Los feminicidios no pertenecen a las víctimas (lo suyo es ...

10 oct. 2014 - autor del libro Blood Beneath My Feet: The. Journey of a ...... es un Bravo Primero; un Whiskey Yankee es un policía normal que no tiene ...
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TODO CON MEDIDA 8 VICE

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LAS PROMESAS DEL MMA EN MÉXICO, DENTRO Y FUERA DE LA JAULA

FOTO: DJATMIKO WALUYO

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TODO CON MEDIDA 8 VICE

VICE 9

EN LA PORTADA: Antropófago, un cuadro de Nicolas Claux, quien cumplió una condena de siete años y cuatro meses en una cárcel de Francia por los delitos de asesinato y robo a mano armada

contenido | Volumen 7 Número 9

Sin título (U.S. Marshals, LAX, #001), tomado de la serie Jefes de policía de Estados Unidos. Foto, cortesía de Brian Finke y ClampArt, NY. La Monografía completa de los jefes de policía de Estados Unidos saldrá bajo el sello de powerHouse Books en noviembre

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Azul y negro ¿Por qué las comunidades minoritarias de Nueva York no confían en los policías?

Los ataques con ácido preocupan a Colombia Retuitear para matar Todo es muy divertido hasta que alguien tuitea una amenaza de muerte

El extraño caso del ex mejor amigo de Leonardo DiCaprio, sus dos cacatúas y millones de dólares desaparecidos Sacrificio sobrenatural

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Post mortem

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Es un secreto

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México feminicida

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Buenaventura desmembrada

Sudáfrica le declara la guerra al diablo

Dos fotografías de la serie ‘El trabajo de un policía’ de Leonard Freed El rostro de Camden

De noche por San Pedro Sula con cámara, micrófono y pistola en mano Olin Castro lleva ocho años cubriendo los crímenes que suceden en la ciudad más violenta del mundo

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La vida y las muertes de un médico legal y forense

El tiempo que pasé con Charles Sobhraj, el asesino del bikini

Los feminicidios no pertenecen a las víctimas (lo suyo es humillación, tortura y asesinato), estos crímenes pertenecen a la sociedad

El puerto comercial más importante del Pacífico colombiano vive una nueva guerra. Esta vez con un criminal y macabro modus operandi

Persecución en la Zona Dorada de Mazatlán

contenido | Volumen 7 Número 9

Sin título (U.S. Marshals, NY, #061), tomado de la serie Jefes de policía de Estados Unidos. Foto, cortesía de Brian Finke y ClampArt, NY

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Directorio Empleados del mes Frente de la revista Víctimas de tortura policial, hackers rusos, el Museo del Asesinos Seriales de México, mafias jordanas de robacoches y subastas de vírgenes en Medellín

Infográfico: El arte de secuestrar y exigir rescate Cualquier idiota puede secuestrar a alguien, el arte verdadero reside en obtener un jugoso rescate

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Minucias: Chingaderas de nota roja DOs & DON’Ts Moda: Calor encerrado Fotos por Curtis Buchanan

Moda: Retratos hablados Composiciones por Annette Lamothe-Ramos

La página de johnny ryan True Crime

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TEXTOS

Andy Capper, Rafael Castillo, Luis Chaparro, Andre Dubus III, Alison Elkin, Alison Flowers, Gary Indiana, Gideon Jacobs, Bernardo Loyola, Camilo Maldonado Tovar, Derek Mead, Alejandro Mendoza, Brian Merchant, Sebastián Ospina López, Scott Pierce, Skyler Reid, Johnny Ryan, Joseph Scott Morgan, Matt Taylor, Juanjo Villalba, Marisol Wences Mina, Elizabeth Withman, Grace Wyler

FOTOS

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VICE es una publicación mensual. Volumen 7, número 9, octubre 2014. Domicilio de la publicación y del distribuidor: Colima 235-233, Col. Roma, Del. Cuauhtémoc, CP. 06700, México, DF. Tel.: (55) 5533 8564. Editor responsable: Eduardo Valenzuela Sotomayor. Certificado de reserva del Instituto del Derecho de Autor: 04-2008-090917104100-102. Certificado de licitud de título y de contenido, en trámite. Imprenta: Preprensa Digital. Caravaggio 30, Col. Mixcoac, Del. Benito Juárez, México, CP. 03910, D.F. Tel.: (55) 56 11 96 53. Distribución gratuita. Distribuidor: VICE Media, S. A. de C. V. Los artículos firmados son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente el punto de vista de VICE. Se prohíbe su reproducción total o parcial. Todas las entregas son propiedad de VICE Media Inc. El contenido es propiedad intelectual de VICE Media Inc. y no puede ser reproducido total ni parcialmente sin la autorización por escrito de la compañía.

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PERMISO EN TRÁMITE

EMPLEADOS DEL MES

(Ve PERSECUCIÓN EN La zona dorada DE MAZATLÁN, página 104)

Gary Indiana (Ve Es un secreto, página 78)

Marisol Wences Mina (Ve México feminicida, página 88)

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Joseph Scott Morgan comenzó su carrera como perito forense en la Oficina del Juez de Distrito de Nueva Orleáns. Durante los últimos treinta años ha participado en más de siete mil autopsias y realizó más de dos mil notificaciones para los familiares de los difuntos hasta que se jubiló en 2005 tras haber sido diagnosticado con trastorno por estrés postraumático. Actualmente es un distinguido académico de medicina forense aplicada en la Universidad de Jacksonville y autor del libro Blood Beneath My Feet: The Journey of a Southern Death Investigator (La sangre bajo mis pies: el viaje de un investigador forense del sur) publicado en 2012, una autobiografía de la trayectoria que lo llevó a obtener el reconocimiento como autor del año del estado de Georgia en 2013.

La primera vez que hablamos con Gary Indiana fue en 2011 cuando llamó por error a nuestras oficinas en lugar del hospital en donde un amigo suyo convalecía tras una cirugía de pulmón. Desde entonces comenzamos una extraña amistad (en el sentido de que aún no podemos creer que hayamos podido beber vodka con uno de nuestros escritores favoritos). Seguramente conoces alguna de sus hazañas artísticas, pues Gary es novelista, actor, cineasta, artista plástico, fotógrafo, dramaturgo, ensayista político y crítico de arte, aunque lo que llamó nuestra atención hace años fue su obra de ficción que revela amargura y coraje. La autobiografía de Gary, Te puedo dar todo menos amor será publicada por Rizzoli en 2015.

Rose Marie Cromwell es una de nuestras fotógrafas favoritas del momento. No sólo porque sus fotografías multicolores revelan una parte del espectro del color demasiado hermosa para percibirla a simple vista. Más que eso, Rose Marie Cromwell está verdaderamente interesada en el efecto que la globalización tiene en la intimidad y fue precisamente por ese interés que fundó y sigue dirigiendo Cambio Creativo, un centro de enseñanza de artes, sin fines de lucro, ubicado a unos pasos de la ruta comercial más grande del mundo: el Canal de Panamá. No hay muchos fotógrafos en la actualidad que se encuentren haciendo cosas buenas por otros seres humanos; lo que ella hace es un auténtico sello distintivo.

Marisol es una periodista y escritora de 34 años que vive en Acapulco, Guerrero. Ha colaborado con las ediciones regionales de Milenio Diario y La Jornada. Actualmente estudia la maestría en Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Guerrero, y trabaja en una tesis sobre políticas públicas y salud mental, a partir de la violencia por el crimen organizado que ha azotado al estado. Para este número narra la matanza de la familia de Franceri, un caso que la llenó de coraje, impotencia y asco. Ella cree en el compromiso social del periodismo, y en narrar las historias que otros no cuentan o que las cuentan de forma superficial, y busca hacer visibles a quienes han sido invisibilizados. Es madre de dos hijos. Le encanta dormir y ama a los gatos.

Rafael Castillo tiene 27 años y nació en Chetumal, Quintana Roo. Estudió periodismo en el Tec de Monterrey, y antes de unirse a VICE NEWS trabajó para Reuters en México como productor, y colaboró en la BBC y El Universal. Las historias que más le gusta investigar son las que ni sus editores saben que existen, pero las que más le gusta contar son las que le dan chance airearse fuera de la oficina, y que con un poco de suerte le permitan ser testigo de la primera línea de la historia. Rafita, como le decimos de cariño en la oficina, se unió a nuestro equipo hace unos meses e hizo una entrada triunfal con el video sobre unos punks bien padres que rondan en el Metro de la Ciudad de México, el cual se viralizó en tres segundos: Team Destructo.

Joseph Scott Morgan (Ve POST MORTEM, página 68)

Rose Marie Cromwell (Ve Persecución en la Zona Dorada de Mazatlán, página 104)

Rafael Castillo (Ve México feminicida, página 88)

Illustrations por Geffen Refaeli y Katia Tort

ANDRE DUBUS III

Andre Dubus III es autor de seis libros, entre los cuales se encuentran los best-sellers La casa de arena y niebla y El jardín de los últimos días, así como Townie, una autobiografía. Su libro más reciente, Amor sucio, estuvo en la lista de “libros distinguidos” del New York Times, en la lista de “obras de narrativa distinguidas” del Washington Post y fue uno de los mejores libros de 2013 de acuerdo con la revista Kirkus. Dubus ha sido finalista del National Book Award, ha obtenido la beca Guggenheim, el National Magazine Award en la categoría de narrativa y dos premios Pushcart, así como un premio otorgado por la Academia de Artes y Letras de Estados Unidos. Vive en Massachusetts con Fontaine, su esposa, quien es bailarina de danza contemporánea y sus tres hijos.

F�ENTE DE LA �EVISTA

Víctimas de tortura por parte de la policía de Chicago quieren justicia

Ladrones de autos siembran el terror en Jordania 20 VICE

no han recibido nada. Por su parte Burge, quien cumple una condena por perjurio y obstrucción de la justicia, sigue recibiendo una pensión anual de 54 mil dólares. Ahora, después de más de tres décadas, los defensores de esta causa han logrado obtener una ordenanza del Consejo de la Ciudad de Chicago que habría de proporcionar veinte millones de dólares para reparar, compensar, cuidar y conmemorar a los sobrevivientes de las torturas. Esta ordenanza haría las veces de una disculpa formal para los sobrevivientes y les otorgaría una suma económica a las víctimas y a sus familiares. Esta medida fue apoyada por un grupo de defensores de las víctimas y miembros de organizaciones protectoras de derechos humanos (incluyendo Amnistía Internacional). A pesar de la notoriedad que el caso ha tomado, la ordenanza permanece detenida en el Comité de Finanzas del Consejo y requiere de una audiencia para llevarse a cabo. Edward Burke, concejal de Chicago y presidente del Comité de Finanzas, no respondió a las peticiones de que hiciera algún comentario acerca de sus planes al respecto. Alison Flowers

Fue aproximadamente en 2010 cuando los reportes de noticias desde Amán, Jordania, comenzaron a notar un aumento en la cantidad de autos robados en la ciudad. Entonces los robos fueron considerados como meros incidentes aislados, pero la realidad indicaba otra cosa: grupos del crimen organizado se robaban los autos en Jordania y luego pedían rescate por ellos; en algunos casos, estos robos parecían pasar voluntariamente inadvertidos por la policía. Aun cuando no lo hayan vivido personalmente, la mayoría de las personas en Amán con las que me entrevisté afirmaron

Fuertes medidas en contra de la corrupción en China El presidente de China, Xi Jinping, ha declarado la guerra a la corrupción dentro del Partido Comunista, el partido en el poder; ha prometido perseguir a “tigres y moscas” en lo que parece un flagrante intento por tranquilizar a la creciente clase media del país. El verano pasado, la purga alcanzó a los rangos más altos del partido como a Zhou Yongkang, jefe de seguridad; el tipo de luminaria que se consideraba intocable bajo regímenes previos. Las agencias oficiales informan que Zhou ha sido acusado de haber cometido “violaciones disciplinarias graves”. Sin embargo, según el Financial Times, miembros de alto rango del partido sospechan que Zhou ha conspirado con Bo Xilai, otro vástago del partido que cayó en desgracia. Aun así, no es fácil saber si se trata de una movida inteligente del departamento de relaciones públicas o si realmente Xi quiere reformar el sistema político. Xi enfrenta resistencia por parte de algunos jefes del partido, quienes no se resignan a perder todo el botín. “Los dos ejércitos —el de corrupción y el de anticorrupción— están en un punto muerto”, comentó Xi en junio. Parece que Xi está decidido a romper este punto muerto, pero afirmar que algunos encabezados llamativos convencerán a la enorme población de que su gobierno no está lleno de idiotas ávidos de dinero es otro asunto. Matt Taylor

haber conocido a alguien a quien le han robado su auto o camión. Un comerciante me explicó que estos grupos operan robando un auto de lujo y luego piden rescate por él. “Si perciben cierta hostilidad de tu parte, simplemente incendian tu auto”, dijo. La policía negó que el robo de autos fuera uno de los problemas más importantes del país. En una entrevista reciente, el jefe nacional de la policía afirmó que alrededor de 98 por ciento de los autos robados han sido recuperados y que cualquier policía que se ha coludido con los ladrones de autos ha sido despedido. Elizabeth Whitman

Foto de China por Jason Lee/Reuters/Corbis; foto de Chicago por Alison Flowers

Desde 1971 más de cien personas, la mayoría hombres afroamericanos, fueron obligadas a confesar haber cometido crímenes de gravedad, en el cuartel de policía del Ala Sur de Chicago, lo que formó parte de una campaña de tortura permitida que se mantuvo por casi veinte años bajo la autoridad de Jon Burge, el jefe de policía de entonces. “Torturarme era como un baile para ellos”, dijo Darrell Cannon, una víctima de tortura que pasó dos décadas en la cárcel después de haber confesado en falsedad los cargos de asesinato que se le imputaban en 1983. Los agentes asfixiaban a Cannon, le hacían creer que iban a matarlo metiéndole una pistola en la boca, lo golpeaban con una manguera de plástico y le daban toques en los testículos con una picana. “Les gustaba hacerme eso”, añadió. La brutalidad de la policía en la época de Burge —y en los años de encubrimiento que le siguieron— alimentó una profunda desconfianza entre las minorías y el ejercicio de la ley en Chicago, al grado de que se ha mantenido así por décadas. Mientras que algunas víctimas han recibido millones en indemnizaciones; otros, como Cannon,

F�ENTE DE LA �EVISTA

España tiene un problema de esteroides

Hackers rusos han estado robando bancos de Estados Unidos desde hace mucho tiempo

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En julio de 1994, agentes de Citibank notificaron al FBI sobre lo que entonces era un nuevo tipo de crimen: cientos de miles de dólares habían desaparecido de algunas cuentas bancarias corporativas. Para octubre de ese año, el total había aumentado hasta alcanzar diez millones de dólares. De acuerdo con el FBI, era la primera vez que se había cometido el robo de un banco por computadora. Fue hasta finales de 1994 que se estrenó Netscape Navigator, el primer navegador en alcanzar un gran éxito comercial. La industria financiera adoptó internet desde sus inicios, pero le faltaba seguridad; los miembros de seguridad de Citibank afirmaron que el equipo de hackers, liderado por el programador ruso Vladimir Levin, había utilizado cuentas válidas para acceder al sistema de manejo del dinero del banco (aún sin codificar) y para robar contraseñas y datos de las cuentas. Tras haber sido alertados por un par de transacciones sospechosas que sumaban un total de casi 522 mil dólares, el FBI rastreó las transferencias hasta un par de ciudadanos rusos: Yevgeny y Yekaterina Korlokova en

San Francisco. De acuerdo con las declaraciones de unos agentes del FBI que formaron parte de la unidad anticrímenes de cuello blanco en San Francisco, Yekaterina se dirigió a su casa a toda prisa después de descubrir que sus fraudulentas cuentas bancarias habían sido congeladas. Según cuentan, fue arrestada con las maletas ya hechas y un boleto sencillo para Rusia en mano. Después de ser arrestados, los Korlokova le dijeron al FBI que Levin orquestaba los robos desde San Petersburgo y aceptaron colaborar con la policía para localizarlo. En la primavera de 1995 convencieron a Levin de que viajara a Londres, donde fue arrestado. En 1998, tras haber sido extraditado a EU, se declaró culpable de haber cometido crímenes federales relacionados con el banco y fraude por computadora. Fue sentenciado a tres años de prisión y a pagar una multa de 240 mil dólares de indemnización. Ese robo fue el punto de partida de dos décadas del ya conocido juego del gato y el ratón entre hackers cada vez más sofisticados y los bancos. Y aunque diez millones de dólares parecía una cantidad inmensa en 1994, el impacto de los crímenes cibernéticos ha aumentado de magnitud en las décadas pasadas. De acuerdo con un informe de la compañía de seguridad McAfee, el costo económico global de los crímenes cibernéticos es, hoy día, de aproximadamente cuatrocientos mil millones de dólares anuales; mucha de esa cantidad ha sido resultado de golpes directos contra bancos y minoristas. En agosto se descubrió que algunos criminales rusos se hicieron de 1,200 millones de dólares en nombres de usuario y contraseñas de 420 mil páginas electrónicas; el mayor robo de credenciales en línea de la historia. Derek Mead

Foto de España por Darryl Estrine/Getty Images; ilustración por Nick Gazin

Hace aproximadamente una década hubo en España una fiebre entre la juventud por ponerse en forma. Desde entonces, los jóvenes españoles se han metido a los gimnasios en manadas, ejercitándose y haciendo pesas para hacer sus músculos tan grandes como les sea posible. Si bien no hay nada de malo en que la juventud se ponga en forma, esta moda ha venido acompañada de una nueva imagen corporal y algunos problemas de salud. Esteroides anabólicos, agilizadores circulatorios y hormonas para el crecimiento (productos en su mayoría traídos de China) han traspasado las fronteras de España. Los efectos culturales en centrar la atención en el tamaño de los músculos han sido muy dañinos: expertos calculan que entre veinte mil y cincuenta mil españoles, la mayoría jóvenes, sufren de dismorfia muscular o “vigorexia”, un tipo de anorexia invertida en el que una persona se obsesiona con la idea de que sus músculos son muy pequeños, sin importar qué tan musculoso esté. La policía española está tomando fuertes medidas para rastrear esteroides ilegales y otros productos de dopaje. En los últimos cinco años ha habido 35 operaciones policíacas en contra del tráfico de anabólicos esteroides, la mitad de los cuales ocurrieron en Valencia. Este mismo año las autoridades han desmantelado un plan de distribución masiva de productos de dopaje que involucraba a estudiantes, cadeneros, ciclistas profesionales y un médico acusado dar unas seiscientas recetas de anabólicos esteroides en tan solo unos meses. Juanjo Villalba

F�ENTE DE LA �EVISTA

El aumento de suicidios entre los policías de emergencia canadienses se ha vuelto alarmante

dijo Vince Savoia, fundador de la Tema Conter Memorial Trust, una organización dedicada a concientizar a las personas acerca del TEPT en policías y militares encargados de atender emergencias; es una causa que le toca muy de cerca, pues en 1988 Savoia, entonces paramédico, atendió un llamado de emergencia de un terrible asesinato en el que una mujer de 25 años de edad (quien según él mismo afirma se parecía mucho a su prometida) había sido atada a una cama, amordazada, violada y apuñalada once veces. Como muchos de quienes han trabajado en emergencias, Savoia no había recibido una preparación acerca de cómo manejar el TEPT; ni siquiera sabía lo que era. Dijo que el sistema debería mostrar más compasión y ser más eficiente, pues históricamente les ha fallado a aquéllos que sufren. “La mayoría de los niveles de gobierno se olvida de brindar el apoyo necesario para quienes atienden emergencias. Hay muy poco financiamiento para el apoyo psicológico de estas personas”, añadió. Allison Elkin

Asesinos seriales En el Centro Histórico de la Ciudad de México, hay un edificio que alberga cosas horribles: niños asesinados; cuerpos desmembrados y muchísima sangre. Es la exposición Asesinos Seriales 2 y sí, como si no fuera suficiente con una, la segunda parte promete “ocho nuevos casos”. En la entrada te recibe un Hitler con el clásico saludo nazi, acompañado por un Hannibal Lecter con camisa de fuerza y bozal. Obvio hay estampas de la Mataviejitas, llaveros en forma de dedos mutilados y máscaras monstruosas, ¿qué más quieres? Alejandro Mendoza

En Medellín se subastan vírgenes En los barrios bajos de Medellín, Colombia, las bandas callejeras están reclutando a niñas y adolescentes (algunas de sólo diez años de edad) y subastan su virginidad ante turistas adinerados, en el cada vez mayor mercado negro sexual de esta ciudad. Las chicas son atraídas por los líderes de estas bandas, quienes se acercan a ellas prometiéndoles ropa de diseñador, comidas en restaurantes caros y otros lujos, de acuerdo con las investigaciones que dirigió un grupo de defensores de estas chicas. También es común que los líderes de las bandas les ofrezcan dinero a los familiares, para que éstos contribuyan a asegurarse de que las jóvenes permanezcan vírgenes hasta cerrar el trato de la venta. En una subasta común, a los clientes se les muestra un catálogo de aproximadamente sesenta mujeres con precios que alcanzan los 2,600 dólares. Entonces los clientes reciben un código secreto que les permite el acceso a un sitio de internet. Cuando termina la subasta descargan el sitio y destruyen los folletos. Una vez vendidas, casi todas las chicas permanecen en el tráfico sexual. Se trata de un efecto colateral en la transformación de lo que era la fortaleza de Pablo Escobar a una metrópolis urbana. De acuerdo con un informe de la ONU, el reciente incremento en el número de turistas extranjeros en Medellín ha constituido un repunte en la economía ilegal de la ciudad y ha convertido este destino en una atracción para el turismo de sexo y drogas. Las redes de tráfico sexual han proliferado con el apoyo de operadores extranjeros del turismo sexual. Grace Wyler

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VICEMEX Foto por Francisco Gómez; ilustración por Kyle Stewart

En julio pasado, Ken Barker, miembro de la Policía Montada de Canadá, se quitó la vida. Barker había sufrido de trastorno por estrés postraumático (TEPT) después de atender un llamado de emergencia de un espeluznante asesinato en un autobús Greyhound en Manitoba, en el cual Vince Li apuñaló, mutiló y decapitó a Tim McLean, otro pasajero, para después comerse algunos de los restos de su víctima. Desde el pasado mes de abril, 16 policías canadienses que atienden emergencias se han suicidado; 13 de ellos en un periodo de diez semanas hasta el 17 de julio, alcanzando una cifra propia de una epidemia. Un estudio publicado por investigadores de la Universidad Eastern Michigan afirma que hasta el 31 por ciento de los policías que atienden emergencias experimentan TEPT, un aumento importante en comparación con estudios previos que hablan de 19 por ciento. Norteamérica no es la única región luchando contra este problema. En 2006, un estudio a 262 policías holandeses encontró que 41 por ciento de ellos manifestaban síntomas de TEPT tras haber sido expuestos a algún evento traumático: conflictos armados, un choque de autos o una muerte violenta. “La gente no debería molestar ni burlarse de los oficiales que se atreven a hablar de sus experiencias traumáticas, como a veces ocurre”,

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wacopuntomx ocurridos en el mundo en 2013, gracias al aumento en la inconformidad social y a la proliferación de grupos radicales. Mientras que una célula terrorista, una pandilla callejera o de piratas puede lograr un secuestro, el verdadero arte radica en conseguir una fuerte suma por el rescate. A continuación les compartimos una breve lista de los rescates más notables de la historia:

1532: Atahualpa, rey de los incas

1973: John Paul Getty III

Al pagar su propio rescate al conquistador Francisco Pizarro, el último emperador de los incas le entregó un salón lleno de oro y plata con un valor equivalente a mil quinientos millones de dólares actuales: la mayor cantidad de dinero jamás pagada por un rescate.

Cuando el magnate petrolero J. Paul Getty se negó a pagar 17 millones de dólares por el rescate de su nieto, los secuestradores le cortaron una oreja al chico y se la enviaron a las oficinas de un periódico italiano. Getty aceptó pagar tres millones de dólares, pero en realidad pagó 2.2 millones, la mayor suma deducible de impuestos hasta ahora, y le prestó los otros 800 mil a su hijo con un interés del cuatro por ciento.

1996: Victor Li 1874: La primera nota pidiendo un rescate Unas personas secuestran a Charley Ross, un niño de cuatro años de edad, cerca de su casa en Pensilvania y dejan una nota (que parece ser la primera de este tipo en Estados Unidos) pidiendo veinte mil dólares por el regreso del niño. Ross nunca fue encontrado.

70s: Montoneros Un grupo de extrema izquierda de la guerrilla siembra el terror en Argentina secuestrando a empresarios y extorsionándolos para obtener grandes sumas de dinero. Su chef d’oeuvre fue el secuestro de Juan y Jorge Born en 1974, magnates de la industria del grano. Meses después los hermanos son devueltos por más de sesenta millones, el equivalente a 293 millones de dólares en 2014, lo que constituye el mayor rescate de la historia moderna.

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1974: Patty Hearst Una heredera de 19 años de edad es plagiada de su departamento en Berkeley por el Ejército Simbionés de Liberación, un grupo terrorista de izquierda que exige a la familia Hearst que distribuya setenta millones de dólares en comida entre la gente pobre de California. El padre de Patty dona inmediatamente seis millones de dólares en comida, pero el ESL decide no entregar a su rehén porque la comida era de pésima calidad. Tres meses después, Patty Hearst anuncia que se ha unido al ESL y que se ha cambiado el nombre a Tania.

El hijo del magnate más rico del mundo de los negocios de Hong Kong es secuestrado por el gángster chino Cheung Tzekeung (alias el Derrochador) quien devuelve al joven por 133 millones de dólares. Un año después, el Derrochador pide una suma similar por Walter Kwok, otro descendiente del mundo de los negocios de Hong Kong. Al cabo de un tiempo Kwok es liberado a cambio de 77 millones.

Una iniciativa de

El negocio del secuestro va en aumento en estos días. Lo que alguna vez fue la especialidad de las guerrillas y los cárteles de drogas en América del Sur, el plagio y el intercambio se han vuelto una industria global para los seres humanos en la década pasada. De acuerdo con la información proporcionada por la firma de seguridad Control Risks, los secuestros en Asia y África constituyeron más de la mitad de los incidentes

Azul y negro

¿Por qué las comunidades minoritarias de Nueva York no confían en los policías? Por Matt Taylor El cuerpo de Eric Garner yace en el ataúd durante su funeral en la iglesia bautista de Bethel en Brooklyn, Nueva York, el miércoles 23 de julio de 2014. Foto AP / New York Daily News, Julia Xanthos, Pool

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l pasado 17 de julio, oficiales de policía de la Ciudad de Nueva York rodearon a Eric Garner, un hombre afroamericano con sobrepeso y asmático, cerca de su casa en Staten Island. De acuerdo con su amigo y vecino Ramsey Orta, los policías estaban molestando a Garner, de 43 años de edad y padre de seis niños, porque creían que estaba involucrado en una riña callejera. La versión de la policía es que se acercaron a Garner porque estaba vendiendo cigarrillos sueltos, lo cual es ilegal. Tal como aparece en el video tomado por Orta, Garner se quejaba de un acoso rutinario por parte de la Policía de Nueva York (NYPD, por sus siglas en inglés) cuando Daniel Pantaleo, un policía vestido de civil, comienza a sofocar a Garner; mientras los policías le estrellan la cabeza contra el piso y lo sujetan, Garner alcanza a gritarles: “¡No puedo respirar!” nueve veces (puedes ver el video en YouTube) sin lograr que lo dejen. Una hora después murió en un hospital. El video tiene un terrible parecido al momento climático en el que se muestra a Radio Raheem cuando es asesinado por la NYPD en la película Haz lo correcto, de Spike Lee. Lee creó su propia edición, mezcla de ambas escenas, después de la muerte de Garner. Casi de inmediato se empezó a decir que Garner había sido una baja en un operativo de “Ventanas rotas”, una teoría que dice que

si la policía se va en contra de delitos menores como grafitear, pedir limosna en el metro o la venta ilegal de cigarros, se desalienta a quienes podrían cometer crímenes más serios como violaciones o asesinatos. Esta teoría es creación del criminólogo George Kelling, coautor de un artículo publicado en 1982 en el Atlantic y que sigue siendo una especie de manual para la policía en Estados Unidos. “Ventanas rotas” fue una idea muy extendida gracias a William Bratton, comisionado de la NYPD en la década de los 90s bajo el gobierno del alcalde Rudy Giuliani, quien ha retomado su antiguo puesto bajo las órdenes del nuevo alcalde Bill de Blasio. Aunque es obvio que la policía hubiera preferido evitar la muerte accidental de Garner, su arresto fue el resultado de una estrategia deliberada: el pasado 7 de agosto, en el New York Daily News, Philip Banks III, jefe de la NYPD, hizo un llamado a perseguir las ventas ilegales en menudeo en Staten Island a principios de julio, días antes de la muerte de Garner. Cuando los policías comenzaron a acosarlo, simplemente estaban siguiendo órdenes. Lo peor de todo esto es que se supone que la NYPD estaba dando mejores resultados al momento de relacionarse con las comunidades minoritarias. Uno de los elementos en la campaña de De Blasio contra Ray Kelly, el comisionado anterior, había sido la recurrente práctica del departamento de Kelly de detener y catear a jóvenes afroamericanos y latinos con la esperanza de detener la violencia cometida con armas de fuego, una política pública que se había reducido mucho antes de que el nuevo alcalde tomara el timón en enero. Sin embargo, un número absurdo de afroamericanos y latinos siguen siendo esposados por delitos menores vinculados a la mariguana, y los policías han mostrado cómo sacan su enojo al arrestar a los adolescentes por bailar

brake dance en el metro a cambio de unas monedas. “Kelly y Bratton siguen siendo los mismos”, me dijo David Dinkins, quien fue el primer alcalde negro, electo en 1989. “Y así están las cosas realmente, como el comisionado de la policía”. El programa “Ventanas rotas” está de regreso (Kelling está trabajando como consultor para el departamento) y está dirigido, una vez más, hacia los jóvenes pobres de comunidades minoritarias. “No hay manera de darle la vuelta al hecho de que una buena parte de las minorías en NY sienten que están siendo, indebidamente, el objetivo de la NYPD”, me dijo Bratton en una entrevista. Pero el comisionado defendió su manera tradicional de enfocarse en comunidades minoritarias, a las cuales señala con frecuencia como las fuentes de los crímenes más violentos. Kelling lo apoya. “Si alguien piensa que Bratton está interesado en criminalizar a los jóvenes o a los afroamericanos, está completamente equivocado”, me dijo. “Hubo un tiempo en el que la historia nos decía que los irlandeses estaban cometiendo muchos crímenes. En otra generación fueron los italianos… actualmente tenemos un problema terrible con afroamericanos matándose entre sí, al igual que con los latinos. Si quieres detener estos crímenes, tendrás que lidiar con esta población y eso no significa establecer un perfil racial inadecuado”. El problema es cómo la policía ha decidido “lidiar con esa población”. Al asesinato de Garner han seguido montones de fotos y videos, la mayoría obtenidos por el Daily News, que muestran a policías cometiendo actos de maltrato a minorías como sacar a rastras de su departamento a una mujer negra desnuda y dejarla en el pasillo, o detener a una mujer negra embarazada sujetándola del cuello por estar haciendo una carne asada en la banqueta. Bratton aceptó, después de la muerte de Garner, que los policías deberían estar mejor entrenados para contener a los sujetos. Eso podría servir de ayuda, pero no ataca el problema de fondo. “Este es el tipo de cosas que los países que están en una lista de observación le hacen a sus ciudadanos. Hacen una redada en un vecindario y encierran a las personas por heroína”, dijo Eugene O’Donnell, un abogado y policía veterano de Nueva York que trabajó en el comité de transición de seguridad pública de De Blasio y actualmente trabaja al lado de Ken Thompson, fiscal de distrito de Brooklyn. “Lo escandaloso es ¿por qué se hizo este arresto y quiénes fueron los creadores de estas políticas públicas que permitieron que esto ocurriera?”

