PRIMERA PARTE
No podía ver su cara. Cuando entré, se limitó a indicarme con un gesto que me acomodara. Obedecí. No me dijo hola ni buenos días ni cómo está. Tampoco percibí una sonrisa que acompañara la orden. Mientras esperaba que Ella empezara a hablar, me puse a mirar la puerta de vidrio que daba al jardín. Solo oía el sonido del pasar de unos papeles. Tomará mis datos, pensé. Me preguntará cuántos años tengo, por qué he venido, cuál es mi problema. Había imaginado que, al entrar, Ella me invitaría a sentarme en un cómodo sillón; luego empezaría con las preguntas usuales de un cuestionario para informarse sobre la clase de persona que tenía delante, determinar el diagnóstico de mi mal y programar el tratamiento adecuado. Pero no había ocurrido así. Su persistente silencio me indicaba que era yo quien tenía que hablar y supongo que esperaba, no sé si pacientemente o con indiferencia, que empezara ya a decir algo. Permanecí callada mientras escuchaba el pasar de las páginas y su respiración serena, como si estuviera sola y yo no fuera sino un objeto más de la decoración. Yo: Io voglio una donna! gritaba desesperado. Temprano, por la mañana, le habían dicho que se preparara, pues saldría de paseo con su familia. Era domingo. Seguramente su hermana y su cuñado amanecieron de buen humor y se les ocurrió disfrutar de un día en el campo; por eso lo habían ido a recoger. Comieron y bebieron alrededor de un mantel a cuadros colocado sobre el césped. Mientras su sobrino jugaba con otros niños y los adultos dormían la siesta, él se trepó hasta lo más alto del árbol y empezó a gritar una y otra vez Io voglio una
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donna! Su hermana y el marido despertaron sobresaltados y le pidieron que bajara. Primero con paciencia, como rogándole; pero después, cuando los curiosos empezaron a acercarse para ver qué pasaba, cada vez más irritados y molestos. Se sentían avergonzados por el espectáculo que estaba protagonizando; no les gustaba llamar la atención, eran discretos y preferían pasar desapercibidos. Io voglio una donna!, Io voglio una donna!, insistía cada vez con más desesperación. Quería una mujer, ese era el nombre de su deseo, de su deseo de no volver al hastío de la semana, a la soledad de su habitación, a su condición de pariente pobre con permiso para salir solo cuando sus parientes, el esposo y la hermana, amanecían de buen humor y decidían salir de paseo. Por eso gritaba Io voglio una donna! a voz en cuello. Jadeante, desesperado. Hay días en los que yo también quisiera gritar Io voglio un uomo!, Io voglio essere felice! Pero no hay árbol al que me pueda trepar ni nadie a quien amenazar con mi deseo. Eso no lo dije. Solo quería romper el silencio. Decir cualquier cosa que sonara razonable. ¿Pero acaso había sido razonable ponerme a contar una película? Tal vez sí, pensé. Y me tranquilicé porque si confiaba en lo que sabía sobre el inconsciente y el contenido de los discursos, le había dado material para que me interpretara y entonces se acabaría el silencio. Ella sería la encargada de hablar y yo de escuchar. De pronto, eso era lo único que me importaba; que Ella hablara. Pero la historia no dio lugar a ninguna reacción. Ni siquiera un suspiro. Ella: (…). Yo: No sé qué más decir. Ella: Sí sabe.
