«For most of history anonymous was a woman.» Virginia Woolf
STAFF 27 DIRECCIÓN
Edición y maquetación
Ainize Salaberri
[email protected] Coordinadora sección Literatura en Internet, recomendaciones, novedades, breves, tema central, columnas de opinión, reportajes
Consejo editorial Ignacio Ballestero
[email protected] Coordinador sección entrevistas Verónica Lorenzo veronicalorenzo@ graniteandrainbow.com Pedro Larrañaga
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Diseño logo y portada Inge Conde
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Un número como este no debería existir. No debería haber nadie que decida que el 2014 es el año de leer a las mujeres. Dudo que haya nunca un año que alguien designe como el año en el que hay que leer a los hombres. Tampoco se debería hablar de «literatura femenina» o «literatura masculina». Las etiquetas causan estragos. Son injustas. Limitan. Y la literatura es de todo menos límite. La literatura es de todo menos cárcel. Y, sin embargo, todo el mundo tiene aún en la boca a Virginia Woolf y a su habitación propia, y todo el mundo la usa como ejemplo. Y no. No debería ser así. Pese a todo, la cita elegida es suya. Entonces, quizás os preguntéis, ¿por qué existe este número? Porque la reivindicación sigue siendo necesaria. Por desgracia. Si no os lo creéis, echad un vistazo a cuántos libros escritos por mujeres se editan al año en comparación con todos los que se editan escritos por hombres. Mirad las listas de los premios literarios, de los Nobel, de los Pulitzer. Mirad las listas de «los mejores libros de» de cualquier medio literario. Mirad la RAE y contad las mujeres que hay. La diferencia, enorme, sigue siendo insultante. Dijo aquel que las mujeres estamos empeñadas en que se nos trate como iguales al hombre cuando, en realidad, estamos equivocadas; equivocadas porque somos superiores, siempre lo fuimos y siempre lo seremos. Y es verdad. Este número pretende ser una demostración de que las mujeres escritoras, como decía el libro, no sólo son peligrosas, como las que leen, sino que son capaces de crear universos dentro de universos dentro de más universos. Y, todo, sin despeinarse. Porque, como la portada de este número bien cuenta, dentro de una mujer hay muchas mujeres con muchas cosas que decir. Muchísimas. Como diría Jeanette Winterson, vamos a contar historias.
REDACTORES Miguel Alcázar Laura Bordonaba Annie Costello Fusa Díaz José Braulio Fernández Sergio Fernández Ana Belén Fletes Varela Robert Fornes J. Álvaro Gómez Yolanda Izard Francisco Jurado Alejandro Larrañaga Pedro Larrañaga Verónica Lorenzo Begoña Martínez Raquel G. Otero Juan Carlos Postigo Guiomar Quintana Suárez Anabel Rodríguez Ainize Salaberri Salvador J. Tamayo Pablo Tintor Elena Triana
NOTA: G&R ES INTERACTIVA Pinchando en círculos como este (que encontrarás en algunos artículos) accedes a la descarga del número en el que, previamente, hemos hablado de ese autor en G&R. Además, pinchando sobre los blogs de los redactores, que encontraréis bajo sus nombres, seréis redirigidos a sus páginas web. 2
Sumario #27
4 5 7 1 2 1 6 2 2 7 9 8 5 89 9 1 97 92 104 105 109
Talento Literatura en internet Columnas de opinión EDITOR: Nocturna Ediciones Reportaje: Si el baobab hablase READ WOMEN ENTREVISTA: Jenn Díaz ENTREVISTA: Laura Castañón ENTREVISTA: Karmelo C. Iribarren ESPECIAL + LECTURA: Alejandro Palomas TRADUCTORA: Pilar Adón ENTREVISTA: Nell Leyshon LECTURA: Julio Oliva Recomendaciones Novedades
19, 78, 90, 103
Reuters BREVES
Talento
Julio Oliva
http://juliooliva.blogspot.com.es
Julio Oliva es un nuevo descubrimiento. Leer su novela, “Siete años, un martes y un septiembre”, publicada en Ediciones con Carrito, marca un antes y un después. En su momento escribí: «Los relatos de Julio Oliva» pues, en realidad, su novela no es novela sino un compendio de relatos que forman una misma historia, «son rayos de luz. Al fin y al cabo, la experiencia, de donde nace esta literatura, nunca se queda sola. Necesita de gente que le reste todo el dolor que el paso de los días va añadiendo a los recuerdos.» Julio Oliva es necesario porque es como un espejo en el que mirarnos. Nos sentimos menos solos. Su forma de escribir, directa y sin florituras, empatiza con sus lectores. No finge ni pretende. Es. Y es igual en la felicidad, en el dolor, en la tristeza o en la melancolía. Es igual en ese taxi en el que huimos o en ese aeropuerto en el que nos reencontramos pero, eso sí, sin llorar. Julio tiene talento. Él dice que no vive de esto pero, para no hacerlo, escribe mejor que muchos de los que dicen ganarse la vida haciéndolo. Las ganas están, el resultado también. Y el resultado es que hemos encontrado a otro escritor que es capaz de restarnos heridas y hacernos creer que sí, quizás, hemos ganado una batalla. En la página 104 de esta revista encontraréis un ejemplo de lo que digo. Id, lectores. Id.
Twitter
Twitter es una jungla. Triunfan las cuentas falsas y, quizás, las de autoayuda, horóscopos y personajes famosos. Rara vez un escritor es TT, salvo cuando se muere o lo matan o qué sé yo. Hay tweets de todo tipo. Twitter es, casi, el mundo real, pero magníficado. Como el Gran Hermano. El de Orwell, claro. Y después hay cuentas que buscamos por equis motivos. Cuando dí con @munch_en no sabía que lo necesitaba. Va por épocas, como todo en esta vida, pero me recuerda a Elvira Sastre. «Hay personas que tienen la capacidad de hacerlo todo bonito. Incluso romperte.» (27 retweets, 103 favoritos). «Si no va a poder ser para siempre, que sea como nunca.» (183 retweets, 336 favoritos). «De todos los amores imposibles, los que más duelen son los que pudieron ser posibles». (129 retweets, 268 favoritos). «Prefiero acostumbrarme a mi ausencia que a la tuya». (80 retweets, 198 favoritos). Hay un juego, un reto. Y, aunque muchos de los tweets sean reinterpretaciones de frases ya leídas, ya escuchadas, entre los tweets hay alguna perla que, ni que sea, nos sacará una sonrisa o una afirmación. Y a veces eso basta. A veces eso es más que suficiente. 5
Blog
L&L
http://elpais.com/autor/luis_magrinya/a/
Luis Magrinyà es editor de Alba (Granite & Rainbow lo entrevistó en el número 23). Es también escritor. Es, a mi modo de ver, un poco revolucionario o, cuanto menos, instigador de la revolución. Comenzó su andadura en L&L en eldiario.es. Ahora la continúa en El País. Cuando la primera etapa terminó, lo echamos de menos. Sus textos son frescos, reflexivos, llenos de un conocimiento que no todos los que escriben en secciones como estas tienen o están dispuestos a tener. Hay quienes hablan sin decir absolutamente nada, hay quienes escriben y pasan de puntillas por el texto y por el papel. Internet nos ofrece mil y un recursos, mil y un textos. Mil y un opiniones. Pero L&L piensa. Escribe y piensa. Lee, escribe, piensa, reflexiona, y vuelve a escribir. Y nos habla de libros, de literatura, de una forma nueva. Un aire renovado tan necesario en un ambiente cargado de palabras vacías y discursos clonados. Luis Magrinyà no lo hace. Ni se le ocurre.
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Opinión Pedro Larrañaga
Los últimos días de... la infancia
t Un niño o una niña pueden morir de múltiples maneras. Unas muertes que no tienen por qué implicar el final físico del cuerpo que habitan, que no siempre terminan en un pequeño ataúd blanco salpicado por lágrimas de lluvia antes de ser encerrado en un nicho (¿acaso puede hacer otra cosa el cielo que llorar ante el ataúd de un niño?). No, de hecho, en la gran parte de las muertes de un niño o una niña su corazón no deja de latir, ni siquiera llega a interrumpirse la respiración. Sus ojos, sus labios y sus mejillas no pierden el brillo, pero dejan de ser los de un niño, para convertirse en los de un joven, un adolescente, un adulto o incluso un viejo. Cambian y con esa metamorfosis muere la infancia, sin que haya manera de resucitarla, por mucho que pasemos sentados horas frente a los playmóbil. No, no hay vuelta atrás, cuando muere la infancia ya no entendemos lo que dicen los playmóbil. La muerte de la infancia es imprevisible. Puede llegar en forma de un beso con lengua, de drama personal, de exigencia trágica o simplemente puede desaparecer como un manto de polvo barrido por un paño. Su llegada es inesperada y sólo es posible reconocer su muerte cuando la infancia ya no está. Un minuto antes estaba ahí, en nuestro interior, y al minuto después ya no está. Ya no somos unos niños y llevaremos el luto por la muerte de nuestra infancia durante el resto de la vida. Yo recuerdo perfectamente el día que dejé de ser un niño. Tenía doce años y, aunque hacía ya bastante tiempo que me había aficionado a la lectura, aun leía como un niño, sin saber que todos aquellos libros de “El barco de vapor”, por muy lejos que transcurrieran sus historias, siempre hablaban de mí. Sin embargo, aquel día lo supe, lo aprendí de golpe, como una persiana que cae desde lo alto de la ventana. Un ¡raaass! bien potente y se acabó. Ya no había infancia. Recuerdo que tenía doce años y era la hora de ir a dormir, la hora de meterse en cama, 7
apagar la luz y descansar. Yo ya sabía que al día siguiente había que madrugar, que tenía colegio y todas esas cosas, pero al apagar la luz no había forma de dormir. De hecho, no había forma de mantenerse en la cama. Me levanté y busqué en los cajones, pero hice demasiado ruido y mi madre vino a ver qué pasaba. Por supuesto, tuve que volver a la cama, escuchando reproches y farfullando alguna excusa y varias protestas. La habitación estaba de nuevo a oscuras, pero eso tanto daba. Me levanté otra vez y di finalmente con lo que buscaba: la linterna. Volví entonces a la cama y me cubrí con las sábanas y el edredón. Encendí la linterna y saqué el libro de debajo de la almohada. Los minutos que habían pasado desde que mi madre me obligara a cerrarlo y dejarlo sobre la mesilla hasta que pude volver a abrirlo, armado ya con la linterna, fueron agotadores. Apenas fueron veinte minutos, pero en esos mil doscientos segundos tuve tiempo más que de sobra para sufrir lo mismo que todos los condenados a cien años de soledad. La calma sólo volvió con la letras, con las palabras y las frases. Sólo el reencuentro con Naomi y con Alan pudo quitar la hiel de mis venas. Sólo leer hasta el final “El pájaro amarillo” (Levoy Myron, 1977, Ed. Alfaguara) sirvió para disipar la necesidad instalada en mis células. Leí, leí hasta bien entrada la madrugada y al cerrar el libro lloré. Lloré por Naomi, sepultada de nuevo por un holocausto que se había llevado a golpes a su padre en el París de la Segunda Guerra Mundial, condenado, como otros millones, por el delito de ser judío. Lloré por Alan, que quiso salvarla y vio cómo caía de nuevo por aquel barranco de su psique. Lloré también por aquel niño tumbado junto a mí en la cama, el mismo que tenía mis manos, mi cara y mis ojos, un niño que no podía llorar porque ya estaba muerto. Lloré también por las certezas que traía el final de la infancia, como saber que era imposible volver a leer del modo que lo había hecho hasta toparme con el vuelo de ese pájaro amarillo.
Opinión Verónica Lorenzo
Habló mucho del pasado, y llegué a la conclusión de que quería recuperar algo, cierta idea de sí mismo, quizá, que dependía de su amor a Daisy. Había llevado desde entonces una vida confusa y desordenada, pero si podía volver al punto de partida y revisarlo todo despacio, descubriría qué era lo que buscaba.
De lo ideal y lo real
“El gran Gatsby”. F. Scott Fitzgerald
A veces la lluvia nos impregna de un aceite extraño, que traspasa la piel y alcanza el corazón. Hiere, como hiere la luz de la mañana cuando subimos las persianas, como hiere el café caliente en el primer sorbo, como hieren las palabras. Nuestra misión es protegernos pero, sin estar preparados para el diluvio, salimos de casa sin paraguas. Cuando vi Stockholm (Rodrigo Sorogoyen, 2013) sólo recordaba una de esas mojaduras, de las que aún trato de secarme. Como Ella, yo ya sabía que a Él le esperaba alguien. Como Ella, hice caso omiso a lo que su mirada me contaba pero Él callaba. Como Ella, me convertí en la Otra. Sin embargo, y aquí empiezan nuestras diferencias, Ella se dejó decepcionar al día siguiente y sucumbió al dolor que viene tras la batalla; porque, a lo que sabía, mandó callar y la mañana agrietó la muralla. Yo voy quitando piedra por piedra, hasta que quede nada. Cuando la nada llegue, mis manos callosas recibirán la despedida. No importan los años que pasen, los hombres que ame, las bocas que bese; seguiré custodiando su ausencia. Entregarme cuando ya no quede nada de la muralla que nos separa; cuando lo real y lo ideal no se distingan y el fuego de la libertad se haya prendido entre nuestros cuerpos. Donde hay cenizas, resta el fuego, y las miradas son la mecha que marcará el inicio del fin. Las murallas son las que separan el mundo ideal del real. En el primero nos enamoramos de imágenes, el tiempo corre diferente, la muerte espera, los sentimientos no se combaten, la luz es cálida, nuestros pies nunca enfrían, la verdad ni duele ni ofende. En el mundo ideal estamos el Yo y los Demás. Y, cuando el amor llama a nuestra puerta, habita un Nosotros fuerte y combativo. Pero en el mundo real la imperfección es el mal mayor y presenta guerra contra nosotras. La imperfección erosiona la superficie del ideal y clava la estaca en el núcleo. Corrompe cual virus nuestro sistema de defensa, inutiliza nuestras palabras de acción y desenchufa el corazón. En constante guerra, pretendemos separar los dos mundos, buscar el equilibrio y sobrevivir en ambos. Lo difícil es vivir. En Her (Spike Jonze, 2013), Theodore sigue esperando porque su (ex)mujer le sigue 8
importando, la sigue queriendo. La idea que representa Catherine, los recuerdos seleccionados por su memoria que vuelven una y otra vez a su cabeza, nutren esa realidad: sigue amándola y, en tanto en cuanto la sigue amando, seguirá esperando. He aquí las similitudes: yo, como Theo, sigo esperando, sigo queriendo. Él ya ha sentido todo lo que tenía que sentir, eso creyó, eso creímos, pero conocer a Samantha puso boca abajo toda esa idea, rematando con un “ahora sabemos cómo hacerlo” que suscita esa idea de que no existe una única forma de amar. Sólo debemos aprender a desaprendernos del pasado que impide ver el sol tras la montaña. Del aceite que nos cayó encima. En la idealidad lo real es ponzoña y viceversa. Nuestra misión es encontrar el equilibrio, ese punto en el que el dolor no profundiza ni la sonrisa se apaga. En aquel punto, las caricias, los besos, las miradas, los sonidos, los olores, la luz, armonizan con la eclosión de nuestros mundos. La imagen y la persona que amamos se funden y evolucionan al tiempo, adquiriendo las mismas imperfecciones que antes no veíamos, desamándonos al tiempo. Quizás. ¿Cuánto tarda el amor real en agotarse? Después del amor viene el amor. Encadenamos los cuerpos que agotamos, exprimimos todo su deseo por nuestras caderas. La piel se arruga pero el amor, ¡oh, el amor!, sigue seduciéndonos. Las articulaciones se oxidan pero seguimos necesitando un abrazo mañanero. Los impulsos eléctricos de nuestros nervios se apagan pero seguimos apreciando una mirada electrizante. La verdad no es aquella que se transmite con las palabras, no. Las palabras son servidoras de la mentira, se prestan a la versión de cada uno de los personajes de esta historia. La verdad reside en la mirada, la puerta entre lo real y lo ideal, una extensión donde sólo hay lugar para la nada. Y en la nada no existen segundas lecturas. En la nada el dolor, como su análoga, se siente tal y como es. Nuestros cuerpos reducen el impacto, pero cuando la decepción se hace inevitable, la ponzoña se halla extendida por nuestras partes más secretas, las físicas y las emocionales. Y con ella, la soledad y el fracaso de otra batalla. Tanto en Stockholm como en Her, esto último se hace latente en el principio y en el final. En el diálogo se adivina la batalla que reinician los protagonistas; la lucha entre lo ideal y lo real. La promesa y lo cumplido. La mañana que no llega, el papel que no se firma, el cuerpo que no nos abraza, la presencia que no nos influye más. Y entre esto y lo otro... la nada.
Opinión
Una Odisea
José Braulio Fernández
La Odisea es un poema épico atribuido al poeta griego Homero y narra el regreso a casa de Ulises tras la Guerra de Troya. He conocido a Ulises, a un Ulises, aunque no lo creáis. Y es un joven rebosante de esperanza al que ninguna Penélope espera a su llegada a Ítaca. Decidió marcharse antes de finalizar la guerra para sobrevivirla con una idea en la cabeza: encontrar un lugar mejor, sólo eso. Abandonó a su familia, compuesta de tantos miembros que su marcha se consideró un regalo del cielo, y prometió volver cuando hubiera obtenido lo que buscaba, cargado de regalos para sus hermanos pequeños, muchos, y para las mujeres, para su abuela y su madre, que no encontraban consuelo. Una mañana, junto a otros dos compañeros de viaje que decidieron tomar la misma senda, partió con un hatillo de ropa sobre el hombro, descalzo, los pantalones hechos jirones, la camiseta de un equipo de fútbol enfundada y unas gafas de sol puestas. Caminaron durante días y noches descansando, en las horas del día que el sol más despiadado era, bajo árboles desperdigados a lo largo de su ruta. Transcurrieron varias semanas hasta que llegaron al primer destino, una ciudad polvorienta y bulliciosa en la que nadie miraba a nadie, en la que todos eran extraños, y ellos más. Sintieron deseos de desandar lo andado, presas de un pánico incontrolable a lo desconocido; pero no sucumbieron, la esperanza atenuó las ideas de la retirada, y también la vergüenza de no alcanzar sus metas. La decepción que habrían sentido sus familias fue otro de los motivos que les infundió ánimo, no podían fallarles. Los cantos desde el otro mundo eran tenues aún, pero la imaginación desbordante les dibujaba un destino paradisíaco. No desfallecieron en la ciudad polvorienta y bulliciosa atestada de extraños, superaron la primera etapa y cada vez se acercaban más a Ítaca. Compartieron toda clase de penurias, unidos, ayudándose a recobrar fuerzas en los momentos más delicados y sujetando 9
al miembro desfallecido con las escasas fuerzas que resistían. Caminaban sin cesar, atravesando desiertos, coronando montañas, cruzando ríos. Y no se rindieron. Empujaba con más intensidad su corazón que su cerebro. Los cantos de las sirenas que tiempo atrás apenas se percibían, ahora se escuchaban con nitidez. Perdieron peso y vida, pero ganaron una férrea amistad. Sólo les faltaba un paso estrecho para culminar su proeza. Estudiaron la situación, esperaron pacientemente. Se les unieron más Ulises en busca de su Ítaca, y esperaron pacientemente, todos, sobreviviendo en la inmundicia. Sin embargo, eran dichosos, atrás habían dejado guerras, penurias extremas, olvido, una conciencia de despojos que un pequeño salto podía corregir. Un día, al amanecer, cuando Ítaca apenas se vislumbraba en el horizonte en medio de una turbia calígine, todos ellos juntos treparon la valla de la deshonra y descendieron hacia el otro lado como lágrimas negras, las lágrimas de un continente que llora las fronteras. Fueron recibidos como los pretendientes de Penélope recibieron a su esposo, con soberbia, porque eran pobres y estaban desvalidos. Superaron una barrera, no pudieron superar la siguiente. Había demasiados impedimentos para las escasas fuerzas que les restaban. Retornaron a su inmundo lugar de espera y pacientemente pensaron en la siguiente tentativa. Días después, al amanecer, emprendieron la misma faena. Fueron recibidos con la misma soberbia. Ulises pensó que aquello ya no merecía la pena, si después de aquella odisea no les recibían con los brazos abiertos, prefería regresar antes de perder otra vez la vida. Convencido por sus compañeros, esperó. Una tercera vez, ni una más. Y ocurrió lo mismo, fueron recibidos, si cabe, con mayor soberbia. Tanta, que Ulises se sintió enjaulado. Y lloró. Sus pésimos anfitriones nunca lo supieron, de lo contrario le habrían abierto las puertas de su casa, como él habría hecho. Pensó.
Opinión
hilos que hacen ronronear mi sangre
Ainize Salaberri
Woolf. Adón. Sexton. Barnes. Brontë. Austen. Shelley. McCullers. Fitzgerald. Benson. Akutagawa. Dazai. Wharton. Levi. Waters. Shakespeare. Orwell. Castán. Princesa Inca. Gracia Armendáriz. Repila. Winterson.
no pisotean sino que surcan con delicadeza. Otras veces los provoco, los tenso, los divierto. Y también los beso. Mi unión para con ellos es un surtido de sentimientos que sólo tienen un titular: admiración. Nadie se plantea si los escritores sirven más allá de una novela, o de una serie de novelas, o más allá de una cita que alguien reproduce a lo largo y ancho de internet. Nadie se preocupa de ellos como personajes literarios, a nadie le interesa jugar con ellos. Se usan como inspiración, si acaso, y cuando ésta se consigue se les deja de nuevo a su suerte en páramos desconocidos, en lugares que no han pisado nunca. Y si antes estaban perdidos más lo estarán al verse abandonados. Los escritores son personajes literarios: crean las historias desde dentro e interactúan con sus propias creaciones. Si dicen que quien no ha sufrido no puede escribir sobre el dolor, y apelo aquí a Primo Levi o a Imre Kertész, a Anne Sexton, a Jeanette Winterson y a Akutagawa, tampoco podrían crear universos como los creados, fantasías como las creadas, historias como las contadas, si ellos no se hubiesen involucrado lo suficiente, si ellos no hubiesen formado parte del selecto elenco de personajes.
“La vida era eso, garrapatear en la pared”. Virginia Woolf
A ellos los siento míos. Ellos son escritores importantes de cara al mundo y, en mi intimidad más abismal, ellos, todos y a la vez, son mis personajes preferidos. A ellos recurro cuando me faltan palabras. A ellos los llamo y charlamos. Cada uno me llena un espacio vacío que no sé de dónde ha venido. Es la soledad del escritor que intenta escribir su primera novela. Es la cruzada que emprende un descerebrado más que necesita respirar de las palabras. En la sepultura de ese papel que es blanco se dibuja la furia morada de la inspiración: su inexistencia, mi rabia. Y cada uno de los arriba mencionados me calma las ganas. Ganas de algo. En ese funeral por las palabras caídas en mi combate – lo siento, camaradas–, Woolf es Virginia, Austen es Jane, Sexton es Anne. Siempre primero las damas, my ladies. Edith, Pilar, Sarah. Ellas son las que insuflan fuerza cuando las puntas de los dedos no tiemblan de palabras, cuando el saco de letras está perdido en un bosque de recuerdos maltrechos. Cuando salgo a recoger, bajo una tormenta que parece el fin del mundo, los despojos de otros, los trozos de telas de otros. Mi escritura se convierte entonces en un collage de muchos colores, de muchos estilos, de muchas texturas. Y, de pronto, lo que parecía externo a mí, lo que parecía que mi cuerpo repudiaba, se convierte en algo personal que no quiero soltar. Que tampoco quiero mostrar. La bombona de oxígeno la he encontrado así: rebuscando en las sobras de las palabras de otros.
En la soledad de alguien que escribe una novela –y siempre te dicen: “lee mucho, escribe mucho, lee aún más”– es necesario encontrar consuelo en aquellos que nos han hecho vibrar, que nos han hecho reír o llorar, que nos han hecho literatos. Y acompañarán al escritor en su siguiente cruzada, en su siguiente hazaña: aliviarán el dolor, saciarán la sed. Y mi creación comenzará con la voz de otra, de mi Virginia, que es hoy más mía que nunca, para dar, con suerte, con la mía propia al final del túnel. Los escritores no son sólo un par de frases bien colocadas en el rincón de casa. Son quienes darán sentido a la dura travesía de escribir un libro, de beber de palabras que a veces están envenenadas. Nos miran desde atrás mientras estamos sentados en el escritorio, escribiendo, llorando, rumiando, arrancándonos la piel en busca de vida. Nos miran ellos, los personajes que se esconden detrás del nombre público, y nos acercan la taza de café, o de té, cuando dar con el punto y final de una historia es sentarse en medio de las brasas del infierno. Ser escritor es convertirse, una misma, en personaje. También yo lo soy y por eso ellos están aquí, conmigo. Y no se irán jamás.
Los sostengo sobre mis manos, a todos mis ellos, a Julian, a Iván, a Carson, a Carlos, a Primo, a Juan, mis escritores, mis creadores, mis magos, mis genios, y los hago actuar. A veces los soplo y los chisto: es divertido verlos cabreados, despeinados, muertos de risa sobre mi palma, sobre líneas de destino que 10
Opinión
¡Mama, el femicrime me está molestando!
Fusa Díaz
Parece que algunos todavía no lo han entendido: lo que necesita la mujer de la literatura no es ni discriminación positiva ni nuevos términos para acuñar nuevas maneras de escribir. Lo que necesita es mayor visibilidad. ¿Por qué lo digo? Porque he estado leyendo acerca del femicrime. ¿Y qué es el femicrime? Algunos dicen que son las novelas negras escritas por mujeres. Otros, que las novelas negras que están escritas con —redoble de tambores— actitud femenina. ¿Qué significa esto? ¿Que la novela negra escrita por mujeres es más novela negra por estar escrita por mujeres? ¿Es menos novela negra? ¿Significa esto que la mujer necesita la etiqueta para que no se quede en el olvido? ¿Que un personaje femenino de una novela negra tenga actitud feminista es suficiente para que la novela negra deba llamarse de otro modo? ¿Tan raro es el feminismo? ¿Es raro en la literatura o en la calle? ¿A qué huelen las nubes? Sinceramente, y con todo el respeto hacia aquellos —o peor, aquellas— que han inventado el femicrime para aislar más a la mujer, etiquetarla, manosearla y discriminarla de algún modo, positivo o negativo: el femicrime nos está molestando. ¿O a alguien se le ocurriría hablar de mascucrime cuando el personaje es más bien machista, o cuando el personaje — secundario— femenino sea tratado como objeto sexual? Juraría que no, que el hombre no necesita de inventos para escribir con la libertad que precisa, y que necesita todavía menos que ninguneen su novela con un nombre absurdo que no hace otra cosa que continuar con una separación entre el hombre escritor y la mujer escritora. Que aumente el número de escritoras de novela negra, o incluso que aumenten los personajes femeninos —aunque no son nuevas las femme fatales— debería sorprender, halagar; pero nunca, por favor, hay que etiquetarlo ridículamente. Dicen, advierten que la mujer de la novela negra mata y piensa diferente que el hombre, y entonces de lo que deberíamos hablar es de un cambio en el género, y no en exclusiva de las mujeres. Podríamos incluso haber hablado de femicrime siempre y cuando nos estuviéramos refiriendo a los
personajes, a la temática de las novelas negras: pero simplificar un mayor número de escritoras negras —se entiende— con un nombre es, como poco, desfavorecerlas. De todos modos, no acaba aquí el tema. Busco información sobre el femicrime, busco relaciones, mujeres que hablen de ello, saber de quién es idea este fenómeno, si la prensa necesita escribir sobre algo o realmente hay fundamento, además de mucho fuego artificial femenino y palmaditas en la espalda a esas, pobres mujeres, que les da por escribir novela policíaca. Decido hacer una búsqueda rápida y acabo en las páginas de El País, de cultura —al menos está en cultura—: se habla de Sue Grafton, de Dolores Redondo, de Anna Maria Vilallonga. Se habla de que tras la Segunda Guerra Mundial, y con Freud de telón de fondo, la novela policíaca se hizo un poco más compleja y empezó a incorporar sexualidad y traumas personales: ahí empieza el femicrime, con el sexo y con el trauma. Me interesa y sigo leyendo: En la literatura negra de mujeres hay crímenes de todo tipo, como los casos con que topa la forense Scarpetta de Patricia Cornwell o en los de Sue Grafton, pero en general a las mujeres les interesa más el mecanismo que lleva a alguien a matar o a ser las víctimas, saber el porqué se produce esa violencia y no tanto el detalle de cómo; se busca más el factor psicológico y humano y la reina de eso es Patricia Highsmith, con sus novelas de atmósfera y personajes tan retorcidos como Ripley —dice Vilallonga. Justo cuando estaba a punto de reconciliarme con el femicrime, porque a fin de cuentas, y como consecuencia de una etiqueta boba, se le está dando reconocimiento a la escritora de novela negra; justo cuando empiezo a sentir que debería bajar la guardia, que no todo es un ataque, porque lo que pedía al principio del texto —mayor visibilidad— a veces viene acompañado de un fenómeno con nombre tontorrón; justo cuando casi confío en la bondad del femicrime, miro a un lado de la noticia y veo dos cuadrados de publicidad: uno es de Ausonia; el otro, de Evax. ¡Mamá, el femicrime me está molestando! ¡Dile que pare! 11
Irina C. Salabert es editora de Nocturna. Su trabajo es como el de cualquier otro editor independiente: leer, contratar, edi-
Nocturna Ediciones www.nocturnaediciones.com
tar y promocionar. ¡Y buscar tiempo libre para leer más! n Ainize Salaberri La editorial nació en el 2009, en una época quizás un poco convulsa para crear una editorial, que siempre supone un riesgo. ¿Qué fue lo que te impulsó a crear Nocturna? ¿Cómo han sido estos cuatros años, casi cinco, de edición? ¡Turbulentos! Lo que nos impulsó a crear Nocturna fue pensar que había muchos libros que merecían la pena y, no obstante, en España eran inencontrables. Creo que es un comienzo de lo más usual entre los editores… y, al mismo tiempo, puede ser también un error, porque te lleva a pensar que lo que a ti te interesa va a interesar a los lectores. Luego aprendes que una cosa es la biblioteca
de tu casa y otra, la editorial. ¿Cómo definirías tu editorial? ¿Qué la caracteriza, qué la distingue de las demás? Es el único sello pequeño que compagina la edición de obras muy literarias, a veces minoritarias, con la de libros juveniles, tanto literarios como comerciales. Esta versatilidad se produce en algunas editoriales medianas (Siruela, Salamandra…), pero las pequeñas habitualmente se centran en un único aspecto. A nosotros nos gusta dirigirnos a un público muy variado: ¿qué pueden tener en común el lector de Julien Gracq con el de James Dashner? Nada… Excepto Nocturna.
¿Qué diferencias hay entre la industria editorial de 2009 y la de 2014? ¿Hemos ido a mejor, a peor? ¿Ha cambiado algo? Bueno, oficialmente las ventas durante la crisis han caído más de un 20%, las tiradas han bajado y ha cerrado un centenar de librerías… Con datos así es difícil sacar algo positivo. Lo único bueno que se me ocurre es que también ha menguado la cantidad de títulos publicados. La edición de libros es una suerte de espiral: publicar y no vender, pero publicar más para vender algo. El problema es que en esa vorágine de novedades los libros apenas duran en las librerías. Tu madre es escritora y tu abuelo era traductor. Supongo que estar rodeada de libros te ha influido de una manera muy notoria. ¿Hubieses sido editora de no haber crecido en ese ambiente literario tan marcado? Uy, esa es una buena pregunta para la que no tengo respuesta. Quiero pensar que igualmente hubiera sido lectora, que eso depende de una sensibilidad que también se traduce en la pasión por otras artes, como la pintura o el cine, pero la verdad es que no lo sé. En todo caso, yo decidí crear Nocturna junto con Luis de la Peña, que había sido crítico en Babelia durante más de diez años, porque la herencia que me dejó mi abuelo me lo permitió. Más allá de haber crecido rodeada de libros,
escritores, traductores y editores (que eso sí me ha hecho concebir estas profesiones como algo, cuando menos, natural), de no haber sido por mi abuelo es evidente que ahora no sería editora. Nocturna tiene tres colecciones: Noches Blancas (narrativa), Literatura Mágica (literatura juvenil) y Vidas Contadas (textos biográficos). ¿Existían estas tres colecciones en tu primera concepción de la editorial o fueron surgiendo con el tiempo? ¿Cuál de las tres colecciones funciona mejor? La verdad es que al principio sólo teníamos dos definidas por las franjas de edad: una general y otra juvenil. Sin embargo, cuando diseñamos la cubierta de nuestro primer libro (Diario de un viaje a Rusia, de Lewis Carroll) no caímos en que habíamos metido un elemento en esa colección, como es el perfil del gato de la izquierda, que en el futuro nos iba a generar problemas, en particular con las fotografías y cuadros oscuros o de un primer plano. Con el segundo título nos percatamos y, como ambos eran memorias y diarios, creamos Noches Blancas para la narrativa y nos basamos en diseños de colecciones italianas y alemanas: algo característico, pero que nos concediera libertad. La colección que mejor nos funciona es la juvenil. De todos modos, creo que esto se debe en gran parte a la situación económica actual. En 2011
y 2012 nosotros vendíamos Noches Blancas y Literatura Mágica de forma más o menos igualada, pero en 2013, cuando la crisis golpeó con más fuerza, observamos tanto en las ferias del libro como en las Navidades que la gente compraba menos libros y los que compraba eran juveniles. En 2011 venían padres a la Feria del Libro de Madrid y se llevaban algo para ellos y algo para sus hijos. En 2013 esto dejó de pasar: compraban un libro para sus hijos (con suerte, dos) y nada para ellos. ¿Cuál de las tres colecciones es más complicada? Supongo que la de Literatura Mágica se forma en base a las modas, ¿no? ¿Quizás es esa la que más estudio de mercado necesita? Comercialmente, sí, esa es la más complicada porque requiere un trato asiduo con agentes, estar al tanto de sus clientes y leer sus catálogos de derechos, negociar y pagar más que en otros casos, no dejarse llevar por las modas (¿cómo vas a competir con grandes grupos a la hora de publicar títulos perecederos, cuando tú no vas a poder llenar las mesas a ese nivel y hay otras tropecientas alternativas similares en librerías?)… Tampoco hay subvenciones a la traducción del inglés (y gran parte de los autores de la literatura juvenil que se traduce son estadounidenses), mientras que en la colección de adultos puedes rentabilizar antes un libro, pese a que
lo vendas poco, por esas ayudas. Además, en ocasiones llegar a un libro requiere bastantes intermediarios. Para contratar la novela de Dentro del laberinto antes tuvimos que dar muchísimos pasos con la Jim Henson Company. Les parecía increíble que una editorial española de menos de un año se interesara por la novela de una película de los años ochenta que en inglés sólo se conseguía en subastas. Lo que a mí ahora me parece increíble es que consiguiéramos contratarla. Cada libro es un mundo y también lo es la forma en la que se llega a él. ¿Cómo llegaste tú a Keyserling, Krall, Popescu, Martín Sotelo, James Dashner o Julien Gracq, por mencionar algunos? A Keyserling llegué a través de Olas, en Minúscula. Me entusiasmó su escritura (por haberla leído antes, me recordó a algunos retazos impresionistas de Virginia Woolf en Al faro y Las olas), a Luis le pasó lo mismo y entonces pensamos: si Keyserling sólo tiene una novela traducida al español y hace ya seis años de eso, ¿por qué no sacar las demás? Otros, como Gracq y Krall, nos llegaron por recomendación: el primero, vía el escritor y traductor Julià de Jòdar; el segundo, por recomendación de un amigo, el escritor austriaco Erich Hackl. Nosotros aceptamos manuscritos directamente enviados por los autores,
aunque es una forma más caótica de trabajar y tardamos en responder. Este fue el caso de Martín Sotelo, a quien no conocíamos y contratamos una novela suya. Aunque a algunos editores no les guste trabajar con agentes, para nosotros es la forma más cómoda de evaluar originales, ya que ellos mismos aplican los filtros al conocerte. En Francia los editores representan a sus autores y así contratamos, vía recomendación de Juana [Salabert], a Popescu (su editorial francesa es la que descubrió —y editó siempre— a Julien Gracq). En el caso de Dashner, las agencias que representan a clientes extranjeros envían periódicamente catálogos de derechos que los editores revisamos. A mí en un catálogo para la feria de Fráncfort de 2009 me llamó la atención una trilogía juvenil protagonizada por unos adolescentes que tenían que salir de un laberinto… Se iba a traducir a cinco o seis idiomas y la sinopsis parecía intrigante. La leí un viernes, pasamos oferta el lunes y, poco después de contratarla, se vendieron los derechos cinematográficos. Ahora El corredor del laberinto va por los treinta y pico idiomas, lleva más de 70 semanas en la lista de best sellers del New York Times y su película se estrena en septiembre.
¿Es Keyserling el escritor estrella de la casa? Seis títulos publicados hasta la fecha...
Keyserling es nuestra superestrella minoritaria. Leerle es rodearse de cuadros de Renoir, aunque con un algo de Tissot. Es un escritor capaz de narrar una muerte en una sola frase y acompañarla de imágenes: la luz reflejándose en el entelado de una habitación, el susurro de las cortinas, el olor de la hierba entrando por la ventana… Nos encanta publicar a Keyserling. Hace poco leí un comentario de un lector que decía que rescatar clásicos era una pérdida de tiempo y de dinero porque pueden encontrarse a un click de ratón. ¿Qué le dirías a ese lector? Has rescatado a Dickens, a Keyserling, a Lawrence, y has publicado una maravillosa edición de La dama de las camelias. Otras editoriales están haciendo lo mismo y funciona. ¿A qué crees que se debe ese éxito? Una conversación con ese lector tomaría otros derroteros relacionados con la piratería. En primer lugar, los clásicos se han ganado su derecho a ser editados con frecuencia porque han sobrevivido al paso del tiempo y por eso son clásicos. Libros como David Copperfield o Madame Bovary se leen siempre, y eso genera demanda para las editoriales, que los ofrecen con múltiples alternativas: nuevas traducciones, ediciones anotadas, ilustradas, más
baratas, en cartoné, etc. En segundo lugar, es ingenuo pensar que o bien todos los españoles hablan idiomas (en cuyo caso no se estarían violando los derechos de autor del traductor), o bien todos están dispuestos a emplear su tiempo en buscar y leer Crimen y castigo, por ejemplo, en una mala traducción, llena de erratas, para ahorrarse la ida a la biblioteca o los 10 € que puede costar en bolsillo. Sí, a nosotros también nos han pirateado libros, pero los que más se descarga la gente no son los clásicos, sino los best sellers. Partiendo del argumento de ese lector, podría decirse que lo que es una pérdida de dinero es editar títulos comerciales, pues suponen un elevado coste, no tienen por qué venderse (a diferencia de los long sellers) y también pueden encontrarse a un click de ratón. En una entrevista dijiste que ser editora te ha cambiado la forma de leer. ¿En qué exactamente? ¿Eres capaz de leer un libro quitándote la piel de editora o se queda adherida discretamente? ¿Puedes distanciarte? Bueno, yo lo noto en dos aspectos: los técnicos (aunque no quiera, me fijo en si hay varias particiones seguidas o alguna mal hecha, si han dejado líneas viudas o huérfanas, erratas…) y en los más relativos a la lectura como experiencia. A veces leo un libro que no está editado en español o que se agotó hace muchos años y, pese a que no parta con la idea de publicarlo, lo leo en un estado de alerta, pensando cosas como: «Por esto estaría bien sacarlo, pero eso no me convence, aunque por otro lado…». Es menos relajado, estás siempre a la busca de algo. Al final, ¡noto que estoy de vacaciones cuando leo novelas decimonónicas ya publicadas en España! ¿Hay algo a lo que le hayas perdido el miedo como editora? A abrir por primera nuestros libros.
vez
¿Qué buscabas antes de ser editora como lectora y qué buscas ahora? Libros que mereciesen y merezcan
la pena, independientemente género narrativo.
del
cuentagotas? En España ¿sabemos leer?