Los ataques con ácido preocupan a Colombia

L Patricia Espitia, víctima de un ataque con ácido en Colombia, afirma: “Todos dependemos de nuestro rostro, de nuestra imagen, y en esta sociedad que no tiene cierta educación para darse cuenta de lo que pasa, acaban encajonándonos”

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a violencia en Colombia es un tema ampliamente comentado, y en un país con un conflicto armado que cumplió medio siglo, pocos actos de violencia tienden a convertirse en motivo de polémica nacional. Sin embargo, en los últimos meses, mientras que el gobierno nacional negocia la paz con las guerrillas en La Habana, Cuba, los colombianos se están enfocando en resolver un fenómeno criminal que amenaza con desbordarse: los ataques a personas con agentes químicos, corrosivos y ácidos de fácil acceso en el mercado. El fenómeno, registrado por las autoridades forenses desde hace una década, se ha convertido en una de las mayores preocupaciones de la ciudadanía, en especial desde

marzo de 2014, cuando Natalia Ponce de León, una joven bogotana de clase alta, fue atacada con ácido por un extraño, resultando en graves lesiones de su cara y cuerpo. El caso de Ponce de León obligó a las autoridades a reconocer que el fenómeno está fuera de control y se ha convertido en una práctica peligrosamente usual. Un reporte del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses reveló 926 casos registrados durante la última década, de los cuales 471 han sido ataques a mujeres y 455 a hombres. Según Jaf Shah, director ejecutivo de la Acid Souvivors Trust International (ASTI) en Londres, Colombia lidera la lista negra de países con mayor número de ataques con

químicos en el mundo. Con una población de 47 millones, en el país ocurre un promedio de cien ataques por año. India, con 1,200 millones de habitantes, registra mil; y Pakistán, con 180 millones, 250. “Los números de Colombia son alarmantes”, me dijo en entrevista el inglés, quien pasó en agosto por Colombia para analizar las medidas que se están tomando para acabar con el problema. Este tipo de agresiones son interpersonales, casi siempre motivadas por celos, envidia o, en casos muy extraños, obsesiones sexuales. El mismo reporte de Medicina Legal registra que de los 926 casos de agresión, 413 fueron al rostro. Según varios expertos, esto refleja el deseo del agresor por acabar con el estado físico y anímico de la persona. Además las víctimas deben lidiar con la impotencia que genera el hecho de que sus agresores sigan libres. En 2011, de los 42 casos de ataques con ácido registrados, sólo dos terminaron en sentencias judiciales. El año pasado, el Congreso Nacional aprobó la ley 1639, que fortaleció las medidas de atención y protección a las víctimas. Sin embargo, aunque la ley establece un aumento en las penas a los perpetradores, para muchos es necesario avanzar en la generación de mecanismos de prevención como el control a la venta de estas sustancias en tiendas y farmacias. “A pesar de que hay una ley, ésta se queda corta, le falta muchísimo”, me dijo Patricia Espitia, una víctima de estos ataques cuya cara quedó desfigurada. “No cubre las necesidades que tenemos, nuestras cirugías, la salud, la justicia. Las penas de cinco a ocho años no sirven para nada. Yo me he hecho 28 cirugías de reconstrucción en dos años, y he tenido que sacar de mi dinero para costearlas”. El pasado 3 de septiembre estuve en el foro de construcción de lineamientos para la atención integral a mujeres víctimas de estos ataques. Gina Potes, líder de la Fundación Reconstruyendo Rostros, se acercó y me comentó, entre giros de cabeza, la decepción que sentía por el evento. “Hay mucho desgaste institucional que no garantiza el respeto de los derechos de las sobrevivientes; necesitamos menos shows mediáticos y más que buenas intenciones”.

Foto, cortesía de la Fundación Reconstruyendo Rostros, del archivo de Nubia Patricia Espitia

Por Sebastián Ospina López

�etuitear para matar

Todo es muy divertido hasta que alguien tuitea una amenaza de muerte Por Brian Merchant Se suponía que la broma se descubriría después de una serie de tres fotografías tuiteadas. La primera mostraba un arma borrosa. La segunda mostraba a una víctima ensangrentada. En la tercera, un joven yacía en el suelo al lado de una patrulla

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a noche del pasado 11 de marzo, un usuario de Twitter, @StillDMC, se paró frente a una ventana en Los Ángeles y le tomó una foto a su rifle, que parecía apuntar a una pareja de peatones ubicados en una esquina a cierta distancia de ahí. A las 12:09 am comenzó a tuitear. Al lado de la fotografía escribió: “A los 100 RT le voy a disparar a alguien que pase caminando”. Su tuit alcanzó rápidamente los cien retuits. Una hora después tuiteó: “Hombre muerto. Misión cumplida”. Esta vez la fotografía mostraba a un joven que yacía en el piso sujetándose el torso; parecía tener una herida en el pecho, a juzgar por la mancha oscura borrosa. Al día siguiente, la policía de Los Ángeles arrestó a Dakkari McAnuff, de veinte años de edad. El informe de la policía dice que los agentes habían

“descubierto varias imágenes que mostraban un tipo de rifle desconocido que apuntaba en dirección de varias de las calles de la ciudad de Los Ángeles” [sic] y habían determinado que McAnuff era @ StillDMC, y confirmaron su ubicación. Al mediodía, un grupo de oficiales de policía llegó al alto edificio de departamentos de Zain Abbasi, de 22 años de edad, donde McAnuff se encontraba hospedado. Según lo declarado por Abbasi, el administrador del edificio lo mandó llamar a su oficina, donde los policías lo esposaron a él y a otro amigo suyo. Unos helicópteros rodearon el edificio, varios francotiradores tomaron sus posiciones desde las azoteas de un complejo al otro lado de la calle y varias patrullas bloquearon el estacionamiento del condominio. Los detectives le dijeron a Abassi que llamara a McAnuff y le dijera que bajara para reunirse con ellos. Tan pronto salió del condominio, McAnuff fue arrestado por diez agentes que estaban a la espera con sus respectivas armas desenfundadas. Los oficiales registraron el departamento y encontraron el arma fotografiada en el tuit: un rifle de aire comprimido. Esposaron y detuvieron a todo el grupo. McAnuff fue “encerrado bajo sospecha de haber hecho amenazas criminales” y su fianza se fijó en cincuenta mil dólares. Por supuesto, todo se trataba de una broma. McAnuff y Abbasi, junto con sus amigos Moe y RJ, son miembros de un grupo

llamado los MAD Pranksters (bromistas locos). Son chicos que vienen de Houston, Texas —todos tienen entre 19 y 22 años de edad— y que se mudaron a L.A. para probar suerte en el mundo del entretenimiento. Esta fue su primera proeza: un intento de hacer lo que Abbasi llama “una broma social”. Se suponía que la broma se descubriría después de una serie de tres fotografías tuiteadas. La primera mostraba un arma borrosa y una violenta súplica; la segunda, una víctima ensangrentada y la tercera, publicada casi once horas después de la segunda, mostraba a McAnuff, en el piso, con las manos en la espalda junto a una patrulla. Un oficial de la policía de Los Ángeles (LAPD, por sus siglas en inglés) estaría de pie en el cuadro. El texto decía: “Anoche, antes de ser arrestado. Soy un idiota. Que chingue a su madre el soplón. Y que chingue a su madre LAPD”. Obviamente los MAD Pranksters esperaban que esta saga construida por ellos fuera todo un éxito. En ese sentido, “100 RT y voy a disparar” lo fue. La broma fue retuiteada mil veces (Twitter suspendió la cuenta de McAnuff) y las noticias sobre la supuesta amenaza aparecieron en las primeras planas de todo el mundo. Los medios de comunicación mostraron a McAnuff como un asesino latente, en potencia o como un idiota imprudente y la mayoría de las publicaciones no le dieron importancia al hecho de que el rifle fuera un juguete. No es difícil darse cuenta de por

qué ocurrió esto. El tuit parecía presentarnos una oportunidad para asomarnos a un futuro perturbador. O hacer del asesinato una suerte de videojuego. Sin embargo, los MAD Pranksters afirman que su hazaña era evidentemente una broma, y que la policía lo sabía incluso antes de que arrestaran a McAnuff. Y en caso de que la policía no lo supiera, debería haberlo sabido, sostienen los acusados: había pistas en los tuits, mismos que la policía afirma haber monitoreado muy de cerca, que revelaban que todo era una broma. En un correo electrónico, Abbasi escribió: “La policía reaccionó de forma desmedida, pusieron mi vida y la de mis amigos en peligro para intimidarnos y no poder tuitear: ‘¡Que chingue a su madre LAPD!’” Y añadió que el departamento de policía “había gastado innumerables horas, recursos y dinero de los contribuyentes para llevar a cabo esta operación y así poder intimidar a los MAD Pranksters para que no ejercieran un derecho irrevocable”. Intenté contactar a los agentes de LAPD para que confirmaran o negaran los detalles de la cuenta de los MAD Pranksters, pero sólo la oficina de prensa se mostró dispuesta a discutir el caso. “La fotografía tuiteada fue considerada como una amenaza creíble. Por eso enviamos a un grupo de detectives a investigar”, me dijo una vocera de LAPD. “Tenemos agentes que monitorean las redes sociales. Mientras realizaban su trabajo de rutina se toparon con el tuit”.

La historia de Abbasi y McAnuff despierta algunas preguntas acerca de la manera en que los departamentos de policía deben manejar las investigaciones de amenazas por internet. ¿Qué están obligadas a conocer las autoridades antes de desenfundar sus armas, dado que el panorama de las redes sociales es ruidoso, poco confiable y cambia rápidamente? “No estamos violando la ley. Sólo estamos bromeando”, me dijo McAnuff. Eso, por supuesto, es tema para un largo debate. El cómo y cuándo se debe considerar como un acto criminal una amenaza hecha por internet —y cuándo deben ser consideradas como parte de la libertad de expresión de la Primera Enmienda— está en camino de ser discutido en la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos por el caso de Anthony Elonis, un residente de Pensilvania. Elonis describió en Facebook una serie de letras ultraviolentas para rapear en las que describía, con gran detalle, el asesinato de su esposa (separada de él) y de sus ex colegas. Por esas publicaciones, Elonis pasó casi cuatro años en la cárcel. Mientras tanto, trucos en las redes sociales como las de los MAD Pranksters se están haciendo cada vez más populares y amenazas en línea dudosas todavía conforman una frontera relativamente nueva para el cumplimiento de la ley. Hasta ahora, las autoridades han luchado por mantener un equilibrio entre una conducta inocua e inevitablemente estúpida y perseguir situaciones de peligro verificable. “Hay una categoría dentro de la libertad de expresión llamada amenazas reales”, me dijo Clay Calvert, profesor de la Universidad de Florida, quien es especializa en temas de medios de comunicación. “Se trata de un discurso que, normalmente, una persona razonable encontraría como una amenaza de peligro”. Suena un poco ambiguo porque lo es. “Desafortunadamente, la definición de ‘amenaza real’ no es muy clara”, dijo Calvert. Los MAD Pranksters afirman que tuvieron contacto directo con un oficial de policía, el mismo que les permitió usar su vehículo como un accesorio en el último tuit, y que le dijeron exactamente qué era lo que estaban haciendo. Ellos sostienen que resulta obvio que el arma era falsa, al igual que la escena con el tipo muerto. En otras palabras, los oficiales de LAPD debían saber que no se trataba de una amenaza real. Los MAD Pranksters dicen que pasaron más de 16 horas entre el primer tuit y el arresto —tiempo suficiente, podríamos decir, para que contactaran al policía del tercer tuit y para preguntarle a un experto en

armas de fuego si el arma fotografiada era real—. Según la declaración de los agentes de LAPD, los agentes descubrieron el tuit a las 9:30 am, aunque tenía marcada la hora de la noche anterior. Aun así, el arresto se llevó a cabo tres horas y media después, según afirma Abbasi, por lo que parece que el departamento no estaba tratando el caso como una emergencia. Sin embargo, los oficiales de LAPD se sintieron obligados a enviar suficientes policías para aprehender a un pequeño cártel —incluyendo, según Abbasi, helicópteros y francotiradores—. De hecho, lo más terrible de todo eso fue que los agentes de LAPD tuvieron a los MAD Pranksters en la mira de los francotiradores. Dice Abbasi que en la comisaría, una agente de policía le dijo: “Hace un rato te tenía en la mira. Si te hubieras asomado por el balcón con tu rifle de juguete, te hubiera volado la cabeza”. Y así es como un muchacho podría haber muerto por tuiteado una foto con un rifle de juguete. Broma o no, el montaje involucra una visión perturbadora de cómo los asesinatos pueden comenzar a conectarse con las redes sociales. Twitter, Facebook y YouTube ya ofrecen una audiencia global omnipresente y el incentivo para los usuarios de difundir actos extraños o que lindan la frontera de lo imposible en una subasta por ganar likes en las publicaciones y más seguidores. Debido a las huellas medibles en las redes sociales que dejan verdaderos asesinos esto fácilmente podría haberse tratado de un delito grave. También se ha demostrado que los jóvenes son particularmente sensibles a la presión social a través de las redes. Dadas las circunstancias, McAnuff y su equipo tuvieron suerte. Días después de ser liberado le informaron que la Oficina de la Fiscalía del Distrito del Condado de Los Ángeles había decidido retirar los cargos en su contra. Además, los francotiradores de LAPD no le dispararon a nadie, pero es probable que algo así vuelva a ocurrir. “Sin duda habrá más casos de amenazas reales que involucran las redes sociales, ya sea Facebook, Twitter o YouTube, en los que las personas suben videos de ellas mismas amenazando a alguien”, dijo Calvert, “se trata de un caso más en el que la ley tiene que ponerse al corriente con la tecnología”. Lleva tiempo aprender a distinguir los hechos de la ficción, un tiempo con el que nuevos consumidores y miembros de los departamentos de policía no siempre cuentan. Tal vez la broma de @StillDMC haya sido imprudente, tonta y peligrosa, pero debemos esperar que haya más bromas así saltando en nuestro navegador.

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El extraño caso del ex mejor amigo de Leonardo DiCaprio, sus dos cacatúas y millones de dólares desaparecidos Por Andy Capper y Scott Pierce, Fotos cortesía de Dana Giacchetto Leonardo DiCaprio y Dana Giacchetto hacen gestos para la cámara en una cabina, tal vez durante uno de sus varios viajes de lujo

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mediados de 1990, Leonardo DiCaprio era el rey del mundo; la estrella de cine con carita de bebé estaba a punto de interpretar el papel principal en Titanic y le gustaba pasar parte de su tiempo libre con Dana Giacchetto, un ex inversionista bancario y miembro del nuevo grupo de música new wave Breakfast in Bed, en su penthouse de Broadway y Cortlandt, en Manhattan. Los dos amigos tenían sendas cacatúas que combinaban muy bien llamadas Ángel y César, y organizaban fiestas espléndidas para las personas más poderosas de las industrias del cine, la moda y las finanzas de la década de 1990 como Michael Stipe, Andrew Cuomo, Kate Moss, Winona Ryder, Harmony Korine, Alanis Morissette y otras celebridades.

Entre las cosas que suelen hacerse en fiestas que terminan tarde (regar excelente champaña por todos lados incluido), algunos invitados hacían tratos de un millón de dólares ya avanzada la noche; al menos eso es lo que cuenta Giacchetto. Su vida de lujo se acabó en el año 2000, cuando fue arrestado y declarado culpable por haber cometido fraude bajo el Acta de Asesores de Inversión. Después de eso, la mayoría de sus clientes lo abandonaron y la corte lo sentenció a una condena de 57 meses como máximo en la cárcel por apropiarse indebidamente de aproximadamente nueve millones de dólares. Gracias a su buen comportamiento, el tiempo ya cumplido en prisión y su voluntad por entrar en un programa de rehabilitación, fue puesto en

libertad antes de tiempo, pero su vida no ha vuelto a ser la misma. La caída de Giacchetto comenzó en 1988, cuando su madre, Alma, le prestó casi doscientos mil dólares para que pudiera fundar el grupo Cassandra. Entonces Giacchetto trabajaba como contador ejecutivo en la compañía Boston Safe Deposit & Trust y utilizó sus credenciales para convencer a sus amigos de bandas de new wave y punk de que invirtieran en un grupo para gente del medio artístico y buena onda. Gracias a sus habilidades para los negocios y su trayectoria en el rock, Giacchetto comenzó a trabajar en Sub Pop Records, el sello más representativo de música indie que fue famoso y que quebró simultáneamente al haber sacado el primer disco de Nirvana,

Bleach. Poco después, Giacchetto trabajó como gerente comercial de todos los actos de Sub Pop, así como para los Smashing Pumpkins, Alanis Morissette, Phish, Victoria Williams, Q-Tip, R.E.M., y varios de sus agentes y representantes. Giacchetto fue a la cárcel por haber robado un total de nueve millones de dólares a varios de estos clientes, incluyendo a Phish, quienes perdieron cerca de un millón según el New York Times. La Comisión de Seguridades e Intercambio había encontrado irregularidades en el libro contable de Cassandra desde septiembre de 1997. (Giacchetto había utilizado una variante del conocido ardid de crear activos fraudulentos en el cual un activo se toma para cubrir otro que ha desaparecido). El fiscal declaró que el plan utilizado por Giacchetto consistía en explotar indebidamente las cuentas de los clientes del grupo Cassandra, así como girar cheques de la firma de servicios financieros Brown & Co. Fue capaz de cobrar estos cheques a pesar de que algunos fueron hechos a nombre de celebridades como Ben Stiller. “Yo fui una persona extraordinariamente exitosa, más allá de lo que hubiera soñado, volé muy cerca del sol y, ya lo sabes, me quemé muy fuerte”, nos dijo cuando lo conocimos en Nueva York este verano.

Después de decirnos que no tenía mucho tiempo para hablar con nosotros por una junta con su abogado y con el FBI, insistió en que era inocente y sostuvo que había sido acusado y condenado por culpa de perso­­nas dentro de Hollywood que estaban tratando de mantenerlo fuera de la vida elitista, poderosa y llena de celebridades del cine, que para él era como el Olimpo. “Creo que hay algo de cierto en la idea de que Hollywood es como una imagen vacía y superficial; pero a veces la gente lo dice porque es un negocio construido sobre el artificio y la fantasía”, nos dijo. “Esto no quiere decir que no sea legítimo. Solamente significa que, contextualmente, tienes que ponerlo en perspectiva y creo que a la gente eso le da envidia”. Conseguir las entrevistas con Giacchetto fue tan absurdo y complicado como un set de filmación de Hollywood. Un día se negó a hablar con nosotros en su loft en SoHo porque había personas “rompiendo y reparando el piso”. En otra ocasión no nos permitió entrevistarlo en su casa porque pensaba que después de leer este artículo, el FBI conocería su artístico plan multimillonario: los Basquiats, los Schnabels. Cuando por fin lo conocimos en persona, llegó con sus padres. Nos pidió que entrevistáramos

a su padre, Cosmo, y que promoviéramos su novela autopublicada, escrita en los 60s. Al día siguiente llegó con Bruce Pavitt, el fundador de Sub Pop Records y nos enjaretó una “nueva app que va a revolucionar esa industria de la música”. En cada reunión, Giacchetto prometía que nos iba a traer fotografías de sus años con DiCaprio. No le creímos, pero en nuestra última entrevista llegó con una mochila de viaje expandible llena de cientos de fotos como éstas, en las que aparece DiCaprio en plena fiesta. El modo en que Giacchetto pasaba las fotos nos recordó a un padre que muestra las fotos de sus hijos, y no porque a Giacchetto le gustara presumir sobre su vida disipada en los 90s, sino porque estas celebridades alguna vez fueron sus amigos. Cuando fue a prisión, la mayoría lo abandonó. Desde luego, esto no ha detenido a Giacchetto para hacer negocios con los ricos y famosos. Además de la presentación de su app para el celular con Pavitt, está representando una nueva línea de artículos de comida de lujo que te permitirá comer langosta termidor con sólo abrir una lata. Busca nuestro nuevo documental sobre Dana, muy pronto en VICE.com como parte de nuestra nueva serie ¿El verdadero…?

De izquierda a derecha: DiCaprio hace revolotear su cacatúa en el penthouse de Giacchetto Giacchetto en una fiesta con DiCaprio, Naomi Campbell y otras personas DiCaprio y Giacchetto con (supuestamente) Q-Tip relajándose DiCaprio baila Shmoney Dance años antes de que se inventara en el departamento de Giacchetto

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Sacrificio sobrenatural Sudáfrica le declara la guerra al diablo POR Skyler Reid

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La escena de un crimen en Dobsonville, un pueblo en Soweto, a las afueras de Johannesburgo. Todas las fotografías fueron tomadas por el autor

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s muy probable que el diablo no esté preparando un ataque con todo en contra de la población de Sudáfrica, pero si ojeas un tabloide, hablas con los habitantes de la zona o le preguntas a la policía, todos te lo dirán: el crimen satánico es un problema que va en aumento. La mañana del 19 de febrero de este año, un hombre estaba caminando por un largo y polvoriento barranco en Dobsonville, un pueblo de Soweto, en las afueras de Johannesburgo, cuando encontró los cuerpos de dos chicas adolescentes. Vio a Chwayita Rathazayo, de 16 años, y a Thandeka Moganetsi, de 15, en un llano con el pasto muy crecido, entre pedazos de cerámica y varios tipos de basura. Según las noticias, las chicas vestían sus uniformes escolares y yacían a unos cuantos centímetros la una de la otra; ambas presentaban cortes y heridas abiertas en la espalda, cuello y brazos, y estaban muy cerca de la sólida hilera de casas de ladrillo que rodea el llano. A un lado de las chicas había tres velas negras y dos navajas de rasurar nuevas. Las estrechas zanjas del llano, a manera de senderos, mantienen a distancia a los residentes que tienen miedo de ser atacados. Pero esa mañana, al correrse la voz sobre los cuerpos, los compañeros de clase de las víctimas llegaron poco a poco al lugar de los hechos. “Los otros jóvenes lloraban y decían que sabían exactamente quién había hecho eso y también que sabían que eso iba a

suceder”, me dijo Malungelo Booi, un reportero de televisión que cubrió la noticia. “Les habían dicho que ellos eran los siguientes”. Una semana después del asesinato de las adolescentes, el Servicio de Policía de Sudáfrica, anunció que estaban aumentando los crímenes relacionados con el ocultismo: entre diciembre de 2013 y febrero de 2014 se habían reportado 78 crímenes de ese tipo en Gauteng, la provincia de Sudáfrica más poblada. Se abrieron casos formales para 48 de esos reportes. Para el 26 de febrero, ya se habían cerrado cuatro de esos casos, con condenas que iban de 15 años en prisión a cadena perpetua. No todos estos crímenes de tipo vudú se habían cometido en nombre de Satán: cubrían un gran espectro de rituales jodidos efectuados en el nombre de prácticas religiosas dementes. La declaración oficial de la policía menciona varias veces el robo de partes de los cuerpos, pero eso es común en Sudáfrica, donde las acusaciones de brujería y de falsos curanderos tradicionales todavía alcanzan las primeras planas cada semana. Tan pronto se anunció el caso, varios grupos religiosos bajaron a combatir la amenaza. Sudáfrica se encuentra actualmente en una “guerra espiritual”, de acuerdo con la pastora Mamorwa Gololo, quien tiene una iglesia en Soweto donde predica las enseñanzas del ministerio de la liberación. En pocas palabras: hace exorcismos. Cuando

me entrevisté con ella, me describió cómo había ayudado a salvar a un hombre nigeriano de las manos de Satán el pasado diciembre. Ésta no es la primera vez que los sudafricanos se han visto frente a un aparente brote de satanismo. En la década de 1980 comenzaron a aparecer reportes de cultos satánicos y de adolescentes a los que les habían lavado el cerebro, que coincidieron con el lento desmantelamiento del Apartheid. “Se decía que la violencia en la década de 1980 se debía al aumento de divorcios, al feminismo, a los chicos que consumían drogas o que no querían entrar al ejército”, me dijo entre risas Nicky Falkof, una profesora de estudios en comunicación en la Universidad de Witwatersrand en Johannesburgo. Falkof había conversado con otros tres reporteros la misma semana que nos entrevistamos, ya que es una de los pocos profesores con doctorado en Sudáfrica que ha escrito artículos académicos sobre el tema. Ella se centró en cómo los medios de comunicación perpetuaban estas creencias marginales de una emergencia súbita y terrible de adolescentes adoradores del diablo, creando lo que comúnmente se ve como un pánico moral (o satánico en este caso). “Y en cierto momento simplemente se detuvo; los satanistas desaparecieron y nadie volvió a hablar de ellos nunca más”, dijo. “Me parecía que había algo importante en el hecho de que eso ocurriera como una consecuencia del tipo de rarezas propias del final del Apartheid entre los blancos”. Sin embargo, en esta ocasión el aumento de los crímenes está ocurriendo casi exclusivamente en las comunidades negras; las colonias con falta de servicios y los asentamientos informales que, a pesar de la radiante promesa de 1994, permanecen en una pobreza dolorosa. En la actualidad,

un chico negro que se cría en uno de los pueblos de Sudáfrica está rodeado de un desempleo endémico (más de una cuarta parte de la comunidad no tiene trabajo), de condiciones patéticas de vivienda (cerca del 13 por ciento viven en chozas de metal corrugado) y prácticamente no hay ninguna posibilidad de escapar. Al día siguiente de que encontraron los cuerpos, la policía arrestó a dos chicos negros de 16 años de edad, compañeros de clases de las niñas asesinadas. Ese mismo día la policía desenterró huesos de animales, un hacha, y una daga del patio de una casa cercana. Se dijo en un reporte que esto formaba parte de una investigación anterior, todavía en curso, pero resultó que también involucraba acusaciones de prácticas satánicas. Al día siguiente, el periódico Daily Sun publicó en su portada una fotografía de un hacha dentro de una bolsa de evidencias y un encabezado en mayúsculas que decía: “¡Toman la casa de Satán!” Me reuní con el reverendo Gift Moerane, quien ayuda a coordinar los asuntos de la iglesia y del personal de Gauteng, en su oficina de Johannesburgo. Tres días después de que las chicas fueran halladas muertas, Moerane y otros pastores locales, incluyendo a Gololo, visitaron Dobsonville para tener unos momentos de oración en la escuela preparatoria. Moerane ha desempeñado un papel muy importante en construir un vínculo con el Departamento de Educación para que les permita mayor acceso a las escuelas a grupos religiosos, a pesar del gobierno secular de Sudáfrica. “Difundir la palabra de Dios nos ayudó a ser mejores personas”, dijo enmarcando cuidadosamente su preferencia por una política pública de la era del Apartheid. “Pero ahora, debido a que la secularización del estado ha obligado a la religión a ser removida de la educación, se ha abierto una brecha, un vacío. Y debido a que la naturaleza no permite vacíos, algo ha llegado a tapar esta nada”. Moerane ve esto como un caso en el que literalmente Satán ha venido a robarse a los niños de Sudáfrica, pero aceptó que estas cosas no ocurren en, bueno, un vacío. “La gente que difunde estas prácticas promete todo tipo de cosas”, me dijo. “Si te unes a este movimiento obtendrás todo lo que quieras”. También están incluidos el sexo, las drogas y el rock and roll. El grupo religioso cree que se trata del diablo, y el grupo secular opina que es resultado de la disparidad económica, pero ambos coinciden en que son crímenes motivados por la desesperación. “Si escuchas los testimonios de los jóvenes que

están haciendo estas cosas, hablan mucho acerca de obtener poder”, dijo Falkof al hablar de otros casos recientes vinculados con el ocultismo. “El satanismo nos permite hablar de estos asesinatos sin tener que preguntarnos por qué en este país está creciendo una generación de chicos capaces de cometer actos de violencia tan extremos”. Para la ley es esencialmente lo mismo: es poco probable que un breve exorcismo retire los cargos en contra de unos muchachos acusados de homicidio. “Si dicen: ‘El demonio dentro de mí me dijo que tenía que hacer esto y aquello’, la mayoría de las veces se trata de cosas sin sentido”, me dijo Kobus Jonker, quien es un testigo experto en juicios relacionados con el ocultismo. Él es el director de la Unidad de Crímenes Relacionados con el Ocultismo, fundada en 1992, durante el último brote de fiebre satánica. También es probable que él sea la persona más despreciada en los círculos paganos y ocultistas del país, tras haber redactado una guía policíaca para identificar prácticas religiosas peligrosas y objetos ocultos, misma que a menudo es considerada como caduca, tendenciosa o inexacta. “A mí no me importa si eres wiccano, pagano, el anticristo o un vampiro. No me importa. Nuestro trabajo es investigar los crímenes que se han cometido”, me dijo Jonker. Mientras pasaba las hojas con ilustraciones de su primer caso de un crimen satánico, también me dijo que no tiene pesadillas: se ve la fotografía de una mujer desnuda con las palabras “Jesús” y “Cristo” grabadas en las plantas de los pies y un “666” grabado en el brazo. Dado que es un consultor de la policía, Jonker está muy consciente de los reportes que señalan un incremento de estos crímenes, y de hecho ha recibido llamadas de padres de familia preocupados; sobre todo en estos últimos meses. “Creo que algunos de los chicos están aburridos; están abandonados a su suerte. No sienten que tengan un lugar en la sociedad. Luego leen algo y dicen: ‘¡Vaya! Hacer esto me puede poner en un lugar donde voy a poder dominar a las personas’”, añadió. Los dos jóvenes de Dobsonville aún esperan su juicio, ya que se ha pospuesto por una serie de pruebas psicológicas. Sean declarados inocentes o culpables, es poco probable que el caso dependa de si el diablo tuvo o no que ver en el asunto. Del mismo modo, tampoco girará en torno a si los chicos estaban perdidos en la desesperación a causa del abandono económico en el que viven. El caso será de tipo criminal y Sudáfrica continuará combatiendo sus demonios.

Mamorwa Gololo, pastora

Nicky Falkof, doctora en medios de comunicación

Kobus Jonker, experto en juicios sobre ocultismo

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© Leonard Freed/Magnum Photos. Ciudad de Nueva York, 1979

Dos fotografías de la serie ‘El trabajo de un policía’ de Leonard Freed

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Minucias |

Chingaderas de nota roja

Todos los objetos pertenecen al Museo de la Muerte en Hollywood. MuseumOfDeath.net

La patente del torpedo-ataúd En el siglo 19, el robo de tumbas era un problema serio. Para combatirlo, varias compañías comenzaron a manufacturar mecanismos diseñados para chingarse a cualquiera que intentara acceder a un ataúd en el que no tuviera nada que estar haciendo. Esta patente de 1878 fue otorgada a un invento llamado “torpedo-ataúd”, que era un artefacto similar a una pistola, ya que le disparaba unas bolas metálicas a quien intentara abrir el ataúd al que estaba fijo. Se sabe que al menos tres hombres murieron a causa de este artefacto.

