OPINIÓN | 27
| Jueves 9 de octubre de 2014
motochorro impune. Cuando es evidente que una persona ha delinquido, el hecho merece una inmediata
respuesta estatal, pero nuestro sistema de enjuiciamiento penal no está preparado para dar soluciones rápidas
Justicia ágil frente al delito in fraganti Alejandro Carrió —PARA LA NACION—
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odavía está fresca la imagen del motochorro que blandió su arma con desparpajo frente al azorado ciclista, visitante ocasional de la ciudad de Buenos Aires. Desencajado, clamaba por su botín, la mochila, a la vista de muchos testigos, como si presintiera una eventual impunidad. Pero la tecnología le jugó una mala pasada. Una camarita ubicada en el gorro del turista logró registrar el episodio, y las escenas recorrieron el mundo. No es posible argumentar que no se cometió un delito. Dado que no resulta difícil ubicar al agresor, pues devino en estrella de la televisión, suponemos que la Justicia argentina alguna vez lo condenará. Pero es difícil predecir dentro de cuánto. A juzgar por nuestras prácticas y las reglas procesales en vigor, una sentencia definitiva que declare lo que todo el mundo sabe que sucedió demandará muchos meses. Quizás años. Si el imputado carece de antecedentes penales, recibirá una condena en suspenso, y el sistema, literalmente, se olvidará de él. Salvo que cometa otro delito y que, con tecnología o sin ella, sea descubierto y vuelto a condenar. Allí los jueces debatirán si apoyarse en esa condena previa para imponerle una sanción más severa es algo permitido por la Constitución. Recién a partir de entonces, algún magistrado tal vez le impondría una pena de prisión. El episodio del motochorro me recordó, por contraste, lo que vi cuando tuve la fortuna de asistir durante algunos días a la oficina de la Fiscalía de distrito de Brooklyn, Nueva York, a fines de los años 80. Un funcionario judicial al que le había explicado que estaba en los Estados Unidos para investigar la tarea de los fiscales me facilitó el acceso a sus dependencias en calidad de observador. Aquella mañana, el fiscal de distrito de Brooklyn recibió la pila de casos nuevos, producto de las detenciones del día anterior. Se concentró en los más sólidos, pues debía decidir respecto de cuáles instituir formalmente acusación. Consideró que un arrebato en un supermercado en presencia de testigos podría ser resuelto de manera rápida y efectiva. Leyó el reporte del policía que practicó el arresto y verificó que se hubieran respetado los derechos del imputado, que incluían hacerle saber su derecho a
ser asistido por un defensor. Para confirmar estos datos hizo pasar a su despacho al oficial de policía que aguardaba en los pasillos de la fiscalía desde primera hora. Hizo convocar al defensor oficial, quien, después de reunirse con su cliente y examinar las declaraciones de los testigos, manifestó que el imputado aceptaría declararse culpable del delito de tentativa de hurto. El fiscal aseguró que, en virtud de esa confesión, descartaría una acusación por uso de violencia, perturbación del orden o resistencia a la autoridad. El defensor estuvo de acuerdo. Esa tarde el imputado fue llevado ante el juez con jurisdicción para conocer de este tipo de casos, quien verificó que los hechos habían sido como los presentaba el fiscal y que aquél entendía las consecuencias de su
admisión de culpabilidad. Se fijó allí el monto de la pena y las condiciones de su cumplimiento. Esa misma tarde, y dentro de las veinticuatro horas de producido el arrebato, empezó a pagar su deuda con la sociedad. ¿Sería trasladable a nuestro medio un sistema de adjudicación de culpabilidad así de ágil? Por lo pronto, deberíamos tomar conciencia de que nuestro sistema actual de enjuiciamiento penal no está preparado para implementar soluciones rápidas y que muchas de las quejas que se escuchan tienen vinculación con esa falta de remedios efectivos. La excarcelación de los delitos, como forma de honrar la presunción de inocencia de quien no ha sido encontrado aún culpable, es muy valiosa como filosofía general. Pero su concesión, sin una inmedia-
ta adjudicación de culpabilidad en los casos simples y en los que la prueba en contra del imputado es abrumadora, deja un mensaje que puede ser comprensiblemente rechazado por todos aquellos que desean vivir en un clima de mayor calma social. Nuestros legisladores parecen estar hoy convencidos de la necesidad de buscar soluciones para frenar la creciente ola de delincuencia. Aquí van, entonces, algunas ideas para su evaluación: a) crear una legislación específica para los casos en los que una persona es sorprendida in fraganti o cuando la prueba inmediatamente reunida no deja dudas acerca de la efectiva comisión de un delito. Aquí es necesario que la definición de in fraganti sea una que responda al sentido común, y que no comencemos a invocarla
