El veneno de la épica kirchnerista

encubre el veneno que contiene la publicitada épica kirchnerista. La alienación, en gran parte, se consigue mediante bellos vocablos, como nacional, popular ...
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OPINION

Martes 21 de agosto de 2012

La otra lección de Londres LUIS J. GROSSMAN

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PARA LA NACION

ON muchos los ejemplos positivos que han dejado los Juegos Olímpicos de Londres. Entre otras cosas, las enseñanzas pasan por el cálido y sereno comportamiento del público, que acompañó de modo singular todas las manifestaciones deportivas, tanto en el interior de formidables recintos arquitectónicos como en los hermosos exteriores de la capital de Gran Bretaña. Y es en este último punto donde quiero detenerme para proponer algunas reflexiones que quizá resulten útiles para el debate sobre las ideas de preservación y sobre la estéril antinomia entre las nociones de tradición y modernidad. Porque entre las numerosas y bellas imágenes urbanas que acompañaban las competencias realizadas en las calles o en los parques se podía observar un armonioso paisaje ciudadano. Y ese panorama solía ofrecer casi siempre algún ejemplo de arquitectura contemporánea en diálogo con un conjunto de construcciones históricas. Incluso en el perfil esquemático que utilizaban los organizadores o las señales de TV o las agencias informativas, aparecían en un dibujo la silueta del Big Ben y la catedral de San Pablo junto con el Gherkin (ese edificio de oficinas con forma ovoidal que fue bautizado “el pepinillo”) y el Ojo de Londres, una construcción muy alta que alberga un mecanismo que mueve una serie de cabinas transparentes para regocijar a los turistas con una visión completa de Londres desde las alturas. Esos perfiles actuales se sitúan en la misma vista donde está el clásico London Bridge, sin que nadie haya puesto “el grito en el cielo” londinense. Que yo sepa, por lo menos. Años atrás, en un comentario crítico publicado en este diario, fui áspero al juzgar el Gherkin, levantado en un distrito histórico de la ciudad, nada menos que la City of London. Más tarde pude ver más de cerca aquella construcción en varios films, entre ellos Match Point, de Woody Allen, y atemperé mi opinión. Pero cuando estuve en Londres y la directora de planificación urbana, arquitecta Maureen Joyce, me llevó a recorrer el barrio histórico de la ciudad, al ver aparecer el Gherkin en el paisaje tuve que admitir el estupendo logro del arquitecto Norman Foster y el acierto de su gesto futurible ante aquella rara integración de la escala y la forma que coloca a su obra en diálogo singular con la cúpula de San Pablo. Un joven y talentoso amigo, Gonzalo Molla Villanueva, trabaja desde hace años en el mundo de la construcción y los negocios inmobiliarios de Londres. En uno de sus viajes a nuestra ciudad, me contó cómo lo habían obligado a cortar piso y medio en uno de los extremos del edificio que se aprestaba a iniciar en el barrio de Islington. El recorte se debió a la denuncia de un vecino, que objetaba que la construcción le quitaría el sol durante buena parte del año. Y Gonzalo, en lugar de protestar, se avino a suprimir una parte del proyecto; también tuvo que aceptar la eliminación de cocheras, para que los usuarios de su edificio caminaran hasta un garaje próximo. Utilizo este ejemplo cercano en el tiempo para dejar en claro que el London Council no aprueba cualquier proyecto, que no “vale todo” y que no se descuida el fascinante patrimonio arquitectónico y urbano de esa ciudad. Hace dos años, en Bérgamo, Italia, se realizó un encuentro de tres jornadas al que asistí como ponente. Lo organizaba la Associazione Nazionale di Centri Storici e Artistiche (Ansca), institución italiana que trabaja a escala mundial en la investigación, asesoramiento y análisis de casos complejos de restauración y renovación en arquitectura y urbanismo. Me quedaron, de aquellos tres intensos días de trabajo, algunas manifestaciones del arquitecto Bruno Gabrielli, profesor emérito de Urbanística en la Universidad de Génova. Con la serena y firme modalidad de los maestros, sentenció: “No hay conservación sin renovación. La historicidad es inseparable de la contemporaneidad”. Y añadió, como colofón, que “el tejido histórico y su lenguaje también se renuevan cuando las demandas de la sociedad buscan expresarse”. Estas ideas quedaron ratificadas en las vistas que recibimos de Londres durante estos días. Del mismo modo en que durante las cautivantes fiestas de apertura y de cierre se alternaban música y bailes actuales con austeros coros y música clásica, en las imágenes callejeras se vieron, en un diálogo casi siempre armonioso, arquitecturas de rasgos seculares cerca de brillantes volúmenes de cristal. Los dichos del profesor Gabrielli fueron materializados y se divulgaron gracias a esta otra lección práctica impartida como dato colateral de los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Y es del caso agradecerla. © LA NACION El autor, arquitecto, fue columnista de LA NACION y es director general del Casco Histórico de la ciudad