La cabeza de Henri Désiré Landru Henri Désiré Landru fue un francés que pasó la década de 1910 poniendo anuncios en la sección de corazones solitarios para atraer a viudas a su casa para luego desmembrarlas y quemar los cuerpos en su horno. Murió guillotinado en 1922. Su cabeza se encuentra exhibida en el Museo de la Muerte, en Hollywood. Cuando les preguntamos cómo la habían adquirido, lo único que nos dijeron fue que les costó “muchas llamadas telefónicas y muchas millas aéreas”.

Los calzones de Aileen Wuornos Aileen Wuornos fue una asesina serial que mató a siete hombres mientras trabajaba como prostituta. Tú ya sabías eso porque Charlize Theron se ganó un Óscar interpretándola en una película. Estos son los calzones que Wornos llevaba puestos mientras esperaba a ser ejecutada en Florida. La mancha roja que se ve a la altura de la entrepierna es probablemente sangre de su periodo menstrual. Así, al menos sabemos que es clonable.

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Artesanía varia de la prisión Una cadena de condena perpetua puede convertirse en algo bien pinche aburrido. Por suerte para los genocidas, la mayoría de las cárceles les permiten el acceso a artículos de arte. Las figuras de animales de origami que ves aquí las hizo Charles Ng, quien actualmente se encuentra en el bloque de los condenados a muerte por su participación en la violación y asesinato de, al menos, 11 mujeres. La tarjeta desplegable de felicitaciones (en la que se lee: “La familia que reza unida”) la hizo Lawrence Bittaker, quien junto con un compañero violó, mutiló y mató a 67 niños y jóvenes.

Las estampitas de O.J. Simpson Los asesinos son algunas de las personas más famosas del mundo. Por ello no sorprende que haya surgido toda una industria para crear mercancía no oficial relacionada con ellos. En una parte del Museo de la Muerte verás un tarro de Charles Manson, una playera conmemorativa de la ejecución de Timothy McVeigh, un muñeco de peluche de Richard Ramírez y un paquete de muérdago con la marca de Jeffrey Dahmer.

La bala fría Algunas veces las personas en la cárcel realmente quieren matar a alguien, pero no tienen acceso a armas verdaderas porque están en prisión. Ésta es una selección de armas improvisadas que fueron confiscadas dentro del sistema penal del estado de Oklahoma. De acuerdo con el museo, todos fueron usados para matar a alguien.

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DON’Ts

Todo pelirrojo tiene en su pasado a un macho alfa que le rompió el corazón, lo reconstruyó y que ahora tiene el privilegio de cogérselo en el baño de las fiestas. Lo siento, Kevin, pero yo no pongo las reglas.

Todos necesitan a un amigo que haya tocado fondo y que se vista como un extra del Fantasma de la Ópera. Puede que se rían de él, pero cuando las cosas se pongan feas, él es quien va a salir al quite con ese cuchillo gigante que nadie sabía que traía.

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Peinado por Clonazepam; maquillaje por El Señor de las Moscas; rostro por Me Comí Toda la Comida de tu Departamento y Te Enamoré Así Que Ahora Estamos Casados.

La primera regla del Club de las Camisetas de Tigres: Cuéntale a todos sobre el Club de las Camisetas de Tigres.

Nadie le presta suficiente atención a los vagos peleoneros. Tal vez en algún punto de su vida quisieron ser artesanos pero cuando el negocio de las patinetas hechas a mano se estancó, se vieron obligados a llevar una vida de crimen.

Los adultos polacos pueden ser divertidos. Los puedes encontrar en el parque de tu vecindario contando la misma historia de cuando estuvieron en el ejército una y otra vez. Pero cuando te invitan a su “casa del lago”, puede no ser lo que esperabas.

La vida de bloguero no es para todos. Catorce horas al día buscando contenido para compartir en Reddit o Tumblr, ampollando tus manos en la computadora caliente, tecleando con tus adoloridos dedos llenos de Cheetos, y aún así no puedes pagar las mejores cosas de la vida, como una piyama o tu propia cama.

¿Esta bodega? Esta bodega está llena de chalecos y speedos. Puede que otras personas usen sus bodegas para guardar llantas o madera, pero yo no. Esta es mi bodega, la llené de speedos y chalecos hasta en el último rincón.

Ugh, estos ñoños raperos posmodernos… Van por ahí cantando lo más blanco y pegajoso del dizque rap sentimental de secundaria.

Una manera fregona de mostrarle a la chica que acosas que la amas es tatuarte su nombre en el pie junto a una caricatura de su primera mascota muerta.

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DON’Ts

A este estilo de barba lo llamo Rasura solamente los pelos de mi novio que se manchan cuando se baja por los chescos.

Cambiar de género no es fácil. Especialmente cuando vives con tu padrastro y nunca has salido más allá de tu cuadra y toda tu ropa te la heredó tu mamá.

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Llega un momento especial en la vida de todo padre cuando su hijo menor se va de la casa. Sin hijos que cuidar, finalmente puedes perseguir tus sueños, como poner un bar en la casa, hacer fiestas sexuales con desconocidos que encontraste en Tinder, y comerte las nuevas chichis de tu esposa todo el día.

El look de me vale madres ya pasó de moda. Pero si de verdad vas a aparentar que no te importa la vida, tienes que superar a este tipo que tuvo un ataque narcoléptico junto a una mujer desnuda.

De verdad no sé si darle a esta mujer unas monedas o si vender todas mis pertenencias, comprar una cabaña en el campo con ella y fumar resina, juntos hasta el fin.

Así se ven la manifestaciones para quienes no están involucradas en ellas.

Así me imagino hoy a los tipos que estaban en el equipo de natación de la escuela. Se les acabaron los chistes semihomofóbicos, descubrieron las drogas e inventaron un juego de pelota nocturno llamado Guerra de Vigilantes.

Olvida las clases, te deberían dar tu diploma de arte cuando tu cara tenga una expresión de que estás a una pregunta pendeja de cometer un acto de terrorismo estilo Carrie.

¿Ves esas sillas que se ven tan bonitas y parecen incómodas? Así es la cultura de los clubes: tratar de verte tan buena, que terminas siendo incogible.

Los perros son la onda, pero luego tienes que sacarlos a pasear, ponerles botitas y escucharlos hablar de cómo todos somos sacos de sangre y huesos, y ahora tus hijos ya no contestan tus mensajes y tus conocidos se cambian de baqueta cuando te ven venir. VICE 45

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Fotos por Curtis Buchanan Estilismo: Miyako Bellizzi Directora creativa: Annette Lamothe-Ramos Maquillaje: William Lemon Peinado: Darine Sengseevong Asistentes de fotografía: Robert Crozier, Viktor Saldana Asistente de estilismo: Synmia Nicholas Asistente de rodaje: Bobby Viteri Modelos: Alex P., Brittany P., Fabianne T., Javeonna G., y Silke L. en Wilhelmina, Anjelina A., Page R., y Talea L. en Next

En las páginas anteriores: uniformes de prisión Red Kap, botas Timberland En esta página: playera y pantalones Dickies, camiseta y calcetines Uniqlo, tenis Nike En la página opuesta, arriba: anillo Bijules, anillo Lady Grey, anillo Maria Black Abajo: suéter HUF, brasier deportivo Champion, pants Dickies, aretes vintage, collar Bing Bang; top Lonely Hearts, pants de Champion, calcetines HUF, collar Maria Black; top y pants Carhartt WIP, playera Calvin Klein, aretes vintage; suéter Mango, playera y boxers Calvin Klein, calcetines Stance, tenis Adidas

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Esta página, arriba: top HUF, camiseta Ruhi, pantalones Dickies, tenis Vans, aretes Lucy Folk; top Cheap Monday, suéter 6397, pantalones Dickies, tenis Nike, aretes y collar Bing Bang; top y pantalones Dickies, camiseta American Apparel, tenis Reebok Abajo: top y pantalones Dickies, aretes vintage, collar Maria Black; chamarra Base Range, pantalones Dickies, tenis Nike; playera Calvin Klein, pantalones Dickies, tenis Reebok; top y pantalones Dickies, camiseta Calvin Klein, aretes Bing Bang; top y pantalones Dickies , camiseta Rebecca Vallance; top y pantalones Dickies , calcetines HUF, tenis Nike, anillo Maria Black; top y pantalones Dickies, camiseta American Apparel, sombrero HUF, collar Pamela Love Página opuesta: top Calvin Klein, pantalones HUF, aretes vintage, collar Bing Bang; top Calvin Klein, pantalones Lightning Bolt, aretes y collar Bing Bang; top Calvin Klein, pantalones Goodlife, aretes vintage, collar Maria Black; top y pantalones Dickies, camiseta American Apparel, tenis Adidas, sombrero HUF; top y pantalones Dickies, camiseta American Apparel, tenis Nike, aretes vintage

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�et�atos hablados Cómo divertirte con un programa para identificar maleantes COMPOSICIÓN por Annette Lamothe-Ramos Tenemos que aclarar que las marcas no supieron que estaban involucradas en esto; todas las imágenes de ropa las sacamos de internet

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i necesitas más pruebas de que las máquinas se están adueñando del mundo, basta con que eches un ojo a la industria de los retratos hablados con que trabaja la policía. Al igual que un gran número de fabricantes y empleados administrativos antes que ellos, los dibujantes de bosquejos están siendo reemplazados por programas que crean retratos hablados exactos y, a diferencia de los humanos rapaces, no te piden salarios ni seguro médico a

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cambio. Tenemos en las manos el programa Faces (rostros) de IQ Biometrix, uno de los programas de computadora que está a punto de quitarle el trabajo a tu dibujante forense local; estuvimos explorándolo por unos días. Es fácil de usar: todo lo que tienes que hacer es arrastrar, soltar y modificar rasgos faciales para crear tus propios criminales; y si eres como nosotros, les pondrás ropa y accesorios. Lo sentimos, dibujantes, pero su deceso ha llegado.

DE IZQUIERDA A DERECHA: camiseta Levi’s, lentes oscuros Von Zipper, sudadera y gorra Nike

EN EL SENTIDO DE LAS MANECILLAS DEL RELOJ: chamarra Brooks Brothers, lentes oscuros Spy Optic; chamarra MA1; chamarra Adidas Originals; collar Diesel

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EN EL SENTIDO DE LAS MANECILLAS DEL RELOJ: playera Timberland; playera John Galliano, camiseta Gap; Bar III sweater, lentes oscuros UNIF; pasamontañas Coal

EN EL SENTIDO DE LAS MANECILLAS DEL RELOJ: brasier Victoria’s Secret, aretes y collar H&M; chamarra Stussy, sombrero Bailey; chamarra y playera Banana Republic; playera Supreme, lentes oscuros Von Zipper

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EN EL SENTIDO DE LAS MANECILLAS DEL RELOJ: chaleco Ralph Lauren, sudadera Champion; chamarra Gap; abrigo Topshop; abrigo North Face, casco American Apparel

EN EL SENTIDO DE LAS MANECILLAS DEL RELOJ: chamarra APC; playera Motel; chamarra Schott; Playera Old Navy

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El �ost�o de Camden Por Bruce Gilden, introducción por Gideon Jacobs

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lgo le ha pasado a Bruce Gilden. El fotógrafo de Magnum siempre ha preferido tomar fotos de “cerca”, no trabajar con la clásica metodología documentalista fiel, sino metiéndose tanto en la acción que prácticamente no se pierda nada en la distancia entre el punto A (sujeto) y el punto B (lente). Pero recientemente se está acercando aún más, ya que colecciona obsesivamente las imágenes de rostros tomadas tan cerca como el cuadro puede permitírselo. Y la cosa es que él mismo no sabe qué chingados se le ha metido para hacer eso y se limita a repetir su aforismo favorito: “Mientras más viejo, más cercano”. Pocos fotógrafos están tan familiarizados con los bajos fondos urbanos como Gilden, quien ha pasado buena parte de su carrera documentando las fronteras sociales en todo el mundo y a los “chicos rudos” que nacen en circunstancias aún más rudas. Así que para este número, VICE lo mandó a Camden, Nueva Jersey, la ciudad que fue declarada como la más peligrosa de Estados Unidos después de rebasar el índice de criminalidad de Flint, Michigan, en 2012. Gilden pasó un rato con algunos hombres de Camden, quienes tenían dos cosas en común: todos habían pasado una temporada en la cárcel y todos querían ver renovada su destruida ciudad. Tipos como Anthony Dillard quieren traer de nuevo “algo de la industria a Camden”. Tipos como Niger Ali organizan “programas para los jóvenes”. Tipos como Gary (el buena voz) Frazier Jr. se están postulando para cargos públicos y Jermaine Wilson simplemente quiere incorporar más personas a la fuerza de trabajo. Estos son los rostros de un pasado accidentado, de un presente rehabilitado y de las delicadas sombras grises entre ambos. Verás, en Camden, tu relación con el crimen, cualquiera que sea, es una parte inextricable de tu identidad. Posar para una foto se convierte en un ejercicio no de presentar una versión de quien eres, sino de quien no eres; o, a veces, de quien ya no eres.

Una casa vacía por ambos lados cerca de Broadway, que alguna vez fue una próspera arteria comercial en el área de Camden-Filadelfia

Casas programadas para su demolición en el vecindario de Camden Parkside, cerca de las oficinas de la compañía de sopas Campbell

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Niger Ali Sr., 37, estuvo en prisión 15 años, ahora es un organizador de la comunidad que trabaja con la juventud en peligro

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Anthony Dillard, 40, estuvo en prisión 17 años, ahora hace playeras que dicen “Hecho en Camden” y las vende a los residentes

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Jermaine Wilson, 39, estuvo en prisión 11 años, ahora trabaja en una agencia de empleos temporales que le da empleo a ex convictos

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Gary Frazier Jr., 38, estuvo en prisión tres años y tres meses, ahora es un organizador de acciones políticas y busca postularse para un cargo público en noviembre de 2014

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Diamond Thomas, 43, estuvo en prisión diez años, ahora organiza un festival de música anual a orillas de un lago en Camden

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De noche po� San Ped�o Sula con cáma�a, mic�ófono y pistola en mano

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Orlin Castro lleva ocho años cubriendo los crímenes que suceden en la ciudad más violenta del mundo Por Bernardo Loyola Fotos por Edu Ponces / Ruido Photo

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os Romeo Bravo en la salida vial a La Lima, Boulevard del Este”, “Dos Romeo Bravo”, suena en el walie-talkie. Orlin Castro revisa su Blackberry, empieza a hacer llamadas y a manejar a toda velocidad por las calles de San Pedro Sula, Honduras, hacia la primera escena de crimen del día. Son las 4:20 de la tarde y su turno como reportero del Canal 6 apenas va comenzando. “Acribillaron a una pareja, saliendo de un establecimiento de ropa, y vamos a ir a ver”, dice Orlin mientras pisa el acelerador. “En el radio, un muerto es un Romeo Bravo, o un pingüino. De esta hora en adelante es cuando se dan más muertos, de las cuatro de la tarde a las diez de la noche”. Estacionamos el auto frente a un Pizza Hut en una de las avenidas más grandes de la ciudad. En medio de la calle, una pick up Toyota plateada es revisada por elementos de la policía. La camioneta parece una coladera, con decenas de impactos de bala por todos lados. En el interior, según nos dice un policía, se encontraban un hombre y una menor de edad, posiblemente estudiante de secundaria. Orlin rápidamente recabó información que apuntaba a que el hombre asesinado tenía antecedentes penales y que la chica era su amante. “Por droga y por sicariato. Por eso matan”, dijo Orlin. Las víctimas habían sido emboscadas, atacadas con armas de alto calibre por dos pistoleros, uno de cada lado. Era claramente una ejecución. Según los forenses, habían encontrado 84 casquillos de bala, lo cual fue evidente una vez que bajaron los cuerpos de la camioneta. El cuerpo del conductor estaba completamente destazado. Alrededor de la escena del crimen había por lo menos trescientas personas mirando; niños y adolescentes sacaban sus teléfonos para tomar fotos de la escena mientras los forenses y la policía movían sus camionetas para tratar de obstruir la vista a los mirones. “¿Es normal que pase esto en una avenida tan transitada, a esta hora?”, le pregunto, “Sí, es normal”, contesta mientras toma su micrófono y empieza a grabar su reporte. “Tengo 26 años, pero desde la edad de 13, con el permiso del Ministerio de Trabajo, estudiaba medio día y medio tiempo trabajaba de camarógrafo”, nos contó Orlin mientras comíamos baleadas (una especie de taco, el platillo típico de Honduras), en el restaurante de una gasolinera. “El estudio me llevó a los 18 años a convertirme en uno de los reporteros policiales”. Orlin ahora trabaja frente a la cámara, cubriendo el turno nocturno, desde las cuatro de la tarde, hasta las ocho de la mañana. La cámara la lleva Javier, quien es aún mas joven que Orlin. Las noticias que cubren, se presentan en los diferentes noticieros del canal durante todo el día. San Pedro Sula, la segunda ciudad más grande en Honduras, es por tercer año consecutivo la más violenta del mundo (fuera de una zona de guerra), con una tasa de 187 homicidios por cada cien mil habitantes durante 2013, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, una organización no gubernamental mexicana. En segundo lugar está Caracas, Venezuela, y en tercero, Acapulco, México, con tasas de 134 y 113 homicidios por cada cien mil habitantes, respectivamente. En 2013, se registraron 1,411 homicidios, en esta ciudad de ochocientos mil habitantes. “Un muerto por hora en San Pedro Sula, es lo que nosotros esperamos. Eso es lo que siempre sucede”, nos dijo Orlin mientras nos dirigíamos a cubrir otro crimen. “Lo mínimo que me toca durante mi turno son de cuatro a cinco. Cuando muy bajo, son tres homicidios en el horario de la noche. Lo que más se incrementa es durante los fines de semana”. La violencia en San Pedro Sula y en general en todo el país es, en principio, consecuencia de los mismos problemas que se viven en buena parte de Latinoamérica: pobreza, impunidad y corrupción, tanto en el gobierno como en las fuerzas

policiales. En Honduras, el 67.8 por ciento de la población vive bajo el índice de pobreza mientras una pequeña minoría acumula la riqueza. Se estima que menos del veinte por ciento de los crímenes se investigan en el país, lo cual prácticamente permite que los criminales puedan matar sin miedo a ir a prisión. Aunado a lo anterior, en 2009 la violencia se intensificó cuando las clases altas y el ejército se unieron para orquestar un golpe militar contra el entonces presidente Manuel Zelaya; meses de protestas siguieron y los homicidios aumentaron hasta llegar a un máximo histórico en 2011. Buena parte de los asesinatos en el país son perpetrados por las pandillas Mara Salvatrucha y sus eternos rivales: Barrio 18. Las maras se formaron en Los Ángeles, California en la década de 1980 por salvadoreños que habían migrado a Estados Unidos durante la guerra civil que se vivió en ese país. Hondureños y guatemaltecos se sumaron a las pandillas, formando clicas o unidades semiautónomas, pero relacionadas entre sí. Muchos de sus miembros fueron capturados y encarcelados, y más tarde deportados a sus países de origen, básicamente exportando las pandillas hacia Centroamérica. Este ciclo de migración, encarcelación y deportación continúa hasta ahora. En Honduras, Guatemala y El Salvador, las pandillas tienen mucho poder, con la mayoría de sus líderes operando desde las cárceles. “Por lo que más se dan muertes violentas es por el conflicto entre la 18 con la MS y gente que se dedica al narcomenudeo”, nos dijo Orlin. “El segundo lugar serían los asaltos a las unidades de bus, de eso hay mucho. Matan al conductor y al ayudante, o por el impuesto de guerra”. En octubre de 2012, la Mara Salvatrucha fue la primera pandilla en ser declarada una Organización Criminal Transnacional por el Departamento del Tesoro en Estados Unidos, por estar involucrada en tráfico de drogas, prostitución y trata de personas. Pero a nivel de calle, lo que más afecta a la población promedio en Honduras es la extorsión o “impuesto de guerra”. “El impuesto de guerra es que si usted tiene un negocio, es empresario, les paga un porcentaje a las maras por no hacerle daño. Y si usted no paga, le matan a un trabajador o lo van a matar a su negocio”, nos dijo Orlin. Paramos a cenar en un Denny’s. Cuando nos sentamos, Orlin bajó el volumen de su radio, el cual transmitía intermitentemente la frecuencia de la policía. ¿Es legal tener un radio como ése? Le pregunté. “Ah, este radio es la frecuencia de la

Página opuesta: Peritos y forenses trabajan en una escena de crimen en San Pedro Sula, donde una persona fue ejecutada por más de treinta balazos En esta página: Orlin Castro es reportero de la fuemte policiaca desde los 18 años

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“ Lo mínimo que me toca durante mi turno son de cuatro a cinco [muertos]. Cuando muy bajo son tres homicidios en el horario de la noche.” policía. Todos los periodistas que la sacamos es con un permiso especial. Yo lo obtuve hace nueve años. Nosotros lo utilizamos para trabajar, hay personas —delincuentes comunes— que se infiltran en la policía que lo usan para delinquir”. ¿Qué otras claves usan? “Por ejemplo, los rangos de los oficiales. Un jefe policial es un Sierra Azteca; el que le sigue, que es un comisario, es un Bravo Primero; un Whiskey Yankee es un policía normal que no tiene rango”. ¿Y las pandillas? “Un octavo es la 18. Y un Metro Sierra es un MS. A veces las pandillas también utilizan radios y también utilizan claves. Por ejemplo, a los militares les dicen ranitas y a los policías que vienen en las camionetas Hailux les dicen pokemones”. Mientras terminábamos nuestras hamburguesas, pasadas las diez de la noche, en el radio escuchamos de otro crimen, esta vez en un barrio llamado Rivera Hernández, uno de los más peligrosos y conflictivos en la ciudad. Pagamos y salimos inmediatamente. Según nos explicó Orlin, el barrio es peligroso porque ahí operan no sólo la Mara Salvatrucha y Barrio 18, sino seis bandas más, todas con conflictos entre ellas. Acababa de llover, había poco alumbrado y la mayoría de las calles de tierra estaban encharcadas. Apagamos la luz del auto, y de pronto Orlin sacó una escuadra que traía bajo el asiento y le puso el cargador. “¿La has tenido que utilizar alguna vez?”, le pregunté. “Sí que sí, pero no tengo valor de matar a otro. Ni quiera Dios”. ¿Entonces para qué la traes? “Por prevención. Pero tampoco la exhibimos porque somos comunicadores sociales. Cuando me bajo, no la bajo conmigo. Una vez me siguieron y me empezaron a disparar, choqué el carro. Me tocó correr por una noticia de una banda, por eso me querían matar. No estaba armado, pero si hubiera tenido un pistola, por lo menos, le pego un tiro por ahí para que se me aleje un poquito”. Estacionamos el coche, nos bajamos y empezamos a caminar por un callejón de tierra, hasta que encontramos a dos policías en la oscuridad total. Aquí no había más prensa, ni mirones. Según nos dijeron los mismos policías, los vecinos temen salir, porque las pandillas pueden tomar represalias contra ellos. Nadie se acerca para que nadie les pregunte nada. Tampoco había más periodistas, como en otras escenas de crimen a las que fuimos. “Aquí la prensa a distintos sectores no entra”, nos dijo Orlin. “Varios medios de comunicación han tomado la decisión de que periodistas no trabajen en horas de la noche y madrugada por el riesgo que se sufre”. En Honduras, el periodismo se ha convertido en una de las profesiones más peligrosas; desde 2003 han sido asesinados 37 periodistas en el país. Javier, el camarógrafo que acompaña a Orlin, enciende su lámpara y vemos el cuerpo de un joven tirado boca abajo, en el lodo, con las manos y los pies amarrados. Según los policías, era probable que los culpables fueran los Tercereños, una de las ocho bandas que operan en ese barrio. Al día siguiente visitamos al doctor Héctor Hernández, director de la morgue en San Pedro Sula. Sobre la escena que vimos en la Rivera Hernández, nos dijo: “Frecuentemente encontramos personas en bolsas plásticas, generalmente con un lazo alrededor del cuello, las manos y los pies atados hacia atrás. Es el famoso garrobo”.

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El doctor nos explicó que justo como el cuerpo que vimos, muchas veces se quedan tirados en las escenas del crimen por horas, custodiados por la policía, porque de las tres camionetas que tienen para levantar a los muertos, sólo una funciona: “Hay cuerpos que tienen que esperar más de seis horas para ser recogidos. La camioneta no es refrigerada y San Pedro Sula es una ciudad muy caliente. Si andamos mucho tiempo con el cuerpo en la camioneta éste se descompone”. ¿Cómo es el cadáver violento común? ¿Qué nivel de crueldad se ve? “Generalmente cuando es un homicidio que llamamos dedicado, o en el que participa el sicariato o que esta persona andaba en algún tipo de delito, generalmente tiene más de cinco disparos, cinco orificios de entrada, cinco de salida, pero hemos llegado a contar hasta 74 heridas por arma de fuego en un solo cuerpo”. Los retos de los médicos forenses en San Pedro Sula parecen ser enormes, no sólo en cuanto a equipo, sino por el personal con el cuentan. Según nos explicó, las normas internacionales establecen que un médico puede realizar dos autopsias en 24 horas. En San Pedro Sula, llegan a hacer hasta cuatro, por médico, en seis horas. Algo similar sucede con los heridos. El Hospital Mario Catarino Rivas, es el único hospital público en la ciudad, y cada noche, los médicos y los jóvenes practicantes se ven rebasados para poder atender a las decenas de heridos, tanto por accidentes, como por crímenes que llegan todas las noches. Los pacientes o sus familiares tienen que comprar su propia anestesia y a veces hasta el hilo para suturar las heridas. A pesar de los enormes esfuerzos de los doctores y practicantes, muchos heridos no llegan a salir vivos. Al día siguiente, nos volvimos a encontrar con Orlin en la plaza central de San Pedro. Antes de subirnos a su auto, se dio cuenta de que yo traía puestos unos tenis Nike Cortez y sugirió que me los quitara. Según nos explicó, ese modelo de zapatos lo usan exclusivamente los miembros de la pandilla 18. Ya con tenis diferentes, empezamos a manejar y no pasó mucho tiempo antes de que a través del radio nos enteráramos de un asesinato más. Cerca de las nueve de la noche llegamos a la Colonia Universidad, un barrio de clase media-alta, en donde una camioneta de lujo, Toyota FJ Cruiser gris, estaba estrellada contra un poste en una esquina. El conductor había sido acribillado, por lo menos con veinte tiros de arma larga mientras manejaba, según la policía, interceptado por un auto Mazda, también de lujo. Una van de Canal 6 llegó a la escena para transmitir el reporte de Orlin en vivo. Tomó el micrófono y empezó a hablar hacia la cámara. Cuando terminó nos dijo: “La mayoría de los conflictos se dan por peleas entre las pandillas, porque aquí ya operan con el tráfico de drogas. Entonces ya hay un pleito por el territorio, pero más la 13 con los narcotraficantes como los de Sinaloa y Michoacán aquí en San Pedro Sula”. El crimen que acababa de suceder no era una ejecución típica entre pandilleros, las cuales suceden normalmente en los barrios más populares de la ciudad como otras que habíamos visto en días pasados. Las características de este asesinato apuntaban al crimen organizado, a un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, posiblemente hondureños

trabajando para alguno de los cárteles mexicanos. Según Orlin, este tipo de crímenes han aumentado en la ciudad en meses recientes y él estaba particularmente intrigado por el personaje de Servando Gómez La Tuta, líder de los Caballeros Templarios en Michoacán, por quien me preguntó más de una vez. Honduras está ubicado en una posición estratégica en la ruta del narcotráfico de la cocaína hacia Estados Unidos, a medio camino entre Colombia y México, y los cárteles mexicanos parecen empezar a disputarse la plaza, con consecuencias similares a las que ya hemos visto en ciudades como Juárez, Chihuahua. “Hay gente que ya se acostumbró pero también muchas que viven con un trauma”, me dice Orlin cuando le pregunto cómo se siente al ver todos los días una espiral de violencia que no parece tener fin. “Imagínese que en cada hecho violento, por lo general, hay niños viendo la escena. A veces 11 de la noche, un cadáver tirado pazconeado a balazos o tiroteado. Ya cuando llega a 13 años ya no le hace y entonces les parece fácil hacerlo también. ¿Por qué a veces los niños andan en la calle? Porque no tienen un padre porque se lo mataron, porque se fue para Estados Unidos. Y no puede ir a la escuela o no puede ir a un colegio en la áreas más vulnerables”. Ésta es precisamente la situación que ha generando el aumento de menores buscando migrar hacia Estados Unidos. La migración ilegal de hondureños ha crecido quinientos por ciento desde 2010 y San Pedro Sula y sus alrededores es la que más expulsa migrantes. Para explicar la situación a la que se enfrentan estos niños, Orlin me contó sobre un escalofriante caso que le tocó cubrir en mayo, cuando en una sola colonia murieron ocho niños en seis días. “Unos niños emigraron de un sector que era controlado

por la MS a un territorio 18. Se convirtieron en paisitas de un niño de nueve años y lo metieron a la mara, pero cuando se dio cuenta de cómo se manejaba la situación, decidió salirse. Un día, el paisita andaba con dos más, los agarraron, los metieron a una pick up y los fueron a meter a una cañera. Ahí son tres muertes de niños. Al siguiente día, el hermanito del muerto fue a buscarlo junto con otro niño. Los de la 18 los agarraron y los metieron a un cuarto. Los mataron, los envolvieron en una sábana y los fueron a tirar casi al mismo lugar. Son cinco niños. Otros dos niños que vieron el hecho, amanecieron ultimados a los tres días, casi en la misma colonia. Ahí son siete niños. La pandilla 18, por querer justificar que ellos no habían matado niños, agarraron a otro más, lo ultimaron y le pusieron un rótulo diciendo que ese niño había matado a los otros siete”. En este caso en particular sí se hizo justicia, y la investigación arrojó que los de la pandilla 18 habían sido los responsables de la muerte de estos ocho menores. “Por ese tipo de situación, porque ahora se dedican a reclutar niños para meterlos a cualquier banda organizada, los padres deciden —si tienen un familiar— mandarlo con un coyote o con un pollero para Estados Unidos”, continuó Orlin. “Porque aquí no hay un futuro aceptable, y esto es lo que a veces el gobierno de Honduras quiere ocultar”. Empieza a amanecer y regresamos hacia nuestro hotel en la plaza central de San Pedro Sula. Antes de despedirnos de Orlin, le pregunto si cree que la violencia en su país tiene solución. “Aquí solamente Dios. Dios será el único que pondrá la mano” contesta. “Primeramente Dios y después el trabajo y el esfuerzo que hacen las personas encargadas de la seguridad”. Busca muy pronto nuestro documental sobre las noches que pasamos visitando escenas del crimen en San Pedro Sula en vice.com y vicenews.com

Javier, el camarógrafo, graba el cuerpo de un joven asesinado en la colonia Rivera Hernández, una de las más conflictivas de la ciudad

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POST MO�TEM La vida y las muertes de un médico legal y forense Por Joseph Scott Morgan

Sangre, agua y vino: un suicidio en el balcón. Todas las fotos han sido tomadas por el autor

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ún recuerdo la primera vez que olí un cerebro. Fue por mi abuelo, al abrir los cráneos de unas ardillas que había matado. Bajaban corriendo por los nogales y los robles entre los árboles de Luisiana, donde me crié, luego se detenían bajo la mira de mi abuelo y eso era todo. Yo era muy pequeño, por eso nunca me pareció extraño que los sesos de las ardillas fueran incorporados a los huevos revueltos que mi abuela cocinaba para el abuelo. Cuando estaba con ellos, también comía ese platillo. La materia gris de los roedores de árboles le añade una cierta dulzura, ausente por lo general, a la dieta sosa de los que viven en bosques remotos.