ante cualquier acto pretendidamente criminal; b) estructurar para estos casos un sistema de coordinación entre las fuerzas policiales, un fiscal de turno, un defensor y un magistrado, también de turno, que verifique que los hechos que se le presentan son efectivamente el de un delito in fraganti o de prueba abrumadora. También debería ese magistrado vigilar celosamente que la posible decisión del imputado de acepar su culpabilidad es producto de su voluntad y que ha entendido las consecuencias de su decisión; c) paralelamente, la legislación debería permitir para este tipo de delitos que el fiscal pueda ofrecerle al imputado algún incentivo por su cooperación. Por ejemplo, una reducción de la pena que podría corresponderle en caso de que el proceso siga su curso. Si no se incluye un factor de esta naturaleza, difícilmente un imputado en su sano juicio opte por declararse, ahí nomás, culpable de nada. Nuestros jueces, de manera también realista, deberían aceptar que cuando un imputado, luego de haber sido asesorado por su defensor, se declara culpable de un delito frente a un juez y acepta su culpabilidad, ello equivale al “juicio” que prescribe nuestra Constitución como garantía fundamental. Para concluir, quienes tienen capacidad para adoptar decisiones estatales deberían abocarse de inmediato a la tarea de que existan lugares sanos y limpios, como quiere la Constitución, para el cumplimiento de una pena privativa de la libertad. Si esto fuera así, si el juez que debe sentenciar a una persona a una pena de prisión –que podría incluso ser de escasos meses en función de la gravedad del hecho– tuviera la tranquilidad de que ese ser humano será tratado dignamente durante su encierro, sin duda le sería más fácil aceptar soluciones del tipo de la aquí sugerida. Cuando es evidente que una persona ha delinquido, el hecho merece una inmediata respuesta estatal. Pero quien ha incurrido en esa conducta disvaliosa debe también saber que si es privado de su libertad, no por ello pierde su derecho a ser tratado con dignidad. Nada de esto estamos logrando con nuestro sistema de enjuiciamiento actual y ya es hora de ponernos a buscar soluciones. © LA NACION El autor es abogado constitucionalista
Jorge Sabato, el Prometeo de la ciencia argentina Maximiliano Gregorio-Cernadas —PARA LA NACION—
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esde que Prometeo se apiadó de los hombres, que vagaban ignorantes por la oscuridad de la Tierra, y les enseñó el dominio del fuego divino robado al Olimpo, la humanidad comprendió que la técnica es la lumbre de la prosperidad. Más tarde, la racionalización de aquel conocimiento técnico y de sus alcances –compendiada en el apotegma de Bacon, Scientia est potentia– inauguró la modernidad y el progreso. Finalmente, la masiva aplicación de la ciencia ocurrida durante el siglo XX, consagró la certeza de que la tecnología constituye la brecha distintiva del desarrollo. Lo que resta por dirimir entre políticos y analistas es el mecanismo para incorporar las tecnologías que permiten sortear aquella brecha. Algunos lo explican mediante las dotes excepcionales de actores
individuales (racionales, geniales o carismáticos); otros confían en las instituciones (universidades, partidos políticos, FF.AA., agencias estatales, empresas), y el resto lo atribuye a vastas fuerzas estructurales (mercados, sistemas de producción, multinacionales, ideologías o bloques políticos). La Argentina ha recorrido un trayecto sinuoso a lo largo de esa brecha: ha confiado todo a líderes iluminados, ha construido y destruido alternativamente instituciones, o pendulado entre el idilio y el odio hacia las estructuras mundiales. Sólo logramos consolidar algunos pocos nichos tecnológicos de avanzada (nuclear, aeroespacial, bioquímica, etcétera). En esta época de intensos debates revisionistas en torno al aporte de actores históricos polémicos y vetustos que dividen más de lo que construyen, se impone
