de las implicaciones físicas de su obra: invisibiliza palabras y construye una frontera que, al ser transgredida, obliga a invertir el libro, a usar otro idio­ ma y a situarnos en otro contexto. La apropiación es uno de los recursos aprovechados por esta otra-literatura. Al acercarnos a la idea de apropiación –o a su primo lejano, el plagio– con fre­ cuencia se termina discutiendo sobre conceptos como autoría y originalidad. Hay que notar que el enriquecimiento de la apropiación radica en qué y cómo se use aquello de lo que se esté uno apro­ piando. Al recurrir a un texto de carácter legislativo, se entiende que el lenguaje contenido en él ya supone implicaciones sobre una realidad tangible. García Man­ ríquez usa esta brecha, entre lo legislado y su objeto, para exhibir la condición negativa del lenguaje: la imposibilidad de desprenderlo completamente de su subjetividad y, por consiguiente, la im­ posibilidad de otorgarle un significado único, plural o común. La opacidad de las palabras no es carencia de significado sino su complemento; la estructura cons­ truida, al desvanecerlas y ponerlas en movimiento, permite que transmitan cual­ quier mensaje, incluso ninguno: las hace portadoras de su misma negación. Por sí solas las palabras no pueden decir nada nuevo. Su singularidad radica en la forma en que las disponemos sobre 160

el soporte. A-H es un ingenioso artefacto que, al usar palabras previamente trata­ das, revierte la máquina de guerra contra sí misma obteniendo una resignificación del lenguaje: G. M. lo usa como materia prima, lo procesa y, lo que nos entrega, estrictamente, es un cuerpo textual iné­ dito donde la figura del autor no deja de desaparecer. En este ejercicio, no creo que tenga mucho sentido polemizar en torno a la autoría. Lo que se utiliza del tlc es sólo una selección y, dentro de esta selección, el autor manipula deliberada­ mente las palabras. Sería más proble­ mático usar el documento completo, ya que está escrito por miles de manos y todo se reduce a que el Estado sustenta sus derechos. También es interesante en caso de que pretenda tener la misma va­ lidez para tres países y en tres idiomas distintos, cosa que genera un foramen profundo: ¿qué se gana y qué se pierde en cada desplazamiento?, ¿qué efectos produce la migración del lenguaje? G. M. entrega una estructura que nos fuerza a colaborar, a tomar decisiones: a decir o no, a leer o no. Propone realizar un ejercicio sencillo: jugar a la migra. Nos da un mapa que debe ser recorrido mientras la maquinaria pesada interfie­ re y obstruye su circulación. Al incitar consigue la reacción: quizá reconozca­ mos que todo enunciado es político. O quizá no, y es siempre una buena alter­ nativa. Igual que siempre, habrá gente a la que le guste transitar en un texto de manera ortodoxa, que prefiera escribir a mano o que opte por seguir leyendo so­

bre papel. Y esto también es necesario. Se puede estar en contra o a favor del plagio, considerar o no poesía lo escrito por un bot. Propuestas como Anti-Hum­ boldt ponen en circulación asuntos con­ cernientes al azar de la literatura. Finalmente, ¿qué es lo que dice A-H?, ¿consigue decir algo? G. M. propone un afterimage, pone a disposición de cual­ quier usuario el tratamiento que hace del lenguaje. Las letras aproximándose alejan a las que permanecen camufla­ das en la página. Como si la palabra que se nos otorga borrara todas las demás. Algo en ese sobrevenir siempre se que­ da en el camino.

Quiroga de nuevo visitado J udith C astañeda S uarí Horacio Quiroga, Cuentos para leer sin compasión, conaculta, México, 2015, 378 p.

I

Propongo, para una obra clásica, un en­ torno más semejante a algo probable que a la generalización, un escenario donde, como para escribir, no existe una rece­ ta que deban seguir quienes se acercan a la lectura. En él, las novedades que llenan las librerías semana a semana, mes con mes, ocupan el primer plano, espacio donde es importante llamar la atención de posibles compradores. En­

vueltos en tal dinámica, los aparado­ res cambian su apariencia muy pronto mientras, afuera, las personas asoma­ das a estos anaqueles se vuelven testi­ gos del viaje de un título, el cual inicia tras los cristales frontales y, después de hacer un alto en alguna de las mesas interiores, concluye en el área que el comercio le asigna según su temática. En esta ráfaga, muchas veces no hay sitio para los clásicos. Se les conoce por­ que su autor, o título, se repite dentro del salón de clases y forma parte de tareas o exámenes, hecho que por lo general pro­ voca un sentimiento de aversión entre los alumnos que, de manera obligatoria, de­ ben enfrentarse a textos que consideran difíciles, aburridos, y son testimonio de tiempos antiguos, de formas de escribir ahora lejanas. Tal situación se suma al movimiento de títulos nuevos en las es­ tanterías para hacer que los clásicos, si se puede, pasen todavía más inadvertidos. Por eso creo que es bueno colocar este tipo de obras en el escaparate de las no­ vedades, reeditándolas o conformando una nueva antología con lo más repre­ sentativo de su autor, lo que acaba de hacer conaculta con Cuentos para leer sin compasión, de Horacio Quiroga. II

Leo a Horacio Quiroga como si fuera nuevo; para mí lo es. A veces me deten­ go y regreso a párrafos anteriores, si es necesario, por el ritmo, por la estructu­ ración del relato, por una palabra ex­ 161

traña. De forma paralela, acudo tanto al diccionario como a los datos biográ­ ficos del escritor uruguayo y me entero de las muertes que rodearon su vida desde temprano, de las actividades que fue­ ron moldeándola, actividades ajenas a la literatura que, sin embargo, la nutrie­ ron: el cultivo de algodón, su gusto por el cine, la destilación de naranjas, un puesto consular en la provincia de Mi­ siones, Argentina. También conozco el ninguneo de otros autores, quienes tie­ nen una visión distinta de la literatura, una más intelectual, por así llamarla: Kipling y Poe escribieron ya, y mejor, los cuentos que escribe Quiroga, dicen. Por mi parte, descubro en Cuentos para leer sin compasión textos ordenados en secuencia cronológica, dos de ellos dirigidos a un lector infantil (“El loro pelado”, “La abeja haragana”), y cotejo esas fechas con el año de publicación del libro que los contiene. En esta bús­ queda tropiezo con cuentos que tienen años de distancia entre sí y, con respec­ to a su inclusión en dicho libro, diferen­ tes en cuanto a su temática y extensión. Sin embargo, por poco que tengan en común, a la mayoría de ellos los reco­ rre un hilo de sabor amargo, un veneno. Es la tragedia; eso inamovible y pétreo que asfixia la vida de Horacio Quiroga se ha hecho líquido para filtrarse en su escritura desde el cuento inaugural de esta antología, “Mi cuarta septicemia. Memorias de un estreptococo”, cuento no recopilado en libro donde, adoptan­ do el punto de vista de una infección, el 162

autor nos entrega la historia de una muer­ te accidental y pronta, irremediable. Habiendo notado este caudal subte­ rráneo, la pregunta es: ¿a quién se dirige el título de la antología perteneciente a la colección Clásicos para Hoy? ¿A sus personajes, al lector? Quizás a los dos, ya que no hay compasión casi para na­ die: los lectores, en un momento dado, sólo podemos asistir a un hecho atroz, observar con los ojos abiertos por el asombro algo que el personaje deberá sufrir sin importar con cuánta fuerza se oponga a ello. III

En principio, los cuentos que integran este libro pueden separarse en dos gru­ pos: el de los que guardan relación con un entorno silvestre y el de los ajenos a dicho ambiente. Entre los primeros se encuentran “El almohadón de pluma”, “Cuento para novios”, “El solitario” y “La meningitis y su sombra”, por men­ cionar algunos. Muchos de esos textos exudan el tufo de lo trágico, incluso del horror. Una mues­ tra de ello es la conocida historia donde una joven esposa, Alicia, va perdiendo cada vez más rápido su vitalidad, vitalidad que le es succionada desde el almohadón por un animal monstruoso y enorme, lo que desemboca en un deceso más seme­ jante a un golpe final, ocasionado por una enfermedad al comienzo inexplicable. La muerte, de igual forma, también puede presentarse como el punto culminante

de un hartazgo velado por reclamos en apariencia tranquilos, hartazgo en au­ mento sin embargo, si hemos de atender al final de “El solitario”, cuento cuya primera aparición data de 1913 y luego, en 1917, forma parte de los Cuentos de amor de locura y de muerte. Como en “El almohadón de pluma”, sus páginas delinean para nosotros la historia de un matrimonio; sólo que en este caso los sentimientos son diferen­ tes. Kassim es un joyero hábil, “artista aun”, escribe Quiroga. Este joyero, con “más arranque y habilidad comercial hu­ biera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana”. Frente a él está María; ambiciosa, llega a los 20 años soltera y debe conformarse con Kassim, alguien “de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba ne­ gra”, inferior a lo que su belleza debió otorgarle; alguien que, en definitiva, no la hubiera atraído de no ser por su pro­ pia edad, si bien temprana en nuestra época para una unión matrimonial, tardía en aquella sociedad de principios del siglo xx. El trabajo de Kassim como jo­ yero será el catalizador que ha de preci­ pitar el cuento hacia el final; sólo que, a diferencia de “El almohadón de plu­ ma”, éste no terminará con una muer­ te a consecuencia de una enfermedad inexplicable. “Entregaron luego a Kassim, para montar, un solitario, el brillante más ad­ mirable que hubiera pasado por sus ma­ nos”, dice el autor, y esa piedra que va a

montarse no en un anillo, como supone María, sino en un alfiler, multiplica la ambición de la joven, quien ya se pro­ bó un prendedor y fue con él al teatro, pese a las negativas de Kassim –“Ha­ ces mal… Podrían verte. Perderían toda confianza en mí”–, y ahora llega al pun­ to de exigirle a su esposo que le dé el brillante, “un agua admirable”. Bueno, veremos si es posible, son las palabras del joyero, aunque al final no significa­ rán un obsequio o mejor dicho, un robo: ese alfiler acabará hundido, “firme y perpendicular como un clavo”, en el pecho de María. Un horror inesperado como el de “El solitario”, presentido apenas hacia el fi­ nal, lo encontramos también en “La ga­ llina degollada”. En este cuento de 1909 se nos muestran los alcances de lo que llamamos destino o, más bien, fatalidad, pues pareciera que la descendencia del matrimonio Mazzini-Ferraz está conde­ nada a la putrefacción o a la muerte. Horacio Quiroga pone en brazos de sus personajes a cuatro hijos que van de los doce a los ocho años de edad, nom­ brándolos, de manera directa y sin com­ pasión, idiotas. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta, los describe el autor en el primer párrafo, y nosotros vemos una especie de sombra, de masa sin forma que pasa los días, la existen­ cia, mirando sin ver en realidad, con los ojos en la pared o en el techo, don­ de sea, no importa, sólo a la espera de algo. Esta masa casi vegetal se anima a la 163

hora de comer y en presencia de colores brillantes, como el rojo, siendo también capaz de “cierta facultad imitativa”, ca­ racterísticas que hacia final del cuento darán paso a la fatalidad, a eso imposible de evadir que caerá sobre Bertita, la hija menor del matrimonio, la sana, la única que se libró de las convulsiones que a los casi dos años dejaran a sus hermanos en estado de “la más honda animalidad”. A pesar del horror entretejido en el desenlace de estos cuentos, el escritor uruguayo vela esas escenas a su lector al dirigir su atención hacia otro punto: en “El almohadón de pluma” es la ex­ plicación acerca de los parásitos de las aves que “diminutos en el medio habi­ tual, llegan a adquirir en ciertas condi­ ciones proporciones enormes”; en “El solitario” tenemos no el cuerpo herido de la mujer del joyero, sino el alfiler: “La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instan­ te desequilibrada. Kassim esperó un momento, y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido”; en el caso de “La gallina degolla­ da” es Mazzini, esposo de Berta, quien la aleja diciéndole ¡No entres! ¡No entres!, además del piso inundado de sangre y el paralelo que tiende Quiroga entre la sirvienta degollando a una gallina y los cuatro hijos mayores apretándole el cuello a la menor, apartando sus bucles como si de plumas se tratara y llevándola a la cocina, “donde esa mañana se había desangrado a la gallina”. 164