¿Qué requisitos debe tener una obra para ser publicada en Nocturna? Para resumir: lo que siempre buscamos en un escritor es que tenga algo que contar y sepa cómo hacerlo. Más allá de eso se puede hablar de lecturas, una voz propia, verosimilitud… También es importante conocer la línea editorial del sello al que se está enviando la obra (y no me refiero sólo a géneros —por ejemplo, nosotros no publicamos microrrelatos—, sino al propio libro; es decir, en nuestra colección de narrativa no encajaría algo tipo Cincuenta sombras de Grey. Eso parece obvio, pero no muchos se lo plantean a la hora de mandar un manuscrito). ¿Ha sido complicado posicionarse en librerías con tanta oferta y tan poca demanda? Complicadísimo, sobre todo de cara a las grandes superficies. Para vender libros juveniles necesitas estar en las grandes superficies y, paradójicamente, es muy difícil entrar de un modo aceptable si no estás vendiendo. Pero los adolescentes compran sobre todo en la Fnac, la Casa del Libro y El Corte Inglés, así que ¿cómo vas a vender bien la colección desde el principio si las grandes superficies empiezan pidiéndote c o n
No sabría decirte. Últimamente veo a más gente que escribe que a gente que lee. De todos modos, para mí uno de los problemas fundamentales es el trato que se da a la literatura en los colegios. No se puede pretender que adolescentes que no han leído a Stevenson o a Sempé disfruten con El sí de las niñas. Y si no disfrutan, ¿cómo van luego a ser lectores? ¿Nos puedes adelantar algo de lo que veremos en los próximos meses en Nocturna? Nuestro último lanzamiento en Noches Blancas antes del verano será La paz de los vencidos, de Jorge Eduardo Benavides, novela que, escrita como un diario, narra las andanzas de un inmigrante peruano afincado en Tenerife justo cuando empieza a trabajar en un salón de máquinas tragaperras. Además de escribir maravillosamente, Benavides posee un talento especial para crear personajes y situaciones; se lo ha comparado mucho con Vargas Llosa, pero para mí La paz de los vencidos tiene una magia cortazariana. En otoño publicaremos Días señalados, de Jens Smærup Sørensen, ¡una novedad sin duda señalada! Y es que en Dinamarca ganó el premio de la crítica y el de los libreros y vendió más de 100.000 ejemplares. La novela se sirve de una aldea, se diría que aislada del mundo, para evidenciar un siglo de cambios en toda Europa. Es muy ambiciosa estilísticamente, como refleja muy bien la traducción de Enrique Bernárdez. En cuanto a la colección juvenil Literatura Mágica, en mayo sacamos la novela Las guerras del agua, de Cameron Stracher, que surge de una pregunta: ¿qué ocurriría si en el futuro no hubiera agua? O si la hubiera, pero no estuviese al alcance de cualquiera. Protagonizada por dos adolescentes que se ven inmersos en un viaje y una búsqueda, la historia versa sobre el calentamiento global. En otoño, por otra parte, publicaremos la precuela de El corredor del laberinto, de James Dashner, tras el estreno de la película.
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Si el baobab hablase
n Verónica Lorenzo Empujar a alguien hacia la libertad no le hace más libre, quitarle las cadenas al preso no era devolverle la libertad, la libertad era la paz. Ken Bugul. “El baobab que enloqueció” Para llegar a mi casa es necesario subir por un parque y esta mañana, volviendo de la biblioteca, lo he visto claro. Mis ojos se dirigieron a la escena que protagonizaban una abuela y su nieta y una pelota azul; una escena cotidiana, por otro lado. Pero era la pelota la que se llevaba mi pensamiento, la que invadió mi casa mental y rescató del recuerdo la imagen de las pelotas caseras con las que jugaban los niños negros, que tantas veces pasan en la televisión, en los informativos, dirigiendo nuestra interpretación a qué felices son con tan poco, para paliar la culpabilidad europea que nos han inculcado desde la cuna. Niños que corren detrás de una pelota vieja, sonriendo, abriendo más sus ojos oscuros, distrayendo nuestra mirada del conjunto de la imagen. Quizás no vemos más allá de sus caras, nos ocultan el paisaje que les rodea. La verdad es una ramera al servicio del poder. La diferencia entre África y los demás continentes, y Europa, es sin ninguna duda el poder de imposición que se ha ejercido. África es una suma de culturas, de tradiciones tan contrarias que la cultura
occidental ha encontrado la grieta por la que penetrar y saciar su ambición. Obviamente, todos los continentes suponen un conjunto de culturas; si tomamos Europa como ejemplo, observamos la Europa del Norte y del Sur, la del Este y la del Oeste, pero todas ellas, a excepción de mínimas diferencias, tienen en común un rasgo nato, una característica intrínseca al hemisferio norte: el individualismo. “Es en Europa donde el individualismo constituye un valor apreciado, y aún más en Norteamérica; en África, el individualismo es sinónimo de desgracia, de maldición. La tradición africana es colectivista, pues sólo dentro de un grupo bien avenido se podía hacer frente a unas adversidades de la naturaleza que no paraban de aumentar. Y una de las condiciones de la supervivencia del grupo consiste precisamente en compartir con otros hasta la cosa más insignificante.” (Kapuściński, 2004) Y dentro de su colectividad existen tribus, religiones, tradiciones que nada tienen que ver unas con otras, aunque compartan el mismo territorio. Me contaba un profesor egipcio de danza del
vientre, a raíz de explicar someramente los problemas de su país de origen, que el mayor problema eran las diferencias culturales dentro del territorio egipcio: egipcios, nubios, beduinos, bereberes, gitanos, beja y otras minorías étnicas conviven, y no siempre en armonía. Y cada uno de estos pueblos tienen su propia mentalidad, su propia forma de vivir, que entra en disputa con el pueblo de al lado. ¿Qué importa el territorio que los unifica cuando la cultura los diferencia de una forma tan radical? He ahí el error, el pensar África como continente, como conjunto de países. No hay conjunto, no hay unidad, sólo un fuerte lazo con las tradiciones que hace difícil la sumisión al poder de estos habitantes. Tras la “colonización” de los grandes imperios europeos, éstos fueron abandonando los territorios que se habían repartido cual pastel de boda una vez que se vieron vencidos por la fiebre de la independencia. Una fiebre que ya habían experimentado en el continente americano. Pero esta vez los restos que dejaron a la población autóctona eran restos débiles, malas costumbres heredados de las personas “civilizadas”. “La burocracia colonial llevaba una vida realmente estupenda. Y he aquí que de la noche a la mañana los habitantes de la colonia obtienen la independencia. Se hace cargo de un Estado colonial organizado. Incluso se esfuerza para que en él nada cambie, pues ese Estado otorga a los burócratas unos privilegios fantásticos a los que los nuevos dueños, naturalmente, no quieren renunciar, ayer pobres y humillados, hoy ya son unos elegidos: ocupan altos puestos y tienen llena la bolsa. Este origen colonial del Estado africano […] hizo que la lucha por el poder en el África independiente cobrase enseguida un carácter extraordinariamente feroz y despiadado.” (Kapuściński, 2004) Las personas “civilizadas”, los occidentales, convencidos de su gran e importante labor evangelizadora o en nombre del progreso y la modernidad, “salvadores” de África, llegaban con sus prejuicios, con su soberbia y decidían remodelar a aquellas sociedades en las que habían aterrizado a su imagen y semejanza, o de alguna manera en la que podían controlar a aquellos “salvajes” y corruptos. “El señor Green era bien conocido por no tener pelos en la lengua […]. —El africano es corrupto hasta la médula. […] —Son todos corruptos —repitió el señor Green—. Yo estoy a favor de la igualdad y todo eso. De hecho, odiaría vivir en Sudáfrica. Pero la igualdad no cambia los hechos. —¿Qué hechos? —preguntó el tipo del Instituto Británico, recién llegado al país. […] —El hecho es que desde el principio de los tiempos el africano ha sido víctima del peor clima del mundo y de todas las enfermedades imaginables. No se le puede culpar por ello. Pero esto le ha socavado física y mentalmente. Le hemos traído la educación europea. Pero ¿de qué le sirve?” (Achebe, 2010) Y quien dice prejuicios occidentales también entre ellos, como bien refleja Dambudzo Marechera: “Las negras de Oxford, ya fueran africanas, antillanas o estadounidenses, despreciaban a los que veníamos de Rodesia. Después de todo, aún no habíamos conseguido la independencia. Además, los periódicos decían que siempre andábamos discutiendo entre nosotros. Y había muchas otras razones que las negras querían creer.” (Marechera, 2014)
Las guerras civiles que se desataron a lo largo y ancho del continente trajeron consigo dictaduras sádicas, como las que refleja Binyavanga Wainaina en Algún día escribiré sobre África: “Idi Amin está matando gente y echándolos a los cocodrilos. El Nilo está abarrotado de cadáveres. […] Mary es de Buganda. Vino a Kenia huyendo de Amin. Mucha gente viene a Kenia huyendo de Amin. […] Kenia es una nación que ama la paz.” (Wainaina, 2013) Aunque éstas contaban (y cuentan) con el apoyo de las fuerzas del hemisferio norte, a conveniencia. En el caso de Somalia, cuando estuvo bajo la dictadura de Siad Barre, el Afwayne (Bocagrande), el país se sometió al poder de la Unión Soviética, con un partido único, un sindicato único, una organización de mujeres y grupos de jóvenes. Y el grupo de rebeldes exiliados fueron financiados por el gobierno etíope, dirigido por Mengistu que, en palabras de Ayaan Hirsi Ali, “era un dictador tan o más cruel que Siad Barre, pero le satisfacía financiar a los enemigos de éste.” (Hirsi Ali, 2007) África se llena de dolor, de sangre, de desencuentros, que se regocijan en las heridas abiertas de la intelectualidad africana; porque mejor no nos preguntamos por el pueblo, viviendo en esas condiciones de miseria y polvo e infierno húmedo. ¿Cómo pueden vivir así?, nos preguntamos. Los ves en televisión, sonriendo, corriendo tras una pelota; pero después ves aquellas imágenes de bebés, cachorros humanos, hinchados de hambre, viviendo en una tierra seca, donde toda ayuda humanitaria se la quedan los que ostentan el poder para venderlo. Imágenes que riegan el campo de cultivo de la culpabilidad del blanco, realidades que provocan impotencia en una. ¿Cómo ayudarles? ¿Cómo callar la culpabilidad que aceptamos de algo que nosotros, en tiempo presente, no hemos provocado, ni hecho, ni defendemos? En la contraposición África/Europa, entra también una dimensión personal, íntima. Las novelas de Ken Bugul reflejan desde un punto de vista muy personal el contraste de las relaciones humanas de ambos continentes. Habiendo vivido en Europa, de pronto necesita regresar a sus orígenes, volver a ser ella misma, recuperar su propia identidad en su hábitat natural. “Cómo lamentaba haber querido ser otra cosa, una persona casi irreal, ausente de sus orígenes, haber sido arrastrada, influida, engañada, haber representado el papel de la mujer emancipada, considerada moderna, haber querido creer en ello, haber pasado por alto algunas cosas, haber perdido el tren de la vida quizás. Porque me habían pedido que renunciara a lo que era, cuando habría tenido que seguir siendo yo misma y abrirme mejor a la modernidad.” (Bugul, 2005) Ella procede de un lugar donde la poligamia es aceptado socialmente, ha crecido con ella, y supone un trauma para ella adaptarse a las relaciones amorosas europeas, donde lo tradicional es la monogamia, la entrega total a una única persona, recortando quizás así la libertad personal. En El baobab que enloqueció nos cuenta su aventura europea, mientras que en Riwan o el camino de arena regresa a su hábitat natural, con los suyos y reflexiona sobre sus experiencias. En su progreso en el camino del amor, Ken encontró la paz que ansiaba, el lugar que le pertenecía; donde en Occidente se hallaba sin ambiciones, sin metas, sin deseos, por falta de lazos, en África se encontró a ella misma en la generosidad hacia el hombre: “Me di cuenta de que hombre no era un objeto que había que poseer sino un interlocutor, alguien con quien era posible ponerse a prueba. El hombre
era múltiple a causa de su naturaleza, por lo tanto podía servir de forma ilimitada. Así pues, nosotras, las mueres, debíamos tener una relación multidimensional con él. Convirtámoslo en un amigo, un amante, un marido, un niño, un hermano, un confidente. No lo confinemos a ese papel limitado que le ahogaba y nos hacía prescindir de tantas cosas.” (Bugul, 2005) Ken Bugul, no confundamos, se declara feminista al tiempo que deconstruye el feminismo europeo, defendiendo las tradiciones de su lugar de origen y contrastándolas con las occidentales. El pasado tiene una fuerte influencia en el presenta y garantiza la continuidad de su identidad. Nos hace cuestionar a través de su literatura si Occidente defiende realmente a las mujeres o las pone directamente en primera fila de la batalla para que mueran rápidamente. ¿Es el feminismo de hoy en día el de aquel entonces, el de las primeras olas? ¿Se defiende la igualdad entre hombres y mujeres o la supremacía de la mujer? Ciertos discursos confunden al pueblo y hacen un flaco favor a los que defendemos los propósitos de aquellas primeras feministas, las sufragistas, las que acercaron la educación a las mujeres analfabetas, hambrientas de conocimientos, que buscaban su independencia y autosuficiencia. ¿Es esto lo que se defiende? Bugul critica, y además fuertemente, que en Occidente la mujer es rival de la mujer, todo lo contrario que en África, donde las mujeres son cómplices entre ellas. “Las mujeres se odian, sienten celos las unas de las otras, se envidian, se rehuyen. Ignoran que no existen las mujeres, que sólo está la Mujer. Tendrían que encontrarse, conocerse impregnarse. Tienen cosas que decirse, ya que todas son iguales. Liberarse no es apartarse de sus símiles para buscar la amistad, la compañía del hombre. Allí en el pueblo las mujeres se daban consejos, se sinceraban, vivían juntas.” (Bugul, 2001) Obviamente no todo es un camino de rosas para ellas ni para nadie, pero parten de un cultura donde ninguna persona se encontrará sola, parten de una sociedad donde todo, absolutamente todo, se comparte, mismo la soledad, de existir. “En este país, los enfermos están solos, los minusválidos solos, los niños solos, los viejos solos, a pesar de tratarse de las etapas más ricas de la vida humana. Allí, todos están integrados, los incluyen, los rodean; todos conviven.” (Bugul, 2001) Cualquiera pudiera pensar que nos presentan una África ideal, pero podemos leer a Ken Bugul, Ayaan Hirsi Ali, Chinua Achebe, J.M. Coetzee, Ngũgĩ wa Thiong’o, Grace Ogot, Binyavanga Wainaina, Yvonne Adhiambo Owuor, N.K. Read, Stanley Gazemba, Chimamanda Ngozi Adichie, Aminatta Forna, Maaza Mengiste, Léonora Miano, Laila Lalami, Chika Unigwe, etc., y contrastar lo que dicen, leer entre líneas, dejarnos llevar por ese modo de narrar tan particular. África como tal no existe, solo es un conjunto de sociedades distintas, de culturas asombrosas que, para apreciarlas bien, debemos quitarnos la máscara de occidental, deshacernos de la soberbia occidental. No somos responsables de África, no nuestra generación. No somos sus salvadores, estas personas no nos necesitan más que nosotras necesitamos de ellas. No todo es blanco o negro, si se me permite la expresión. Los matices son importantes y el respeto cultural
mucho más. Obviamente podemos estar en contra de costumbres como la ablación o los métodos de castigo, en tanto en cuanto estas suponen un riesgo para la superviviencia de las personas. Pero, ¿por qué prohibir la poligamia o la poliandria, por ejemplo? ¿Por qué suponemos que esta es una representación más de la sumisión de la mujer? ¿Alguien se ha molestado en preguntarle cómo se sienten ellas al respecto? En casos como los que presenta Chinua Achebe en Todo se desmorona, donde Okonkwo maltrata a sus mujeres, es algo diferente, porque no es culpa de la poligamia, sino de la agresividad que domina al marido. La violencia doméstica es una realidad aquí y allí, un traslado del campo de batalla al hogar. Nadie está preparada para enfrentarse al enemigo que habita en nuestra casa. “Sin más argumentos Okonkwo le dio una buena paliza y la dejó llorando con su única hija. Ninguna de las otras esposas osó intervenir, salvo para decir de vez en cuando tímidamente: «Ya basta, Okonkwo», desde una distancia prudente.” (Achebe, 1998) No nos salva el imperialismo, ni el sentimiento de culpabilidad por tantos siglos de sufrimiento, nada. No es eso. El mejor remedio, si lo es, es la visibilización de que en África hay una tradición literaria oral y escrita, es leer sus obras, reflexionar sobre ellas y construir una pelota con la que jugar. No sólo hay literatura anglosajona o gala o hispanoamericana. Debemos ver más allá del horizonte que nos han marcado, rebelarnos a la literatura prescrita, a los cánones y naufragar, dejarnos llevar por las corrientes sin subirnos a ninguna tabla. Buscarnos en otras páginas, pues aquellas otras ya sabemos que casi nos realizan como lectoras. Por ello, quisiera rematar con estas últimas líneas: “Se piensa que la mayoría de los escritores de África […] están en conflicto con los gobiernos. Hasta tal punto que los gobiernos africanos tienden, de manera automática, a poner en entredicho la lealtad de los escritores. Nos bombardean constantemente con la idea de que un escritor siempre tiene que ser positivo. Un escritor forma parte de la sociedad, se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor, ve la pobreza a diario. ¿Cómo puede encubrir la pobreza?” (Marechera, 2014)
Hablo de: Achebe, Chinua. 2010. Me alegraría de otra muerte. [trad.] Marta Sofía López Rodríguez. Barcelona : DeBolsillo, 2010. —. 1998. Todo se desmorona. [trad.] José Manuel Álvarez Flórez. Barcelona : Ediciones del Bronce, 1998. Bugul, Ken. 2001. El baobab que enloqueció. [trad.] Sonia Martín Pérez. Madrid : Zanzibar, 2001. —. 2005. Riwan o El camino de arena. [trad.] Nuria Viver Barri. Madrid : Zanzíbar, 2005. Hirsi Ali, Ayaan. 2007. Infiel. [trad.] Sergio Pawlowsky. Barcelona : Debolsillo, 2007. Kapuściński, Ryszard. 2004. Ébano. [trad.] Agata Orzeszek. 12ª ed. Barcelona : Anagrama, 2004. Marechera, Dambudzo. 2014. La casa del hambre. [trad.] María R. Fernández Ruiz. Barcelona : Sajalín, 2014. Wainaina, Binyavanga. 2013. Algún día escribiré sobre África. [trad.] Jesús Gómez Gutiérrez. Barcelona : Sexto Piso, 2013.
B r e v e s
Un viaje a la India, Gonçalo M. Tavares (Seix Barral) PABLO TINTOR
«No hay que llegar primero, pero hay que saber llegar». Así describe José Alfredo Jiménez su idea de camino. Supo apreciar que las metas nos obsesionan más que el propio camino que nos conduce a alcanzarlas. Ninguna meta tiene sentido sin el recorrido que nos conduce hasta ella. Todo se reduce a un punto fijo en el horizonte. Sí, debes rendirte a la vida, «o rápidamente a la muerte», no hay una tercera opción. Y si te rindes al hecho de estar vivo, tienes que avanzar. Estás hecho para ir de un punto a otro, como una línea. Obedeces a eso de lo que estás hecho y a eso para lo que estás hecho. En medio de un recorrido, ni se está al principio ni se está al final. Y, como definición, eso basta. Un viaje a la India más que una novela es una reflexión sobre el camino y todo aquello que aprendemos (o no) durante su recorrido. Tavares describe el camino de un héroe moderno que bien podría ser cualquiera de nosotros. Un tipo que huye de su pasado tratando de dar sentido a su presente intentando encontrarse a sí mismo en su odisea particular. Un viaje construido en verso y dividido en diez cantos cimentados sobre aforismos que el autor emplea para incitar al lector a reflexionar a medida que lo hace nuestro pequeño héroe moderno (su nombre es lo de menos). El resultado obtenido es una gran epopeya adaptada a los tiempos que corren. La épica de este viaje reside en la cotidianidad de los personajes y los hechos. El héroe moderno se convierte en una persona común, en un mundo común. Su búsqueda podría ser la de cualquiera de nosotros. Todos somos un pequeño héroe moderno a la vez que una mota de polvo imperceptible en el conjunto de la Humanidad. Ahí reside la épica en esta historia: en cambiar los roles propios de las grandes gestas y adaptarlos al mundo moderno convirtiendo la reflexión en un acto heroico. Tenéis ante vuestros ojos la primera gran epopeya moderna, donde la reflexión prima sobre la acción y todos nos convertimos en partícipes de ese viaje cuyo destino es sólo una excusa para emprenderlo. ¿Dónde nos paramos? Sólo los sepultureros lo saben. Pero no hay que morir para parar ligeramente; con los viajes, por ejemplo, y en éste en particular, se muere un poco cuando se llega a un sitio, y también se muere un poco cuando se parte.
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er lab Sa
ri, página 74
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Orland@
Un lector machista saldrá malparado del combate con Orlando, una de las obras maestras de una Virginia Woolf cuyos intereses feministas guardan para este crítico una importante lección.
n Miguel Alcázar Parecía que más o menos había pasado la prueba de mi primer artículo en Granite & Rainbow —sobre Bret Easton Ellis, autor agradecido que siempre da que hablar, para bien o para mal— cuando a eso de un veintisiete de enero la directora de la revista nos escribe a los colaboradores para comunicarnos su feliz idea de «dedicar un número a las mujeres escritoras», sucediéndose a continuación en mi sistema nervioso diversos estados emocionales (por orden: pánico, estrés y nerviosismo) que en nada benefician la frescura intelectual de un comentarista de libros que se encuentre en situación de escoger lectura(s) de la(s) que escribir en una publicación. ¿Que por qué me entró el tembleque? ¿Que por qué tal canguelo ante una propuesta tan sana y natural en un 2014 que ha sido apodado por muchos como «el año de las mujeres»? Porque —y aquí viene la frase que la señora Salaberri debería censurar para salvaguardar el honor de su revista y la percepción social de este cada día más idiotizado crítico— yo, Miguel Alcázar, soy un lector machista. Definiendo la RAE al machismo como la «actitud de prepotencia de los varones respecto a las mujeres» suena un poco heavy la aplicación de un término tan detestable a un ámbito tan amable como puede (pare)ser el del receptor de literatura, pero ¿acaso no es machista no contar con ninguna obra escrita por mujer entre tus libros favoritos de todos los tiempos? ¿Acaso no es (super)machista el hecho de que de sesenta libros leídos en 2013 —sé que son pocos, pero el mundo real también estuvo precioso el año pasado: prueben a darse una vuelta por él de vez en cuando— solo figuren seis paridos por manos femeninas? ¿No es machista el no saber nombrar el apellido de diez escritoras sobresalientes del siglo XX sin pararse a pensárselo un rato; de cinco jóvenes promesas literarias que hayan echado a andar en el XXI? Bien y por supuesto: antes que una actitud machista eso es incultura pura y dura, pero ¿puede existir la una sin la otra? Nada, que no: que soy un lector machista y ¿saben? Todo apunta a que no soy el único, sirva el dato —sacado de una infografía más o menos fiable que circulaba recientemente por la red— de que las probabilidades de que un hombre se lea una novela se multiplican por diez si el protagonista de esta es de su mismo sexo. Entonces: ¿qué lectura escoger para un especial sobre literatura escrita por mujeres si eres un lector —aunque ahora religiosamente renacido, lo juro— con un historial machista? Mi cerebro se puso en marcha y, tras desechar rápidamente a la primera autora que me vino a la cabeza (la Highsmith, escritora de género negro y probablemente la más leída por tíos del siglo XX: ¡a todas luces trampa!), acepté derrotado
la segunda opción, también facilona al tratarse esta de una Virginia Woolf a la que uno suele ver nombrada más como adalid del feminismo del siglo XX (debido en gran parte a Una habitación propia, ensayo de 1929 que presupongo excelente a través del cual la escritora inglesa aboga por contraatacar una historia de la literatura de clarísimo carácter patriarcal) que como una de las mentes literarias más brillantes —sin necesidad de suscribirla a una u otra corriente de pensamiento, a uno u otro sexo— de la historia de la literatura inglesa, a la altura en el siglo XX de su admirado James Joyce y autora de obras maestras como La señora Dalloway, novela modernista que recuerdo leer con atónita pasión en la universidad hace unos años. Así pues, y aprovechando que la editorial Lumen continúa la reivindicación de esta autora a través de la Biblioteca Virginia Woolf, me decidí por escribir sobre su Orlando, cuya traducción en español cuenta con el valor añadido de ser obra de Borges, aunque este dijera en diversas entrevistas que en realidad la novela había sido traducida por su madre y que él solo se había limitado a ayudarla (!). «Él —porque no cabía duda sobre su sexo» son las primeras ocho palabras que nos encontramos al arrancar Orlando, refiriéndose estas a un protagonista de la obra cuyo nombre —versión italiana del que aquí llamaríamos Roldán— también deja pocas dudas sobre su masculinidad al recordarnos, Wikipedia mediante, a tocayos literarios tan varoniles como los Orlandos épicos de Matteo Maria Boiardo y Ludovico Ariosto o al caballeroso Orlando shakesperiano de Como gustéis. Por si fuera poco, se nos explica que Orlando se halla «acometiendo la cabeza de un moro», con lo cual el lector machista se alegra de la elección de una lectura que promete derrochar tanta testosterona como una película de Vin Diesel dirigida por Sylvester Stallone. Después la cosa no para de mejorar: Orlando se nos descubre como un ligón de tomo y lomo (capaz de enamorar a cortesanas, princesas y hasta a la mismísima —y supuestamente virginal— reina Isabel I, que cae rendida ante la belleza de nuestro protagonista) y gran fecundador de obras literarias (antes de cumplir los veinticinco ya ha escrito «unas cuarenta y siete comedias, historias, novelas, poemas»), derroteros que hacen preguntarse al lector machista que a qué tanta fama de feminista para la Woolf hasta que esta, como si nos oyera, contesta con un as en la manga destinado a convertirse en la principal anécdota de un libro cuya contraportada nunca figurará sin este dato argumental: un buen día, tras ser visitado por la Modestia, la Pureza y la Castidad en surrealista trinidad, el gallito de Orlando se nos descubre como, agárrense los machos, mujer.
Sí, como lo leen, a partir de la página 124 según la edición de Lumen Orlando pasa a ser mujer. La narradora de la novela (a todas luces una Virginia Woolf que desde su siglo XX no duda en hacer referencias, por ejemplo, a su propia editorial, Hogarth Press) nos explica que su personaje «fue varón hasta los treinta años; entonces se volvió mujer» y también nos descubre su escaso interés en tratar los temas del sexo y la sexualidad. Entonces, cabe preguntarse, ¿para qué le sirve este personaje, transexual por la gracia de su ficción? Pues principalmente para la denuncia —a través del humor, costumbre típica entre los más grandes— de tres graves problemas que venían asolando históricamente a Inglaterra y a cualquier país de este planeta con currículum tan machista: la posición subyacente de las mujeres respecto al sexo débil, la estupidez de las convenciones sexistas y la difícil situación que suponía hasta hace poco querer ser juntaletras y tener la desventaja de contar con un buen par de ovarios. Lo primero, que es lo más evidente, lo critica Woolf con unas tremendísimas y misóginas afirmaciones por parte de los personajes (algunas en boca del propio Orlando antes de su cambio de sexo) por las cuales una mujer no «puede retener propiedad alguna», «no tiene deseos», no tiene más vida que «una sucesión de partos» y, en resumidas cuentas, no es nadie sin un varón a su lado que la haga resaltar (el biógrafo de la novela se encuentra en problemas cuando Orlando, ya mujer, pasa el tiempo escribiendo, pues la vida de una fémina solo tiene sentido de ser contada y vivida cuando esta se centra en el amor hacia un hombre). El reparto de actividades y posturas sociales entre mujeres y hombres es también tema de mofa woolfiana, que encuentra en su transexual protagonista un perfecto vehículo para denunciar la fortuita sandez que es siempre posible hallar en el hecho de que unos juguemos en la infancia con muñecos G. I. Joe y otras con Barbies de las más variopintas profesiones (así, en Orlando los primeros pasos como mujer del protagonista son hilarantes, pues en todo momento tiene que descubrir «al fin, lo que en otras circunstancias le hubieran enseñado desde niña: es decir, las responsabilidades sagradas de la mujer»). La tercera denuncia que tiene lugar en Orlando —sobre la dificultad de ser escritora, que hay que recordároslo todo— tiene que ver con la parte más metaliteraria de la novela (que, supongo, sería la que más interesaría al amigo Jorge Luis) y es caso conocido si nos fijamos en cualquier listado de premiados en concursos literarios de peso: «Una marsopa en un puesto de pescado atraía más la atención que una dama que había ganado un premio» es una de las contundentes y graciosas frases que se dan en Orlando para explicar que si ¿en el pasado? se tenía ambición literaria era mucho más rentable gastar bigote que maquillaje, lo cual no le impidió a una escritora de la talla de Virginia Woolf hacerse destacar gracias a su excelente prosa y así poder regalar al mundo obras como esta novela, capaces de criticar desde la maestría literaria un mundo machista en el que casos como el de su triunfo han sido siempre la excepción y no parte de una muy necesaria regla. La obra maestra que es Orlando, por supuesto, ofrece muchas más lecturas que la basada en el punto de mira feminista (su canto de amor a la literatura, por ejemplo, es igual de relevante que el que destina a las mujeres), pero yo no he podido leerme la novela sin tomarme la experiencia como una clara contestación a mi dolorida y —recién descubierta, tan— machista conciencia lectora. Y ¿sabéis? Qué mejor que la lección te la dé una autora tan sobresaliente como Virginia Woolf, la cual sin duda alguna ha ganado el combate entre un lector tan limitado como yo y una novela tan excelente como la suya, inaugurando con su hechizo literario una larga lista de libros escritos por mujeres que, prometo, me harán buena compañía en este 2014.
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Montserrat Roig: El testimonio vigente de nuestra posguerra Guiomar Quintana Suárez http://definitely-ecno.blogspot.com.es @GQ_72
España suele observar su reflejo en arroyos, estanques y ríos. A veces a la orilla del mar. Normalmente no le gusta lo que ve, pero cuando las aguas que le devuelven la imagen no son siempre cristalinas o iguales a la forma que sobre ellas se asoma, las conclusiones resultan poco precisas e innumerables. Es por este motivo que al final, no sirven de ayuda ni de guía, ni de cristal sincero que muestre la verdad. Para eso se creó el esperpento y la tragicomedia, para eso están el poeta y el escritor, el pintor, el músico, y la pluma de Montserrat Roig.
n Guiomar Quintana Suárez En la que era también mi casa, antes de que me fuera, siempre hubo un lugar que consideré favorito por encima de cualquier otro. Se trataba de un mueble cargado de estanterías que llenaba con libros su espacio y mi imaginación. Es difícil entenderlo si no lo has vivido, pero hay dorsos que invitan a ser tocados y hay historias que sólo existen para ser bebidas. Allí tenían mis padres, entre una obra de Torcuato Luca de Tena y otra de José Luis Martín Vigil, un libro que muchas veces acuné entre mis manos, pero cuya lectura retrasé hasta el verano pasado cuando me percaté de que, habiendo cumplido los diecinueve, era el momento de seguir un consejo que mi madre venía años dándome. Y como yo ya me había ido, dos cuestiones me empaparon los huesos: la vigencia de “Tiempo de Cerezas” y la pasión de Montserrat Roig, un tremendo regalo para la historia de España que hemos dejado de apreciar.
Todo lo que esté conectado con un pasado, sea cual sea, es relevante Ella era de 1946 y un cáncer se la llevó en 1991. Su visión se cernió, a lo largo de su obra, sobre lo ocurrido y sobre lo que se hereda, sobre lo que queda y lo que se trasmite. Sobre la influencia de los periodos de guerra en aquellos que venimos detrás. Quería capturar el tiempo y eternizarlo a lo largo de las palabras mientras funcionaba como testigo infalible e indirecto, mientras probaba la interdependencia de todos con todo; que nada sucede de forma aislada, tampoco sus libros, tampoco la literatura, tampoco tú o yo. Tres problemas fundamentales tuvo: escribir en catalán, ser tachada de periodista (que lo era), y ser mujer. Tres problemas que yo siempre observaré como méritos: escribir en catalán y conseguir que tus letras tengan peso a nivel nacional, ser periodista y, por lo tanto, involucrarte, interesarte, preocuparte, saber separar una cosa de la otra… Y ser mujer. Era mujer. Una gran entrevistadora para la que escribir era una necesidad, una continua búsqueda de lo que supone existir, de lo que implica estar y sentirse viva, de contribuir y mostrar. Dotada de una convicción moral, de cierta ironía y de un sentido de la memoria extraordinario, no vivió la Guerra Civil Española ni la Segunda Guerra Mundial, pero plasmó los tiempos refractarios de estos dos grandes conflictos y la afección que supuso para aquellas generaciones posteriores, incluida la mía. Aunque siempre había algún tipo de peso político en lo que hacía, abordó temas como el holocausto, a través de la crónica, sin faltar a la realidad o la conciencia. Su narrativa es de un valor incalculable y constituye, hoy, un espejo social de los años 70. Su nombre se encuentra dentro del conjunto de papeles históricos asumidos por mujeres en la España del siglo XX, donde la pura y mágica verdad de las letras queda libre de interpretaciones por constituir una manera de interpretar en sí misma.
Para querer que algo vuelva, hay que tener fe en que llegará Han pasado casi veintitrés años desde su muerte, treinta y siete desde que puso por escrito, en palabras de Natalia Miralpeix, que el tiempo de cerezas no volvería porque a los españoles les daba miedo mirar hacia delante, ser optimistas, pensar en un mañana mejor. En términos más existencialistas, que quienes tenían valor para buscarlo sabían que no lo iban a encontrar sino enlatado, como algo que perdieron de vista una vez y que no podrían recuperar. Las
cerezas únicamente son posibles dentro del recuerdo primaveral de un momento que se perdió. Son la fruta del fin de la ingenuidad, la mordida que abre los ojos, el enroque de una anciana que sólo sabe suspirar. Cargado de añoranza y melancolía, el tiempo de cerezas es el tiempo de atrás, el hilvanado y fijado, al que se rebobina, ya en la edad adulta, para saber quién eres o qué fuiste, qué sucedió, qué te condujo hasta este o aquel lugar, qué dejaste por el camino. Un relato que germina en el ancla que marca a quien se va para regresar después, un relato que me recordó algo que yo había aprendido hacía unos meses. Que cuando te vas, todo es exactamente igual al volver aunque las cosas no sigan estando donde las dejaste ni haya nadie esperando a que regreses. Que, paradójicamente, la vida no se para pero se queda congelada para siempre.
Lo malo de las fisuras sociales es que se camuflan; tienen tonalidades oscuras y juegan con las sombras La familia Miralpeix poco tiene de particular. Natalia sale con un comunista y se queda embarazada, y por el aborto le cobran cuatro mil pesetas. En la que se suponía que era una época de apertura, de faldas y liberación, su padre, lector de “La Vanguardia”, decide que ese comportamiento es intolerable. Así se queda, sola, sin dinero, sin ayuda, con una maleta bajo el brazo. La niña se había ido y Judit y Joan Miralpeix sentían culpabilidad, sabían que las cosas habían cambiado para siempre. La familia Miralpeix recoge todas las vertientes: el miedo a una nueva etapa, la represión, las convenciones, la transgresión, la preocupación por lo superfluo, el amor, la profundidad, el rencor, la sexualidad, la libertad, el matrimonio, el analfabetismo, la autenticidad. Es un canto a la feminidad, a la decisión, al poder de la mujer sobre su propio destino, sobre su propia vida. Una batalla contra la epidemia patriarcal. Montserrat Roig nos introduce en la grieta social española fundamental, la que perdura y persiste como parásito que se aprovecha de lo malo para continuar. Nos hunde en el abismo al que se enfrentan sus personajes, nos envuelve en un debate interno que es vital lidiar para saber por qué somos, históricamente, y cuándo dejamos de serlo. ¿Que de qué trata la vida? Ella te diría lo siguiente: “Trata de lo de siempre, de la huida. ¿La huida? Sí, ahora está de moda en literatura. Nuestros jóvenes huyen. (…) Nuestros novelistas huyen a Europa. Algunas veces lo hacen desde casa, con folletos de agencias de viajes. (…) Algunos han ido a Venecia a pasar allí quince días. Entonces, no huyen. No, escriben sobre la huida.” Eso es lo que hacemos, aquí, en España, siendo españoles. Irnos para coger perspectiva, para sufrir lo que es la pérdida, para medir, para aprender, para poder sentir compasión, empatía, pena. Para lograr que nos importe, para saber que hemos perdido toda fe, toda esperanza. Una valoración propia de Larra, Ortega y Gasset o Unamuno, llevada a cabo por una mujer a la que pocos recuerdan. Mujer sobre la cual hay poco escrito. Mujer sobre la que, en castellano, no hay prácticamente nada escrito. Mujer cuyos trabajos resulta difícil encontrar ahora, que hace falta una luz entre tanta crisis de identidad. Mujer silenciada que, como Margarita Xirgu, María Luz Morales, Zenobia Camprubí, Victoria Kent, María Goyri o Carmen Laforet, cambió la Historia. Por eso, sé que cuando me encuentre en el último tercio de mi vida, haya escrito sobre la huida, y vuelva a colocarme delante de esa estantería que se encuentra en el lugar favorito de la que antes era mi casa, cuando mis ojos encuentren el dorso gris de aquel libro amarillento, diré mentalmente mientras asiento: “Gracias”.