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¿Acaso lo sabía? Ahora pienso que lo normal, lo razonable, lo esperado, hubiera sido que me presentara. Nombre. Edad. Estado civil. Ocupación. Explicar luego por qué la había llamado por teléfono. Decirle que no entendía lo que estaba pasando, por qué no me hacía preguntas, por qué no me hablaba. Soy inexperta, nunca necesité esta clase de conversaciones, siempre fui una persona adaptada, normal, capaz de vencer mis desdichas. Pregúnteme usted, oriénteme. Me está haciendo sufrir. No voy a pagar para que usted añada nuevas inquietudes a mi vida; ya tengo bastantes y apenas si puedo con ellas. He venido buscando ayuda. ¿Por qué no había empezado así? ¿Por qué en lugar de presentarme, como era lógico, me había puesto a contar una película? Algo andaba mal. Solo había hablado una vez por teléfono con Ella. En esa ocasión le dije que una amiga me había dado su número; y abruptamente, sin que mediara ninguna palabra más, en un tono neutro y cortante que revelaba eficiencia profesional: ¿Llama para una cita? Respondí con timidez: Sí. Pero algo me decía que colgara, que borrara la llamada y olvidara esa voz. Podía pretender que la conversación nunca había ocurrido y punto. Espere un momento, no cuelgue. Durante varios minutos solo escuché el pasar de las páginas. Ahí debí cortar. Revisa su agenda, pensé. Cada página debe corresponder a un día. Finalmente me indicó una fecha y una hora para tres semanas después. Veinte páginas ocupadas, veinte páginas llenas de nombres, uno por hora. ¿Cuántas horas trabajará? ¿Ocho, como los obreros o los burócratas de una oficina? Y de una manera natural, como si hablara del clima, me comunicó el precio de la consulta. Me incomodó que fuera tan directa con el tema económico, pero me limité a decir que estaba bien. Aunque la verdad es que me pareció lo contrario. De dónde voy a sacar ahora ese dinero, pensé. A medida que los días pasaban empecé a arrepentirme de haberla llamado. Me había
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dejado llevar por la publicidad que hizo de Ella una ex paciente y amiga mía; eso lo tenía claro. Pero que la experiencia hubiera sido positiva, en su caso, no significaba necesariamente que lo sería también para mí. Y la manera como Ella me había hablado no me gustó. Empecé a temer la llegada del día acordado. Me sentía como quien va a ser conducido al patíbulo. Mi amiga, su ex paciente, me dijo que su vida había cambiado radicalmente gracias a Ella. Me contó la historia cuando nos encontramos la tarde de un viernes en un centro comercial; en realidad, fue ella la que me pasó la voz y me saludó con entusiasmo, como si se alegrara de verme. Yo me demoré en reconocerla, no solo porque había pasado mucho tiempo sin verla sino porque ahora parecía otra. La última vez que la vi, varios años atrás, me había contado, entre lágrimas, que su marido la había abandonado por otra mujer más joven; que no tenía trabajo y que él se negaba a darle dinero. Estaba deprimida y anoréxica. Yo, en esa época, estaba bien, o por entonces así lo había creído, sobre todo al verla a ella tan mal. Pero esta vez en el centro comercial la vi rejuvenecida; lucía guapa y atractiva. Recordé sus dientes amarillos y desordenados, los incisivos de tamaño desigual, los caninos que le sobresalían como los de un vampiro y los premolares perdidos uno en cada embarazo. Pero ahora mostraba una dentadura completa, los dientes no solo blanquísimos sino perfectamente alineados. Como los de las modelos que anuncian pastas dentales. Te has arreglado los dientes, están perfectos, comenté con forzado entusiasmo. Y ella sonrío. ¿Quieres tomar un café? Dudé. En los últimos tiempos huía de las amistades del pasado, no quería dar cuenta de mi vida, no podía explicar lo que me parecía inexplicable. Pero ella me cogió del brazo y me arrastró hasta una cafetería cercana. Soy dueña de mí, dijo sin preámbulos en cuanto nos sentamos una frente a la otra. He logrado conocerme a mí misma, cuidarme, defenderme de las agresiones de los demás. Y mira cómo
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repercute esto en mi vida. Tengo trabajo, un maravilloso marido a quien conocí años después de mi derrumbe, ¿te acuerdas cómo me convertí en una sombra? Asentí. Logré ser madre por tercera vez, sin perder otra muela, añadió como adivinando mis pensamientos; y la relación con mi ex es ahora maravillosa. Creo que fue ahí cuando dijo que su vida había cambiado radicalmente gracias a Ella. Que todo lo bueno de su vida se lo debía a Ella. ¿Qué más te puedo decir?, dijo mirándome satisfecha. No tienes que decir nada más, comenté con una voz que trataba de disimular un sentimiento de envidia que se iba extendiendo como una mancha de tinta en mis palabras. ¿Pero no has pensado en que tal vez todo este repentino éxito amoroso, familiar y profesional se debe al arreglo maestro de tus dientes, como opinaría tu ortodoncista, y no al milagro de Ella? Hasta podrías ser elegida modelo de un comercial de esos que ponen “Antes” y “Después”. Su serena sonrisa, que ignoraba la carga agresiva de mi comentario, fue una muestra de la salud mental de la que ahora gozaba y la confirmación de lo mal que estaba la mía. Yo misma me sorprendí de mis palabras. Normalmente soy una persona amable e incapaz de sostener diálogos ingeniosos “con cachita”, como se dice cuando alguien bromea y se burla de su interlocutor. Dijo: Tienes que llamarla; no va a ser fácil, pero tienes que hacerlo. Será lo mejor que hagas por ti misma, te lo mereces. Y sonrió como sonreía la monja de mi colegio para disimular que estaba dando una orden y no un consejo. Levanté los hombros, incierta y desconcertada. Me incomodaba reconocer que ella se había dado cuenta de que yo no estaba nada bien. ¿Cómo lo habría notado? ¿En mi ropa? ¿Alguien le habría contado lo que me estaba pasando? No me gusta que hablen de mí con compasión; no me gusta que hablen de mí si no es para elogiarme; y entre que hablen o no, prefiero que no lo hagan. Yo no me ocupo de la vida de nadie, ¿por qué alguien tendría que interesarse en la mía? Siempre finjo estar mejor de lo que estoy porque me parece que
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despertar compasión es humillante; la gente se complace con el sufrimiento del que confiesa alguna pena, un dolor, un problema. En realidad, la expresión compasiva de la cara del confidente no es más que una máscara que esconde la sonrisa de alivio; el alivio de que sea otro el sufriente: Pobre, qué pena, qué mala suerte; cómo me alegro de que eso no me está pasando a mí, es el pensamiento verdadero del que se aviene a escuchar las penas ajenas. Siempre he pensado que disfrazamos con un gesto compasivo la catarsis que nos produce el mal ajeno. Agradecí por eso su discreción: estaba claro que sabía algo, pero se limitó a sacar de su cartera de cuero una tarjeta donde anotó un nombre y un número. Luego llamó al mozo y pagó la cuenta. Reconozco que en ese momento, comparándome con mi amiga, me sentí como una zapatilla; así, “como unas zapatillas”, decía mi hermana, nos hacía sentir una tía cada vez que llegaba de visita, siempre bien vestida y oliendo a un perfume que nos deslumbraba mientras en la casa todo era caos y desorden. Mi mamá, despeinada y en bata, recogiendo ropa sucia o la mesa del desayuno llena de tazas, cuchillos embadurnados de mantequilla sobre un mantel con manchas de leche, panes a medio comer, migas. Y la tía de visita impecablemente vestida; su casa ya ordenada y limpia, el almuerzo listo. Mientras esperábamos la boleta, me contó que se iba al aeropuerto a recoger a su marido, un empresario a quien le va muy bien a pesar de la crisis y que había viajado a Madrid por trabajo. De allí se irían directamente a su casa de playa a pasar el fin de semana, celebrar el reencuentro (había estado fuera quince días) y su aniversario de bodas. Justamente se había detenido en ese centro comercial para comprar una botella de champán. ¿Qué hacía yo en ese centro comercial? Recordaba que mi casa estaba bastante lejos. ¿Te mudaste? No, no, me apresuré a responder. He venido hasta acá para comprar un regalo de matrimonio; se casa la hija de una prima. Ah, qué bien. Me sonrió y
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mientras pagaba la cuenta dijo, con el entusiasmo de un locutor de comerciales: No dejes de llamarla, cambiará tu vida, créeme. Y se fue con su botella de champán. Me quedé sentada mirando el nombre y el número de teléfono de Ella, que mi amiga había escrito con una caligrafía perfecta. Miré el otro lado de la tarjeta, en la que con un diseño muy moderno aparecía su nombre impreso con su nuevo apellido de casada y debajo: Consultora. Se había convertido en consultora, ¿de qué? Hasta donde sabía, ella no había estudiado nada después del colegio. Hacía movilidad escolar en una combi de segunda mano y timón cambiado y a veces atendía pequeñas cenas y cócteles. Tal vez después fue a la universidad, pensé. No, una ortodoncia no podía ser tan milagrosa. Era Ella. No sé qué decir, cómo seguir. Por favor, déme una mano. No sé qué hago aquí. ¿Y si me siento, enfrento su mirada y le digo que si no empieza a hablar conmigo me iré de inmediato? Pero no fui capaz de formular ninguno de esos comentarios o de tomar la decisión de salir; me quedé ahí, echada, esperando quién sabe si su veredicto o que me entregara una suerte de pócima que por arte de magia eliminara mis pesares. Reclamar, irme, enfrentarla o expresar mi fastidio hubiera significado que estaba sana. Que no la necesitaba. Sin duda, mis problemas eran muy severos; por eso me quedé. Me dediqué a mirar el jardín, los libros que había en los estantes, los cuadros. Una araña tejía pacientemente su tela en el rincón. Deseé que ingresara un moscardón, una abeja, cualquier bicho ruidoso y la obligara a levantarse para espantarlo o matarlo. Entonces le vería la cara, se cruzarían nuestras miradas y ella se compadecería de mi desesperación. Pero nada interrumpió el silencio. Yo: ¿Usted vio esa película? Ella: Sí, la vi.