Aunque no todos los cuentos ajenos a la atmósfera del monte desembocan en la muerte, hay alguno, seguro, inspirado en su empleo como funcionario público (“Polea loca”, escrito en 1917 e incluido en el libro Anaconda, de 1921, donde un gobernador deja pasar dos años y me­ dio sin responder su correspondencia, sin siquiera abrirla). Hay un fantaseo romántico con una actriz de cine (“Miss Dorothy Phillips, mi esposa”), un amor consumado y real después de una enfer­ medad (“La meningitis y su sombra”), incluso hay humor. Dentro de los tex­ tos con esta última característica se en­ cuentran “Cuento para novios” y “Die­ ta de amor”. Pero aquí lo humorístico no arranca carcajadas a los lectores, más bien sonrisas chuecas, condimentadas con cierta resignación pues existe el presentimiento, junto al del propio per­ sonaje, de lo que depara el tiempo veni­ dero: despertar a cada instante, pelear con el cónyuge y amanecer en el sillón de un corredor debido al llanto de un hijo de muy corta edad para el soltero de “Cuento para novios”; morir de in­ anición al comer sólo “sopas ligeras y una liviana taza de té”, como si se tra­ tara de una prueba a fin de merecer a una joven para el narrador en primera persona de “Dieta de amor”, conteni­ do en Anaconda, al igual que “Polea loca”. Este narrador tiene la seguridad de que un día van a encontrarlo muerto y va un poco más allá al advertir: “Que los que lleguen a leerme huyan, pues, de toda muchacha mona cuya intención

manifiesta es entrar en una casa que os­ tenta una gran chapa de bronce. Puede hallarse allí un gran amor, pero puede haber también muchas tazas de té. Y yo sé lo que es esto” –en esa chapa puede leerse Doctor Swindenborg, físico die­ tético. Si bien en varios de los relatos an­ teriores existen el horror y la tragedia, creo que estas características están mu­ cho más latentes en el segundo grupo de cuentos, el de los enmarcados por un entorno silvestre. Y no es porque el autor haya descorrido el velo que apar­ tó nuestra mirada del asesinato de “La gallina degollada”, por mencionar uno, al hacer más explícitas sus descripcio­ nes, sino porque las muertes en este con­ junto se vuelven pequeñas, insignifican­ tes si se las compara con la extensión del paisaje. Así, tenemos un entorno hilvanado a fuerza de marañas verdinegras que, ade­ más, se convierte en testigo silencioso de la vida de sus habitantes, rodeándolos con indiferencia mientras un hombre, a causa de un accidente, agoniza con len­ titud, el machete clavado en el vientre. Este mismo paisaje amortajará a un se­ gundo hombre, el de “A la deriva”, quien recibe una mordedura de víbora y antes de cesar de respirar, como nos dice Qui­ roga con sencillez, se liga el tobillo, va con su mujer, Dorotea, le pide caña, be­ bida que le sabe a agua, observa la hin­ chazón de su pierna, siente cómo los relámpagos de dolor se alargan hasta la ingle, para luego abordar su canoa

e ir en busca de su compadre, Alves. Más tarde, solo de nuevo sobre el Para­ ná, “que corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río”, lo invadirán un bienestar y una “somnolencia llena de recuerdos”; es decir, la esperanza de recuperarse, vana sin embargo, tanto como alucinada es la alegría del padre que abraza al espejis­ mo de su hijo –muerto desde las diez de la mañana– al caminar de vuelta a casa en el cuento de 1928. Ninguno de estos personajes posee un nombre. Se llaman el hijo, el padre, el hombre. Son diminutos y representan a cualquiera, pues a cualquiera puede tragárselo la selva sin dejar ni migajas, como si nunca hubiera nacido. Aunque no todo se desvanece; en ocasiones pue­ de quedar el bagazo. Como tal podemos considerar a algu­ nos de los personajes de “Los destila­ dores de naranja” y “Los desterrados”, cuento éste que da título al volumen que los reúne, publicado por primera vez en 1926. Horacio Quiroga los llama ex hom­ bres, ex sabios; pero antes fueron el químico Rivet, el doctor Else. Ambos aparecen en más de un texto, dándole a “Los desterrados” una unidad mayor a la de otros libros, y la selva los devora a través del alcohol, dejándolos, luego de haber dotado de una organización a laboratorios y hospitales “que en vein­ te años no hubieran conseguido otros tantos profesionales”, reducidos a un guiñapo que viste bombachas de soldado paraguayo y 165

una boina mugrienta, que no hace nada sino alabar la dureza de su bastón, be­ ber, y en el delirium tremens, confunde con una enorme rata a su hija, maestra de escuela en Santo Pipó, y la mata. Tal es el caso del doctor Else. La caña los perdió, pero saben mucho, dice el man­ co de los ex sabios, qué hiciste papá, no tomes más, papá, le suplica al doctor Else su hija antes de morir, palabras lejanas de una moraleja pues ante el ca­ dáver de la joven, el ex hombre, si que­ remos usar los términos de Quiroga, se ve otra vez acosado por los monstruos de la fauna alcohólica. No hay esperanza en la selva; no la hay ahora y no la habrá después. En cambio, persistirán los peligros; ese es el temor del viudo Subercasaux en “El desierto”, cuento de 1923. El propio Quiro­ ga, seguro, comparte dicho temor cuando queda viudo, en 1915, tras el suicidio de su primera esposa, Ana María Cirés. En­ tonces, como su personaje, el autor queda al cuidado de sus dos hijos, Eglé, de esca­ sos cuatro años, y Darío, un año menor. Si bien no es autobiográfico, “El de­ sierto” contiene, además del paralelo de la viudez del hombre con una hija y un hijo pequeños y una personalidad a un tiempo áspera y tierna, si atende­ mos a quienes han dedicado investiga­ ciones a Quiroga (aunque no es difícil imaginárselo mientras enseña a Darío y a Eglé las dificultades de la selva, o di­ ciéndoles “mis chiquitos” y recibiendo como respuesta el “piapiá” que aparece en más de uno de sus cuentos, palabra 166

que a mi parecer irradia una gran ter­ nura, como si de pequeñas aves piando se tratara), el miedo a la desesperada situación en la cual se verán los niños si él llegara a faltar. ¡Pero no tendrán qué comer!, se lamenta Subercasaux, grave debido a una infección en el dedo me­ ñique del pie derecho, causada por un pique, especie de pulga, más inofensi­ vo que las víboras “y los mismos bari­ güís”. Dicha infección se le complicará al hundir los pies descalzos en un río de agua turbia, habitualmente de fondo claro a los ojos hasta dos metros, y ter­ minará matándolo. La sinceridad de “El desierto” es sólo una muestra del pensamiento de su autor, para quien aquella es la primera condición en una obra de arte, según escribe en el cuento “Miss Dorothy Phi­ llips, mi esposa”. Esta sinceridad lo hace trasplantar el enmarañado ambiente de la selva a sus escritos. Y no importa si éstos agradan o disgustan, lo primero es la fidelidad al entorno que está plasman­ do, a sus personajes. Por eso me parece injusto el ninguneo que recibe, pues si bien pertenece a otra visión de la lite­ ratura, no por ello es menos valioso su trabajo.

Alberto Blanco y la poesía visual de la imaginación R odolfo M ata

Alberto Blanco, Poesía visual, Ediciones del Lirio/conaculta, México, 2015, 117 p.

Alberto Blanco es un poeta de ruptu­ ras sutiles. Su alejamiento del ruido de la gestión social de la poesía y de las componendas entre los poetas es ejem­ plar y se refleja primordialmente en la concentración en su trabajo. Su obra es hoy vasta y variada, con más de treinta libros, sin contar las traducciones y las exposiciones, pues también se ha de­ sarrollado como artista plástico y ha realizado trabajos en colaboración con fotógrafos, pintores y escultores. Asi­ mismo, sus ensayos sobre poesía, artes plásticas y música son parte de su per­ fil artístico como poeta crítico. Poesía visual resuena como un eco singular de Visual poetry / Poesía visual (2011), catálogo editado por The Athe­ naeum, Music & Arts Library, que da cuenta de una exposición retrospecti­ va del trabajo de Alberto Blanco en el terreno de los libros de artista. Según sus palabras en la “Presentación”, las veintiocho piezas que se exhibieron visi­ tan las tradiciones de los libros ilumina­ dos, los libros surrealistas, los collages, el arte abstracto, el pop, el arte povera y el arte conceptual, e incluyen escultura, textiles, impresiones digitales, recicla­ dos y typewriting poetry. Todas las obras

tienen en común una relación fuerte con sus libros de poesía o con poemas espe­ cíficos, y con la presencia del papel. No me detengo en ellos, pues no acabaría. Lo que me interesa es la identidad que guardan algunos de sus títulos en ten­ sión con el contraste de sus contenidos, contraste que se irá develando confor­ me avance en mi exposición. Mi primera impresión es que, en Poe­ sía visual, Alberto enfatiza una visuali­ dad diferente de la del catálogo homólogo, es decir, una visualidad no tan visual como la que acostumbramos hoy como miembros de la especie homo-videns, si­ no una visualidad que se proyecta ante el ojo de la mente. Pongo un ejemplo que me produjo una delectación maravillosa en el paladar de la imaginación. El poe­ ma “Banderolas” nos presenta un pai­ saje que comienza: “Desde un balcón soñado que cintila / sobre los vapores de Venecia / la niña de mi pupila / busca Grecia // Bajo las aguas / que guardan los vitrales / y doran las imágenes sagra­ das // en la lenta procesión por los cana­ les // peinando el oro viejo de san Marcos / palomas de mármol decadente / miran pasar los barcos / entre la gente.” Vemos Venecia, con el autor junto a su niña-pu­ pila, pero lo hacemos desde un “balcón soñado”. Esta dimensión imaginaria del sueño, que es gemela de la realidad del en­ sueño, se ve confirmada en la estrofa fi­ nal: “Que Venecia será / una perla en la frente / y su oriente la única ciudad / en el Mar Adriático de la mente.” Vemos entonces –con otra visión que parece 167

provenir de las luces de la razón– que Alberto sitúa su fantasía poética en el “Mar Adriático de la mente”. Es decir, el panorama desde el “balcón soñado” está contenido en el “Mar Adriático de la mente” y esto confirma que la cali­ dad visual del poema está justo ahí, en la retina de la imaginación. Sin embargo, parece haber un detalle más tras este poema, pues en El corazón del instante –reunión de doce libros de Alberto, publicada por el fce en 1998– hay una referencia escrita al margen que ahora ha sido omitida: “Antonio Canal, Canaletto.” Si leemos el poema en Poe­ sía visual, el paisaje surge totalmente de la imaginación; pero si nos remitimos a El corazón del instante, vinculamos nuestra imaginación con las pinturas de este famoso artista del siglo xviii, que dedicó varios de sus lienzos a la ciudad de Venecia. Un paso más en la persecu­ ción de este diálogo entre el universo verbal y el pictórico se encuentra en el detalle de que “Banderolas” está inclui­ do en la sección titulada “La parábola de Cromos” de El corazón del instante. Esta sección pareciera corresponder a una reproducción parcial de Cromos (1987), pues este libro tiene la peculiaridad de confrontar poemas con reproducciones de cuadros de diferentes pintores. Sin embargo, al revisarlo veo que no incluye el poema “Banderolas” ni, en su índice de pintores, el nombre de Canaletto. En­ tonces, la conexión entre el título de la sección y el del libro se limita a la alusión. Quizás ése sea el motivo para 168

