“Cuervo” Larroque, el kirchnerista absoluto

1 mar. 2013 - Napoleón Bonaparte y Winston Churchill. La realidad es, lamentablemente, mucho más pobre. Quien articula de verdad al es- tablishment ...
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OPINIÓN | 23

| Viernes 1º de marzo de 2013

miradas

“Cuervo” Larroque, el kirchnerista absoluto Jorge Fernández Díaz —LA NACION—

Viene de tapa

Y también que el hombre cada semana se traslada al quinto piso del Ministerio de Economía y negocia con los intendentes del conurbano y de todo el país, extenuante faena compartida con Julio De Vido, que pone la billetera. Larroque, en cambio, pone la doctrina. Se compran allí, con fondos y obras, devoción reeleccionista y verticalismo total a la Corona. Larroque puede estar en el Parlamento llamando “narcosocialistas” a los aburridos socialdemócratas santafecinos o “atorranta” a una diputada de la centroderecha cool. Pero también puede que se encuentre en las unidades básicas de las barriadas más humildes, predicando cristinismo o dando instrucciones a algún asistente social de Vatayón Militante. Organizando la guardia pretoriana y aplaudidora de un acto presidencial o vigilando que los qom no acampen de nuevo en la avenida 9 de Julio. Hace cinco años, este joven inflexible y rudimentario, que considera la polarización social como una de las grandes genialidades de Néstor Kirchner, ni siquiera soñaba con ser el comisario político del “movimiento nacional y popular”. Aunque ya era una mezcla gestual del Juan Carlos “Canca” Gullo y Mario Eduardo Firmenich. El primero es de hecho su padrino espiritual y consejero, y al segundo le admira las convicciones, más allá de la distancia que los nuevos camporistas tienen con el escalofriante militarismo montonero, que algunos consideran un error estratégico y otros una consecuencia inevitable de la época. Asevera Larroque que los ataques a La Cámpora obedecen al “resurgir de una generación militante a la que no pueden comprar ni extorsionar. Eso ha llevado a lo largo de la historia a las grandes tragedias. Es lo que pasó en los 70 por presión del poder oligárquico. Y hoy se vuelven a poner nerviosos”. Estas líneas pertenecen a la última aparición televisiva que “el Cuervo” realizó hace dos semanas en la cadena de noticias de Cristóbal López. No es frecuente que el heraldo de Cristina salga a la luz del día, otorgue una entrevista y pueda ser analizado de manera discursiva y postural. La primera impresión que transmite es la de un sacerdote ungido por un dogma infalible y una fe ciega. Encarna a golpe de vista dos fenómenos del cristinismo: su carácter religioso y su radicalización. “Somos soldados”, dice siempre. Uno no puede sino conectar esa definición con la legendaria y castrense consigna “los soldados de Perón”, que orgullosamente enarbolaba la dirigencia montonera en el colmo de su adoración y delirio. “No militamos para el mes que viene”, advierte Larroque en esa

entrevista, y utiliza tres veces la misma palabra: “Construimos organizaciones para militar toda la vida. No cambiamos de sellos. Es una forma de vida. Entregamos nuestra vida a la militancia”. Su tono sacrificial en nombre de “los intereses populares” (esa entelequia conveniente que cambia según los propósitos tácticos del Gobierno), su obediencia acrítica, su ideología blindada y su voluntad de hierro, que forjó de joven en la Villa 20 de Lugano y en los asados del “Canca” en el Bajo Flores, fascinan a la arquitecta egipcia y al Richelieu maoísta que habita la Secretaría Legal y Técnica. Y lo diferencian de otros dirigentes neocamporistas, que lucen más como gerentes chetos que como gladiadores callejeros. “El Cuervo” es brazo ejecutivo y fuerza de choque, y no se anda con remilgos. Su idea de la militancia dista incluso de algunos cinismos que lo rodean: La Cámpora es una gran agencia de colocaciones y una aspiradora de empleo público. La idea de que algunos de esos militantes no pueden ser comprados por las corporaciones no incluye, naturalmente, la posibilidad de ser comprados por las corporaciones del Estado. Larroque, sin embargo, se considera un creyente incontaminado, un puro. Un monje con una sola Biblia: el relato. “Se está refundando la Argentina –dijo los otros días con grandilocuencia, pero sin pestañear–. Fueron doscientos años de disputa de modelos. Y en estos casi diez que lleva el movimiento nacional y popular se han recuperado las ideas de Moreno, Belgrano y San Martín, de los caudillos federales, del yrigoyenismo y del peronismo. Y hoy estamos en condiciones de ganar definitivamente esa pelea y construir un modelo. Que ya no haya discusiones. Nosotros no podemos volver atrás”. Está decidido. El proyecto kirchnerista dividirá toda nuestra historia en dos partes. Un antes y un después. Y no sólo eso, sino que el kirchnerismo se atreverá a avanzar más allá de las fronteras. “Estamos discutiendo también el paradigma mundial –añadió con una sonrisa–. Lo lindo de este momento es que vemos que no funcionan las grandes potencias. Y nosotros, sin agrandarnos, en esta zona lejana, tenemos una serie de países a los que con decisión soberana no nos está yendo nada mal”. En los epílogos de su soliloquio televisivo redondeó la idea básica: “Es Cristina o corporaciones. Es el pueblo organizado o es un grupo de egoístas enriquecidos que quieren mantener sus privilegios y que son articulados por Magnetto”. En el fondo, la cosa resulta bastante sencilla, no se sabe por qué la ciencia política se empeña en complejizarla. La problemática argentina –una de las más difíciles de entender para cualquier observador extranjero– puede ser reducida a una persona, a un apotegma o a un grafiti.