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LAS PRACTICAS QUE SE OCULTAN TRAS EL RELATO

El veneno de la épica kirchnerista MARCOS AGUINIS PARA LA NACION

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N baúl lleno de palabras seductoras encubre el veneno que contiene la publicitada épica kirchnerista. La alienación, en gran parte, se consigue mediante bellos vocablos, como nacional, popular, inclusión, equidad, derechos humanos, modelo, justicia social, proyecto y otras por el estilo. Equivalen a las que usan y usaron los autoritarismos de diverso tinte. Basta echar un vistazo a la historia y la geografía. No hay dictador que no se autocondecore como el “elegido” de su pueblo. Hasta la dinastía comunista familiar que hubiese puesto los pelos de punta a Karl Marx –el “progresista gobierno de izquierda” que hambrea a Corea del Norte– designa al abuelo, padre y nieto “Amado Líder”. Acá ya tenemos el “Eternauta” y la “Bella Dama”. No hay mucho que esperar para que también se los llame “Amados”, pero antes tendrían que sacarse de encima a un verdadero Amado, que es Boudou. Cuando Néstor Kirchner accedió a la presidencia de la República con el menor número de votos que registre la historia nacional (incluso menos que Arturo Illia), no se esmeró en ocultar los frascos de veneno que traía bajo el poncho. Las pócimas que había derramado en Santa Cruz no le impidieron apropiarse de la presidencia con toda la fuerza de su cuerpo. Al contrario, esa ponzoña lo llevó a la consagración. Estaba tan contento que empuñó el bastón de mando al revés (¿el cielo mandó una alerta?) y pronto se arrojó sobre la multitud que lo aclamaba hasta herirse la frente con una cámara de TV. De inmediato se puso a replicar en el ámbito nacional la química que le permitió apropiarse de toda una provincia. Desde La Plata había vuelto a Río Gallegos al comenzar la última dictadura militar (¿o un poco antes, cuando el gobierno de Isabelita?). Importaba poco en esa emergencia. Al llegar al Sur olvidó su militancia y se puso a ejecutar a los pobres diablos que estrangulaba la circular 1050. El comienzo de su fortuna equivale en su biografía a un bíblico pecado original. Después conquistó la intendencia, se rodeó de colaboradores a los que exigía lealtad antes que eficacia, aumentó su fortuna y se dedicó a conquistar la provincia. Instalado en la Casa de Gobierno, puso en marcha una política autoritaria desprovista de piedad. Reformó la Constitución para ser reelegido hasta que él mismo dijese basta. Persiguió a los medios de comunicación con dientes de lobo para conseguir la supresión de toda crítica. Amedrentó al Poder Judicial. Pisoteó a la oposición. E impuso la identidad entre Estado y gobierno o –más claro aún– entre Estado, gobierno y él mismo. La fórmula del omnipotente Luis XIV. Su última proeza fue mandar al exterior e inscribir a su nombre la impresionante fortuna de varios cientos de millones de dólares que pertenecían a la provincia. Hasta ahora no se ha efectuado una transparente rendición de cuentas. No se sabe por dónde circularon los dólares, cuánto perdieron o ganaron los depósitos. Es un trayecto tan misterioso como el tenebroso viaje al que fue sometido el cadáver de Evita. Cuando Duhalde convocó a elecciones presidenciales, Kirchner era el gobernador con más dinero para hacer la campaña. Un sector democrático del país, representado entonces por López Murphy y Elisa Carrió, no logró unirse en una sola fórmula y Kirchner accedió a un angosto segundo lugar. Carlos Menem no se atrevió a otra vuelta y Kirchner quedó elegido. Pero lleno de resentimiento, porque asumía con un anémico porcentaje de sufragios.

No demoró mucho en soltar su temperamento destructor (de todo menos de su fortuna). Fue desagradecido con Eduardo Duhalde, que le obsequió los votos e influencias que le permitieron llegar al segundo sitio en la carrera presidencial. Además, Duhalde ya había superado lo peor de la crisis desatada en 2001, acompañado por Lavagna, su eficiente ministro de Economía. Le entregaba un país en marcha, que ascendía hacia una buena cicatrización de sus heridas. También llegaba un fabuloso viento de cola.