que el primero sea una parábola del segundo. No sé qué cuadro específico de Ca­ naletto habrá elegido Alberto para escri­ bir el poema. ¿Habrá en él banderolas que se agiten con el viento? No lo sé y quizás la referencia a la obra del pintor sólo se dé a nivel general. De cualquier manera, este detalle no parece ser tan importante pues, como el mismo autor explica en la “Nota preliminar” a El corazón del instante, los poemas no son recreaciones de las obras sino “creacio­ nes paralelas”. Intento entonces buscar las banderolas en otro lugar y creo poder verlas en las sombras de los bloques textuales en la página. Las ocho estro­ fas que componen el poema son cuarte­ tos que, si se agrupan en parejas, cada pareja representa una banderola com­ puesta por dos trapecios unidos por sus bases menores, como si el trapecio de arriba encontrara su imagen especular en el de abajo. Este reflejarse también aparece en un verso del poema como un fenómeno propiciado por las aguas en los canales venecianos: “Inversas cúpu­ las de otras edades / temblando de frío en esa hora / de ardientes oscuridades / que el cielo añora.” Con “Un día en la tierra” –que perte­ nece a la misma sección “El corazón del instante” de Poesía visual, la primera del libro– me sucede algo peculiar. Co­ mienzo al revés, no fijando mi atención en las imágenes mentales sino en la materialidad visual del impreso, y leo el poema linealmente, en cascada. Veo

bloques de tres líneas en dos columnas que se mueven hacia abajo alternando como en cuadrícula ajedrecística. Veo en ello un elemento visual claro, pro­ veniente de la sombra de los bloques textuales en la página y comienzo: “Allí donde se tocan / el tiempo exterior / y el mar interior // Hay un puente de madera / a cuya sombra los amantes / se multipli­ can en el acto.” Creo por un momento en una narración pero me rebelo, trato de hacer una prueba por la vía de la lectura no-lineal de la poesía visual y salto: “Una algarabía de tigres / en el cielo ardiente / del último verano.” Y vuelvo a saltar: “Un deseo que se reco­ noce / en las formas palpitantes / de otro espejismo humano.” Finalmente llego a la estrofa final que sirve de basamento de unión de las dos columnas: “Planetas / frutos que reposan / como los senos de una mujer dormida / en la plenitud de la belleza sin nombre / un mundo a salvo del hombre / la tierra en paz.” Todo hace sentido. No he podido escapar de cier­ to tipo de narración. Regreso y releo el poema completo que es una celebración de la intimidad del hombre con la na­ turaleza, hombre como ser individual integrado en ella y no como humanidad intrusiva que la destruye. Quizás Alber­ to nos quiso decir: “Un día en la tierra el hombre fue así.” Pero mi curiosidad me hace regresar a preguntarme por qué mi lectura rebelde funcionó. Lo que su­ cede es que cada estrofa está concebida como una oración completa, no encade­ nada gramaticalmente con la siguiente,

que puede funcionar como un manojo de impresiones plausibles de ser yuxta­ puestas, impresiones que se viven o se pueden vivir simultáneamente y cuyo cierre se encuentra en la estrofa final que es su límite. Si hago una búsqueda similar a la que hice con “Banderolas”, me encuentro con el nombre del pintor ex­ presionista alemán August Macke como referencia difusa. Es decir, no puedo sa­ ber qué pintura específica de Macke fue considerada en el proceso creativo (en Cromos no figura ningún poema ni pintu­ ra que se relacionen), pero estoy seguro de que hay un diálogo con el tempera­ mento artístico del pintor. Dos aspectos me han ido quedando claros en la lectura de Poesía visual. Primero, Alberto otorga un lugar funda­ mental a la visualidad de la imagen lite­ raria, a la fanopea, como le decía Ezra Pound. Segundo, su dicción poética tie­ ne algo narrativo, algo de parábola, algo de sintaxis compleja controlada por el poeta y no únicamente juegos verbales que son delegados primordialmente a la interpretación constructiva del lec­ tor. Tal vez el poema que más se acer­ ca a la experiencia de la dispersión de la palabra en la página es “Palomas”, cuya referencia es Pablo Picasso, y que consiste en versos distribuidos sobre el papel, simulando el vuelo de las palo­ mas, versos que raramente están com­ puestos por una sola palabra. Me he detenido mucho sobre estos tres poemas pero en casi todos los de la sección “El corazón del instante” se 169

pueden hallar referencias similares a pintores como Arcimboldo, Kupka, Al­ berto Gironella, El Greco y otros. Sólo “Chimeneas de Asnières”, que semeja justamente el fálico símbolo de la mo­ dernidad con su corona de humo, me deja en la duda, pues no lo encuentro en el libro El corazón del instante, aunque intuyo que tras él están Seurat y Van Gogh. Algunos textos más pertenecen a otros libros reunidos en El corazón del instante, como es el caso de “El al­ farero”, cuya silueta parece la sombra de un tibor. Leyéndolo, inmediatamente pensamos que alude a un artesano pero, al descubrir que pertenece a El libro de los pájaros, nos damos cuenta de que se trata de un ave. A estas alturas de mi experiencia lectora puedo mencionar una tercera característica de la poesía visual de Alberto: la utilización de las sombras del texto o, para hablar como quizás lo haría un editor, “la manchas textuales”, como recurso unas veces fi­ gurativo, otras veces rítmico. “La hora y la neblina”, segunda sec­ ción de Poesía visual, contiene poemas tomados en su mayoría de la segunda reunión de doce libros que lleva un títu­ lo homónimo. Lo primero que me salta a la vista es la presencia de referentes fíl­ micos en varios títulos: “Vagas estrellas de la Osa Mayor” (Visconti), “Trono de sangre” (Kurosawa), “Rosebud” (Orson Welles), “La ciudad blanca” (Alain Tan­ ner), “Kaspar Hauser” (Herzog), etc. ¿Es esta otra manera de ser visual cultural­ mente, mentalmente? ¿Las películas 170

comienzan a correr en nuestro imagi­ nario? Tal vez sí, al menos me sucedió con “Kaspar Hauser”, que comenzó a proyectarse en mi mente mientras leía “Las hojas de las hayas murmuran sua­ vemente con el primer viento del otoño como si de verdad supiesen lo que les espera”. En este caso, la mancha del poema semeja una hoja cuyo peciolo está compuesto por tres signos de ad­ miración. Otros poemas recurren a la fi­ guración: “La obsidiana” es un cuchillo pétreo; “El mármol” es un pecho de la estatua cuya sangre se congeló en sus vetas en la madrugada; y “Arborescen­ cia” es el follaje de un árbol cuyo tron­ co es el vano entre dos pilas de versos de diferentes longitudes, que serían las ramas a ambos lados. A esta misma sección pertenece “La poesía”, composición reproducida en la portada del libro, que tiene una gracia sin igual por su sencillez y su sorpresa. El verso inicial nos dice “La poesía” y va seguido de otro, dislocado levemen­ te hacia abajo y hacia la derecha, que completa la frase: “nos sigue”. Este verso va a ser repetido diez veces más, desperdi­ gadas en la página. Sentimos entonces que la poesía nos acecha. Sin embargo, esta paranoia imaginaria desaparece cuando leemos los dos últimos versos al final de la página: “ayudando / a vi­ vir”. La persecución se convierte en apoyo constante, maravilla del existir. “Textil” ya nos muestra una técnica diferente de las anteriores pues juega con la descomposición de las palabras.

Las sombras tipográficas ahora están he­ chas con letras, resultado de fragmentar cadenas de palabras (palabras sin espa­ cios entre ellas) en partes que no corres­ ponden a divisiones silábicas sino a la conformación de veintidós sombras de texto triangulares. Un fondo rectangular de puntos une estas sombras, que se dis­ tribuyen en cinco renglones. El primer renglón tiene tres sombras, el segundo, dos, el tercero, tres, y así sucesivamente. Haciendo un pequeño esfuerzo se leen las palabras o frases: “fibra de hene­ quén”, “plástico”, “estropajo”, “lino”, “cola de caballo”, “seda”, “ramia”, “hilo de papel”, “palma de jipijapa”, “oro”, “lengua de vaca”, etc. Todas están re­ lacionadas de alguna manera con las artes plásticas. La impresión produci­ da metafóricamente es que están tren­ zadas: el poema es un textil, un tejido, un texto. La tercera sección, que se titula “A la luz de siempre”, tiene más poemas que las dos anteriores, veinticinco de los cuales son inéditos. Por su técnica diferente, llama la atención “Sextina”, nombre de un tipo de composición de treinta y nueve versos de arte mayor, or­ ganizados en seis estrofas de seis versos cada una, más una estrofa final de tres versos. La palabra “sextina” justamen­ te contiene siete letras que Alberto re­ pite para formar las siete estrofas de la sextina. Es decir, la primera estrofa es un bloque de seis líneas compuestas de puras “eses”; la segunda es un bloque de seis líneas de puras “es”; la tercera

es de puras “equis” y así sucesivamente, hasta que la estrofa final son tres líneas de “as”. “Lluvia” también es singular, porque los veinte versos del poema es­ tán insertados en un cuadrado lleno de pequeñas diagonales tipográficas. Así, todos los espacios que separan las pa­ labras tienen diagonales, dando la im­ presión de que el poema está en medio de un chubasco. Inmediatamente, por mi mente cruza el caligrama “Il pleut”, de Apollinaire, otra forma de presentar la lluvia gráficamente. Sin embargo, en algunos versos Alberto subraya lo que pienso que es la poética principal del libro: “no para la vista / sino para la ima­ ginación (…) no para el paladar / sino para el entendimiento”. Posteriormen­ te, Alberto me confesó que tras el poe­ ma está la pieza de rock “Rainmaker”, del grupo Traffic, uno de sus favoritos. Todas las referencias contribuyen a la ri­ queza del poema, unas evidentes, otras develadas –como esta última–, otras ocul­ tas y en espera de quien las descubra. Por último, quiero mencionar “Núme­ ro”, poema basado en el desafío que se hace al lector para que encuentre la ló­ gica de su armado: una línea de letras que se ensancha hacia sus extremos y se angosta hacia su centro esconde pa­ labras que hay que descifrar por medio de saltos de lectura. Muchos otros poemas merecerían ser mencionados pero debo concluir esta breve reseña. Me resta sólo subrayar que Poesía visual, de Alberto Blanco, nos hace conscientes de una dimensión de 171

la visualidad en poesía que había sido relegada por el propio ímpetu de rup­ tura del género y que es la visualidad mental producida por el propio lenguaje, pues no en balde hablamos de “imágenes poéticas”. Si muchos de sus recursos téc­ nicos no son “sorprendentes”, ya que han sido utilizados antes por muchos poetas, el ocultamiento de las referencias pre­ viamente incluidas en sus libros El co­ razón del instante y Cromos surge como algo que no había visto antes. ¿Por qué en una época como la nuestra en que es tan sencillo poner en diálogo palabras e imágenes Alberto opta por obliterar las imágenes que ya había usado? Por­ que en el juego de la poesía visual hace falta subrayar la visualidad mental produ­ cida por el lenguaje y no sólo la visuali­ dad material de las grafías que le dan cuerpo en el papel. El lenguaje es algo complejo, pero feliz, es la fuente de la poesía. Esta reseña carece de imágenes por esa misma razón.

Geografía en disolución A lejandro B adillo Eduardo Antonio Parra (comp.), Norte. Una antología, Era / Fondo Editorial de Nuevo León / Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 2015, 329 p.