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Annemarie Schwarzenbach
MUERTE EN PERSIA Laura Bordonaba
Como ella misma definió, este “diario impersonal” que es Muerte en Persia nos llevará a conocer la esencia de una escritora única, de una sensibilidad exquisita, a la que ya no podremos abandonar jamás, subyugados de la misma manera que ella lo estuvo por Oriente, el territorio al que volvió una y otra vez. Nosotros volveremos una y otra vez a su escritura para emprender cada vez un viaje distinto. “La desgraciada, la desquiciada, loca y cruel Annemarie”, como la llamó su amiga Erika Mann, es también un ángel bello y lleno de sufrimiento.
n Laura Bordonaba En 1936, Annemarie Schwarzenbach escribe Muerte en Persia a partir de las notas que había tomado en su tercer viaje a este país en 1935. La autora mezcla en esta narración el diario de viaje, la autobiografía y la ficción, lo que ella misma denomina como “diario impersonal”. Los desolados y extremos paisajes persas sirven para reflejar todas sus angustias existenciales y para explorarlas mediante la escritura, que ella vive como un espacio de libertad. A través de un yo narrativo desesperado y atormentado, Schwarzenbach nos narra su infructuosa búsqueda de la felicidad en esa tierra en la que se siente vulnerable y aislada. Annemarie Schwarzenbach (1908-1942), viajera y escritora suiza, es dueña de una de las miradas femeninas más apasionantes de las letras. Y si la proyectó hacia algún lugar, fue hacia Oriente, dejando para la posteridad una serie de relatos de viajes, por los que su cuerpo y su alma recorren Irán, Turquía, Siria y el Líbano. Es a través del relato y de la figura del viajero donde Annemarie fija su mirada femenina. En algunos de los relatos el viajero coincide con el narrador. En Muerte en Persia (Tod in Persien), lo hace a la manera de una ficción real. Para Annemarie el viaje era su manera de proyectarse en la vida. En sus propias palabras, «nuestra vida es semejante a un viaje... y más que una aventura o una excursión a regiones insospechadas, parece una imagen concentrada de nuestra existencia». La vida, en perpetuo traslado, en perpetuo movimiento y transformación: «Cuando se está de viaje, se olvida todo conocimiento, no se conoce ni el adiós ni la añoranza, uno no se preocupa del punto de partida ni del destino» (Ibidem, p. 16). «Partir es una liberación, -¡o la única libertad que nos queda!-para ello hay que ser valientes, sin errores, y renovar la valentía cada día» (Ibidem, p. 17). En conversaciones recogidas con otros escritores, Annemarie llega a decir que viaja para «sentirse incómoda, para tener una vida incómoda y estar y sentirse lejos». Se proyecta en la figura viajera del vagabundo y el ser errante, carente de destino y que se abandona al “traslado”, un tema recurrente en su obra y en su vida, trazadas de manera intensa y episódica. El viaje símil de la narración y la escritura. Narrar es viajar, puesto que ambas acciones comparten el movimiento, el traslado, la itinerancia y la dificultad. La vida de Annemarie, llena de tensión e intensidad, encuentra en la escritura un lugar en el que es posible vivir. Traslado y escritura son dos veces viaje, y así, sus narraciones, están ligadas a la vida y se convierten en sujetos literarios. La escritura femenina es ese espacio íntimo que le permite llegar a ser de manera completa, algo que fuera no podía alcanzar y la torturaba. Su escritura viaja y atraviesa el mundo, haciendo experiencia. Quizá por eso, Oriente ejerció sobre ella esta eterna fascinación, porque Oriente guarda también los restos más antiguos de la escritura, sin olvidar que es el destino más alejado de la inminente guerra en Europa. Persia resuena en el alma de Annemarie Schwarzenbach como una visión, que es lo que percibimos a través de su escritura, la transformación de una mirada clara a la tierra en una visión. Interpretación de la realidad. Allí, alejada de la figura de la madre, que le prohibía que escribiera, nace una identidad femenina completa. En Muerte en Persia, asistimos a cómo plasma, por un lado, el mundo figurativo: «Entonces comprendí que, en aquel país, uno no debía abrirse a ningún sentimiento ni fiarse de esperanza alguna que intentara detener el engranaje de la gran desolación […]. Una y otra vez me veía acometida por ese país, ese cielo, esa gran llanura y las montañas que la rodeaban... Dónde puedo refugiarme, pensaba. No había amparo, no había respiro». Annemarie ya nos avisa en
el prólogo: «Lo inhumano linda con lo que está por encima de lo humano. Y la grandeza exasperante de Asia lo está. No es ni siquiera hostil, sólo demasiado grande». Pero también, y esto aparecerá en toda su obra, convoca las sensaciones como forma de anclar el destino. Como viajera, es consciente del progresivo alejamiento de del referente, otra condición del relato contemporáneo, donde la narración aparece como un hecho móvil o viajero. El movimiento del viaje, característica del desplazamiento, se proyecta en el movimiento de las figuras retóricas y en una determinada estética de la forma, del color y de la luz: «En los jardines de Shimrán se respiraba un ambiente más suave. Pero si uno abandonaba su recinto era literalmente asaltado por una luz blanca y trémula. La cordillera del Taushal se erguía en agrisada transparencia tras el velo de calor que la cubría; velado estaba también el cielo demasiado blanco, y la llanura yacía envuelta en una blanca calima. Donde hacía poco praderas, mieses y campos de labranza lucían una sinfonía de verdes claros, amarillos y pardos, ahora solo había desierto; y más allá de Teherán, en el emplazamiento de la antigua ciudad de Rhages, hoy reducida a ruinas, el paisaje era un mar de polvo en permanente sube y baja» (Muerte en Persia, p. 13) Annemarie volvió cuatro veces a Oriente: en 1933, como reportera para un semanario, el Zürcher Illustrierte; en 1934 colaborando en las excavaciones arqueológicas americanas de la Joint Expedition to Persia en Rayss (a 45 km de Teherán y al pie de la montaña de Damavand); en 1935, recién casada con el diplomático Claude Carac (que aparece retratado en el personaje de Claude en Muerte en Persia), en el que realizan un viaje en automóvil recorriendo Beirut, Palmira, Mosul, el Kurdistán iraní. Es en este último viaje en el que enferma de malaria. Fruto de estos tres viajes surgirán 3 de sus obras, una de ellas Muerte en Persia, donde aparecen personajes álter ego de personas presentes en su vida, así como episodios como su enfermedad. En 1939 realiza su último viaje, visitando Irán de camino a Afganistán, en compañía de Ellia Maillart, viajera suiza como ella. De nuevo, viaja para conocer mundo y a sí misma. De nuevo la búsqueda de la coincidencia de lo externo, del destino, con el interior de la viajera. De nuevo, la búsqueda de la inmortalidad, de lo absoluto, que no deja de ser la motivación de todo viajero, que se convierte en obsesión para Annemarie puesto que nunca lo alcanza, provocándole una tensión que se convierte en el motor principal de su vida. Y es que son múltiples los ejemplos en la literatura en la que la tristeza surge como un lugar fecundo, sitio indispensable para y condición para escribir, puesto que el sufrimiento da fruto y allí se encuentra la inspiración. La melancolía es inherente al viaje, melancolía de algo a lo que es difícil poner nombre, quizás, de algo que un día se tuvo y se anhela. «Estas regiones lejanas están hechas precisamente para hacernos temblar ante todo lo que intuimos y que sin embargo nos concierne» (Carta de Annemarie a Erich Maria Remarque, 30 de septiembre de 1933) Otro de los empeños de Annemarie, además de conocerse y de la búsqueda de lo absoluto, es construir una mujer diferente. Ser diferente a través del movimiento y el viaje. Definirse a partir de lo que no se es. Una mujer viajando sola, o en compañía de otras personas, pero sin un marido, es visto desde Oriente como un reto, algo que la diferencia de otras mujeres y esposas y por supuesto de los hombres. Schwarzenbach busca diferencia a la Annemarie mujer de la viajera, que adquiere una posición de poder precisamente por esa diferenciación de cara a lo externo, por su procedencia europea, por su clase social (que le permite viajar). Es una figura privilegia. El
resto de las mujeres que rodean a Annemarie aparecen en sus textos al mismo nivel que los hombres (su amiga Bárbara en y la bella Yalé en Muerte en Persia, así como las mujeres desconocidas: «Cruzamos el pequeño Bazar de Dezashub, negro como la noche, en el que los niños, los rostros de los comerciantes y los blancos pañuelos de las mujeres relucían como manchas claras» (Muerte en Persia, p. 16) Dedica su atención a la situación de la mujer en Oriente, bien a través de mujeres desconocidas, bien a través de los personajes (Zaddika, Yalé...). «Cuando, semanas atrás, el sha prohibió el uso de la kula pahlevi —bautizada con su propio nombre— y recomendó en su lugar los sombreros europeos, a la vez que permitió a las mujeres prescindir del chador y aparecer sin velo en la vía pública» (p. 14). Oriente pasa a ser también fuente de sentimientos que ella identifica como femeninos, encontrando la representación de la mujer y sus condiciones. Frente al hombre, lleno de energía vital, la mujer representa lo receptivo y lo espiritual. Las elecciones formales y temáticas demuestran la toma de conciencia de su identidad femenina y avanzan la posición clave de la viajera; Oriente nunca está visto como Otro, sino que interior y exterior coinciden: «Habría que transformarse en un segmento de desierto, en fragmento de montaña, en una franja de cielo vespertino. Habría que encomendarse al país y compenetrarse con él. Vivir en oposición a él es una audacia tal que uno se muere de miedo». Oriente como espejo de su propio destino. Muerte en Persia, por su carácter de diario y su estilo desesperado y completamente franco, representan el mejor ejemplo. Annemarie se traslada allí para una excavación arqueológica en el Valle de Lahr en Irán, y allí descubre la muerte. El valle se convierte, por propia decisión, en un lugar en el final del mundo, el fin del mundo mismo, del que no puede retornar: «¡Llévame lejos de aquí! —exclamé con voz quebrada y sollozante—. ¡Llévame lejos de este valle, llévame a casa! ¡Quiero irme a casa! (y el ángel responde). —Esta es mi patria. ¿Acaso no viniste libremente a este valle del que ahora quieres escapar?». Este ángel le dice que, cuando se alcanza el fondo de la desesperación, la salvación está próxima. En ese valle, acepta su destino, el dolor de la impotencia y la resignación, el futuro está muerto: «En Persia, en aquel valle perdido, en el fin del mundo,
conocí por primera vez uno de estos raros momentos de lucidez casi visionarios, en los que súbitamente uno se ve a sí mismo con una gran claridad […] capta […] pasado, presente y futuro». En Persia descubrirá la muerte al enfrentarse a la pérdida de una mujer, Yalé, a la que ama de una manera abierta, (es el único libro de la autora en el que se habla abiertamente de una relación homosexual). Se conocen durante una fiesta y, a pesar de la prohibición del padre de la joven persa a verse, comienzan una relación. La enfermedad y la ausencia de Yalé marcarán el final de la protagonista. «Sabes que ningún ser humano puede penetrar, siquiera por un brevísimo instante, en el corazón de otro y unirse a él», le dice el ángel, en su última visita. Y Annemarie se quedará en ese valle, dejando que Yalé muera sola. La visita que no llega a realizar supone la muerte figurativa para la viajera. En este episodio y a lo largo del libro, Schwarzenbach utiliza la forma impersonal como sujeto narrativo. «Uno piensa», «uno se siente», «uno no grita cuando está solo». Así describe su universalidad y su pertenencia. Y elige de forma abierta, el tratamiento y la selección de su condición femenina y sexual. «Intentaba así preservar mi orgullo para ser capaz de existir, ser humano en medio de otros seres humanos». Esa forma del “uno”, encuentra su eco en la inmensidad del territorio, de sus vastas extensiones, eco de un destino inconmensurable, grande, sobrenatural. Persia es inmensa y solitaria, como su realidad. Y en este “uno” Annemarie busca matar al “escritor masculino” e integrar a la escritora femenina en el acto de escribir, que es propio de los dos géneros. El relato de viajes le permitió expresar en voz alta el silencio ancestral al que había sido sometida la mujer. Y acabamos la lectura de este pequeño viaje pensando que la relación entre autobiografía y ficción nos ofrece momentos de confesión de lo más íntimo y detallado, y en otros nos encontramos frente a momentos de ficción de gran carga lírica y simbólica, como las dos apariciones del ángel, sin estar seguros de los límites entre esos dos ámbitos, qué es ficción, qué es realidad, y así, igual que la protagonista, ansiamos conocer y acabamos perdidos en el desierto, y nuestras preguntas sobre lo absoluto, el amor, el sentido de la vida y el deseo de movimiento, resuenan junto a las palabras de Annemarie en ese valle último.
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Alice, sin Alice: El fin de Alice de A.M. Homes Salvador J. Tamayo http://salvadorjtamayo.blogspot.com.es @salvadorjtamayo
n Salvador J. Tamayo
«Soy pólvora negra, soy chamusquina, soy la bomba que revienta la noche»
La primera vez oí hablar de A.M. Homes también fue la primera vez que oí hablar de David Foster Wallace y de Zadie Smith. Un buen amigo me recomendó Generación quemada, antología que publicó Siruela en 2005 sobre nuevos narradores estadounidenses, por aquel entonces Wallace aún vivía y Homes ya había publicado El fin de Alice. Hace tiempo me hice a mí mismo la promesa de que jamás escribiría sobre dos temas: terrorismo y pedofilia, por suerte Homes no se juró nada parecido y el resultado es una novela valiente envuelta de una prosa sencilla, precisa y magníficamente incómoda. El planteamiento inicial es sencillo: Hombre de cincuenta lleva 23 años en la cárcel por tener relaciones y asesinar, cuando contaba con 31, a una niña de 12. Allí recibe las cartas una universitaria que seduce a un niño, también de 12. Homes logra algo admirable, consigue naturalizar lo que moralmente es despreciable. La crudeza con la que se describen algunas escenas dotan a la literatura de Homes de una capacidad gráfica que sólo puede ser envidiada por todos aquellos que alguna vez han escrito ficción. Si hay algo más importante que la descripción en primera persona de, no uno, sino dos pederastas que coprotagonizan la novela, es la forma en la que la autora trata la libertad, la libertad individual exaltada por el deseo, por la perversión disfrazada de inocencia y encontrada, como gotas de arsénico, sobre helados, juguetes y colecciones de cromos y caramelos. La libertad, el ansia de libertad de quien se sabe culpable y acepta lo mejor que puede su pena, donde el protagonista, en la cárcel, es el «coño»: «Seguro que estoy sangrando, teniendo mi propia regla, el culo supurante no tardará en mancharme las costuras de los calzoncillos de un color rojo y embarrado». Homes trata el sexo homosexual de forma más explícita que el heterosexual pederasta. Estamos ante ese tipo de literatura que tanta polémica y rechazo genera en las sociedades anglosajonas; es un tipo de novela que, sin exaltar la figura del criminal como héroe, le da voz. El pedófilo es alguien a quien tenemos la oportunidad de escuchar, con el que empatizar y sonreír alguna vez. En definitiva, alguien con quien convivir de forma incómoda durante toda la novela, alguien de quien compadecernos ante su infancia desgraciada, por las circunstancias que le llevan a actuar como lo hace. Estamos ante American Psycho de Easton Ellis, El extranjero de Camus, estamos oyendo, durante las horas que leemos, la historia de alguien a quien sencillamente hay que encerrar o incluso ejecutar, y no me malinterpreten, por supuesto que tiene que ser así, pero eso no significa que la manera en la que el propio reo se narra a sí mismo, no sea poética: «Te disparo una vez y te convulsionas un poco; la segunda vez pareces tan sorprendida como si nadie hubiese pensado nunca en una cosa así. Acaricio el cañón y brotan mis recuerdos; el chillido de las ardillas, botellas rotas, ventanas de viudas apedreadas». No hay honor para los infames. En una entrevista, William Cuthbertson increpó a Homes que en el Reino Unido la acusasen de promover la imaginación de los pederastas con El fin de Alice (entrevista para The Barcelona Review, 1997) a lo que ella respondió: «Creo que esta forma de pensar cojea en diversos puntos: 1. Los pedófilos ya tienen sus fantasías; yo no tengo que proporcionarles ninguna. 2. A un pedófilo, la lectura de The End of Alice no le resultaría en realidad demasiado estimulante, dado que el narrador
está en la cárcel, y ha estado en la cárcel, castigado por sus delitos, durante los últimos 23 años, y no va a salir pronto de allí. 3. Cuántos pedófilos debe de haber en Inglaterra, el grado de preocupación era tan increíblemente alto que uno puede pensar que hay uno en cada esquina. Estoy ironizando, lo que me interesa es que creo que a la gente le molesta el libro porque le hace pensar en cosas que la desconciertan y porque, simplemente, el libro no le debe de gustar; lo acepto. El objetivo de la literatura seria, y yo creo que este libro es serio, no un entretenimiento, es reflejar la cultura en la que vivimos. En vista de lo que hay en la primera plana de los periódicos -la mayoría de los días, cuando no están intentando prohibir un libro-, pienso que The End of Alice empieza a reflejar algo muy molesto sobre el mundo en que vivimos.» Homes usa en El fin de Alice a la pedofilia como la excusa para hablar, entre otras cosas, de la propia pedofilia. La autora de forma valiente da voz al asesino, le permite expresarse, conocer su pasado y la manera en la que vive su cotidianidad, en la celda y cómo lo hacía fuera de ella. Sin filtro, en primera persona. No estamos ante la última entrevista de Ted Bundy en la que manipulaba al psicólogo evangelista y ultraconservador, James Dobson —unas pocas horas antes de que lo electrocutasen —diciéndole lo que quería oír, que la pornografía violenta era en última instancia el detonante de su comportamiento. Homes no busca la redención del protagonista ni su justificación, mediante una prosa rápida en descripciones — recuerdan a veces la estructura de un guión de cine—, se recrea en las sensaciones de los protagonistas con todos los detalles y con todas las consecuencias: «El chico hunde el dedo, lo desliza por la ranura y dentro del agujero, palpando como si por accidente se le hubiera caído un penique o diez centavos y quisiera encontrarlos. Dedos que serpean. Al no encontrar nada, saca el dedo». Chappy, así se llama el protagonista, muestra signos de distinción, es un ilustrado que rechaza la pornografía al estilo de Ted Bundy y ya desde el comienzo de la historia nos habla de la perfección del arte, de Jupiter y Calisto de Rubens, de la Segunda Escuela de Fontainebleu, Las hermanas duquesas de Villiers y Gabrielle d’Estrées: «Ojalá estuvieran aquí mis pinturas para poder extender los lienzos sobre mi cama y limpiar mi cara reseca sobre ellos, sepultarla entre muslos sedosos de tantos bomboncitos». Trata de distinguirse de la barbarie, es un ilustrado que reconoce, defiende y desea, ante todo, la belleza. En 1996, en el mismo año que El fin de Alice, publica también Appendix A: an elaboration on the novel The End of Alice. Cartas, imágenes y notas que tomó mientras elaboraba su ópera magna. Appendix sigue siendo una obra de ficción, el álbum de fotos que acompaña al disco, la guía del proceso, la cara B de rarezas que no completa ni complementa a la obra original sino que hace que podamos intuir la manera de trabajar de A.M. Homes. Me gusta Homes porque me gusta la literatura valiente, porque cuando le preguntan por enésima vez «qué cree que pensará su madre sobre lo que escribe» ella resopla y manda al periodista a la mierda; porque cree que la literatura no está para dar respuestas o solucionar problemas a estúpidos que hacen cola con un libro en la mano mirándola como si pudiera ayudarles. Me gusta Homes porque escribe con el corazón y con las tripas y obliga a la sociedad a mirar a sus problemas directamente a la cara. Homes valiente. Homes polémica. Homes contándonos el fin de Alice, como pudiera contarnos el fin de nosotros mismos.
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Elena Triana
Ana Rod ríg ue
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El cuarto de atrás era mi cuarto
n Elena Triana Lo que me pasa con Carmen Martín Gaite son cosas muy raras, porque a las niñas raras que luego son adultas raras nunca dejan de pasarles cosas extrañas, y así eran los sucesos que nos sacudían a Carmen y a mí: desconcertantes, del desconcierto ese que te levanta un poco una ceja y un mucho la comisura de los labios y dices, otra vez, oh, sí.
Se llamaba Laura y parecía un muchachito, con su pelo corto, moreno, aquel chaleco negro y los vaqueros ajustados. No, a un muchachito no, me recordaba a Joaquín Sabina, porque a veces también llevaba, además, bombín. Fue mi profesora de Literatura, la primera persona fuera de casa que leyó algo mío: deberes para mañana, chavales, hay que hacer un artículo periodístico sobre una noticia que leáis. Yo elegí un suceso trágico que había ocurrido en Benidorm: había muerto de frío una pareja de jóvenes que dormía bajo un puente. Me pareció terrible: iban buscando trabajo. Lo escribí del tirón, con la letra grande y desmañada -entonces, pequeñuelos, aún no teníamos ordenadores en las casas-, y le entregué mi folio y medio al día siguiente. Lo leyó en voz alta y para toda la clase, y yo allí, entre la vergüenza, el orgullo y el miedo a que -una vez más- me colgaran la etiqueta de empollona y de enchufada. Pero la profesora acabó diciendo: “esto no lo has escrito tú, ¿verdad? Te han ayudado bastante”. Y la ira y la rabia fueron tan grandes que grité: ES MÍO. Laura se rió y me tranquilizó, y me dijo que me esperaba después de clase. Aún estaba colorada por el sofoco cuando abrí la puerta de su despacho y allí estaba ella: que me ha encantado, bonita, de verdad, no te me enfades. ¿Te gusta mucho Maruja Torres? Y yo, que pues claro, que la adoro. Y ella: Y la Martín Gaite también se te nota que te gusta, tienes mucho ese estilo tan de ella, tan... Y yo: ¿quién? Y ella: Carmen Martín Gaite, ¿no la has leído? Y yo, que no, avergonzada, que no la conozco, fíjate. Y ella, la profesora, que me coge del brazo y vuela conmigo por los pasillos de La Laboral
hasta la biblioteca, coge “Usos Amorosos del dieciocho en España”, coge “Lo raro es vivir”, y “Nubosidad Variable”, y coge “El cuarto de atrás”, y me dice: sobre todo éste, léetelo ya. Llegué a casa aturdida, y algo debía estar en el aire, el espíritu de la mismísima escritora con boina, porque me dice mi madre: te ha llegado un paquete, y el paquete era “Caperucita en Manhattan”. La cosa era que mi pobre madre -pobre digo, porque estaba orgullosa de mí, qué cosas- le había dado a leer páginas mías a una buena amiga suya, y ésta amiga también había visto a la Gaite por algún lado en lo que yo escribía, y me enviaba el libro como regalo y “para darte aliento en tu pasión por la escritura”, que decía la dedicatoria. A mi madre le hice tejerme una boina y empecé a fumar -como Carmen- a escondidas solo unos meses después y muy de vez en cuando, porque yo ya había descubierto la verdad, y es que Carmen y yo éramos hermanas o algo parecido, porque su cuarto de atrás era igualito al mío, porque le pasaban las cosas como a mí, que tenía que apuntarlas, porque se tropezaba con la vida física y se ordenaba y entendía con la literatura. Y si no, fíjate qué dice aquí, en éste párrafo de “El cuarto de atrás”: “...Más libros, formando dos paredes encima del radiador, y entre ellas, sujetándolas, la cesta de costura que fue de la abuela Rosario. Casi no cierra de puro llena, no puedo comprender cómo caben dentro tantas cosas; siempre acudo a ella en caso de perplejidad, aquí acaba viniendo a parar todo, seguro que, al abrirla, me acordaré de lo que venía a buscar. Tiro de una de sus asas, las paredes que estaba sujetando pierden apoyo y varios libros se desploman en cascada aparatosa; cuando voy a agacharme a recogerlos, con la cesta en la mano, tropiezo con uno y también yo ruedo por el suelo. De la tapadera de mimbre entreabierta escapan carretes, enchufes, terrones de azúcar, dedales, imperdibles, facturas, un cabo de vela, clichés de fotos, botones, monedas, tubos de medicinas, allá va todo, envuelto en libros de colores. No me he hecho daño. Alcanzo un almohadón, me lo pongo entre
la espalda y el borde inferior de la cama y me quedo sentada en la franja estrecha de pasillo, contemplando los objetos desparramados y los hilos que enlazan sus perfiles heterogéneos. Ahí está el libro que me hizo perder pie: “Introducción a la literatura fantástica”, de Todorov, vaya, a buenas horas, lo estuve buscando antes no sé cuánto rato, habla de los desdoblamientos de personalidad, de la ruptura de límites entre tiempo y espacio, de la ambigüedad y la incertidumbre; es de esos libros que te espabilan y te disparan a tomar notas, cuando lo acabé, escribí en un cuaderno: “Palabra que voy a escribir una novela fantástica”, supongo que se lo prometía a Todorov, era a mediados de enero, cinco meses han pasado, son proyectos que se encienden como los fuegos fatuos, al calor de ciertas lecturas, pero luego, cuando falla el entusiasmo, de poco sirve volver a la fuente que lo provocó, porque lo que se añora, como siempre, es la chispa del encuentro primero.” A Todorov no lo he leído aún, porque a mí los libros que me espabilan y me disparan han sido siempre los de la Gaite. Y eso que yo soy muy poco mitómana, muy poco de adorar (ni sabía que había traducido a Natalia Ginzburg, es más, ni había leído a la Ginzburg hasta que no me la presentó otra escritora con boina gaitesca -qué cosas más extrañas pasan-, que entonces era tan jovencísima que todavía no había publicado nada y fíjate que ahora hablan de ella los libreros, los diarios y las estatuas de los parques, y que se llama Jenn Díaz). Quise saber poco de su vida, de la vida sobre la que Carmen no había escrito, porque creo que es importante eso, que lo que eres y quieres que se lea lo escribes, y lo que no, pues te lo guardas, y a quién le importa. Pero si voy a Salamanca un día, me hago una foto con su estatua y la lleno de besos como me hace mi hijo cuando nos reconciliamos después de un enfado, así, mua mua muá, estilo metralleta que me da la risa y todo. Palabra que lo haré. Sigo con “El cuarto de atrás”: “...Baja los ojos y se pone a buscar, con el dedo, algún renglón que se ha perdido; necesita mirar el papel, si no, no sabe por dónde se anda. Yo también miro el mío; sobre el tema de la escasez que me diga lo que quiera, tengo material de sobra para contestarle, ha sido algo providencial encontrar este cuaderno. Leo: “isla de Bergai. Primera mención a Robinson Crusoe. Sueños de evasión”.
Dejo el dedo indicando la línea. Le puedo desarrollar esto, daría un parlamento precioso. - ¿Qué pasa, no lo encuentra? - le pregunto. - Sí, vamos a ver, está usted hablando de las canciones de postguerra, de cómo todavía no se habían convertido en objetos de consumo... - Ya me acuerdo... - Aquí está, leo lo que dice: “En tiempos de escasez hay que hacer durar lo que se tiene, y de la misma manera que nadie tira un juguete ni deja a medio comer un pastel, a nadie se le ocurre tampoco consumir deprisa una canción, porque no es un lujo que se renueva cada día, sino un enser fundamental para la supervivencia, la cuida, la rumia, le saca todo su jugo...” - Sí, claro - interrumpo-, lo mismo que le pasó a Robinson Crusoe al llegar a la isla. De la necesidad de sobrevivir surge la inventiva.” Y de la necesidad de inventar surge la escritura, añado yo, en voz alta, sentada en la cama de madera de pino que ocupaba la mitad del cuarto de atrás -mi cuarto, el de Carmen-, de la casa de Logroño, la de mis padres. Entonces leía cada noche sobre esa cama, y miraba la ventana, la plaza, el cielo, yo qué sé qué, y miraba también el cuadro que me pintó mi tía, en el que aparezco yo con un vestido morado, tumbada en un diván, en una terraza llena de flores. En ese cuadro se ve perfectamente que estoy escuchando “Parlami d`amore, Mariú”, de Tino Rossi, y a ver por qué iba a estar escuchando yo eso, y además, en un cuadro, de no haber leído a la Gaite. A ver. La cama de madera de pino ya no está en la casa de mis padres, sino en la mía, y sobre ella duerme (y lee), mi hijo mayor. Y ahí estábamos los dos tumbados, con la pequeña entre nosotros, agarrada a su biberón, una noche que me dijo, al acabar el cuento, que ahora, por favor, en vez de cantarles nanas, les contara yo alguna historia que me supiera, con la luz apagada. Y sin pensarlo empecé a hablarles de Gerda y Kay, de su aventura con “La reina de las nieves”. Ya ves, qué cosas pasan. Que los cuentos explican la vida. Que algunos necesitamos salvarnos del agobio de lo práctico con un cuento bonito que nos haga perder la noción del tiempo. Y así, nunca envejecer del todo. Como el pelo blanco de Carmen, que no era de vieja. No. Era de duende. De duende.
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51.54 Latitud NORTE 0.21 Longitud ESTE (Reseña creativa de NW London- Zadie Smith)
Robert Fornes
n Robert Fornes De las cosas que se estiran y se encogen Bienvenidos a una historia que se estira y se encoge, que cuenta la vida de Leah, Natalie, Felix y Nathan, cuatro personas originarias todas ellas del deprimido noroeste de Londresconocido entre los de allí como NW- lugar donde la gente crece con escasas ambiciones más allá de no meterse en demasiados líos, o tal vez algunos sí, con la ambición de meterse en líos de los gordos, lugar del cual emergen las dos primeras, blanca y negra, impulso y cordura, amigas complementarias en busca de rumbo que enderece las impertinentes inconsistencias personales que las persiguen mientras crecen, van al Instituto, aprenden a beber, a amar, a sufrir, a follar, a desdeñar, a poner cada cosa en su sitio (equivocado) pensando que quizás una providencia del destino ponga esas cosas y a ellas mismas en la estantería correcta de la habitación, lugar en la que se apilan los libros de Derecho que Natalie, conocida en su infancia por el nombre menos pasante de Keisha, estudiará años después en la Universidad de Bristol, siempre recatada, siempre haciendo lo que se espera de ella, al tiempo que Leah, estudiante en Londres, trabajará en restaurantes, bares, tugurios aceitosos, para costearse las anfetaminas de los viernes y los estudios de los lunes, para viajar a Bristol a ver a Natalie, antes conocida como Keisha, que descubrirá el activismo político ligero, al aburrido Rodney Banks haz-lo-que-debes, al pijo de mierda de Francesco, Frank para los amigos, Frankie para ti, cariño, y asumirá poco a poco que el éxito no se va a basar en la felicidad como la imaginamos todos, sino en un concepto ad hoc del orgullo y la capacidad de auto superación, de auto definición, de transustación, amalgamada esa mezcla con un toque de elitismo social que configurará a la jodida infelicidad en la que Natalie se sumergirá después de años clientes de mierda, de cenas de mierda, del matrimonio con el bobo de Frank- ya te lo dije más de una vez, ese tío no tiene nada dentro de la cabeza que valga la pena, era mejor el vibrador que te regalé para tu cumpleaños -¿fueron dieciséis?- y que tu madre te pilló por casualidad dentro del armario- piensa con frecuencia Leah, que, por su parte, termina conviviendo con un marsellés negro, macho-alfa refinado, del siglo veintiuno, peluquero (¿se puede concebir un macho alfa de pelo afro que trabaje peinando rizos?) con toques afrancesados que no sabe pronunciar el nombre del marido de Natalie-antes conocida como Keishallamado Fgggank, el mismo peluquero alfa refinado que quiere tener un niño porque cree que es lo que una pareja de sus circunstancias y edad deberían hacer, el que presiona a Leah con la importancia de tener un hijo, el que ayuda con su actitud a abortar a ésta y ahonda en ella la sensación de frustración y vacío que ya viene de serie desde Kilburn y que ha venido a quedarse hasta que caigas-Leah te lo estoy advirtiendofulminada por un rayo o te pete el corazón o te atropelle un autobús o lo que sea que coño pase con tu vida. Visitación. Invitado. Anfitriona. Travesía. Visitación. Cinco. Fases. Tiene el libro. Cinco fases que alumbran el camino. Uróboros. Capítulos numerados erráticamente. Con nombres de códigos postales. Con el número 37 que aparece repetidamente en distintos puntos del libro. Como a Leah le gusta. Vertiginoso. Despiadado. Real. Salvas de ametralladora cuyas balas trazadoras saltan de página en página. Este libro incluye indicaciones de GPS para moverse entre Yates Lane y
la Avenida Bartlett. Para consumir por vía oral tres veces al día, a tragos largos. Con textos en forma de manzanos, en forma de bocas con lengua. Con listas de deseos juveniles. Cuatro personajes redondos. Tres historias entrecruzadas. Y las dos amigas. Leah y Natalie-antes conocida en Willesden Lane, en Shootup Hill, en Kilburn High Road, en Albert Road-fatídico Albert Road- como Keisha. KEI-SHA. Arrastrando ambas dos el descontento vital que surge del choque (estratosférico) entre un hedonismo individualista contemporáneo y social y los clichés de comportamiento heredados de hace cincuenta años. Cásate. Estudia para ser algo de provecho. Ten hijos. Encuentra a un hombre. ¿Antes, o después de tener hijos, Mamá? ¿Antes o después de ser alguien de provecho, Papá?
Shar, me llamo Shar Lo que sois –ambas- es dos amargadas que no sabéis lo que queréis, ni cuando lo queréis, ni por donde queréis que os lo metan. ¿Orgasmo vaginal? ¿Orgasmo clitoridiano? Fijaos en Félix. El que quería ser guionista. El que amaba a Grace, el que sentía lástima y risa de su viejo, el rastafari. El que iba a dejar a su amante del Soho porque Grace había empezado a importarle más de lo asumible. Fijaos en Nathan, el que quería ser futbolista. El que llevaba locas a todas las niñas del Brayton. Rubio, con ricitos. Que mono eras con tus quince años en el Instituto, cabrón. Y ahora fijaos en mí. Yo también era otra cosa. Era guapa. Era luminosa. Sabía dar las gracias en el idioma de mis padres. Namasté. Así que no os creáis más de lo que sois, las tres venimos de Kilburn, en NW London, por mucho que vosotras os creáis diferentes, por mucho que queráis prosperar. Que os den, vosotras y yo no somos tan distintas. Somos hijas bastardas del NW. De esta puta mierda de mundo metido a puñetazos entre Hampstead, Kilburn, Willesden, entre Cricklewood, por el parque y por Brondesbury. Y aunque queráis pasar capítulo y olvidar que venís de aquí, siempre volvéis. Siempre volveréis. Para recordar, para olvidar, para superar. Pero siempre volveréis a Kilburn. Oléis a NW. Vale tío, no andaré jodiendo, no seré tan dura con ellas. Vale. De acuerdo.
El Ying Leah Hanwell. La del novio afro. Le timé treinta libras en su propia casa, hace unas semanas. En su propia cara. Ya ves, la puta droga no da tregua. Le habría timado más. Podría haberlo hecho. Pero no quise. Tenía un apartamento currado. Y estaba embarazada. O eso decía. No quería decírselo al maromo. ¿Por qué? Porque no quiere tener hijos. No. No quiere asumir esa mierda de mujer madre. Muchas no quieren. Yo no quiero. Además, no da ese perfil, tío. Pelirroja, huesuda. Nerviosa. Una zorra de Willesden. Ahora cada vez que me ve por el barrio me da el coñazo con que le devuelva la pasta. Y no tengo la PUTA PAS-TA. ¿Vale? Así que se ande con cuidado. O irá Nathan a explicárselo a ella y a su novio, el cara de mono. El que se harta a poner a Los Kinks a todo volumen los sábados en la peluquería de Shootup Hill. Ahora que lo dices, sí, estaba un poco desquiciada. Sí, me lo soltó todo. Me dijo que no se sentía preparada. Que habría preferido acabar teniendo un trabajo mejor. Que rondaba los treinta y no sabía qué tenía que hacer con su vida. Que se había casado con Michel porque se conocieron en el momento justo, en el sitio apropiado. Porque entre ellos, el matrimonio había dado lugar a la amistad, y no al revés. Me invitó a un té. Sonó el teléfono, sí, y lo cogió en la cocina. Hablaba sin parar. Parecía una puta cotorra. Sí. Me dejó sola por su sala de estar. ¡Y yo qué sé! Hay personas que
son así de confiadas. Le di pena, supongo. Si no, no me habría dejado pasar a su casa, ¿no crees?. Y no me habría ofrecido una taza de te. ¿Qué cómo era la frase que tenía en la nevera? La única autora. La única autora del diccionario que la define. Eso era. Es una frase cojonuda. Estaba dibujada en un papel, pegado en la nevera. Una de esas neveras color plata, de las que parecen una puta tostadora enorme. Y me dio su número de teléfono. No. Me lo dio dos semanas después. ¡Si me la he encontrado varias veces por la calle en todo este tiempo! Tío, creo que me persigue. ¡Yo qué sé! Dice que quiere salvarme, colega. No seré su propósito de redención. A mí no hay nadie que me salve. Soy yo la que no quiero salvarme. Igual debes hacer algo al respecto.
el nombre, que te reinventaste para no oler a NW, tú que sigues con los dos pies bien juntitos la máxima que reza “Tal vez sea la profundidad con la que el capitalismo penetra en las mentes y los cuerpos de las mujeres lo que hace que su modo básico de relacionarse con los demás sea la “comparación implacable”. Tú, que tu Personal Jesus era Michelle Holland, también nacida y crecida en Kilburn, hija de un pedazo de cerdo carne de cárcel y de una pobre loca carne de psiquiátrico, que eras un prodigio en las Matemáticas, alguien que iba a llegar lejos, que tenía planes para salir de las horrorosas torres del sur de Kilburn, que prosperaría, que tendría éxito. Hasta que acabó absorbida por el entorno en un oscuro agujero de silencio, y cayó, y cayó, y desapareció por él a los abismos del fracaso.
El Yang
No serás feliz nunca, Natalie -antes conocida como Keisha-, lo llevas en la sangre. Esto es NW. África. Trinidad. Barbados. Jamaica. Subcontinente asiático. La nueva Inglaterra. La tierra prometida. Que empiece la travesía.
Natalie Blake, antes conocida como Keisha Blake. La que tiene todo controlado. Ella sí. La que vive el sueño iluso de convertirse en alguien cuya existencia podría tener sentido por sí misma. Yo creo que en el fondo no tiene ni idea de lo que quiere. Si estuviera en la puta calle, como tú y como yo, se preocuparía más de guardar la espalda y menos de dar sentido a su puta vida. ¿Tal vez, algo relacionado con el eterno retorno a los orígenes lo que te retiene en la realidad del extrarradio londinense, Natalie? Quizás eso te mantiene mentalmente lejos del centro, de la City, de la atalaya en la que la Libra Esterlina se defiende de los ataques especulativos? Tú, que te cambiaste
Tengo algo que contarte-le dijo Keisha Blake (después conocida como Natalie) a Leah, disfrazando su voz con su voz. El mal ya está
hecho.
Read women De la vida cotidiana, con ironía y humor Yolanda Izard
n Yolanda Izard Llega un momento en la vida de un escritor en que se plantea si quiere hablar de los libros o del mundo. A mí me ocurre lo contrario: cuanto más hablo de libros, más tiendo a hablar del mundo. Y es que los buenos libros agudizan el sentido de la vida, amplían el territorio de la exploración emocional, ocupan inconmensurables regiones espirituales y acaban siendo el único reflejo algo fiable de lo que llamamos existencia. Pues no de otra manera puede aprehenderse eso que de manera convencional –y poco científica- llamamos la realidad. Porque, ¿qué es lo real, lo que percibimos al tocar y ver, o lo que nos han enseñado a nombrar a través de lo que tocamos y vemos? ¿De verdad sabemos cómo somos, qué son los otros, qué nos va a ocurrir, cómo reaccionaremos ante lo imprevisible? Ciertamente, sabemos más de territorios míticos, como Comala, que de nuestro propio entorno; más de Ana Karenina que de nuestra madre; más de las conductas caprichosas de Emma que de las propias. Y si hablamos, como es el caso que nos ocupa, de literatura femenina, más aún, puesto que las mujeres escritoras, por el simple hecho de haber sido tradicionalmente excluidas del canon literario masculino, han hecho con frecuencia caso omiso de las convenciones literarias y han escrito sobre lo que han querido, de manera que nos llevan ofreciendo en sordina, de manera casi oculta, una representación del mundo desde ópticas distintas a las habituales. Pero parece que esta situación de relegamiento hacia los vórtices de la invisibilidad está cambiando, y a pasos agigantados. No solo la mayoría lectora está de manera abrumadora en manos de mujeres, sino que al fin se ha decidido hacer resucitar a todas aquellas magníficas escritoras que escribieron desde los albores del XX y cuyos nombres eran aquí por completo desconocidos, mientras que los de sus compañeros generacionales eran aclamados. Por poner varios ejemplos de escritoras recuperadas o de otras más jóvenes traducidas en estos dos últimos años cuya presencia desborda las librerías, las siguientes: Katheen Raine (Londres, 1908-2003) -Desconocida en nuestro país, escribe: “¿Qué es todo el arte y la poesía del mundo sino el reflejo del recordado paraíso, lamento de nuestro exilio?”-. O Hayashi Fumiko (Japón, 1903-1951) –“Diario de una vagabunda”, Satori Ediciones– que, cuando murió a los 48 años era una de las
escritoras más conocidas de su país y tenía una obra abundante, y luchó para que la mujer tuviera voz propia (como Virginia Woolf o Simone de Beauvoir). O la británica Elizabeth Taylor (1912-1975) –“Ángel” Anagrama, 2012 y “El juego del amor”, Ático de los libros, 2013–, o D. E. Stevenson –El matrimonio de la señorita Buncle”, Alba, 2013–, Louise Erdnich (Minnesota, 1954) –“La casa redonda”, Siruela–, Edna O´Brien (Irlanda, 1932) –“Las chicas de campo” Errata naturae, 2013–, Jesmyn Ward –“Quedan los huesos”, Siruela 2013, Premio National Book Award–, Tawni O´Dell –“Caminos ocultos”, Debolsillo Siruela–, Shirley Jackson (EE UU, 1916-1965) –“Siempre hemos vivido en el castillo” Minúscula 2012–, Margaret Drabble -“La piedra de moler” Alba 2013–, o Dorothy Baker (EE UU,19071968) –“El chico de la trompeta” Ed. Contraseña–. Así podríamos estar un rato mencionando a tantas otras escritoras y no habríamos dicho lo más importante: que son escritoras poderosas, necesarias, y que, aunque tarde, al menos hemos llegado a tiempo para poder leerlas. Me falta citar, claro, la que he escogido entre tantas para hablar de cómo han sabido ahondar en el mundo con una mirada nueva: E. M. Delafield (1890-1943), cuya novela en forma de diario, “Diario de una dama de provincias”, ha sido recuperada hace unos meses por Libros del Asteroide, después de que conociera el éxito en su país en los años treinta y cuarenta –y cuando hablamos de éxito no nos referimos al conseguido por sus compañeros masculinos, pues muchos de ellos no caerían en el olvido como les ha ocurrido a ellas-, gracias a las columnas que publicara en la revista semanal Time and Tide que después se convertirían en cuatro libros. Parcialmente autobiográfica, “Diario de una dama de provincias” narra la vida de una dama de la alta burguesía que vive en una zona rural con un marido lacónico y dos hijos atendidos por su institutriz francesa, y que da cuenta de su vida doméstica y de sus cotidianos quehaceres en su diario. Decíamos al principio que gracias a las mujeres escritoras podemos obtener una representación distinta del mundo. Delafield, sin duda, es una de ellas, aunque nos limitemos a ese mundo en miniatura que es el interior de la casa. La lectura de este diario nos obliga a un salto temporal que lleva anexa una verdadera labor de (re) conocimiento, ya que exploramos el distinto modo de concebir
la vida doméstica y social al mismo tiempo que nos admiramos de que costumbres, prejuicios, convenciones y maneras de relacionarnos con los otros, muchas veces basadas en la hipocresía, no hayan cambiado tanto. De cómo sobrevivir a los avatares de la vida de una mujer casada, madre de dos hijos, con preocupaciones literarias y deudas por doquier, es de lo que trata con un humor y una fina ironía esta escritora que sabe dibujar a una mujer perfectamente normal con agudeza y profundidad. O, dicho a la manera de Antonio Tabucchi, de la maleza doméstica. E. M. Delafield posee un gracejo, una naturalidad y frescura que hacen nítidas y encantadoras las vicisitudes nada estentóreas de nuestra dama inglesa, pero quizá lo más destacable sea el sentido del humor con que narra tanto la insinceridad social como los distintos complejos sociales, que conllevan cierta malicia vengativa hacia esos otros personajes repulsivos, como lady B., con los que nuestra protagonista se ve obligada a convivir y a los que debe soportar por imperativo social. Temas inéditos o no muy frecuentes en las novelas, como el afán de ocultar la “inestabilidad financiera”, o la obsesión por quedar bien, hacer un buen papel y estar a la altura de las circunstancias en su competitivo círculo social: “En la vida cotidiana decir la verdad resulta extraordinariamente difícil” y, por tanto, los distintos aspectos de la hipocresía: “¿No es el odio compartido uno de los vínculos más fuertes en la naturaleza humana?”; o las costumbres inglesas de todo tipo: “la cocina inglesa “nunca muy tentadora, se vuelve decididamente repugnante en cualquier ocasión pública” son objeto de una crítica bienhumorada, en ocasiones, pocas, algo más ácida, sin olvidar la irónica y lúcida revisión de los temas conversacionales y sus extraños procesos y derivas en ámbitos sociales banales, de esos personajes que al mismo tiempo se empeñan en lucir sus conocimientos y sus inquietudes literarias, nada inquietantes por otra parte: “Los placeres de la conversación pueden ser a veces curiosísimos objetos de estudio, sobre todo en el campo”. Nuestra dama de provincias es un personaje vívido que atrapa de inmediato, precisamente por ser un producto social de su tiempo que no se empeña en parecer una heroína, aunque lo sea, como esas mujeres de la época que debían lidiar con una casa en la que el marido se ausentaba detrás del Times y que, demasiado pendientes de la aprobación social, debían actuar como les indicaba su compatriota Oscar Wilde: “En esta vida, la primera obligación es ser totalmente artificial. La segunda todavía nadie la ha encontrado”. Pero tampoco descuida nuestra autora a sus bien dibujados personajes secundarios, lady B. y su amiga Rose, la primera para hacer una crítica ácida e hilarante de las aristócratas pagadas de sí mismas, la segunda para dar valor a esas amistades femeninas benevolentes y juiciosas que adornan nuestra vida y le dan sentido. De esta escritura natural, elegante y fresca, me gustaría destacar la hábil manera de enfocar el diario, un género que con escasez de perspicacia puede resultar monótono, sobre todo si trata de temas relacionados con la cotidianidad, pero que Delafield maneja con inteligencia y variedad, al imbricar en la narración los abundantes diálogos que la jalonan, tanto en estilo indirecto como directo, prescindiendo en este último caso de todo tipo de acotaciones. Consigue así la integración perfecta en la acción de las conversaciones y una gratificante inmediatez. Como la ironía campa a sus anchas a lo largo de esta divertida novela, inteligente sin pasarse, me gustaría terminar con una de sus logradas frases, que mencionan una de las grandiosas fiestas de lady B.: “Lady B., temiendo que cuando esté hasta el gorro de nosotros nadie sabrá advertirlo, le indica a la banda que toque el himno nacional tras lo cual ella recibe nuestro agradecimiento y nuestras despedidas”.