La reforma de la Constitución es otro frasquito de veneno que pretenden hacer beber a la ciudadanía Pero el veneno de la épica kirchnerista no presta atención a esas minucias. Néstor carecía de políticas de Estado, no le interesaba el beneficio de su país, sino el propio. Desde Santa Cruz evidenció que su meta, siempre, era saciar su adictiva hambre de poder y de las fortunas que el poder brinda. En lugar de sentirse un servidor del pueblo, el pueblo debía servir a sus ambiciones. “El Estado soy yo”, le recordaba un sincero Luis XIV. Sólo cabe mencionar algunos de los daños que produce su veneno, ahora convertido en epopeya. Conviene empezar por la ingratitud. Es un instrumento poderoso, porque aterroriza en especial a los cercanos. No sólo apartó a Duhalde, sino que humilló enseguida a su vicepresidente Scioli porque se reunía con empresarios. Scioli lo hacía para poner paños fríos y ayudar, pero no había solicitado permiso… Entonces, sin anestesia lo

despojó de toda otra función que no fuera tocar la campanilla del Senado. Néstor odiaba que algún ministro, secretario, gobernador o intendente se sintiera seguro, porque le rebanaba un pedazo de su poder total. No le tembló la mano al echar a Béliz o desprenderse de Lavagna o sacar de su puesto a cualquiera que se le ocurriese. Después Cristina siguió sus enseñanzas (las peores, se debe consignar) repartiendo guadañazos a diestra y siniestra según sus cortoplacistas amores y perspectivas. Kirchner convirtió el “escrache” en un nuevo recurso político de doma. Desde el atril señaló a empresarios, empresas, periodistas, sacerdotes, militares, políticos y otros ciudadanos a los que buscaba someter. La gilada –como el mismo Perón solía llamar con humorismo a sus seguidores más fanáticos– se ocupaba después de convertir la amenaza en un acto concreto. Otro componente notable del veneno kirchnerista es la prédica del odio. El maduro consejo de Perón en el sentido de que “para un argentino nada es mejor que otro argentino” fue convertido en lo opuesto. Gracias a la épica kirchnerista ya no se pueden reunir familias enteras ni grandes grupos de amigos porque estalla la confrontación. Ahora hay elegidos y réprobos, progresistas y reaccionarios, izquierda y derecha que ni pueden dialogar. El oficialismo decide quiénes son unos y otros. Quienes disienten –cualquiera que fuesen sus méritos– deben cargar el sambenito inquisitorial de calificativos degradantes. La corrupción se ha vuelto septicémica. El modelo consiste en profundizarla. Nada importante se hace para disminuirla. Desde lo alto se dibuja el camino. Si la yunta presidencial ha conseguido amasar una fortuna que no se podría fundir en varias generaciones, quienes se acercan a ella esperan lograr lo mismo… o un poco, aunque sea. Las fuerzas (¿paramilitares?)

de Milagro Sala provocaron analogías con las Juventudes Hitlerianas. Estas últimas, sin embargo, por asesinas y despreciables que hayan sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal al fin, como la raza superior y otras locuras. Los actuales paramilitares kirchneristas, y La Cámpora, y El Evita, y Tupac Amaru, y otras fórmulas igualmente confusas, en cambio, han estructurado una corporación que milita para ganar un sueldo o sentirse poderosos o meter la mano en los bienes de la nación. Muchos de los blogueros que se ocuparán de insultar este artículo lo harán por la rabia que les produce un desenmascaramiento y el temor de perder sus mal habidos ingresos. Asombra que tan poca gente (primero El y Ella, ahora sólo Ella) haya conseguido armar una tan poderosa legión de autómatas. Es patético ver cómo gente grande aplaude y sonríe ante el mínimo gesto que se manda la Presidenta mientras actúa por cadena nacional. Sometió a millones de argentinos, de los cuales una pequeña porción obtiene beneficios caudalosos y la mayoría debe conformarse con los subsidios de la mendicidad. En realidad, la épica kirchnerista no quiere terminar con la pobreza porque necesita de los votos que se retribuyen por subsidios y otros favores. La reforma de la Constitución es otro frasquito del veneno –no el último– traído desde Santa Cruz y que los traidores de la democracia pretenden hacer beber a la ciudadanía. Pero ¡ojo!: hay algo peor que la reelección indefinida. Es terminar con el actual y débil Estado de Derecho. “Ir por todo” requiere una Constitución que permita a los actuales dueños del poder hacerse del cuerpo y el alma del país. Hacerse dueños de “todo”. Ese es el veneno. Ese es el proyecto. © LA NACION

