Un nuevo ideal de justicia - Podemos Para Todas

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Gloria Elizo Rafael Lafuente Eduardo Santos

Un nuevo ideal de justicia. Por una justicia democrática, imparcial y de todos y todas Estamos ante un nuevo proceso de profundo cambio político en nuestro país, ante la eventualidad de un proceso constituyente o lo que se ha venido en llamar una “Segunda Transición”, y es por eso que, en el ámbito de la justicia, no podemos volver a repetir el fracaso de 1978. El régimen del 78 pasó de largo por las estructuras judiciales, dejando un poder judicial con graves carencias democráticas, una administración de justicia obsoleta e ineficaz y un sistema de oposiciones que limitó el acceso a las profesiones jurídicas (judicatura, fiscalía o letrados de la administración de justicia) a las capas populares, propiciando una justicia ciertamente independiente pero no imparcial.

El resultado no ha pasado inadvertido para la ciudadanía, que se aleja de la justicia en la misma medida que la justicia se aleja de ella. Así, en el Barómetro realizado por el Consejo General del Poder Judicial, en 1984, solo el 21% de los encuestados puntuaba negativamente la justicia. Lo que hemos comprobado es que esa valoración negativa se incrementa de forma imparable. La valoración negativa ya era del 44% en 2005 y del 57% en 2008. En la encuesta del CIS de julio de 2016 la valoración negativa de la Justicia se situó en el 74,8%.

La transición en Justicia se deberá fundamentar en un Poder Judicial cuyo órgano de gobierno sea participativo, transparente, plural y esté sujeto al control de la ciudadanía; en una transformación estructural de la Administración de Justicia que establezca un servicio público eficaz y eficiente, y por último en la modificación sustancial del sistema de oposiciones.

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Respecto al Poder Judicial, debemos considerar de forma separada a su órgano de gobierno (el Consejo General del Poder Judicial) y a sus integrantes (el conjunto de jueces y magistrados). En relación con el órgano de gobierno de los jueces, debe realizarse una profunda reflexión sobre su configuración. Dado el diseño competencial y orgánico del mismo proponemos garantizar la participación ciudadana en la elección de sus miembros, ya sea de modo directo, mediante elecciones abiertas, ya sea de forma indirecta, a propuesta del Parlamento. En las antípodas quedan las voces corporativas que claman sin complejos por un poder tecnocrático, una suerte de “troika judicial” que ha visto en esta situación una oportunidad para intentar que el Poder Judicial y la Administración de Justicia sean un coto de opacidad económica, ineficiencia profesional e irresponsabilidad. Al mismo tiempo, el órgano de gobierno de la judicatura debe fortalecer la independencia de los jueces y magistrados como un requisito esencial del Estado de Derecho. Pero queremos que la independencia judicial no sea entendida como un privilegio corporativo de los jueces, sino como un derecho de una ciudadanía consciente, una ciudadanía que reclama una verdadera tutela de sus derechos y un servicio público de calidad y que quiere tener asegurada una Justicia que no se vea sujeta a presiones formales o informales de los poderes públicos o privados. Como segundo gran aspecto, democratizar la justicia también debe implicar que la Administración de Justicia preste un servicio público de calidad, erradicando un sistema de juzgados que funcionan con criterios subjetivos y heterogéneos que imposibilitan la modernización necesaria para lograr una justicia cercana y democrática. Hay una noción de “independencia” que pretende expandirse más allá de la necesaria capacidad de juzgar sin interferencias ni coacciones para hacerse dueña de decidir también sobre la totalidad de los elementos administrativos de la Administración de Justicia.

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Una noción que cada vez más configura un sistema de juzgados y tribunales absolutamente heterogéneo e ineficiente, un sistema que refuerza --incluso en sus niveles más bajos-- esa apenas disimulada intención política de los sectores más conservadores de convertir la Justicia en un sistema de iniciados al servicio de los que pueden pagarlo. Una noción que hace, además, que cualquier inversión pública se convierta en derroche, en un esquema que la ciudadanía ya conoce bien: la ineficacia del servicio público redunda en su privatización, pero ni siquiera supone un ahorro para las personas contribuyentes.