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Diario de lectura Alejandro Larrañaga http://www.basketblog.es http://lectorbajito.wordpress.com
Lecturas del mes (del 7 de febrero al 3 de marzo): Completos: “La muchacha salvaje.1. Nómada” de Mireia Pérez “Marcas de nacimiento” de Nancy Huston “La balada del café triste” de Carson McCullers “Mujer sin hijo” de Jenn Díaz “Wassalon” de Clara-Tanit “Las nuevas soledades” de Marie-France Hirigoyen Citadas: “Vida de una adolescente” de Phoebe Gloeckner “Claus y Lucas” de Ágota Kristof (“El gran cuaderno”, “La prueba” y “La tercera mentira”) Revista “Luzes” número 3, febrero 2014. Entrevista a María Xosé Silvar (SES) Pruebas: “¿Eres mi madre?” de Alison Bechdel “Vida de una niña” de Phoebe Gloeckner
n Alejandro Larrañaga Miércoles 5 de febrero 16:07 “La muchacha salvaje. 1. Nómada” de Mireia Pérez Juego de roles, una de las cuestiones principales de toda reclamación. Papel del hombre, de la mujer, el protagonismo de unos, la pasividad de otras. Se entiende que un punto de vista femenino podría subvertir ciertos tópicos, pero estos no se asientan solo sobre el género, sino sobre la propia sociedad. Esta muchacha salvaje desconfía, comparte pero no se entrega y, por supuesto, es la protagonista de las acciones aunque reciba ayuda. No espera. Ello provoca algún que otro problema o reacciones cuya comprensión está fuera del entendimiento de mi cerebro masculino.
Viernes 7 de febrero 16:23 Me he propuesto no hacer trampas, así que aunque esto debía haberlo escrito ayer, no encontré la “fuerza” (o las ganas, o la organización, o…). La idea es que he empezado con ilusión esta guía pero me he visto desbordado rápidamente. Y no se trata de una carrera en la que deba demostrar la cantidad de obras escritas por mujeres que soy capaz de leer y citar aquí sino el acercamiento en sí, el descubrimiento y la relación que tenga con ellas. Por supuesto, prometo leer hasta el final todo lo que me sea posible. Mireia Pérez ya quedó en el lejano pasado del 5 de febrero y su muchacha salvaje recibió cierta atención, algo que no va a lograr Alison Bechdel y “¿Eres mi madre?” Empecé con relativa ilusión porque vi un equilibrio entre las formas simples y los detalles en el dibujo y la combinación de escala de grises con
tonos cobrizos me pareció muy elegante, pero me he venido abajo. La autora me ha enterrado entre referencias, relaciones familiares complejas y sueños más o menos explicados. La conclusión es una falta de conexión entre el emisor y el receptor del mensaje, por lo que he decidido pasarme a “Vida de una niña” de Phoebe Gloeckner. Su “Diario de una adolescente: un relato en palabras e imágenes” es un compendio de caídas, descubrimientos y hasta reafirmaciones, que me dejó con la boca increíblemente abierta, por lo que de su predecesora “Vida de una niña” espero más de ese estilo tan directo, tan explícito y tan sucio.
Martes 11 de febrero 13:26 No ha sido un fin de semana fácil en mi relación con los libros escritos por mujeres (sigue siendo raro decir algo así, pero es lo que toca en este número de G&R). Igualdad es no esperar encontrar en ellos verdades universales diferentes, planteamientos opuestos o un ajuste de cuentas respecto a lo masculino. Ahí estaba el error, culpa de mi estrechez de miras y de la discriminación positiva mal entendida. No existen respuestas únicas, así que toca cambio de rumbo una vez más: Nancy Huston y lo que tenga que ofrecer con sus “Marcas de nacimiento”, no como mujer en particular, sino como escritora en general. «Ella cree que soy demasiado pequeño para comprender la muerte, así que trato de protegerla.» en “Marcas de nacimiento”
Miércoles 12 de febrero 12:48 Tranquilos que sigo con Nancy Huston y Sol, Randall, Sadie
y Kristina en “Marcas de nacimiento”, pero toca un inciso en forma de cita y comentario de cada uno de los libros de la trilogía “Claus y Lucas” de Ágota Kristof. Porque es, sin lugar a dudas, la combinación más perfecta entre belleza y dureza que haya leído nunca. “El gran cuaderno” fue una auténtica revelación, una lección que me gustó aprender. «Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.» en “El Gran Cuaderno” Obviamente, las continuaciones, como continuaciones que son, tienen una misión imposible de cumplir. Pero como los sentimientos no valen, solo deben aspirar a explicar hechos, a llenar vacíos y a completar una historia muy grande. Puede que, ya convertida en novela, pierda parte de su fuerza inicial, pero no te dejará indiferente esa, recordemos, armónica mezcla entre lo bello y lo duro, todo acontecimiento despojado de adornos se convierte en vida, una vida desagradecida, en la que no hay esperanza ni salida posible más que tirar hacia delante. «¿Qué habría podido escribir? En mi vida no pasaba nada, nunca en toda mi vida me había pasado absolutamente nada, ni tampoco a mi alrededor. Nada que valiese la pena escribir» en “La Prueba” «—No, son mentiras. —¿Mentiras? —Sí, cosas inventadas. Historias que no son verdad, pero que podrían serlo.» en “La tercera mentira”
hombre hacia el final del cómic. Se va con él y en un momento dado, está en su casa durmiendo. Mientras tanto, llega otro hombre aparentemente más salvaje. No habla, pero es mucho más grande y se carga al hombre de una pedrada. Entra en la casa donde está la muchacha. Comienzan a pelear, pero acaban follando. Ella no había mostrado interés físico por el primer hombre. Cuando sale de la casa y ve al hombre tirado, muerto, se marcha. Me asusta un poco ser el hombre muerto por el patetismo que emana de sus acciones. Cree merecer un reconocimiento de la muchacha y solo recibe una buena dosis del poder del más fuerte. Es un reconocimiento solo alojado en su mente; según su lógica, sus actos provocarán, sin ningún esfuerzo por su parte, las reacciones por él esperadas. Es el primero en morir.
Domingo 16 de febrero «- Por favor –le respondo yo con un leve y agradable cosquilleo en el estómago porque esto es un Acontecimiento en mi vida tan espantosamente pobre en acontecimientos.» 15:29 «No quiero sacar yo el tema porque o las demás niñas no me creerían (y me daría vergüenza) o me considerarían una presumida (lo que sería aún peor).» 15:32
Viernes 14 de febrero 0:57
«Muchas de las preguntas que hago quedan sin respuesta. Cuando sea mayor, además de ser la Gorda del circo y una cantante famosa, voy a leer todos los libros del mundo y almacenar y clasificar todo su saber en mi cabeza, y así cuando mis hijos y mis nietos me hagan preguntas podré responderlas.» 23:33
Vuelvo un momento a “La muchacha salvaje” de Mireia Pérez en otro inciso.
«Mi hermano murió, ¿eso me entristece? No lo sé.» 23:38 En “Marcas de nacimiento”
La nómada salvaje es rescatada (con su rata, creo) por un
No sabría decir cuántas veces he postergado el momento de
apagar la luz e intentar dormir por el inminente final de un libro. Una petición amable convertida, esta vez, en una especie de lucha contrarreloj por agotar el fin de semana al mismo tiempo que “Marcas de nacimiento”. No lo he logrado y, técnicamente, ya es lunes. Cuando sea de verdad lunes tocará hablar sobre lo leído. Ahora, a dormir. 01:17
Lunes 17 de febrero 16:25 “Marcas de nacimiento” es un viaje inverso. Hacia atrás en el tiempo y desde la normalidad a la excepcionalidad, desde el siglo XXI a los años de la Segunda Guerra Mundial a través de cuatro generaciones de la misma familia. A través de los ojos de cuatro niños (Sol, Randall, Sadie y Kristina) y de esas marcas que comparten. Marcas físicas que, como su propia situación, perderán trascendencia hasta convertirse en algo prescindible que merece ser extirpado. —Sol, 2004. Se cree destinado a ser Dios en la Tierra, cuando básicamente es un niño malcriado y sobreprotegido por su madre. La extirpación de su marca no solo provoca complicaciones, sino que representa la derrota de su padre, Randall, y la definitiva pérdida de la influencia de las citadas marcas. En la más absoluta mediocridad, la nueva generación ha roto los lazos tejidos durante generaciones. —Randall, 1982. Sigue a su madre, Sadie, y la quiere como algo asumido, debe ser así; un amor más teórico que práctico. Causará viajes por el mundo, ausencias prolongadas y dejarlo todo por las obsesiones de ella y la búsqueda de su origen. —Sadie, 1962. Una niña deslumbrada por el carisma de una madre aún más ausente de lo que será ella en el futuro, pero que debe vivir bajo una educación estricta y ultradisciplinada de sus abuelos y profesores. Su evolución personal la aleja de su madre y la condena a una desesperada ansia de explicaciones. —Kristina, 1944-1945. Una niña sin idioma idea un arte sin palabras que va más allá. Cada nuevo paso provoca una caída de todas sus convicciones. Acaba siendo la más libre de todas, sin ataduras, equivocándose pero alcanzando la plenitud artística. Ha pasado por las situaciones más traumáticas, pero ha canalizado esas vivencias y parece la más capaz de convivir con esas marcas.
Lunes 17/ Martes 18/ Miércoles 19 de febrero Los días de “La balada del café triste” de Carson McCullers. «En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas.» 23:49 del lunes «Pero los corazones de los niños son unos órganos delicados. Una entrada dura en la vida puede dejarlos deformados de mil maneras extrañas» 01:59 del martes «Pero parecía que Miss Amelia se había quedado sin voluntad; por primera vez en su vida no sabía qué camino tomar. Y, como suele ocurrir cuando se anda titubeando, hizo lo peor que podía hacer: tomar por varios caminos a la vez, unos en un sentido y otros en el sentido contrario.» 18:12 del martes Ejemplos como “Marcas de macimiento” y “La balada del café triste” me sirven, ahora mismo, para resaltar el papel de las editoriales. La obra de Nancy Huston llamó en primer lugar mi atención por pertenecer al catálogo de la editorial Rinoceronte.
Rebuscando por las estanterías, siempre me fijo en sus títulos y este es un caso más (como antes lo fueron libros de Ágota Kristof, Carlo M. Cipolla, Philippe Claudel o Arto Paasilinna) de confianza bien ganada. En el caso de Carson McCullers, también debería darse crédito a las redes sociales, puesto que a través de ellas, la editorial gallega informó de una reedición de Carson McCullers. Yo, ignorante, esforzado y encantado por la coincidencia este mes, me dirigí raudo y veloz a la biblioteca (los fondos no son eternos) y, aunque no es su edición la que encontré, me decidí por “La balada del café triste” para continuar mis lecturas de este mes. 10:41 del martes Es una historia sin efecto llamada. Un pueblo perdido, por el que ya no pasa ni una interestatal, en el que Miss Amelia parece la única capaz de lograr lo que se propone. Hasta que la combinación de Marvin Macy y el jorobado Lymon Willis se cruzaron en su camino. El primero parecía condenado tras fracasar su corto matrimonio con Miss Amelia pero regresó, años después, para interponerse en una relación extraña, desequilibrada e inexplicable. Una relación incomprensible para el resto de habitantes del pueblo. Ella le quería a pesar de todo y la metamorfosis de casa en café (revitalizante para el lugar) fue también un proceso por el que pasó la dueña. Su derrota final no fue tanto física (podía con Macy hasta que se inmiscuyó el primo Lymon Willis) como psicológica, por no poder competir frente a un ser despreciable. Su desgracia fue la del lugar, que perdió a su único motor capaz.
Miércoles 19 de febrero 17:10 Resistir es importante. Escribir es importante. Leer es imprescindible. Las librerías son fuente de vida. Y una de ellas cierra pasado mañana. En la cara de la dependienta se refleja la decepción de ver como el mundo ha devorado su proyecto; cadenas multinacionales más grandes, falta de interés del público, internet, la coyuntura o yo que sé han podido con cuarenta años abierta. Me propuse una última visita (la tienda nos envió un mail de despedida a todos sus clientes) como un homenaje, una forma de decir adiós haciendo lo que había hecho tantas veces antes. Por supuesto, es un negocio, yo soy un consumista y la lectura es mi vicio principal. Compré dos cosas, una de ellas ideal para este diario: “Mujer sin hijo” de Jenn Díaz. “La balada del café triste” es historia y la aparición de “Mujer sin hijo” fue providencial. Los puntos clave para decantarme fueron dos. Primero la sorpresa de encontrar algo cuando no lo estabas buscando, la obra de una compañera de G&R (con un currículum ya espectacular) donde poder comprobar sus pasos tras “Belfondo” y “El duelo y la fiesta”. Segundo porque el planteamiento, el estilo y la visión que propone es el siguiente paso natural en mis lecturas de este mes. «Pensó que esa clase de pulcritud era la que apreciaba en su marido y despreciaba en el común de las personas, esa masa que ella llamaba con desprecio gente. No le costó comprender que su marido estaba metamorfoseando al segundo grupo, y aquella hipocresía de pasar a limpio una carta de despedida sería uno de esos reproches mentales que la acompañarían para siempre, parecidos a los que tenía guardados para sus padres, su hermano y, muy pronto, su jefe.»
Jueves 20 de febrero 18:13 “Ignacio no podía imaginarse cómo era aquel dolor pero sí podía imaginarse a Julia muerta de un momento a otro, porque lo había soñado muchas veces: se quedaba con las manos en el vientre, un vientre plano, y la cara más blanca que había visto nunca…” de “Mujer sin hijo”
Viernes 21 de febrero 17:12 «Yo le he dicho que las cosas no sirven de nada si las sientes pero no las demuestras, y se ha quedado un momento en silencio y estaba convencida de que recapacitaría y bajaría del coche conmigo, pero de pronto ha dicho: ¿bajas o qué?» de “Mujer sin hijo”
Martes 25 de febrero 13:52 Supongo que la idea original de cualquier diario es compartir con el papel vivencias, lecturas, impresiones o ideas para, al pasarlas al papel llegar a alguna conclusión. “Mujer sin hijo” me ha demostrado algunos detalles de una manera sutil pero firme. Existe una gran diferencia entre entender algo, creer que lo entiendes, estar de acuerdo y acertar en el análisis. Solo Jenn Díaz (Fusa Díaz siempre en esta revista) puede explicar sus intenciones, planteamientos, ideas o, hablando claro y al grano, lo que pretendía con “Mujer sin hijo”. En realidad, para el lector individual carece de verdadera importancia. Solo contará lo que saque en limpio. Para mí, “Mujer sin hijo” es sutil, sugerente, duro, interpretable, moderno, referenciable, bello, muy bello, muy triste, demasiado realista (connotación nada peyorativa) y muy ambicioso, porque anda a la caza de identidades y verdades universales a partir de identidades y verdades personales y exclusivamente particulares.
Lunes 3 de marzo 22:56 Acabar “Mujer sin hijo” me dejó exhausto. El nivel estaba muy alto y la sensación era que cualquier cosa que viniera después se iba a quedar corta. Además, tampoco se trata de llenar por llenar. La solución, paseo por la Biblioteca Municipal y búsqueda sin prejuicios, sin las ataduras de la caja registradora, porque es poco probable que hubiera comprado “Wassalon” de Claratanit o “Las nuevas soledades” de Marie-France Hirigoyen. «Más que de un rechazo del sexo, se trata de un rechazo de la superficialidad de los encuentros. Por tanto, es falso afirmar que el deseo ya no existe: simplemente ya no se encuentra donde lo esperamos.» En “Las nuevas soledades” Y no es que no hay disfrutando leyéndolos. “Wassalon” es un ejercicio de imaginación combinado con la más cruda realidad. Lavadora es una chica disconforme con su destino. No quiere trabajar en una lavandería y su relación con Patoconejo pasa por demasiados altibajos. Ella es imperfecta, se siente imperfecta y busca su camino. Junto a Monstri parece cercana a lograrlo, pero solo llegará a ese punto cuando ella sea la que lleve las riendas y no se limite a aceptar lo que su entorno (trabajo, amigos, parejas) decida para ella. Me gustaría terminar con la primera pregunta que le realizan a María Xosé Sílvar, del grupo Sés en la revista Luzes número 3, febrero 2014. Enlaza perfectamente con la lectura de “Las nuevas soledades”, porque se trata de una defensa de la diversidad, las elecciones y la normalización de situaciones menos habituales. ¿Por qué quisiste venir a una biblioteca? Porque los libros y la música me salvaron la vida. A la gente siempre la llama la atención mi heterogeneidad, el eclecticismo a todos los niveles. Que cante rock y música tradicional, que sea visceral pero también tremendamente racional, a veces dulce y a veces salvaje, que pueda hablar como una tipa de barrio o de una manera más académica. Pero lo raro es que no sea así todo el mundo.
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Emily Dickinson La Petirrojo que arrumba su Nave y reclama— los Pájaros que perdió Cartas
Begoña Martínez http://oparaisodobesbello.wordpress.com @namarazul
n Begoña Martínez Estamos placenteramente ubicadas en alta mar, tendidas al sol en una balsa de madera, mirando los cielos en flor, engalanados de margaritas y pipas de indio –tus flores favoritas– y admiramos –antes de que se levante la bruma de la memoria– y nos alcance la otra orilla –y nos aleje de Casa, la del Corazón, o tal vez, la del Cielo. Porque –¿Dónde estamos? Miro alrededor. Es el Reino de su– Poesía. Ninguna Rosa, pero me sentí florecer, ningún pájaro –pero cabalgué por el Éter. El verso o la vida. Nada es, y todo puede ser. ¿Cual es el hilo que tejió para ti Ariadna? Pero volvemos del horizonte –del todo puede ser, de nuevo, y sentadas flotamos en la balsa– sobre el agua. Tu canto de sirena, que pareciera emerger entre las olas, misterioso entre la espuma, nos mece mientras el sol nos corona; te levantas, y él nos toma de la mano, y sus labios – nos agasajan con un dulce beso, me levanto, en volandas. Y me susurras –¿El mar no se le acercó a usted tanto que le hiciera bailar? Y río. Y te digo que sí. Entonces, coges tu lápiz de grafito nº 17 y escribes que serías capaz de dar la vuelta al mundo, cabalgando a lomos de un saltamontes, y te agarro de la mano. Me tienta rozar con suavidad tu lápiz, porque quiero ir contigo, y volar, atravesando los bosques, berrando tu palabra más salvaje: No. Ese no –que guió tu destino de Reina del país de la Poesía y te hizo ver la delicadeza en toda vida, como el susurro límpido del latido de un clarín, y de blanco níveo, antes de que se la coma la muerte– a dentelladas –tu Padre, tu Casa, Gilbert, tan pequeño– “¡Abrid la Puerta, abrid la Puerta, me esperan!”, su infancia alcanzó demasiado pronto la puerta – Otis– hasta que solo te queda –tomar la mano del amigo de tu amigo. Ecos y reminiscencias. Y creer en la brujería de esa Puerta. Y prolongar sus vidas con el grafito de tu lápiz mensajero –esperando respuestas. Me preguntas si es olvido o absorción cuando las cosas se marchan de nuestra mente. Y es que ellos están en ti. Son tú, tanto –que se vuelven invisibles a la mente, y me recuerdas que es extraño que lo más intangible sea lo más adhesivo. Así de pie, con la mirada posada sobre el horizonte, alzas tu voz de sirena regia: Muy vacía, muy en paz, la Petirrojo echa la llave al Nido y prueba sus AlasNo conoce Trayectoria pero arrumba su Nave hacia rumoreadas PrimaverasNo pide Melodíano pide Presente, sin miga y sin techo, uno es su pedir: los Pájaros que perdióY el viento calla. Y te vas –con tu voz, surcando el cielo, con el afán de volver a la floresta, con tus maneras rústicas de hombre de los bosques, antes de que anochezca –y pierdas tu corona. Allí me esperas, pero me descuido del tiempo hojeando al vuelo tus cartas, donde tu verso está vivo. Te has ido, pero sigues en alta mar, meciéndote con las ondas. Me acerco a la orilla, sigo sin saber de que lado estoy. Llego a tierra. Atravieso sola –la bruma nocturna de los bosques y escucho tocar el clarín. El frío se evapora y amaneces –dorada.
El manto de la tierra virgen se desparrama en verde y el azul de la bóveda celeste vuelves a sentirlo como Casa. Sitio seguro, como marcan los bigotes de los gatos de tu hermana Vinnie allá por donde pasan, para no olvidar el camino, como garbancitos. Me agarré a una silla que pasaba por allí y bebí de la fuente de tus letras y versos. El agua era tan –blanca. Es irreal, y entonces recuerdo que te leí que la verdad es algo tan raro que es una delicia decirla. Y quiero contar la verdad. Sin atributos. Sin pleitesía. En piedra. Y seguirla con el tacto de los dedos, igual que sigo las líneas de tus versos en el revuelo de tu Reino de papel embriagado de naturaleza. Y comienzo a creer que todo es sueño, como Segismundo –y que los tres hemos pisado el Etna, y su fuego contenido bajo la superficie de la piel y de las rocas. Y hemos impuesto el silencio –al verbo. Y aún así, eres dueña de tu destino, porque eres pájaro que cantas... ¿y por qué cantas, dije, puesto que nadie oye? Mi tarea es cantar –¡y ella alzó el vuelo! Y así poema tras poema, carta a carta, cobijando entre las letras los secretos de tus versos y las flores de tu jardín, por el que paseas desde la infancia, donde vuelves a ser niña y a sentirte heredera- de la tierra que pisas y dueña –del sueño que una vez decidiste cumplir. Casi me voy sin decírtelo, pero no puedo, me quema la punta de la lengua, ¿o serán los dedos? Te sentí poesía, como cuando dices que sabes que lo es, porque te levanta la tapa de los sesos. Me quedaron al aire. Suspendidos, esperando el siguiente verso en prosa de tus cartas –al señor desconocido. No fue de blanco. Como tú. Y me quema el corazón y por un instante, lo vuelve ceniza –hasta que recobra el aliento y bebe un nuevo trago del bebedizo de tu poesía. Y no hay tinieblas, porque aunque pudo haber desazón, pasión desmedida, heridas –o miedo, una electricidad blanca recorre tus poemas e incendia de luz y calidez la madera más empapada por la lluvia y limpia todos los sueños del herrumbre de las vigas de la vida. Y ahora –llueve, y la corriente lo arrastra todo; sólo permanecerá lo que consideremos verdadero. Quédate. Emily es verdad –y misterio, y mientras haya un misterio, ella seguirá cruzando de un lado al otro del mar, en su balsa de madera, aprendiendo a volar, guiada por su maestro. Emily sigue esperando, porque para ella, la dicha está en la antesala de espera, en ese No al que se aferra y que le da fuerza. Quiero –que vuelva conmigo a la balsa, meciendo con ella el silencio de la mañana– antes del amanecer –y tarareando el canto del trueno en la lejanía, que avisa de la tormenta– y seguir el rastro de sus palabras en la oscuridad de las noches que nos acongojan- cuando a solas nos encontramos sin voces amigas alrededor. Quiero que vuelva su delicadeza a llenar todas las cosas, para no perderlas, ignoradas de si mismas; reclamo que vuelva, como ella escribió, antes de morir, primitas... me reclaman. ¡Oh, Dioses! Escuchad, donde quiera que estéis, devolvédnosla, haremos nuestro mayor bien de ella. Este es su Reino, revoloteando entre los bosques, en compañía de las abejas- y su fruto de miel; emergiendo del agua dorada y clara; despertando en la mañana de un día pasajero, si, pero inquebrantable en la huella de nuestra pupila, por un instante –en el horizonte. ¡Abrid la Puerta!
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Donna Leon J. Álvaro Gómez
n J. Álvaro Gómez No recuerdo exactamente quién de mis amigos o amigas me recomendó a Donna Leon. Sí sé, y de eso me acuerdo perfectamente, que con esta escritora tuve un bajón nada más empezar a leerla. Fue con Piedras ensangrentadas, el primer libro que me compré por iniciativa propia. Era una época tranquila y comencé a leerla con ganas; a las pocas páginas necesité parar. Pensé que no era el momento de introducirme en el loco mundo del comisario Brunetti. Fueron muy pocas las hojas leídas en aquel momento, pero me pareció un principio muy clásico; comisario desencantado y un crimen muy inverosímil. Lo dejé aparcado y me puse con otro libro. Algo aparentemente bueno que tengo es que soy de las personas que dan otra oportunidad a esos libros dejados a un lado. Es por eso por lo que, pasado un tiempo, volví a tenerlo entre mis manos. Y reconozco que todo fue muy distinto. Tenía el sabor de un cercano viaje a Italia y, nada más volver a leer aquellas hojas, me fue mucho más fácil meterme en el papel de comisario. Según pasaban las horas pude comprobar que Donna Leon era una maravillosa escritora. Me enganché a ella. En cualquiera de sus libros, además de una intriga magníficamente lograda, tiene una gran importancia la ciudad de los canales, Venecia. Es esencial en la trama y consigue que el lector disfrute del paisaje. Donna nos describe la ciudad sin la necesidad de recurrir a mil quinientas páginas. Y eso es muy difícil. Lo fácil es desarrollar una trama, con muerto e investigación de por medio, en un pesado libro de infinitas páginas que casi mata medio Amazonas en su publicación. Lo complicado es realizar un ejercicio de novela negra, con introducción, nudo y desenlace, en pocas páginas. Salvando las enormes distancias, hacer como el gran Sir Arthur Conan Doyle o Agatha Christie, que en unos libros ligeros pueden resolver misterios policiacos con una sorprendente maravilla, es algo que muy pocos escritores y escritoras pueden llegar a lograr. Donna Leon (Nueva Jersey, 1942) es una escritora norteamericana que está afincada en Venecia. Quizá por ello, Donna nos describe tan bien la ciudad por donde se mueve Brunetti. Es por lo mismo que hace tan creíble los momentos en los que, el maduro comisario, se tranquiliza y se relaja tomando una suculenta comida o un buen vino dentro de un restaurante italiano. La escritora ha puesto mucho énfasis en ese dicho italiano de Mangia, mangia, ti fa bene (Come, come que te sentará bien). Pero también le favorece esa residencia en Italia para introducirnos
y darnos a conocer los entresijos de la política y de la sociedad de ese país. Muchos escritores y escritoras se empeñan en escribir de lugares lejanos, sin darse cuenta que lo mejor para ellos y para sus lectores es que, el escritor o escritora, nos describa y nos narre sucesos, lugares y situaciones verosímiles. Y para alcanzar esa verosimilitud se debe conocer el terreno. Alguien podría escribir sobre Italia y sobre las típicas pizzas y la mafia, pero sólo alguien que anda y vive por sus calles conoce la realidad y sabe desenvolverse puede escribir lo siguiente: “Una de las forma de constatar esto en su más cruda realidad consiste en darse un paseo por la Strada Nuova, la arteria comercial del Sestiere di Cannaregio, uno de los barrios más burgueses y asentados que se puedan hallar en la ciudad.” La escritora tiene una literatura directa, inteligente y, algo difícil, sencilla a la vez. En sus libros toca elementos complejos, y los resuelve y describe con una gran capacidad de raciocinio. Para dar base a sus misterios se apoya en la corrupción italiana, la prostitución o el racismo, y lo hace denunciando el sistema de una forma elegante y limpia. La escritora se introduce en la descarnada realidad de un sector de la sociedad italiana, que se podría transportar perfectamente a nuestra propia geografía, con los comportamientos políticos, la crisis y la corrupción, bajo los brazos protectores de los gobiernos. Utiliza muy acertadamente ese coctel entre suspense y misterio que siempre rodea un asesinato. Donna Leon ha sido y es una viajera incansable. En su juventud visitó las ciudades de Perusa y Siena. Se trasladó durante una temporada a Roma, donde ejerció de guía turística. De allí pasó a Londres, donde encontró su verdadera vocación; la escritura. Gran conocedora y admiradora de Dickens, Shakesperare o Jane Austen, su fama le llegó con la novela Muerte en La Fenice (1992), que obtuvo el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga. En esta primera novela novela nos presenta al comisario Brunetti, personaje central de todos sus libros. Es detective culto y muy locuaz que mantiene ese aire clásico de policía pesimista. Sus libros, traducidos a veintitrés idiomas, son un fenómeno de crítica y ventas en Europa y Estados Unidos. Como anécdota, Donna Leon ha participado en grabaciones de disco de Haendel —que desarrolla desde hace años con el director y musicólogo Alan Curtis y su grupo Complesso Barocco.
Fusa Díaz http://fragmentodeinterior.blogspot.com.es
íaz, página 20
@jnndiaz
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D sa Fu
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Elogio de la vida cotidiana
n Fusa Díaz La novela está entre las cosas del mundo que son a la vez inútiles y necesarias, totalmente inútiles porque están privadas de cualquier razón de ser visible y de cualquier intención; y, sin embargo, necesarias a la vida como el pan y el agua, y está entre aquellas cosas del mundo amenazadas de muerte y que son, sin embargo, inmortales. NATALIA GINZBURG
Que las mujeres de Natalia Ginzburg son tristes, he leído. Y siempre se dice lo mismo: que sus personajes femeninos están cargados de melancolía, son infelices. Que son «mujeres silenciosas, solitarias, a menudo resignadas y aturdidas, que contemplan sus pequeñas vidas, vacías e incoloras, y apenas si pueden recordar unos pocos momentos de felicidad, mujeres que asoman de vez en cuando a la luz para enseguida reintegrarse a la sombra en la que siempre han vivido. Instaladas en el reducido ámbito de lo doméstico, sueñan con tener su propia casa y preparan el ajuar sin demasiada convicción, dispuestas como están a aceptar un matrimonio sin amor, y mientras tanto asisten con perplejidad al ir y venir de los hombres, caprichosos, contradictorios e inconstantes cuando no mezquinos y cobardes», dice Ignacio Martínez de Pisón. Y no seré
yo quien le lleve la contraria, pero esto pretende ser un elogio de la vida cotidiana. Es cierto, son mujeres así: pero no son mujeres así porque Natalia Ginzburg tenga interés alguno en retratar a la mujer de una determinada forma —lo que hace es calcar la realidad. Sí, sus mujeres son así, porque las mujeres son así, también, fuera de sus libros, fuera de todos los libros. «“Pobres de nosotras, las mujeres —dijo—. Nos chupan la sangre. Nos pisotean. No nos miran a la cara durante años y de repente nos miran y se sorprenden de que tengamos arrugas, los ojos cansados, el pelo sin vida”. “Pero tú no tienes el pelo sin vida”, dijo Ilaria. La Rirí se recompuso el moño. “No se nota tanto que está sin vida porque me lo peino así. Pero está sin vida. Por la noche cuando me lo suelto y me lo toco me da pena» (Burguesía). Así, más que un retrato psicológico de los personajes de Natalia Ginzburg, lo que me gustaría es alabar su mirada, cómo se posa sobre lo cotidiano, sobre lo absurdo, sobre la ternura y sobre lo sutil de los días. Éstas son las pequeñas virtudes de la escritora italiana: sabe ver donde los demás no. De la misma manera que en el colegio, para saber cuál es el complemento directo, preguntamos qué al verbo, para entender lo que quiero decir sobre la narrativa de ficción de la Ginzburg, hay que preguntarle al libro de qué va: y nunca va de nada. Va un poco de la vida, va otro poco de cómo una mujer afronta una pérdida o una ausencia, va de cómo la guerra es devastadora, va a veces de cómo nos adaptamos a las nuevas
realidades. Pero, en esencia, va de todo y de nada —un pueblo, una ciudad, mujeres, hombres, niños. No hay nada que sea más importante o menos, no ocurren grandes acontecimientos: todo es sobre lo invisible del día a día, las bromas sencillas de la vida familiar, lo íntimo de una mujer, pero también la tierna brusquedad del hombre. Natalia Ginzburg posee el don de ser indulgente con la pena, con la rutina, con la mediocridad. Es tan misericordiosa con el desorden y lo inútil, que lo convierte en extraordinario. Por eso se cierran los libros con la sensación de que nos han contado cualquier cosa y, en el fondo, está hueca la tal cosa —por eso el personaje se queda. No le importa que no haya un gran estruendo en medio de la novela que lo remueva todo y recoloque. No le importa lo lineal en la trama o en el personaje: todo lo que cuenta es un círculo que no se cierra nunca y que sigue girando incansable incluso sobre lo no descrito; es una enumeración de razones para seguir vivo. «Me caso con él por las siguientes razones, que he examinado atentamente una por una. Porque quiero tener hijos. Porque ya tengo treinta y tres años. Para dar una alegría a mi padre. Porque podré seguir ocupándome de mi casa hasta que mis hermanos crezcan, ya que mi casa y la de los Mazzeta sólo se encuentran separadas por un patio. Porque a nadie se le ha ocurrido nunca casarse conmigo y a Mazzeta sí. Porque es una buena persona. Siempre que mi padre le ha pedido dinero prestado se lo ha dado y nunca se ha enfadado porque no se lo devolviera, sino que ha seguido viniendo de vez en cuando a nuestra casa después de cenar a jugar a la escoba y a charlar con mi padre, y eso que charlar con él no es nada fácil, porque hay que repetirle las cosas un montón de veces. Porque soy pobre. Cuando me case no seré rica, pero seré menos pobre. Porque aquí, en Luco, llevo una vida muy dura y pienso, no sé si me equivoco, que cuando esté casada será más liviana. Nino Mazzeta se casa conmigo por las siguientes razones, que me ha enumerado una por una. Porque no le parezco fea. Porque soy de costumbres sencillas. Porque no le intimido, aunque yo sea licenciada en filología y él sólo haya estudiado hasta quinto de Básica. Su mujer muerta le intimidaba, aunque ella sólo hubiera estudiado hasta tercero de Básica. Era de carácter pendenciero y no fueron nada felices. Porque toco la flauta. Porque cocino mal y a él le gusta comer bien, pero piensa que con un libro de cocina aprenderé enseguida. Porque me conoce desde que era pequeña. Porque conoce bien a mi familia. También yo le conozco desde que era pequeña, pero a mí eso no me agrada demasiado. Me parece que tengo el futuro pegado a las suelas de los zapatos» (La casa y la ciudad). Así son, también, sus ensayos. Diría que el personaje femenino de Natalia Ginzburg no es triste, sino imperfecto y humano; de la misma manera que diría que el yo de Natalia Ginzburg, el de sus artículos y ensayos y relatos biográficos, es imperfecto y deliciosamente humano. De los escritores uno siempre espera, terrible error, que sepan de todo, y que sepan mucho. Se esperan grandes titulares, cierres con broche de oro, respuestas ingeniosas, alguna que otra cita y, a poder ser, una frase contundente que hable de la escritura, del proceso creativo. Otra de las pequeñas virtudes de la Ginzburg es precisamente que no necesita alardear. Y no sólo eso, sino que juega con las cartas descubiertas: nos muestra todas
sus debilidades, sus carencias culturales, sus dudas, su incapacidad —su humanidad. «Todos sus ensayos son inolvidables. No sólo por lo maravillosamente que están escritos, sino por esa forma tan suya de dirigirse a nosotros sin darse importancia, sin presumir de nada ni escucharse a sí misma, a la manera de esas personas queridas que, cuando vamos a partir de viaje, se limitan a llamarnos la atención sobre algo que habíamos olvidado. Y lo que escribe siempre nos sorprende, incluso cuando se ocupa de los temas más comunes o más aparentemente ajenos a nuestras preocupaciones», dice Gustavo Martín Garzo, y no le falta razón. No tiene ningún problema al reconocer sus limitaciones, y eso es lo que precisamente engrandece a la figura de la escritora, que en los ensayos es cercana e imperfecta, tal como nosotros, sus lectores de ficción, esperamos de ella. «Entiendo muy poco de pintura y raramente contemplo largo tiempo cuadros o reproducciones. Sin embargo, me gusta mucho contemplar durante largo tiempo las reproducciones de Edvard Munch. A mi entender, es un pintor grande y maravilloso. Pienso que mi manera de mirar sus cuadros no es la de quien gusta y entiende de pintura sino, por el contrario, una manera bastante tosca, de novelista» (Nunca me preguntes). Pero no mentiré: no diré que esto es un elogio de la vida cotidiana y que no es cierto, o que no es únicamente cierto, que los personajes femeninos de Natalia son tristes y silenciosos. «La felicidad siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido», se dice en “Las palabras de la noche”. Y ése es el poso que deja: más que infelices, tienen una felicidad poco literaria. La Ginzburg no miente cuando dice que no entiende las óperas, que no sabe escucharlas, o que no sabe de pintura y mira los cuadros de Edvard Munch como una novelista —por eso también es honesta con sus personajes y los hace así, capaces de ver la felicidad cuando ya no la tienen. No es fácil: parece, pero no lo es. De su escritura podemos deducir que hay mucha naturalidad, mucha intuición; ni mucho menos: para conseguir tal honestidad, tal apego a la realidad, de una realidad íntima y lúcida, bien característica; para conseguirlo todo con brillo, se necesita muchísimo trabajo. Nada más y nada menos que el que Natalia Ginzburg está dispuesta a hacer por sus historias de nada, de un poco de vida, de otro poco de ternura y bondad. Natalia Ginzburg es una mujer sorprendida por la vida. Anda por el mundo con perplejidad, y se extraña de no comprender algunas cosas, de no poderlo abarcar todo, aunque a otros les resulte tan sencillo. Por eso sus mujeres están hechas del mismo material y a veces nos pueden parecer melancólicas —sólo están asombradas. Es de una riqueza, precisamente porque duda y se atreve a dudar, inigualable; de una sensibilidad extraña, amplia y fundamental. Cuando abrí “Las palabras de la noche”, el segundo libro que leía de Natalia Ginzburg, me encontré con una nota de advertencia antes de empezar la novela: En este relato los lugares y los personajes son imaginarios. Los unos no se encuentran en parte ninguna del mundo y los otros no viven ni han vivido nunca en parte ninguna del mundo. Y ya lo siento, porque he llegado a amarles como si fuesen reales. Entonces lo sospechaba pero aún no lo sabía: que Natalia Ginzburg era una de las mías, y aunque no viviera ya en ninguna parte del mundo, la amaría como si estuviera viva; porque, como decían de Carmen Martín Gaite —en vida ya era eterna.