CLAVES AMERICANAS

¿Uruguay estatiza la marihuana? ANDRES OPPENHEIMER PARA LA NACION

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MONTEVIDEO

juzgar por lo que el presidente de Uruguay, José Mujica, me dijo la semana pasada en una entrevista, existe una posibilidad real de que en su país la gente pueda muy pronto comprar marihuana legalmente a una empresa regulada por el gobierno que estará a cargo de la distribución y venta de la droga. Mujica, de 78 años, envió al Congreso hace unos días un proyecto de ley que tal vez sea la propuesta más audaz de legalización de marihuana en todo el mundo. La propuesta propone que el Estado “asuma el control y la regulación de las actividades de importación, producción, adquisición a cualquier título, almacenamiento, comercialización y distribución de marihuana”. El proyecto va mucho más allá de lo que han hecho países como Holanda y Portugal para despenalizar el uso de la marihuana. También va mucho más lejos de propuestas recientes, como las del presidente guatemalteco, Otto Pérez Molina, y de los presidentes de Colombia y México para iniciar un debate abierto sobre la legalización de las drogas. ¿Usted está proponiendo que el Estado venda marihuana?, le pregunté a Mujica. “Es algo un poquito más profundo”, respondió. “Se trata de quitarles el mercado

a los narcotraficantes.” Mujica me explicó que, en la actualidad, los narcotraficantes que venden marihuana en Uruguay suelen llevar a los jóvenes a consumir drogas más pesadas y peligrosas, como la pasta de coca. Eso ha generado un importante aumento de la criminalidad en el país. “Preferimos que este mercado de las drogas blandas no sirva de entrada para las llamadas drogas más duras”, dijo Mujica. Al tomar a su cargo y regular el negocio de la marihuana en Uruguay, estimado en unos 40 millones de dólares anuales, el Estado se lo quitará a los narcotraficantes, y los debilitará, afirmó Mujica. Además, el Estado llevaría un registro de todos los consumidores de marihuana y les podría dar tratamiento a los adictos más graves, tal como se hace actualmente en el caso de los alcohólicos, dijo. Cuando le pregunté si su idea es que los uruguayos compren marihuana en bares o en quioscos, dijo que eso es algo que deberá decidir el Congreso. Agregó que su proyecto de ley tiene un “50%” de apoyo en el Congreso, pero que espera que el debate público ayude a que sea aprobado. ¿Y qué piensa de la crítica de que una empresa estatal que venda marihuana se convertirá en una burocracia inepta, con grandes posibilidades de corromperse al entrar en el negocio del narcotráfico?, le

pregunté. Mujica, que hasta ahora no había aclarado si está a favor de que la empresa encargada de gerenciar su proyecto sea estatal o privada, dijo que “una empresa privada es la que va a vender” la marihuana bajo estricto control gubernamental, tal como ocurre ahora con las ventas de bebidas alcohólicas. ¿Y si esta ley se aprueba, no convertirá a Uruguay en una meca turística para fumadores de marihuana?, le pregunté. Mujica respondió que su plan es “un mecanismo para uruguayos”, que estarán registrados y tendrán una ración mensual, y que los extranjeros no podrán comprar marihuana. En cuanto a la crítica de que los precios más bajos de la marihuana producirán un aumento del consumo –como ocurrió cuando se abolió la prohibición del alcohol en Estados Unidos, en la década de 1930–, Mujica señaló que se trata de un riesgo que vale la pena correr. Cuando Estados Unidos levantó la prohibición del alcohol, “la gente al principio bebía un poco más... y el hecho es que Estados Unidos siguió viviendo, y hoy en día es una nación bastante próspera, ¿no?”. “Lo que no podemos hacer es seguir haciéndonos los tontos, disimular y mirar para el otro lado”, mientras sigue aumentando el consumo y la violencia relacionada

con el narcotráfico, concluyó el presidente uruguayo. “Entonces, tratamos de ensayar otras armas.” Mi opinión: cuando leí por primera vez el proyecto de ley de Mujica en el que propone que el Estado “asuma” el control del negocio de la marihuana, mi primera reacción fue pensar que Uruguay creará una nueva burocracia gubernamental, repleta de amigos del gobierno, que probablemente terminarán fumándose los ingresos de las ventas de marihuana o –peor aún– vendiendo drogas duras por debajo de la mesa. Pero si el plan de Mujica es subcontratar a una empresa privada de trayectoria conocida para gerenciar el negocio bajo regulaciones estatales –tal como ocurre con las empresas que venden whisky o cerveza–, tal como dijo en la entrevista, quizá no sea una idea tan loca. Los ingresos podrían usarse para pagar programas de educación, prevención y tratamiento para combatir drogas más duras. Lo que está claro es que la guerra contra las drogas no está funcionando y está dejando decenas de miles de muertos en todo el hemisferio. Si se hace bien, experimentar con “nuevas armas” será mejor que no hacer nada. © LA NACION Twitter: @oppenheimera