¿Cómo delimitar una geografía literaria? ¿Cómo encontrar puntos en común en 172

los cuentos de cuarenta y nueve narra­ dores sólo partiendo de su lugar de naci­ miento o identificación con un territorio? Me parece que, con cada nueva antología que se sustenta en el lugar de origen de los autores, queda en evidencia la in­ utilidad de tomar al pie de la letra este atributo como motivo principal de una reunión de textos. En el prólogo del li­ bro, Eduardo Antonio Parra –a la sazón nacido en León, Guanajuato– habla de pulsiones y escenarios que sólo pueden capturar los escritores norteños: “Otra intención es la de dejar en claro que la narrativa norteña forma parte de una tradición sustentada en una genealogía de autores que, por lo menos desde los albores del siglo xx, reflejan en sus re­ latos no sólo las obsesiones literarias personales que han dado forma y con­ tenido a sus obras, sino también a las características de su ser norteño, adqui­ ridas desde la infancia y la adolescen­ cia, que pueden advertirse en ciertos giros del lenguaje, en las alusiones al entorno o en el carácter de los persona­ jes.” Después de la lectura de Norte, es evidente que esta intención queda a la mitad ya que la narrativa del país, en especial el cuento, es desde hace mucho un territorio que evade lo gre­ gario para instalarse en una búsqueda individual que, acaso, es influida por pro­ blemáticas recientes como el narcotráfico y la violencia. Ese “ser norteño” del que habla Parra y que quizá se puede vin­ cular con lo coloquial, lo atrabancado y directo, la referencia a los paisajes

desérticos y a un realismo que roza lo documental, lo podemos encontrar en algunos de los primeros autores recopi­ lados en el volumen; sin embargo esta cohesión se disuelve conforme avanza­ mos en el tiempo y desaparece casi por completo en los autores que empezaron a publicar en el nuevo siglo. Incluso se podría discutir en qué medida conser­ varon sus orígenes autores norteños que pronto migraron a la ciudad de México ya que, durante gran parte del siglo xx, la capital del país concentraba la acti­ vidad cultural, periodística y literaria. Norte. Una antología se justifica, co­ mo lo apunté, con coordenadas geográ­ ficas y temporales. En la primera se tomó en cuenta a escritores nacidos en estados fronterizos como Nuevo León, Sonora, Tamaulipas y Baja California. Además, incluye a los nacidos en lugares lejanos como Guerrero y Jalisco (Julián Herbert y Luis Felipe Lomelí), pero que migra­ ron hacia el norte. Sinaloa y Durango, aunque no son estados fronterizos, tam­ bién fueron considerados. ¿Por qué no Zacatecas o San Luis Potosí? El compi­ lador no lo explica. En el aspecto cro­ nológico, se abarca desde Martín Luis Guzmán (1887-1976) hasta Luis Panini (1978). Esta gran línea del tiempo permi­ te atisbar la gran cantidad de intereses narrativos cuya fragmentación es más perceptible conforme nos acercamos al final del siglo xx. Para criticar Norte. Una antología hay que entender, primero, que es una selec­ ción personal de un escritor que utiliza

criterios no académicos. También hay que destacar que sólo se revela un par­ te de la narrativa y no su totalidad. ¿Se podría hacer una antología con fragmentos de novelas para incluir a aquellos autores que, por azares del destino, no practica­ ron la narrativa corta? También hay que separar el concepto de literatura con el de narrativa, gazapo en el que incurren algunos críticos y lectores. Formuladas estas apreciaciones, queda por hacer un repaso de la selección de Eduardo An­ tonio Parra. El compilador tiene toda la libertad de elaborar su convocatoria y las ausencias (algunos han mencionado a autores como Eve Gil, Carlos Veláz­ quez, Eduardo Ruiz Sosa, entre otros) no tiene sentido discutirlas, ya que una antología no es un censo o un ejercicio democrático. Lo que sí se puede hacer es señalar y ponderar los cuentos publi­ cados para –desde la trinchera del críti­ co– ofrecer al lector una imagen del libro y entablar un diálogo con la obra. El primer autor incluido, Martín Luis Guzmán, representa lo mejor de la nove­ la de la Revolución Mexicana. “La fiesta de las balas” es una excepción en la antología, pues estamos hablando de un fragmento de novela, en este caso El águila y la serpiente. Es criticable in­ cluir esta pieza no por su calidad sino porque, a diferencia del cuento, no se puede juzgar la obra completa. Esto, a mi parecer, genera cierta gratuidad en el criterio de selección. Sin embargo, la alta calidad literaria del autor solventa, a mi parecer, los escollos del género. 173

“La fiesta de las balas” cuenta los por­ menores de un fusilamiento masivo orde­ nado por un general revolucionario. Los preparativos que demoran la acción final crean una tensión que convierte a este fragmento en una pieza redonda que no deja muchos cabos sueltos. Este elemen­ to, sin olvidar la gran factura prosística de Guzmán, vuelve pertinente su pre­ sencia en el libro. El segundo autor, Al­ fonso Reyes, un clásico de la literatura mexicana muy poco leído, muestra en “El hombrecito del plato” una aproxima­ ción lúdica y humorística al tema extrate­ rrestre. El cuento, muy breve, es además una rareza por la época en la que fue es­ crito. Este texto resalta también en el grupo de escritores que convoca Parra, cuya escritura estuvo determinada por el realismo impuesto gracias a los cá­ nones de comienzo de siglo y por la im­ portancia de la Revolución Mexicana como telón de fondo. De entre los au­ tores cercanos a este evento destacan Nellie Campobello y José Revueltas. La primera, olvidada por muchos años, participa con “El muerto”, cuento que pertenece a Cartucho. Relatos de la lu­ cha en el norte de México. En este texto, como en toda su obra, la autora parte del testimonio para fabricar pequeñas viñetas, estampas de la vida durante la Revolución que mezclan, con mucha fortuna, la crudeza de la muerte con el asombro de la poesía. Revueltas, otro explorador del lenguaje y de la con­ dición humana, participa con “Barra de Navidad”. Creo que, analizando la 174

cuentística del autor, tendrían méritos cuentos más redondos, en donde se ex­ plota más un universo mítico y demoledor, como “Dios en la tierra”. Sin embargo el compilador, quizá por capturar la aten­ ción de jóvenes lectores –asunto que también menciona en el prólogo–, opta por este cuento más accesible para quien se acerca por primera vez a la narrativa de Revueltas. El grupo que sigue a esta, por así lla­ marla, primera generación, es desigual y se advierten algunas apuestas, para mi gusto fallidas. Los autores nacidos entre 1920 y 1960 son nombres fundamentales, con una gran apuesta estilística como Jesús Gardea y Daniel Sada. Ambos auto­ res, además, recrearon en clave simbólica, poética, los escenarios del norte del país. Gardea, quien practicó en igual medi­ da la novela corta y el cuento, es uno de los narradores que llevaron al límite la exploración del lenguaje. Desde Los viernes de Lautaro (1979) hasta Tropa de sombras (2003) –sin olvidar los libros póstumos que, por desgracia, no se han publicado– dibujó, en trazos cada vez más complicados, el aislamiento, el ca­ lor y la desolación del norte. “Como en el mundo”, cuento de su primer libro, nos muestra a un Gardea que aún no explo­ ta todas las dimensiones de su lenguaje pero que ya anuncia, con este texto, su personaje arquetípico: un hombre con­ sumido por el tiempo, que levita entre la tierra y los fantasmas que evoca el de­ sierto. Daniel Sada, más visible para el mundo editorial, comparte la experimen­

tación de Gardea a través del ritmo de la prosa antes que la creación de imá­ genes deslumbrantes. En “Cualquier altibajo” se utiliza de trasfondo un jue­ go de beisbol para llevarlo al territorio del corrido, la leyenda y, por supuesto, la artesanía verbal valorada por muchos críticos y pocos lectores. Federico Camp­ bell, Ignacio Solares, Élmer Mendoza y Víctor Hugo Rascón Banda son incluidos con cuentos de bajo perfil. Me parece que el compilador los integra, simplemente, por la importancia de sus nombres dentro de la geografía literaria sin atender ne­ cesariamente a la calidad de los cuentos publicados. Algunos textos transcurren, casi con desgana, hasta un final que se antoja previsible. No hay mayor comple­ jidad narrativa y el único enfoque es con­ tar una historia sin distracciones y con una técnica solvente pero muy simple. Creo que es en este aspecto en el que naufragan muchas antologías narrativas: con el afán de incluir nombres que per­ tenecen, por así decirlo, a un canon, se utiliza una mirada condescendiente, pues los compiladores saben que esos convoca­ dos son mejores con obras de largo aliento pero que tienen que estar en una reunión de cuentos por un compromiso implícito. Dentro de este grupo generacional debe resaltarse la narrativa de César López Cuadras –autor, para muchos, descono­ cido– que muestra en “El león que fue a misa de siete” un espléndido relato que mezcla la fábula, la parodia y un humor sutil que desemboca en un final que eva­ de el lugar común. Esos autores, medio

olvidados por las grandes editoriales y a veces rescatados por alguna institu­ ción de gobierno, no son comparsas de sus compañeros más renombrados; me­ recen un amplio estudio y una difusión mucho mayor que la que han tenido. El tercer grupo, compuesto por mu­ chos nombres, de los nacidos entre 1960 y finales de la década de los setenta, es también irregular, aunque varios de ellos, sobre todo los más jóvenes, aún están ma­ durando su escritura y falta ver sus fru­ tos. Este bloque generacional es el que pone en jaque la construcción del “ser norteño” del que habla Parra en el pró­ logo. Hay varios factores que inciden en que, más allá de la calidad, haya una fragmentación constante en los intere­ ses y estilos. Como teorías plausibles se puede mencionar la migración de los au­ tores, influencias literarias cada vez más diversas, algunas incluso encontradas. A pesar de que un autor nacido en el nor­ te, que comenzó a publicar a finales del siglo xx y ya no tuvo la imperiosa necesi­ dad de migrar a la ciudad de México para entrar en contacto con el mundo cultural, hay que recordar que la migración no es necesariamente física sino intelectual, de interacción con libros, información, influencias. Alguien puede escribir des­ de Sonora o Chihuahua y pertenecer a una cartografía muy lejana. Estos ele­ mentos, para mi gusto, han contribuido a este fenómeno. Con algunas excepcio­ nes, el tema de estos nuevos autores es la violencia con distintos matices: urbana, familiar y, como es previsible, la gene­ 175

rada por la delincuencia organizada. Sin embargo esto no los hace distintos a los es­ critores del resto del país, ya que la violen­ cia ha permeado grandes zonas de México. En esta generación son visibles la escritura de Julián Herbert, Luis Felipe Lomelí y César Silva Márquez. Los tres, con dis­ tintas apuestas, buscan aproximarse a lo violento, a la amarga realidad social, desde construcciones artificiales que lin­ dan, sobre todo en Herbert, con lo poéti­ co. Un cuento sorprendente de un autor coetáneo es “Señor de señores”, de Mi­ guel Tapia, poco citado en antologías y encuentros. Este relato es una muestra de la revitalización que puede tener el tema del narcotráfico, muchas veces tratado de forma simplona, cuando hay una voluntad de crear un estilo y no li­ mitarse a contar una historia. En “Se­ ñor de señores” hay un diálogo entre el mito bíblico y el poder que subyuga a los desheredados. Usando el forma­ to de los versículos de la Biblia, con una trasposición de nombres y títulos, Miguel Tapia construye una autoridad inplacable que aplasta a sus enemigos y recompensa a quienes obedecen sus órdenes. Semejante aproximación, que recuerda a la propuesta de escritores como Yuri Herrera, no trivializa el pro­ blema del narcotráfico sino que lo lleva a aguas más profundas, interrogándo­ nos de qué manera los nuevos poderes inciden y moldean el imaginario social. El último norteño de la lista, Luis Pa­ nini, se acerca más al texto concep­ tual, que abreva de lo posmoderno. En 176

“Gran pantalla” la violencia se justifi­ ca a sí misma y el contexto es la jungla urbana. El absurdo es la única regla y se nutre de la cultura pop, el individua­ lismo que no conoce límites. Una antología es una lista, una geo­ grafía que revela apuestas que se cum­ plen o fracasan en un futuro que aún no podemos bosquejar. Quedará para la discusión si la llamada “narrativa del nor­ te” o “narrativa del desierto” tiene futuro como grupo compacto, con búsquedas similares o una memoria compartida, como aún la quieren ver algunos nos­ tálgicos o sucumbirá, como tantas otras narrativas regionales, ante el embate de un mercado editorial cada vez más ho­ mogenizado. Quizá sólo quede en mera etiqueta de un momento preciso. Mi profecía, a contracorriente de Eduardo Antonio Parra, es que las fronteras lite­ rarias serán cada vez más difusas hasta desaparecer. Los autores del norte, así como los del resto del país –gracias a internet y a las tecnologías de comuni­ cación como las redes sociales–, ya for­man parte de un mundo global en el que los territorios físicos pierden pau­ latinamente su importancia.