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Jane Austen, la falsa romántica Anabel Rodríguez http://lapuertadeshecha.blogspot.com.es @achocucha
Jane Austen escribió una serie de novelas en las que el amor juega una parte fundamental. Y no sólo eso. Analiza en sus obras la forma de vida de la baja aristocracia, sus entretenimientos, sus prejuicios, su hipocresía, sus relaciones. El matrimonio como objetivo, como modo de vida para las mujeres deja de ser algo romántico para convertirse en un medio de subsistencia.
n Anabel Rodríguez Imaginad un lugar donde las mujeres (solteras) son relegadas a segundo término, donde no pueden heredar de su padre porque todo pasa de un varón a otro, ya sea hijo del difunto o un sobrino lejano que jamás conoció a la familia, pero que ha tenido la suerte de nacer hombre. Imaginaos un mundo donde las mujeres no pueden trabajar porque el trabajo es algo propio de hombres o de las clases bajas, donde no pasan de ser figuras decorativas y reproductoras. Imaginad que la educación de la mujer es la justa para poder casarse. El único dinero que recibirán vendrá dado por sus esposos. Imaginad entonces, que este (sustento) fallece. En ese momento la esposa e hijas podrían ser expulsadas a la calle inmediatamente y su vida quedaría reducida, económicamente hablando, a cenizas. No, no hace falta que imaginéis mucho más, esa es la Inglaterra que le tocó vivir a Jane Austen, la que nos transmite en novelas como “Orgullo y Prejuicio”, “Sentido y Sensibilidad” o “Persuasión”. En todas se parte de una situación idéntica o similar a la que acabo de narrar. Si tenemos en cuenta esto, probablemente comenzaremos a ver la obsesión de alguno de sus personajes (como la Señora Bennet) por casar a sus hijas, de una forma menos crítica. Nos parecerá un personaje menos estúpido y patético. Puede que, por fin, comprendamos el excesivo interés de esta dama por lucir a sus hijas y casarlas cuanto antes con el mejor partido posible. Esos personajes que nos provocan burla, que resultan despreciables, cobran un nuevo interés a la luz de las circunstancias que les tocaba vivir. Muchos conciben a Jane Austen como una autora romántica. A mí no me lo parece. Creo que es racional en su concepción del amor y del matrimonio, tal vez demasiado sometida al control de los impulsos. Además, en “Orgullo y Prejuicio” Jane Austen tiene la habilidad de crear las dos declaraciones amorosas más lamentables e hilarantes de la literatura de todos los tiempos. La primera de ellas es la del señor Collins (futuro heredero de las propiedades de los Bennet) a Elisabeth provoca sonrojo: su vanidad, su convencimiento de que no puede estar siendo rechazado tal y como le sucede, hace que protagonice una de las escenas más embarazosas que he leído. Por otro lado, está la declaración pretendidamente amorosa de Darcy. Éste cuenta a su enamorada que la ama en contra de su criterio, del sentido común, de la degradación que le supone, de lo indigno que es emparentar con ella... Sinceramente, a cualquier mujer razonable le entrarían ganas de echar a correr y no parar hasta cruzar el canal de La Mancha a nado. El matrimonio no era sólo un objetivo, sino la única solución para la supervivencia de muchas mujeres: no podían acceder al mercado laboral. Sus maridos eran su sustento, la única salida que les restaba. El matrimonio de conveniencia aparece con crudeza en la obra de Jane Austen. Así, cuando Elisabeth Bennet rechaza al Señor Collins, éste (despechado) pide en matrimonio a la mejor amiga de aquella, Charlotte Lucas, que acepta inmediatamente. Sus explicaciones a los reproches que le hace la protagonista son demoledoras “(…)cuando hayas tenido tiempo para reflexionar, espero que entiendas lo que he hecho. Ya sabes que no soy nada romántica. Nunca lo he sido. Lo único que quiero es un hogar agradable; y, teniendo en cuenta el carácter del señor Collins, sus relaciones y su posición social, estoy convencida de que mis posibilidades de ser feliz con él son tan grandes como las de la mayoría de la gente que contrae matrimonio”. Y no son sólo las mujeres las que lo contraen por conveniencia, también los hombres se ven “obligados” a contraer matrimonio con mujeres de clase inferior pero más ricas, tal y como le sucede a uno de los personajes de “Persuasión” (el heredero de los Elliot). Por supuesto que el matrimonio, como expresión del amor de pareja, también tiene cabida y termina por triunfar en las novelas de Jane Austen. Las protagonistas de sus obras luchan por conseguir su
felicidad. Un caso evidente de Cenicienta que lucha por conseguir al hombre de sus sueños es Anne Elliot (protagonista de “Pesuasión”), proyecto de solterona que se ve abocada a cuidar de los hijos de su hipocondríaca hermana menor, a hacer de dama de compañía, a ocupar en definitiva una posición de segunda o tercera línea. Anne logra poner freno a dicha situación y recuperar el amor de su vida tras someterse a diversas pruebas, eso sí, tratando siempre de controlar sus emociones. Otro elemento que, desde mi punto de vista, aleja a la escritora inglesa del romanticismo (al uso) es la ironía, la crítica inteligente y el sentido del humor que contienen muchas de sus obras. Su forma de escribir combate las costumbres estúpidas o los vicios sociales clásicos como el esnobismo , la hipocresía, el egoísmo… El sentido del humor de la autora está presente ya en sus escritos de juventud. Así, en “Amor y Amistad” (que supuestamente fue escrito por la autora a los dieciséis o diecisiete años) comienza el relato titulado “Jack y Alice” de la siguiente forma: “Hace mucho tiempo, el señor Johnson tenía unos 53 años; doce meses más tarde cumplió 54, algo que le hizo tan feliz que decidió celebrar su siguiente Cumpleaños con una Mascarada para sus Hijos y Amigos” (el uso de mayúsculas es literal de la edición Alba). No sé a vosotros pero a mí se me escapó una risa nada más comenzar a leerlo. En estas obras de juventud también ironiza sobre la supuesta debilidad de las damas constantemente dadas al desfallecimiento. Hasta tal punto que no dudó en provocar la muerte de uno de sus personajes a consecuencia de un desmayo. Ese tono humorístico se desarrollará y tiene constantes apariciones a lo largo de toda su obra. Posiblemente sean sus heroínas más inteligentes las que desarrollen en mayor grado esa facilidad para hacernos ver las cosas con distancia, ironía y sentido del humor. La autora no cejará en el empeño de hacernos sonreír, al tiempo que nos muestra defectos tan eternos como el amor: el egoísmo de los parientes que requieren una dedicación exclusiva; la sensiblonería (que no sensibilidad) que se convierte en pura debilidad y molestia; el cretinismo social. También es objeto de crítica por parte de la autora, aunque tal vez con mayor benevolencia, el exceso de impulsividad, y es que Austen somete a sus heroínas a un férreo control de sentimientos. Otro aspecto importante de su obra es cómo nos presenta diversos rituales sociales que se emplean en las clases medias o aristocracia baja para interrelacionarse: fiestas, bailes, cenas, excursiones de caza… El contexto social se encuentra bien descrito y desarrollado. No se nos escapa el hecho de que sus obras gozan de una capacidad innata para ser representadas. De hecho, desde hace unos años las películas o series sobre sus novelas han sido frecuentes y muy bien llevadas a la pantalla. Y no sólo eso, “Orgullo y Prejuicio” ha sido objeto de continuaciones por autoras tan diferentes como Colleen McCullough y P.D James. La primera retoma la vida de la más pacata de las hermanas Bennet (Mary) mientras que la segunda introduce un crimen en Pemberley, la famosa mansión habitada por Darcy y Elisabeth Bennet. Y, claro, no podía olvidarme de la invasión zombi que recibió la novela hace un par de años en “Orgullo, Prejuicio y Zombis”. También el mundo de los cómics ha revisado la obra de Jane Austen, convirtiéndolas en pequeños tesoros de la novela gráfica. Aunque su obra tenga doscientos años sigue atrayendo al público como el primer día (posiblemente más), lo que pone de manifiesto ese algo especial que sólo tienen los clásicos. Pero no es sólo su obra, la propia autora es objeto de curiosidad. Jane Austen es, desde hace mucho y por méritos propios, un mito de la literatura que traspasó los libros. Una escritora inteligente, con sentido del humor, irónica, medida y racionalmente romántica que describe con lucidez la vida de cierta clase de mujer de principios del siglo XIX.
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Envidia (in)sana del útero. De Arundhati Roy a Adelaida Vidal, pasando por Wei Hui Pedro Larrañaga
n Pedro Larrañaga Los mecanismos de asociación del cerebro, esos en los que entran en juego la memoria, el deseo y el caos controlado de nuestro interior, son un fenómeno digno de muchas horas de estudio. Resultan fascinantes esos pequeños pasillos capaces de enlazar el sabor de una magdalena con una casa en el campo o una melodía con un puñal clavado en el estómago. Unos pasillos que, en mi caso, tienen en extremo a un saltador de esquí, uno de esos que se sitúan en lo alto de una construcción que puede llegar a los 60 metros de altura, y en el otro a un escritor o escritora. Un pasillo que no tengo claro cómo se construyó, pero del que resulta indudable la imagen que se dibuja en cada uno de sus extremos. Siempre que me tropiezo en algún lugar con ese saltador de esquí en lo alto de su tobogán gigantesco, algo que ha vuelto a suceder recientemente con motivo de los Juegos Olímpicos de Invierno, no puedo evitar pensar en la primera vez, en la primera vez en que ese mismo saltador llegó a la alto de la plataforma. Sí, porque aunque los participantes en una olimpiada son todos grandes saltadores, con miles de horas de entrenamiento a sus espaldas, para todos ellos hubo una primera vez. Una ocasión en el que la práctica, los ensayos y la preparación queda atrás, para tener por delante tan solo el salto. Y saltan, claro que saltan. Como lector, en muchas ocasiones, me aborda una pregunta semejante: ¿cómo fue esa primera vez? ¿Qué hubo en ese camino hasta lo alto del trampolín, hasta esa cima que deja tan solo por delante el salto? Esas preguntas no llegan siempre, y tampoco llegan únicamente con los mejores libros. Aparecen de forma inesperada cuando en un libro tropiezo con algo singular, algo que, además de servir para contar una historia, nos revela detalles sobre esa persona situada al otro lado de las palabras. En esos casos, junto a la trama, se va dibujando otra narración, una con muchos puntos oscuros y huecos por llenar, una que tienes que construir porque su existencia no ha sido producto del trabajo del autor o autora, sino que eres tú, como lector, quien la intenta levantar, tratando de vislumbrar la otra
realidad, aquella vigente mientras se forjaban las letras que tú ahora, con tu propia realidad al lado, estás leyendo. Cuando eso sucede, el pasillo se hace evidente y el lector está en el medio. En un extremo está el saltador de esquí y en el otro el escritor, y, a fuerza de mirarlos, cada vez se van pareciendo más, tanto que ya cuesta distinguirlos. Tanto que ese pasillo puede dejar de serlo y convertirse en un círculo. Un círculo en el que escribir un libro sea como saltar desde lo alto de un tobogán de 60 metros de altura, dejar de lado el camino sobre tierra firme e iniciar un ascenso tras el que, en la cima, no está la meta, sino el salto. Y después del salto no se sabe lo que habrá. Un salto en el que, al igual que le sucede al saltador de esquí, que está condicionado por su peso, su constitución física, su técnica..., el escritor está condicionado por el peso de su mochila. Esa mochila propia que todos llevamos a cuestas, transportando nuestro pasado, el entorno en el que vivimos, la educación recibida, los refuerzos y castigos sociales, la situación económica y todas nuestras taras físicas y psíquicas, sean estas más evidentes o menos. Una mochila que influye en nuestros movimientos, en nuestras carreras y, por supuesto, en nuestros saltos. Unas mochilas que marcan el modo en el que entendemos el mundo, tanto nosotros como ellos, ya sean saltadores de esquí, escritores o escritoras. Porque es así, saltando, escribiendo, como dejan constancia de ese modo de entender el mundo. Y al verlos saltar, y al leerlos, se hace evidente que, aunque todos seamos seres humanos, personas, hay distancias entre esas percepciones del universo que nos rodea. Una distancia, una diferencia, que siempre engendra una incomprensión, una necesidad de conocimiento para superarla, un camino a recorrer para acercarnos a los extremos del pasillo. Un recorrido construido a base de letras y palabras impresas en un libro, en las que, además de la ficción, también nos cuentan cosas sobre la realidad de esos otros seres humanos situados al otro lado de la tinta. Personas con sus mochilas que, con frases y párrafos, nos permiten adivinar lo poco que sabemos sobre ser un joven
afroamericano en el medio oeste estadounidense, un emigrante latinoamericano en una Europa altiva o un serbio de origen judío que convive con el fantasma de una familia gaseada en la parte trasera de un camión. Son esas mochilas las que nos muestran las infinitas multiplicidades de la existencia humana, todos esos universos que no podremos conocer en la vida, esas otras realidades tan distantes de la nuestra. Un caleidoscopio interminable de emociones, sensaciones, palabras y recuerdos que justifica por sí solo la razón de ser de la literatura. Y es que yo (varón, caucásico, criado en la opulenta cultura occidental) no podría saber nada de esos otros yo si no fuera por todos esos libros. Por ese motivo, cada vez que un libro me obliga (e insisto, no siempre tienen por qué ser los mejores libros los que despierten esa curiosidad) a pensar en ese otro yo situado del otro lado del pasillo, sé que he vencido, que esa lectura me muestra otra de esas realidades que no conozco, y que no conoceré jamás, porque ya no tengo posibilidad de ser otra cosa que un varón, caucásico, hijo de la cultura occidental. Es en ese momento cuando se despierta mi envidia. Se levanta, furiosa, molesta por haberla sacado a golpes de su plácido sueño, mezclando su enfado con la curiosidad (la envidia siempre es curiosa) para examinar a ese otro que está al final del pasillo. Es una envidia (in) sana, consciente de que nunca seremos, ella y yo, ese otro, que no hay opción de ser el joven afroamericano, el emigrante latinoamericano o el serbio de origen judío. Una envidia que lee conmigo, más atenta que yo a ese detalle de la lectura que haga necesario saber más sobre quien levantó aquella historia. Una envidia más rápida de reflejos, más ágil, que no duda en abrir Google y escribir el nombre impreso en la portada para ver que es... ¡una mujer! Sí, las mujeres también escriben. Dicho así parece una perogrullada pero, en realidad, para mí y para mi envidia fue una revelación. Un descubrimiento. Repasando todos los títulos que componen mi biblioteca personal (muchos menos de los que me gustaría), he de reconocer que son mayoría los escritos por varones caucásicos hijos
de la cultura occidental. Sí, es cierto, son libros escritos por aquellos como yo, con mochilas que se parecen a la mía. Sí, es cierto, y también triste, son libros que hablan de aquello que ya conozco, que he vivido, de un modo u otro. Son libros que pueden, o podrían, hablar de mí. Pero aquel otro, aquel escrito por una mujer no hablaba de mí. No podía hablar de mí. Ese libro fue “El dios de las pequeñas cosas” de Arhundati Roy, una obra que pongo, sin ninguna duda, entre las imprescindibles para cualquier persona (hombre, mujer, caucásico o no, guapa o fea...). Un libro de esos que te dejan claro que el personaje al otro lado de las palabras es más grande que esa obra que te ha dejado el pecho lleno de muescas (muescas de emoción, de dolor, de belleza y de lecciones aprendidas). Sí, Arundhati Roy (mujer, hindú, rebelde) es mucho más que todo el reconocimiento ganado con “El dios de las pequeñas cosas” (ganador del prestigioso premio Booker en 1997). Arundhati Roy, la misma que no ha vuelto a escribir otra novela de ficción, la misma que ha destacado como una de las intelectuales más relevantes del siglo XXI, autora de ensayos de gran calado sobre la situación social en la India, atacado desde muchos frentes (señal de que se dicen verdades) y figura imprescindible de los movimientos por la justicia global. La misma Arundhati Roy que me dejó clara la distancia, y la incomprensión, entre mi yo y el de una mujer. Sí, las mujeres como Arundhati, y muchas otras, escriben. Escriben a pesar de los estereotipos de género, del sexismo de toda industria cultural y comercial, de la idealización de la imagen, lastre que pesa mucho más en el caso de las mujeres, y de todos los condicionantes económicos. Sí, a pesar de todo eso escriben. Escriben y hacen que mi (in)sana envidia de las mujeres, y su útero, crezca. Ese útero que marca la diferencia elemental entre un varón y una hembra, al menos en el caso de los mamíferos. Un útero que mi buen Sigmund Freud, al que la sociedad occidental tanto debe por haberle suministrado una colección de mitos sobre los que explicarse a sí misma (lo que no quiere decir que las explicaciones o los mitos sean verdaderos, sino que son esenciales para la construcción del
discurso-justificación de la sociedad), concebía como el origen de la histeria. Una histeria, por definición y por la presencia del útero, esencialmente (¿únicamente?) femenina. Una histeria, o la consideración de histéricas, que las mujeres también cargan en su mochila. Y aun así escriben, haciéndome saber que hay otras historias y mochilas que no conozco. Mi encuentro con Arundhati Roy provocó un cambio en la hoja de ruta de mis lecturas. De pronto, el sexo del autor o autora era un factor a tener en cuenta, un detalle que ya no podía pasar por alto porque pasarlo por alto sería aceptar el status quo dominante en la producción literaria (el de los varones, caucásicos e hijos de la cultura occidental). Fue así como llegué a Wei Hui, una escritora que unía al hecho de su condición de mujer su nacionalidad, china, otro factor de interés. A fin de cuentas, gran parte de mi curiosidad sobre los entramados de la cultura china y esa Revolución Cultural tan difícil de definir, sólo se había satisfecho a base de textos firmados por hombres. Una escritora que procedía de un país en el que nacer mujer era un problema de estado, algo que debe añadir un peso muy importante a su mochila. Una mochila que moldeó “Shangai Baby”, el título por el que Wei Hui pasará a la historia, el mismo que le permitió salir de China, de la mano de esa Cocó con la encontré otra perspectiva del sexo (la de una mujer joven), que reproducía en sus encuentros carnales la misma disociación de su vida real: por un lado, el amor tierno y reconocible de un joven chino impotente (aquí Freud tendría también muchas cosas que decir), reflejo de aquello que ya conocía (China); y por el otro, el sexo apasionado (esencialmente fálico) de ese varón alemán, representación física de todo lo que
idealizaba e idolatraba (la cultura pop occidental). Una dicotomía que Wei Hui resolvió en vida asentándose en New York para escribir sobre esa misma cultura pop occidental, tamizando ligeramente sus escritos por el filtro de un cristal chino. Las últimas palabras de “Shangai Baby”, lejos de terminar con mis dudas e ignorancias, levantaron otras (lo que siempre es un piropo hacia un libro). A fin de cuentas, esos otros yo (femeninos) con los que había alternado, tenían más diferencias con respecto a mi realidad que la de ser mujeres, sino que eran mujeres forjadas en entornos tan distantes como los de la India y China. Decidí entonces acotar todavía más mi búsqueda. Repasé parte de los condicionantes socioeconómicos de mi mochila (varón, caucásico, hijo de la cultura occidental, gallego, con aspiraciones literarias) y modifiqué la variable sexo. Fue así como encontré a Adelaida Vidal, responsable de “Olladas” (Premio Vicente Risco 2011 de Creación Literaria, la primera mujer en ganarlo desde la creación del certamen), una joven (1986, A Coruña) que, a pesar de crecer en un pedazo del mundo que espera muchas cosas de una mujer (que sea guapa, lista, delgada, simpática...), a pesar de que ese pedazo del mundo no espera que escriba, aun así, escribe. Escribe, por suerte para mí, para mostrarme otra perspectiva, la de una mujer, de un triángulo amoroso de lados desiguales en este mundo que compartimos ella y yo, pero en el que podemos vivir de formas distintas, que podemos percibir de modos distintos. Ahora lo sé, gracias a que ella, y ellas, escriben. ¡Qué envidia!
ez, rígu d Ro
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18 Ana be l
La mujer libre
acerca de Simone de Beauvoir
Annie Costello http://anniecostello.blogspot.com.es @antesforias
n Annie Costello Que las niñas jueguen a ser mamás y los niños a superhéroes es una cuestión cultural; lo tenemos asumido. Cualquiera hoy podría decir que se basa en un mito aprendido e inculcado tras varios siglos de roles de género diferenciados. Sin embargo, no siempre fue así. No hace mucho que aquello que llamamos ‘igualdad’ era considerado subversivo. Y el progreso es obra de las mujeres que, con su trabajo, sus reclamos o su simple experiencia, consiguieron inclinar algo más la balanza a nuestro favor. Una de ellas fue Simone de Beauvoir. Filósofa, escritora y –ante todo–, su única dueña. Más allá de ensayos y novelas, en su biografía encontramos una historia digna de contarse. La historia de alguien que, dejando de lado las convenciones, vivió de la forma que quiso y se hizo su propio camino. Una inspiración no sólo para una feminista, sino para cualquiera que aspire a comprender la libertad.
Una joven formal
«Nací a las cuatro de la mañana el 9 de enero de 1908, en un cuarto con muebles pintados de blanco que daba al Bulevar Raspail». Así comienza Memorias de una joven formal, el primer volumen de su autobiografía, en la que nos cuenta cómo creció en una familia burguesa, tradicional y católica. Ya en su infancia descubrió el ocaso de la religión, y entendió que somos responsables de nuestras elecciones. Y tal vez todo empezara con esa conclusión temprana sobre la libertad del individuo; la cuestión es que, más tarde, Simone llegaría a alzarse como uno de los principales exponentes del existencialismo. Su padre siempre fue partidario de educarla y proporcionarle cultura; pero como mujer, no encaminada a devenir una intelectual sino a deslumbrar en los salones parisinos. Y quizá habría acabado llevando la vida acomodaticia de las jóvenes que la rodeaban, pero en su adolescencia se sucedió una trampa del destino. La familia De Beauvoir sufrió reveses económicos y se vio obligada a vivir de forma modesta. Simone fue alentada entonces a acudir a la universidad, ya que en el futuro debería mantenerse sola. Asiste a la Sorbona y escoge Filosofía, donde destaca inmediatamente por su gran inteligencia. Sin duda uno de los legados más preciados que le dejó la facultad fue conocer al joven Jean-Paul Sartre, quien se convertirá en su compañero de por vida. Sartre, que se siente atraído por el ingenio de Simone, la llama cariñosamente Castor –por lo similar de su apellido con la palabra inglesa beaver–. Su relación, de fuerte componente intelectual, se prolongará hasta su muerte, y fue tan intensa como poco convencional. Nunca se casaron y nunca vivieron juntos, pero fue un amor permanente y estable, enfocado a comprender al otro en lugar de a poseerlo; a entender y alentar sus deseos, en lugar de reprimirlos. El término ‘compañeros’ parece acertado en su caso, y ambos aceptaron la lista de amantes que tanto uno como otra acumulaban. «Estoy dominando mi amor por ti y tornándolo hacia adentro en un elemento constitutivo de mi ser». (Jean Paul Sartre a Simone, 1929) Curiosamente fue la aventura con una de sus alumnas lo que propiciaría que la apartaran de las aulas. Quizá providencialmente, ya que, en adelante, Simone se dedicará por completo a la escritura.
Fundando proyectos como la revista Tiempos modernos, será una habitual en los círculos intelectuales de París.
No se nace mujer, llega una a serlo Si algo catapultó a Simone al Olimpo fue El segundo sexo, una de las obras fundacionales del feminismo. Este ensayo se publicó en 1949 y de inmediato suscitó la agitación entre sus lectores. En casi mil páginas, Simone analiza la condición de la mujer en la sociedad occidental, sirviéndose para ello de la historia, los mitos, la biología... La repercusión fue tal que llegaron a la autora cientos de cartas, generalmente de mujeres a las que el libro había influido especialmente.. «No se nace mujer, llega una a serlo». Con esa frase, breve y contundente, Simone echa por tierra el determinismo biológico que ha condicionado al sexo femenino. Tener útero no implica tener el deber de ser madre, defiende Simone. La fisiología no debe condicionar más de lo inevitable la vida de la fémina. En esta tesitura, habla también de temas entonces vetados: el aborto, la prostitución, la menstruación, el trabajo... y es que para Simone, la posibilidad de acceder al trabajo es la posibilidad de emanciparse del hombre, y alcanzar así una plena independencia. El suyo es un feminismo curioso, casi casual, pues en su época no existía un movimiento feminista militante. Sería más tarde cuando las feministas posteriores rescatarían El segundo sexo de las estanterías. Y sin embargo podemos, sin duda, hablar de feminismo y Simone a la vez. Un feminismo al que también llega su pensamiento existencialista: la mujer, como ser humano, es su propio proyecto. Privarla de ello es violentar un derecho que le pertenece. «Ningún destino biológico, psíquico, económico, define la imagen que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; el conjunto de la civilización elabora este producto intermedio entre el macho y el castrado que se suele calificar de femenino. Sólo la mediación ajena puede convertir un individuo en alteridad». No es el feminismo una doctrina sustentada en el odio al macho, como aún se cree. No pocos amigos de la autora, como el filósofo Albert Camus, se sintieron escandalizados por la publicación de este libro, y Simone pasó a ser blanco de innumerables críticas. Pero ella siempre apostó por la igualdad, por la complicidad, al igual que ella misma fue compañera e igual en sus relaciones. No obstante, no le faltaron los detractores que la acusaron de predicar sin ejemplo. Tras la publicación de su correspondencia con su amante americano, Nelson Algren, no pocos la acusaron de amar de la misma forma que juzgaba: como una modistilla. El tono tórrido y sentimental de las cartas chocaba con la imagen conocida de Simone de Beauvoir. «¡Nelson! Seré buena, me portaré bien. Ya verás, fregaré el suelo, haré la comida (...), haré el amor con usted diez veces por la noche y otras tantas en el día aunque tenga que cansarme un poco.» Cabe pensar que estas frases fueron escritas en tono burlón. En cualquier caso, ¿es lícito culpar a alguien de sus propios
sentimientos? La certeza de que tras una mujer lúcida, liberada, había también un ser ciegamente apasionado, no invalida su obra. Y tampoco su pensamiento.
Mujeres no ficticias Encuentra Simone, en la literatura, el escenario en el que exponer sus ideas filosóficas. En sus obras teje un excepcional tapiz de angustias y tribulaciones, en las que retrata la sociedad de su tiempo. Un buen ejemplo es La vejez, un ensayo en el que compara a los ancianos como la nueva clase social excluida. Pero su especialidad es la crítica a los límites y la ambigüedad de las relaciones amorosas usuales. En La invitada, este tema se encuadra en el relato de un complejo triángulo amoroso. En La mujer rota, es el diario de una mujer que descubre que su marido la engaña. La mujer rota es la crónica de un abandono anunciado, de cómo saben desmoronarse los pilares que nos sustentan. Monique averigua que su marido tiene una amante. A partir de entonces su vida cambia de raíz. Tradicional y burguesa, no tiene trabajo y sus hijas que ya no viven en casa. ¿Qué le queda después de todo? Nada, salvo su resistencia. Al principio aceptará el affaire de su esposo con resignación y fría lógica, convencida de que algún día habrá de terminar. Pero poco a poco, se enfrenta a la dura
realidad. A sus cuarenta y cuatro años, está sola como no pensó que estaría, habiendo dedicado la vida al hombre que amaba. Un hombre que ha olvidado su entrega y ha elegido marcharse. Mirando atrás, lamenta no haber sido más cauta a la hora de cavar su tumba. «Por su silencio, Maurice me ha negado la posibilidad de una ruptura (...). Había elegido para abandonarme el momento en el que ya no tenía a mis hijas». Es innegable el don de Simone para coger algo tan cotidiano como la infidelidad, y hacer con ella una trama absorbente. Una que abarca los dilemas del amor contemporáneo, y la crítica a un sistema que ella misma rechazó. Simone rehusó la maternidad, pues sabía bien que vivir entregada a su obra tenía un precio. Rehusó la monogamia y la heteronormatividad, pues le negaban vivencias dignas de experimentarse. En resumen, rehusó todo aquello que iba en contra de sí misma y sus principios –lo que no impidió, obviamente, que amara y deseara como un mortal–. Y aunque probablemente compartiera más de una semejanza con las protagonistas de sus libros, no puedo pensar en ella como una mujer rota, sino como la mujer libre. Acaso hay mayor libertad que la medir nuestra propia vida.
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Freak show (literario) particular: Isabel Mellado y Marina Perezagua Raquel G. Otero
Las analogías y parentescos de este artículo son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
n Raquel G. Otero En 1932 Tod Browning daba vida a La parada de los monstruos prescindiendo de efectos especiales de maquillaje a excepción de una breve escena final. Una de las consecuencias directas de la película fue la adopción del término freak para designar lo anómalo, lo extraño. Desde entonces hasta Carnivàle, hay una manera de entendernos al hablar de freak show: el espectáculo de lo oculto y lo remoto, en el que mostrar individuos con capacidades o características inusuales, sorprendentes o grotescas; extravagancias, artes circenses, demostraciones atléticas o performances de habilidades singulares. Es la querencia por lo singular (si es que esto tiene algún sentido) lo que me trae aquí. Hablaré sobre dos primeros libros, y un segundo. Hablaré de Marina Perezagua y de Isabel Mellado. A cara lavada.
Pasen, y vean El particular del título de este artículo lleva un rótulo en neón: uso parámetros propios. Escribo esto como quien escribe cartas al director. Acabo dejándome llevar por las recomendaciones de amigos, libreros y entendidos pero, para qué mentir, por muy poquitas. Leo reseñas, leo críticas y, sobre todo, leo libros. En un momento en que abastecerme con tantos títulos (y novedades) como quisiera me es, por causas ajenas a mi voluntad y a mi bolsillo, imposible, no se me ocurre nada más amargo que terminar un libro con sensación de hoja de reclamaciones: querer que me devuelvan el tiempo de vida empleado en leerlo. Luego está la cuestión be: atreverse con un autor que no has leído y que apenas han leído; con un novel o con uno no tan novel, o lo suficientemente bien acompañado como para que todo sean reverencias ante la obra de Fulanito, y termines no sólo renegando de Fulanito (a ver, porque exagerar está feo cuando el crítico, el literato, es consciente de ser tamiz del panorama desde el púlpito de lo consagrado), sino también de quien tan fervientemente lo recomienda. Descreídos, ávidos y sin un referente de acero: solos ante el peligro, nosotros y la mesa de libros. Lo usual, lo que ocurre o me ocurre casi todas las veces, es optar por uno de “Los Grandes”, libros, escritores y escritoras indispensables y pendientes, donde
se supone que el margen de error es más pequeño, y si no lo es, asumes que es culpa tuya. Pero en alguna ocasión voy, y me lo llevo, el otro, por intuición, bajo mi responsabilidad. El vértigo de elegir. Tengo mis autoras predilectas, más clásicas, más extranjeras, más difuntas: Carson McCullers, Wislawa Szymborska, Angela Carter, Lydia Davies, Shirley Jackson, Djuna Barnes, Dorothy Parker, Paola Capriolo, Annemarie Schwarzenbach, Agota Kristof, Marguerite Duras, Clarice Lispector. El largo etcétera. Apuestas seguras. Y sin embargo a la hora de afrontar este artículo, las primeras opciones para hablar de escritoras han sido escritores. Dedicar estas letras a un nombre de mujer tras el que se ocultara un hombre era la segunda mejor opción, la más apetecible; qué mejor manera de igualdad que no ver la diferencia. Campañas globales, #readwomen2014. Marque la casilla: H - M; no lo veo. Pero esa inercia inicial resulta curiosa hasta el punto de meter el dedo en esta llaga y preguntarse quién, quiénes, qué congéneres, contemporáneas, me han hecho cerrar un libro y decir ¡Bravo! Lejos de tanto caballo (yegua) ganador por bueno o por clásico, en las inmediaciones de la vanity fair letraherida (horreur), monto mi propia feria de fenómenos patrios o residentes en, además de vivos, -que no llamo apuestas porque sean autoras malditas que vengo yo a rescatar ni mucho menos, sino porque son las mías y las cuento con los dedos de una mano; que no lo son porque alguien lo diga, sino porque me han conquistado; y que no digo que no haya otras, digo que por ahora tengo éstas- , y declaro amor fou a los cuentos de Isabel Mellado y Marina Perezagua, porque ya dijo Celia Amorós que el amor (y por extensión, el amor por un libro/ discurso literario) si no es fou, no es ni fu ni fa. Por más filtros, abalorios y etiquetas que se le pongan.
Isabel Mellado o la partitura del talento Llegué a Isabel Mellado antes en la vida que en los libros. Que sea un ser excepcional nada tiene que ver con su literatura, o sí. Isabel es un ser diáfano, luminoso. Abrí El perro que comía silencio (Páginas de Espuma, 2011) con reservas y cierta intención armada
Fuente imagen Isabel Mellado: www.conoceralautor.com
de objetividad, mecanismo que no fue necesario poner en marcha. En la contraportada del libro aparecían unas palabras de Hipólito G. Navarro (H) y eso ya era una garantía, no por hombre, sino por Hipólito. Lo leí de una sentada con el ritmo del trago de un zumo de pomelo. Buah. Sucede que a veces alguien nos regala el entusiasmo. Y punto. El perro que comía silencio es un concierto de tres movimientos: cuentos, cuentitos y cuentecitos. Así los llamo cuando les paso la mano por el lomo, porque volver a ellos cada cierto tiempo es purgante. Ya saben, uno de esos libros de los que es imposible citar un buen fragmento porque acabarían copiándolo entero en una agenda: “Ojalá me alcance el dinero para alguna mala intención, un par de sospechas y al menos una corazonada”/ “El compás es la unidad de tiempo que menos hiere”/ “Dormir es cicatrizar”/ “La boca puede ser un imperio”. No destriparé más a este perrito, pero anoto: Cuatro horas al cubo, Tampoco poema, nosécuántosmás, esa sutileza tan de Isabel. La magia de la elocuencia, solvente y disolvente; sin una palabra de más para decirlo todo y callar con elegancia. “Acaecieron muchas otras cosas, tantas ciudades y rostros. Mucho adjetivo, tres o cuatro verbos de cuidado, incontables síes y noes, y probablemente más peros de los necesarios”. En estos tiempos tan de 2x1, acudan; la prosa de esta chilena es retiro y es bálsamo. El trazo de Isabel Mellado no es dicho, es dicha.
Marina Perezagua y la fisilogía de la letra No conozco de nada a Marina Perezagua. Nada ni nadie me comprometía con su lectura, y de ser por las buenas y numerosas críticas que le han llovido, ya digo, no hubiera leído Leche (Libros del Lince, 2013). Quizá sea eso de “voz esquinada”, o lo “aparentemente crueles” de sus relatos lo que provoca la curiosidad. La tangente. Hay un pálpito aquí que no sé explicar. Pido el libro, me lo traen. Una vez leído empezaría aquí a escribirlo todo en mayúscula, tremendo. Acto seguido pido Criaturas
abisales (Libros del Lince, 2011), tanteo a la autora a contramano. Leche es una GOZADA que invita desde el título al ser humano, a la inmersión. La leche como nexo y prenda, para no soltarse; ni inseminadora ni láctea, vertiente nutricia y seminal. Es la crudeza efectivamente lo que más se repite en las opiniones sobre este segundo libro de Perezagua. Hay sorpresa, congoja, alivio; hay una voz levantando el velo de lo indecible, entre el erotismo y lo híbrido, aligerándonos a veces la carga del tabú. Cinco sentidos puestos en fuga y, casi sonando, la voz de Marlon Brandon, el Coronel Walter E. Kurtz: “El horror. El horror tiene rostro. Tienes que hacerte amigo del horror. El horror y el terror moral deben ser amigos, si no lo son se convierten en enemigos terribles, en auténticos enemigos”. Me encanta el olor a resistencia por la mañana. Hay relatos capaces del escalofrío, de poner el cuarto oscuro a ventilar. En sus páginas, la autora salta a la comba, alegremente, con la delgada línea que separa las trilladas instancias de la primera tópica freudiana. Honestidad literaria, literatura proteica. Es la de este libro, y se nota, una escritura a pulmón. Una magistral crudeza, sí, que en la literatura de Marina Perezagua deja al lector desleído, acantilado, exhausto; empatado a cero con el mundo. Dispuesto para el destete. Segunda, cuarta, sexta acepción de fenómeno No contrapongo, sumo. Son títulos con diferentes padecimientos: la literatura con agujetas. La resaca de poner el músculo a pleno rendimiendo y, luego, el placer y el oxígeno. Despliegue escénico: elasticidad, contorsionismo, ventriloquia, salto insólito, escapismo, burlesque, vodevil. Una sublime exhibición de rareras. Entre tanta lista de escritoras que deberían no perderse, leer o seguir en Twitter (sin ánimo de desmerecer), vayan a las librerías, busquen, juéguensela. Como lectores pidan lo suyo. En el cartel de mi imaginario femenino contestatario, Isabel Mellado y Marina Perezagua nos miran atentas desde otro plano, preciosas, con letra bellísima: mi Venus barbuda del horizonte literario actual. Me inclino.
Verónica Lorenzo http://pantuflasdecor.blogspot.com.es
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Los Pazos de la Mujer Española
Dijo Mª Antonia Vidal en el prólogo a Cien años de poesía femenina española e hispanoamericana: 1840-1940 (Editorial Olimpo, 1943) que “es indudable que todavía ninguna escritora, es posible que nunca ninguna escritora, llegue a la altura y profundidad, a la vez, de un gran escritor.” ¿Apostamos cuántas personas piensan lo mismo todavía ahora? Hubo un tiempo en el que, osada de mí, me “adelanté” a las lecturas recomendadas (donde, puedo asegurar, no había en la lista ninguna mujer) y leí los cuentos de doña Emilia. No sabría explicarles el cómo fue, pero la literatura de doña Emilia se me figuraba distinta a todas las demás. En este punto tendría yo que explicarles la gran diferencia en las enseñanzas (o introducciones a) de la literatura española y de la literatura gallega, donde en la primera se hace más hincapié en la gramática, y en la segunda, si bien la gramática importa (y mucho), la literatura toma más protagonismo. Cierto es que podríamos añadir aquí argumentos históricos y políticos, la una se conoce más de forma natural y la otra es necesario mostrarla, siendo ésta y no aquélla nuestra cultura base. Pero la herida histórica no viene al caso más que para indicar que del tiempo de doña Emilia, se nos nombra únicamente los señores Clarín, Benito Pérez Galdós, Juan Valera, José María de Pereda y Pedro Antonio de Alarcón, destacando especialmente los dos primeros. De doña Emilia y Fernán Caballero, apenas unas líneas biográficas y un título representativo. ¿Cómo podría yo conocerla más profundamente si en los manuales oficiales se le resta importancia, casi que accidentalmente? El título representativo eran siempre La Tribuna y Los Pazos de Ulloa (en alguna ocasión recordaban que éste tenía una segunda parte, La Madre Naturaleza), quizás porque marcaron un hito en la historia de la Literatura española, la primera por tener de protagonista a una mujer obrera, una cigarrera de la Fábrica de Tabacos; y la segunda por marcan en cierta medida el inicio del naturalismo en España. De Los Pazos de Ulloa nos ocuparemos en esta ocasión, pues, a pesar de que el protagonista es el capellán don Julián, me temo que el peso de la historia lo llevan más bien las mujeres, todo gira en torno a ellas, a Sabel, a Nucha y sus hermanas, a la madre de Julián. Si tratamos de imaginar esta novela con un desarrollo distinto sin estas mujeres, nada tendría que ver y el mensaje de doña Emilia se perdería entre las páginas de este libro.
Los Pazos de Ulloa o estudio del sentido de la existencia humana Nos cuenta Marina Mayoral en la introducción de esta novela que “las novelas de los pazos aparecen como un hito importante en una trayectoria narrativa en la que se plantea repetidamente el sentido de la existencia humana, la búsqueda de un camino para ese ser acechado por el mal y el dolor.” A lo largo de la obra literaria de doña Emilia, es éste, sin duda alguna, uno de los temas
fundamentales, la búsqueda incansable del camino correcto, hallando en la religión las directrices precisas. Julián y Nucha buscan ese camino en la obediencia y sumisión a la familia y a la religión. Julián llega a los pazos donde reina más el caos que el orden y se pone como meta administrar cristianamente el hogar de don Pedro, es decir, arreglar un buen matrimonio para el señor buscando así instaurar el orden natural de toda casa hidalga: los siervos con los siervos y los señores con los señores. Pero he aquí que, sin pretenderlo, busca la tragedia para sí y para los pazos de Ulloa. De entre las hijas de don Manuel de la Lage, tío de don Pedro, se encuentra Marcelina, o Nucha, a quien Julián recomienda como esposa a don Pedro. La señorita es todo lo contrario a Sabel, la mujer que sirve en casa de don Pedro y con quien tiene un hijo bastardo, Perucho. Sabel, al contrario de Nucha, cuenta con la ayuda de su padre Primitivo, mayordomo y buen cazador al servicio (o no tan así) de don Pedro. Ya a las pocas horas de conocer Julián a estas gentes, llegó a esta conclusión: …se le figuraba Sabel provocativa, Primitivo insolente […], y en cuanto al marqués […] Julián recordaba unas palabras del señor de la Lage: -Encontrará usted a mi sobrino bastante adocenado… La aldea, cuando se cría uno en ella y no sale de allí jamás, envilece, empobrece y embrutece. Palabras que describen muy bien a los principales personajes originarios de los pazos, de un don Pedro que se hace llamar marqués pero no es tal, que es dominado por su mayordomo Primitivo y que recurre la violencia cuando las cosas no son de su gusto. Sin embargo, estas circunstancias parecen mudar cuando Nucha es escogida por el marqués para ser desposada, haciendo así su ingreso oficial en los pazos y el inicio de la tragedia. La naturaleza salvaje, indomable, hizo mella en el ánimo de la señorita Marcelina, debilitándola mientras un impotente Julián trataba de socorrerla rezando, rezando, rezando a todas horas que tuviera libres, dando misa exaltado, buscando en Dios la guía que necesitaba Nucha para sobrevivir. Pero ya lo decía el médico de Cebre, Máximo Juncal, que A las mujeres se les da en las ciudades la educación más antihigiénica: corsé para volver angosto lo que debe ser vasto; encierro para producir la clorosis y la anemia; vida sedentaria,
para ingurgitarlas y criar linfas a expensas de la sangre… Mil veces mejor preparadas están las aldeanas para el gran combate de la gestación y alumbramiento, que al cabo es la verdadera función femenina. Nucha, habiendo recibido una educación más cuidada y “apropiada” entonces para su estatus, se encuentra con que en el campo nada es igual, que la naturaleza vuelve salvaje, aísla o vence a quien vive en ella. Y carga con los disgustos que le provoca la gente que le rodea “…que siempre me suceden a mí desgracias por cosas que no tengo la culpa…” dice en un momento Marcelina a Julián, cuando la decepción y la desilusión son más fuerte que las ganas de enfrentarse a don Pedro y poner en orden el hogar, su hogar, porque nunca fue suyo. Hasta el momento en que dio a luz a una niña, a la joven Manolita, la felicidad que pudo haber vivido junto con su marido don Pedro había sido una ilusión, todas las atenciones que él ofrecía a su amada esposa cayeron en cuanto la pobre Nucha no cumplió su cometida, el darle un heredero que ya antes Sabel le había entregado. Cayó en desgracia, dejose vencer por los miedos y la soledad que sólo apagaba la compañía de Julián. Y aún así, no fue suficiente.