recordar a un verdadero prócer moderno e incuestionable, del cual se cumplen noventa años de su nacimiento y treinta de su deceso, y cuya obra aunque no suficientemente difundida, ofrece un modelo para hacer de la tecnología la llave del despegue a un desarrollo integral. Se trata de Jorge Alberto Sabato, el “Man” entre sus allegados, o “Jorjón” para círculos más amplios. Miembro de una conspicua familia argentina, fue sobrino del célebre escritor y físico, del químico Arturo y del tecnólogo Juan; estos dos últimos muy involucrados en los debates por el autoabastecimiento petrolero; fue primo del recordado politólogo y vicecanciller Jorge Federico, y del cineasta Mario, y padre de Hilda, renombrada historiadora. Este “otro Sabato” completó una enorme y fecunda obra. Como ideólogo del desarro-
llo tecnológico autónomo argentino, fue creador y líder de numerosas instituciones de investigación en el campo nuclear, inspirador de varias generaciones de técnicos, políticos y académicos, y autor de páginas plagadas de humor, ingenio, patriotismo y confianza en la ciencia, la tecnología y la Argentina. La clave del éxito de Jorge A. Sabato radicó en su capacidad para combinar la incorporación de know-how, la institucionalización de esos conocimientos, la relevancia de tales desarrollos entre las demandas de nuestra sociedad y su articulación con la realidad internacional. Pero, sobre todo, supo dar a esa combinación de cuatro capacidades su amalgama sustancial, mediante lo que los scholars denominan el “factor cultural”: una mística de trabajo en equipo, con coraje, ambición, rigor intelectual,
esfuerzo, disciplina de trabajo, libertad de opinión, patriotismo y, en especial, con objetivos que, compartidos con las instituciones y el país, dan al mismo tiempo sentido a la vida de cada individuo. En síntesis, honrar la memoria de Jorge A. Sabato como un “Prometeo argentino” no significa hacer de él un mesías, sino, por el contrario, evocarlo como un hacedor, un constructor de instituciones vitales y trascendentes, idóneas y meritocráticas, autónomas y representativas, capaces de articularse con el resto de la sociedad y de interactuar con habilidad y sin temor; es decir, virtuosamente, con las indispensa bles fuerzas globales de nuestra época. © LA NACION
El autor es diplomático de carrera especializado en temas nucleares
Una presidenta de novela Luis Majul —PARA LA NACION—
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ay que leer Una mujer única, la novela de Ernesto Tenembaum. Hay que leerla no sólo porque es la primera novela sobre la Presidenta o porque podría ser comparada, en algunos tramos, con ciertos textos de ficción política de Tomás Eloy Martínez o Jorge Asís. Hay que leerla, también, porque ayuda a comprender, quizá más que cualquier investigación periodística, la verdadera naturaleza humana y política de Cristina Fernández y el porqué de sus decisiones más controvertidas, incluidas, por supuesto, la de forzar una batalla épica contra los fondos buitre o la de pasar por encima de los legisladores para promulgar el nuevo Código Civil y Comercial. La Cristina de la novela se muestra incluso más real, más íntima que la que aparece por cadena nacional. Los largos monólogos interiores que incluyen, de vez en cuando, una pregunta para su mamá, un “te acordás” para Néstor o un mensaje para la posteridad no sólo parecen hiperreales porque contienen una mezcla de sus discursos oficiales, sino también porque demuestran que Tenembaum aprendió a conocerla muy bien, luego de hablar durante horas con ministros, secretarios, dirigentes y militantes que la fueron “desnudando” por partes. Después de leer Una mujer única es más fácil entender por qué la jefa del Estado dijo que tenía la fantasía de haber sido la reen-
carnación de algún faraón egipcio. O por qué se puso a la cabeza de la frustrada operación contra el Grupo Clarín y Papel Prensa. O cuál es la razón por la que mencionó a Napoleón Bonaparte cuando lanzó la idea de modificar el Código Civil y Comercial. También se comprende por qué alentó la idea de poner el apellido Kirchner a calles, plazas, ciudades, esquinas y bares. Por si algún analista político todavía no se enteró, hay que decirlo ahora con todas las letras: Cristina Fernández está gobernando pura y exclusivamente para la historia. Mejor dicho, para los libros de historia. Y no para cualquier libro, sino para aquellos que cuenten la historia tal como la relatan Ella misma o sus intérpretes más fieles. Una historia donde, por ejemplo, haber ordenado descolgar el cuadro del dictador Jorge Rafael Videla sería un acto de valentía suprema, aunque haya sido decidido en el momento de mayor debilidad de la corporación militar. Una historia donde se puede insistir, hasta el cansancio, en la denuncia de que la dueña de Clarín, Ernestina Herrera de Noble, es una apropiadora de hijos de desaparecidos, aunque la Justicia haya probado lo contrario. Una historia donde el dolor de los familiares de las víctimas de la tragedia de Once puede ser equiparado con el sufrimiento que implicó para la Presidenta el haber perdido a su compañero de toda la vida. Una historia donde la ley de medios es una