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Yo: (Como si hubiera encontrado una tabla en medio del naufragio) ¿Y le gustó? Ella: (Seca, cortante) ¿A usted le gustó? Yo: Mucho. La vi hace años, cuando por ocuparme en algo me matriculé en un taller de “Lenguaje cinematográfico” o algo así. El profesor proyectaba películas “de autor”, o sea, explicaba, de directores que tenían un estilo propio. Y comenzó con Fellini, a quien consideraba un maestro, un innovador, un genio; y porque para comprenderlo cabalmente, decía, es preciso saber leer cine: saber ver significa ser capaz de reconocer la diferencia entre un travelling y un zoom, prestar atención a la puesta en escena y no solo a la historia, que es lo menos importante. Esas cosas nos explicaba a un grupo de señoras que seguíamos el curso de cine y que igual podríamos habernos inscrito en uno de apreciación musical, de pintura o de novela contemporánea. A mí me encantó Amarcord, pero el profesor dijo que La dolce vita era superior. También recuerdo otra que me gustó especialmente… (…). No recuerdo el nombre. Una con Giulietta Masina. Ella es una prostituta inocente, ingenua, que cree ver un príncipe azul en cada uno de los hombres que conoce. ¿La ha visto? Ella: (Hastiada, aburrida) No. Yo: (…). Mientras hablaba del taller de cine pensé que ya se había roto el hielo, pero su cortante no me devolvió a la realidad del silencio con el que Ella me estaba torturando. Ella: (…). Yo: (…). Sonó el teléfono. Y eso fue lo mejor que había pasado desde que ingresé. Una campana salvadora. Lo dejó timbrar cuatro veces hasta que se activó el contestador automático. Él: (Off) ¿Firmaste los papeles de...
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Era la voz de un hombre que parecía fuerte y maduro. Sentí que descolgaba el teléfono y ya no pude seguir escuchándolo. Ella: (¿Contenta?, ¿normal?) Sí, los acabo de mandar con el chofer. (…) Estoy con una paciente, así que te llamo en cuanto termine. O mejor, paso por tu oficina. Un beso. (A mí, y recuperando el tono distante) Disculpe. Yo: (Sonrisa educada de “no se preocupe”, pero que ella no ve). Ella: (…). Yo: Las noches de Cabiria. Ella: (Desconcertada) ¿Cómo dice? Yo: Es el nombre de la otra película de Fellini que vimos en el taller. Maria Ceccarelli, Cabiria, es la prostituta siempre engañada; los hombres que ama la estafan, le roban su dinero y más de uno intenta asesinarla. Se parece a Gelsomina, la de La Strada. No solo porque también es interpretada por Giuletta Masina sino porque ambas son inocentes. Tan inocentes que pueden resultar patéticas o inverosímiles. Hay una escena en la que un mago hipnotiza a Cabiria; y así, hipnotizada, empieza a expresar sus deseos en voz alta. No dice que quiere dejar de ser prostituta, tener un trabajo decente, ganar dinero, no estar nunca más a merced de los hombres que tantos padecimientos le han causado. No. Lo único que quiere es ser amada con amor verdadero, tener un hombre, un hogar, hijos. Ella: (…). Me digo ahora por qué no me preguntó, como lo haría más adelante: ¿Eso es lo que usted quiere, un amor verdadero? Tal vez, pienso después de cientos de sesiones, que con su silencio me estaba educando: el trabajo lo haría yo, no Ella. Pero en ese momento no entendía su actitud; empecé a temer que otro