El valor de la mujer pardobazaniana A los habitantes de estos pazos las desgracias que les ocurren no son por cosas que tengan la culpa, se convierten en víctimas de sí mismos, debilitados y vulnerables. Y si Nucha sale vencida de la batalla contra la realidad, Julián logra huir aunque regresará. Bien inicia así el último de los capítulos de Los Pazos de Ulloa: Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años comprenden un período de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de Ulloa, que no me dejarán mentir. Los pazos, como custodia del tiempo, del secreto, de las voces. Como testigo de generaciones de mujeres que, sumisas primero, no se rinden tan fácilmente por el tiempo que les toca vivir. Doña
Emilia levanta sobre este solar la historia de una sociedad que se va deshaciendo a destiempo, de un feudalismo donde el siglo XIX-XX viene de a poco, donde las mujeres se refugian en sí mismas y buscan en la religión o en el trabajo diario el consuelo de las injusticias que sufren su sexo. Rezar para no pensar, trabajar para no hablar. El silencio es arma de las mujeres de los Pazos de Ulloa, no así en La Tribuna, donde su protagonista Amparo habla, habla, de política, de justicia, de trabajo; les lee a las mujeres, les enseña a pensar por sí mismas. Las cigarreras son todo lo contrario a Sabel, Nucha y Marcelina. Donde unas se guardan en el silencio, las otras lo hacen en la palabra. Es, puede ser, la evolución de doña Emilia en su vida, guardándose en el recato de la infancia, del no saber, del no comprender, para después combatir con todas las energías posibles la desigualdad que sufren las mujeres, que ella misma sufrió a lo largo de su vida. No podemos olvidar la posición privilegiada desde donde actuó, sin embargo tiene muchísimo más mérito esa preocupación por la educación en todos los estratos sociales, donde era más fácil que un joven labrador recibiera una educación superior, que la joven de más alta cuna. Tampoco su lucha por acercar la literatura feminista que se hacía entonces a una España convencida de su deber de ocultar estas obras del diablo. Sus valores se transmiten a través de sus obras, donde las mujeres son combatientes desde diferentes puntos de vista. Marcelina se da cuenta en su momento de su desventaja al ser mujer en esta sociedad, prefiriendo mil veces haber tomado los hábitos donde allí, en un monasterio, al menos podría ser libre y ser mujer. Como sor Juana Inés de la Cruz y otras tantas, que veían en su entrega a Dios más bien la entrega a la Libertad y la autonomía de todo su ser. Doña Emilia descubre a los hombres la realidad de las mujeres que “toman bajo su protección”: sus pensamientos, sus emociones. Muestra esto tal y como es, tan ruda como es la verdad que ocultamos bajo un manto de ceguera voluntaria. Marcelina sumisa, Sabel sumisa, pero en el fondo, inconformistas con la situación que les ha tocado. Tarde o temprano surge en ellas el pensamiento si yo hubiera nacido varón… y es a través de las letras que doña Emilia las defiende, las eleva como mujeres, como seres humanos, habiendo sido despojadas de tal categoría desde el mismo momento que en su nacimiento se descubre la ausencia del órgano masculino. Sin éste, pierden la condición de ser humana, para ser simplemente un objeto de posesión.
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Entre las cuerdas La sinfonía de Alice Munro Francisco Jurado
Cuando te dan múltiples opciones para elegir una forma de ver tu pasado, presente y futuro, la felicidad es capaz de ensimismarse y dejar complaciente tal vez ver tus reflejos atados en cada relato.
n Francisco Jurado «Su forma de meterse conmigo y de echar a perder mis juegos solitarios eran más propia de una niña mayor que de una pequeña, pero de una niña mayor sin gracia ni derechos, sin nada más que una resolución agotadora y la incapacidad de comprender que no querían saber nada de ella». De acuerdo. Está en lo cierto. De alguna manera lo está diciendo ella después o mucho antes de haber leído lo que se escribe de ella y otras autoras. Lo que muchos aún subrayan. Y sin sonrojo alguno. Las mujeres escriben para las mujeres y algunas otras, como las poetas, dicen ellos, escriben para sí, para reivindicar sus tormentos amorosos y sexuales. Y más de uno cerraremos la página sin inmiscuirnos en la vida personal de quien firma aquella llamada muchas veces reseña. ¿Qué ha tenido que suceder para que afirmara(n) tal cosa? ¿Demasiada felicidad? Obvio que no. Mejor no hurgar. Es el año 2014 y nosotros, hombres y mujeres, seguimos leyendo, a menudo escribiendo (quiero decir, redactando), críticas fáciles en las que se puede percibir que no hemos entendido un relato, a un autor, a la autora o, en el mejor de los casos, sin proponerlo dejamos al desnudo (con el frío que hace) nuestra incapacidad de poder reconocer a la persona que tenemos en frente. No al autor. No a las personas que se desprenden de su obra, sino lo que hace que uno sea esa persona. Y con Munro es más sencillo. Sus personajes desprenden un aroma que uno puede llegar a identificar, así como también son proclives a llevar puesta aquella sonrisa que tanto recuerdas, deseas o juzgas. Alice Munro es mujer, no lo olviden. Escribe relatos cortos (tan bien recibidos por la mayoría de promiscuos lectores), cuando en realidad lo que hace es desplegar espacios de tiempo fragmentados que transforman el cuento según quién lo esté leyendo y, por ende, ambas (ella y su obra) convertirse en una evidencia más de que la teoría de cuerdas tal vez está en lo
cierto y que como un simple viandante por fin puedo llegar a entender. Gracias a Munro, claro. Así, en Demasiada felicidad los relatos de Munro (manifestaciones primeras de un suceso aparentemente puntual) son en realidad “estados vibracionales de un objeto extendido más básico llamado ‘presente’ (por no decir ‘cuerda’ o ‘filamento’)”. Y si sigo haciendo el ejercicio de traspapelar física y literatura (si cabe), me atrevo a decir que Alice Munro es consciente de aquellas oscilaciones, de esa percepción de las realidades que arrastramos debido a nuestras experiencias, de la incansable presencia de presentes que salpican siempre según cómo cada uno oscila su pasado o su mismo presente para sentirse arrullado o vilipendiado en estos textos. Munro, como una espectadora privilegiada y estoica, sentada entre las últimas filas, deja caer entonces bajo cualquier circunstancia aquellos filamentos con los que nosotros nos vamos a tropezar, encontrar o volver a enmadejarnos de conductas que se diferencian unas de otras por un simple movimiento, reivindicación muchas veces advertida antes por sus propios personajes. Un esposo que fallece, una mujer que pierde a sus hijos en manos de su pareja, otra mujer que va recorriendo los movimientos que dejó al parecer inconclusos su esposo y que después recibe una visita peligrosa. Celosa. Con cáncer. Un hijo que cae y que años después vive mendigando y quien asegura que donde vive ahora junto con quienes son su vida no piden prestado. «Aquí no utilizamos el sistema de préstamos. Perdona, tengo que controlar mi genio. ¿Tienes hambre? ¿Quieres un poco de sopa? –No, gracias», tuvo que responder su madre. U otra madre que calla y que está entre su hijo y su esposo. Un actor.
Una estudiante. Una primera persona. Y entonces la llaman realista. ¿Pero hasta qué punto trata o ha intentado ajustarse a la realidad? «En el funeral una mujer me dijo “Tu madre es una santa”… Y yo le puse mala cara». ¿No hay condescendencia en esos casos? ¿O matarías? ¿Dejarías a tus hijos en manos de una persona con rasgos ‘conflictivos’? ¿Te enamorarías con una rapidez natural? ¿Visitarías al asesino reiteradas veces con la intención de entenderlo o por tener algo a qué dedicarse? ¿Te dejarías morir? ¿Son estas las realidades que nos incita a pulsar la ganadora del Premio Nobel de Literatura de 2013? ¿Lo abandonarías de pronto? ¿Acaso aquellas son las ‘cuerdas’ que sin intención alguna hacemos que vibren con mayor fuerza quizá (solo quizá) porque no somos tan diestros en encontrarlas, pero aun así ignoramos o apartamos de nuestro entretenimiento? ¿Tan normales son aquellas experiencias, aquellos brincos en la vida que un solo personaje puede dar en un relato y que aterran por la velocidad en que esta sucede? La teoría de cuerdas supone la existencia de dimensiones adicionales a las cuatro que conocemos, y son estas dimensiones las que hacen que cada cuerda vibre de un modo diferente para originar todas las constantes de la naturaleza. Demasiada felicidad pone de manifiesto estas cuerdas, estas dimensiones, sobre el papel (literalmente) para que cada una de las fuerzas que podemos llegar a conocer (al menos intentarlo), una pluralidad de emociones, exploten ante nuestra mirada con un mínimo e imperecedero movimiento: nuestra inquietud. Impaciencia por descubrir en el siguiente relato qué cuerdas hay que rasgar o qué otras nos tocarán. Vida cotidiana para algunos, para otros tal vez impensable, Alice Munro en sus relatos nos reta con su acostumbrada sinfonía de experiencias, voces y silencios, muchos silencios («Si te
amara, hubiera escrito de otra manera»), a que nos unamos a ella y a que no nos dejemos atosigar por sus retratos, que no medican un camino a seguir ni prefiguran un dramatismo acuoso, simplemente, una vez más, ofrecen un realismo para que no solo observemos y juzguemos. Aprender a utilizar las otras tantas dimensiones y empatizar con ellas, lo que muchos no nos atrevemos ni siquiera al estar sentados en un autobús y al inicio de un largo viaje. «Ya reinaba la oscuridad, caía la nieve, sin viento; las farolas, agrandadas como bolas de Navidad. Miró a su alrededor en busca de un coche de alquiler pero no vio ninguno. Pasaba un autobús y le hizo seña con las manos. El conductor le comunicó que no era una parada regular. –Pero se ha parado –replicó Sofía sin darle importancia.» ¿Recuerdas haberlo hecho? ¿Por qué entonces calló la madre y por qué se fue el chofer del autobús preocupado más por el horario que debía cumplir? Es así y así fue. ¿Acaso lo que busca en Demasiada felicidad la autora es convertirnos en sus personajes, en sus cuerdas? En conclusión, es simple. Creo no haber entendido bien la teoría de cuerdas, menos aún la Teoría M, pero las dimensiones en las que se desplaza Alice Munro y sus personajes de Demasiada felicidad al menos aspiro a reconocerlas con el grado de implicación que significa y con las consecuencias que ameritan. «Justo al salir de la tienda había un buzón. Eché el sobre dentro, en el ancho corredor subterráneo del edificio de letras, mientras la gente pasaba a mi lado camino de las clases, camino de fumarse un cigarrillo o quizá de una partida de bridge en la sala de estudiantes. Camino de acciones de las que no se sabían capaces.»
Read women La décima musa José Braulio Fernández Riesgo @JoseBrauliofr
n José Braulio Fernández Riesgo La mujer puede ser madre, puede casarse, quedarse soltera, puede ser abuela, nieta, esposa, abogada, pediatra, escritora, buena, vil, puede ser nada, tan solo persona, un ser humano, tal como el hombre, y aún así, siendo un miembro más de la misma especie, cualquier hazaña, proyecto, logro, proeza, le costaría mayor esfuerzo y se sometería a un examen más exhaustivo que a su congénere masculino por la sencilla razón de ser mujer, el consabido sexo débil cuando las características más encomiables de la raza eran la fuerza y la habilidad para la caza, no ahora, que continúa siendo el sexo débil porque nos resulta más cómodo y prudente minusvalorar su condición con esa frase hecha que aduciendo razonamientos inteligentes, ya que no existen para describir características tan arcaicas. Sin embargo, la sociedad occidental camina hacia la igualdad, si no efectiva, fingida, que no es lo más aproximado a la ecuanimidad que puede existir, pero es un paso, corto, pero paso al fin. Un parche de tela en un puente de acero. Las sociedades no occidentales carecen incluso de ese impulso social que encamina al hombre y a la mujer hacia un destino de igualdad sin ambages. Esa es la sociedad que encontraríamos en el Siglo de Oro en Nueva España, el lugar de nacimiento de sor Juana Inés de la Cruz. Una sociedad anclada en la tradición, un concepto tan abstracto que resulta muy eficaz como método coercitivo. Decía Ortega y Gasset que el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Y no le faltaba razón, aunque poco se ha tenido en cuenta su sentencia. Sor Juana Inés de la Cruz (San Miguel Nepantla, 12 de noviembre de 1651 - Ciudad de México, 17 de abril de 1695) fue una monja atípica porque no fue una monja, sino una intelectual. Así lo constata su historia. Una mujer intelectual, más allá de hábitos. Con todo lo que ello implicaba en el siglo XVII. Nació en una familia también atípica, fue hija bastarda de una mujer analfabeta que tuvo hijos bastardos con dos hombres diferentes. En una época en la que la apariencia lo era todo, sor Juana Inés adoptó como padre a un espectro, de cuyo origen vascongado presumió en algún poemilla. Pronto brillaron sus habilidades líricas, objeto de toda clase de elogios en la corte, donde sirvió protegida por virreyes y virreinas. Más tarde entró de novicia en las Carmelitas Descalzas, que pronto abandonó por el rigor de sus costumbres. Definitivamente ingresó en la Orden de San Jerónimo, cuya disciplina era mucho más relajada, en la que se mantuvo hasta el fin de sus días. Entre medias tuvo experiencias de todo tipo, desde la muerte de su medio hermano y de su abuelo, al que vio como al padre que nunca tuvo, quizá por conveniencia (poseía una vasta biblioteca con la que nutrió su intelecto), hasta su oposición al matrimonio, lo que despertó el interés del padre Núñez de Miranda, confesor de los virreyes, que le sugirió entrar en una orden religiosa y finalmente logró. Su avidez por el conocimiento y la curiosidad por todo y por ella (el narcisismo es un defecto que se le puede perdonar) fueron los rasgos más característicos de esta mujer que aprendió latín en veinte lecciones y que se cortaba el pelo como castigo si en un plazo determinado no aprendía lo que se había propuesto. “Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que las mujeres -y más en tan florida juventudes tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta
allí no sabía tal o cual cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno.” Su obra en general, y su poesía en particular, la hacen diferente a todos. Se preguntaba Octavio Paz en su monumental trabajo sobre la monja qué sería aquello que hacía de sus escritos una labor tan original. La lucidez, concluyó. Atravesada de neoplatonismo, de hermetismo, de amor, de feminismo, su obra contiene todos los ingredientes para convertirla en el máximo exponente de las letras de Nueva España y en una de las escritoras de mayor prestigio del Barroco en las letras hispanas, a la altura de Calderón o Góngora, dos de sus inspiraciones, si no modelos. Usó todos los metros, todos los modelos, probó, con mucha fortuna, en los autos sacramentales, la poesía, cómo no, villancicos, trabajos de encargo para recepciones virreinales, loas, dramaturgia, poemas ligeros, densos, etc. En todo ello despuntó y en todo ello dejó constancia de su personalidad, una personalidad condicionada por la infancia, su ambición por el conocimiento, por su condición de mujer. Sobre todo por su condición de mujer. Podríamos hablar extensamente sobre las peripecias de sor Juana Inés en lo relativo a su poesía, el arte en el que más destacó; sin embargo, este número requiere y merece que se hable de la mujer bajo el hábito. Al amparo de virreyes y virreinas sorteó los rigores de la regla, que nunca fueron rigurosos, como atestiguan numerosos estudios, pero sí lo eran los responsables, que la utilizaron como estilete unos, y otros como ejemplo de su autoridad. Me refiero al obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, que la utilizó en su propio beneficio para cobrarse una pírrica vendetta, y al arzobispo de Nueva España, Francisco de Aguiar y Seijas, que agradecía a Dios su corta vista porque le impedía ver a las mujeres. En esa sociedad misógina desarrolló toda su pericia artística Juana Inés, ayudada por los virreyes, amigos de la literatura, como todas las cortes de la época, bien por afición, bien por matar al aburrimiento o bien por las adulaciones que recibían por parte de sus patrocinados. Juana Inés nunca escatimó elogios hiperbólicos, así se puede observar a lo largo de su obra. Cuando las disputas políticas (la religión es la máxima expresión de la política) entre prebostes religiosos y dignatarios peninsulares horadaron la autoridad de sus valedores, se vio forzada a abandonar su carrera de la sabiduría y someterse a los designios de sus superiores, cansados de una oveja díscola cuyo talento no se dirigía hacia el lugar adecuado.
“El no ser de padre honrado, fuera defecto, a mi ver, si como recibí el ser de él, se lo hubiera yo dado. Más piadosa fue tu madre, que hizo que a muchos sucedas: para que, entre tantos, puedas tomar el que más te cuadre.” Podríamos llegar a comprender que en la época de su vida
las condiciones para desarrollar su destreza fuesen estrictas, desde luego. Podríamos, incluso, llegar a comprender que fuese utilizada como ejemplo y como estilete, sin duda. Entendemos que prefiriese doblegarse ante la autoridad en lugar de porfiar, porque no sólo habría sido derrotada, sino aplastada. Entendemos, también, que su amor por el conocimiento la llevase a abandonar cualquier aspiración matrimonial para encerrarse en una celda, el único lugar en el que a una mujer no se le podía amonestar por dedicarse a la lectura (a la lectura de lo sagrado; la lectura de lo profano fue la que le proporcionó todos los disgustos; pero siempre entre libros, sus mudos maestros). Lo que no entendemos es cómo se puede llegar a analizar la obra de Juana Inés desde una perspectiva psicológica de la mujer, arguyendo razones como su masculinidad, su intersexualidad, la menopausia o parámetros freudianos disparatados que son simples vaguedades más propias de traumas particulares que de verdaderos estudiosos. Esta clase de estudios, aunque anticuados (hablo de Ludwig Pfandl, en particular), son los que contribuyen a crear una imagen endeble de la mujer, cuando, en el caso que nos ocupa, su sola poesía debería servir para aplaudir cada verso que leemos sin importar las circunstancias tocantes a su condición en las que hayan sido escritos. ¿O acaso alguien ha leído en los estudios sobre autores contemporáneos de Juana Inés, pongamos a Calderón de la Barca o al propio Sigüenza y Góngora, además coterráneo, incidencia semejante acerca de la relación con su obra de sus climaterios? Si existió una masculinidad en Juana Inés, fue impuesta por una sociedad masculina y masculinizadora en la que vivía, que la obligó a neutralizar su sexo a través del hábito para alcanzar su más estimado objetivo, el conocimiento; no fue, en absoluto, una masculinidad física ni psicosomática. La diferencia es, como cualquiera puede comprobar, colosal, tan solo es necesario querer encontrarla antes de exponer hipótesis fabulosas.
“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión, de lo mismo que culpáis: si con ansia sin igual solicitáis su desdén, ¿por qué queréis que obren bien, si las incitáis al mal? Combatís su resistencia, y luego, con gravedad, decís que fue liviandad lo que hizo la diligencia. Parecer quiere el denuedo de vuestro parecer loco, al niño que pone el coco y luego le tiene miedo [...]” El concepto del feminismo, en época novohispánica, no existía. En cambio, la actitud de Juana Inés, pugnante ante determinadas tradiciones (la negativa a instruirse fuera de las letras sagradas, sin ir más lejos, lo que pudo hacer, como mencionamos, al abrigo de virreyes), fue ferozmente feminista. Se la obligó a disfrazarse de hombre, metafóricamente (aunque estuvo tentada a hacerlo para asistir a la universidad), para saber. Más tarde, rompió esas cadenas y se volvió contra el elemento que le había impuesto la renuncia a su esencia si pretendía aspirar a los conocimientos que para ella estaban vetados, y abrazó, simultáneamente, la defensa de la mujer como ser humano con alma, un alma neutra, común al hombre y a la mujer. Trascendió al sexo por el conocimiento. O, más bien, el conocimiento trascendió a su sexo. Pero siempre desde una conciencia femenina de su condición. ¿No os parece esta historia, dejando al margen hábitos y prelados (o no), tristemente contemporánea? El camino es largo aún, y muy escarpado.
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n Ainize Salaberri Han coincidido en mi vida tres mujeres que han entendido que la intensidad con la que sentían debía ser desintegrada. Buscaban salvarse. Buscaban pisar tierra. Vivían, parece, de salto en salto, sorteando abismos que, casi siempre, provienen de un mismo sustantivo. Sentían demasiado y lo sabían. Quizás por eso escribían, porque la escritura era su único escudo, su último resquicio de paz. Desembarazarse de la pasión, elevar el peso que les oprimía el cuerpo, el pecho, y traspasárselo a sus personajes, a sus versos, que han de contener lo más doloroso de los sentimientos sin dañar, en exceso, al lector. Las tres, en su estrategia para lidiar con las emociones, son magistrales. Y su piel se ve en lo que escriben, en lo que intentan que sea eterno. Están al cien por cien. Son al cien por cien. Nos dejan percibir su cansancio, sus ganas. Su valentía, siempre. Porque la literatura exige dejar la cobardía debajo de la cama, para que juegue con los fantasmas y se alimente del miedo de otros. La literatura pide, exigente, que nos atrevamos. Y atreverse significa leer, significa vaciarse en un libro y llenarse de nuevo con el punto final, con el fin de la última página; atreverse significa dejarse desnudar por la narración, por las vidas de otros que nunca pensamos que serían las nuestras; atreverse significa dejarse hacer, dejarse provocar, dejarse alimentar por un demonio que, aunque nos diese miedo al principio, acabamos por contemplar como el ser más tierno del planeta. Ese demonio, ese pequeño monstruo, es el reflejo de lo que llevamos dentro. Porque todos, como decía García Márquez, tenemos tres vidas: la pública, la profesional y la privada. Y todos, como también decía, debemos mantener secretos. Y a veces, diría Winterson, esos secretos son la base de la literatura. Son esos secretos los que crean los libros más bellos, que siempre son excusas para liberarnos de la pesada carga de hundirnos, todos los días, en nuestro propio lodazal. Jeanette Winterson lo sabe. Virginia y Anne Sexton también lo sabían. Y por eso escribían. Por eso escribe. Pero también por eso las leemos. Sabemos que sus libros encierran verdades para las que no estamos preparados pero que, de alguna forma, necesitamos que nos hieran. Porque sólo de la herida nace el renacimiento. Sólo de la sangre nace la oración. Sólo de una piel arrasada puede surgir el fuego. Y necesitamos el fuego. Necesitamos arder. Necesitamos sentirnos vivos, sentir que la vida no se nos escapa, que no estamos condenados, como la estirpe de Cien años de soledad.
Jeanette Winterson
nunca existirá. Jeanette escribe para derribar muros y construir fortalezas. Sabe lo que es estar al otro lado. Sabe lo que es estar desprotegida, perdida, ausente. Sabe lo que es amar y, por tanto, arder. Y quizás sea esa la forma más acertada de describir la literatura Wintersoniana: sus libros arden porque caen en la tentación, siempre. ¿Tentación de qué, exactamente? Tentación de todo. Y de nada. Jeanette es una funambulista. Desde pequeña, Jeanette ha caminado por un cable finísimo que la amenazaba a cada paso. Sabe del terror de caer, del miedo, pero también sabe de la atracción de la caída. Sabe lo que es sentir placer por una herida, sabe lo que es recrearse en la tristeza. Sabe que lo esencial no es siempre invisible a los ojos porque, a veces, lo esencial habita en la piel, se mete entre las uñas y anida. Aguarda. Lo esencial es saber caminar por ese cable. Lo esencial es dar piruetas sin marearse. Y mirar a las cosas de frente. Sus libros lo hacen. Sus historias, os estoy contando historias, creedme, son el faro al final del cable. Jeanette camina y nos enseña cómo hacerlo, dónde pisar, dónde hay mina y peligro, dónde habrá únicamente soledad. Nos muestra que siempre hay luz, siempre, y que aquella frase de Hemingway era cierta: «todos estamos rotos, así es como entra la luz». Jeanette sabe jugar, sabe guardarse un as bajo la manga y sabe cómo dar la estocada final. Nos obliga, mientras la leemos, a sacar lo mejor de nosotros mismos. Primero, para no caer; segundo, para no perder; tercero, para poder seguir. Porque a Jeanette le interesa que sigamos, que sigamos siempre hacia adelante, contándonos historias que nos hagan olvidar que el pasado, si no un prólogo como decía Shakespeare, es una hoguera. Y allí, entre el fuego, en el mismo fuego que arde en cada una de sus novelas, están viejas leyendas que ya no tienen sentido en el presente, ni tan siquiera para justificar la tristeza o la felicidad. Leer a Jeanette es desnudarse ante un papel que nos ha escrito sin nosotros saberlo. Jeanette es magia. Leo, en Escrito en el cuerpo: «Dijiste: me voy a marchar. Por supuesto que sí –pensé– vuelves al cascarón. Voy a dejar a mi marido porque mi amor por ti convierte cualquier otra vida en una mentira. He escondido esas palabras en el dobladillo de mi abrigo. A veces las saco y las contemplo, como el ladrón de joyas, cuando nadie me ve. No se han desvanecido. Nada que tenga que ver contigo ha desaparecido. Aún eres el color de mi sangre. Tú eres mi sangre.»
*Frase de ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?
Jeanette me ha leído desnuda. Jeanette lee a la gente y la desnuda. Jeanette se lee, se escribe, y nos desnuda. Se desnuda, ella. Todos sus libros de ficción se encomiendan a historias que no lo son. Bebe de la realidad, no miente. No inventa. Transforma. Hace magia. Nos regala una forma de entender la vida que nos salvará de un naufragio. Es un faro. Literalmente. Literariamente. Entiende las sombras de la luz. Entiende la luz de la esperanza. Pero es sincera, terriblemente honesta. En sus libros no hay esperanza. Ni en La niña del faro, ni en La pasión, ni mucho menos en Escrito en el cuerpo. La hay, sin duda, en su autobiografía, ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? Y, aunque la vida de Jeanette es pura literatura, en sus ficciones sabe que mentir al lector es ayudarle a creer en una utopía; mentir al lector es generar en él una dicha que
Confiar en Jeanette es confiar en el cuerpo, en el poder de la piel, en el poder del juego. Es caer en la tentación y buscar, conscientemente, la penitencia. En el dolor encontraremos el placer, parece decirnos, y no se equivoca. Restregándonos por el barro de la infelicidad, de la tristeza, de las costillas rotas por noches de amor y de soledad, encontramos el orgasmo de la vida, y nos recreamos en él porque sentimos que hemos escalado el Everest a punta de pistola. Y esa extenuación, ese peligro indómito, esa capacidad de conseguir lo imposible, de caer en trampas que nunca habíamos previsto, da sentido a una existencia que sólo encuentra paz a través de las palabras de escritoras como Jeanette Winterson, capaces de reducir a la mínima expresión aún eres el color de mi sangre, el amor puro, la devoción, la trampa y la mano que perdemos en la mesa del casino. «Todo juego encierra el riesgo de un comodín», nos dice en La pasión, y ese comodín pueden
ser tantas cosas... Y dice: «Se juega, se gana, se juega, se pierde. Se juega. Lo que arriesgas revela lo que valoras». Y nosotros, siempre, mirad vuestra vida, vamos, arriesgamos lo mismo: un beso, una caricia, una frase hecha, como un te quiero, que llegue en el momento en el que el pie, allá arriba en el cable, esté a punto de rendirse. «Son los clichés los que causan los problemas», dice en Escrito en el cuerpo, y también: «¿Por qué la frase menos original del mundo es la frase que más deseamos escuchar de la boca del otro? “Te quiero” es siempre una cita». Y, sin embargo, no dejamos de buscar esa oración en los labios del ser amado. Incansables. Indestructibles. Esperanzados. En las novelas de la Winterson no hay esperanza. Jeanette arrasa sin dañar, como lo hace Márai, por ejemplo. Ambos entienden muy bien los universos que describen porque, me temo, usan a sus personajes para entenderse a sí mismos. Los personajes son su excusa para poder contar al mundo su verdad, sus sentimientos. Su forma de sobrevivir. Su forma de contarnos que no estamos solos y que lo sabe. Jeanette sabe. Todo. Jeanette es un milagro.
Anne Sexton Leer a Anne es prepararse para la vida. Anne es un cuchillo afilado. Entrar en su mundo es salir de él con heridas, con tajos abiertos que supuran todo el barro de vidas ajenas y propias; leerla, orar en sus poemas, significa adentrarse en un bosque lleno de lobos hambrientos. Con Anne no hay segundas oportunidades. Anne es una bestia que no entiende de dientes de leche; Anne es, siempre, un colmillo dispuesto a devorar a su presa de una pieza. Su vida, esa jaula al aire libre, esa caja de zapatos que ella tan bien describe
en uno de sus poemas, ese armario en el que se encerraba antes de que su madre apareciera, madre a la que temía, madre temeraria, era una constante selva, un psiquiátrico sin cámaras, ni reglas, ni humanidad. Su infancia la convirtió en una depredadora. La presa, ella, aquella niñita rubia preciosa, aprendió que para sobrevivir o se gruñe y se enfurece o te comen. Y ella prefirió devorar, incluso devorarse a sí misma, antes que volver a padecer el abismo de aquella muñeca que fingía (ser feliz, ser niña, ser) «I am a plaster doll; I pose», dice en su poema Self in 1958. Aprendió que nadie debía volver a jugar con su cuerpo, que los precipicios de los demás, disfrazados de vida, no volverían a convertirse en sus precipicios. Decidió tener los suyos propios, sus propias trampas y agujeros, sus propias reglas. Aun a riesgo de morir, aun a riesgo de perder, aun a riesgo de lapidarse. «They think I am me!», exclama, asombrada, ante la estupidez de los adultos. ¿Alguien supo, alguna vez, quién era en realidad Anne? Esa Anne a secas, en soledad, sin apellidos ni referencias familiares, esa Anne que mascullaba, quizás, versos, cuentos, que intentaba ver la vida con sus propios ojos y no a través de los demás, no a través de la mirada inquisidora de su madre, no a través de la ausencia del padre, no a través de... ¿Alguien lo supo alguna vez? ¿Alguien se molestó en mirarla a los ojos y cumplir sus deseos? ¿Y qué deseos podía tener una niña como ella? Ser niña. Nada más. Como Virginia. Sin muertes ni interrogantes a la espalda, sin la memoria de otras memorias. A solas. Ser niñas y aprender a ser niñas. Ser niñas y no entender a los adultos. Ser niñas y ver el mundo a través de esa inocencia que no se sabe que es inocencia pero que existe, que es necesaria. Para poder, después, ser adultos sin buscar, sin visitar de nuevo, obsesivamente, el territorio infantil, intentando dar sentido a un presente que sea hace indigno por no haber tenido un pasado con silencios en el pentagrama. La infancia ha de vivirse a cámara lenta, no como una composición al piano que nunca, ni
un segundo, siente la necesidad de respirar. Una caja de zapatos sin orificios para el aire. Una muerte dentro de un objeto que lleva vida. Una jaula sin candado. Por eso, adentrarse en Vive o muere, su mejor poemario, es adentrarse en una especie de infierno que intenta no parecerlo, que intenta disfrazarse, que intenta no ser tan vil, tan arrollador como en realidad es. Pero es una pose más, como la de la muñeca de la que nos habla en varios poemas de ese libro. Es una pose frente al espejo. Un ensayo, el disfraz es un ensayo. Pero lo que hay, en realidad, es una actuación tan estelar, tan brillante y magistral que, por derecho y definición, es terrible. Monstruosa. Vive o muere requiere de nosotros no sólo una concentración plena sino un escudo. Y no hay escudo capaz de contener tanto dolor, tanto miedo y destrucción como el que alberga el poemario. Nadie, ni siquiera Anne, está preparado para librar una batalla de este calibre. «Someone plays with me», dice, «someone pretends with me»; «Their warmth? Their warmth is not a friend!» Esa Anne, escondida en un armario, huyendo de su madre, es la imagen que se queda grabada en la cabeza. A fuego. Anne se escondía de su madre porque su madre no respetaba su intimidad, su cuerpo, sus secretos. Una niña no tiene secretos, pensaréis. Una niña puede tener lo que quiera porque la infancia es libre. Pero Anne no lo era, como tampoco lo era su madre, que le hacía revisiones físicas todos los días, que la sacaba del armario y la obligaba a abrirse de piernas, desnuda, a inspeccionaba. Imaginaos a la Anne adulta, obligada frente al psicoanalista a revivir esas escenas grotescas en las que su madre rompió una barrera que nunca más, ni con todo el aplomo y tesón del mundo, podría volver a ser reconstruida. En esos momentos, mientras su madre indagaba en lo más profundo de su ser, Anne se hizo poeta. Anne creó, desde su infancia, el Vive o muere, el «vive o muere pero no lo envenenes todo». Anne vivió gran parte de su vida en un abismo lleno de veneno, en un peligro constante de enfrentarse a su nombre y a su apellido, a un peligro de ser lo que su madre consiguió que fuera en aquellas revisiones oculares. En aquella vergüenza. En aquella inocencia interrumpida. Anne se rompió en mil pedazos e intentó reconstruirse a través de sus poemas. No. Es evidente que no lo consiguió. Pero puso todo su empeño en sobrevivirse. «I am on a diet from death», dijo en su poema The addict, también en su poemario Vive o muere. Y lo estuvo durante un tiempo, un tiempo en el que, sin embargo, no consiguió no envenenar, sin querer, las vidas de quienes estaban a su alrededor, de su marido, de sus hijas. Años más tarde, su hija, Linda Gray Sexton, escribiría en Searching for Mercy Street sus recuerdos con su madre, su recuerdo de lo que fue su madre, su lucha con su madre, su batalla, la bandera blanca que ondeaba de vez en cuando, y la explosión final. Su hija consiguió narrar el horror de lo que el veneno consigue cuando no mata del todo, cuando se está vivo pero, en realidad, se está muerto. Un libro, el de Linda, tan bestial y demoledor como los poemas de su madre, a quien admiramos e intentamos entender sabiendo, como sabemos, que jamás alcanzaremos el infierno que ella pone ante nosotros, servido en bandeja, pero incomible. Por eso a los poemas de Anne hay que acercarse de puntillas, intentando no molestarlos, no perturbarlos, para no lanzar nuestra propia vida a una ausencia de latidos; los latidos que se quedaron en aquella caja de zapatos, en aquel armario, en aquel espejo en el que una niña se obliga a sí misma a ser una muñeca que posa, que finge, que ni vive ni muere pero que todo lo envenena; incluso su propia sangre invisible.
Virginia Woolf Mi gran obsesión. El gran milagro de mi vida. Mi V. Mi amada Stephen. Nadie hay como ella. Nadie ocupa el lugar que ella habita en mis entrañas. Nadie será capaz de invadirme con esa ternura y con esa arrolladora capacidad de hacerme temblar por dentro y por fuera. Que apareciese en mi vida fue mi salvación. Cuántas veces, antes de volcarme entera en sus libros, había escuchado hablar de ella. Cuántas veces había oído hablar de su capacidad para que el lector no entendiese palabra de lo que decía. Cuántas veces retrasé el momento de involucrarme con ella porque sabía que una vez que entrase no iba a poder salir. Cuántas. Y cuánto tiempo perdido. Virginia es mi faro en la literatura. A ella me encomiendo cuando tengo miedo, a ella me lanzo cuando mi vida parece una broma, una comedia que no soy capaz de comprender. Me tiro en sus brazos y me siento en casa. Virginia, para mí, es un hogar. Es casa. Mi casa. Me lee, como Anne, como Jeanette, pero me lee de una forma que ninguna de las otras dos es capaz de conseguir. Me lee como si fuese su hija, como si fuese, por tanto, uno de sus personajes. Virginia me emociona. Dentro y fuera de los libros. Me emociona su existencia, el milagro. Que naciese alguien de su talento y nos honrase a los demás con su literatura. Que nos regalase sus historias, con miedo pero con valentía. Y me emociona que fuese capaz de afrontar su vida, tan llena de muertes, tan llena de ausencias. Quizás porque me siento identificada. Porque siento que, como ella, ninguna de las dos nos pudimos despedir de verdad, y con tiempo, de esas personas que nos enseñaron a ser personas. Quizás, porque me siento unida a ella de una forma que ni yo misma soy capaz de expresar. Sé que ella es mi faro y que con eso basta. Que ella me da luz cuando no percibo ni la oscuridad, que ella vuelve a colocar mis huesos en su sitio y me da una palmada en la espalda y me dice ve. Como el sentir de las olas que rompen en tu piel sentada en la orilla. El agua se siente fría pero esperas el próximo golpe porque, en el fondo, sabes de la calidez que encierra. No me avergüenza reconocer que con Virginia tengo una obsesión tal que la objetividad es imposible. Tampoco me avergüenza reconocer que me he pasado noches enteras leyendo las muchas biografías que se han escrito de ella, que me he obsesionado con la película Las horas, con la biografía de Quentin Bell, o que he escrito una novela en la que reinvento la historia de Virginia para suplir mi necesidad, en parte, de ella. No me importa reconocer, aunque escuche las risas, que Virginia me ha hecho feliz cuando ningún humano con el que he convivido lo ha conseguido. Tampoco que releo una y otra vez los fragmentos subrayados, que me busco y me encuentro, que la busco y la encuentro, y que de vez en cuando le escribo cartas a un email creado por mí misma. Y le escribo y le cuento, me vacío y me sacio. Y así, sólo así, mirando a la luz de ese faro que es para mí Virginia, soy capaz de continuar. Desde que entré en ella no he sido capaz de salir. Es casa. Es hogar. Es Hyde Park Gate, es St. Ives. Mi St. Ives particular. «Pero si un día no vienes después del desayuno, si un día te veo a través de cualquier espejo buscando, quizá, a otro, si el teléfono suena y suena en tu habitación vacía, entonces, después de indecibles angustias, entonces —porque la locura del corazón humano no tiene límites— buscaré un tú como el tuyo. Entretanto, borremos de un golpe el tic-tac del reloj del tiempo. Acércate más.» (Las olas, 1931)
B r e v e s
Lo cotidiano y decirlo así de bien La piel de la vida / Karmelo C. Iribarren ANA BELÉN FLETES VARELA A traición me ha pillado este libro, como el título de uno de los poemas que contiene. Breve, delgado, de un color verde envés de hoja de chopo y aparentemente igual de aterciopelado, así es por fuera el nuevo poemario de Karmelo Iribarren. Pero ojo, no se equivoquen. La poesía no es sólo una manifestación lírica de la belleza. Con frecuencia nos empuja a plantar cara a verdades incómodas que a veces hacen que escuezan los ojos, lo cierto es que nunca fracasa en su invitación a la reflexión. Soy lectora discontinua de poesía y no sé reseñar el género desde un punto de vista técnico y estético, por eso me limitaré a hacer un esbozo de las sensaciones que me ha arrancado La piel de la vida: poemas austeros, desprovistos de adornos superfluos, alejados de pompa e impostura, desnudos. Poemas ávidos, incisivos pero asequibles. Poemas que parecen hechos a medida, reverberantes de sentimientos familiares, de imágenes, olores y sabores, conocidos y por conocer. Se le nota el influjo y el gusto por el realismo sucio en la parquedad y la precisión; debe ser por eso también por lo que he encontrado afinidad instantánea con la forma de Karmelo Iribarren de componer versos, su elección de palabras, afiladas como un bisturí. Alguien que lo conoce bien y ama sus libros califica su poesía de urbana, íntima, “de ventana” porque se fija en los detalles cotidianos de la vida que pasa como si uno observara desde su ventana. Y sí, de ventanas está lleno este poemario “estoy aquí / mirando por la ventana / eso que sucede ahí fuera, / en el mundo”. Una lectura rápida de su biografía en Wikipedia me descubre que compartimos el gusto también por James Sallis. Grato descubrimiento, al cuadrado, no se suele oír mucho el nombre de ese autor.