construcción romántica para terminar con la concentración de la prensa y los monopolios, y no un ardid para alentar diarios, canales y radios adictos e intentar bajar el precio de los periodistas críticos que se atrevieron a denunciar y disentir. Una historia donde se puede reivindicar, al mismo tiempo, sin repetir y sin soplar, como si fuera parte de una sola epopeya, el desendeudamiento, el pago al Club de París, el acatamiento a las sentencias del Ciadi y el desacato frente al fallo del “senil” juez Thomas Griesa. A Cristina Fernández todavía le falta un año para terminar su mandato, pero ya diseña su legado político, como si el país del día a día no existiera. El discurso iniciático de su hijo, Máximo Kirchner, tiene también la pretensión de que sea decodificado como un texto inserto en la historia que será. Un periodista que cree en la causa escribió, sin ponerse colorado: “El Poder Ejecutivo procura una mayor homogeneidad interna y la expansión de derechos, en un movimiento que abarca desde la economía hasta las relaciones sociales. Ése es el sentido de la designación de Alejandro Vanoli como presidente y de Pedro Biscay como director del Banco Central; de la sanción del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación; de las nuevas leyes de defensa del consumidor y de regulación de la formación de precios dentro de las cadenas de valor; del anuncio de los proyectos de ley
de despenalización de la tenencia de estupefacientes y prohibición de la publicidad de alcohol y fármacos, y de la luz verde para el proyecto transversal de despenalización del aborto firmado por representantes de distintos bloques. Estas medidas testimonian la voluntad de profundizar un proyecto político tendido hacia el futuro, más allá de quiénes sean los elegidos en el próximo turno presidencial”. ¿Se puede meter todo en una misma bolsa? ¿Entonces el desplazado Juan Carlos Fábrega era, en el fondo, un agente de la CIA o del perverso sistema financiero internacional metido en el Gobierno entre gallos y medianoche por un ardid de la derecha vernácula? Y la Presidenta, que se opuso durante años a la despenalización del aborto, ¿era un holograma de la estadista que gobierna ahora? Para ser más precisos y menos ingenuos, ¿en qué parte de la tapa del libro de historia habría que colocar al vicepresidente procesado Amado Boudou, al ex secretario de Transporte Ricardo Jaime, al todavía juez Norberto Oyarbide, a los empresarios Lázaro Báez y Cristóbal López, a la alianza con el recientemente fallecido Julio Humberto Grondona o a los barones del conurbano que se entendieron con Kirchner o con Ella misma para ganar una elección en la provincia de Buenos Aires? La ventaja de escribir la historia oficial
es que, con una prosa más o menos solemne, se puede justificar lo injustificable. O se puede decir que el Gobierno impulsa recién ahora la despenalización del consumo de estupefacientes y del aborto porque antes no estaban dadas “las condiciones políticas”. Que “la relación de fuerzas” impedía ir más a fondo con los cambios estructurales que necesitaba el país. La vida real, por supuesto, es otra cosa. Un solo punto de inflación equivale a decenas de miles de pobres. Y la manipulación de las estadísticas oficiales empeora la cuestión. La “epidemia” de la inseguridad no puede ser ocultada detrás de la última jugada política. La creciente preocupación por no perder el empleo es bien concreta y no se aplaca con una consigna que incluya la palabra liberación. ¿Por qué Tenembaum, un veterano periodista de gráfica, radio y televisión, experimentó la necesidad de escribir una novela sobre la Presidenta? Porque sintió que con las armas tradicionales del periodismo no le alcanzaba para contar la complejidad del personaje y quienes revolotean a su alrededor. Hizo bien: eligió un formato innovador, por encima de los engorrosos textos de Carta Abierta, de los que alientan la grieta y de los energúmenos que la tratan de yegua y le desean lo peor. No hay necesidad de agredir a la persona para desnudar al personaje. © LA NACION