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uando crecí y trabajaba en la morgue, el olor se me quedaba en la nariz por días. Tal vez era la ácida combinación de la sangre y el fluido cerebral de la espina. El olor de las almas. Recuerdo vívidamente la última vez que olí un cerebro. Era julio de 2004 y estaba mirando con atención el interior de un coche Camry. Estaba acostado de espaldas observando las capas de suciedad acumulada por los caminos, las manchas de brea, y el aceite que cubría los baleros de las ruedas, las llantas y el eje del frente. Bien metidos entre el tapiz que tenía manchas oscuras había unos puntos brillantes rosas y grises; se habían acumulado en pequeños pegotes que brillaban orgánicamente entre la maquinaria. Algunos colgaban desde arriba como estalactitas cuyos extremos apuntaban hacia mi nariz. Otros estaban esparcidos por aquí y por allá; eran la evidencia de algo brutal y violento. Estos pedazos de cerebro esparcidos pertenecían a un niño de 23 meses de edad. Horas antes, ese mismo día, su madre lo había llevado a casa de la abuela. Mientras ella avanzaba en el carro, el pequeño volvió corriendo, quizás para decirle adiós a su mamá una última vez. Más tarde recordaría el ligero golpe que sintió cuando dio vuelta y salió a la calle principal. Obviamente no tenía idea de que ese golpe era el cráneo de su hijo que era aplastado entre una llanta y las raíces salidas de un pino. Siguió su camino, sin saber que estaba regando los sesos de su hijo en el chasis del carro. Cuando llegué a la escena del crimen, los paramédicos ya le habían inyectado Activan. Había estado dando vueltas de un lado a otro, se había estrellado la cabeza contra el pavimento, gritando y tironeando su blusa. En el contexto del morbo, uno podría decir que de algún modo eso tenía un propósito; la bilis le quemaba la garganta. Tal vez por primera vez en mucho tiempo estaba consciente de su propia carne, tenía el hormigueo que el miedo provoca, la náusea le hacía sentir el vómito que ascendía desde el estómago. Puedo decirte, después de más de treinta años de experiencia, que éste es el tipo de despertar a la muerte que los investigadores presencian todos los días. Parte de nuestro trabajo consiste en mirar a los seres humanos mientras despiertan de la ilusión de la felicidad, arrancados de su mundana existencia, por la ferocidad de la muerte. Cuando esta inevitable realidad finalmente les golpea en la cara, lleva a muchas de estas personas a sumirse en la locura. En mi segunda cita con mi esposa, ella me dijo en broma: “Nunca había pensado en la muerte hasta que te conocí”. En mi opinión, la muerte es como el pedo que se echa una persona mayor y que ignoramos por cortesía; es algo a lo que la mayoría de las personas no piensan dedicarse. Para mí y mis colegas, la muerte es el canto de las sirenas; una que tiene crescendos de sangre, gusanos, traumas y gritos que, por la razón que sea, nos atrae.

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e trabajado la mayor parte de mi vida como investigador médico legal y forense. Mi carrera comenzó en la oficina de un juez de instrucción de Nueva Orleáns y terminó, poco más de tres décadas después, con mi titularidad como investigador en la Oficina de Examinadores Médicos del Condado de Fulton, en Atlanta. En ese tiempo participé en siete mil autopsias forenses y realicé más de dos mil notificaciones de decesos a familiares cercanos de las víctimas. Al cabo de un tiempo, el estrés fue demasiado y en 2005 fui obligado a retirarme tras padecer una terrible ansiedad y trastorno de estrés postraumático (TEPT). He investigado todos los tipos de muerte: homicidios, suicidios y accidentes; naturales e inexplicables. Mi trabajo consistía

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en entender los diversos mecanismos que terminan con la vida de las personas. No me interesaba en las condenas o en los que eran arrestados o quién se salía con la suya en un asesinato. Ése era el problema de los policías; yo sólo era el obseso entrometido que indagaba en las escenas de los crímenes. Aunque obscenas la mayoría de las veces, las respuestas que buscaba eran mucho más complejas que la investigación de un tiroteo de un traficante de drogas. Tenía tres principales herramientas para llegar a mis respuestas: la autopsia, la toxicología y el análisis microscópico de tejidos. Cuando éstos se combinan con un investigador que entiende las aplicaciones forenses, que se hace las preguntas correctas, y que sabe cómo integrar la información recogida en el campo con resultados físicos obtenidos en el laboratorio, se convierten en métodos muy efectivos para resolver cuestiones complejas. Cuando las personas escuchan por primera vez a qué me dedico, normalmente reaccionan contándome sobre sus temores más profundos de la muerte: “¡No quiero que tú me veas desnuda en la morgue!” Te aseguro que después de que exhalas el último aliento, el que no tengas un abdomen marcado, el tamaño de tu pene o de tus senos es lo último que

Página opuesta: El autor les enseña a sus alumnos que todos nos convertiremos en mobiliario después de morir, sujetos a los mismos cambios ambientales de una vieja cama o una silla Esta página: Un suicidio atípico: la víctima utilizó un cable eléctrico

debería importarte. Tu muerte es un “boleto dorado” para varios tipos de voyeuristas y sociópatas que portan una placa. Tenemos pases para entrar tras bambalinas a cosas que nunca quisiste que alguien más supiera y que ya no puedes defender. Nos paramos sobre tus restos, movemos la cabeza en burla o desaprobación por patéticas notas de suicidio, nos reímos de tu gusto de películas porno o del medicamento que se te olvidó tomar antes de que te convirtieras en el muerto. Te juzgamos porque te moriste bajo nuestra vigilancia. Es nuestro trabajo y te apuesto a que tú también te burlas y friegas bastante a otras personas en tu lugar de trabajo. Muchos investigadores forenses desprecian la muerte. Las historias que cuentan los muertos son siempre diferentes, pero VICE 71

En esta página: Las uñas pintadas de los pies de un cuerpo en descomposición Página opuesta: La víctima fue persuadida de subirse a un carro donde fue apuñalada más de veinte veces

todas terminan igual, y a menudo los investigadores son los únicos que se molestan en leerlas. Muy pronto me di cuenta de que no ganaría nada si le daba importancia a los muertos, porque ellos no están conscientes; son carne que antes tenía un pulso. No me importaban en absoluto las familias cuyas vidas yo destruía con malas noticias sobre la muerte de sus seres queridos, porque en la cabeza ya no tenía cupo para más gritos y más histeria. Y de alguna manera no me volví loco. Lo que me mantuvo con los pies en la tierra fue la ciencia que hay detrás de todo esto. El “cómo” nunca te acusaba de haberle fallado a los muertos; nunca se retorcía de dolor por enfrentar la realidad de la muerte. Era simplemente un mecanismo. La mayoría de las personas, a causa de su propia vanidad, nunca se dan cuenta de que quiénes son, qué les pasa o dónde están nunca le va a importar a un investigador forense experimentado como yo. Si nos concentráramos en eso, no duraríamos ni un año en nuestro trabajo. Concentrarse en los detalles de una manera fría y calculadora nos dota del estímulo intelectual que nos permite seguir adelante. La ironía es que un investigador forense acepta el hecho de que, para la mayoría de nosotros, el “cómo” es el mecanismo que utilizamos para sobrevivir. Cualquier cosa mayor hará que te metas una pistola por la boca en muy poco tiempo.

la vida diaria. La mayoría de nosotros vivimos como sabuesos hambrientos, babeando en la puerta trasera de la vida, esperando a que nuestro amo nos arroje algunos restos. Yo me considero tan pecador como el que más. En mis años como investigador, la muerte me poseía. Era todo en lo que pensaba. Vivía con el temor de morirme en cualquier momento y me distraía con masturbación crónica y comida. Para mí no era raro salirme de un lugar apestando por los cuerpos en descomposición y salir corriendo hacia el Burger King y pedir dos hamburguesas triples con queso para llevar; luego llegar a casa y ponerles más mayonesa antes de atragantarme con las manos aún llenas del talco que usamos para los guantes al examinar los cuerpos. La tranquilidad provocada por la comida, el alcohol y la masturbación me duraba hasta el siguiente trabajo o hasta que la siguiente imagen de humanos destruidos se me metiera en el ojo de la mente. Cuando comencé mi carrera, trabajando en la oficina del juez de instrucción en Jefferson Parish, Luisiana, los investigadores forenses debían ayudar en las autopsias. “Ayudar” es un término que disfraza un poco el asunto. El proceso exige muy poco o ningún entrenamiento formal; se trata de aplicar el “frío acero” donde el patólogo forense te diga. Al cabo de un tiempo hacer autopsias se parece a hacer galletas: prendes las luces, sacas la masa del refrigerador, la trabajas un poco y la cortas. De hecho es más parecido a trabajar en una carnicería. Para cortar un cadáver se utilizan sólo los instrumentos más filosos, “de la lengua hasta los huevos”, como les llamábamos. Yo era bueno en mi trabajo. Mi velocidad récord era de menos de cuatro minutos. Es algo curioso cortar la carne del pecho de una persona, usar tijeras de podar para remover las costillas y el esternón. Al principio todos los cuerpos parecen iguales, pero entre más huesos destrozaba, mejor interpretaba lo que veía: balas que habían atravesado las vísceras, fragmentos de acero que habían entrado por un ojo y se habían alojado en el cerebro, corazones del tamaño de un jamón de navidad, mujeres con pechos falsos acentuados por tener la panza llenas de pastillas. Las escenas de los crímenes no son muy diferentes. Todos piensan que son el angelito de mamá, pero en la muerte no eres nada. Los cuerpos yacen frente al investigador como cucarachas aplastadas o venados atropellados. Como investigador, buscas evidencia; te mantienes derecho aunque te marees. Algunas veces te tomas el trabajo muy en serio; otras, apenas cubres lo mínimo. La mayoría de la gente ve a los investigadores forenses como héroes que buscan la justicia, que se preocupan por los muertos como si fueran sus familiares. Ya despierten. Es igual que la Iglesia o Hollywood: una fachada nada más. Cada cierto tiempo hay algo que se agita dentro de ti, pero la mayor parte del tiempo es pura masturbación mental sin un final feliz. Siempre hay más cuerpos que requieren ser examinados.

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esde luego que investigar la muerte despierta preguntas existenciales de moralidad y mortalidad. Y hay siempre una cuestión que prevalece más que otras: de los siete pecados capitales, ¿cuál es el que mejor sintetiza los males y las locuras de la humanidad? Si expertos reunieran a un grupo de investigadores criminólogos, investigadores médicos, detectives de homicidios y otros practicantes de la ciencia forense y les hicieran esta sencilla pregunta, creo que la mayoría votaría por la gula. No en el sentido de Falstaff ahogándose en un barril de cerveza o de empacharse comiendo piernas de cordero, sino la gula de

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Tu muerte es un “boleto dorado” para varios tipos de voyeuristas y sociópatas que portan una placa. Tenemos pases para entrar tras bambalinas a cosas que nunca quisiste que alguien más supiera y que ya no puedes defender. Nos paramos sobre tus restos, movemos la cabeza en burla o desaprobación por patéticas notas de suicidio, nos reímos de tu gusto de películas porno o del medicamento que se te olvidó tomar antes de que te convirtieras en el muerto.

acía calor y había mucha humedad cuando llegué al motel Texas Inn ubicado en Airline Highway en Nueva Orleáns. Algún tiempo esta área tuvo mala fama por la afluencia de miembros de la mafia, pero siempre ha sido el hogar de padrotes, putas y drogadictos, que todo el tiempo se están rascando, incapaces de responder a mis preguntas. Mientras fui profesor titular en Nueva Orleáns, cualquier cantidad de homicidios, sobredosis y suicidios ocurrían en los moteles de paso de la avenida Airline. Los cuartos siempre estaban sucios, con una sustancia negra desconocida pegada en la alfombra, como si un mono con disentería hubiera cagado VICE 73

Para cuando llegue adonde estés, habrás muerto en uno de tres lugares: en el lugar de los hechos, de camino a la sala de emergencias o en el hospital. La probabilidad de que las últimas palabras que escuches sean “te amo” es infinitesimalmente baja. La mayoría de la gente muere con el ruido apagado del equipo del hospital en los oídos, si no con los gritos de las sirenas, las descargas de los disparos, el metal aplastándose o el crujir de los radios.

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boligoma. Estas manchas se te pegaban a los pies como una versión asquerosa de arena movediza. Cuando entré al cuarto del motel, un hombre de cincuenta y tantos, medio calvo, yacía desnudo en el piso, morado desde el pecho hasta la cabeza. Tenía la lengua salida, apretada entre los dientes y parecía que se le iban a botar los ojos. Tenía un condón en el pene, ahora flácido, rodeado de vello púbico seco, y su cuerpo estaba sobre un charco de heces líquidas. Los testigos y el encargado del lugar me dijeron que habían visto salir corriendo del cuarto a una mujer que acostumbraba vender su cuerpo por un poco de crack, con una diminuta minifalda y el torso desnudo, gritando. Este tipo de situación es común. A menudo las prostitutas tienen desacuerdos con sus clientes. Interrogué a la prostituta en la oficina del encargado mientras ella temblaba y fumaba un Virginia Slim tras otro; llevaba una sábana que le colgaba de los hombros a su diminuta minifalda y unas chanclas negras, que alguna vez fueron rosas. Nos contó que el hombre la había levantado al menos un par de veces por semana durante el último mes, y que una de esas ocasiones le había pagado por todo el día, algo de lo que ella se sentía particularmente orgullosa. Aun así me pedía que no la volviera a meter a la cárcel. “Escucha, si no hiciste nada malo, no irás a la cárcel”, le dije. Ese día, el calvo la había levantado en la calle detrás del motel Texas Inn y le había dicho que no tenía mucho tiempo. Ella pagó por el cuarto y cuando les dieron la llave y abrieron la puerta, él comenzó a acariciarla por todas partes. Yo estaba sentado ahí, como tantas otras veces, escuchando algo que a muchas personas les parece lascivo. Para ese momento de mi carrera yo estaba muy lejos de interesarme en lo que ocurría en estos moteles, me parecía que todo daba vueltas sobre lo mismo y me esforzaba por concentrarme en los detalles. Me contó cómo le había puesto el condón con una técnica especial que, según ella, involucraba su nariz y los dientes. Cuando ella se subió encima de él, notó que el hombre estaba rojo y estaba sudando. La tomó de los hombros y la hizo a un lado, tosiendo fuertemente y escupiéndole en la cara. Luego se le salió la lengua y comenzó a moverse y a echarse pedos. Resultó que el hombre había tenido un paro cardiaco. Es común que los hombres sufran de un paro cardiaco durante un encuentro sexual o cuando están matando a alguien (nada de qué sorprenderse). Pero como era costumbre, me tocaba a mí entregarle las malas noticias al pariente más cercano del difunto, así que mi compañero y yo nos dirigimos a la dirección que venía en licencia de conducir. El lugar se encontraba en un pequeño y limpio vecindario suburbano de Nueva Orleáns. Como en muchos de los hogares en esta ciudad particularmente católica, había una iconografía religiosa en el patio; un altar para la Virgen María del lado izquierdo y otro a la derecha, para el Sagrado Corazón. Mi colega, quien usualmente andaba crudo o aún estaba ebrio, subía los escalones detrás de mí. Mientras llamaba a la puerta y sacaba mi placa de investigador escuché los pasos que se acercaban a nosotros. La esposa del hombre calvo estaba ahí. Me presenté. Mi compañero no dijo nada. Sentí que el estómago se me contraía como siempre en estas ocasiones. Las noticias de la muerte de alguien suelen estar llenas de horror y pueden ser potencialmente peligrosas para los parientes más cercanos. Nos dejó entrar sin decir nada y justo cuando estaba a punto de decirle que su esposo había muerto, ella me dijo: “¿Está muerto, verdad?” El papa Juan Pablo II me miraba desde su sitio en la pared. Me quedé sin decir nada por un momento, perplejo, sin saber qué pensar de ella. Varias personas decían cosas similares cuando veían mi placa, pero el tono de ella

me desconcertó. “Señora, le pido que se siente”, le dije. No se sentó. “¿Estaba con una puta, verdad?” Me dejó con la boca abierta. “Señora, por favor le pido que se siente”, repetí. Se sentó sobre su sillón cubierto de plástico, con las rodillas ligeramente separadas, las manos a los lados con los puños cerrados, estaba ligeramente hacia delante, apoyada en los dedos de los pies. “Su esposo está muerto”. Se puso a gritar mirando hacia arriba: “¿Ha venido a decirme que me he librado de la cruz que me tocó cargar en esta vida? ¡Debe estar ardiendo en el infierno! ¡Aleluya! Dios ha escuchado mis plegarias y me ha concedido lo que le pedí. ¿Sabe usted cuántos años había esperado este momento? ¡Bendito sea Dios! ¡No podía divorciarme de él, pero Dios ha escuchado mis ruegos y me ha liberado!” Volvió a preguntarme si estaba con una puta cuando murió y le dije que estaba con una dama en un motel de la avenida Airline. “¡Una puta! ¡Lo sabía!” Se puso a bailar por toda la sala alabando al Señor de los Cielos. Antes de irme, le dije en dónde estaba el cuerpo y que debía organizar los preparativos con una funeraria local. Le di mi tarjeta y salí de la casa hacia el carro. Se detuvo en la puerta sonriendo y despidiéndose de mí con la mano. Eso me marcó como investigador. Fue la única vez que le llevé a alguien pura alegría, no consuelo, palabra que detesto.

Página opuesta: Esto es lo que sucede cuando tú y tres de tus amigos son abandonados en una camioneta por dos meses después de haber sido ejecutados En esta página: El autor se toma una selfie de reflexión mientras investiga un caso de violación, tortura y homicidio

Cuatro semanas después mi secretaria me entregó un sobre con un grabado dorado. Es común que los investigadores forenses reciban tarjetas de agradecimiento, pero ésta era diferente. Era una invitación a una fiesta llamada “Una celebración de la muerte”. La viuda ya había dejado atrás su duelo y quería que todo el mundo supiera que se había librado de su cruz. No fui a la fiesta, pero no puedo evitar sonreír cuando me acuerdo.

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ara cuando llegue adonde estés, habrás muerto en uno de tres lugares: en el lugar de los hechos, de camino a la sala de emergencias o en el hospital. La probabilidad de que las últimas palabras que escuches sean “te amo” es infinitesimalmente baja. La mayoría de la gente muere con el VICE 75

Resolver misterios se vuelve monótono después de un tiempo, al menos así fue para mí. Nada de lo que hice como investigador evitó que las personas se siguieran matando unas a otras o se suicidaran; me la pasé respondiendo a las mismas preguntas. Los seres humanos rara vez aprenden, si acaso aprenden algo, de las decisiones de otros. Todo lo que queda es el registro de hombres y mujeres hinchados y olvidados, niños torturados y gritos.

ruido apagado del equipo del hospital en los oídos, si no con los gritos de las sirenas, las descargas de los disparos, el metal aplastándose o el crujir de los radios. Si mueres en el lugar de los hechos o en la ambulancia, tu espíritu saldrá de ti en alguna carretera federal o local. Si sobrevives el viaje al hospital, tus últimos pensamientos serán que has pasado por unas puertas dobles. Después de que se apaguen las máquinas, te quitarán los tubos intravenosos, vaciarán tus bolsillos y serás metido en una bolsa negra de plástico “paquete para la morgue”, para que un muchacho que intenta ganarse un dinero mientras estudia la universidad se lleve lo que quede de ti hasta el fondo de un pasillo. Te va a golpear contra las paredes en el camino, va a saludar a la enfermera a la que se quiere coger y le preguntará si ya es la hora de la comida. Te llevará en una camilla rodante hasta la morgue, forcejeando con la puerta, pues nadie más estará ahí para ayudarle. Para ese momento nadie estará interesado en ti, ni siquiera la encargada de limpiar la sangre que dejas en el piso de la sala de emergencias. ¿Para qué?, pensará mientras exprime tu sangre en una cubeta. Esos tipos van a volver a hacer todo mal. El joven estudiante te tomará de los pies y te arrojará a la plancha fría de acero. Después de forcejear contigo lo suficiente para poner tu cuerpo en la plancha, se pellizcará al dejar atorado el dedo entre tu hombro y la plancha y las últimas palabras que serán dirigidas a tus oídos serán un apagado “pedazo de mierda”, antes de que te arrojen al compartimento. A pesar del frío, tu descomposición comienza. Si es muy necesario, el médico pedirá tus restos para echarle un último vistazo. Un patólogo que alguna vez conocí le llamaba a este proceso “hacer canoas humanas”. Tu cuerpo será medido, pesado, abierto y dividido. Algunos fragmentos de tus órganos serán conservados en unas cosas que parecen contenedores de crema batida, y el resto se pondrán en bolsas de basura para después meterlos a fuerza en la cavidad de tu pecho. Después cerrarán tu torso cosiéndolo con puntadas que parecen las de una pelota de béisbol. Si a tu familia le importas, tal vez pidan tu cuerpo. Al cabo de un tiempo serás removido a un “hogar” elegantemente decorado y construido con las ganancias que dejan los muertos. Tus seres queridos más cercanos se sentarán sobre unos sofás y sillas con tapices muy costosos; estarán llorando. Mientras mandan llamar al sacerdote y hacen los pagos necesarios, tú estarás en el cuarto de atrás. Te drenarán la sangre y la reemplazarán con unos fluidos que tienen un olor tan dulce que marea. Nuestros muertos son preparados y transportados para la eternidad por quienes nunca la han conocido; años después las familias dicen que aún están buscando “consuelo”. En última instancia hemos institucionalizado nuestro comienzo al igual que nuestro fin. Mientras los muertos ofrecen un último adiós, son honrados con presentaciones en Power Point, con música de fondo que creemos que les gustaba. Todo resulta tan barato y absurdo como cuentas de abalorio.

vez aprenden, si acaso aprenden algo, de las decisiones de otros. Todo lo que queda es el registro de hombres y mujeres hinchados y olvidados, niños torturados y gritos. Hace algunos años me tocó estar a cargo de una alumna que había sido elegida para una pasantía de verano en Atlanta. Su licenciatura era antropología física y, a juzgar por nuestra conversación telefónica, conocía muy bien su materia forense. Pensamos que sería una buena candidata. El verano es la época más alta en la descomposición de los cuerpos y junto con el calor viene una serie de cadáveres hinchados, cada vez más cada semana. Si un estudiante va a ejercer, ésta es una verdadera prueba. Estas pasantías son muy competitivas y teníamos que ser muy selectivos. La estudiante llegó a las 6:30 am, la hora en que comienza el primer turno. Cuando entró al área de investigación, nosotros tres, que estábamos tomando café, no pudimos evitar mirarla con sorpresa. De su cuello colgaban dos o tres collares de cráneos. En las muñecas tenía brazaletes con picos. Llevaba una ombliguera de Misfits que descubría un estómago y un ombligo más blancos que el papel, adornado con piercings que brillaban. Llevaba una minifalda gris con negro, con un cinturón de piel color negro, cuya hebilla tenía la forma de un revólver. Se presentó y nos preguntó si había alguna autopsia que pudiera presenciar ese día.

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Desde luego, dado que éramos investigadores brutalmente honestos, todos le dijimos: “No vestida de ese modo”. Todo en lo que pensábamos era en la muerte; todo el día, todos los días. Pero evitábamos las connotaciones de morbo, no nos gustaba que los parientes a los que debíamos notificar de algún deceso nos vieran como los Ángeles de la Muerte. Ahora doy clases en la universidad y de vez en cuando veo a algún estudiante caminando por el campus con las uñas pintadas de negro, el cabello teñido de negro, la piel blanca como el mármol, rogando experimentar la muerte. Yo sonrío y pienso: Qué bueno que no soy yo el que tendrá que darles la noticia a los padres.

ay un viejo dicho entre investigadores forenses: “Hablamos por aquéllos que ya no pueden hablar por ellos mismos”. ¿Realmente los muertos quieren que alguien hable por ellos? Esta última idea conecta todo muy bien y nos hace más fácil como pueblo el ignorar la muerte y las grandes preguntas que podamos tener acerca de la vida. Resolver misterios se vuelve monótono después de un tiempo, al menos así fue para mí. Nada de lo que hice como investigador evitó que las personas se siguieran matando unas a otras o se suicidaran; me la pasé respondiendo a las mismas preguntas. Los seres humanos rara

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En esta página: Otra selfie en la escena del crimen, tomada por el autor, en el lugar donde hubo un tiroteo Página opuesta: Dálmata feliz, hombre infeliz. Se mató en el cuarto de juegos del niño

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Es un sec�eto

El tiempo que pasé con Charles Sobhraj, el Asesino del Bikini

Collage por Matthew Leifheit

Por Gary Indiana

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U Charles Sobhraj y Marie-Andrée Leclerc en 1986. Foto por REX USA

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na noche del verano de 1983, poco después de que viajara a Bangkok para trabajar en una película, un amigo me contó sobre un asesino serial conocido como el Asesino del Bikini. Me dijo que era guapo, carismático, ladrón de joyas ocasional y que se llamaba Charles Sobhraj, que había operado en las afueras de Tailandia a principios de la década de 1970. Mi amigo había conocido a una pareja de Formentera, quienes se relevaban para contrabandear heroína del sur de Asia, quienes habían sido atraídos, de manera separada, a sus respectivas muertes. Eran dos de los muchos turistas occidentales cuyas vidas habían sido truncadas por Sobhraj en el llamado Sendero Hippie. Este camino se extendía de Europa al sur de Asia, y era recorrido por occidentales marginados, mientras fumaban mariguana y establecían conexiones con los locales. Sobhraj desplumaba a estos sedientos viajeros de todo el dinero que tenían, pues desdeñaba esa laxa moral que veía en ellos. Algunos retrasos en la producción en Bangkok me dejaron con mis propios recursos durante varias semanas. Era una ciudad que te desorientaba, olía mal y el tráfico estaba enloquecido; daba miedo con sus monjes mendigos, las bandas de adolescentes, motocicletas, templos, padrotes asesinos, prostitutas espeluznantes, bares sórdidos, antros de strippers, vendedores callejeros, colonias de gente que vivía en la calle y una pobreza que te dejaba helado. Después de descubrir que en el mostrador vendían Captagon, una anfetamina bastante fuerte, me sentaba frente a mi máquina de escribir rentada y me ponía a escribir poemas, entradas para mi diario, cuentos y cartas para mis amigos en rachas de 12 a 14 horas seguidas. La droga me ayudaba a escribir. Después de ese ritmo tan acelerado, para noquearme me tomaba unos cuantos tragos de Mekhong, un whisky virulento que supuestamente contenía diez por ciento de formaldehído y se decía que causaba daño cerebral. En fiestas y reuniones con expatriados franceses y británicos que habían vivido en Tailandia desde la ofensiva Tet, escuché más rumores sobre Sobhraj. Hablaba siete idiomas. Había escapado de la cárcel en cinco países. Se había hecho pasar por un académico israelí, un comerciante de telas libanés y mil personajes más mientras recorría el sur de Asia tirándole el anzuelo a sus víctimas como el hombre de las drogas y el ladrón que era. La gente con la que hacía amistad mientras se tomaban unos tragos amanecía horas después en cuartos de hotel, trenes en movimiento, sin sus pasaportes, dinero, cámaras y otras pertenencias. En Bangkok las cosas habían tomado un giro sombrío. Sobhraj se había convertido en el objeto de pasión de una secretaria médica canadiense que había conocido en Rodas, Grecia; una mujer llamada Marie-Andrée Leclerc, quien estaba de vacaciones con su prometido. Leclerc renunció a su trabajo, botó a su prometido y tomó un avión hasta

Bangkok para estar con Sobhraj. En cuanto ella llegó, él le pidió que se presentara como su esposa o como su secretaria, según la ocasión lo requiriera. Tristemente para Leclerc, Sobhraj rara vez se la cogía, sólo cuando el sentido común de la chica amenazaba con sobreponerse a sus fantasías románticas y floridas. Viajaban de un lado a otro por todo el país, drogando turistas y llevándoselos en un estado semicomatoso a un departamento que Sobhraj rentaba. Los convencía de que los médicos locales eran charlatanes peligrosos y de que su esposa, una enfermera con licencia, muy pronto les devolvería la salud. Algunas veces los mantenía enfermos por semanas, mientras Leclerc les administraba una “medicina” hecha a base de laxantes, ipecacuana y metacualona, que los dejaba incontinentes, con náusea, en letargo y confundidos, mientras Sobhraj se ocupaba de sus pasaportes y los usaba para cruzar fronteras, gastarse su dinero y reducir sus pertenencias. En 1975 conoció a un muchacho indio llamado Ajay Chowdhury en un parque, quien se mudó con Sobhraj y Leclerc, y los dos hombres se dedicaron a asesinar a ciertos “invitados”. Los “asesinatos del bikini” eran particularmente terribles, distintos a los crímenes previos que Sobhraj había cometido. Drogaban a las víctimas, las llevaban a zonas lejanas, las golpeaban con tablas, las rociaban con gasolina y las quemaban vivas, las apuñalaban varias veces antes de degollarlas o las semiestrangulaban para luego arrojarlas al mar, aún respirando. Sobhraj había matado a personas anteriormente, con sobredosis accidentales. Pero los asesinatos del bikini eran diferentes; eran cuidadosamente planeados y extrañamente burdos. Se llevaron a cabo durante un periodo muy estrecho, entre 1975 y 1976, como un ataque de ira que hubiera durado varios meses y después se hubiera detenido misteriosamente. Sobhraj y Chowdhury asesinaron a personas en Tailandia, India, Nepal y Malasia. No se sabe a cuántas: al menos ocho asesinatos, incluyendo dos homicidios por incineración en Katmandú y un ahogamiento en una tina en Calcuta. Sobhraj fue arrestado en 1976 en Nueva Delhi, después de haber drogado a un grupo de estudiantes de ingeniería franceses en un banquete en el hotel Vikram. Los engañó para que tomaran cápsulas “antidisentería”, que varios se tomaron en el momento, enfermándose de gravedad veinte minutos después. El encargado del hotel, alarmado por tener a más de veinte personas vomitando en el comedor, llamó a la policía. Por suerte, el oficial que se presentó al hotel Vikram era el único en India que podía identificar confiablemente a Sobhraj, por una cicatriz que había resultado de una apendicectomía realizada años antes en el hospital de una prisión. En un juicio llevado en Nueva Delhi por una larga lista de crímenes, entre los que se incluía asesinato, Sobhraj fue condenado sólo por crímenes menores, lo suficiente para removerlo de la sociedad por varios años.

En Bangkok, sin poder dormir a causa de las drogas, comencé a pensar que Sobhraj no estaba realmente encarcelado en la India, como afirmaban los periódicos. Estaba muy paranoico y creía que como yo estaba pensando en él, él estaría pensando en mí. Soñaba con él en las pocas horas en que dormía. Me imaginaba su figura ágil y letal vestida de negro, arrastrándose por los ductos del aire y la ventilación de mi edificio, como Irma Vep.