Está muriendo gente que nunca antes había muerto VERÓNICA LORENZO Es curiosa la frivolidad con la que se habla de la muerte en esta sociedad inmersa por el mundo 2.0 (próximamente 3.0 en sus mejores pantallas). Da para todo un estudio sociológico, no me digan que no. A cada fallecimiento de una celebridad (famoso, famosete, conocido, del que hablan en Internet) las redes sociales se inundan de tristezas, noticias compartidas, retuiteos, vídeos de YouTube, etc., como señal de condolencia. Se frivoliza y se mecaniza este proceso en cuanto alguien da la alerta de que se ha muerto alguien. Aunque no se sepa quién es, qué, cómo y/o por qué hizo tal o cual cosa. ¡Qué importa! Lo mejor es no perderse en las modas pasajeras 2.0 y si hoy toca vestir el luto, se viste. Si es una efeméride de Día Internacional, pongamos por caso, 8 de marzo, Día de la Mujer Trabajadora, pues inundamos los muros ajenos de lila, de publicaciones de ánimos, de retuiteos de citas célebres, etc. Que no nos dejen caer de la nave por no seguir la dinámica. Que se note nuestra presencia. Que nos favoriteen también; que le den a Me Gusta también; que compartan nuestras publicaciones, fotos y vídeos también; que nos mencionen allá donde vayan también. ¡Quia! Que nadie se olvide nosotras. Porque de eso van, ¿no?, las redes sociales: de aparentar. De protestar. De manifestarse. De vaciar el sentimiento, cuando no crear, y compartirlo con las vecinas. De crear pequeños actos pseudorrevolucionarios. Aunque sean repetitivos, cansinos y hasta los propios productores se harten de sí mismos, de encontrarse hasta en la sopa. Y es que, al final, está muriendo gente que nunca antes había muerto y eso es un coñazo con todo el trabajo que da...
Jenn Díaz “Es un decir” es la cuarta novela de Jenn Díaz. Su carrera literaria es meteórica. Desde que publicase “Belfondo” en 2011, cada año nos ha regalado una nueva historia: “El duelo y la fiesta” (2012) y “Mujer sin hijo” (2013). La comparan con Matute y Martín Gaite, pero ha conseguido crear un universo donde los lectores nos sentimos seguros y amparados. Un universo que tiene duende propio.
Fotos: Dani Pérez «Niña prodigio»,«Heredera de Ana María Matute». ¿Cómo te sientan esos titulares, esas comparaciones? ¿Qué piensas de ellas? ¿Alteran algo en ti, les prestas atención, modifican tu forma de enfrentarte a la escritura? ¿Pesan? Estoy encantada con las comparaciones porque todas son positivas. Mientras me vayan comparando con escritoras que admiro y leo con devoción, estupendo. Sé perfectamente que a veces hay que dar pistas al lector, y que la prensa y la crítica literaria a veces juega con las comparaciones y las niñas prodigios y las futuras promesas y demás frases, así que no me pesan porque tomo distancia y las rebajo hasta devolverlas al tamaño que les corresponde. De todas formas, reconozco su utilidad: yo misma cuando empecé a leer acabé comprando un libro de José Luís Peixoto porque en la faja aparecían Donoso y Rulfo. No se parecen, pero entendí a qué se referían cuando leí la novelita Te me moriste, de la que hablé, si no recuerdo mal, en un número de G&R. Si alguien me descubre porque se fía de la Matute, pues mira qué bien. Pero a la hora de escribir uno se olvida de todo, de las comparaciones y de todo el mundo.
n Ainize Salaberri Cuando salió Belfondo reconozco que me quedé muy desbordada de tanto halago y después cuando estaba escribiendo El duelo y la fiesta me hacía preguntas que no me había hecho antes, pero eso es normal. Afecta más la publicación en sí, la respuesta del editor, el compromiso que tienes contigo mismo, que las comparaciones o las fajas.
Cuatro novelas publicadas en tres años. ¿Cómo ha transcurrido todo este tiempo desde que Belfondo saliera a la luz hasta Es un decir? He trabajado muchísimo. He priorizado mi tiempo de escritura y me he quedado con lo esencial para poder dedicarme más a lo que tengo entre manos. A veces, cuanto más te dedicas a la literatura — como reseñista, como crítica, como articulista, como lectora—, menos escribes. Así que decidí que lo que más importancia tendría en mi jornada sería la escritura de la novela que estuviera escribiendo. Y los artículos, espaciados. Y los poemas, cuando surjan. Y si el blog no se toca en un mes, pues no se toca. Mi compromiso con lo que escribo es mayor y ahora le dedico más tiempo y me cuestiono más sobre el acto
de escribir, el estilo, lo que quiero contar, cuáles son mis temas... No significa que antes no me sintiera profesionalmente responsable de mi escritura, pero en estos años mis expectativas en cuanto a todo han cambiado, y tengo que seguirles el ritmo y dedicarme a lo que me tengo que dedicar, como dice en un poema Roger Wolfe.
¿Qué une a tus novelas y qué las separa? Sería incapaz de responder esta pregunta si no lo hubieran desvelado otros antes. Soy consciente de qué me interesa y sobre qué escribo, pero después no sé teorizar sobre los personajes y las tramas y las conexiones. Estoy demasiado dentro para darme cuenta. Lo que las une casi siempre es el tema y la forma —maternidad, ausencias, secretos, familia, desencuentro, discurso interior— pero también un ambiente —cierto ahogo, oscuridad. Tengo ganas de poder hacer algo con más sentido del humor, pero de momento lo que me sale es bastante dramático. Y lo que las separa es el tiempo y la relación que tengo con los personajes y la escritura. Por ejemplo, a mí Belfondo o Bergai me horrorizan porque hace cinco años que las escribí y ya no me reconozco. Cuando retomé Es un decir, que escribí después de Belfondo, me parecía que ya no tenía nada que ver con aquella Jenn. Pero me olvido de la percepción que tengo con respecto a las novelas, creo que siguen una línea bastante lógica y que lo que las separa a una de otras es la historia.
Algunos se preguntarán si no te interesan las ciudad y su movimiento, su vida. Los pueblos son un personaje más en tus novelas. No lo sé. No puedo decir que no me interese porque no sería cierto, pero cuando me pongo a pensar en una historia, enseguida la aparto. Incluso cuando meto la acción en medio de una ciudad, como podría ser en Mujer sin hijo, despojo a la cuidad de los
símbolos característicos de la ciudad. Me gusta más la austeridad del pueblo, la comunidad, los chismes, que todo esté apretado y no haya escapatoria. Una respuesta a esta cuestión podría ser la cita con la que empieza Belfondo, de Ana María Matute: Alguien dijo: «un pueblo es un monstruo», porque en un pueblo pequeño la envidia y el odio, la falta ajena, se hacen claros y patentes, como escritos en la frente o en el cielo que a todos cobija. Pero esta cruel realidad asienta los pies sobre la tierra, y la vida es más simple, más verdadera. Si tuvieras que describir cada una de tus novelas con una palabra, ¿cuál sería? Belfondo: Coral. El duelo y la fiesta: Conflicto. Mujer sin hijo: Decisión. Es un decir: Despertar.
¿Dónde, cómo y cuándo nació la literatura de Jenn Díaz? En los libros de Carmen Martín Gaite. Hasta que no empecé a leerla no escribí nada de ficción. Tenía algunos cuentos cortos, moralejas, textos sueltos, diarios, cartas. Pero nunca había pasado la frontera de la autoficción, y tras leerla se me ocurrió que podía intentarlo. De eso hace unos cinco años... salí de un examen en el que había un fragmento de Nubosidad variable y me fui a la biblioteca a buscar el libro y el fragmento, y de ahí nació todo.
¿Qué queda de aquella muchacha que escribía el blog El show de Fusa, de aquella que escribió Bergai, de aquella que buscaba editorial? Queda todo pero con modificaciones. Es lo lógico cuando pasa el tiempo y evolucionas y creces y te pasan cosas que te cambian la manera de entenderlo todo. Y también todo lo que me ha dado tiempo a vivir durante estos años. He aprendido, me he equivocado, he retrocedido y avanzado a veces con poco margen. Y
todo eso cuenta. Ser publicado... ¿cambia algo? En lo personal, especialmente. A la hora de escribir... ¿eres capaz de olvidarte por completo de que te van a leer, de que te van a juzgar, de que aunque escribas para ti una vez publicado puede ser destruido o, por el contrario, eso te ayuda a mejorar, a esforzarte más, a sacar lo mejor de ti? Cambia todo, porque tienes un objeto, y ese objeto es fruto de tu trabajo pero también del trabajo de otras personas. Eso te obliga a ser consecuente contigo y con los que te rodean, porque ya no sólo te afecta a ti lo que hagas con ese libro. De la misma manera que te afecta a ti lo que tus editores, los libreros y los lectores hacen con él. Eres consciente hasta cierto punto. Llega un momento en la historia en que desconectas del circuito editorial y te dedicas única y exclusivamente a escribir. No quieres saber nada. Ahora mismo estoy escribiendo cuentos y sé lo mal que se trata en España al relato, pero eso no me impide hacerlo. Escribes por intuiciones, necesidades, intereses personales, descubrimientos... y después, cuando estás cerca de entregárselo al editor, te empiezan todos los miedos con respecto al mundo que hay fuera de tu escritura. Afecta todo: la crítica, lo que se va a decir, si va a gustar, si no, si te lo van a destrozar... pero afecta en general, no cuando estás escribiendo.
¿Asusta ser escritora? ¡No! ¿Asusta ser profesor, barrendero, carpintero, equilibrista? Escribir es lo que sé hacer, para mí dedicarme a la literatura entra dentro de la lógica. No puede dar miedo algo que haces de forma natural. ¿A qué le has perdido el miedo como escritora? Al vacío, a la famosa página en blanco. No existe, para mí. A veces no sé qué escribir y abro un cuaderno y pienso
en lo último que me ha conmovido, y escribo un poema, aunque sea de cuatro versos y no valga nada. Ya está, página en blanco sucia.
con ninguna intención, ahora que sí soy consciente de eso, lo que hago es seguir escribiendo por intuición, con esa oralidad, pero sacarle el máximo partido y trabajarlo un poco más.
Has hablado a menudo de la oralidad en tu escritura. Hay quienes afirman, y no creo que estén equivocados, que tus novelas no se leen, que tus novelas se escuchan. ¿Eras consciente de eso cuando empezaste a escribir, es un estilo buscado o es algo que te sale natural?
Belfondo es una novela coral, rasgo que comparte, principalmente, con Bergai, novela inédita. ¿Fue complicado tejer esa red de personajes donde se entrelazan vidas y consecuencias?
No. Cuando empiezo a escribir algo nunca soy consciente de nada. Para mí es mucho más sencillo: escribo de lo que pienso, y pienso como se habla, así que escribo como hablaría. No me apetece andar buscando sinónimos y expresiones cultas o vocabulario que no tengo. A medida que leo, voy incorporando cosas nuevas que después vuelco en las novelas porque ya forman parte de mí. Pero no lo hago con una intención. Vaya, no lo hacía
No es nada difícil cuando la novela se va construyendo sobre la marcha. Si empezara la historia sabiendo que después el primer personaje se tendrá que conectar con el octavo, seguramente me habría hecho un lío. Pero fue al revés: construí el primero y cuando salió el octavo, la historia me pedía que se encontraran. Y de ese encuentro, empezaría a nacer otro personaje, con otras características. Si la araña empezara pensando en el final
de su tela, le pasaría igual. Es poco a poco: primero una parte, después la otra, tejiendo y tejiendo. La concepción, y escritura, de Es un decir ¿fue inspirada por algo en concreto, por alguna necesidad específica de contar esta historia? Quería contar la historia de tres mujeres de una familia: tres generaciones de mujeres que combaten la soledad y que se hacen compañía o se abandonan. Se me había metido eso en la cabeza, también porque después de dos novelas corales tenía la necesidad de centrarme en menos personajes para demostrarme a mí misma que podía. Y después leí Las palabras de la noche y pensé que quería parecerme a Natalia Ginzburg. Y empecé Mujeres de negro y lo dejé porque tenía la sensación de que acabaría copiando a Josefina R. Aldecoa.
En
tu
caso,
particularmente,
quizás porque nos conocemos mucho, se nota cuándo has escrito una novela a mano y cuándo a ordenador. Supongo que el tiempo y la velocidad con la que necesitas desembarazarte de la historia, por el motivo que sea (llámalo inspiración o llámalo sacudida) influyen en el proceso. ¿Con cuál disfrutas más? Ahora lo escribo todo a mano porque me ayuda a ser concisa, a ser más precisa. Es más lento el proceso y requiere mayor atención. Además, cuando ya has acabado de escribir a mano, te queda teclear, y después corregir, y después revisar... y hay más pasos intermedios hasta que lo das por acabado. Así que me gusta más escribir a mano porque me obliga a trabajar más y porque a veces necesito darme tregua y hacerlo todo más lento, para que repose. Mientras escribía a mano Mujer sin hijo, reescribía en el ordenador la tercera
parte de Es un decir. No es mejor ni peor, pero sí te cambia la forma de escribir. Son cosas en las que pienso y me da miedo, porque algo tan sencillo como cambiar el sitio en el que escribes te puede modificar el estilo, y eso me preocupa: ¿cómo puede ser tan fácil perderlo? Pero ahora con los relatos me he dado cuenta de que puedo escribir a mano una voz rápida como la de Mariela, y me quedo más tranquila sabiendo que puedo escribir lento desde una voz vertiginosa.
Tienes una idea para una novela. ¿En qué momento te lanzas a escribirla? ¿Tienes estructura, personajes perfectamente estudiados, un orden cronológico, hechos, o es más intuición? No tengo nada estudiado porque entonces me obceco mucho en lo que tenía pensado, y acabo descuidando la historia. Una vez lo hice: una
lista, capítulos, pequeña explicación. Mientras escribía pensaba que me iba bien, porque era muy cómodo. No tenía que pensar, me sentaba, leía qué me tocaba, y lo escribía. Era cómodo para mi mente, y fue esa comodidad la que se cargó la novela, porque no la dejaba libre y nació ya muerta. Cuando tengo una idea para una novela, una idea pequeñísima, lo que hago es empezarla inmediatamente. Y después la voy pensando sin darme cuenta: mientras voy en autobús, antes de dormir, leyendo, en la ducha. Se me va metiendo dentro de la cabeza y cuando empiezo a ver la luz, la continúo. Le doy vueltas al título, al nombre del personaje, al sitio... y cuando tengo algunas nociones, me lanzo. Después, todo intuición. Soy consciente de que esta pregunta ya te la han hecho, pero me parece muy interesante porque le he dado siempre muchas veces vueltas a la afirmación de que para
escribir (escribir bien y con profundidad, se entiende) hay que haber vivido. Tú tienes casi veintiséis años y tienes cosas que decir, sentimientos que explicar. Tienes que ordenarte. ¿Hasta qué punto la vida y la literatura deben ir de la mano? Entendiendo por vida viajar, experimentar, sufrir... Al principio cuando escribía intentaba que no tuviera nada que ver conmigo. Pero la cabeza me cambió escribiendo Mujer sin hijo. Podía escribir sobre otras personas, sobre personajes mejor dicho, y cederles parte de mí. No contar nada mío, pero sí proporcionarles algunos de mis sentimientos. Al principio me salía solo y ahora lo provoco, porque analizo al personaje y le doy lo que necesite de mí. Por ejemplo: hacer que Rita Albero tenga un gran conflicto con la maternidad; hacer que Mariela se vaya al río para descansar de la vida; hacer que un niño hable de su madre, que se acaba de divorciar. Todo son cosas que me han pasado a
mí directa o indirectamente, y puedo adaptar todo lo que he vivido y leído a un personaje. Y en cuanto le doy una característica mía o familiar, el personaje la interioriza y ya está, ya no eres tú, pero puedes ampliar al sentimiento y darle la forma que quieras. Hasta ese momento, no usaba nada de lo que había vivido, pero me di cuenta de que me salía más puro cuando en mi cabeza tenía una estructura ya hecha, no tenía que inventarla. Así que es importante vivir para escribir, pero también saber seleccionar. No vale vivir mucho, viajar mucho, conocer mucha gente, y que después todo lo que tengas que decir sea una transcripción de eso. Hay que saber elegir qué se cuenta de lo que se vive, porque no todo lo que se vive es escribible.
pensando en escribir, en los personajes. Si dejo de escribir, en mi cabeza se van priorizando cosas más inmediatas. Si estoy escribiendo, leyendo a otros, viendo películas, contando o escuchando una historia, estoy alerta. La creatividad es una herramienta que necesita alimento, y mientras estás metido dentro de ella, te va devolviendo lo que le pides. En cuanto te paras, dejas de estar alerta. Por ejemplo, cuando escribo cuentos, me fijo en cosas que me pueden servir para la trama de un cuento. En cambio, cuando escribo poemas, la mirada se fija en otros momentos. Lo que me pido es estar siempre fijándome en algo, porque en las temporadas que estoy sin escribir nada, miro más llano. Y es más aburrido.
Citándote: «escribir para estar alerta». Cuéntanos, estar alerta de...
¿Cuánto hay de Jenn Díaz, en tus novelas? No, replanteo la pregunta. ¿Cuánto hay de Fusa en las novelas de Jenn Díaz?
De la escritura, de los descubrimientos. Mientras estoy escribiendo, estoy
Cuando las escribo me parece que no hay nada, pero después me doy
cuenta de que sí, mucho. Tus propios temores, anhelos, necesidades... todo lo que te preocupa en un momento te ocupa espacio en la cabeza, y ese espacio lo compartes con la escritura y la parte creativa, así que conviven... y es inevitable que convivan también en lo que estás trabajando. A los personajes... ¿hay que colocarlos siempre en un abismo, al límite de sí mismos, al límite, incluso, de los demás? A mí me gusta hacerlo, porque dan mucho juego. Pero también me gusta combinar ese abismo con la más absoluta cotidianidad. El pequeño drama, o el drama que pasa inadvertido.
Háblame de los silencios en tus novelas que, tal y como yo los veo, son una forma de totalitarismo más. Sí, sí. Desde luego. El silencio no está hueco. El lenguaje no verbal es importantísimo, y los silencios en el teatro, en el cine, en la literatura... todo tiene un significado, una razón. Un personaje puede impregnarlo todo sin abrir la boca. Hay que tener un poco de paciencia para los silencios y no desesperarse. Es curioso, porque
después yo no soporto los silencios y me pongo muy nerviosa, pero en las novelas los exploto. Es un decir transcurre en la posguerra. El principio de la novela me recordó muchísimo a la novela de Baricco Sin sangre: una niña cuyo padre es asesinado y que tiene que crecer con esa lacra social y con esa revolución en su interior. Tus personajes libran batallas y conviven con la tristeza sin que sea esta ninguna extraña. ¿Cómo sales de la escritura, en qué estado, de qué forma te distancias para que no te devoren, como le pasaba a Virginia Woolf? No salgo de la escritura. Antes decía que voy pensando mientras hago otras cosas, y eso hace que no acabe nunca de salir. Eso no quiere decir que no me distancie o que no le dé importancia a todo lo demás. Simplemente no me despego, lo llevo todo encima. Y como paso mucho tiempo sola en casa, escribiendo, me permite estar en silencio dándole vueltas a lo que sea. No necesito dividirme en dos: la que escribe y la que vive. Se van complementando, y cuando le tengo que dar prioridad a una, pues se la doy. Pero no me desdoblo. Lo que me pasa es que cuando algo me está
afectando mucho, paro de escribir en seco, me pongo a dar vueltas, voy a la nevera, miro el teléfono, hago una foto. Lo que sea para que me destense. Y después con más calma, vuelvo. Parece que has hecho de tu amor por la Gaite una forma de sobrevivir en la literatura de hoy en día. ¿Qué significa ella para ti? ¿Y la Ginzburg? ¿Y tantas otras? Cuando descubrí a Martín Gaite, quería ser como ella. No sólo escribir como ella, no. Me compraba cuadernos, me ponía boinas, miraba lo que ella miraría, intentaba hacer collages... Y esa manera de interiorizarla me hizo saber más o menos qué quería ser, a quién me quería parecer, y qué tenía que trabajar para serlo: fue un modelo para mí. Y de ahí, de esa intimidad con Martín Gaite, empecé a crecer como persona, como lectora y como escritora —persona que escribe, al menos—. Por eso la relación que tengo con la Gaite o con Ginzburg o con la Matute es tan familiar y a veces digo que es como si fueran mis tías. Porque no las he leído solamente, sino que me las he metido dentro de la cabeza y me han ayudado mucho, muchas veces, en muchas cosas.
Laura Castañón Laura Castañón (Mieres, 1961) no es una novata en el mundo literario, durante años ha impartido Talleres de escritura creativa, talleres de lectura, ha sido jefa de Prensa de la Semana Negra de Gijón y ejerció ese mismo cargo para unos grandes almacenes. Ese trabajo previo, se deja sentir en “Dejar las cosas en sus días”, su primera novela, toda una revelación. Publicada por Alfaguara, la historia de los Montañes se mezcla con la de Asturias los últimos cien años. “Dejar las cosas en su días” una reflexión lúcida sobre el olvido, la memoria, la historia y el amor, lo personal y lo colectivo. Una historia que engancha al lector de la primera hasta la última página.
n Anabel Rodríguez “Dejar las cosas en sus días” es una novela ambiciosa, me gustaría saber si es el resultado de una revelación o una búsqueda. Si la trama “se te apareció” o fue enredándose poco a poco. La trama principal, el eje del argumento lo tuve bastante claro desde el principio. Me interesaba el asunto de la memoria en el sentido más amplio y no fue difícil encontrar la historia que es el esqueleto de la novela. Lo que se fue complicando es todo lo que tiene que ver con las tramas secundarias, la irrupción de personajes a veces inesperados que traen consigo sus propias historias y quieren abrirse paso. En la obra los protagonistas forman un puzle que da una imagen completa y compleja de Asturias en el siglo XX. ¿Ha sido complejo hilar tantos puntos de vista, tantas imágenes? A lo mejor parezco un poco sobrada, pero te aseguro que no lo fue, no fue ni difícil ni complejo. He terminado por pensar sobre ello, porque es una observación que me hacen con frecuencia, y a mí nunca se me había ocurrido. Escribí de una forma totalmente natural, casi diría que sin que apenas existiera una reflexión previa acerca de los procedimientos.
Me puse a escribir y escribí sin más, del modo que me parecía que tenía que hacerlo, y ese modo implicaba una mezcla de puntos de vista, de voces, de narradores, de planos temporales… Pero supongo que no tuve que hacerme esa planificación de estrategia previa porque los años trabajando con talleres literarios (es la conclusión a la que llegué) me han permitido interiorizar de tal manera las técnicas y los recursos, que salió así, sin más. La memoria y la ausencia de memoria (o el olvido más o menos forzado), tienen gran importancia en la novela a nivel particular y de grupo. ¿desde el primer momento tuviste claro que iba a ser así? Eres consciente de que invitas a reflexionar no sólo sobre la memoria sino sobre la importancia del pasado, sobre su reflejo en el presente. Sí, claro, ésa era la idea. Comparto con muchísimos escritores, y con mucha gente en general, la obsesión por el paso del tiempo, por lo que el tiempo hace con nosotros, por el modo que incluso aunque no seamos conscientes de ello, el pasado nos escribe el presente. Y el pasado está ahí, aun cuando lo ficcionemos, que es algo que siempre hacemos en una medida o en otra, tiene sus
propios planes para nosotros. Por eso indagar en el pasado es tan peligroso, especialmente en lo que tiene que ver con lo puramente personal, con la biografía familiar. En lo que se refiere a la historia en su conjunto, lo colectivo, es imprescindible hacerlo y contar con la mayor cantidad posible de datos objetivos para que la ficción que construimos sobre el pasado sea lo más ajustada posible a la realidad. Es una obra que a pesar de estar ambientada en su mayor parte en Asturias, sin embargo no es una Asturias marinera, sino minera, una Asturias de interior, dando una visión fantástica de Bustiello, ¿crees que, el interior, lo rural, son grandes olvidados en las novelas? Es que a mí me ha dado la sensación de que durante mucho tiempo parece que las historias (grandes y pequeñas) sólo ocurrían en las grandes ciudades y habíamos perdido un escenario fundamental. Bueno, en Asturias existe una tradición bastante importante de literatura minera, quizá porque existe una épica de la minería que a veces trasciende, pero sí, es cierto que en las novelas suelen funcionar mejor las ciudades. De todos modos, en esta novela hay un poco de todo: es cierto que el escenario en el que se desarrolla todo lo que tiene que ver con el pasado es más
rural, circunscrito a la cuenca minera, pero la parte que se desarrolla en el plano temporal del presente se sitúa en Gijón, y en parte en Madrid, así que hay un equilibrio entre uno y otro. También es una obra de gran calado político, posiblemente porque el trajín de los primeros treinta años de la historia de España lo requerían. Si bien la época de la República y previa a la Guerra Civil son más conocidas, los primeros veinte años de la historia de España han venido pasando desapercibidos en muchos casos, ¿te fue complicado documentarte para escribir?, ¿a dónde acudiste? Más que la historia de España, que también, porque es inevitable, lo que de verdad me importaba y me exigió más documentación fue la historia de la zona, de la comarca en la que se sitúa la acción, y que corresponde con los límites de los concejos de Aller y Mieres, que es donde se enclava Bustiello, el poblado ejemplar que planificó y levantó el Marqués de Comillas en la zona donde tenía sus minas y donde ejercía uno de los ejemplos más paradigmáticos de paternalismo industrial. Como ésa es justo la zona en la que nací y viví hasta los veinte años, tenía un conocimiento derivado de todo lo que había oído, me habían contado… y lo contrasté con todo lo que pude encontrar:
algunos libros que hay publicados, documentos, cartas, periódicos. Leí muchas cosas, algunas desmintieron información que yo tenía por lo que había sabido desde pequeña, pero en general fue una corroboración. Y descubrí también muchas cosas que yo no sabía, así que me encantó. Los Montañés son la familia que centra la trama de la historia. Es una familia marcada por las circunstancias. ¿Crees que todos los personajes están marcados por las circunstancias? , ¿era posible que alguno escapara de su bagaje? Era muy difícil escapar. La atmósfera de Bustiello resulta asfixiante, a lo mejor porque no es casual que esté enclaustrado en un valle, con el polvo de las minas en suspensión en el aire. Los personajes vivían un intento de huida permanente, a veces puramente espacial, pero las más de las veces interior, es como si estuvieran en un lugar que no es el suyo, o en una vida que no les pertenece. A mí me interesa mucho esa rebeldía, la que hace que los personajes traten de imponerse a las circunstancias: unas veces huyendo, otras reinventándose. Hay mucho de eso en los personajes. Dejar las cosas en sus días es también un compendio de hermosas historias de amor, muchas de ellas abocada al
fracaso. ¿Tienes alguna favorita? Hay muchas, es cierto. Carlos Castán en la presentación de la novela en Zaragoza decía, que además, de todo, era una especie de catálogo de historias de amor, muy diferentes, porque no tiene nada que ver el amor de Paloma y Antón, con el de Efrén y Camino, o el de Aida y Bruno. No sé si tengo una historia de amor favorita, pero reconozco que me conmueve particularmente el amor que siente Andrés por Claudia. También hay situaciones que desbordan un sentido del humor muy especial, algo duro en ocasiones: el nacimiento de Sidra, la muerte de Benito Montañés, las correrías de las trillizas. ¿Es importante también el humor en las novelas? La muerte de Benito Montañés, ya ves tú, me hizo llorar mientras escribía, a pesar de todo, me conmovió muchísimo. Pero al margen de ello, es cierto que el humor es imprescindible. En este caso es muy leve, he intentado que fuera así, y que apareciera
inesperadamente, como contrapunto. Reconozco que hay determinados episodios en los que me divertí tanto escribiendo (el nacimiento de Sidra, por ejemplo) que me reía sola. Has dicho en varias ocasiones que disfrutas escribiendo, es para ti el acto de escribir es un acto lúdico. ¿Qué recomendación darías a cualquiera que se proponga escribir? Sí, lo digo siempre y lo repito. Al menos para mí escribir es disfrutar o no es. No merece la pena sufrir, anda que no hay cosas en la vida que sean terribles como para condenarnos a hacer algo que nos resulte angustioso. En serio, no puedo soportar eso del sufrimiento de la página en blanco. Escribir (hablo de escribir novelas, supongo que hay otras situaciones, ya sabes, la columna diaria, otro tipo de escritura) tiene que procurar si no felicidad, que es un concepto un poco solemne, sí que tiene que ser algo gozoso. Si no, de qué, con la cantidad de cosas que puede estar haciendo uno… Si no es así, si no se disfruta escribiendo (y disfrutar puede ser para cada persona
una cosa diferente) no merece la pena escribir. Esa es la primera recomendación, la más importante. ¿Podríamos decir que el final de la novela es un final “en diferido” como diría cierta dirigente popular? ¿Eres consciente del estado en el que dejas a los lectores? Sí, claro. Pero ese final está previsto desde el principio de la historia, siempre supe que era ése y no otro, y la novela está planteada en ese sentido como un juego de complicidades con el lector. En realidad los lectores saben, algunos lo han ido imaginando a lo largo de la novela (para eso he ido dejando pistas y miguitas por doquier) y otros lo descubren en ese momento. En realidad, los que se quedan en un estado de suspensión son los personajes. Después de haber conocido a muchos de tus lectores, ¿encuentras algún rasgo común entre ellos? Fíjate, ésa es una de las cosas más extrañas, una de las sorpresas
maravillosas que me ha proporcionado esta novela. Cuando escribía, tenía la sensación de que había un tipo de público al que podía gustarle esta novela. Y cuando hablo de público en realidad pensaba en amigos que creía por entonces que eran los únicos que iban a leerla. La sorpresa, mayúscula, es que me encuentro con que esta novela gusta a gente que es muy exigente literariamente (con lo que sobrepasa mis expectativas), pero curiosamente, también gusta a gente que apenas ha leído nada en su vida. Recibo correos de lectores que me confiesan que no habían leído nada, y que les ha gustado tanto, que me piden que les recomiende algún otro libro para seguir leyendo. Eso me emociona muchísimo. Bueno, también me piden que publique pero ya, el siguiente, y eso, lo confieso, me mete mucha presión. ¡Ay! ¿Qué ha significado para ti que tu primera novela sea publicada por Alfaguara? Pues para empezar una sorpresa absoluta. Lo que menos me imaginaba cuando empecé a escribir era que una editorial como Alfaguara iba a querer publicarla, te lo aseguro. Y que fuera tan sencillo. Ya ha pasado algún tiempo, pero me dura la felicidad, no te digo más. ¿Y la nominación al premio Tigre Juan?
Eso también fue una sorpresa, ese tipo de cosas inesperadas. He sabido que estoy nominada también para el Festival du premièr roman de Chambèry, que premia a las mejores primeras novelas europeas. Y me hace mucha gracia, y me da alegrí a, pero supongo que es que ya me pilla en una edad en que todas esas cosas las relativizo tanto, que me da una alegría infantil (ya ves qué contradicción) pero sin que las expectativas puedan estropearlo. ¿Estabas ya trabajando en el siguiente episodio de la trilogía? ¿cómo se vertebrará? Pues ahí ando. Tratando de sustraerme al influjo de Dejar las cosas en sus días para poder sumergirme en el universo de la segunda que aún no tiene título. Y pensando en la tercera. Ya lo he explicado muchas veces, se trata de una trilogía en el sentido de que abarca un periodo de tiempo común, y aunque son historias independientes hay cruces de personajes, apariciones (unas veces puro cameo, y otras con un papel con un poco más de entidad) de los personajes de unas novelas en las otras. Cuando cualquier autor quiere publicar se le recomienda paciencia, ¿es Laura Castañón una mujer paciente? No, no soy muy paciente en general,
aunque me encantaría serlo. Pero en este caso, lo digo siempre y lo repito una vez más: para mí, publicar fue una auténtica sorpresa. Nunca creí que publicaría y mucho menos en una editorial como Alfaguara. Ya he dicho que escribí solo porque me apetecía hacerlo, sin pensar en lo que iba a suceder con la historia después, y luego todo sucedió de una forma inesperada y casi diría que mágica, de forma que mi paciencia no se puso a prueba en absoluto. Reconozco que no es lo habitual y que para publicar se requiere, entre otras cosas, paciencia, muchos intentos, encajar muchas negativas. Pero ya ves, a veces suceden esas cosas que parecen como de cuento de hadas… En una entrevista anterior quise saber qué pregunta no te habían hecho nunca, y me dijiste que no te habían preguntado qué te llevarías a una isla desierta. La última pregunta de esta entrevista es obvia ¿qué te llevarías a esa isla desierta? Ah, vaya, así que era una trampa… (risas) Debería tener una respuesta inteligente preparada, pero me temo que no la tengo, porque además en una isla desierta no sé si habría wifi… Supongo que me llevaría personas más que cosas, a los que quiero, porque los necesito para vivir. A mi nieto Enzo, que tiene dieciocho meses, y es una de las personas que más feliz me hace.
Karmelo C. Iribarren n Ainize Salaberri Eres un poeta muy cercano con las cosas cotidianas. Parece que encuentras poesía en todo: un bar, un viaje en autobús, una mirada, un abrigo raído. ¿La ciudad es tu guarida? ¿Siempre has querido hacer brillar lo extraordinario de lo que para los demás no es más que algo ordinario? Es que la poesía está (o puede estar) en cualquier parte. Se trata de mirar, de cómo miras eso que sucede siempre. Un paisaje puede ser el mismo, pero una mirada no se repite jamás. Una chica esperando el autobús, nerviosa… un viejo sentado en un banco, rascando con el bastón en el asfalto… el día desangrándose entre los edificios al atardecer… un puente bajo la lluvia… En fin, la incesante poesía de los días normales… Hay que –saber- verla, eso es todo. La poesía... ¿es el hilo que cierra la herida? ¿Se puede encontrar salvación en la poesía? La poesía es una buena compañera de viaje, pero no diría yo que sirve para cerrar la herida. El dolor de la vida –y sus pequeños dolores- siempre va a estar ahí. Lo que hace la poesía es hablarle de tú a tú a ese dolor, tratar de conjurarlo. O celebrar una mañana azul de verano, que es lo que más le duele al dolor de la vida. La “salvación” es imposible. A veces uno la intuye en los ojos de una mujer… pero siempre es como un rayo de sol un día gris de invierno.
¿Qué tiene la poesía, cómo la sientes, para haberla convertido en tu medio de expresión? No lo sé. La poesía es un misterio. Viene cuando quiere y te pone a trabajar. Se va cuando le da la gana y tú la añoras. Es como un reflejo en el agua, inapresable. Pero el poeta no se da por vencido. El poema –cuando lo es- da fe de esa batalla desigual… El poeta ¿es triste por definición? Tus poemas parecen cargados de nostalgia, de cunetas vacías. Se canta lo que se pierde. Y vivir, cumplir años, es ir acumulando pérdidas, desengaños… La tristeza (con toda su parentela, es decir, la nostalgia, la melancolía, el hastío, las tardes de invierno, la lluvia…), da mucho juego poético. Pero no creo que el poeta sea un ser triste por definición, yo al menos he conocido a muchos que son todo lo contrario. El asunto al final es más sencillo, y tiene algo que ver con el famoso aforismo: Si eres feliz no lo propagues. Cuando uno está bien rara vez escribe poesía. La poesía es la consecuencia de la fricción con el mundo, con la vida, de un desacuerdo, y hasta de una perplejidad. No sé si Guillén suscribiría esto, claro.
«Soy pura elipsis en mi afán de transparencia. Iribarren el elíptico.» Así te definiste en una entrevista. ¿Qué más es Karmelo C. Iribarren? Un hombre que pasea a lo largo del río, a veces maldiciendo los chillidos chirriantes de las gaviotas. Alguien que, todavía, donde pone el ojo pone el poema, y que cada vez está más solo porque sigue defendiendo que dos más dos son cuatro siempre, no sólo a veces. Ese que se aleja y, oscuramente, se pierde entre la gente… ¿Qué poetas te han ayudado a ser más poeta, de quiénes has bebido, aprendido? La lista sería larga. No sé… Lope, Becquer, Espronceda, los Machado, Salinas, Biedma, Ángel González, Chandler, Carver, Pla, Baroja… Por citar algunos de los que estuvieron al principio y siguen estado. Para un poeta, ¿qué es el tiempo? Uno de los grandes temas, si no el tema. Un obsesión, un motor lírico también. En mi caso, hasta el metereológico juega un papel determinante. El poeta, Karmelo, ¿es un abismo?
¿Son los sustantivos negativos como tragedia, herida, ausencia o, incluso, amor, el hilo conductor de la poesía? Sí. Y los positivos como luz, esperanza, belleza, cuerpo, verano…
Algo de abismo lleva dentro, sin duda. La poesía, los poemas tienen algo de “tentativa de salvación personal”, fracasada.
B r e v e s
Americanah SERGIO FERNÁNDEZ Suele ser una tarea difícil la de elegir un solo libro para hablar de él. En mi caso, ante el inmenso honor que supone escribir en Granite&Rainbow, mil ideas se me pasaron por la cabeza. Al final me he decidido por Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie, autora nigeriana. Es su tercera novela, precedida por La flor púrpura (2003), Medio sol amarillo (2006) y su libro de relatos Algo alrededor de tu cuello (2009). La he elegido porque es una obra tremenda(mente buena), como así lo confirman los varios premios que ya ha recibido (el último, el National Book Critics Circle). Americanah es un libro sobre el amor, la raza y también el pelo afro, aspecto que da muchísimo juego en el desarrollo de las diferentes historias que van componiendo la novela. Es una novela muy fresca, con facetas blogger de por medio, Facebook, o los escenarios contemporáneos. A pesar del planteamiento que aparece en la contraportada, yo diría que es una novela ultraclásica y a la vez ultramoderna; lo mejor que he leído en mucho tiempo. Chimamanda Ngozi Adichie maneja la maestría como pocos autores saben hacerlo, dándole siempre ese toque personal. Americanah me ha afectado como pocos libros lo han hecho. Me explico: no solamente en el sentido de sentir el libro y todo lo que se cuenta en él, sino que también me he quedado maravillado ante el potencial narrativo de Adichie; es impresionante. Mantiene el interés en un punto constante a lo largo de toda la novela con todas sus múltiples historias, contadas con muchísimo sentimiento (me pregunto si algunas serán autobiográficas); historias que finalmente se unen en una sola, que es la novela en sí, una gran metáfora de la raza en los Estados Unidos. Es una obra maestra, de verdad. Puede parecer exagerado, pero os aseguro que me daréis la razón; un novelón que te absorbe y te provoca la risa, el llanto y también una empatía excepcional, aunque trates de evitarla, que se va correspondiendo con todos y cada uno de los personajes. Hay libros que consiguen cambiar tu visión del mundo. Americanah lo consigue.
Carol Ann Duffy AINIZE SALABERRI Carol Ann Duffy me recuerda la simplicidad de la vida. Sus versos, que a veces son lápidas, otras truenos, quizás también esperanzas que buscan, incansables, la parte perdida que alguien les ha robado; sus versos son arañazos que se cosen unos a otros y salpican sangre, a veces lodo, otras saliva; sus poemas son mordeduras en la piel, pellizcos, pequeños pellizcos que nos recuerdan que aún nos dolemos, que aún somos capaces de. Lo que sigue a esa frase forma parte del universo de cada uno. Carol Ann Duffy me recuerda que hay un aún, un todavía, un lago que descubrir o un río que elegir. ¿Elegir para qué? Elegir. Simplemente. Caminar. Soldar. Sostener. Aguantar. La poesía de Carol Ann Duffy es traviesa y sincera. Es directa. Hay amor, hay política. Hay cuerpo. Sus versos me recuerdan que un día, no muy lejano, tuve cosquillas. Y me recuerda que siguen estando. En los pies. En la tripa. Detrás de mi oreja. Los poemas de Duffy nos recuerdan que seguimos existiendo, que somos como abejas, creando y buscando, insaciables de una sed que no entendemos y de un hambre que jamás, jamás, nunca, jamás, quedará satisfecha. Porque somos humanos. Porque sentimos. Ella, Carol Ann, lo busca en los poemas. Todo lo que le falta lo busca en ellos. En el ritmo, en la sonoridad. Y sabe que no. Pero también sabe que sí. Hoy es un sí. SÍ.