La simpatía como forma de la crítica F ernando F ernández Ignacio Ortiz Monasterio, Compás de cuatro tiempos, Ediciones La Rana / Casa de Muñecas Editorial, México, 2015, 70 p.

Es indudable que puede practicarse una crítica sin que medie la simpatía; en realidad, con frecuencia presenciamos ese fenómeno: artículos y aun ensayos elogiosos, no pocas veces colmados de inteligentes argumentos, que no provo­ can en nosotros sino la más perfecta indiferencia. Lo que no creo que sea posible es hacer una crítica profunda y duradera sin que vaya acompañada de ese sentimiento que el diccionario define como “inclinación afectiva entre perso­ nas, generalmente espontánea y mutua”. Es ese género de crítica el que me en­ tusiasma y me sirve como lector. Lejos estoy de decir que soy capaz de prac­ ticarla con éxito yo mismo, pero bien que puedo intentarlo, como haré en los párrafos que siguen. Conste que bien me doy cuenta de que la definición del diccionario utili­ za la palabra “personas” –porque le re­ sulta esencial para describir el término y le parece connatural a su significa­ do–. ¿Cómo aplicar entonces ese sen­ timiento a la relación que se establece entre cualquiera de nosotros, es decir una persona, digamos un lector, y un objeto, por ejemplo un libro de cuentos?

La respuesta es fácil, aunque ahora no se me ocurra ofrecerla si no es con otra pregunta: y es que, bien mirado, ¿no tiene un libro, de los que nos agradan, una personalidad y un carácter propios que nos hacen pensar que son algo más que tinta y papel? Habrá quien, siquiera momentánea­ mente, se manifieste de acuerdo con­ migo –aunque sólo sea por amabilidad, o por permitirme seguir adelante para ver si acabo de una vez por todas– pero que no dejará pasar, sin señalármela, la palabra “mutua” que aparece también en la definición del diccionario, la cual dice, muy a las claras, que la simpatía es la “inclinación afectiva entre personas, generalmente espontánea y mutua”. ¿Pue­ de ser mutua la simpatía entre un libro y la persona que lo lee? Acaso por el há­ bito socrático, latente siempre en no­ sotros, no puedo responder tampoco en esta ocasión si no es con otra pregunta: y es que ¿cuántas veces no hemos sen­ tido que cierto relato tiene algo que nos sirve precisamente a nosotros, que es a nosotros a quienes habla? Quizás no sea imposible extender algo las cosas y decir que ciertas obras sienten algo por nosotros, por ejemplo una cierta “incli­ nación afectiva espontánea”. Digo todo esto porque, más allá de la simpatía que me une a la persona de Ignacio Ortiz Monasterio, que ha sido, como exige la definición, por un lado “in­ clinación” y por el otro “afectiva”, y sin ninguna duda (exactamente como se dio en el sentido más estricto e histórico en­ 177

tre nosotros) “espontánea y mutua”, su primer libro llegó a mis manos cuando lo necesitaba, precisamente cuando po­ día hablarme, en el momento en que me ofreció su simpatía y se abrió para mí, como un amigo o algo más. Ese relato no fue el primero que leí, de los cuatro que conforman su bello Com­ pás de cuatro tiempos, sino el segundo o el tercero, porque primero me abrí paso por el cuento que inaugura la pequeña se­ rie, el que se llama “¡Colisión!” Ya en él percibí las característica básicas de la literatura de Ortiz Monasterio: una sencillez no poco elaborada, que traba­ ja a partir de singulares experiencias en un lenguaje ya personal, que a pesar de su frescura y su sentido del humor posee una elegante dosis de desengaño y melancolía. Fue en el momento en que llegué al cuento llamado “Retrato de mujer con mascota” cuando, empapado de simpa­ tía –es decir de inclinación afectiva es­ pontánea y mutua–, me embarqué en el delicado y compasivo relato de los úl­ timos días de la perrita callejera Anas­ tasia, y sentí a fondo las calidades del lenguaje y el pensamiento de Ortiz Mo­ nasterio. Como hablamos de personas, de la persona que lee y de la persona que transmite lo que ha vivido, sea el autor o su obra por interpósita persona, me veo obligado a referir un pequeño su­ ceso íntimo para dejar establecido hasta dónde fue un asunto personal el que me hizo leer con tanta simpatía ese cuen­ to: a finales de agosto pasado, murió un 178

animalito con el que viví los últimos cuatro años de mi vida, y su pérdida, ya que teníamos una coexistencia rica en comunicación, perfectamente adapta­ da a una rutina fructífera para ambos, fue dolorosa para mí. Dicho esto, puedo contar que al leer “Retrato de mascota con mujer” sentí que el relato mismo mostraba su incli­ nación por mi persona, de manera na­ tural y no pedida, y fue gracias a él que pude ver la profundidad de mis propios sentimientos; la compasión que produjo en mí el personaje del cuento de Ortiz Monasterio me ayudó a definir la muy honda que sentía yo mismo por mi pro­ pia compañera recientemente perdida. ¿Y cómo no, a través de la conmovedora historia de la perra Anastasia, recogida en la calle a punto de morir, empapa­ da de lluvia, enclenque y coja, con las ubres largas y secas, como de quien acaba de parir en las peores condicio­ nes, sin huella de ninguna de sus crías, abandonada en un pedazo de césped asilvestrado y cualquiera, a un lado de los autos que corren? ¿Y cómo no, a tra­ vés de la intensa relación que se esta­ blece entre Anastasia y la Antonia del relato, quien fue, como pide el epígra­ fe de Unamuno que encabeza el texto, como una diosa para ella? He tenido la idea de escribir un re­ lato sobre mi propia convivencia con aquel animalito, algo más que aquellos deliciosos apuntes de Miguel Delibes sobre sus perros de caza y compañía, y acaso más bien como ese bellísimo libro

llamado Mi perra Tulip, del memorioso editor Ackerley, por referirme a los dos primeros ejemplos de literatura sobre animales que acuden a mi cabeza. No sé si lo haré; por ahora, he dado con el cuento de Ortiz Monasterio y me ha pa­ recido que en su contenida y hermosa reflexión sobre el amor incondicional con que corresponden los animales al amor que les damos por nuestra par­ te, por cierto sin ningún miedo, está el sentido todo de la tentativa. Alguien podría reprochar que uno de los cuentos, el que se llama “Sima y sol”, tiene diferencias notorias que lo acaban apartando de los otros tres. Acaso ten­ ga razón: por la fibra narrativa que está en los otros y que está ausente en este relato, que es más reflexivo y estático. Nada hay en los otros cuentos del encie­ rro de que se habla en sus páginas, en­ cierro que es el del personaje que narra, metido en una habitación de estudian­ te, lejos de su país y de su idioma, en un viaje hacia la introspección, y una suerte de oscuridad que contrasta con el contenido luminoso y abierto de los otros tres relatos. Pero, si lo pensamos mejor, no creo que haya tanta distancia entre ellos: bien veo que ese cuento es como una colmena ardua y concentra­ da en donde se ha fabricado, como en un encierro genésico, el hilo fino con que Ortiz Monasterio ha trazado las otras tres, delicadas, historias. Sin abusar del que voy a llamar, qui­ zás de manera imprecisa, el método biográfico, diré que algunas de las vir­

tudes que reconozco en la persona de Ignacio Ortiz Monasterio las veo tras­ ladadas a sus cuentos. Me gustaría de­ tenerme en algunas de ellas, pero me conformaré con una sola: el sentido del humor. Es el que aparece ya en las prime­ ras páginas del libro, en el relato “¡Co­ lisión!” que mencioné antes, cuando su autor describe el Datsun modelo 1982, hatchback, en el que viaja el narrador con dos compañeras de universidad cuando se produce el siniestro a que alude su título; es el mismo humor que matiza suavemente las últimas, en el cuento “Un colibrí en casa”, que me lleva a la imaginería austera, finamente iróni­ ca, de los cartones humorísticos de mi amigo Ros. Pero veamos un caso en concreto de ese humor. En por lo menos dos de los cuatro textos de Compás de cuatro tiem­ pos ocurre una suerte de desplazamiento nominal, si puedo llamarlo así, de los personajes, que en el cuento de Anas­ tasia está dado con claridad: uno so­ breentiende, leyéndolo, quiénes son la Antonia y el Eduardo del relato, de ape­ llidos Ortiz y Monasterio, y un Ignacio, que nos damos cuenta de que debe de ser el narrador, casi con toda seguridad el hijo de esa pareja, y que puede re­ conocerse desplazado a una discreta tercera persona… Me parece que esa virtud alcanza un desarrollo delicioso precisamente en el cuento que cierra el conjunto, “Un co­ librí en casa”, donde Ortiz Monasterio, citando el recurso de la narrativa del siglo 179

xix, si es que no me equivoco, típico por cierto en las novelas rusas, donde apare­ ce de pronto un conde (y aquí una letra mayúscula, en el lugar de su nombre, y luego un asterisco [*]), llega a vivir a la ciudad de (y aquí otra letra mayús­ cula, en el lugar de su nombre, y luego un asterisco)… Es un recurso que tie­ ne diversas intenciones, por supuesto, entre otras la de mantener en secreto, o en un plano de discreción suficiente, los datos exactos de los personajes de quie­ nes, desde la omnisciencia de los au­ tores, vamos acaso a saberlo casi todo. Citando, quiero decir, ese recurso, Or­ tiz Monasterio bautiza a los personajes de su relato de esa manera –quiero de­ cir el matrimonio que recibe en casa a un colibrí rescatado, al igual que la perra Anastasia, de una muerte segura en la calle–. Por eso, quienes acogen al indefenso pajarito se llaman, ella “B”, y luego tres puntos suspensivos flota­ dos, como si fueran asteriscos, y él “I” (“I” de “Ignacio”, nos gusta pensar a nosotros) y luego tres puntos suspensi­ vos flotados… Una prueba del delicioso sentido del humor de este escritor es que cuando la pareja bautiza al colibrí, que se ha que­ dado a vivir con ellos, al menos en tan­ to se recupera, Ortiz Monasterio cuenta que lo bautizan como Ch (es decir con las letras ce y hache) y a continuación, mostrándose irónico, y fiel al recurso (en esa fidelidad están su ironía y el humor delicados y magníficos), añade los tres puntos suspensivos flotados… Confie­

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so que en ese preciso instante solté la carcajada más sincera, afectuosa y colmada de simpatía de todas las que acompañaron mi lectura de su libro. Quisiera decir mucho, pero me limito a estos apuntes por cuestiones de espa­ cio y tiempo. Sólo añadiría algo más: que me supo a poco, que las apenas cincuenta o sesenta páginas de Compás de cuatro tiempos me parecieron poco y que aho­ ra me gustaría leer más de esta pluma inteligente, honda y compasiva. También, que auguro que un espléndido narrador está preparándose para darnos una sor­ presa.

Extraños placeres: la obsesión lingüística de Wolfson V íctor R oberto C arrancá Gabriel Wolfson, Profesores, conaculta, México, 2015, 94 p.