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silencio volviera a pesar entre nosotras y entonces hablé, más por desesperación que por necesidad. Yo: No sé por qué estoy hablando de Cabiria; no sé por qué empecé esta conversación contando una película en lugar de decir quién soy, qué quiero, qué hago aquí, por qué he venido. Ella: (Profesional) Sí sabe. Puede que mi inconsciente supiera por qué elegí contar esa historia, pero a mí no se me ocurría ninguna explicación. Lo objetivo y evidente es que la conté porque de entre los miles de pensamientos que tenía en la cabeza, esa historia fue lo más estructurado y ordenado que se me ocurrió en ese momento; y Amarcord me llevó a otras películas de Fellini. Pero esa explicación no sería suficiente para Ella. Y de pronto, sin pensarlo, dije: Yo: Quiero que me cure. Para eso he venido, para que me cure. ¿Puede curarme, doctora? Ella: (Neutra, como si le hubiera pedido un vaso de agua) No, no puedo. Yo: (Desconcertada) ¿No? En lugar de reaccionar, de reclamar: ¿Cómo dice? ¿Por qué piensa que no puedo curarme? Apenas he hablado, usted no sabe nada de mí. ¿O es que tiene tanta experiencia que le bastó verme y escucharme para decidir que soy un caso perdido? Y si es así, ¿qué hago ahora?, ¿me levanto y me voy sin pagarle o igual me va a cobrar por haberme atendido pues su tiempo vale oro? ¿No le parece poco profesional decirle algo tan negativo a una persona que la ha buscado para pedirle ayuda? Por supuesto que no dije nada. Porque no me atreví y porque Ella intervino.
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Ella: (Didáctica, fría) No soy una bruja, una hechicera ni una santa capaz de hacer milagros. No puedo hacer por usted nada que no sea capaz de hacer usted por sí misma. (Recalcó los USTED como si los subrayara). Yo: (Asustada, pero menos) ¿Y qué se supone que debo hacer? Ella: (Como si se tratara de algo muy obvio, ¿irónica?) Se supone que lo irá descubriendo. El silencio se impuso otra vez y fue interrumpido por la alarma de un reloj despertador. Ella: Terminó su tiempo. Me levanté de inmediato, aliviada. La hora había sido una de las más largas de mi vida. Ella permaneció sentada sin mirarme. Hacía anotaciones en unas fichas. Ella: (Escribiendo) La espero a esta hora, pasado mañana. Tendremos sesiones dos veces por semana. ¿Le viene bien este horario? O sea que me aceptaba. O sea que estaba muy mal, que necesitaba de su tratamiento. No sé si su dictamen de dos veces por semana me tranquilizó o me asustó. No sé si me hubiera gustado escuchar palabras esperanzadoras; algo así como: Usted está pasando por una crisis pasajera que superará pronto. No me necesita, no necesita ayuda especializada; podría decirle que está muy mal, pero sería engañarla. Tal vez, si me hubiera hablado de esa manera, habría pensado que no me había prestado atención, que no se daba cuenta de lo mal que estaba. Lo cierto es que nada de lo que me dijera me iba a reconfortar. Nada. Totalmente paralizada, mi
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respuesta me causó asombro; fue como si quien hablara fuera otra, distinta. Yo: Sí, me viene bien, no tengo problemas. Pero, cómo… ¿cómo debo pagarle? ¿A fin de mes? ¿O al finalizar cada sesión? Ella: ¿Ha traído el dinero? Pude haberle dicho “no, no he traído” pero saqué de mi cartera los billetes que había retirado del banco para hacer las compras del supermercado después de la cita. Se los entregué. Ella: Déjelo sobre la mesita, gracias. Y cierre la puerta al salir, por favor. Lo dijo sin mirarme, concentrada en escribir unas anotaciones en pequeñas fichas. ¿Escribía sobre mí una evaluación, un diagnóstico? ¿Narraba la sesión para luego estudiarla y determinar el tratamiento adecuado para mi mal?
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