Larroque, índice en alto, da instrucciones durante la sesión de Diputados que trató el acuerdo con Irán Si Magnetto es el artífice de todas las conspiraciones que le adjudican, valdría la pena votarlo, porque estaríamos en presencia de una cruza impresionante entre Napoleón Bonaparte y Winston Churchill.

No es un muchacho valiente que lucha contra el poder. Andrés Larroque es el poder La realidad es, lamentablemente, mucho más pobre. Quien articula de verdad al establishment económico argentino es el gobierno más poderoso de la era moderna, con quien se han amancebado casi todos los empresarios vernáculos. En las compañías se sabe que no hay mejor negocio hoy en día que asociarse con el Estado y mantenerse en silencio. Se trata del mismo gobierno que a pesar de los discursos emancipadores ha logrado depender como nunca de la soja

y de la minería, y que generó la mayor concentración y extranjerización de la plaza empresaria, como lo probaron rigurosos estudios de Flacso. Mayor aún que en los años 90. Una administración que navega junto a corporaciones propias, como los simpáticos hermanos Cirigliano o el dispendioso Cristóbal López, por dar sólo dos ejemplos al paso. Y que se asienta sobre la más grande y más rancia corporación estatal de la historia política: está probado que se puede gobernar sin los diarios, pero nadie ha probado todavía que puede gobernar sin el peronismo ni sus oligarquías, feudos y mafias territoriales. Andrés Larroque no es un muchacho valiente que lucha contra el poder. Andrés Larroque es el poder. Y esa diferencia lo cambia todo, porque sus ancestros montoneros pelearon y murieron por tomar el palacio. “El Cuervo” entra y sale del palacio cuando quiere. Quienes no poseemos la bendición de una creencia absoluta, miramos con pavor y envidia a los creyentes totales. En ellos vemos el fanatismo, pero también

maxi amena

el confort de la fe. El heraldo de Cristina posee esos dos rasgos. Es el kirchnerista absoluto. El metro patrón, el grado cero del cristinismo. Su utopía no está en el futuro sino en el pasado: quiere regresar al 45 y al 73. Pero este efecto túnel del tiempo, que se basa en proclamar eternamente la revolución inconclusa, borra los terribles errores de aquellas épocas lejanas. Los intelectuales de la izquierda nacional y muchos dirigentes peronistas, el propio Perón inclusive, hicieron autocríticas de aquellos momentos dramáticos e irrepetibles. El neocamporismo, que necesita más lecturas y menos clichés, desconoce esos trabajos y prefiere vivir entonces en una burbuja vintage, donde la música haga caso omiso de la letra. Cámpora, al fin y al cabo, era un conservador disfrazado de progresista cuya máxima virtud terminó siendo la lealtad. La reina gobierna con la misma canción mágica. Y el heraldo baila y hace bailar a todos, bajo la lluvia imaginaria de una historia que nunca ocurrió. Ni ocurrirá. © LA NACION