La línea entre la prosa y la poesía: fron­ tera inevitable (sea solamente ficción de críticos, sirena cantada por marinos igual de esquivos que sus musas), es desvelo de muchos escritores que, como Gabriel Wolfson, se obsesionan con desmenuzar el lenguaje, hacerlo propio, transformar la narrativa en cavilación sintáctica, ba­ talla entre el significado y el significante. Profesores, libro de cuentos (o me­ tacuentos, o cuentos imposibles, o re­

flexiones sobre la imposibilidad de los cuentos) del escritor Gabriel Wolfson, disputa con esa capacidad analítica, llevada a lo inclasificable, de la activi­ dad literaria. La obra corresponde a un autor fascinado con las palabras. Wolfson se ciñe como un diletante, igual un mu­ sicólogo, del verdadero sentido de una frase. La cuentística se vuelve hostilidad semántica, agujero negro, enfermedad y cura. “Durmiendo con el enemigo”, me re­ monto al título de alguna película trivial porque es justo lo que hace este escri­ tor: yacer con las palabras, presumirlas aliadas, subestimarlas a pesar de que nos mantienen en vela, ojos abiertos, expec­ tantes, sedientos. Wolfson no es un escri­ tor sencillo, tampoco cuentista de prosa inhibida. Se trata, más bien, de un cazador de epifanías lingüísticas, de revelaciones que se postergan hasta lo inevitable. La trama de un relato, la argucia cuentís­ tica, avanza a la par de las digresiones gramaticales, de la trampa del lenguaje. Caemos, pues, fuerte y directo, en este pozo que refleja nuestras obsesiones (de naturaleza distinta, claro está, pero obsesiones al fin), y que contrapone esa conceptualización de que el cuento es unidad-efecto, vuelta de tuerca, exposi­ ción prosaica. Wolfson es, por el contra­ rio, rompimiento de reglas, aniquilación de estructuras. Lo anterior se aprecia desde “Rima”, el primero de los tres cuentos (o meta­ cuentos, o cuentos imposibles, o refle­ xiones sobre la imposibilidad de los

cuentos) que conforman Profesores. Aquí, la enfermedad lingüística, la obsesión gramatical, son el personaje de la his­ toria y Jota Ce, profesor que acaba de perder su empleo, el recipiente de una trama que no logra desenvolverse por la búsqueda de ese sentido. Las frases, los hexasílabos, el rimo y la rima, son el obstáculo de la anécdota, un llamado a no pasar por alto los pequeños detalles, a buscar en las esquinas, “en el rincón más apartado de la casa”, al insecto narrativo, el parásito literario, la enfer­ medad de quien va más allá de lo que nuestras ideas acomodan en torno al desarrollo de una historia. “Rima” nos comprueba que el ejerci­ cio literario no parte de una idea precisa, que no deviene en un punto definido en el espacio temático, sino que se desa­ rrolla conforme avanza. Crece al rodar, como bola de nieve. Las dudas, enton­ ces, se apilan como cartas, las pregun­ tas forman torres que se balancean por el viento: ¿qué sucede con Jota Ce?, o, en todo caso, ¿qué se supone que debe­ ría suceder con Jota Ce? Su reflexión, por tanto, es minuciosa. El entorno en el que se desenvuelve es una metáfora de su existencia trunca: “Atrás de la puer­ ta, y no atrás del clóset o del baño, es el rincón más apartado de la casa: frase ideal para un examen, piensa Jota: ar­ guméntese a favor de la aseveración an­ terior. Eso tendría que decir el examen, desarrolle un argumento que sostenga la aseveración anterior. El problema es que Jota ya no tiene alumnos y ha de 181

resolverlo él: atrás de la puerta es el rincón más apartado de la casa porque la puerta es un límite de la casa, una función de la casa y no un conjunto que, aun si al interior de la casa, constituye­ ra un ente distinto a la casa.” A pesar del discurso metalingüísti­ co, Profesores expone, como una unidad temática, el asunto magisterial desde distintas perspectivas. Los personajes de los tres cuentos se vinculan con el medio educativo; sin embargo, éstos fun­ gen, únicamente, como modelo crítico: las reflexiones que giran en torno a ellos (y a partir de ellos) convierten un tópi­ co controvertible en algo trivial, acce­ sorio. Lo sustancial está en lo narrativo, en la imposibilidad de la anécdota. De ahí que el episodio concerniente a Jota Ce se detenga en las reflexiones de este personaje, en el devaneo gramatical que le ayuda a deconstruir su escenario: el edificio en donde vive, las personas que cohabitan en éste, las actividades que los ocupan: “Pero en este lugar, dice Jota a un hipotético auditorio, me permite odiar a la vecina al mismo tiempo que me impide saber quién es.” Jota Ce no es un conocedor senso­ rial, no elucubra a través de los senti­ dos; lo hace, en realidad, por medio de significantes: el sonido de unos pasos determina si un inquilino está ausente, si parte al trabajo o si ya ha regresado; lo anterior, a pesar de que este perso­ naje nunca ha visto a sus vecinos, que jamás ha cruzado palabra con alguno de ellos. Lo suyo es especulación, simula­ 182

cro, quimera: “Si escucha ruidos y hay luz, las nueve de la mañana.” En “Ve”, las disertaciones sintácticas son todavía más contundentes. Desde el inicio del relato, sabemos que el narra­ dor recibe una carta. Por lo mismo, la trama se desarrolla desde ese “otro” e, incluso, sobre lo que se conjetura so­ bre aquél. Las hipótesis versan, enton­ ces, sobre qué debería suceder, nunca sobre lo cierto. Una punta del iceberg a partir de la cual se conserva la poten­ cialidad del personaje: en este caso de “A” (de anónimo, de anodino, anacró­ nico), cuya perspectiva crece por me­ dio de esa metanarrativa epistolar: “Digo A por comodidad. Es más fácil decir A que decir antiguo, arnoldo, abeja, arit­ mética. A se llama Arnoldo, nombre que no lo convence mucho, así que si yo es­ cribo una carta pongo Querido A. Por comodidad y por respeto a las manías ajenas; A. (Y esta será la única vez que la palabra arnoldo aparezca en lo que yo diga.)” Es difícil no encontrar asideros ex­ ternos. Autores que presenten un punto de comparación con la obra de Gabriel Wolfson. En el caso de Profesores, me viene a la cabeza el ejercicio inacaba­ do de Pablo Palacios. Su obra reitera­ tiva, cazadora de inventiva lingüística. Su libro de cuentos, Un hombre muerto a puntapiés, presenta relatos que se empa­ tan con este discurso espiral, que reper­ cute en el ejercicio mismo de lo escrito, así como en aquello que debería escri­ birse. En Wolfson hay un eco de “Las

mujeres miran las estrellas” o “Relato de la muy sensible desgracia acaecida en la persona del joven Z”. Su diser­ tación alcanza, incluso, la pulcritud es­ tilística (dotada de esa irascibilidad del lenguaje) que Palacios experimentó en dos novelas: Débora y La vida del ahor­ cado. Ambas son obras de lo imposible, ditirambos que dan vuelta sobre sí mis­ mos al tratar de desentrañar el sentido literal de lo que se escribe. Se trata, al igual que en Profesores, de colocar la prosa en una plancha para cadáveres, a fin de realizar una necropsia: visuali­ zamos lo absurdo, lo extremo e incon­ mensurable del lenguaje. A todo esto, la lógica siempre recla­ ma asideros. De ahí que el libro no se resuma a una reflexión inconexa, sino que también busque elucubrar un senti­ do crítico del aspecto magisterial. Pro­ fesores es, en parte, la trama medular de los relatos que abordan el aspecto académico, visto también desde las ob­ sesiones de los académicos, portavoces de esa entelequia lingüística, ofuscados tejedores del sentido de una frase, un axioma, un pensamiento: Jota Ce, A, el Contador, personajes homogéneos en ese sentido de que se cuentan “desde el otro”, igual de irreales que las misivas que envían, que las presencias inasi­ bles que los rodean, se trate de personas o mascotas como en el caso de Rufino: “Podría decirte, escribiría el viejo, es­ cribe A, que Dora tiene unas manos muy grandes y carnosas, lo cual noté inicial­ mente porque Dora me ayuda en muchas

de mis actividades cotidianas. Aquí se­ guiría varias líneas que describieran algunos rasgos físicos de Dora, pero quien escribiera esto, escribe A, tendría que se­ leccionar términos imprecisos, palabras que pudieran caer en uno u otro lado, como creo que es quizá, escribe A, la palabra ‘carnosas’. A piensa en otras po­ sibles opciones de as que podría echar mano quien finalmente escribiera la his­ toria.” “Parte” es, en la misma línea, un dis­ curso sosegado que vincula a un hombre con una joven, la segunda como platafor­ ma de lo narrable, como aspiración de lo que debe (y puede) contarse, situa­ ción que se elucubra como cualquier otro misterio: partiendo de hechos su­ puestos, de conjeturas, de otros miste­ rios, de partes y nunca totalidades. Sara acude a casa del Contador, donde debe alimentar a una mascota, Rufino, un ani­ mal del que nada se nos describe. Es­ ta presencia puede ser cualquier cosa, igual un gato que un ente desconocido como en “El mico” de Francisco Tario. La obligación de alimentarlo es pasaje a divagaciones, igual de inasibles que en el resto de las historias: la super­ posición de posibilidades, de historias narrables, de vínculos entre lo que es y debió ser. “La cosa es simple: tomar las llaves, ir al departamento, abrir y en­ trar, prender las luces, abrir la alacena encima del fregadero y sacar la bolsa de alimento. Sara ya no conocerá el in­ terior de la alacena, entre otras cosas porque el Contador, antes de irse, deci­ 183

de dejar una enorme bolsa de alimento junto al traste de Rufino Romero.” Sara es, como el resto de los perso­ najes indirectos de los cuentos, reflejo de emociones truncas, de pensamientos suicidas. Es el “qué será” que no fue. La presencia de Rufino, por igual, enarbola el misterio que engrandece el departa­ mento del Contador: el espacio litera­ rio en donde ocurre lo que, en realidad, no ocurrió. La literatura de Gabriel Wolfson es osada. No concede ni otorga. Las situa­ ciones son, aun así, tan (aparentemen­ te) triviales, que nos sentimos inmersos en un entorno kafkiano. Algo similar sucede con la “ Trilogía involuntaria”, de Mario Levrero, compuesta por La ciudad, París y El lugar. Tres novelas que nos adentran en laberintos discur­ sivos como lo hacen los tres cuentos de Wolfson. De igual manera, a pesar de que las historias se desarrollan en México, el escritor posee ese hálito de univer­ salidad (después de todo, otro de sus temas es la falta de pertenencia), ca­ racterístico, también, en Levrero. Tal vez por eso, como apresurado resumen, pueda pensarse que la intención del escritor se resume en las palabras que el profesor Ancona profiere en “Rima”, una frase que domina la vida de este individuo, a pesar de que desconoce cómo debe utilizarse: “No se quién soy pero sé de lo que huyo” (así, sin coma). No sé quién es Gabriel Wolfson. Tam­ poco sé de qué huye. Pero estoy seguro de que, al menos, ha logrado encontrar 184

una voz única dentro de la literatura la­ tinoamericana contemporánea.

Obsesión por las naderías G erardo L ino Luigi Amara, Nu)n(ca, Sexto Piso/conaculta/ Gobierno de Coahuila, México, 2015, 103 p.