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n 1986, después de pasar diez años en la cárcel, Sobhraj se escapó de la Prisión Tihar de Nueva Delhi con la ayuda de otros internos y una banda que había armado con personas afuera. Escapó después de drogar a todo un cuartel con un festín de regalo: fruta, galletas y un pastel de cumpleaños adulterados. India, que entonces no tenía un tratado de extradición con Tailandia cuando Sobhraj fue arrestado en 1976, había aceptado crear una orden especial de extradición después de que hubiera cumplido su condena correspondiente en la India, una orden no renovable, válida por veinte años. Tailandia tenía evidencia de seis asesinatos en primer grado. Los asesinatos del bikini habían arruinado el turismo por varias temporadas y Sobhraj había hecho parecer unos tontos a los miembros de la policía de Bangkok. Se pensaba que si era extraditado, lo matarían tan pronto bajara del avión. Huyó de Delhi a Goa. Estuvo merodeando en Goa a bordo de una motocicleta rosa utilizando disfraces absurdos. Al cabo de un tiempo lo aprehendieron en un restaurante llamado O’Coqueiro, mientras hablaba por teléfono. El propósito del escape era que lo volvieran a arrestar y pasara más tiempo en prisión por haber escapado; justo lo suficiente para que expirara la orden de extradición a Tailandia. Después de años de interesarme por temporadas en Sobhraj quise conocerlo. Así que en 1996 le propuse a Spin escribir un artículo sobre él. No es que quisiera escribir un artículo, y menos para una versión glorificada de Tiger Beat, pero estaban dispuestos a pagar, así que hice el viaje. Primero contacté a Richard Neville, quien había pasado mucho tiempo con Sobhraj cuando estaba en pleno juicio en Nueva Delhi. Neville había escrito un libro, The Life and Crimes of Charles Sobhraj (La vida y los crímenes de Charles Sobhraj) y ahora vivía en Australia. Aún tenía pesadillas acerca de Sobhraj. “Deberías ir y satisfacer tu obscena curiosidad”, me dijo, “y luego alejarte de esa persona lo más que puedas, y nunca, nunca más volver a tener trato con él”. Cuando llegué a Nueva Delhi, la condena de diez años de Sobhraj por haber escapado estaba a punto de expirar, junto con la orden de extradición. Me alojé en un hotel barato cuyo dueño era amigo de un amigo. Iba a menudo al Club de Prensa de la India en Connaught Place, un lugar frecuentado por periodistas de todo el país. El club se parecía mucho al vestíbulo de un albergue para vagabundos Bowery en 1960.

Drogaban a las víctimas, las llevaban a zonas lejanas, las golpeaban con tablas, las rociaban con gasolina y las quemaban vivas, las apuñalaban varias veces antes de degollarlas o las semiestrangulaban para luego arrojarlas al mar, aún respirando.

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muy animadas llegó de pronto. Todas rodeaban a una pequeña figura con pantalones bombachos color blanco, con un corte de cabello muy masculino y una cara que parecía un puño cerrado. Era Bedi. Siguiendo el consejo de algunos amigos del club de periodistas, le dije que quería escribir un perfil suyo para una revista de Nueva York. Me bastaron sólo unos momentos para darme cuenta de lo grande que eran su ego y su astucia. Me autorizaría pasar un tiempo en la prisión, me dijo. Pero si tenía planeado hablar con Sobhraj, ya me podía olvidar del asunto. Ella pondría en riesgo su trabajo si le permitiera a la prensa hablar con él. Fuera o no verdad, me quedó claro que ella pretendía ser la única celebridad en el recinto. Le pregunté cómo estaba Sobhraj. “¡Charles ha cambiado!”, me dijo en ese acento golpeado del inglés de la India. “¡Gracias a la meditación! ¡Irá a trabajar con la Madre Teresa cuando salga! ¡Nadie puede verlo ahora, está rehabilitado!” Cuando volvió a tomar aire me sugirió que me quedara en la India por varios meses. Podría vivir muy cómodamente ahí, me dijo, si aceptaba escribir su autobiografía anónimamente. Me pareció muy extraño. Después, Bedi anunció que al día siguiente partiría a Europa a dar una conferencia y que estaría fuera varias semanas. Lo bueno para mí, su nuevo biógrafo, fue que obtuve el efecto total del ashram de Tihar, pues ella escribió en un pedazo de papel un pase que me permitía entrar a las cuatro cárceles de Tihar. Estaba dentro. O algo así.

C Yo pensaba que Sobhraj y Chwdhury debían tomar muchas drogas, y que los asesinatos del bikini eran un ritual torcido y homoerótico disparado por la psicosis que producen las anfetaminas. Quería contarle eso a la policía de Bombay.

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a nueva encargada era Kiran Bedi, una leyenda del cumplimiento de la ley en India. Después de haber sido campeona de tenis se convirtió en la primera mujer policía en India. Era una conocida feminista y, paradójicamente, una seguidora ferviente del partido de derecha Bharatiya Janata. Increíblemente incorruptible en una fuerza policíaca corrupta había recibido varios “mensajes de castigo”, pero ella se concentraba en cumplir con su trabajo con tanta determinación —por ejemplo, giraba órdenes para que la grúa se llevara los carros mal estacionados de los ministros de Estado— que se convirtió en una heroína nacional de la que sus jefes no podían deshacerse. Antes de la llegada de Bedi, Tihar era conocida como la peor cárcel de la India. Bedi la convirtió en un ashram de rehabilitación, introduciendo un régimen inflexible de meditación, preparación vocacional y clases de yoga. Pasé una mañana sentado durante horas en el salón de la administración de la cárcel, cerca de una ventana de armas confiscadas. Varios soldados apáticos pasaban bostezando y rascándose las pelotas. Un grupo de mujeres

ada mañana durante tres semanas me dirigí muy lentamente hacia la cárcel de Tihar a bordo de un taxi que intentaba abrirse paso a través de multitudes inamovibles y un tráfico confuso, esquivando elefantes y vacas hambrientas y lívidas. Mi pase era inspeccionado cada mañana —con el mismo escrutinio dudoso— en una barrera de seguridad cavernosa entre dos puertas inmensas de hierro. Cada día, el oficial de rango me asignaba un guardaespaldas para el día y yo trataba de favorecer a los guardias más jóvenes, quienes eran los más relajados y permisivos. Me mostraban todo lo que yo quería ver en Tihar. Ahí conocí a nigerianos acusados de tráfico de drogas, cachemires acusados de lanzar bombas en ataques terroristas, australianos acusados de homicidio sin premeditación, gente acusada que había pasado largas temporadas en prisión, aún esperando una fecha para su juicio. Vi todo menos a Sobhraj. Nadie podía decirme dónde estaba. Pero una tarde, después de tres semanas de visitas diarias tuve suerte. Me dio un dolor de muelas. Mi guardaespaldas me llevó con el dentista de la prisión, en una pequeña casa de madera, afuera de la cual esperaban cerca de treinta hombres haciendo cola para que les pusieran las vacunas de la tifoidea. Mi guardaespaldas se distrajo hablando con una enfermera en la veranda mientras ella inyectaba a varios hombres con la misma aguja. Les pregunté a los hombres que estaban formados si alguno podía entregarle un mensaje

a Sobhraj, y un nigeriano que llevaba un collar de cuentas brillantes tomó mi cuaderno y salió corriendo, volviendo después de mi cita con el dentista. Tenía la cara dormida por la novocaína cuando el hombre metió en uno de los bolsillos de mi kurti anaranjado una hoja de papel doblada. Lo abrí horas después, cuando el joven guardia de la Prisión 3 me llevó de vuelta a mi hotel en su motocicleta. Sobhraj había escrito el nombre y número de teléfono de su abogado con instrucciones de que lo llamara esa misma noche. Una vez hecha la llamada me dijeron que me encontrara con el abogado al día siguiente a las nueve de la mañana en su oficina dentro del juzgado Tis Hazari. El juzgado Tis Hazari era un lugar rarísimo, salido de la imaginación de William S. Burroughs. Una suerte de Leviatán en estuco color café con un océano de litigantes, mendigos, vendedores de agua y varias formas extrañas de la humanidad surgiendo afuera. Al fondo del edificio, un autobús volteado, completamente chamuscado, era el hogar de una familia de monos salvajes; estaban felices arrancando el relleno de los asientos, gritando, embistiendo y arrojándoles heces a los transeúntes. Una especie de barranco no muy profundo dividía las instalaciones del juzgado de una laberíntica explanada de bunkers de cemento achaparrados que fungían de oficinas de los abogados. El abogado era un hombre que parecía no tener huesos, de edad indeterminada, piel oscura y rasgos arios. Me dijo que dejara la cámara. Caminamos hacia la corte. Reconocí a Sobhraj en una fila de demandantes, uno a uno acercándose al lugar de un juez sij repugnante que llevaba un refulgente turbante amarillo y que daba tragos, pensativo, a una Coca-Cola. El abogado nos presentó.

Sobhraj siendo llevado a la prisión de Tihar en Nueva Delhi, en abril de 1977. Foto por REX USA

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obhraj era más bajo de lo que esperaba. Llevaba una boina deportiva sobre un cabello entrecano. Una camisa blanca con rayas azules, pantalones azul marino, tenis Nike. Se veía ligero, aunque era obvio que si engordaba, lo hacía de las nalgas. Usaba unos lentes sin armazón que hacía ver sus ojos enormes y apagados, los ojos de algún mamífero marino fofo. Su rostro era como el de un actor de boulevard desmoronándose, que antes fuera famoso por su atractivo. Pasaba por toda una morfología de expresiones “amigables”. Trataba de no mirarlo a los ojos y me concentré en su boca. Detrás de sus labios carnosos tenía los dientes de abajo muy chuecos, con un vago parecido a las fauces de algún anfibio depredador. Me pareció que estaba leyendo demasiado su boca y me focalicé en su nariz, que estaba mucho mejor formada. Estaba esperando a declararse sobre algún litigio trivial de ésos que siempre estaba iniciando; sobre todo para salir de la cárcel por un día y tener cierta presencia en los periódicos locales. “Tienes que esperar afuera”, fueron sus primeras palabras. “El abogado te mostrará dónde”. Me acompañó a un lugar debajo de una ventana alta y rectangular de la fachada del juzgado.

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Sobhraj leyendo una nota de sí mismo en un periódico francés, a su llegada a París, en abril de 1997. Foto po REX USA

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Media hora después, el rostro de Sobhraj apareció en la ventana; estaba en una celda de detención con la luz apagada. Antes de que pudiera decirle algo comenzó a hacerme preguntas sobre mí. “¿Dónde te hospedas en Nueva Delhi?”, me preguntó, y yo respondí algo acerca del Hotel Oberoi. “¡Ajá!”, exclamó Sobhraj. “El abogado que me dijo que lo llamaste desde un hotel en Channa Market”. “Es cierto, pero me estoy cambiando al Oberoi. Esta misma noche”, dije enfáticamente. De pronto pensé en uno de los subalternos de Sobhraj, de los que siempre había varios afuera de prisión, el cual me visitaría de sorpresa y me propondría participar en cierto plan de apariencia inocente que me permitiría entrar a la prisión sin necesidad de ningún pase. Así de la nada me dijo: “Tal vez podrías trabajar conmigo escribiendo la historia de mi vida para hacer una película”. De pronto se me hizo un nudo en la garganta del tamaño de un durazno y le dije que sólo estaría en India por unas semanas. “Quiero decir después. Cuando salga. Podrías regresar”. Me sentí aliviado cuando un molesto periodista desgarbado comenzó a tocar en la ventana y nos interrumpió, a pesar de que sobornaba cada quince minutos al guardia de Sobhraj para poder tener el privilegio de hablar con él. Poco después, Sobhraj salió de la celda, encadenado de las muñecas y tobillos a otro soldado que caminaba un poco detrás suyo. Tenía otros asuntos que atender en el juzgado. Se me permitió caminar a su lado o, mejor dicho, él me dijo que lo hiciera, sin que encontrara ninguna objeción por parte de sus guardias. Otros prisioneros que tenían asuntos en el juzgado simplemente caminaban al lado de un escolta desarmado, pero Sobhraj era especial entre los locales; era un asesino serial y una gran celebridad. La gente se abalanzaba para obtener un autógrafo suyo. Mientras caminábamos le pregunté: “Antes de que Kiran Bedi fuera la encargada de la prisión, la gente dice que tú estabas realmente a cargo”. “¿Te dijo que estoy escribiendo un libro?”, me preguntó de súbito, “un libro sobre ella”. “Algo me dijo, pero no recuerdo exactamente”. “Soy escritor. Igual que tú. En la cárcel no hay mucho qué hacer. Leer, escribir. Me gusta mucho Friedrich Nietzsche”, me dijo. “Sí. El súper hombre. Zaratustra”. “Sí, exacto. Tengo la filosofía del súper hombre; es como yo: no le sirve la moral burguesa”. Sobhraj se agachó, haciendo sonar sus cadenas, para doblarse el pantalón. “Te contaré cómo dirigía la prisión. ¿Conoces las pequeñas micrograbadoras? Me las ponía aquí y debajo de las mangas. Hacía que los guardias hablaran de cómo aceptaban sobornos, de cómo traían prostitutas a la cárcel”. Me mostró unos papeles arrugados que traía en una cartera de plástico que llevaba en el bolsillo de la camisa. “Estos son los papeles de un Mercedes que voy a traer ahí”, me dijo señalando la puerta abierta de una oficina. “Lo tomarán en cuenta para mi fianza. Cuando salga de Tihar les tengo que dar dinero”.

“¿Quieres decir cuando te permitan salir?” “Sí, cuando me vaya a trabajar con la Madre Teresa”, me dijo haciendo un gesto de asco. “Quiero preguntarte algo, Charles”, le dije con tanta firmeza como pude. Durante nuestra conversación noté que Sobhraj había hecho una especie de collage mental de todo. Le había contado cosas de mí mismo horas antes y estaba trayendo a cuento algunas partes de esa información con varias modificaciones posibles, como revelaciones de mí mismo. Es una técnica común de los sociópatas. “¿Tú también quieres un autógrafo?” “No. Me gustaría saber por qué asesinaste a esas personas en Tailandia?” Lejos del terrible efecto que yo había esperado, Sobhraj sonrió y se puso a limpiar sus lentes. “Nunca maté a nadie”. “¿Y qué hay de Stephanie Parry, Vitali Hakim y los muchachos de Nepal?” Un día de vacaciones, Sobhraj y Chowdhury, con Leclerc a la zaga, se habían tomado el tiempo para incinerar a dos viajeros de mochila en Katmandú. “Estás hablando de drogadictos”. “¿Y no los mataste?” “Probablemente habrían sido…”, aquí buscó la palabra adecuada, “liquidados por alguna agrupación a causa de traficar con heroína”. “¿Y tú eres esa agrupación?” “Yo soy una sola persona. Una agrupación tiene varias”. “Pero le dijiste a Richard Neville que mataste a esas personas. Quiero saber por qué lo hiciste”. “Te lo acabo de decir”. Sentí que el tiempo se me iba de las manos. No me parecía prudente volver a ver a esta persona, y en cuanto concluyera su asunto del juzgado, alguien me llevaría de regreso a Tihar. “Bueno, puedo decirte sobre uno”, dijo después de un silencio reflexivo. Se inclinó hacia mí para confiarme algo. Uno de los guardias tosió, recordándonos su presencia. “La chica de California. Estaba borracha y Ajay la trajo a Kanit House. Nosotros ya teníamos información sobre ella; sabíamos que consumía heroína”. Entonces me contó cómo mató a Teresa Knowlton, una joven que definitivamente no tenía ninguna relación con la heroína y que quería convertirse en una monja budista, más o menos de la misma manera en que se lo había contado a Richard Neville quince años antes. Su cuerpo fue el que descubrieron primero, con un bikini puesto, flotando en la playa de Pattaya. De ahí que lo nombraran el Asesino del Bikini. Cuando terminó de contarme esa larga y horrible historia y todos esos detalles que yo no le había pedido, le dije: “No me interesa saber cómo la mataste. Lo que quiero saber es por qué lo hiciste. Aun si estabas trabajando para alguna agrupación de Hong Kong debe haber alguna razón de por qué tú hiciste algo así y no otra persona”. Un guardia nos dijo que Sobhraj ya podía entrar en la oficina. Se puso de pie haciendo un fuerte ruido con las cadenas. Dio algunos pasos al azar y luego miró por encima del hombro.

“Es un secreto”, me dijo con el rostro muy serio de pronto. Luego desapareció agitando los papeles del Mercedes, como un Yago hasta el final.

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o pensaba que Sobhraj y Chowdhury debían tomar muchas drogas. A menudo pensaba que los asesinatos del bikini eran un ritual torcido y homoerótico disparado por la psicosis que producen las anfetaminas. Quería decirle esto a la policía de Bombay, pero dado que yo mismo tomaba anfetaminas, tenía la paranoia de que si me acercaba a hablar, me harían una prueba de antidoping ahí mismo, en la oficina. Me entrevisté con Madhukar Zende, un comisionado de policía impresionantemente fuerte, con algo de felino, quien me mostró un bonche de deposiciones escritas a mano por los seguidores de Sobhraj, garabateadas a lápiz o con pluma, confesando múltiples robos en Peshwar, Karachi y Cachemira, cometidos en un frenesí durante un tránsito sorprendentemente rápido. Zende había arrestado a Sobhraj dos veces: una en 1971, cuando Zende había cumplido 42 años de edad, después del robo de una joya

Me contó cómo mató a Teresa Knowlton, una joven que quería convertirse en una monja budista. Su cuerpo fue el que descubrieron primero, con un bikini puesto, flotando en la playa de Pattaya. De ahí que lo nombraran el Asesino del Bikini.

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“No me interesa saber cómo la mataste. Lo que quiero saber es por qué lo hiciste. Aun si estabas trabajando para alguna agrupación de Hong Kong debe haber alguna razón de por qué tú hiciste algo así y no otra persona.”

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en el hotel Ashoka de Nueva Delhi; y otra vez en 1986, después de que se escapara de la cárcel de Tahir. Hablaba de Sobhraj con un irónico afecto, mientras recordaba la década de 1970, cuando Sobhraj vivía en un departamento en Malabar Hill y se había hecho popular en películas de Bollywood ofreciendo Pontiacs y Alfa Romeos robados a precios muy económicos. Para operaciones más peligrosas reclutaba asistentes en bares de quinta y hostales pulgosos en la avenida Ormiston, donde cometía su conocida práctica de drogar y robar a los turistas en el Taj o en el Oberoi cerca de India Gate para no perder la práctica. “Le interesaban las mujeres y el dinero”, dijo Zende suspirando. “Dejaba una estela de corazones rotos por dondequiera que pasaba”. En 1971, Sobhraj estaba esperando una llamada de larga distancia en el restaurante O’Coqueiro en Goa cuando Zende, disfrazado de turista, lo atrapó. Madhukar Zende ya está muerto. Charles Sobhraj está vivo. Los nuevos dueños del O’Coqueiro han puesto una estatua de Sobhraj en la mesa donde cenó la noche que lo aprehendieron. En cuanto a Kiran Bedi, perdió su trabajo: una víctima de un orgullo desmedido y, sin que sea sorpresa, del propio Sobhraj. Creyó tanto en su rehabilitación que le permitió a un grupo de documentalistas franceses que entraran a filmarlo, dándoles a sus superiores una excusa para despedirla.

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o sé por qué ocurrieron los asesinatos del bikini, pero en esa parte del mundo, este tipo de crímenes solían ser llamados “enajenamientos”, una “locura provocada”, observados por antropólogos por primera vez en Malaya al final del siglo 19. Cada vez ocurren con más frecuencia en Estados Unidos. Eric Harris y Dylan Klebold arrasaron con todo en Columbine. Adam Lanza arrasó con todo en Newtown, Connecticut. El evento que provocó lo ocurrido en Bangkok (y estoy seguro de esto) fue Ajay Chowdhury. Los asesinatos conformaron un breve capítulo en la estupenda y variada vida criminal de Sobhraj: una explosión prolongada de “matar en exceso” por un artista prisionero, sofisticado e incontrolable, que se preciaba del autocontrol. Los asesinatos comenzaron cuando Chowdhury entró en el cuadro y se detuvieron cuando él salió. Para tristeza de la gente que intentó impedirlo, Sobhraj salió de la prisión un año después de que lo entrevisté. Como ciudadano francés con un registro criminal fue expulsado de inmediato de India. Se asentó en París, donde supuestamente le pagaron cinco millones de dólares por los derechos de la historia de su vida y comenzó a dar entrevistas por seis mil dólares, en su café favorito de Champs-Élysées. En 2003 apareció en Nepal, el único país en el mundo en donde todavía era un hombre buscado. (Tailandia tiene un estatuto de limitaciones en todos los crímenes, incluyendo el asesinato). Él creía (o eso se dice) que la evidencia en su contra ya se había derrumbado desde hace mucho. Yo no estoy tan seguro de que él lo creyera. Anduvo paseando en una moto por Katmandú como antes lo hiciera en Goa, levantando sospechas. En Nepal habían guardado cuidadosamente

antiguos recibos para la renta de un carro, así como evidencia de sangre encontrada en la cajuela y procedieron a arrestarlo, muy ad hoc, en un casino. Mientras escribía este artículo vi un video en YouTube en el que Sobhraj aparecía perdiendo su apelación final por una condena por asesinato en Katmandú. Ha pasado tanto tiempo desde los asesinatos del bikini que la manera en que él va a terminar ya no representa la tendencia de ciertos individuos a repetir sus patologías hasta llegar al punto de la autoinmolación. Lo que ilustra es la futilidad de todo a la luz del proceso de envejecimiento. Sobhraj ha envejecido; si no está cansado de sí mismo, seguramente se habrá vuelto estúpido. Si miraras su historia por tanto tiempo como yo lo he hecho, un infinito camino de engaños y caos que sólo conduce al mismo punto de partida, una celda en una prisión, el dinero robado y perdido casi al instante en un casino, el perpetuo andar sin sentido por distintos países y continentes, verías que Sobhraj siempre ha sido ridículo. La primera impresión que tuve con él cara a cara fue la de una ridiculez agresiva e implacable. Sus víctimas fueron personas que entonces tenían mi edad; sin duda también recorrían el mundo en la misma neblina mental que yo cargaba cuando andaba en mis veintes. Sin duda la historia me atrajo desde hace mucho porque me pregunté si, en el lugar de ellos, yo también habría podido ser sentenciado a muerte por Sobhraj: en las fotografías de entonces él se veía como alguien con quien yo me hubiera acostado en los 70s. De hecho, igual que a muchas personas distintas con las que me acosté en los 70s. No había manera de resolver esta cuestión conociéndolo. Ya no se veía como a nadie con quien me acostaría y yo ya sabía lo que había hecho. Un criminal como Sobhraj sería imposible ahora. La Interpol está computarizada; una persona no se puede subir y bajar de los aviones y cruzar fronteras con un buen verbo, sonrisas sexys y un bonche de pasaportes mal falsificados; cada joyería del mundo tiene cámaras de vigilancia y pronto cada calle del mundo también las tendrán. Pero tal vez lo entendí mal desde el principio. Durante años me imaginé a Sobhraj atrayendo a drogadictos incrédulos y no muy listos hacia su red mortal a través de un encanto sexy y de una mayor astucia que la de ellos. Pero, ¿qué tal si la gente que mató no le creía nada al igual que yo, sin importar qué tan atractivo fuera en ese entonces y sin saber nada acerca de él? ¿Qué tal si en lugar de una imagen de perfección veían a alguien asiático, a un perdedor ridículo y de mala pinta, como un padrote vestido de traje, pretendiendo ser un cliente más frente a un téibol, haciéndose pasar por francés, holandés o algo que parezca europeo, “como ellos”? ¿Qué tal si lo consideraban patético y divertido, pero también posiblemente útil? La mayoría no habían sido atraídos por su sensualidad ni por su pico de oro, sino por la idea de conseguir joyas caras a precios muy baratos. Es muy posible que sus víctimas creyeran que lo estaban estafando y lo veían tan ridículos como yo lo veía. Y tal vez creían con condescendencia, con una complacencia iluminadora y liberal que una persona ridícula también es inofensiva.

Sobhraj siendo escoltado por la policía nepalesa después de asistir a la corte, en Bhaktapur, 12 de junio de 2014. Foto by AFP/ Prakash Mathema/ Getty Images

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MÉXICO FEMINICIDA Los feminicidios no pertenecen a las víctimas (lo suyo es humillación, tortura y asesinato), estos crímenes pertenecen a la sociedad

Fotos por Carlos Alberto Carbajal

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n el segundo informe de gobierno del presidente de México Enrique Peña Nieto, el 2 de septiembre de este año, no se mencionó la pandemia de feminicidios del país. Ni en el informe ni fuera de él se toman en cuenta cifras. No hay números globales de este tipo de crimen en 2013 ni 2014, y en muchos casos ni siquiera hay cuerpos. Simplemente desaparecen mujeres. Ni siquiera todos los estados tienen tipificado el feminicidio como delito. La representante de la ONU-Mujeres en México, Ana Güezmes, advirtió en 2013 al semanario Proceso que, de 1985 a 2010, se han registrado 36 mil 606 asesinatos a mujeres y afirmó que según datos de 2010, al día en México se ejecutan 6.4 feminicidios, la mayoría de los cuales suceden en Chihuahua, Baja California, Sinaloa y el Estado de México. “La relevancia estratégica de la politización de todos los homicidios de mujeres es indudable, pues resultan de un sistema en el cual poder y masculinidad son sinónimos e impregnan el ambiente social de misoginia: odio y desprecio por el cuerpo femenino y por los atributos asociados a la feminidad”, afirma la antropóloga Rita Laura Segato en ¿Qué es feminicidio? Notas para un debate emergente. En este número no podíamos darle la espalda a uno de los crímenes más graves y menos atendidos de México. Así que traemos testimonios de familiares de víctimas de feminicidio en tres estados del país: Guerrero, Estado de México y Chihuahua. Estos no son los únicos casos, pero nos ayudan a atisbar las lagunas legales, culturales y judiciales que permiten este acto de brutalidad en el país.

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Guerrero Por Marisol Wences Mina Franceri baja del cerro con la cara inflamada, en partes morada, verde y azul, llena de sangre. Tiene que cuidar sus pasos para no caer porque lleva prisa, sortea piedras pequeñas y usa las grandes como escalones. Arriba, en su casa construida casi en la punta de un cerro, yacen cuatro cuerpos baleados y ensangrentados en el piso de tierra, resguardados por las paredes de cartón y plástico. Muchos vecinos escucharon los balazos pero nadie se asomó, nadie acudió en auxilio; por eso ella baja casi corriendo con las manos embarradas de sangre. Se detiene en la primera casa y grita: “¡Auxilio, tía!, ¡ayúdenme! Mataron a mi mamá, a mi abuelita, a Omayra, a Rosita”. La tranquilidad en la colonia Paso Limonero, en el puerto de Acapulco, quedó trastocada. Franceri Solís Nava es una niña de nueve años y mataron a todas las mujeres de su familia; las mató la ex pareja de su madre. No es Chihuahua, pero también son las muertas de Juárez, las de Acapulco de Juárez, Guerrero. Pienso eso mientras escucho el testimonio de una de las tías de la niña que narra cómo salió corriendo al escuchar los gritos de la pequeña y reconstruye el camino de Franceri hasta su casa. Según la asociación civil mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, los tres últimos años el puerto se ha colocado entre las tres ciudades más violentas del mundo, con una tasa de 113 homicidios por cada cien mil habitantes en 2013, por ejemplo. De enero a junio de este año el Observatorio Hannah Arendt del Instituto Internacional de Estudios Políticos Avanzados Ignacio Manuel Altamirano lleva

El abuelo de la niña Rosa Aidé, de siete años, carga una cruz durante su sepelio

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Para la coordinadora del Observatorio Hannah Arendt y asesora en México de ONU-Mujeres, Rosa Icela Ojeda Rivera, es más que lamentable que Guerrero siga ubicándose siempre en los primeros lugares en asesinatos de mujeres. La académica no escatima en reconocer los avances que en legislación y políticas hay en la entidad —el estado fue el primero en contemplar el feminicidio como delito y el primero en crear una Secretaría de la Mujer—, pero sí cuestiona que persiste el machismo, la marginación, la dominación y “una violencia exacerbada”.

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En esta página: Vecinos y familiares en el sepelio de Zahira Yasmín Nava Blanco, Osmayra Patricia Gutiérrez Nava, Martha Patricia Nava Blanco y Rosa Aidé asesinadas en la colonia Paso Limonero de Acapulco, Guerrero Página opuesta: Rosa Icela Ojeda Rivera, investigadora especialista en feminismo y políticas de igualdad en entrevista

contabilizados 46 feminicidios en todo Guerrero, pero se calcula que el número se elevará a más de sesenta en ese periodo al contrastar datos de varios medios impresos, indicó Marisol Alcocer Perulero, investigadora del Observatorio y perita de equidad de género y feminicidio en el Tribunal Superior de Justicia estatal. Si la tendencia continua así, se podría hablar de más de 120 feminicidios al terminar 2014. Si hablamos de asesinatos de mujeres, entre 1985 y 2009 el estado de Guerrero ha estado cinco veces en primer lugar por encima del paradigmático estado de Chihuahua (1987, 1998, 1999, 2006 y 2007) y salvo en tres ocasiones, no ha salido de los primeros cinco lugares, según datos de ONUMujeres e Inmujeres. A partir de 2010 se registró en Guerrero un aumento sostenido en la violencia feminicida. Información del Centro de Estudios para el Adelanto de las Mujeres y la Equidad de Género de la cámara de diputados consigna que, a su vez, en Chihuahua las tasas han bajado en ese mismo lapso de tiempo, lo cual significó que para 2012 la tasa de asesinatos de mujeres en ambos estados fuera de bastante similar: Chihuahua 14.8 y Guerrero 13.2 por cada cien mil habitantes. Cifras alarmantes si se considera que 4.6 es el promedio nacional.