Baste como ejemplo que, según la Comisión Europea para la Eficacia de la Justicia, España se situó en 2010 con uno de los mayores presupuestos para justicia de la Unión Europea. ¿A dónde ha ido ese presupuesto? La ineficiencia es tal que, incluso pese al aumento del personal (según el Consejo General de Abogacía desde 1999 a 2015 se incrementó en 2500 el número de jueces, en 1000 el de  fiscales y en 1600 el de letrados de la administración de justicia), el resultado es incomprensible: en 2015 en toda España, ¡solo se dictaron mil sentencias más que en 1999! Por ello necesitamos adoptar políticas públicas en justicia frente a quienes persiguen su privatización: políticas públicas que persigan objetivos concretos en beneficio de la ciudadanía. Necesitamos invertir, no gastar. Necesitamos auditar primero, determinar las carencias después, luego establecer un modelo de gestión y finalmente determinar entonces la inversión realmente necesaria. Y en este proceso tenemos claro que la efectiva implementación de la Oficina Judicial debe jugar un papel fundamental.

A partir de ahí, y en un proceso participativo, abierto a los operadores jurídicos y también a la ciudadanía, hemos de pensar la justicia no solo como un poder sino también como un derecho y como un servicio público a la ciudadanía en su conjunto, uno de esos que la economía de la desigualdad va dejando cada vez más descolgados.

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Debemos pensar los Tribunales de Instancia para facilitar el trabajo del personal judicial, en los Tribunales de Base y Ejecución para resolver asuntos menos complejos, en el papel de la Justicia Gratuita y en la retribución de las personas que la prestan, en los servicios sociales de orientación jurídica, etc.

Finalmente, y como tercer pilar del cambio democrático, debemos transformar el sistema de oposición. Una verdadera democracia debe garantizar que cualquier persona que reúna los requisitos previstos pueda acceder a cuerpos como el judicial, el fiscal, el de letrados de la administración de justicia o la abogacía del estado. La oposición supone, por una parte, unos elevados gastos de preparación que seleccionan socialmente a los candidatos y cuyo pago carece a menudo de transparencia fiscal. Por otra, el sistema meramente memorístico separa a la persona de la sociedad, al obligarla a aislarse durante una media de cinco años para finalmente presentarse a un examen que estadísticamente ha demostrado tener un importante sesgo personal y familiar. Es necesario buscar más alternativas donde, por ejemplo, tenga peso el expediente académico; crear una Escuela o Centro Formativo donde no solo se formen grandes juristas, sino también grandes servidores públicos: cercanos, empáticos y próximos a la sociedad a la que se deben.

Sobre las bases expuestas para el cambio democrático en justicia, Podemos ya defendió en su programa electoral la participación ciudadana en la elección del gobierno de los jueces, entendiendo que es la ciudadanía la que debe medir y exigir un servicio público eficiente, transparente y responsable, que administre los recursos de forma centralizada, eficaz y transparente para eliminar la percepción de que cada juzgado es un cortijo; en el que se pueda hacer una verdadera auditoría de los medios de la Administración de Justicia como servicio público y en el que los errores judiciales se retribuyan, los dilaciones indebidas se investiguen y las faltas se sancionen, reforzando la independencia de jueces y magistrados.

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Un poder judicial que, una vez eliminados los aforamientos, no tenga ni la necesidad ni la potestad para ascender y nombrar a los jueces más influenciables en los tribunales decisivos, a los partisanos del gobierno de turno o a aquellos con amistades capaces de levantar un teléfono. Entendemos que sólo desde el equilibrio, la transparencia y la garantía de fiscalización de la actividad entre poderes se evitan actitudes despóticas incompatibles con el ideal democrático. Al fin y al cabo, el titular de la soberanía es el pueblo, y de este emanan todos los poderes del Estado, también el Judicial. 

Tenemos, también en justicia, un largo camino para cambiar este país y devolvérselo a su gente. Podemos, y debemos, andarlo.

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