Cuando no se tiene nada que decir, apa­ rece por azar un objeto inopinado, cuya existencia hubiera pasado inadvertida en otra ocasión, y por motivos incons­ cientes se torna incitante. Luigi Amara refiere en este libro tal hallazgo: la fotografía de una mujer de espaldas –viene reproducida en la pá­ gina inicial y aparte en una estampa–. Una joven adulta está vestida con cier­ to lujo, propio de la pequeña burguesía del siglo xix; ostenta un peinado que re­ coge su cabellera, una peineta corta, un collar de cuentas oscuras. Es una toma inusual: oculta su cara: vemos parte de su espalda, del hombro derecho hasta el omóplato y su nuca: así quiso tomar­ la el fotógrafo, Onésipe Aguado, hacia 1862. Entremos en el poema. Primero se nota una cualidad: es un libro en el me­ jor sentido, por su estructura unitaria. A diferencia de tantos, que son compila­ ciones de textos dispersos, yuxtapues­ tos más por una voluntad de publicarse, un ansia de salir a lo público a como dé

lugar, cuyo feo nombre lo dice, “poe­ mario” –empleado mal por muchos y entendido cual debe por los menos–, este es un libro de poemas, una serie dedicada a un tema y sus variaciones, que en este caso, sí, es un solo poema. Con un estilo diáfano, versos irregu­ lares pero medidos según la condición de cada uno, con sus debidas cesuras y espaciamientos pertinentes, la voz que refiere va presentándonos el asunto de esta foto: la mujer tomada de espaldas, sea por algún capricho de la modelo o por el juego elaborado del artista. Des­ de el comienzo, luego de decir que dar la espalda manifiesta un estilo, un ges­ to, una actitud ante las miradas, Amara cede a la tentación de hablar de enigmas, cosas no reveladas, misterios. Por ahí empieza una sensación de desasosiego: no el que la voz trata de transmitir, sino el de que el uso de tales términos nos decepcione progresivamente. Mentar el misterio casi siempre im­ plica no comunicarlo. A pesar de ello, uno va intrigándo­ se, esperando ver qué ha visto el poeta ante esta imagen. Y el lector acude a ella a cada rato para constatar lo que está di­ cho, para acercarse a ella –la imagen–, aunque muy pronto se nota que Ama­ ra está pensando en ella como si fuera una mujer verdadera, alguien que está ahí todavía y no ya muerta hace más de un siglo. Ocurre que ha trasladado sus suposiciones sobre la modelo fotogra­ fiada a otras presencias conocidas por él o de plano ausencias, mujeres que no

pudieron ser, elusivas, alejándose del deseoso. Entonces uno lo acepta. Como suele decirse entre bromas, él la vio primero, la ha hecho suya a su modo, hasta don­ de esa imagen se lo permite, incluida la fantasía de la aproximación, del anhelo de ver su rostro o de poder comprender quién es. Así nos va enunciando los mo­ mentos, las dudas, las suposiciones que su deseo de saber le va otorgando a la figura. Hasta que se ha convertido para él, para esa voz, para el poeta, en una obsesión ineludible. Pongamos algunas líneas: Esa suerte de desnudamiento –más que accidente, una cuidada rasgadura– por donde asoma la almendra del hombro, el bosque blanco de vértebras, el engañoso y tenue laberinto

Ahí la voz es asertiva, dice de modo explícito lo que le parece que el ade­ mán insinúa, nos da una visión más allá de la evidencia y así podemos compar­ tirla. Ojalá así fuese el libro por ente­ ro: esta imagen para mí es esto y lo de más allá. Pero el poeta titubea, no en su estilo, sino en aquello que pudiera afirmar de sus figuraciones, en eso que supone que la mujer pensaba o quería o era. Viene una serie salpicada aquí y allá de expresiones dubitativas –aparte del “como” comparativo que se le es­ curre con facilidad–, plagadas de “qui­ zás” y sobre todo de la frase “tal vez”. 185

Tal vez, como un papel arrugado o como una flor muerta que apretamos descontroladamente con el puño, sus labios descreían de la sonrisa

De suyo, el solapista lo señala con un complaciente: “Rendido ante la infinitud del tal vez”… Estos debilitamientos de la visión del poeta son resarcidos, no obstan­ te, por metáforas o imágenes que indican y validan su propia incertidumbre. De hecho, ya la foto ha dejado de impor­ tarle y mucho menos piensa ya en esa mujer: son sus obsesiones previas, in­ voluntarias, activas, las que lo hacen dirimir su escritura hacia otros derro­ teros, otros abordajes. A través de sus asuntos personales, usando la enigmática fotografía de pre­ texto, Amara nos lleva por los vericue­ tos de sus propias preguntas acerca de las pulsiones, de la razón de la existen­ cia, el sentido de la muerte. Entonces, pasando ya la mitad del libro, comienza ahora sí a escucharse la voz con aser­ ciones o todavía con cuestionamientos de otra especie –sin dejar las repeticio­ nes de ese tal vez, si bien menos fre­ cuentes–: la “misteriosa”, la deseable, la controvertible, se ha transformado en un símbolo de lo horrible, del miedo y del acabamiento de lo vivo –lo había anunciado en las páginas iniciales: “esta mujer no puede ser / un monstruo”. Es como esos relatos que empiezan por en medio. Así, puede leerse: “un sí formándo­ se en el humus / hirviente del rechazo”. O: 186

la que después de revolcarse en la amargura, mira con ojos de crimen, con la sonrisa insoportable de una idiota.

Tal asertividad rescata el valor de la serie. Sus cuestionamientos parecen ina­ nes ante sus afirmaciones, así sea que destruya la verdad de aquella mujer y sobre todo de esa foto: vale esto que el veedor percibe en cuanto real para sí mismo después de tantas confusiones, dudas metafísicas, fantasmagorías de lo incierto, regodeos en el temor de no saber a ciencia cierta, especulaciones: pues el poema debería ser, más allá de sus contingentes circunloquios, un obje­ to redondo, una epifanía de aquello que nos falta: lo necesario –lo inevitable y fatal. Volvamos sobre ciertos defectos. Hay enunciados que por ser reflexivos, enten­ diendo que a la voz le hace falta discer­ nir sus inquietudes, a veces se pasan al lado de lo ensayístico, sin que esto ahora sea un error –ya sabemos que los géneros se licuaron hace décadas–. Lo malo es que de pronto parecen dejar de cantar –así haya sido lento y en voz baja, casi murmurante su emisión– y se quedan del lado de lo meramente discur­ sivo. Tal es la cualidad del enigma: no la belleza de lo dado, sino la que ha de inferirse;

¿Se confundió Luigi Amara al poner estos renglones con un tratado? ¿Creyó

el profe que estaba dando clase?, ¿una ponencia? Eso sí: bien escrita, o bien pronunciada. Y el poema, el canto, el estremecimiento… Y sin embargo los hay. Ya he dicho que, avanzando de la mitad hacia el final del libro, los cantos adquieren la condición de cantos; inclu­ so con sus dejos de timidez, van aven­ turándose a lo que de una vez y para siempre su intuición captó a primera vis­ ta, cuando lo enfangó en subterfugios es­ criturales esa fotografía, esa mujer, otras mujeres y Magritte –al que usa con la obviedad del caso. Para llegar, entonces, a dilucidar esa intuición primigenia, el poeta tuvo que fletarse, sí, arriesgarse a dejarnos ver ciertos versos poco afortunados, con tal de llegar a las lindes de su asunto: o esta foto sólo es un divertimento o encierra de verdad un enigma. Al cabo, nunca sa­ bremos quién fue esa mujer y poco nos debe importar el artista, cuyo nombre completo fue Onésipe Aguado de las Marismas (en serio: así se consigna en la página legal). Importa pues, a pesar de titubeos, discursividades, alocucio­ nes librescas y otros ripios –inclusive el título impronunciable–, que Luigi Amara haya llegado a escribir y dejarnos leer, por ejemplo, esto: Cejas de hollín y polvo debajo de la peluca majestuosa, sombras que apenas disimulan sus párpados ausentes, y esa plasta de maquillaje por cuyas grietas se vislumbra la estofa de la nada que la anima,

Entre las relecturas que hice de este libro para acercármele –¿de qué se tra­ ta esto?, ¿cuál es el caso?, ¿por qué no me golpea?–, hubo una ocasión que me hizo recordar estos versos de Borges, que acaso justifican la busca y la exte­ nuación, el pequeño verso que vale una vida y lo mucho que un poeta deberá explorar por si algo se le da –a Luigi Amara, sin dudarlo, le queda tanto por escribir: Mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida, para la tierra, el agua, el aire, el fuego. Los defraudé. No fui feliz. Cumplida no fue su joven voluntad. Mi mente, se aplicó a las simétricas porfías del arte, que entreteje naderías.

El tigre medirá un metro J uan C arlos R eyes Antonio Ramos Revillas, Los últimos hijos, conaculta/Almadía, México, 2015, 259 p. el hijo que valga más que yo

Es bien sabido que los epígrafes en la literatura pueden ir de lo presuntuoso a lo hermético. En este caso, el que Ra­ mos Revillas emplea con mucho tino para su novela, es un fiel reflejo del tema central de la novela: el último verso del 187

poema “Obra maestra”, de Ramón López Velarde. Paternidad, dolor, gozo, espe­ ranza en el hijo que tovadía no existe, angustia por la pérdida aún por ocurrir. Al mismo tiempo, creo que sería una simpleza decir que el único tema de la última novela de Antonio Ramos Revi­ llas (1977), Los últimos hijos, es la pater­ nidad. Puede ser la columna vertebral de la obra, pero ubicarla como único centro dejaría de lado otros temas como la venganza, la muerte, la presión social u otros temas sugestivos. Por ejemplo, la burbuja desde la que sus persona­ jes hablan con distancia y apatía de la suciedad y el fango que se cuelan en su –sólo en aparencia– impoluta vida. La trama de la novela puede resu­ mirse como si de una película se trata­ ra. Una pareja, Alberto e Irene, pierde a su hijo nonato: el dolor los envuelve pero recula poco a poco y se vuelca en el amor a un gato. Antes de lograr olvi­ dar un poco la tragedia, la pareja pasa por una etapa en la que no importa si su hijo es de carne y hueso: compran un pequeño robot que emula las prime­ ras acciones de un infante recién na­ cido: un reborn. La habitación de ese pequeño robot-juguete-hijo es la única que los ladrones que entran una noche a su casa respetan. La pareja se siente ultrajada más aún cuando los ladrones vuelven para intimidarlos con un video del robo en el que muestran cómo mal­ trataron al gato-hijo, su respeto por el cuarto del reborn, y cómo se cagaron –literalmente– por la casa entera. En­ 188

tran a escena policías, detectives pri­ vados, “policías y ladrones”. Alberto encuentra, por medio del detective, la casa de los ladrones y se escabulle por una colonia maloliente para secuestrar a su hija, una pequeña niña casi recién nacida. La pareja escapa con la niña al pueblo de la nana de Irene, El Sartejonal. La vida se detiene hasta que la niña enfer­ ma y muere. Alberto regresa el cadáver a la cama de sus verdaderos padres, no sabe si a manera de disculpa o venganza. Me parece que es la historia, la tra­ ma, lo que sostiene la novela de Ra­ mos Revillas, ya que se puede afirmar que no tiene gran pericia en el lenguaje, y lo digo no como un reclamo, ya que no creo que esa sea la intención, ni del autor ni de su novela. El autor sabe su oficio y lo cumple: contar una historia de manera fluida y a ratos con buenos destellos de intriga, dolor y desespera­ ción. El autor desarrolla una prosa con­ sistente que, en varias páginas, logra un sólido pulso narrativo. La gran duda que me asalta es si Ramos Revillas está consciente de lo que no dice, de lo que queda suspendido en su propio lengua­ je, pues es allí donde se encuentra lo mejor de la novela. Por las entrevistas que le han hecho al autor –o por lo me­ nos las que he tenido oportunidad de leer–, no muestra éste conciencia del entramado de ideas que podrían estar detrás de la historia. No me queda claro si su narrador personaje no se detiene a pensar en varios asuntos simplemente por prisa o porque no los ve pasar.