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l 24 de marzo de 2014 asesinaron a la madre, la abuela, la tía y la hermana de Franceri: Zahira Yasmín Nava Blanco, de 25 años; Martha Patricia Nava Blanco, de 42 años; Osmayra Gutiérrez Nava, de 19 años, y Rosa Isela Solís Nava, de siete años, respectivamente. El día que fui junto con mi compañero fotógrafo a Paso Limonero a

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averiguar qué había ocurrido estaba lloviendo. La colonia está casi a la orilla de la ciudad. Para llegar hasta la casita donde vivían las mujeres tuvimos que trepar entre piedras; la lluvia se soltó con más fuerza. Ese camino tortuoso lo recorrían varias veces al día las mujeres asesinadas. Queríamos entrevistar a la pareja de la abuela de Franceri y cuando llegamos a la casita de plástico y cartón vimos un foco encendido. Pero no había nadie, la casa fue abandonada y nadie apagó la luz. En el piso de tierra aún se veían las manchas de sangre, las veladoras tiradas. Carlos, mi compañero fotógrafo, señala hacia un punto y me dice: “Allí quedó tirado un cuerpo”. Veo también frascos de perfume, lápices labiales, cepillos, zapatos de niña. En una de las paredes de madera hay un par de zapatillas colgadas. La lluvia sigue y se siente una profunda tristeza impregnada en el aire, en el patio el esqueleto de un pato es prueba del abandono de semanas. Franceri ha vivido a su corta edad varias tragedias: su padre está preso como presunto culpable del delito de violación en agravio del hermano de su esposa. Su madre, Zahira Yasmín, encontró otra pareja con quien tuvo dos hijos. Este hombre —según el testimonio de una hermana del padre de Franceri, que pidió el anonimato— abusaba sexualmente de la niña y de su hermana ahora muerta: “Yo la grabé, la niña me lo contó, pero su mamá me dijo que cómo le iba a creer a una niña”, nos dijo. Entre los habitantes de la colonia se murmura que Zahira y su hermana Osmayra eran meseras en un bar y que venían cada tercer día a Acapulco, pues trabajaban en pueblos de la Costa Grande. El estigma y el prejuicio campean.

cadémicas y feministas como Marcela Lagarde diferencian el asesinato de mujeres del feminicidio. Y así lo reconoce el código guerrerense; según el artículo 135 del recién aprobado Código Penal que entra en vigor el 30 de septiembre, comete el delito de feminicidio “quien, por razones de género, prive de la vida a una mujer. Existen razones de género cuando ocurra cualquiera de los supuestos siguientes: la víctima presente señales de violencia sexual de cualquier tipo; a la víctima se le hayan ocasionado lesiones o mutilaciones denigrantes o degradantes, previas o posteriores a la privación de la vida, así como actos de necrofilia; existan antecedentes o datos de cualquier tipo de violencia, cometido en el ámbito familiar, laboral o escolar, cometido por el sujeto activo en contra de la víctima; existan datos o referencias que establezcan que hubo amenazas relacionadas con el hecho delictuoso, acoso o lesiones del sujeto activo en contra de la víctima; haya existido entre el sujeto activo y la víctima una relación de familia, sentimental, afectiva o de confianza; el cuerpo de la víctima sea expuesto, arrojado o exhibido en un lugar público, con el objeto de denigrarla, debido a su calidad de mujer; la víctima haya sido incomunicada, cualquiera que sea el tiempo, previo a la privación de la vida”. A quien cometa el delito de feminicidio se le impondrán de veinte a sesenta años de prisión. El código anterior establecía penas de treinta a cincuenta años; si bien la pena máxima subió, el mínimo disminuyó. Sin embargo, Ojeda comentó en entrevista para VICE que habría que verificar caso por caso los asesinatos de mujeres para ver cuáles serían feminicidios como lo establece el código. Las estadísticas muestran que es más frecuente el asesinato de hombres que el de mujeres, sin embargo la gravedad radica no sólo en el número sino en la forma en la que las mujeres son asesinadas: “En las mujeres es más frecuente el uso de medios más brutales para asesinarlas: ahorcamiento, estrangulamiento, sofocación, ahogamiento e inmersión en 18 por ciento de los casos, tres veces más que en los hombres; objetos cortantes en 14.2 por ciento; objetos romos o sin filo 1.4 por ciento. La proporción de mujeres envenenadas o quemadas triplica a la de los varones (2.7 por ciento y 0.9 por ciento respectivamente). Cabe destacar que en casi 17 por ciento de los casos no hay información sobre el medio utilizado para el asesinato”, se puntualiza en el informe de ONU-Mujeres e Inmujeres. Un dato más: los hombres asesinan a los hombres y son quienes asesinan también a las mujeres en la mayoría de los casos. Franceri, dice una de sus tías paternas, tiene miedo de que el asesino regrese. Al momento de realizar la entrevista la niña estaba bajo custodia del DIF en Acapulco. La familia de su padre preso vive al pie del cerro donde se encuentra la casita

donde mataron a las cuatro mujeres. Ellos pidieron dinero a los vecinos para poder comprar las cajas para sepultarlas y reprochan que ni el marido de la abuela fallecida, ni el joven tío pregunten por la niña que sobrevivió. —La niña no está aquí, está en el DIF —dice una de las tías—, lo que queremos es que se haga justicia porque dicen que ella no tiene familia. ¡Cómo carajo no! Tiene aquí a su abuela, a nosotros; el papá, pues está en la cárcel. —¿Las conocías bien? —le pregunto. —Con Martha, la abuelita de la niña, trabajamos juntas, pero luego dejó de trabajar porque Zahira se dejó con su otra pareja, la que la mató. Ella metió a la cárcel a mi hermano. Ella hizo muchas cosas. —¿En qué trabajaba? —Ella era mesera, trabajaba en varios lugares y no estaba establecida. Se iba fuera de Acapulco, a Atoyac, otros lugares. Venía por ejemplo los lunes y se iba el miércoles en la noche. —Me decían que el día del asesinato Osmayra y Zahira venían de la playa…

Las estadísticas muestran que es más frecuente el asesinato de hombres que el de mujeres, sin embargo la gravedad radica no sólo en el número sino en la forma en la que las mujeres son asesinadas.

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—Ella me mandó un mensaje en Facebook que me decía: “Mira, mana, cómo me veo”. Estaba con su traje de baño. Yo lo único que le comenté fue: “Mira, mana, te verías bien con tus hijos a tu lado, dos y dos”. Luego, como a las cuatro, me quedé dormida, y ya luego como a las seis escuché los plomazos. Mi esposo me dijo: “No te preocupes, aquí estamos bien con los niños”. Luego una muchacha de allá arriba, cerca de la casa de ellas, le habló a su esposo que subieran por ella. Una perra empezó a ladrar, como que quería hablar esa perra. Le dije a mi marido: “Algo pasó”. Días antes el asesino —nadie se acordó o quiso dar su nombre— fue a la casa de su ex mujer y se llevó a los dos hijos varones que procrearon. Dice la testigo que quizá fue un lunes. A la siguiente semana regresó a matar a las mujeres: “Aseguró primero a sus hijos, se los llevó y luego vino a matar a los hijos de mi hermano”. —¿Tú platicabas regularmente con tu ex cuñada Zahira, qué te decía? —insisto.’ —Que él quería regresar con ella, pero Zahira me decía que no lo iba a perdonar. Yo le preguntaba por qué, le decía: “Perdónalo, es papá de tus hijos, ya que no fuiste feliz con mi

“En casi 17 por ciento de los casos no hay información sobre el medio utilizado para el asesinato”, se puntualiza en el informe de ONUMujeres e Inmujeres.

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hermano aunque sea con él”. Pero me comentaba: “Es que no trabaja, me pega, cuando tenemos hambre no nos da de comer, también a mis hijas les hace el feo”. Tenían unos tres o cuatro meses separados. —¿Cómo eran esas agresiones a las niñas? —Me decían las niñas muchas cosas. Es feo y triste recordar. —¿Les pegaba? —[Asiente] pero las agredía no nada más de pegarles, sino físicamente. —¿Abusaba de ellas? —Sí, yo le dije a Osmayra, y ella le dijo a la mamá de las niñas. Yo la grabé [a Franceri] con mi celular y se lo enseñé a una licenciada. —¿Y Zahira qué dijo? —Ella decía que no se le puede creer a una niña de seis años, fue cuando iba en primero de primaria, eso dijo su mamá. Yo estaba haciendo un juicio para quitarle a las niñas, pero ya no se dio. En el DIF a la familia paterna de la niña se le ha dicho que no pueden cederle la custodia en tanto no termine el proceso abierto por el asesinato de la madre. Sin embargo, el tío de la pequeña afirmó que la investigación no ha avanzado: “No han venido más a preguntar, al contrario, nos investigaron a nosotros. También nos dijeron que por seguridad no podíamos tener a la niña aquí”.

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a proyección que hacen las investigadoras del Observatorio es más que creíble, los casos van escalando no sólo en número sino en saña: hace unos meses en Zihuatanejo fue secuestrada Eleyda Yuritzi Carmona Márquez, una niña de diez años a quien asfixiaron después de agredirla sexualmente. El caso llevó a la movilización de padres de familia, ciudadanos, organizaciones sociales y grupos feministas. Los registros del Observatorio dicen a que a partir de 2005 hubo un repunte en la violencia feminicida, informó Ojeda Rivera y no descartó que entre las causas de ese aumento está la violencia por crimen organizado. —¿Cuál es la situación para las mujeres en Guerrero? —En 2005 hubo alternancia, una persona postulada por el PRD llegó al poder y es a partir de este año que en los registros que tenemos hay un incremento numérico en los asesinatos de mujeres. ¿Qué pasa con este gobierno de izquierda? Tenemos el dato pero no la explicación; seguramente con la alternancia empieza la actuación de bandas y grupos organizados que tiene que ver con la delincuencia, esto hace que se incremente el pico de la violencia: no sólo aumenta en número sino en términos de crueldad. Muchas mujeres pasan a ser víctimas de estos grupos y en muchos casos que hemos podido constatar el esposo se involucra en actividades delictivas y cuando ve el riesgo se va, se queda la mujer y ella es secuestrada, desaparecida. A veces aparecen pero en muchos casos no regresan. Se sospecha que ellas son asesinadas después de ser torturadas. Una de las causas de mayor peso está en la ruptura del estado de derecho, subrayó la también catedrática del Instituto de Estudios Políticos Avanzados Ignacio Manuel Altamirano, y es que con la alternancia en el poder ejecutivo en el año 2000 “llegó al poder un partido de ideología conservadora; esto coincide con la actuación de bandas de delincuencia organizada. Hubo una ruptura del estado de derecho en México. No me atrevería a decir que hay estado fallido pero sí hoyos y boquetes donde el estado de derecho no impera”.

La actuación de estas bandas —abundó la investigadora—, incide en la existencia de la “violencia iniciática”, con la cual “estos grupos van actuando e iniciando a los nuevos miembros y las mujeres pueden ser parte de esa prueba como trofeos —como dice la investigadora Celia Amorós— parte de esos pactos de sangre”. Sin embargo, en muchos casos también se ha detectado el fenómeno de imitación, aunque hace falta documentarlo: “Me da la impresión de que las parejas o asesinos de estas víctimas también han querido encubrir el delito e imitar como si fueran bandas organizadas y eso ha hecho que se incremente la crueldad”. La ruptura del estado de derecho —sentenció Rosa Icela Ojeda— además fomenta la impunidad porque “si no la hubiera se haría una investigación y castigo. Tenemos un gran índice de impunidad: un máximo de treinta por ciento de los casos [de feminicidios en Guerrero] son medio investigados y diez por ciento llegan a sentencia. Tenemos de setenta a ochenta por ciento de impunidad en el caso de los asesinatos de mujeres”.

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ás allá de las cifras, hay todo un sistema cultural que legitima la violencia feminicida, según Ojeda: “Las mujeres en la cultura guerrerense estamos concebidas como propiedad de los varones, padres, hermanos, primos, novio, esposo, amante, concubino. Hay actividades que no podemos realizar porque si las realizamos parecen como una trasgresión, hay una parte de la cultura que legitima que exista un castigo para quien se sale de los parámetros”. Ése fue el caso de Patricia, una mujer que después de separarse de su esposo logró independencia financiera. Ganar su

independencia le costó la muerte. Patricia se atrevió a romper con la inercia de su pasado como ama de casa y comenzó a trabajar, se arregló el cabello, se hizo un permanente y en el salón de belleza le hicieron manicura y le colocaron uñas postizas. En la mente de su asesino al parecer se gestó una idea: había que escarmentarla por haber transgredido, por haber dejado a su marido y ser una mujer independiente. El mensaje fue claro: a Patricia le cortaron la cabeza y las manos. La cabeza la tiraron por un lado, las manos por otro y el resto del cuerpo lo encontraron aparte. El nivel de crueldad a veces escapa a la imaginación.

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arisol Alcocer ponderó el caso de una niña de 13 años, asesinada por su ex pareja en Chilpancingo el año pasado. La joven decidió cortar su relación con el padre de su hija y éste la mató porque expresó que “Si no era de él entonces de nadie más”. El hombre la mató frente a la madre de ella y luego se suicidó. La hija de ambos, de un año, quedó huérfana. Aunque los casos se dan en todos los estratos socioeconómicos, y basta como ejemplo el feminicidio de una doctora en el fraccionamiento Hornos Insurgentes, de Acapulco, a manos de su esposo (también médico), Alcocer, maestra especialista en temas de género por el Colegio de la Frontera Norte, subraya que la mayor parte de las víctimas son mujeres precarias, es decir, mujeres en situación de pobreza, amas de casa o con ocupaciones estigmatizantes como meseras, bailarinas, sexoservidoras, o con otras circunstancias que las ponen en una situación de vulnerabilidad.

En esta página: El interior de la humilde casa en Acapulco, Guerrero, donde fueron asesinadas Zahira Yasmín Nava Blanco, de 25 años; Osmayra Patricia Gutiérrez Nava, de 20; Martha Patricia Nava Blanco, de 40, y Rosa Aidé, de siete años; la niña Franceri, de nueve años, quedó herida Página opuesta: Un cuerpo de una mujer asesinada es encontrado enterrado el 17 de abril en una fosa clandestina en la colonia Ampliación Jacarandas en la zona rural de Acapulco, Guerrero

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Las mujeres víctimas de violencia feminicida son revictimizadas con estos prejuicios y estigmas y los medios de comunicación tienen mucho que ver en ello, sentencian las especialistas: “Los medios han jugado un papel dual: por una parte nos informan de los números de asesinatos, nos ponen frente a la realidad; pero por otro lado, sobre todo la prensa escrita, legitiman la violencia contra las mujeres. Muchas veces la cabeza de la nota va a decir ‘crimen pasional’ o usará un término que no mueve solidaridad sino una especie de acusación de que la mujer pudo hacer una actividad por la que fue castigada. Ya no es una persona o ser humano que por razón de necesidad o economía o falta de oportunidad trabaja en lo que puede trabajar, sino gente que se le denigra o estigmatiza”, acusa Ojeda Rivera. Una consecuencia grave, añadió, es que la autoridad puede dejarse influenciar por eso y sentir menos presión social para que se haga la investigación. “Esto contribuye a que se genere una especie de naturalización de la violencia, lo que no podemos aceptar. Está roto el estado de derecho y el tejido social. El tejido social está lastimado, temeroso y nadie quiere decir nada: ni las hijas o la madre. Te lo cuentan pero en privado, pero no desean hacerlo público. Creo que esta información que recibimos en privado, si la recibiera la autoridad sería un caso menos de impunidad. Los familiares o amigas dan pistas, tienen un pulso, nos dicen: ‘Lo veíamos venir’”. Otro factor que no abona de forma positiva a la justicia para las víctimas es la falta de cooperación de las autoridades al momento de dar información acerca del feminicidio. “En 2006 tuvimos puertas abiertas pero de pronto hubo años donde era difícil hacer la labor de investigación”, expresó la investigadora y señaló que “lo viable será ampararnos ante el Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI). El Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI) sugiere acercamiento con las procuradurías para la obtención de datos porque ellos no los tienen, pero la relación [con la Procuraduría] ha sido un estira y afloja, a veces hay trabas burocráticas”, sentenció por su parte Marisol Alcocer.

A EN PÁGINA OPUESTA: Unas zapatillas cuelgan de una de las paredes de la humilde casa en donde fueron asesinadas Zahira Yasmín Nava Blanco, Osmayra Patricia Gutiérrez Nava, Martha Patricia Nava Blanco y Rosa Aidé, y que ahora se encuentra abandonada

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nte este panorama desolador es inevitable preguntarse ¿qué se puede hacer? —¿Cuándo va a parar? —le pregunto a Rosa Icela Ojeda. —Va a parar cuando no haya impunidad, cuando la investigación sea sin prejuicios, cuando no se minimice por las preferencias de la mujer, por su origen, por cuestiones culturales, religiosas, laborales, por presuntos nexos con grupos delictivos. Nada justifica el asesinato de nadie, menos el de una mujer y de una niña. Y entonces también es inevitable hablar del recurso de la alerta de género, esa herramienta temida por los gobernadores como Eruviel Ávila, del Estado de México, que dice que no es necesaria. En 2006 y luego en 2012, ya con Ángel Aguirre Rivero como gobernador de Guerrero, se pidió que se decretara la alerta de género, pero al momento no ha sido posible. Entonces Amalia Tornez Talavera, presidenta de la Red de Mujeres por la Defensa de las Instituciones, señaló que el gobierno temía que se decretara la alerta porque “eso es encender un foco rojo y decir que no hay gobernabilidad”, según el diario Novedades de Acapulco. “En Guerrero ha habido unos momentos álgidos y la planteamos [la alerta de género]” —aseguró en entrevista Ojeda— y ponderó que Guerrero es un lugar que recibe una cantidad

importante de recursos para turismo y que no hablar de la alerta era para proteger la actividad. Pero la alerta es una medida que ayuda a los gobernadores porque provee recursos para la protección, para la investigación. Es una medida preventiva, no sancionadora ni estigmatizante. —¿Es necesaria la alerta? —le pregunto. —Es absolutamente necesaria. Inmediatamente habría que integrar y documentar la alerta, tenemos suficientes elementos. No es un capricho, no es que alguien quiera perjudicar al gobierno o señalar al gobierno, sino obtener estos recursos que ayudarán a que se sienta un mayor clima de garantía de seguridad a las mujeres. Hay que crear un clima de garantía, que no se sienta que somos un objeto y que no le importa a nadie. No es cierto que sólo las mujeres que supuestamente se vincularon a actividades raras o que cometieron algún error pueden padecer esto, sino que en este ambiente cualquier mujer puede ser víctima de ejercicio de la violencia, tanto en el medio urbano o rural.

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l 23 de marzo de 2014 Zahira Yasmín posteó en su perfil de Facebook “Vámonos de fiesta a celebrar el dolor”. El 24 al medio día colgó allí mismo unas fotos que se tomó en la playa y por la tarde su ex pareja la asesinó. Vuelvo a repasar mentalmente esa historia y quisiera imaginar un final feliz para Franceri, que quizás las terapias le ayuden a superar el trauma de perder a su familia, que se borraran las marcas dolorosas de su cuerpo, mente, alma; que creciera en un ambiente amoroso como deberían crecer todos los niños, que se convirtiera en una mujer libre. Es inevitable sentir la tristeza y el sentimiento de rabia e impotencia, todo revuelto. Lo que es cierto es que no hay claridad en su futuro. Al momento de escribir estas últimas líneas Franceri sigue bajo custodia del DIF, pero la institución no ofrece más detalles por seguridad de la niña. El Ministerio Público sigue con la averiguación, pero al tratar de conocer más detalles a través de la familia paterna la respuesta del tío es simplemente: “Con todo respeto le digo que no sé nada, y pos la verdad eso sigue sin solución”. Maldita, maldita impunidad.

Estado de México Por Rafael Castillo El 14 de junio de 2011, el cadáver de una mujer fue hallado atado a una tapa de alcantarilla en el fondo del Río de los Remedios, en el municipio de Tonanintla, Estado de México. Los Servicios Forenses del Estado de México lo caracterizaron como el de una mujer de cuarenta años. Sin un rostro reconocible o alguien a quien entregarlo, fue enterrado en la fosa común. Ahí pasó dos años hasta que le fue asignada la identidad que supuestamente perdió durante su estancia en el río: tendría 15 años cuando murió, su nombre sería Abril y se convertiría en la hija desaparecida de Isela Rodríguez. Isela recibió estos restos el 25 de mayo de 2013 convencida de que esto era un abuso más en el caso de la desaparición de su hija. Abril desapareció el 16 de mayo de 2011 en Ojo de Agua, municipio de Tonanintla, Estado de México. Había salido a sacar copias. Los padres la buscaron durante horas hasta que anocheció. Volvieron al fraccionamiento en el que vivían. Ahí, el vigilante les dijo que no se preocuparan, que su hija había regresado en el interior de un Pointer negro sin placas. Pero ella no estaba en casa. El vigilante, testigo, se ofreció a

declarar ante las autoridades y señaló la dirección a la que pertenecía el vehículo. Entonces Isela hizo una denuncia y entregó la dirección sospechosa a la Procuraduría para que investigaran. Ella sostiene que la policía siempre negó que la dirección existiera, y el vigilante, en su declaración, dijo que jamás fue testigo de que Abril llegara en un Pointer negro sin placas. Que no, que nunca dijo nada. “Yo me di cuenta que la dirección sí existía. Fui a la casa [del dueño del Pointer], su mamá, y su esposa también me dijo que [él] era un policía estatal”, explicó Isela, convencida de que esta persona es el responsable de la desaparición de Abril. “Yo digo que no, que el vigilante sí vio a mi hija en ese Pointer negro. Cuando yo le volví a preguntar al vigilante, él estaba golpeado. Lo habían golpeado, me imagino para que no dijera la verdad”. Pasaron dos años en instancias judiciales del Estado de México sin respuestas y sin una investigación que convenciera a Isela. Luego vinieron la PGR y su Fiscalía Especial para Delitos de Violencia contra la Trata de Mujeres y de Personas (Fevimtra). Fue por estas fechas en que le entregaron el cadáver de quien —Isela afirma— no es su hija. “Dijeron que era una persona de cuarenta años, y que el ADN correspondía en 99 por ciento, ¡pero si se equivocan en la edad!”, dijo la señora Isela. “Nunca vi pruebas”. ¿Por qué cree que eligieron este cuerpo para hacer pruebas?, le pregunté. “Desconozco. Es un lugar cercano al de la desaparición de Abril”. Después de un año de quejas constantes ante la PGR para obtener un documento que avale la prueba genética, los restos fueron exhumados nuevamente en junio de 2014 para ser analizados y esperar un dictamen con el que se intenten satisfacer las dudas de Isela y de su esposo. Hace tres meses que pedí entrevistar a cualquier funcionario del Servicio Médico Forense o de la Procuraduría del Estado de México para conocer la eficiencia del programa de búsqueda de personas desaparecidas entre los cuerpos olvidados del servicio forense. Este programa se llama Odisea, (nombre que resulta por demás desesperanzador tomando en cuenta que una de las acepciones del término se refiere a: “Sucesión de peripecias, por lo general desagradables, que le ocurren a alguien”). Odisea dejará de existir al inicio de 2015, para entonces unificar los procedimientos y bases de datos con los estados vecinos de Puebla, Tlaxcala, Veracruz y DF, con ayuda de la PGR, según informó la Procuraduría en Toluca. Fue ahí también donde me dijeron que no podía entrevistar a nadie sobre el funcionamiento de Odisea, “por seguridad”, y porque “¿quién hablaría de un programa que de todos modos van a cambiar?” Mientras tanto en el informe preparado sobre el buen funcionamiento del sistema, explicaron que ya habían identificado trescientos cuerpos (hombres y mujeres), entre enero y julio de 2014 a través de este sistema. El sistema de cruces de información entre los 38 servicios forenses del Estado de México y Odisea, sin embargo, es incapaz de relacionar género, causa del deceso, hallazgo por colonia o municipio. Así lo demostró la respuesta de la misma Procuraduría cuando le pedí estos datos. “La información relativa a los cadáveres que ingresan al Servicio Médico Forense registra en el libro de gobierno de cada unidad administrativa del Servicio Médico Forense, por lo que nos veríamos obligados a procesar la información requerida en cada una de ellas para dar contestación a su requerimiento”, respondió la Unidad de Información de la PGJ del Estado.

La ley respalda esta respuesta, pero el sistema no existe. En agosto pasado, la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México emitió una recomendación a la Procuraduría por dejar que el cuerpo de un menor pasara 180 días en el servicio forense de Tenancingo sin ser identificado. La Procuraduría no relacionó el secuestro de un adolescente con el hallazgo de un cuerpo en días consecutivos sino hasta que los homicidas confesaron. El Observatorio Nacional del Feminicidio (ONCF), una red de organizaciones locales en México agrupadas bajo la coordinación de Católicas por el Derecho a Decidir, cree que la esperanza para tener certeza es menor si se trata del cuerpo de una mujer. Su postura es que el gobierno del Estado de México ha ocultado sistemáticamente las cifras reales de los feminicidios. “Hay un problema de identificación de mujeres. No se sabe ni cómo está funcionando [la identificación de cuerpos]”, me dijo en entrevista la directora del Observatorio, María de la

El Observatorio Nacional del Feminicidio cree que la esperanza de tener certeza es menor si se trata de una mujer. Su postura es que el gobierno del Estado de México ha ocultado sistemáticamente las cifras reales de los feminicidios.

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En esta página: Interior de la casa de Franceri Página opuesta: Las mujeres víctimas de violencia feminicida son revictimizadas con estos prejuicios y estigmas y los medios de comunicación tienen mucho que ver en ello

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Luz Estrada, quien sostiene que el problema con los registros es en realidad un problema de transparencia. “El año pasado se asesinaron a 1,932 personas en el Estado de México. Hoy no sabemos cuántos de esos son mujeres y cuántos son hombres”, continuó. Por lo menos sabemos que quienes conforman estas cifras están muertos. En los años más recientes sobre los que hay estadísticas claras, 2011 y 2012, desaparecieron 1,258 mujeres en el Estado de México. En sólo dos años, los números representan la mitad de las mujeres muertas por agresiones en la década de 2001-2011 en el mismo estado. En ese periodo fueron asesinadas 3,583 mujeres, según las cifras expuestas en Las muertas del Estado, del periodista Humberto Padgett. Lo terrible de las primeras cifras de las mujeres desaparecidas, como en el caso de Abril, es que no se sabe si ya están muertas o si son esclavas sexuales de alguno de tantos circuitos existentes en México y el mundo. “Yo creo que está viva”, dijo Isela. No quise preguntarle qué cree que le sucedió. Con los años que pasan se han añadido condiciones con las que se le dificulta seguir de cerca el caso de su hija. No le es posible hacer visible su caso porque mantenerse cerca de las organizaciones le requiere tiempo y dinero de los cuales no dispone. “Ya sentíamos que nos vigilaban”, explicó Isela. “A mi esposo lo asaltaron a los 15 días de desaparecida mi hija. Luego en 2013 le robaron la camioneta ahí en el fraccionamiento. Le salieron dos tipos con pistola y le quitaron la camioneta”. Y así, decidieron que era mejor escapar de ese lugar mientras las autoridades dan una respuesta sobre el cuerpo encontrado

en junio de 2011. Este cuerpo se suma a una lista de por lo menos otra decena de cadáveres de mujeres encontrados en mayo pasado, en el cauce del Río de los Remedios durante un dragado general. Las autoridades aún no han ofrecido información sobre el tema. Hasta ahora esta información la han confirmado tres personas: el activista y también partidario del PRD David Mancera, el reportero gráfico Iván Montaño y Carolina (me pidió no publicar su nombre real por temor a represalias), madre de una niña desaparecida. Carolina me dijo que no podía ofrecer pruebas, aunque conocía a quien sí las tenía. “Nos enteramos porque en este círculo siempre te enteras de muchas cosas”, dijo Carolina la primera vez que hablé con ella por teléfono para que me ayudara a confirmar el hallazgo. “Voy a hablar con otra persona que estuvo ahí, pero si ellos [las autoridades] no lo han dicho, es porque se esperan hasta tener respuestas. Tenemos que ser prudentes en lo que decimos. Sí, dar a conocer, pero también cuidar nuestros casos. Hay cosas que no se pueden decir”.

Chihuahua Por Luis Chaparro Pienso que si ella viajó con vida desde el centro de Ciudad Juárez hasta San Agustín, ese poblado en medio del Valle de Juárez —el Valle de la Muerte, lo llaman— pudo ver a los fantasmas de las otras. Todas las que fueron igual a buscar trabajo y que de alguna u otra manera llegaron hasta aquel valle al este de la ciudad para morir o ya muertas. Puede que ella incluso haya visto a las demás caminando por entre los afiches amarillentos de las desaparecidas de hace muchos

años, o por entre los que aún huelen a pegamento. Pero es imposible incluso ahora, a cinco años de aquel día helado de enero cuando caminó por el centro, saber si logró ver algo o la muerte le cerró los ojos ya durante una hora de camino al Valle. La mayoría de los afiches están pegados en el centro. Antes sólo eran pesquisas raquíticas con una fotografía de una niña, como ella, como Adriana: Adriana Sarmiento, 15 años, 18 de enero de 2008, y un número de contacto de su familia: (656) XXX-XXX Ernestina Enríquez, su madre. Están ahí porque desde la década de 1990 las niñas “desaparecen” en esa zona donde miles de hombros topan con otros miles, donde uno se encuentra de todo. Pero desde finales de 2007 el problema de las “desaparecidas de Juárez” que luego fue el de las “muertas de Juárez” se volvió más complejo. Las madres de las víctimas pidieron que no fuera sólo el delito de desaparición forzada o de asesinato, sino que se llamara con todas sus letras: feminicidio. El exterminio sistemático de mujeres por razón de género. Y como pocas veces el gobierno cedió. Los afiches también cambiaron y ahora ya ni si quiera podían incluir el número de un familiar por miedo a las amenazas o a los intentos de extorsión. Ahora están acompañados de una campaña que también busca borrar el término “desaparecidas”, como si se las llevara el viento o se las tragara la tierra, por “secuestradas”, que al final está la certeza de que así es. Con todo lo anterior quiero decir que los feminicidios, a diferencia de lo que se puede llegar a creer, no se detuvieron en la década de 1990, cuando se hicieron películas y documentales sobre los crímenes. De hecho, a finales de 2007, justo cuando comenzaba la cruenta guerra entre cárteles de la droga en Ciudad Juárez, este delito se volvió más feroz y es aún hora de que no acaba. El Colegio de la Frontera Norte en Ciudad Juárez ha llevado un registro minucioso paralelo al conteo de las autoridades estatales y federales y ha encontrado que de 1993 a 2007 el promedio de asesinatos por año en Chihuahua era de 33.4, éste aumentó a 187 por año de 2008 a 2012, lo que representa un incremento de 560 por ciento en el número de delitos registrados en décadas anteriores. Es decir, en 14 años, de 1993 a 2007, se registraron 501 homicidios de mujeres, pero de 2008 a abril de 2013, en sólo seis años, la cifra ascendió a 940 casos en el estado. Esto se encuentra citado en el reporte “Comportamiento espacial y temporal de tres casos paradigmáticos de violencia en Ciudad Juárez, Chihuahua, México: el feminicidio, el homicidio y la desaparición forzada de niñas y mujeres (1993-2013)”. Cuando pienso en Adriana, Javier Juárez, un periodista investigador quien ha dado un seguimiento de cerca a las familias, y ha sido correteado por “hombres desconocidos” en el mismo centro de Ciudad Juárez mientras investigaba, me cuenta por qué es poco probable que la adolescente haya visto el camino del centro al Valle. “Lo más seguro es que Adriana fuera asesinada ese mismo día, no sabemos si en el mismo lugar donde fue secuestrada o en donde fue encontrada, aunque lo último es lo menos probable”, lo escucho al otro lado de la línea desde España, su lugar de residencia. El cuerpo de Adriana estuvo guardado tres años. La periodista Guadalupe Lizárraga me explica tras la entrevista con Javier que encontraron documentos, autopsias y actas de defunción, de que Adriana fue encontrada a los pocos meses de ser reportada

desaparecida en el poblado de San Agustín, frente a un retén militar permanente, “aún con la misma ropa que llevaba cuando desapareció”. Aun así y sólo ante la presión de Lizárraga y del sitio LosAngelesPress.com, la Fiscalía de Chihuahua entregó a su madre los restos de Adriana hasta la última semana de noviembre de 2011. Ahí, en las mismas cajas donde tenían los pocos y deteriorados restos de Adriana, Javier sospecha que hay aún unos ochenta cuerpos de niñas reportadas ausentes desde 2008. Esto lo dice en base a los documentos que ha visto y a las fuentes con quien habla y quienes, la gran mayoría, han huido ya de Ciudad Juárez. Hasta ahora la Fiscalía tiene un registro de 180 “mujeres desaparecidas” de 2008 a la fecha. Desde 2011, luego de entregar el cuerpo de Adriana y de ofrecer disculpas por el engaño, han entregado unos cincuenta cuerpos más de adolescentes que mantenían guardados en la morgue de Ciudad Juárez. Aunque bien podría haber más, según cree el mismo Javier: “He encontrado que si las desapariciones u homicidios son investigados por el gobierno federal, no aparecen en los registros de la Fiscalía de Chihuahua y viceversa. Y además, yo tengo algunos reportes de niñas desaparecidas de quienes estoy dando seguimiento y no aparecen en ninguna parte, ni en desaparecidas ni asesinadas”. Ahora, mientras camino por la Avenida Juárez, en el centro de la ciudad que lleva el nombre del primer presidente mexicano en portar la misma piel morena de la mayoría de las mujeres víctimas del feminicidio, pienso que al final Adriana sí se encontró con el fantasma de las otras. Sobre el hirviente metal de una caseta telefónica está la fotografía de una adolescente desaparecida sobre la misma avenida. Tiene 17 años y el afiche está manchado con catsup o sangre, no puedo distinguir. Y cuando escarbo para ver lo que hay detrás me encuentro con una fotografía de Adriana, de un afiche pegado en 2009, mientras su madre aún la buscaba en estas mismas calles, siguiendo pistas vacías. Sus rostros están empalmados, así como sus restos en la morgue de Ciudad Juárez y sus nombres entre las miles de mujeres asesinadas por este México feminicida.