Un Caballo de Troya en la ciudad de Dios Roberto Bosca

D

esde ayer a las 20, la Iglesia Católica entró en fase de sede vacante. Pero una cosa es la sede vacante y otra muy distinta es el sedevacantismo. Esta última denominación designa a una corriente religiosa que sostiene que a partir de la muerte de Pío XII la Iglesia Católica Apostólica Romana se encuentra en estado de sede vacante, en virtud de que los papas elegidos posteriormente son ilegítimos por su abandono de la doctrina tradicional de la Iglesia y su reemplazo por una nueva iglesia modernista. El sedevacantismo supone una ruptura más extrema que la del obispo integrista Marcel Lefebvre, que si bien produjo un cisma, no importaría un rechazo global al Concilio. Los sedevacantistas, en cambio, sostienen una contestación radical y violenta contra las autoridades romanas, a las que consideran usurpadoras del primado y, lejos de constituir una unidad, se hallan también profundamente divididos entre sí. El punto de dolor en esta historia reside en el Concilio Vaticano II, que es considerado por los tradicionalistas el Caballo de Troya en

—PARA LA NACION—

la ciudad de Dios. Un agravante del problema es que las reformas conciliares fueron presentadas en muchas ocasiones en un sentido diverso al original, y tal vez demasiadas veces fueron instrumentadas de manera distinta a lo que el Concilio había querido e incluso había realmente dicho. Al clausurarse las sesiones conciliares se despertó un espíritu contestatario en la Iglesia que formaba parte de un clima de época, los años 60, y que produjo un gran desorden y confusión. Ratzinger llegó a calificar a esta corriente interna de la Iglesia como el könzilsungeist, el antiespíritu del Concilio, e incluso su renuncia al solio pontificio podría no ser ajena a ella. Este cuadro se tradujo en una fenomenal crisis en las vocaciones y en que un crecido número de sacerdotes fueran reducidos al estado laical, pero lo peor ha sido una notoria disminución de la piedad del clero y de los fieles e incluso una creciente deserción de las filas católicas. Entre los propios teólogos progresistas cuyas ideas fueron recogidas por la asamblea conciliar, como Henri de Lubac y Jacques Maritain, hubo quienes lanzaron la

voz de alarma sin ser escuchados. Esta situación de caos produjo la más profunda crisis de los últimos siglos dentro de la Iglesia Católica, que está aún lejos de reponerse. Lo cierto es que una porción respetable y quizá mayoritaria de la opinión pública dentro y fuera de la Iglesia terminó asimilando la sensibilidad progresista con el Concilio (en realidad con la imagen del Concilio que ha construido el progresismo). Quedó instalada así la idea de que oponerse a ella implica una actitud integrista o preconciliar. Los sedevacantistas coinciden con esta identificación, pero representan precisamente lo contrario, puesto que ellos promueven un túnel del tiempo: volver lisa y llanamente al período previo al Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia mostraba un semblante más saludable y airoso que en estos tiempos borrascosos y claudicantes. No se trata sólo de un cambio más o menos formal, como volver al latín. Los sedevacantistas acusan a “la iglesia montiniana” (por el papa Pablo VI-Montini, impulsor del Concilio) de haber sustituido la misa tridentina por un rito protestante y de haber entroni-

zado los criterios liberales del modernismo ya condenados por el magisterio; incluso, de haber abandonado el dogma de la única y verdadera iglesia para afirmar que ésta “subsiste” en la Iglesia Católica. De tal suerte, existen hoy unos cuantos autoproclamados papas (en realidad, antipapas) sedevacantistas que reivindican la continuidad de la tradición católica, no exentos de un cierto pintoresquismo. Algunos sedevacantistas han decretado que el cardenal Giuseppe Siri fue elegido papa, pero el veto de la Unión Soviética provocó una nueva elección de la que resultó triunfante Angelo Roncalli (Juan XXIII). Otros sostienen que la Virgen, un santo o el propio Jesucristo les habría revelado la vacancia de la Santa Sede. En la Argentina, el sedevacantismo tuvo su representante en el mítico profesor Carlos Disandro, cuya influencia se tradujo en algunos ambientes peronistas; visitó a Perón y mantuvo correspondencia con él. ¿Qué hará el próximo pontífice? ¿Retroceder, como quieren el lefebvrismo y el sedevacantismo? ¿Continuar el proceso conciliar reformista de Juan Pablo II-Benedicto XVI de