Si en algunos casos se puede escri­ bir sobre un libro sin referirse directa­ mente a su trama, es porque ahí no es donde se encuentra la médula de la es­ critura sino en sus temas, sus pregun­ tas, en aquellos complejos recovecos que las palabras resguardan. En este caso, sería imposible no hablar de la trama de la novela, ya que es ahí el lugar en el que de verdad ocurren las cosas. De este asunto obtengo uno de los ras­ gos formales más característicos de la prosa de Antonio, un constante ocurrir que se pausa para pequeñas reflexiones sobre lo ocurrido en el vuelo. El autor mismo define su texto como “una no­ vela sobre la paternidad, la pérdida de los hijos, pero también un thriller, una road novel”. Sí, sin duda, Los últi­ mos hijos es una novela centrada en las acciones. Tal vez sea por ello que por momentos parece que estás leyendo el argumento de una serie de televisión contemporánea, una de ésas en la que hay ladrones, narcos, detectives priva­ dos, abultadas cuentas bancarias frente a tópicos sobre la pobreza: viejas nanas, pueblos polvorientos, niños con los mo­ cos escurridos. Tal vez por ello también varios de los capítulos de la novela ter­ minan a la manera de un episodio tele­ visivo. Por ejemplo: “Me acerqué al cidí, lo recogí; en una hoja de libreta pegada con cinta, leí una frase que conocía: ‘Ja, ja, ja’. Y una ame­naza. Los ladro­ nes habían vuelto a visitarnos.” O “A la cuarta semana, el asesor de riesgos nos informó que los había encontrado.”

En este mismo tenor, noto que cuando requiere hacer algún movimiento tem­ poral, no lo hace sin dejarle claro al lector de dónde es que proviene dicho desplazamiento. Regularmente utiliza objetos que disparan estos recuerdos (“…los focos encendidos mal aluzaban las paredes en donde las fotografías de nuestra boda seguían indemnes”) y, por supuesto, habla de su boda y una época en la que antes fueron felices. O también, “Irene señaló una charola de alpaca que habíamos comprado du­ rante nuestra luna de miel en Taxco”, volviendo a aquellos días en los que un minúsculo feto muerto no había demo­ lido su existencia. Los personajes de Los últimos hijos son comunes y corrientes, y eso los vuel­ ve interesantes. El parecido que tienen con una clase media arribista increíble­ mente extendida por todo el país los hace atractivos por identificables: el que esté libre de deuda que tire la primera pie­ dra. Alberto e Irene desean la vida so­ ñada: un auto del año, una casa en un fraccionamiento –cerrado y con case­ ta, por supuesto-, una cuenta mediana­ mente abultada, un hijito para llevarlo a la mejor escuela que puedan pagar, y ahorros para que, cuando tenga edad, poder ir a Disney. Amparo, la nana, y el resto de los personajes que viven en El Sartejonal, son entes desdibujados, cuya importancia en la trama se redu­ ce a extras parados bajo las luces ca­ lientes: escenario o desierto, da igual. Los ladrones son, paradójicamente, un 189

conjunto uniforme y al mismo tiempo una masa sin forma. Esto a pesar de que están identificados cada uno por su nombre ya que son, como el propio detective pri­ vado –Carlos Becerril–, lugares comu­ nes encarnados. El jefe de la “familia ladrona” se llama Horacio Palomares, su hijo José Luis, su hija Carolina y su yerno Martín. Por supuesto que, como “todos” los ladrones, todos los “sujetos de barrio” tienen apodos tan ridículos como previsibles: El Tieso, El Choche, y La Tura. El bebé es una entidad flotante y com­ pleja, ya que lo construyen una diversi­ dad de componentes (el bebé que han perdido antes de nacer, el reborn que intentan eventualmente criar) y Betsa­ bé, la hija que le han robado a Caroli­ na, integrante de la banda de ladrones que entraron a su casa. Evidentemen­ te, sobre este personaje tan poco dra­ mático, en términos de acción, recaen, desde mi lectura, diversos significados. Por un lado, es la clara materialización de un estilo de vida que han perdido al ser sujetos de un robo; por el otro, es un objeto de deseo jamás asequible; y, por último, un individuo en el que se conjugan dolor y venganza, temas en los que el novelista profundiza a lo largo del texto. para avanzar , necesita ser padre

La novela nos deja claro que existe una clara arquitectura social y cultural res­ pecto a tener hijos, porque habría que 190

decir que existen diferentes visiones dignas de tomarse en cuenta cuando de paternidad y maternidad se habla. Bas­ taría, como ejemplo, con pedir en el trabajo un permiso por “paternidad”. Es innegable que tanto hombres como mujeres recibimos una “educación es­ tructural” sobre lo que significa ser pa­ dres, así como ser hombres y mujeres. Como bien lo dice Alberto: “Quería po­ seer un hijo, sangre de mi sangre, porque me habían dicho que aquél era el verda­ dero amor y necesitaba experimentar­ lo.” Yo no tengo hijos, así que no quiero recurrir a la fácil descalificación ni a la compleja discusión sobre la realidad del incondicional amor a los hijos. Ramos Revillas habla desde diver­ sos lugares de los hijos como la máxima fuente y reserva de amor en el mundo, como el siguiente paso lógico en un “buen matrimonio”, como la marca sobre la tierra que se volverá nuestro legado. Toda obra y toda acción que el indivi­ duo realice antes de tener un hijo posee significado por sí misma, después se convierte en un esfuerzo por tu hijo, en un fresco que se va pintando conforme pasan los años, en un supuesto legado con el que se tiene que lidiar constante­ mente para que cumpla con su “papel”, para que sea aquello que se espera de él. Pero no pensamos que, como lo dice el autor, ni el hijo será mejor por tener padre, ni el padre será mejor por tener hijo: “Porque seguirás siendo un hijo de la chingada. Porque ni siquiera los hijos nos vuelven mejores personas.”

A lo largo de la novela el lector se ve en la necesidad de preguntarse cons­ tantemente –por lo menos uno sin hi­ jos– si la felicidad, si el por muchos anhelado sentimiento de tener al fin una vida “completa”, sólo viene de la mano de un hijo. Alberto lucha con ese sen­ timiento decenas de veces y, cuando pierde a su hijo, también pierde la espe­ ranza de plenitud: “adiós a sentirte padre, adiós a sentirte completo”, aunque poco tiempo después, una vez que ya tiene un hijo, no importa cómo –robado, to­ mado prestado o raptado–, el peso de la responsabilidad lo abruma: “Venía­ mos huyendo y, de pronto, Betsabé nos chupaba la existencia: en realidad nos hacía sus víctimas. Estábamos ahí sólo para ella, para mirarla abrir los ojos, oír sus lloriqueos. Sin Amparo, aquello ha­ bría sido mucho más dificil.” Se dice que perder un hijo es terrible, que tenerlo es grandioso, y que hay que desearlo porque otros esperan que así sea, de­ searlo porque inconscientemente sabes que ésa será la única huella imprescin­ dible que dejes sobre la tierra. ¿Duda, desconcierto, incredulidad? El autor plantea en su novela otra idea que me parece sumamente intere­ sante: la falta de hijos. No como castigo o pérdida, sino como elección. Parecie­ ra que no tener hijos es una moda, dice el narrador. Aunque no se profundiza mucho en la idea, es evidente que la reflexión puede ser extensa y tal vez in­ descifrable. El autor lo dice así: “¿Por qué quería tener un hijo? ¿Para qué?

Me reí de mí: qué poco contemporáneo eres, tener hijos es del pasado: ahora es adoptar mascotas, celulares, viajar por el mundo, vivir para uno, no para alimen­ tar a otros: ahorrar para la jubilación, morir solo, aceptar la inmensa soledad sin nombre que hay en el mundo.” Yo podría aventurar que quizá somos parte de una generación víctima de un indivi­ dualismo exacerbado, la cual se muestra tan infantilizada –comics, videojuegos, superhéroes, figuras de acción–, que no puede lidiar, en tanto dejarlo todo de lado, al enfrentar la vida como adul­ tos, para arriesgarse a tener algo tan preciado y vivir todos los días con el miedo a perderlo. Tal vez no queremos otro niño al que tener que prestarle los juguetes. su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un sólo sitio

Ahora dos asuntos que no pasan desa­ percibidos en el texto de Antonio Ra­ mos Revillas. En primer lugar apare­ cen a lo largo de la trama varios lugares comunes que hacen trastabillar algu­ nos de los capítulos, ya que detienen o interrumpen una lectura fluida del texto. Aunado esto a que dichos luga­ res comunes provienen de un imagina­ rio enraizado en la percepción que de las clases sociales se tiene. Entiendo que Alberto, el personaje principal, es un hombre de clase media acomodada que bien puede pensar eso, pero segu­ ramente habría manera de salvarse de 191

esas empantanadas repeticiones socio-­ culturales. Por ejemplo, la relación entre Amparo, la nana, e Irene parece sali­ da de una telenovela. Es la mujer del campo que vino a trabajar a la ciudad y se encuentra con unos padres que no hacen caso a su hija; así que ella, con todo el amor que le ha sobrado por nunca haber sido madre, la cría como a su hija, y la propia niña le tiene un cariño casi, o tal vez mayor, como el que le tiene a su madre siempre ausen­ te. En otro momento, en un video que los ladrones le hacen llegar a Alberto, uno de ellos dice: “Este huevudo lee mucho”, y otro contesta “Por pendejo”. Así, el narrador no sólo separa a los “la­ drones” de los hombres que se ganan la vida de manera honesta –entre todas las comillas que gusten–, sino que tam­ bién pretende hacer evidente, por me­ dio de ese recurso fácil, la idea de que para la gente “pobre” cualquier gesto de gusto por cierta cultura, la lectura en este caso, es catalogado como in­ servible y “para pendejos”. Y así otros más: el papá de Carolina no quiere que estudie, a pesar de que ella, una buena chica atrapada en las garras de una familia de ladrones, quiere aprender radiología. O, para anotar un último ejemplo que no hace falta glosar: “En El Sartejonal no había internet, aunque sí televisión vía satélite... No tenían agua potable, pero sí televisión.” En segundo lugar, si algo no me queda claro de Los últimos hijos, es la construcción de sus personajes, espe­ 192

cialmente Alberto e Irene: una pareja con una vida “clasemediera”, a decir de la contraportada. Creo que los per­ sonajes me llegan a parecer antipáti­ cos por la postura que adoptan ante “la pobreza”, ante “los ladrones”, ante “los pobres”. Justifico el uso de las co­ millas por mi propia duda, porque no estoy convencido de que sea intención del autor que sus personajes se mues­ tren al mismo tiempo atemorizados, profundamente lastimados, al borde de un precipicio emocional, mientras que no dejan de ser –por más que lo inten­ ten– individuos que muestran constan­ temente una superioridad intrínseca hacia casi todos los demás personajes de la novela. Dice Alberto: “Apreté los dientes del enojo, porque sentía que la vida era demasiado injusta conmigo. Ahí estaba esa niña que crecería para ser ladrona. Usaría ropa sucia. Gatea­ ría en aquel piso podrido. Pasaría fríos. Hambre.” Se presentan así personajes ensimismados que hablan de otros con displicencia y condescendencia: “Has­ ta los ladrones desean terminar su día con comida caliente frente a ellos.” Otro ejemplo sería la postura que Al­ berto tiene ante sus “trabajos” durante la época que pasan escondidos en el pueblo de la nana Amparo. “Iba y ve­ nía con mi bicicleta. No me importaba esforzarme, sudar. Incluso esa activi­ dad física resulta curiosa, interesante: pedalear por la sierra” –dice Alberto, tomando su trabajo en la gasolinera o en el matadero de animales como un

pasatiempo para matar el ocio mientras se esconde. Los últimos hijos es una novela que nos hace preguntarnos qué tan prepa­ rados estamos para sortear decisiones que desencajarán nuestra existencia. Pre­ guntas que pondrán en duda nuestra capacidad de empatía por el dolor aje­ no, nuestro deseo de venganza hacia la propia vida que no cumple expectativas que ni siquiera eran, desde un princi­ pio, propias. Antonio Ramos Revillas

escribió una novela capaz de satisfacer narrativamente, siempre y cuando se busque una historia que entretenga y evolucione conforme avanza, pero que en otros momentos se opaque ante luga­ res comunes y personajes unidimensiona­ les y repetitivos. Finalmente, la paternidad sometida por el dolor y la venganza, el desconcierto ingente ante lo que somos capaces de hacer con tal de alcanzar aquello que nos hemos impuesto como deseo.

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