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Buenaventu�a desmemb�ada El puerto comercial más importante del Pacífico colombiano vive una nueva guerra. Esta vez con un criminal y macabro modus operandi Por Juan Camilo Maldonado Tovar, FOTOS POR Carlos Villalón

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os dos dedos aparecieron junto a la carretera principal que bordea el barrio Camilo Torres, en la Comuna 10 del puerto de Buenaventura, departamento Valle del Cauca, en el suroeste de Colombia. Eso, al menos, fue lo que la chica declaró a la policía. Dijo que los levantó del suelo, uno después del otro; los metió en una bolsa de plástico que guardó en su bolsillo, y luego pensó con misteriosa certidumbre: “Estos son los dedos de mi hermano”. Luis Fernando Otero tenía 17 años y era lavador de carros. Por los días del hallazgo de su hermana, ya el rumor corría entre los más de 390 mil habitantes de Buenaventura, el puerto más importante del Pacífico colombiano: que Luis Fernando se había ido hacía varias semanas porque una banda lo andaba buscando. Que había vuelto quince días atrás, vaya uno a saber para qué.…Que fumaba mariguana por la calle. Que andaba en vueltas raras. Que cobraba extorsiones a su nombre sin pedirle permiso al Clan Úsuga. Por eso, decían, por todo eso lo pelaron.

El joven lavador de carros llevaba varios días desaparecido cuando llegamos a Buenaventura, con un equipo de VICE NEWS, a principios de junio de 2014. Ya para entonces, el ejército y la policía colombianos, por orden del presidente Juan Manuel Santos, habían aumentado en un tercio su pie de fuerza y llevaban tres meses buscando frenar una espiral de violencia que, durante el último año y medio, había convertido a la ciudad en la más peligrosa del país, con un incremento de homicidios de 42 por ciento. La violencia en Buenaventura tenía un agravante macabro: entre 2013 y 2014, según la Policía Distrital, 25 personas habían sido cuidadosamente desmembradas, y sus partes arrojadas, ora en calles, plazas y parques de la ciudad, ora en los esteros laberínticos que dan al Pacífico, a la vista de los pescadores y recolectoras de piangua (un marisco pequeño que vive en las raíces de los manglares). La guerra se había mantenido fuera del radar de la opinión pública nacional y, durante un año, las denuncias hechas por el obispo de Buenaventura, monseñor Héctor Espalza, quien desde febrero de 2013 había advertido sobre los desmembramientos, no habían llegado más de allá de un par de micrófonos radiales. La guerra tocó fondo a comienzos de 2014. En parte, por cuenta de las constantes extorsiones a los comerciantes del puerto. Con los pobladores llevados al límite, Espalza organizó en febrero una masiva marcha de protesta y el asunto se volvió de orden nacional. Entre los pobladores locales, el verbo picar (desmembrar) se había vuelto común, y en los medios de comunicación nacionales se hablaba a diario, en plena campaña de reelección presidencial, de la existencia de casas de pique, supuestos espacios específicos de la ciudad, especialmente en los barrios más pobres, donde, presuntamente, las víctimas eran asesinadas y desmembradas de forma sistemática. Luis Fernando sería la víctima 26. El día en que llegamos a Buenaventura, una bolsa blanca con restos humanos había sido hallada en Gamboa, un sector ubicado en una colina periférica del distrito, desde donde se divisa, a lo lejos, el océano Pacífico, las 12 comunas de la ciudad y las grúas de las dos principales terminales portuarias por las que anualmente atraviesan dos terceras partes del comercio exterior colombiano (unos 15 millones de toneladas de mercancía, según la Superintendencia de Transporte).

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l sol nos castigaba a mediodía en Gamboa. Los operarios de Medicina Legal trabajaban desde la mañana en el rescate de los restos, mientras que los vecinos y la televisión repetían sin parar una verdad que, al parecer, no precisaba de confirmación: ese cuerpo en pedazos, esa camiseta roja con negro con un número en la espalda, esa tarjeta de identidad en la bolsa enterrada al lado de las vías del tren en un barrio que no es el suyo eran Luis Fernando Otero. Su rostro en cada nota de la tele local: mirada profunda, serio, de corbata, como si fuera la foto del carnet de la universidad a la que nunca ingresaría. Todos lo sabían. Empezando por su mamá, Luz Marina Ibarguren, una morena de rasgos amables y mirada infranqueable, quien no llegó al lugar de la exhumación. A un par de barrios de distancia, en un modesta casa de ladrillo y en una sala sin muebles, Luz Marina velaba ya a su hijo. En Buenaventura, cada barrio y cada cuadra le pertenecen a uno u otro bando, y cruzar las fronteras invisibles que delimitan a sangre y fuego los combos contratados por las bandas criminales implica firmar un sentencia de no retorno. Por eso, ni Luz Marina ni su hija ni su comadre, una doña seria y algo amarga, con la piel cubierta de verrugas, salieron a presenciar el levantamiento del cadáver. Los dos dedos que encontraron días atrás —y uno que otro comentario de un par de muchachos del barrio— les bastaron para dar a Luis Fernando por muerto. Apenas lo supieron, apenas decidieron que estaba muerto, montaron un altar de velación en la casa: un rosario de plástico rosado sobre un moño de tela negra amarrado a una sábana blanca cuidadosamente colgada de la pared; un cirio prendido en el suelo y, junto a él, un vaso con agua hasta el tope, pa’ que el muerto pase cuando tenga sed. En Buenaventura, el 89 por ciento de la población se reconoce de raza negra o mulata, según registros de la Defensoría del Pueblo. Una estadística fácil de verificar, pues allí África se presiente en la mayoría de espacios y ocasiones, entre ellos, el amor (un negro no deja un condón usado en la casa de su amante, por miedo a ser embrujado por medio de su propio semen) y, por supuesto, la muerte, cuyos rituales se han vuelto cada vez más relevantes en una ciudad que llegó a registrar, hace ocho años, 416 homicidios anuales. Pocos en el puerto parecen tan interesados en la relación entre cultura popular y violencia como el comandante de la

EN PÁGINA OPUESTA: El puerto de Buenaventura, donde los homicidios se incrementaron 42 por ciento durante el último año

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La violencia en Buenaventura tenía un agravante macabro: entre 2013 y 2014, según la Policía Distrital, al menos 25 personas habían sido cuidadosamente desmembradas.

EN PÁGINA OPUESTA: En ese espacio entre palafitos había una casa de pique

Policía Distrital, José Miguel Correa. Su oficina, en el último piso del comando central de las fuerzas policiales, está adornada con numerosas estampas de la Virgen María, el papa Francisco y su antecesor, Benedicto XVI, y sentado allí coordina desde noviembre de 2013 las operaciones de seguridad que han buscado frenar el aumento de los homicidios en el puerto. —Cuando en el Pacífico asesinan a alguien, los familiares de la víctima le amarran los pulgares de las dos manos y los dos pies antes de enterrarlo. Con esto esperan que el alma del difunto regrese al mundo y seque a quienquiera que lo mató— nos explicó Correa, con gestos rígidos y fríos, casi académicos, el mismo día que comenzó la exhumación del cuerpo en Gamboa. Correa y muchos en el puerto consideran que detrás de los desmembramientos hay un trasfondo sincrético. Si bien es evidente que los descuartizamientos sirven para aterrorizar a la población, la policía ha encontrado collares de santería en escenas de descuartizamientos, lo que le ha dado pie al coronel para suponer que, quizás, el descuartizamiento de las víctimas busca prevenir que el muerto regrese a vengarse. —Por eso los desmiembran. Incluso si todas las partes se meten en una bolsa, la brujería deja de tener efecto— expuso el comandante, para luego aclarar que la lucha contra los combos incluye la lucha contra la brujería—: Aquí en Buenaventura están las brujas más grandes del Pacífico, utilizan yerbas, velas, rezos; hemos tratado de cortar eso.

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l fenómeno debe intrigar a más de un urbanista: miles de personas que habitan palafitos construidos sobre el mar; una comunidad que ha migrado, por lo general, huyendo de la guerra que se libraba en la selva, y que emprende con paciencia la labor de transformar los puentes que unen los ranchos en tabiques y cajones, para luego rellenarlos de aserrín, conchas, basura y arena, y terminar creando trozos de suelo, suelo creado, suelo falso que desafía el diseño natural del litoral del Pacífico. Con ese método paciente, emocionante y precario, durante una sola generación, un barrio puede construir una cancha de futbol sobre el mar y obligar al agua a dar marcha atrás. Es una conmovedora labor orgánica, de colonia, que estrecha los lazos entre los seres humanos y el espacio natural que los rodea. A estas zonas todo el mundo en Buenaventura las llama bajamar. Es sobre estos mismos territorios, ganados a pulso al agua, por donde han transcurrido, año tras año, durante los últimos 25 años, las guerras de Buenaventura, las mismas guerras de Colombia, que acá se han valido del litoral, de sus ríos, esteros y manglares, para asegurar la salida de cocaína y la entrada de armas e insumos para la mafia y la guerrilla. Han sido muchas, las guerras —traslapadas, encadenadas en el tiempo—: la llegada del cártel de Cali, a comienzos de los noventa; el ingreso del frente Manuel Cepeda de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), a finales de esa misma década; la toma paramilitar a comienzos de milenio, liderada por el bloque

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Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); la salida de las FARC, la desmovilización de las autodefensas y, finalmente, la reactivación de algunas de sus viejas estructuras. Estas últimas, bajo el nombre de La Empresa, comenzarían, desde 2005, un corto reinado sobre el puerto. En 2012, sin embargo, un nuevo cártel, proveniente del Urabá, en la costa del Caribe, cuna del más sangriento y ambicioso narcoparamilitarismo, buscó nuevas salidas por el Pacífico y decidió su ingreso al puerto. Un cártel de estructura unívoca, pero múltiples nombres: Los Urabeños, para los medios de comunicación; el Clan Úsuga, para el gobierno; los Chocoanitos, para muchos de los habitantes de la ciudad. Un cártel más, con necesidad de ampliar su influencia y rutas de salida al mar. Y se acabó la calma frágil de La Empresa. Y estalló la guerra. Los Urabeños le sonsacaron a la banda local los gatilleros a punta de dinero y salarios, y una vez hechos los debidos fichajes y contrataciones, comenzó la disputa por el control de las cuadras y las manzanas, y la ley tácita, marcial y mortal de las fronteras invisibles. Así transcurrió la guerra por un año largo, y así mismo imperó el silencio, hasta que los que cayeron no fueron matones de cuadra ni sicarios adolescentes, sino las amables vendedoras de la esquina, los mototaxistas, los pescadores… Un día, nadie sabe cómo ni en qué momento, los niños dejaron el futbol y comenzaron un nuevo juego: el juego de picar. Esto me lo contó Nora Isabel Castillo, líder comunitaria de una calle, una sola, del barrio La Playita, Comuna 4, en el codiciado centro neurálgico de Buenaventura. Una sola calle, ganada al mar, como muchas otras, llamada en antaño Puente de los Nayeros, y hoy tierra firme, calle San Francisco. Aquí, desde abril de 2014, unas 280 familias quieren convertiste en la primera zona humanitaria urbana de Colombia, un modelo que en el pasado funcionó en zonas rurales del país, cuando los civiles quedaban inexorablemente atrapados entre el fuego de guerrilleros, paramilitares y fuerzas estatales. La clave: hacer respetar la condición de civil, y prohibir la entrada de cualquier arma o actor armado, legal o ilegal, a su territorio. Nora Isabel, una mujer dulce y vital, que no pasa de los treinta años, con una mirada y sonrisa que desbordaban luminosidad, nos invitó a caminar, en dirección al mar, por la calle San Francisco. Nora caminaba tranquila, sonriente, hasta que se detuvo frente al rastro de un rancho derribado, entre dos palafitos. —Aquí, en este hueco, estaba la casa. Aquí traían a la gente el año pasado para picarla. Muchos sabíamos, pero nadie decía nada, teníamos miedo. Todo acá era miedo. A las cinco no había niños en la calle, todos nos encerrábamos, y a rezar para que nada más nos pasara—, dijo. A comienzos de 2014, sin embargo, la gota rebosó la copa: —La banda que controlaba esta calle secuestró a un taxista, y extorsionó a su esposa, una vendedora callejera de mariscos, para su liberación. Como dos millones [de pesos colombianos, unos mil dólares] le estaban cobrando a la señora. Ella pensó que podía negociar con ellos, y se metió aquí al barrio a buscarlos.

Pero apenas llegó a esta casa, ¡ay!, la pobre se dio cuenta: el hombre ya estaba muerto y ya lo iban a picar. La mujer se puso a dar gritos del dolor. La persiguieron. Ella se mandó al mar. Y hasta allá fueron tras ella, en una barca. La agarraron a machete limpio en el agua y le amarraron una piedra en el cuello pa’ que se hundiera. Todo esto pasó a las 9am. A plena vista de nuestros hijos. Ese día dijimos: No podemos más.

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l día en que la comunidad de Puente de los Nayeros decidió negarle la entrada a las bandas, organizó un acto simbólico. En el pequeño salón que funciona como centro comunal, citaron a todos los niños —se cuentan cientos en esta larga cuadra— y los invitaron a dejar sus armas. Los rifles y las pistolas de madera fueron arrojados al suelo. Como contrapartida, los niños recibieron instrumentos musicales, entre ellos una marimba construida con madera del árbol de chonta, que crece en las selvas que aún se divisan desde el barrio. Desde entonces, los niños volvieron a salir a la calle. Con tanta fuerza y tanta vitalidad, que durante nuestra visita, terminó siendo difícil grabar las escenas del documental. Mientras el camarógrafo de nuestro equipo intentaba captar escenas donde la algarabía infantil del final de la tarde no se interpusiera, yo buscaba jugar con el ejército de niños para que posaran, juguetones, como modelos que han visto en la televisión, frente a la lente del fotógrafo. No todo, sin embargo, era felicidad y desorden en la calle que Nora, junto a otra decena de líderes de cuadra, buscaba mantener en paz. Días atrás, la comunidad había logrado

concertar, junto a la Brigada de Infantería de la Marina y la Policía Distrital, la desmovilización de 14 adolescentes asalariados de La Empresa y Los Urabeños, quienes habían sido enviados a centros de atención social fuera de Buenaventura. Justo en los días de nuestra visita, algunos de estos muchachos habían regresado, y merodeaban, silenciosos y cabizbajos, por el área humanitaria. —¡Mírelo!, ahí está el paramilitar— me dijo Nora sin siquiera alzar la mirada, sus ojos repletos de miedo, vacíos de luminosidad. Me le acerqué al chico, pese al reproche de algunos de los líderes. No tenía más de 19 años, gorra sport negra, de medio lado, la mirada cargada de miedo o de rabia o de ambos, y una medalla del Señor de los Milagros y la Virgen de Buga, colgada del cuello. No me dijo mayor cosa. Sólo que había regresado del centro de atención porque allá, en Buga, ciudad intermedia a dos horas de Buenaventura, no le habían —cumplido con lo prometido—. Que lo tenían encerrado. Que no tenía nada que hacer. Que sólo rezaba… —¿Y a qué regresaste, entonces? —A que me cumplan. —¿Dónde te tenían? El muchacho se sacó una tarjeta del bolsillo y me la entregó: “Fundación Peña de Horeb para el Desarrollo Integral. Centro de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos. La sociedad dice adicto una vez, adicto para siempre, pero Jesucristo dijo: Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres. Jn: 8,32”.

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Perdí por un momento de vista al joven paramilitar. Segundos después, dos policías lo escoltaban a empellones hacia la salida del área humanitaria.

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uién pica? ¿Por qué pica? ¿A quién pica? Gracias a algunos contactos locales, logramos entrevistarnos con dos jóvenes gatilleros, perros, sicarios, bases operativas y asalariadas que le prestan servicios a los más de cuarenta mafiosos profesionales que, en cada bando criminal, según el comando local de la Brigada de Infantería de Marina, convirtieron a Buenaventura en un camposanto de desmembrados y cuerpos sin vida. Los muchachos accedieron a entrevistarse con nosotros de forma anónima, en un lugar seguro y lejos de la guerra cotidiana que, con todo y la intervención militar y policial, se vivía en sus barrios. Verlos llegar me dejó sin palabras. Aunque quisieran, estos chicos no podían disimular su edad y, como el temido paramilitar de Nayeros, no sobrepasaban los 18 o 19 años. La chica nos pidió que la llamáramos Jessica Paola; él, Juan David, que no son sus nombres reales. Eran amigos, compañeros de barrio y de juego de la infancia, llegaron al lugar de la entrevista sonriendo y jugueteando, como si estuvieran en un paseo al campo. Ambos habían ingresado a las bandas antes de cumplir 14 años, y luego de pasar un tiempo peleando para bandos contrarios, se encontraban al servicio de Los Urabeños, la mafia visitante, que por esos días pagaba mejor la mensualidad: novecientos mil pesos colombianos (unos 465 dólares), en una ciudad donde cincuenta por ciento

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de los jóvenes no cursa secundaria y el desempleo revienta todos los promedios (63.3 por ciento, para 2010, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística). El muchacho nos contó que comenzó a descuartizar a los 14, que se había salido de La Empresa porque la plata ya no llegaba, que la primera vez que lo hizo fue con su sistema nervioso lleno de mariguana, y que una vez desmembrado, al muerto había que mearlo y saltarlo tres veces para que no volviera a vengarse (“uno se va quedando flaquito, flaquito, hasta que se muere”, nos dijo). Ambos narraron historias similares. La historia de dos niños atrapados en una guerra que nunca pidieron. Al terminar, se quitaron las capuchas y se entregaron al juego. Sonrieron y posaron ante las cámaras, estaban contentos. De habérmelos encontrado en la calle, les habría sonreído.

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uenaventura, un nuevo modelo de ciudad”. El aviso se lee a la entrada de la Oficina de Planeación del puerto. El enorme afiche, que recibe a los visitantes del más importante edificio administrativo del distrito, es un render panorámico de su zona central que deja ver un frente costero con playas de arena amarilla, adornadas con palmeras y salpicadas de parques boscosos, proyectados justo en las zonas más conflictivas de bajamar en las comunas 1 y 4. Cualquiera que viera este pendón creería que está viendo un mapa calcado de Miami Beach, y no una de las ciudades más pobres y violentas de Colombia. El pendón tiene una frase bajo la imagen: “Proyectando el futuro, construimos el presente”.

El muchacho nos contó que empezó a descuartizar a los 14, que había salido de La Empresa porque la plata no llegaba. Por estos días, los más importantes proyectos de renovación urbana, bosquejados por las autoridades de Buenaventura por más de una década (el más reciente fue encargado a la Universidad del Valle, en 2006), están, en buena parte, detenidos. El plan de intervención del borde central, llamado Malecón Bahía de la Cruz, sólo tiene vía libre en un sector donde hoy no existen palafitos; del resto, el proyecto plasmado en el enorme afiche de la oficina municipal está estancado, en parte, por cuenta de la resistencia de los habitantes de bajamar, para quienes su permanencia en esta zona es un derecho adquirido luego de años de ganarle espacio al mar. Sin embargo, para muchos en estos barrios —Nayita, Centenario, La Isla, San José, Muro Yusti, Campoalegre, Viento Libre y La Playita— la soledad enorme con la que han tenido que enfrentar la violencia diabólica de estos dos años está relacionada con la imperante necesidad de que sus habitantes dejen sus territorios para abrirle campo a los nuevos proyectos. Lo dicen los habitantes de la calle San Francisco, para quienes la zona humanitaria no sólo busca frenar la violencia entre las bandas, sino reclamar su derecho sobre el suelo creado; y lo dicen en San José o San Ju, el barrio más antiguo del puerto, frente al que hoy está levantado un muro de concreto que les corta a sus pescadores la salida a la bahía, y que fue construido hace diez años en un impulso de la administración de entonces para comenzar la renovación sin más avisos. En la oficina municipal, el director de Planeación Urbana, Wilmer Garcés, nos aseguró que el proyecto no se llevará a cabo sin la previa consulta a las comunidades y que, además, la administración adelanta un plan para —reubicar— a las familias de bajamar, en la ciudadela San Antonio. El complejo de edificios de concreto contiene medio millar de pequeños apartamentos, y fue construido con una ridícula fracción de los 55 millones de dólares que aparecieron en caletas clandestinas en Cali (fosas donde se guardan dinero, armas y drogas) a comienzos de 2007, propiedad del hoy capturado narcotraficante Juan Carlos Rodríguez Abadía, alias Chupeta, temido pupilo de Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, fundadores del cártel de Cali. —El proyecto San Antonio es complementario con el de Bahía de la Cruz, en la medida en que es en este proyecto habitacional en el que se reubicarían las personas que viven en bajamar — nos explicó Garcés — además es un sitio cercano que mantiene contacto con un brazo de un estero que les permite acceso a estas comunidades a la zona marítima. —¿Y por qué no dejarlos donde están, y vincular a estas comunidades a los proyectos de renovación?— preguntamos. —Cualquier iniciativa tendiente a mantener los asentamientos de poblaciones tendría que definir los aspectos relacionados con la gestión del riesgo. Hoy las reglamentaciones de la Dirección Nacional Marítima (Dimar) no nos permiten mantener estas zonas palafíticas, pues existen riesgos asociados a fenómenos naturales como tsunamis, crecientes y demás. —¿Y qué pasará con quienes no se quieran ir? —No los podemos obligar, porque aquí nunca ha habido un ejercicio coercitivo.

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urante nuestro último día de visita al puerto, viajamos a la ciudadela de San Antonio, a unos 25 minutos en carro de las zonas de centrales de bajamar, en terrenos donde Buenaventura deja de ser ciudad para mezclarse con el campo y la selva. Caminando entre las pequeñas calles de la ciudadela de concreto, diseñada con pequeños adornos con tablas de madera que parecen evocar tímidamente las construcciones palafíticas que sus habitantes dejaron atrás, nos encontramos con Marino, un viejo pescador que trabajaba en la construcción de una lancha metrera, como llaman los habitantes del Pacífico a la canoas alongadas y angostas construidas con madera de tangare, jiguanegro y otra serie de árboles que abundan en el litoral. Nos sorprendió ver a don Efrén estar construyendo una barca en medio de un paisaje donde, a primera vista, no había ni un balde de agua. El viejo, arrugado y curtido por la sal y el sol, de mirada amable, nos explicó que una vez cada tanto (durante cinco o 15 días, dependiendo del momento del año), las aguas del Pacífico se crecían tanto que el brazo del estero (el mismo brazo al que había hecho referencia el director de Planeación) se llenaba del agua suficiente para poner la barca a navegar. Su plan, nos explicó, era esperar la próxima crecida para llevar la embarcación dos horas hacia la costa y dejarla guardada donde un familiar, que se había resistido a dejar su casa en bajamar. Detrás de la lancha en construcción, dentro del apartamento de 52 metros cuadrados, sin un solo mueble, en oscuridad de gris concreto, se encontraba Efrida, su mujer, quien me explicó que allí duermen a diario ocho de sus nietos, una nuera y dos de sus hijos. —Hay veces, cuando estamos todos, que dormimos como marranos— me dice Efrida, sus nietos jugando junto a los colchones contra la pared, que en la noche cubrirán el suelo. Mujeres como Efrida, solían recolectar piangua de las raíces de los árboles acuáticos en bajamar, que luego, junto a los pescadores, vendían en los mercados del centro de Buenaventura. Hoy, lejos de la costa, obligadas a pagar transporte urbano para llegar a los esteros, muchas han preferido cambiar de oficio, y hoy se las arreglan como pueden ofreciendo mercancía y servicios a sus nuevos vecinos. A Efrida, a sus nietos, a su esposo que construía una barca para el día en que subiera la marea, se les veía tranquilos. Lejos de la ciudad, lejos del rancho palifítico que alguna vez llegó a tener cinco habitaciones, lejos, más lejos aún, de Pastico, ese caserío en el río Naya del que salieron desplazados por la guerra en 2001, la vida al menos no se ponía a merced del ajedrez de las bandas de turno. Bandas que, no hace mucho tiempo, eran comandadas por aquel mafioso con cuyos recursos se construyó el pequeño y vacío apartamento que les regaló el gobierno. —¿Qué tal está, doña Efrida, le gusta este lugar? Y ella me responde sin si quiera pensarlo. Y para qué hacerlo: —Acá esto está bueno, joven, aquí al menos no nos llega la violencia.

EN PÁGINA OPUESTA: Exhumación de los restos de Luis Fernando Otero, de 17 años, quien fue asesinado en junio de 2014

Busca el documental sobre Buenaventura próximamente en VICE.com y VICENEWS.com.

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Persecución en la Zona Dorada de Mazatlán Por Andre Dubus III Fotos de Rose Marie Cromwell de la serie ‘everything arrives’ (todo llega)

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stábamos en busca de un hombre que cobraba por matar personas. Era bisexual y su arma preferida era una metralleta Uzi que dejaba a sus víctimas casi inidentificables. Era empleado de una organización muy poderosa con mucho dinero para gastar y todavía más para perder; y de alguna manera, teniendo 23 años de edad, me encontré en Denver a bordo de mi Subaru todo golpeado, vigilando el departamento de la novia del matón; esperando que él apareciera; esperando que no. El departamento estaba en el primer piso de un complejo a las afueras de la ciudad. A lo lejos se veía una planicie que llegaba hasta las montañas, entre la neblina del smog, y cada tarde estacionaba mi carro en el cajón frente a su edificio. Allá en Boulder mi novia me había dejado meses antes y yo vivía en un cuarto de motel a la sombra de Flatirons, donde escribía reportajes todos los días; algo que cada vez me hacía menos un participante y más un testigo, pero si hubiera sopesado el riesgo que ahora estaba corriendo, de todas maneras habría aceptado el trabajo. Era joven, descuidado y llevaba el registro de otros, cosas que mi jefe debió haber visto de inmediato que encajaban con el tipo de trabajo que hacía por debajo del agua y con el que a veces necesitaba ayuda: Christof y yo trabajábamos juntos en un centro de readaptación social para delincuentes, a las afueras de la penitenciaría de Cañon City; él también era dueño de un negocio cazafortunas que se especializaba en ir detrás de gente que había hecho cosas terribles. La cabeza de este tipo tenía un precio de 250 mil dólares. La novia del hombre tenía diez años más de edad que yo. Vestía con pants Nike y llevaba el cabello peinado en una trenza oscura que le colgaba por la espalda. Desde donde yo me estacionaba cada día podía ver directamente su perfil mientras se sentaba sobre el sillón y miraba la tele. Algunas veces leía algo al mismo tiempo, un libro o una revista que ponía en su regazo y cada pocos segundos le echaba una mirada a una pantalla que yo no podía ver. Por la hora del día, yo pensaba que se trataba de telenovelas. También hablaba mucho por teléfono; jalaba el cable desde la cocina que le quedaba a sus espaldas. Cada hora, más o menos, regresaba ahí y volvía a la sala con lo que parecía un plato de yogurt, de galletas o un vaso con algo de tomar. La mayor parte del tiempo veía televisión, hablaba por teléfono y leía algo: todo al mismo tiempo. A veces colgaba, ponía la revista a un lado y caminaba hacia el baño. Yo la miraba encender una luz fluorescente, veía una cortina de baño color rojo que colgaba de ahí, y luego cerraba la puerta. Me quedaba mirando y esperaba. Ya era algo a lo que estaba acostumbrado, pero no era yo esperando; era otro yo, el socio de Christof con un nombre falso; así es como se sentía, como si me mirara a mí mismo del mismo modo en que yo veía a unos personajes ir y venir de las páginas, algo peligroso, pues éstas eran personas reales con armas reales, gente que no toleraría que la estuvieran vigilando.