volver al “verdadero” Concilio? ¿Profundizar una ruptura radical con la tradición, como desea el progresismo? El hecho del Concilio no parece admitir una marcha atrás. Por otra parte, las demasías progresistas no han conseguido sino agravar la crisis. Benedicto XVI habló de la “hermenéutica de la reforma”, pero ni él ni su antecesor pudieron contener los vientos desatados por el konzilsungeist. También hay que recordar que, según un antiguo proverbio teológico, en la Iglesia el Espíritu sopla donde quiere, y los buenos católicos sólo imploran que se abrevie el tiempo de la prueba, que ya supera el medio siglo. Cualquiera que conozca la azarosa historia de la Iglesia, por lo demás, no debería escandalizarse de todas estas fintas. El cardenal Herranz describió el período posconciliar así: “Tiempo de esperanzas, con nubarrones en el horizonte, pero con una luz intensísima en la lejanía”. No hay que temer, el Espíritu Santo guía a la Iglesia. © LA NACION El autor es ensayista y miembro del Instituto de Derecho Eclesiástico de la UCA

¿Para quién escribimos entonces? Héctor M. Guyot

E

n Un arte espectral, un libro de Norman Mailer sobre el oficio de escribir, leí un párrafo que me permitió asomarme a las razones ocultas de un malestar persistente. Es un poco largo, pero vale la pena: “Si haces avanzar una idea tanto como puedes y es tomada y mejorada por alguien que discutirá del lado opuesto, entonces has mejorado la mente de tu adversario. Sin embargo, llegará alguien que tomará la mejora de tu idea de tu oponente y la llevará más alto desde tu lado. La democracia es la encarnación palpitante de la dialéctica: tesis, antítesis, síntesis dispuesta a convertirse en nueva tesis”. Nadie podría acusar a Mailer de ingenuo. El proceso que describe, con las impurezas y las limitaciones propias de la condición

—LA NACION—

humana, se ha verificado en las comunidades más diversas a lo largo del tiempo. De la contradicción nace la colaboración. Hubo momentos de nuestra historia, y no tan lejanos, en los que los argentinos pudimos confirmar esta ley y vivir bajo su amparo. Pero hoy, si nos atenemos a la descripción de Mailer, está claro que no vivimos una democracia. Los males que nos aquejan son muchos y graves: la inflación, la inseguridad, el padecimiento del transporte público, la corrupción, la cooptación del Poder Judicial, la cruzada oficial contra la prensa crítica (a la que ahora se la busca asfixiar quitándole, por medio de la extorsión y el miedo, la publicidad privada). Sin embargo, lo que contamina la convivencia como una nube

invisible que vuelve tóxico el aire que respiramos es el uso de la palabra como mero instrumento de aniquilación. En lugar de hospedar ideas, hoy aquí las palabras son armas. Lo que vale es su poder letal. Las razones y los argumentos que describen, por más lúcidos que sean, carecen de importancia, porque no hay nadie del otro lado dispuesto a escucharlos. Así, la palabra es apenas una ganzúa que permite violar y vencer todo obstáculo que se interponga entre la voluntad y el objeto de deseo. La polarización que cultivaron los Kirchner se afirmó en esta degradación de la palabra. Pero, bien común al fin, su uso depredatorio se extendió de la plaza pública al tejido social. El kirchnerismo abraza la estrategia del

enfrentamiento y construye a su oponente. Traza la línea entre buenos y malos, y siempre queda del lado de los buenos. A los otros les adjudica, además de los intereses más perversos, el mismo ánimo beligerante que encarna con tanta perseverancia. Impone así la lógica de la guerra y clausura la palabra entendida como vehículo para desplegar la dialéctica que propone Mailer. Hoy en la Argentina no parece haber diálogo posible. ¿Para quién escribimos entonces? ¿Para qué se reúnen los diputados a discutir en el Congreso? La malversación de la palabra es un ácido que corroe tanto las relaciones humanas como las instituciones. Cuando alguien quiere acallar al otro a cualquier costo suele actuar movido por un

temor que denota una angustiante y oculta falta de fe en sus postulados. Su método, en consecuencia, no es la persuasión sino la imposición. Y sopla a pulmón, día y noche, la vela de su barco, porque en el fondo sabe que si deja de hacerlo se va a pique. Para volver a Mailer, viene al caso transcribir la siguiente línea de Bertrand Russell que el autor de Un sueño americano trata de llevar más lejos: “Todo el problema con el mundo es que los tontos y los fanáticos siempre están seguros de ellos mismos, y la gente más sabia está llena de dudas”. Acota Mailer en su libro: “Esto se debe a que la estupidez no es un handicap sino una gran virtud, si todo lo que te importa es salirte con la tuya. Ante los tontos obstinados, todos somos débiles”. © LA NACION