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En el elevador observé la cara del asesino; éstos eran verdaderos close-ups y era como ver la cara de un primo que había muerto antes de que tú nacieras

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obre la bahía de Olas Altas brillaba tenue una media luna. Yo estaba reclinado sobre el malecón mirando las ratas en la playa entre la pálida oscuridad; ahí abajo eran sombras de movimientos que correteaban de las cáscaras de coco rotas a una botella vacía, una hoja de palma marchita y los cadáveres de huachinangos y dorados que han sido arrojados de algún bote cuando el sol aún brillaba sobre Sinaloa y la Sierra Madre y todo este puerto del Antiguo Mazatlán. Christof estaba de pie a mi lado, vestido con su traje de lino blanco. Medía más de 1.80 y pesaba más de 110 kilos, llevaba un sombrero vaquero de paja. En la oscuridad se le veía más negro el bigote al estilo Dalí de lo que realmente era. Estaba recitando un poema de Neruda en español. El aire olía a pescado muerto, a concreto desmoronándose y a mar. Habría sido más fácil si hubiéramos encontrado a nuestro asesino en Denver, pero recibimos información del jefe de policía de Estados Unidos de que lo habían visto en Mazatlán; un lugar fuera de su jurisdicción, pero no de la nuestra. El plan era dar con él, luego decirles a los amigos mexicanos de Christof dónde podían encontrarlo, quienes lo atraparían, lo atarían, lo subirían a un bote y se echarían a navegar por toda la costa hasta llegar a San Diego para que los policías y los de la DEA pudieran recogerlo; la jugosa recompensa me parecía tan irreal que ni siquiera pensaba en ella. Ahora estaba reclinado sobre el malecón en Avenida del Mar, bajo la luz de la luna, escuchando a Neruda y el ruido de las ratas y de las olas golpeando la arena. Christof y yo acabábamos de salir de un bar gay llamado Caballo Loco, un lugar donde nuestro asesino había estado varias veces. Era un edificio pequeño de un piso ubicado en una colina con árboles de mimosa y campanilla. Christof me dijo que los mazatlecos les llaman árboles de la muerte. Si bebías del agua cercana a ellos, te volvías loco. Tal vez yo ya estaba loco. El bar estaba tibio y húmedo, las persianas estaban abiertas dejando pasar el aire salado. El piso y las paredes tenían azulejos de porcelana en los bordes; eran de color café, con flores azules y racimos de uva pintados, y una rocola en un rincón tocaba a Julio Iglesias, el lugar estaba lleno de hombres, algunos de pie frente a la barra, otros sentados en parejas frente a unas pequeñas mesas de madera sobre las cuales había una lámpara encendida, cascos de cerveza, caballitos de tequila o copas de coñac. Algunos fumaban, otros se besaban o se tomaban de las manos, y a mí no me gustaba nada la manera en que me veía un hombre musculoso que estaba en la barra, de arriba abajo; se quedó mirándome el culo cuando Christof y yo encontramos una mesa libre y nos sentamos. Christof llevaba sandalias de piel, el traje blanco de lino y una camisa de seda de cuello abierto. Parecía gay y saludable bajo la luz suave de la mesa. Que era lo que se suponía que yo también debía parecer: sólo un turista gay con mi novio

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en un bar en la playa. De nuevo, la frontera entre mi mundo imaginario con las palabras y el de la realidad se estaba perdiendo, lo que estaba haciendo en este bar en Sinaloa, simplemente dejarme meter en la piel de otro, esta vez de un hombre gay con un nombre que no era el mío, ni si quiera el nombre con el que los agentes federales y estatales me conocían. Poco antes de que viajáramos a Mazatlán, Christof me había mandado a Denver para que recogiera las fotos más actuales del expediente de nuestro asesino. Estaba en una oficina del piso 37 de un rascacielos desde donde se veían los llanos y la ciudad de Denver. El agente tenía cincuenta y tantos, llevaba una camisa rosa y una corbata gris, el mango de su pistola era de madera barnizada. Estaba de pie detrás de un mostrador. Me dio la hoja con las fotos. “Ten cuidado. Éstos no son tipos precisamente amables”. Le di las gracias y me fui. En el elevador observé con atención la cara del asesino. Ya había visto antes su imagen, pero éstos eran verdaderos close-ups y era como ver la cara de un primo tuyo que había muerto antes de que tú nacieras, con ese sentido que aparecía de pronto de tener algo que te conectaba con él, compartiendo algo que tú no sabías que había en ti. Él tenía 29 años de edad, era de ascendencia italiana e irlandesa, un chico de la calle que había hecho de su resentimiento y coraje su trabajo; era atractivo del modo en que eran atractivos los peleoneros de las zonas industriales entre los que yo había crecido, con alguna cicatriz, alguna rajada o algo roto en la cara: un aspecto de desgaste tan desafiante como un apellido. Luego estaban los hogares de los pobres. Pequeñas chozas hechas de señales de tránsito abandonadas, fragmentos de los anuncios espectaculares de Carta Blanca o Coca-Cola, con las paredes o un medio techo de lámina corrugada con la otra mitad al descubierto o cubierta por un plástico desgastado de alguna construcción o una tela. Al lado de una de estas chozas estaba estacionada una camioneta Datsun pick-up, con dos niños en cuclillas bajo su sombra, jugando sobre la tierra. Estaban descalzos y no traían playera; su cabello negro estaba polvoso y jugaban con piedras y trozos de tornillos oxidados. Luego anduvimos por las calles estrechas de Mazatlán, los muros de piedra y yeso de las tiendas y las casas, varias con los patios cerrados bajo las sombras de palmas cocoteras, con flores que serpenteaban por los bordes de los muros y se desparramaban por todas partes: salvia cardinal y flor del infierno, podranea y mala ratón. De nuevo eran términos que me decía Christof. Estaba aprendiendo de las palabras que una vez que conoces los nombres de las cosas, las ves claramente por primera vez. La ventana del conductor estaba abajo. Podía oler el escape de los mofles de los carros y el olor de las tortillas fritas en aceite del mercado en el Centro Histórico. Aun estas palabras, de un idioma que no conocía, me hacían estar más presente VICE 107

Christof y yo caminábamos lejos de las ratas de la playa. Nos habíamos detenido en el Caballo Loco para beber un trago, el tiempo suficiente para ver que nuestro asesino no estaba ahí. en Mazatlán y entonces cuando Christof me preguntó si quería una cerveza fría me escuché diciendo: “No, quiero estar despierto”. Ahora la luna estaba baja y Christof y yo caminábamos lejos de las ratas de la playa, de vuelta al hotel. Nos habíamos detenido en el Caballo Loco para beber un trago, el tiempo suficiente para ver que nuestro asesino no estaba ahí. Dos mesas después de la nuestra estaba sentado el único gringo aparte de nosotros en el lugar. Era de baja estatura, con el cabello gris peinado de lado, llevaba una camisa color lavanda, bien planchada y algo desabotonada. Su mano estaba sobre la mano de un mazatleco de mi edad, que tenía un largo cabello negro cortado de un modo disparejo, vestía una playera sucia, unos pantalones de mezclilla rotos y sandalias. Al salir, Christof se detuvo frente a ellos y saludó al estadunidense, que estaba borracho y había comenzado a hablar de sí mismo abiertamente, como si nuestra mera presencia implicara que debía confesarnos que era un profesor retirado de Minnesota que estaba de vacaciones aquí. El mazatleco, al lado suyo, no sonreía. Nos miraba como si lo estuviéramos interrumpiendo en su trabajo. Afuera, nos pusimos a esperar nuestro pulmonía, uno de esos taxis abiertos que iban día y noche del Antiguo Mazatlán a la Zona Dorada. Christof me dijo: “El joven ése que estaba con el profesor”. “Sí, ¿qué con él?” “¿Es gay?” “No, es pobre. Hace lo que tiene que hacer”.

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os bajamos del pulmonía y entramos al Hotel Belmar, con su fachada de yeso rosa y blanca, el arco de su entrada abierto al mar. En un carnaval de 1944 mataron ahí, en el lobby, al gobernador de Sinaloa. Su asesino había usado una pistola calibre .45, las balas aún estaban enterradas en la columna de azulejos después de haber atravesado el torso del gobernador. Ahora, mientras caminaba al lado de esa columna, me detuve y volví a mirar los hoyos del tamaño de una moneda de cinco centavos. Metí los dedos en los hoyos y sentí el frío de la argamasa y la madera, un pequeño fragmento de plomo; había tanto qué saber y qué haber sabido, tanto qué hacer y qué haber hecho, y una sola vida no era suficiente para vivirlo todo. A la mañana siguiente me senté a la sombra de una palma en el mercado Pino Suárez. Le daba unos sorbos a mi café y veía a Christof que les daba regalos a Los Sordomudos de Mazatlán. Eran chicos que vivían en la calle, el mayor tendría tal vez 18, y como Christof tenía años viniendo a este lugar y hablaba con facilidad español y el lenguaje de señas, se había hecho amigo de ellos, les traía tenis Converse y Nike nuevos, playeras, shorts y calcetines. Lo rodeaban bajo el sol de la mañana; unos doce o más chicos morenos que se

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reían y hablaban con las manos y los rostros, dos o tres de ellos se asomaban sobre el hombro de Christof para ver qué más traía en su bolsa de plástico para basura. Era claro que esto hacía feliz a Christof; estaba sentado en una banca con el rostro bajo la sombra de su sombrero de vaquero de paja, riéndose, hablando despacio en español para los que sabían leer los labios, entregando caja tras caja a unos chicos a los que tal vez los tenis no les quedarían y que ya se estaban poniendo sin calcetines. Había brisa. Podía oler el café y las tortillas, el pescado muerto, el humo del cigarro y el olor dulce del mala ratón. El mercado estaba lleno de hombres y mujeres y muchachos, la mayoría eran vendedores que llevaban su mercancía en carretas; una estaba llena de cortes crudos de carne de res y de puerco sobre hielo, otros llevaban papayas, mangos y plátanos. Desde donde estaba sentado podía ver a un turista alto comprarle un coco a un mazatleco, que lo cortó a la mitad, le exprimió jugo de limón, le echó sal y chile piquín, y se lo dio en un plato de cartón. Algunas carretas transportaban sombreros tejidos que colgaban sobre ganchos, sarapes doblados con rayas naranjas y amarillas y el suave color de la puesta de sol. Había collares de cuentas, crucifijos y figuras talladas de Jesús al lado de un puesto de playeras negras con letras rosas chillantes que decían: Mazatlán. Detrás de mí unos viejos estaban sentados sobre un muro bajo de roca conversando, fumando puros y escupiendo sobre el piso. A sus espaldas había un grupo de árboles banianos, sus raíces grises se extendían hasta sus propios troncos como los fantasmas de ciertos ancestros que se niegan a irse; en las ramas de lo alto había un perico cuyo graznido se perdía con las voces de las personas abajo, el claxon de los pulmonías en la calle, una guitarra que tocaba acordes españoles y eso que pasó a mis pies caminando tranquilamente bajo este sol, ¿realmente fue una iguana? ¿En verdad Christof les estaba enseñando fotos de nuestro asesino a los sordomudos? Sí, lo hacía, porque me dijo que nadie se fija en estos chicos sordos sin hogar. La gente decía y hacía cualquier cosa frente a ellos porque no los veían como seres humanos completos. Pero si les dabas un día y una noche a Los Sordomudos, y nuestro hombre seguía aquí, ellos sabrían en dónde.

Acabábamos de comer tacos de marlin en un restaurante al aire abierto en la plaza del mercado, y mientras Christof bebía margaritas, yo tomaba agua mineral. Mi abstinencia comenzaba a parecerse a una pose, pero me traía una simple claridad, una alerta constante y ahora que sabía que estaríamos cazando a nuestro asesino en el campo, me había puesto nervioso y quería estar lo más preparado posible. Le dije a Christof que me sentiría mejor si viniéramos armados. “¿Por qué?” “Porque él lo está, ¿no es así?” Christof me miró como enfocando y apretó los labios, debajo del bigote. En un restaurante al otro lado de la plaza, un mariachi iba de mesa en mesa, con los sombreros negros acomodados hacia atrás mientras tocaban. “La energía de las armas invita a más energía de las armas”, me dijo. “¿Qué?” “Llevo haciendo esto mucho tiempo. Nunca he necesitado de un arma”. “¿Y qué va a pasar si lo vemos en este lugar, en el campo?” “Llamamos a mi amigo”. “¿Y él tiene armas?” “Sí, muchas”. En la mesa de al lado, una mujer estadunidense se reía y se reclinaba acercándose al hombre que la acompañaba. Mantenía un dedo sobre el borde de su copa de vino y le hablaba en voz baja, le sonreía y de pronto me escuché decirle a Christof. “Me da curiosidad saber qué se siente”. “¿Qué?” “Pagar por sexo. Llegar a un lugar en tu carro y pagarle a una extraña por sexo”.

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espués de cenar Christof pidió un taxi. A las afueras de Mazatlán, a medida que nos alejábamos más del agua y nos adentrábamos en las calles del pueblo aparecían los hogares de la gente pobre; un piso, chozas de dos recámaras de tablones pintados de blanco y yeso cuarteado, de pedacería y piedra detrás de las rejas de cobre oxidado o tablones maltratados, con palmas reclinadas sobre ellas como adolescentes tristes. Algunas no tenían electricidad ni agua corriente y había perros que descansaban sobre la tierra más fresca cerca de las entradas y era como estar en las calles de mi barrio una vez más; todo permeado de un aire de cloaca nauseabundo tal, que aquí sólo podría encontrarse problemas. Ocho o nueve hombres jóvenes se subían amontonándose a la caja de una pick-up, cada uno de ellos llevaba un rifle, una ametralladora o una pistola. Uno llevaba un paliacate rojo atado al cuello. Los podíamos ver bajo el reflejo de las luces mientras arrancaban, dos o tres de ellos se volvieron a mirarnos como si fuéramos un recuerdo olvidado a medias, el viento agitaba el cabello alrededor se sus jóvenes rostros. “¿Qué chingados significa todo esto?” Christof pareció sopesar mi pregunta. De nuevo traía su saco blanco de lino y le preguntó algo al conductor en español. La respuesta fue de sólo dos o tres palabras. “Sí, sí”. Christof me miró. “Drogas. Una banda contra otra”. Y ahí íbamos, a través de unos cerros bajos y secos bajo la luz de la luna, moviéndonos dentro y fuera de los baches del camino. Christof estaba cantando “Cucurrucucú paloma”. En algún lugar detrás de nosotros, hacia el oeste, lejos de los hoteles para turistas de la Zona Dorada, esos chicos bien podrían estar disparándole a otros, y si yo hubiera crecido aquí sin nada, ¿qué me hubiera impedido hacer lo mismo?

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oce horas después estábamos en el asiento de atrás de un taxi que nos conducía a un camino lleno de surcos. El conductor pasaba por este camino muy despacio, su carro rebotaba al entrar y salir de los hoyos en el terregal, y Christof estaba borracho y cantaba una canción de amor en español. El conductor no le hacía caso. En los meses que tenía de conocer a Christof, nunca lo había visto borracho. Dadas las circunstancias parecía muy extraño que lo estuviera. VICE 109

¿Apuntarle a alguien en el pecho con una pistola y jalar el gatillo era muy diferente que golpearlo y patearlo en la cabeza? Sí y no, pensé, pero ambas opciones estaban en el mismo continuum en el que caes después de llegar a esa parte de ti que una vez que se rompe se queda así para siempre. Lo que yo sabía, sin embargo, se sentía menor comparado con la manera de vivir y morir de estos chicos, y cuando el taxista se detuvo en frente de un motel medio abandonado en plena oscuridad, me sentí joven y vulnerable y demasiado imprudente en perjuicio mío; sobre todo cuando el conductor del taxi se dio la vuelta y se alejó de nosotros, con las luces subiendo y bajando por el polvo del camino, que aún no acababa de asentarse. Estábamos frente a un edificio de ladrillos de adobe. En el rincón más distante, los insectos volaban por una luz exterior que brillaba hacia las plantas y un barril de acero partido en dos. Después estaba el signo de este lugar, tenía las letras demasiado desgastadas para poder leerlas. En el otro lado una suave luz azul iluminaba una entrada abierta. Freddy Fender estaba cantando en a la rocola, y Christof y yo entramos. La luz azul provenía de un anuncio de neón de un tequila del que nunca había oído hablar. El anuncio colgaba sobre el lado derecho de la barra, el cantinero y los bancos vacíos. Había unas mesas plegables y unas sillas que no hacían juego regadas por todo el salón; estaba tan oscuro que al principio no había visto a las mujeres que estaban sentadas a lo largo del muro, eran 12 o 13. Algunas fumaban y conversaban al compás de la canción de Freddy Fender, y cuando terminó pude escuchar sus voces, el sonido cotidiano de mujeres que hablan en un salón de belleza y entonces continuó la música, algo con más alientos, con ese tono festivo del español que tanto cansa.

Christof y yo nos sentamos a una mesa en el centro del salón vacío. Una mujer se nos acercó; llevaba una playera amplia y unos pantalones de mezclilla y bajo la luz del bar me di cuenta de que era una mujer mayor, tendría cincuenta o sesenta y tantos, el color de su lápiz labial se veía negro bajo la luz azul. Nos estaba explicando algo en español. “Sí, sí”, Christof le dijo. Asintió con la cabeza y le dijo algo más, la mujer se dio media vuelta y se fue hacia el bar. Le pregunté qué le había dicho la mujer. “Las reglas de la casa”. Volví a mirar a las mujeres. Algunas estaban sentadas, otras de pie. La mayoría vestían faldas muy cortas o vestidos entallados, e incluso en esa sombra azul podía ver la oscura mancha de su lápiz labial y de su delineador. Todas nos estaban mirando fijamente. “¿Cuáles son las reglas de la casa?” “Tenemos que escoger las que queramos; eso evita que peleen entre las señoras y las señoritas”. La mujer mayor puso un brandy frente a Christof y una bebida con hielo frente a mí. Le dije gracias en español y probé un agua mineral con jugo de limón, pero ahora ya no tenía tanta curiosidad como la que tenía en Mazatlán. Escoger una hubiera sido como escoger un corte de carne de algún carnicero en el mercado. Escoger una sería no escoger a otra. ¿Y cómo podía estar haciendo esto? Esto sólo ayudaría a enriquecer al hijo de la chingada para el que trabajaban; esto sólo podría contribuir a que continuara funcionando la maquinaria que las explotaba. Ni si quiera me excitaba estar con alguna de ellas; sólo deseaba saber qué se sentía hacer esto: levantarme y caminar por la oscuridad azul junto a una fila de mujeres que estaban contra la pared, moverme rápidamente hacia la

La mujer que había escogido estaba sentada junto a mí. Olía a nicotina y a lápiz labial y me hablaba en español al oído. “¿Una mamada y una cogida?”, la mujer me apretó la pierna.

que tenía el cabello corto y una cara bonita, que me sonrió y dejó caer su cigarro al piso aplastando la colilla con su tacón mientras se ponía de pie y me tomaba de la mano llevándome de nuevo a nuestra mesa. Lo había hecho antes de que se me pasara el efecto de la adrenalina, antes de que pudiera pensar mucho el asunto. Había otra mujer al lado de Christof. Era rolliza, con los hombros desnudos y con lo que había en su escote saliéndose del vestido. Hablaba en español más alto que la música, tenía la mano encima de la de Christof y yo no lo había visto escogerla. Después supe que le había dicho a la mujer mayor que sólo yo había venido por las chicas y entonces ella había mandado a otra mujer para que bebiera con él, para hacer que hubiera bastantes tragos en nuestra cuenta. La mujer que había escogido estaba sentada junto a mí. Olía a nicotina y a lápiz labial y me hablaba en español al oído. Había puesto su mano sobre mi pierna y le daba sorbos a una bebida que pidió tan pronto se había sentado conmigo. La mujer sentada junto a Christof hablaba con más suavidad, sonreía. Christof meneaba la cabeza y también le sonreía. Se veía que él estaba a punto de aceptar algo y entonces pensé en su novia en Denver, una mujer que era dueña de una tienda de ropa para ricos. ¿Se estaba quedando en esta mesa por ella? ¿Estaba esperando que nuestro asesino apareciera? ¿Estaba moralmente en contra de lo que yo hacía? ¿O simplemente estaba demasiado borracho? “¿Una mamada y una cogida?”, la mujer me apretó la pierna. La miré directamente por primera vez, noté que tenía un diente despostillado y que era mucho mayor que yo; tal vez 35 o 40. “Una mamada y una cogida, ¿sí?” “Sí”. Nos pusimos de pie y la seguí a través del humo del cigarro de las otras mujeres a quienes no había visto. Salimos por otro acceso y vi una larga fila de cuartos de un motel, en varios de los cuales había un foco rojo o blanco. Las baldosas del piso estaban sueltas y a la derecha había un hoyo rectangular en el piso del que salía pasto como si fuera cabello. Al final del panel que formaba la división alguien había puesto una silla de bejuco de cabeza, con sus cuatro patas apuntando hacia las estrellas y del otro lado había más cuartos, con las ventanas a oscuras; algunas estaban cuarteadas o en pedazos. Se detuvo y abrió una puerta; yo la seguí adentro del cuarto.

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hristof estaba bebiendo Coca-Cola y ya no estaba tan borracho. En el taxi de camino de regreso me habló de nuestro asesino, de cómo tal vez había estado ahí antes o llegaría después, o que quizás Los Sordomudos se habían equivocado de lugar. Yo asentí. El rostro del conductor estaba

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iluminado desde abajo por una lámpara de pilas que estaba en el asiento del copiloto. Tenía al menos un día sin rasurarse la barba ni el cuello, un rastrojo blanco y en la radio sonaba una de las mejores cuarenta canciones de Estados Unidos que me hizo pensar en camisas de poliéster y bares y en despertar con resaca al lado de una mujer que no conocía. No había aprendido nada después de haber hecho lo que hice. No se sentía distinto de otros actos hechos sin amor. Estaba el sabor dulce momentáneo de la liberación, luego el vacío, el cuerpo llevando el alma a un lugar donde sólo había ecos. Todo lo que había pasado ahí lo podría haber imaginado. El no haberlo imaginado me había hecho sentir menos de algún modo. Este conductor manejaba más rápido que el anterior, íbamos rebotando por los baches del camino, la luz de sus lámparas se meneaba frente a nosotros. A mi derecha había un campo de mezquites y zacates bajo la luz de la luna, mi hombro iba prácticamente empujando la puerta. Muy pronto pasamos de nuevo frente a las casas de los pobres. Había una nueva canción en la radio, Christof iba pensativo y en silencio. Volví a pensar en los muchachos de mi edad que estaban en la caja de la pick-up y me imaginé a dos o tres de ellos muertos bajo la luna, con la sangre derramándose en el polvo. Sobre las chozas de un piso y a través de las ramas asfixiantes de los higos aparecieron las luces blancas y amarillas de la Zona Dorada. Luego llegamos a un baño de luz neón y palmeras y a nuestra derecha estaba la extensión de la bahía de Puerto Viejo, iluminada por la luz de la luna. Comencé a sentir miedo; la mujer con la que acababa de estar, el asesino que estábamos buscando, los sordomudos a los que habíamos sobornado públicamente con amabilidad para obtener información, Christof emborrachándose imprudentemente; todo esto comenzó a sentirse como si fuera una duda cósmica que pronto tendría que pagar. Abrí mi ventana a los olores del pescado muerto y la arena húmeda. Sobre la playa había una fila de botes de madera de pescadores, muchos de los cuales estaban hechos de tablones con un eje y dos ruedas de bicicleta para que los pescadores pudieran echarlos al mar sin ayuda. Llegamos rápidamente a las oscuras calles del Centro Histórico, con el conductor orillándose hacia la entrada rosa con blanco de nuestro hotel. Christof le dio lo que parecían muchos pesos y el conductor le dio las gracias tres veces. Después Christof y yo pasamos por el lobby, entre sus enormes palmeras en macetas y columnas con azulejos. Esta vez ignoré la que tenía los hoyos de bala conmemorativos y seguí a Christof por el largo pasillo con azulejos hasta nuestra habitación, pero había algo diferente: un área iluminada que no debía estarlo y la luz venía del lado izquierdo, la puerta VICE 111

Mientras estaba recostado encerrado en el calor del cuarto del Hotel Belmar, esperando por nuestro asesino y su ametralladora con mis puños como única arma, me preguntaba por qué había venido a México.

de nuestro cuarto estaba completamente abierta, una astilla de la madera del marco estaba en el piso, bajo el umbral. Christof se detuvo, se quedó quieto y levantó la mano. Este era el momento para tener una pistola. Este era el momento para tener un cuchillo un bat de béisbol o una llave de cruz. Sentía la lengua muy gruesa, entré al cuarto después de él. Lo poco que habíamos traído a México estaba regado por el piso: camisas, shorts, ropa interior, una novela que estaba leyendo. Los dos colchones habían sido volteados y uno se encontraba de lado con respecto a la base de la cama, las sábanas habían sido arrancadas. Christof se dirigió rápidamente al baño, abrió la puerta de un empujón y entró. “Estamos solos”. Yo estaba mirando los billetes de pesos que había dejado junto a mi cuaderno sobre el pequeño escritorio. Christof me había dicho que no llevara conmigo mucho efectivo, por eso había dejado el resto. Pude escucharlo salir del baño detrás de mí. Señalé mi dinero: “¿Por qué no se llevaron eso?” El traje de lino de Christof estaba arrugado y sus ojos tenían un tinte oscuro que nunca antes les había visto. Recogió algo que colgaba de un lado: era la hoja con las fotografías de nuestro asesino, las que había obtenido de los agentes de policía de Denver. “Eso estaba en la taza del baño”. No tenía qué decirme lo que eso significaba. Una advertencia era una advertencia. Las piernas me temblaban, saqué la silla de bejuco del escritorio y me senté. Pero miraba nuestra puerta abierta, su marco astillado y pensaba qué podría detenerlo de entrar con el arma de su preferencia y aniquilarnos. Empujé la puerta para cerrarla y atoré la silla contra ella, debajo del mango de porcelana. Christof estaba recogiendo ropa con singular eficiencia. “Alguien le ha hablado de nosotros. Tendremos que irnos por la mañana”. ¿Quién?, me pregunté, pero desde luego, ¿por qué no podría un asesino profesional, alguien que siempre está mirando sobre su hombro, pagarle a alguien más también para que vigilara? Me quedé ahí sintiéndome joven y estúpido. Me agaché y comencé a recoger mi ropa regada y a meterla en mi mochila, puse la novela sobre la mesa, junto a mi cama. Dormimos poco esa noche. Cerramos las ventanas y las aseguramos para que no entrara el aire del mar y por lo mismo el aire dentro del cuarto se había hecho denso y encerrado. Christof roncaba en su colchón a unos cuantos pasos de distancia; podía oler el tequila que se había tomado antes, nuestro sudor, el delgado algodón de nuestras sábanas. ¿Por qué nuestro asesino no había decidido deshacerse de nosotros? Estábamos en México, lejos de la protección de las fuerzas de

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la ley que nos habían enviado. El corazón se me había vuelto un pulsador electrónico detrás de los ojos, y aunque yo nunca había hecho esto antes, el miedo oscuro que se abría en mi pecho y en el estómago no era nada nuevo. Yo era el hijo de una madre soltera quien, cuando mis hermanos y yo éramos chicos, nos movía de un departamento o casa rentada a otra; hasta tres veces en un mismo año, siempre buscando una renta más económica. Yo era el típico niño nuevo al que golpeaban en el patio de la escuela o en la calle simplemente porque era nuevo. Después, cuando cumplí 14, reaccioné y comencé a devolver los golpes con los puños y los pies hasta que de pronto parecía que eso era lo único que hacía. Luego me convertí en un hombre, escribía diario, intentando convertirme en otras personas a través de las palabras, un acto de empatía constante que había hecho difícil para mí ver a la gente como buena o mala. Sólo podía ver lo gris, esa confusión del deseo humano y la motivación, el daño, la acción y la apatía que conforman la vida. Y ahora me imaginaba a esa prostituta, quien probablemente tenía la misma edad que mi madre, con el foco amarillo sobre su cabeza, cómo me había dicho algo en español y había señalado una banca que estaba contra la pared para que ahí dejara mi ropa, pero debajo de la banca había un par de zapatos blancos de bebé. Y después me miró como si nunca más fuera a volver a pensar en mí; ni siquiera por un momento.

Bien entrada la noche, el sueño me venció en contra de mi parecer y de mi voluntad. Entonces Christof me estaba despertando. Ya estaba vestido (y yo también) y fue una larga caminata hasta el corredor iluminado por el sol; las ventanas del hotel estaban abiertas hacia el mar, el sentimiento al desnudo de que ahora éramos blancos fáciles. Christof y yo éramos los únicos pasajeros a bordo del transporte que nos llevaba a las afueras de la ciudad. Las ventanas estaban abiertas, el conductor fumaba un cigarro, el humo nos daba en la cara, el olor de la flores serpenteaba por las paredes de estuco que encontrábamos, el polvo se levantaba a nuestro paso. Christof se había puesto su traje de lino una vez más y estaba sentado en silencio y con resaca junto a mí, con los ojos, al parecer, puestos en la reunión que tendría con los agentes federales, quienes no iban a estar muy contentos. Pero yo no me preocupaba por eso; tenía la leve, delgada sensación de que estábamos escapando de algo catastrófico por muy poco. Continuamos nuestro camino internándonos más en el campo y volví a mirar fijamente las casas hechas con muros de ladrillos de adobe a medio terminar, con anuncios espectaculares y hojas de lata. Ahí estaba el Datsun desvencijado, con la luz del sol pegándole en el espejo lateral y cuando pasamos por ahí giré en el asiento para buscar a los dos niños que apenas ayer estaban jugando en la tierra de cuclillas. Sólo estaban el Datsun y la casita, la pelada esquina de un plástico que colgaba de un anuncio de Coca-Cola que servía de pared. Volví a girar sobre mi asiento. Christof me preguntó qué estaba mirando. “Nada”. Pero pensé en los niños dentro de cinco o diez años, armados, en la parte trasera de una pick-up a toda velocidad, con

el cabello enmarañado sobre el rostro mientras se dirigían a un peligro mortal, no como una aventura o una experiencia, sino como un modo de vida que sería asqueroso, brutal y corto. Me había dicho a mí mismo que había venido aquí por un trabajo, pero había comenzado a sentirme como un ladrón, como un ave blanca de presa. Más adelante estaba el aeropuerto, la estrecha torre de control, un avión despegando hacia el aire. Pronto estaríamos en uno como ése y juré que nunca volvería a este lugar, no así, un turista de la miseria de otras personas, un consumidor de esa miseria. Cuando el conductor se detuvo me incliné hacia delante y le di todo el dinero en pesos que me quedaba. Lo tomó como si fuera a explotar, con los ojos alertas y muy quietos. Le pedí a Christof que le dijera que se lo quedara. “Eso es lo que ganaría en un mes, aproximadamente. Tal vez se va a sentir insultado”. “Dile que no es mi intención insultarlo. Sólo díselo”. Al bajarme de la camioneta y ponerme mi mochila en el hombro, me pareció que la banqueta estaba muy brillante y expuesta. Me metí a la terminal a toda prisa para esperar a mi jefe y traductor, la puerta de cristal cerrándose detrás de mí, un deseo creciendo en mi interior de volver a la página en blanco, pero esta vez con más fe de que podría encontrar algo verdadero sin tener que vivirlo. Me di vuelta y caminé hacia una línea en la que había hombres y mujeres, algunos estadunidenses; otros, mexicanos o europeos, pero yo estaba buscando el rostro que se había quedado en el baño de nuestro cuarto de hotel en Antiguo Mazatlán, un rostro que esperaba no volver a ver, un rostro no tan distinto del mío.

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ientras estaba recostado medio desnudo, encerrado en el calor del cuarto del Hotel Belmar, esperando por nuestro asesino y su ametralladora con mis puños como única arma, me preguntaba por qué había venido a México. Sabía que no era por el dinero, era por lo siguiente: para entrar en el corazón del peligro y después salir de él más fuerte, más grande y más yo mismo. Pero yo ya sabía lo que era caminar por un patio lleno de niños gritando y corriendo, varios de los cuales la agarrarían contra mí porque era nuevo y no pertenecía a ese lugar con ellos. Ya conocía la violencia que seguiría, y aunque sólo eran insultos y una cachetada o un golpe, algunas patadas en las costillas y en la espalda, conocía el silencio posterior, el temor de más de lo mismo. Años después, luego de tirarle los dientes a un bravucón del lugar, sabía la carretada de jóvenes que iban a pasar en sus carros manejando muy despacio por la gasolinera en la que yo trabajaba, con la promesa de venganza marcada en los rostros. Y ahora esto, la posibilidad no de ser golpeado sino de ser asesinado a tiros. Era extraño que la sensación fuera tan parecida, cómo un mayor peligro no trae consigo un mayor aprendizaje. VICE 113

LA PÁGINA DE johnny �yan

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FUMAR ES CAUSA DE CANCER

“SER�PROFESIONISTA� O�ARTISTA� MEJOR��SER�PROFESIONISTA Y�ARTISTA��Y�ECOLOGISTA Y�MÚSICO�”

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