Alejandro Palomas “Una madre”, de Alejandro Palomas, es un homenaje. Es amor. Bondad. Luz. Es arriesgarse y vencer. Vencer después de la caída, vencer en la caída, vencer desde la caída. Es ser funambulista sin saberlo. Es decir sí y decir no a nuestra cara A y nuestra cara B. Es mirarse en el espejo y aplaudir en vez de llorar. Es sentir. Intentar. Conquistar.
n Ainize Salaberri Los lectores recibimos regalos. Muchos. Se publican muchas cosas, de calidad más o menos cuestionable. Se crean demasiadas editoriales, se pulula mucho y, a veces, no siempre sabemos elegir. A veces, caemos en un pozo del que no sabemos salir. Otras, elegimos un cable entre dos edificios y jugamos a ser dioses. Caminamos entre los pasillos de las librerías como si realmente supiéramos qué buscamos, qué necesitamos. A veces, es un título el que nos provoca: cogemos el libro, lo manoseamos, abrimos sus páginas y buscamos una razón para comprarlo. Volvemos a dejarlo en su sitio, le pedimos que espere. Le pedimos al autor que entienda nuestras dudas, nuestra falta de dinero, nuestro poco tiempo. Si el autor tiene suerte volveremos a él. La mayoría de las veces no lo hacemos. La oferta es extensa. Es, casi, excesiva. Y a veces ocurre que una portada llena de flores encierra un mundo, un mundo cotidiano en el que podemos reconocernos, un mundo en el que sabemos nos sentiremos en casa. Somos invitados pero, en realidad,
somos habitantes porque el autor consigue que nos sintamos protegidos. Qué difícil es hacer de una frase un lugar seguro. Qué difícil adoptar la vida cotidiana como la verdad de la vida cotidiana de nuestra ficción. Leer “Una madre” es estar en casa de Alejandro tomando el té. Es escucharlo contando lo que es, sin ambages ni disfraces, sin máscaras. Las novelas de Alejandro son verdades. Verdades que siempre nos palpitan en alguna parte del cuerpo pero que raras veces atendemos. Por si acaso. Pero Alejandro las coloca, las tiende, como la ropa recién lavada, fresca, y nos hace olerlas, sentirlas. Leer a Alejandro es mojarse de vida, mojarse de verdad. Mojarse. Y mojarse es vivir, es sentir, es permitirse ser. SER. Alejandro es y lo expande. Alejandro es, siempre, y se escribe. Leer novelas como “El tiempo que nos une”, “Agua cerrada” o su poemario “Entre el ruido y la vida”, es saber que los huesos y la carne y la piel y los ojos y las manos y los dedos que nos hablan van a hacerlo con una sinceridad que nos arrollará, sí, pero con la que sonreiremos.
Cuéntame el por qué de Una madre. Podría mentir y supongo que quien lea esta entrevista creería que digo la verdad, pero no debo. Una madre nació un día de otoño en una cafetería mientras merendaba con mi madre. Mientras me reía con ella, tuve un golpe de lucidez que me dejó pegado a la silla. Pensé: “cuánto la echaré de menos cuando ya no esté”. Y en ese momento se me ocurrió que tenía que conseguir escribirla –no a ella exactamente, sino el color de nuestra relación, el tono- para que cuando ella ya no esté yo pueda volver a esta novela y tenerla siempre conmigo, no perderla nunca del todo.
¿Es Una madre decir no? Una madre es decir “sí” después de haber vivido en el “no”. Es salir a la arena y bregar con la vida en un momento en el que parece que todo haya llegado a un final. Es volver a empezar, reinventar, querer saber, querer reír, despistar, jugar. En una madre hay muy pocos “noes”. Se parte de ahí, lo que está detrás es eso, pero de repente alguien decide cambiar de rumbo y la cadena de cambios se activa y los “síes” llegan como caen las fichas del dominó, con una música propia. Somos piedras cayendo en la superficie lisa de un lago. Con cada gesto creamos ondas que afectan a lo que nos rodea. Nunca sabemos qué alcance tendrán esas ondas, ni lo que pueden llegar a cambiar en la vida de los demás. Eso es “Una madre”: ondas que cambian realidades. Alejandro es un funambulista. Sabe cómo se camina por el cable, cómo sostenerse en el aire, mantener el equilibrio. Pero también sabe caer, sabe cómo no poner los pies, o cómo sí, para lanzarse, para la valentía de ser también un funambulista caído. Porque, a veces, y él lo sabe, caer es volar. Al abrir “Una madre” nos asalta una frase de Virginia que, bien entendida, viene a decir lo mismo: no se puede aprender a volar, a sobrevivir, sin saltar. Sin arriesgar. Sin
intentar. Y Alejandro intenta, salta y vuela. Puede que se quede anclado al suelo, o puede que se quede anclado al cielo, a su agua cerrada o al columpio que preside la portada de “El tiempo que nos une”, pero Alejandro no se queda sentado, no se queda mirando, no se queda quejándose. No inventa. Transcribe. Traduce lo que siente. Lo hace más pequeño o más grande, pero se enfrenta al miedo, a los sentimientos, a las risas. A esos diálogos que parecen cuchillos pero que, en realidad, lo único que consiguen es poner de relieve las verdades que nos duelen y de las que huimos. Alejandro nos obliga a mirarnos en el espejo y negarnos para después asentirnos. Eso hay en “Una madre”, eso hay también en “El tiempo que nos une”. Una cara A. Y también una cara B.
Son dos personajes distintos, pero que beben de la misma fuente, aunque Amalia es más completo que Mencía, o al menos así lo vivo yo. Hay más colores, el Pantone es más amplio con Amalia, porque su misión es también otra. En realidad, a veces tengo la impresión de estar modelando un único personaje a lo largo de mi carrera, de ser un poco escultor de una sola figura que voy perfilando mejor a medida que maduro, no sólo como escritor, sino también como persona. ¿Y cuánto hay de Alejandro en tus novelas? Alejandro es mis novelas. Yo no sé separar lo que hago de lo que soy, porque siempre he creído que lo que creo soy yo. Ocurre como con lo que sueño: mi creación no es más que otro plano de realidad en el que me muevo, a veces mucho más propio, más yo, que la realidad que piso a diario. Es mi cuarto propio.
¿Todos tenemos cara A y cara B? ¿Sobrevivimos gracias a ellas? ¿Por qué la frase de Virginia «no se puede encontrar paz evitando la vida»? ¿De qué manera es importante para la historia? Es LA frase de la historia, lo que la vertebra, la esencia de “Una madre”. Todos, antes o después, deberán coger la vara y cruzar el abismo sobre el cable, porque todos saben que la inmovilidad no es exactamente lo mismo que la paz. La inmovilidad es el no apostar, el miedo, lo turbio. Es la frase que resume esta novela y sobre la que está construida. Y es además una frase que yo he aprendido a grabarme a fuego en la memoria. No hacer no es sinónimo de no sufrir, sino de sufrir creyendo que la vida se cansará de mirarnos y pasará a ocuparse de alguien más activo, que si no pasa nada el sufrimiento desaparecerá. La experiencia me ha enseñado que no es así. Hay que encontrar la paz en la riqueza de la experiencia, no en la esperanza de que la vida se olvide de nosotros para que no duela.
Aprecio mucha similitud entre Una madre y El tiempo que nos une. ¿Cuánto hay de Amalia en Mencía y viceversa?
Todos tenemos cara A y cara B, sí. Lo contrario es la locura, el desarreglo, el deterioro. Todos somos muchas personas compuestas de mil colores distintos que se reorganizan según la situación en la que nos vemos inmersos. Y eso es lo que me fascina, ese estar y no estar, todo ese ser y no ser a la vez. No puedo concebir personajes planos, no funcionan, se caen, aburren y no aportan. Necesito trabajar con un barro lleno de sorpresas, sucio y limpio a la vez. Necesito multiplicidad de planos para poder modelar.
En un momento de la historia escribes: «No podemos seguir pidiendo perdón por vivir.» El escritor, acaso, con sus libros, con sus poemas, ¿está siempre pidiendo perdón por vivir, por sentir demasiado, por sentir diferente? No me atrevería a generalizarlo. Esa es una frase muy mía, muy de diván. Yo he vivido demasiado tiempo así, pidiendo permiso por todo, sintiendo que no tenía sitio. De ahí que siempre salga alguna frase de ese calibre en
mis novelas. No es consciente, sino totalmente automático. Son bengalas que yo, Alejandro, lanzo a navegantes. Luego está el escritor. El escritor no pide permiso. Escribe, imagina, es muy libre. Huye.
Una de mis citas favoritas de Una madre habla de mapas del tesoro, de candados que saltan cuando lo que encontramos no es el cofre prometido. ¿Quién dibuja el mapa que todos tenemos dentro? No lo sé. Sólo sé que los mapas son de los valientes, y los valientes son aquellos o aquellas que saben que esto es finito, que la aventura tiene el mismo final para todos y que lo que nos diferencia a los unos de los otros es el proceso, el camino. Los mapas son de quienes los dibujan, de quienes los sueñan, de quienes no necesitan mapas para encontrarse. Lo demás es juego, ficción, literatura.
Ernest Hemingway dijo: «Todos estamos rotos. Así es como entra la luz.» En Una madre hay una frase que dice: «Como bosques alemanes. Llenos de huecos donde nunca da el sol». La literatura es un juego de luces y sombras, como los cuadros de Rembrandt. ¿Cuánta luz y cuánta sombra hay en tu última novela? Creo que en Una madre las luces y las sombras están repartidas a partes casi iguales. Drama y comedia, reír y llorar, la cara A y la cara B de la emoción, ésa era la partida con esta obra: entrar de la mano con el lector o lectora en la historia y no soltar esa mano nunca, como cuando entramos en una de esas atracciones en las que todo está oscuro y no sabemos lo que aguarda en cada esquina, y aun así seguimos adelante porque estamos acompañados y porque sabemos que no es posible retroceder. En Una madre llegan muchos matices de luz y de color, quizá a diferencia de las novelas anteriores. Quería acercarme más a lo que es la
vida, la vida entera, con sus altos y bajos, sus libertades y sus cadenas, y para eso había que arriesgar y lanzarse a intentar lo completo.
Tus personajes, o esa es la sensación que yo tengo al menos, siempre esperan. A veces el terremoto final, la estocada, y otras un milagro. Ocurre en Agua cerrada, ocurre en El tiempo que nos une, ocurre también en Una madre. ¿Siempre estamos esperando algo? ¿Siempre condenados? ¿Qué es la espera para tus personajes? El ser humano espera porque tiene miedo. Yo noto que vivo con miedo cuando me reconozco reactivo. Pero eso es algo que cambia, que tiene un final, que es finito, y mis personajes lo viven también así porque yo les ayudo a que lo vean, a que se atrevan a mirarse. La condena no es esperar, la condena es no verse, porque de ese modo la espera se eterniza. No verse es vivir a oscuras. No verse es no poder mirar al otro, y por eso en mis novelas, y en Una madre en particular, hay alguien que ya ha aprendido a verse y que decide que debe generar esa capacidad a su alrededor para que los suyos den también un paso y miren lo que son. Para que no haya miedo. Amalia es, paradójicamente, teniendo en cuenta su discapacidad visual, la que da luz a la novela, y eso es algo impagable para un creador. Encontrar un personaje así no tiene precio. En todas las creaciones de Alejandro hay faros. A veces, escritos. Otras, figurados. En “Una madre”, como él mismo dice, el faro es Amalia. Paradójicamente, sí. Un faro casi ciego, un faro del color de la leche, un faro que parpadea casi continuamente. Pero faros. Como en las novelas de una de sus autoras favoritas, Jeanette Winterson. Como en las novelas de Virginia Woolf. Al final, la literatura siempre es
un compendio de hilos que van encontrándose a lo largo de la historia y que tejen una red que acaba por dar sentido a todos los interrogantes por los que los escritores se lanzan a sus novelas, desnudos y desprotegidos. Y esos hilos, presentes siempre pero invisibles, «porque lo esencial es invisible a los ojos», como decía el Principito, son la maraña en la que personajes como Amalia o como Mencía encuentran su lugar. Su red. Su cable sobre el que intentar arreglar su pequeño gran mundo. Todos tus personajes, los de todas tus novelas, ¿tienen una red en común? Creo que la red en común que tienen todos mis personajes es que prefieren sobrevolar el abismo sin red porque confían en que no voy a dejarles caer nunca. Más red que esa no quiero que tengan. Quiero que se fíen de mí, del mismo modo que quiero que el lector o lectora lo haga también, que sepa que está en buenas manos, que su dolor es el mío porque yo lo he pasado antes para poder escribirlo y que al final todo termina para empezar de nuevo, nada es catastrófico, no hay cataclismo sino progresión. Vida, al fin y al cabo.
Una vez me dijiste que para que un diálogo funcionase la conversación debía parecer trivial sin serlo. Tus diálogos, en muchas ocasiones, parecen cargados por el diablo. Son cuchillos. En general, ¿los personajes de las novelas saben conversar? ¿Y las personas, sabemos hablar entre nosotros? ¿El mejor lenguaje para los diálogos es el directo o el indirecto? En mi caso en particular –y aquí no puedo generalizar- el mejor lenguaje, el que a mí mejor me funciona, es el directo, porque es el que mejor me refleja. Me gusta oír a los personajes, saber cómo suenan, cómo vacilan o
tropiezan con sus propios silencios. Eso dice mucho de un personaje, a veces quizá más que lo que articulan. Creo que un escritor o escritora tiene que pararse a escuchar y “grabar” a sus personajes para que nosotros los oigamos en directo, sin filtro, o al menos es lo que hago yo: dejar que digan y que muestren lo que no dicen, porque en el fondo lo que más muestra es lo que intentan callar.
¿Cuánto espacio tiene el funambulista para reubicarse? Es decir, ¿cuánto espacio tienen, o tuvieron, tus personajes para maniobrar, para no caerse, para no rendirse? Mis personajes son todos funámbulos, siempre caminando sobre sus propios precipicios porque son valientes. No sé trabajar con personajes que se quedan en la orilla de la vida eternamente a ver cómo la vida pasa, no soy amigo de los personajes reactivos. Me gusta jugar y que ellos jueguen conmigo y sobre todo me gusta enamorarme de ellos. No hay uno solo de mis personajes del que no me haya enamorado al cruzarme con él. Espacio tienen el ancho del cable en el que se mueven, y ese ancho tiene exactamente el mismo ancho que mi pupila. Yo dirijo, yo empujo, yo freno. Me gusta guiar a los míos y que se fíen de mí. Soy muy director de orquesta en ese sentido.
Decía que el lector, entre todo lo que se publica, tiene difícil saber dónde encontrar un lugar en el que poder recrearse a gusto con la vida. Y es difícil no sólo por la gran cantidad de editoriales que hay, o por los muchísimos libros que se publican, o porque la mayoría de medios hablen siempre de los mismos libros, de los mismos cortes, de los mismos escritores. También porque la selección es mínima, y demasiadas las mentiras. Alejandro no es un escritor común. No se le puede comparar con nadie, no se le puede decir «esto ya lo han hecho otros antes
que tú, y mejor». Y no se puede porque Alejandro ha sabido encontrar su propia voz, ha sabido darle forma, ha sabido encontrar su público y ser fiel a él. ¿Quién es fiel en los tiempos que corren? ¿Quién se adhiere con los ojos cerrados a otro ser humano, dejándose arrullar, única y llanamente, por la capacidad de emocionar? ¿Quién se lanza al vacío y confía? ¿Quién es, me diréis, tan temerario? Alejandro es fidelidad. Tus novelas, leídas en voz alta, son como un poema, como un río que fluye lentamente, un río en el que parece que nada sucede pero que libra batallas por no chocarse con las piedras del fondo. ¿Tan fácil es hundirse? ¿Esa voz poética es natural en ti o es buscada para conseguir el impacto en los lectores? Esa voz soy yo en estado puro, ese río es la música que yo oigo cuando escribo, porque escribo en voz alta, como si compusiera música. Siempre he creído que el lenguaje tiene su música particular, que continente y contenido están ahí para algo, que una “a” no suena igual que una “e” y que por eso afecta a la lectura y también a la fluidez de una narración. Hay música y también hay color en las letras, y siempre las he entendido así, del mismo modo que veo cada una de mis novelas con un color distinto, con un tono distinto. ¿Tan fácil es hundirse?, preguntas. Y mi respuesta es: sí, tan fácil es. Pero igual de fácil es flotar y deslizarse sobre la superficie. Todo es fácil según el momento. Lo difícil es atrapar el momento que propicie la decisión acertada.
¿Qué es lo que te lleva a escribir una historia? ¿Cuánto la planificas, qué sentimientos te tiene que generar? Escribo siempre a partir de uno o dos personajes, en este caso de Amalia y de Fer. Quería tocar esa relación madre-hijo, esa empatía, esa forma
de mirarse después de haberse mirado tanto durante tanto tiempo, sin juicios, con humor y con ganas de jugar. De repente “oigo” una conversación, veo una escena, un color… y sigo adelante, buscando más, saber más, totalmente rendido a la curiosidad. A partir de ahí entro en un pasillo que se cierra a mi espalda a medida que avanzo, imposibilitando el regreso. El único regreso es adelante. Y sé entonces que ya estoy en marcha. Pero no hay planificación, nunca la hay. Oigo y busco, a tientas. En ese sentido soy un escritor intuitivo, no hay andamiaje, ni pautas, ni guión. Persigo voces y anoto lo que oigo. Poco más.
Cuando empezaste a escribir... ¿qué era lo que te daba miedo y cuánto ha evolucionado ese miedo? Escribir... ¿te dio miedo en algún momento? Creo que escribir es una de las pocas cosas que nunca me ha dado miedo. Yo empecé a escribir porque la vida me daba miedo. Encontré en la escritura una cueva llena de cosas a mi medida en la que podía bailar desnudo, un cuarto propio donde podía ser yo sin temor a no dar la talla. En cuanto empecé a escribir supe que mientras pudiera inventar, crear, ser yo del todo, la muerte no llegaría, y cuando digo muerte digo la no vida, o la vida sin vida. No hubo miedo, hubo alivio, aventura, ganas de quedarme allí, en la cueva, mirando el paisaje sin bajar, repartiendo cuentos para que hubiera una luz mejor. El miedo siempre ha estado fuera del papel, dentro jamás.
Cerrar una novela de Alejandro Palomas es volver a una realidad que no se amolda a nuestro cuerpo. Nos sentimos como el triángulo que intenta rodar como un círculo. Alejandro diría que eso es madurar. Lo imagino tocándose los pelos de la barba, estirándoselos, como buen pensador, y diciéndome que rodar cual triángulo es verse las costuras y aprender a coser. Eso es leerlo, precisamente.
Lee: primer capítulo de “Una madre”, de Alejandro Palomas
Libro primero Algunas luces y muchas sombras «No se puede encontrar paz evitando la vida, Leonard.»
Virginia Woolf en la película Las horas, basada en la novela homónima de Michael Cunningham
Uno Mamá había dicho que ella misma compraría las flores, pero con tanto ajetreo se le ha olvidado pasar esta tarde por la floris- tería y nos hemos quedado sin. Ahora cuenta uvas a mi lado. Las arranca delicadamente del racimo mientras escucha la radio que suena a tres bandas en el pequeño apartamento: en el transistor que está en la encimera de la cocina, en el que se ha dejado en- cendido en su habitación y, por último, en el que tiene instalado en el cuarto de baño y que raras veces apaga. Sentados a la mesa del comedor, ella cuenta uvas y yo doblo las servilletas rojas con estampados navideños mientras en el horno se enfría la crema de espárragos y un asado de algo que supuestamente debería ser pavo pero que parece otra cosa. Al otro lado del ventanal es noche cerrada. En el suelo, junto al sofá, duerme acurrucado Max. Tiene la cabeza apoyada en un pequeño charco de babas y da patadas en sueños. Shirley, la pe- rrita de mamá, duerme junto a él en la cesta, tapada con su manta de cuadros. Barcelona. Hoy es 31 de diciembre. –Seremos cinco –dice mamá–. Eso sin contar a Olga, claro. –Olga es la novia de Emma, o, como la llama Silvia cuando no tiene a Emma a tiro, «la añadida», de ahí que mamá siempre la cuente aparte. Y no es que lo haga con desprecio. Simplemen- te cuenta como cuentan las madres: los míos a un lado, los de- más al otro. Aquí mi sangre, allí lo que no la tiene–. Aunque tío Eduardo llegará un poco más tarde, porque su vuelo lleva retraso –aclara, apartando doce uvas y metiéndolas en el primer bol. Luego sigue contando. Al ver que no digo nada, para y me mira–. ¿Pasa algo? Niego con la cabeza. Mamá está nerviosa e ilusionada. Lleva así unas semanas, desde que tiene la certeza de que esta noche estaremos todos. Por fin, después de tantos intentos frustrados, los que somos su sangre nos sentaremos a la mesa a celebrar el fin de año y brindaremos juntos. Es un gran día para ella y no lo disimula, porque no sabe hacerlo. Desde que se divorció de papá, siempre ha pasado algo, algo ha terminado torciéndose y la cena de Nochevieja ha estado coja. La primera Navidad, Emma se quedó colgada casi un mes en Argentina porque la compañía aérea en la que viajaba se había ido a la quiebra, dejando al pasaje de todos sus vuelos en tierra. Tío Eduardo fue el siguiente en faltar: decidió un año más tarde irse a vivir a Lisboa y estaba por esas fechas a la espera de recibir el par de contenedores llenos de muebles que al parecer se habían perdido por el camino y que por fin habían aparecido en Tánger. Y el año pasado nos tocó a Max y a mí. El día 31 a mediodía, mientras jugaba con él en el parque, su pelota rebotó contra un árbol y salió despedida a la calle. Max hizo lo que jamás había hecho hasta entonces: echó a correr tras la pelota como si le fuera la vida en ello y al salir a la calle un 4x4 se lo llevó por delante. Pasamos la noche en urgencias de la Facultad de Veterinaria, él milagrosamente ileso, aunque en observación obligada; yo con dos trankimazines en vena, tumbado en una camilla entre Max y un shar pei con cara de buda enfurruñado que no paraba de aullar porque al parecer tenía un no sé qué en los intestinos, así que para mamá la cena fue de nuevo un mar de pocas luces y muchas sombras. Esta es, por fin, la noche de mamá, y ella lleva en danza desde las seis de la mañana, tan emocionada que, entre los nervios, la torpeza que la caracteriza y lo poco que ve, llevamos un récord de damnificados adicionales amontonados junto al cubo de la basura. –Saca eso antes de que llegue Silvia, por favor, Fer –me supli- ca con cara de angustia antes de sentarse con las uvas a la mesa–. Ya sabes cómo se pone tu hermana cuando rompo algo –añade al tiempo que mira de reojo la bolsa con los restos de la lámpara de porcelana, tres vasos, dos marcos de fotografías, una jarra de agua y una tetera supuestamente china que hasta la fecha era la estrella de su colección de horrores en miniatura, cortesía de un periódico que ella se niega a leer, pero que compra «por los re- galos». Ahora me mira desde su lado de la mesa y de repente hay en sus ojos tanta ilusión contenida, tantas ganas de que la noche sea un éxito y de tenernos a todos aquí que, a pesar del día que me ha dado, y reprimo las ganas de abrazarla y decirle que no se preocupe, que todo va a salir bien.
–¿Tú crees que les gustará? –pregunta por enésima vez, vol- viéndose a mirar el horno–. Es que... estaba pensando que a lo mejor es poca comida. Aunque, claro, también están las dos en- saladas, y tío Eduardo seguro que llega con algo del Duty Free. Y además quedan los turrones que trajo Silvia el día de Navidad, y... –Cálmate, mamá –la corto con suavidad–. Habrá comida de sobra. Debemos de haber tenido esta conversación al menos una de- cena de veces en las últimas tres horas. ¿Llegará la comida? ¿Será suficiente? ¿Les gustará? ¿Hace mucho calor? ¿No sería mejor que bajáramos un poco la calefacción? ¿Encendemos ya las velas o esperamos a que lleguen? ¿Y el aperitivo? Ah, ¿sin aperitivo? ¿Tú crees?... Preguntas. Mamá lanza preguntas al aire como si fuera repasando los ingredientes de una receta que ya no per- mite demasiados retoques, porque la hora es la que es y a estas alturas deben de estar todos en camino. Sus preguntas esconden otras de distinto calado, y solapan las que realmente la tienen así, sufriendo por adelantado, entre la ansiedad y una emoción casi infantil que no ha aprendido a controlar a pesar de los años: son esos interrogantes que la atormentan y que ni ella ni ninguno de nosotros podemos resolver de antemano, porque algunas fami- lias son así –somos así–, así de intensas, así de imprevisibles y de arrebatadas; son esos interrogantes que, si mamá se atreviera a darles voz, sonarían así: «¿Tú crees que Silvia se comportará y no se las tendrá con Olga? ¿Y que no empezará a hablar de polí- tica y a cargar contra los bancos o contra tu padre y tendremos la fiesta en paz? ¿Y tío Eduardo no nos contará ninguna historia de esas cochinas de sus viajes que a Olga la ponen así tan... tan...? Y dime que no se presentará ningún vecino del edificio, como hace dos años, cuando apareció el señor Samuel, el del 1.o C, con la pobre cubana mulata esa medio desnudita, preguntando si te- níamos una botella de ron, y la cubana que luego volvió porque se quería quedar con nosotros y... ay, hijo, dime que no». Y es que, aunque desde que papá ya no está se han liberado muchos nudos y mucha tensión con los que afortunadamente ya no nos toca lidiar y la cena de Nochevieja se ha suavizado mu- cho, el fin de año es una fecha que a esta familia se nos atraganta. Por eso llegamos tensos a esta noche, decididos, cada uno desde su rincón de vida, a corregir en lo posible la intensidad del año anterior y pasar una velada ligera, charlando tranquilamente de naderías y compartiendo un sentido del humor en el que todos nos reconocemos y que nos hace más familia, que nos habla me- jor de lo que somos juntos. Hasta la fecha, los intentos han sido siempre fallidos. A eso hay que sumarle que desde hace unas semanas algo pa- rece haber puesto en alerta a mamá. Está inquieta, preocupada. Sin saberlo, barrunta cosas que todavía le son ajenas, verdades todavía no perfiladas. Luces y sombras. Está torpe. Hace más ruido. No imagina que quizá tenga razones para estarlo. Razones que desconoce. Todavía. –No, no me pasa nada –respondo, intentando olvidar la úl- tima cena en la que estuvimos todos y tío Eduardo quiso sor- prendernos con un «regalazo» (así lo anunció él, golpeando con una cucharilla la copa de champán, con tan mala suerte que la copa quedó hecha trizas al tercer golpe, sembrando de cristales el mantel. El regalo en cuestión fueron unas carpetas de colores con información detallada de cómo hacernos socios de Dignitas, la sociedad esa de suizos que ayudan a suicidarse al mundo. A la carpeta había adjuntado una copia del formulario para redactar el testamento vital. Olga, católica de la rama amarga donde las haya, se había puesto verde; y Emma se había echado a llorar así, como llora ella, sin hacer ruido, porque acababa de morírsele su perra Lúa y de repente se sentía culpable ahora no me acuerdo de qué. Luego los mayores habían bebido un poco de más, y tío Eduardo se había caído por las escaleras (mamá vive en un primero) y habíamos tenido que llamar a una ambulancia. Du- rante el trayecto al hospital no dejó de agitar en el aire su copia del testamento vital mientras le gritaba al enfermero, arrastrando las palabras como un viejo beodo: «¡Sois todos unos asesinos y unos mariquitas, pero conmigo no vais a poder! ¡Demonios, más que demonios!». Sí, dejando a Olga a un lado, seguimos siendo cinco. Dos ge- neraciones de hermanos: la de mamá – tío Eduardo y ella– y la mía –Silvia, Emma y yo–, como dos raíles en paralelo cruzando el tiempo, separados esta noche por la mesa, los platos, las copas y las interpretaciones múltiples de nuestra historia en común. Sin papá. Sin los abuelos. Ellos muertos. Él ido. Ausentes todos. Y yo aquí, contando uvas con mamá como si nada, temiendo –como ella– lo que quizá depare la noche en esta mesa puesta para siete. «Que nada se tuerza, por favor, que nada se tuerza», la adivino pidiendo en silencio, mientras recuerdo de pronto la confesión que hace apenas cuarenta y ocho horas me ha hecho Silvia y cuyo peso noto desde entonces sobre los hombros como una segunda piel. Y es que en mi radar particular palpita desde hace unas horas una luz roja que conozco bien. Es una luz que titila, cada vez más clara, en la pantalla rectangular de mi mente, roja sobre fon- do blanco como las servilletas que ahora doblo. A un lado de la mesa, mamá inspira hondo y saca despacio el aire por la nariz. A este lado, yo la miro y la siento cerca. Mamá es parte de mí, de lo que me gusta y no me gusta tener conmigo. «Es muchas cosas. A veces, demasiadas», pienso mientras segui- mos preparando la mesa y en la radio alguien se ríe. Hablan de uvas, de años anteriores y de cosas que no interesan nada. Luga- res comunes. Huecos. Ruido navideño. Falta poco. Deben de estar a punto de llegar.
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Eres escritora, editora y traductora. ¿Cómo llegaste a la traducción? ¿Es algo que te ha atraído siempre u ocurrió de la forma más natural? Siempre quise dedicarme a la literatura. Lo que surgió de manera espontánea, como consecuencia de los libros que leía con voracidad, fue la escritura. Empecé a inventar historias por escrito y a obsesionarme con hacerlas bien a una edad bastante temprana, pero es evidente que por entonces no podía traducir nada porque no conocía otra lengua que no fuera la mía. Además, durante una época no se piensa en la figura del traductor. El traductor no existe entonces. Sólo se ve el nombre del autor y se leen sus textos en una lengua que se entiende y que parece la original y la única. Para mí, como lectora temprana, Paul Bowles, Djuna Barnes o Ivan Turgueniev escribían en castellano. Si empecé a traducir más tarde fue porque pensé que podía hacerlo bien, porque se me dio la oportunidad de trabajar las obras de autores a los que admiraba y porque necesitaba saber que podía contar con un ingreso procedente de una actividad literaria más sistematizada y controlada que la de la creación. Me lancé con una
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Pilar Adón (Madrid, 1971) es escritora, editora, poeta y traductora. Ganó el Nuevo Talento FNAC 2010 por “El mes más cruel” (Impedimenta), el I Premio Ópera Prima de Nuevos Narradores por “El hombre de espaldas” y el Premio Ojo Crítico de Narrativa 2005 por “Viajes inocentes”. También participa en antologías. Ha traducido, y traduce, a Penelope Fitzgerald, Edith Wharton, Henry James o Joan Lindsay, entre otros. Pilar Adón no pasa de puntillas por la literatura, y no deja territorio sin explorar. Sus novelas, relatos y poemas encierran jaulas dentro de jaulas. Como traductora, Pilar es cuidadosa y sublime. Ama las letras y las trata como merecen. Magistral.
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Pilar Adón n Ainize Salaberri
novela breve de Henry James y fue un bautismo de fuego que no olvidaré jamás. Conocí de primera mano la agonía de las dudas, los desvelos, las frases interminables, la necesidad de reescribir la traducción… Todo a la vez. Dicen que el mejor traductor es aquel que pasa desapercibido, aquel que consigue que creamos que ese autor ha escrito en nuestra propia lengua. ¿Estás de acuerdo? ¿Qué cualidades debe tener el buen traductor para conseguir algo tan difícil? Estoy de acuerdo. Y, para conseguirlo, un traductor debe conocer bien la lengua fuente, por supuesto, pero tiene que controlar absolutamente la propia lengua y las expresiones que se utilizan en su ámbito lingüístico. Debe conocer bien la obra que va a traducir y al autor y, sobre todo, ha de ser consciente de que estamos hablando de literatura y de que hay que saber escribir. Si se admira la obra que se está traduciendo, la labor resulta más sencilla y más placentera. Los meses que se emplean en el modelado, dominio y elaboración de un nuevo texto son más satisfactorios si se ama el texto con el que se trabaja. Y más vale amarlo mucho desde el
principio porque son muchas horas las horas con él y hay momentos muy complicados. No se trata de una labor fácil, lo que ya está muy repetido: si la traducción literaria consistiera sólo en verter al castellano lo que otro dijo en inglés, lo haría cualquiera, hasta una máquina, pero es imprescindible la intermediación de un trabajador consciente y serio que sepa que está reescribiendo un texto, con todo lo que eso implica, y con la peculiaridad de que no puede “crear” nada, en el sentido de inventar o fantasear.
de espalda, en las jornadas eternas sin límites de horarios, en la soledad ante un párrafo que no funciona, en el vértigo de un plazo de entrega, en la responsabilidad inmensa que supone traducir una obra de creación… Si pensáramos en eso, la carga nos paralizaría desde el mismo comienzo del trabajo y nadie traduciría. Pero el traductor ha de ser consciente de su responsabilidad, y su entrega a la obra que le va a ceder al editor ha de ser absoluta. Ha de amar su labor. Si no es así, mejor que se dedique a otra cosa.
¿Crees que a los traductores se les dan las suficientes facilidades para realizar una buena traducción? El mundo de la traducción... ¿está bien preparado?
El traductor... ¿Debe quitarse alguna piel para realizar un buen trabajo? ¿Algún prejuicio, algún miedo?
La imagen que ofrece la actividad del traductor literario se presta a la idealización con muchísima facilidad: una actividad que implicar vivir rodeado de libros, en la que se trabaja con textos, en la que se está en casa, sin horarios marcados por nadie que no sea uno mismo; un trabajo en el que el artífice se convierte en parte de la obra y en el que la misma obra depende en cierto modo del buen hacer del traductor para perdurar entre los lectores; un proceso que supone trabajar codo con codo y “hablar” con autores a los que se admira y con cuyo nombre quedará vinculado el nuestro… Todo esto resulta estimulante, y a priori nadie piensa en los quebraderos de cabeza, en los desvelos continuados, en los dolores
Ha de respetar el texto original y, a la vez, ha de perderle el respeto. Ha de narrar lo que narra el autor pero, para ello, debe romper las frases, las estructuras. Ha de ser fiel pero con códigos distintos. Y, desde luego, no debe caer nunca en la manipulación. Se ha de actuar como un médium que recibe un mensaje que él entiende, que comprende y asimila para luego hacérselo entender a los receptores finales exactamente de la misma manera en que el emisor querría que lo entendieran si pudieran oír sus palabras de manera directa. Una pregunta que siempre me hago al leer libros es hasta qué punto un traductor debe ajustarse a las “reglas establecidas”, a lo
puramente técnico, y hasta qué punto tiene libertad para modificar, mejorar, literaturizar. El traductor ¿debe arriesgar o debe moderarse? ¿Hasta qué punto es importante la intuición? Si un traductor ha leído mucho y, además, sabe escribir, tiene gran parte de la batalla ganada. Es triste darse cuenta de que hay traductores que no leen. En el campo de la traducción literaria hay que saber armonizar la técnica y el respeto al autor con la clarividencia y la intuición que aportan las lecturas previas de las buenas traducciones de los buenísimos traductores que hemos tenido y tenemos. Por otra parte, creo que el traductor, como autor que es, debe arriesgarse. Todo en literatura es riesgo, aunque no nos movamos de una silla y no apartemos la mirada de la pantalla de un ordenador. Hay que estar tomando decisiones constantemente, y esa es una labor muy arriesgada. ¿Cada cuánto crees que ©Raidebería Robledo revisarse una traducción? Pongamos el ejemplo de una autora que ambas amamos: Virginia Woolf. Depende de la traducción. El ejemplo paradigmático es Orlando en la versión de Borges: un libro que es casi más de Borges que de Virginia Woolf. Borges se apropió de la obra, y su trabajo de elaboración del texto en castellano llegó hasta a nublar en ocasiones el sentido
real del original inglés. Hay estudios que han llegado a la conclusión de que Borges, en cierto modo, saboteó el texto al transformar la voz Woolf para someterla a su concepción de la literatura desde una perspectiva crítica masculina. Y otros, en cambio, defienden que con su perfecto manejo del castellano mejoró el estilo literario de la autora. ¿Qué ocurre? Que el texto de Borges es delicioso y se puede leer una y otra vez y disfrutarlo sin el menor problema. Es arte y es talento absoluto. Pero también lo es el original inglés. Y para disfrutar de la maestría de Borges ya tenemos las propias obras de creación de Borges. El traductor no puede ser un muro que se interponga entre el autor original y el lector. No puede poner trabas para la comprensión del texto en todos sus matices ni debe inmiscuise y hacerse visible a todas horas. Por tanto, en este caso es necesario, además de un auténtico lujo para el lector, contar con nuevas traducciones. Creo que nunca se traducirá lo suficiente y que nunca se publicará lo suficiente, y no comparto las posturas que hablan de que no hay que saturar las librerías y que no hay que saturar al lector. Una librería nunca estará lo suficientemente saturada y si hay que poner los libros en pilas porque no caben en las estanterías, se ponen. En una librería debe haber libros y no entiendo por qué muchas parecen haberse acogido a la moda de la poca comida en el plato para ofrecer espacios de minimalismo librero o, peor aún, de sólo hamburguesas para todos. Muchos hablan de la crisis, pero es muy difícil comprar libros en librerías vacías.
En cualquier caso, y volviendo a la pregunta, cuando se decide ofrecer una obra a un traductor distinto, la situación no suele ser tan complicada. Se revisa o se traduce el texto original de nuevo porque la versión anterior ha quedado desfasada o antigua. El lenguaje evoluciona y a veces es necesario actualizar los textos. Las traducciones son fruto de una época y de una situación social determinadas y, por tanto, ocurre con frecuencia que deban renovarse. Si se reedita un libro cuyo traductor está vivo y se puede dar la oportunidad de que sea él mismo quien revise su propia traducción, supongo que estamos ante el mejor de los escenarios. Algo que parece que está muy de moda últimamente es traducir a dos manos, incluso a tres. Creo que tú lo hiciste en una ocasión, en una edición para Planeta. ¿Es posible aunar las voces y la forma de traducir de cada uno de los integrantes de la misma sin que se note? ¿A qué crees que responde esta nueva forma de traducir? Sí, en uno de los libros que traduje para Planeta trabajé con otras dos traductoras a las que nunca vi y con las que nunca hablé, pero se trataba de un manual de consulta de autores y obras universales, no de una obra de ficción, así que se dividió el libro en tres partes absolutamente independientes y no se planteó nunca ningún problema. En cualquier caso, conozco bien el ejemplo de dos traductoras que se reparten los
libros y que se las arreglan de maravilla. Para mí no es la situación ideal y creo que no elegiría trabajar así a la hora de traducir una novela porque prefiero controlar el proceso de principio a fin y me gusta repasar y ocuparme del texto entero sabiendo cómo está solventado lo anterior y lo posterior. En cuanto a lo que me preguntas sobre los motivos, se me ocurre que así se solucionará en gran medida la sensación de soledad a la que me refería antes: se cuenta con el apoyo del otro traductor para salir de algún atasco o para enfrentarse a alguna duda que resulte especialmente problemática. Y también contará, supongo, la razón obvia: para libros extensos, el plazo de entrega será menor. ¿Qué falta y qué sobra en el mundo de la traducción? Unos dicen que visibilidad y reconocimiento, otros por el contrario dicen que eso no es realmente necesario, que es el libro lo que ha de perdurar y tenerse en cuenta... En el mundo literario, en general, falta dinero. Los autores cobran poco teniendo en cuenta las horas invertidas, el esfuerzo, la formación previa que se requiere para llevar a cabo semejante trabajo, las crisis que despierta este tipo de empeño, lo que deja de hacerse, el tiempo que no se pasa con familiares y amigos… Por tanto, en el ámbito económico tenemos que llegar a la conclusión de que tanta responsabilidad y dedicación no suelen quedar recompensadas.
En el ámbito del reconocimiento, la situación me parece cada vez más halagüeña: las editoriales son más conscientes del papel imprescindible que desempeña el traductor, y así lo reconocen en las cubiertas de los libros, en sus comunicaciones de prensa, en las presentaciones… Y también algunos periodistas destacan de manera expresa la calidad (o la falta de calidad) de las traducciones en sus reseñas y críticas literarias. En todos estos avances, creo que juega un papel esencial la labor de Acett y la de los propios traductores a nivel individual, aunque hemos de reconocer que resulta muy difícil dedicarse a la traducción y, además, a la reivindicación del papel del traductor de manera expresa. Al menos, a mí me resulta difícil. Solemos ser gente callada. Además de novelas y relatos escribes poesía. Sabes, por tanto, lo que significa el proceso, el ritmo, la sonoridad. Voltaire dijo que era imposible traducir la poesía. ¿Estás de acuerdo? Yo no traduzco poesía y admiro incondicionalmente a los buenos traductores de poesía. Se da la particularidad de que su trabajo se suele publicar en ediciones bilingües, con lo que queda evidentemente expuesto a los ojos de todos, y resulta muy frecuente que los muy puntillosos lo miremos todo con lupa y nos atrevamos a juzgar. Es un papel muy difícil, el de los traductores de poesía. ¿Es necesario que el traductor conozca al autor que traduce, que haya leído otras de sus obras, que conozca su voz? Sé quien diría que no, y sin embargo yo lo veo de vital importancia... Sí. Yo también. El traductor se siente mucho más seguro cuando conoce la obra del autor con el que va a trabajar, así que se trata de una postura inteligente y práctica. Es frecuente descubrir giros repetidos en novelas distintas,
los mismos recursos, personajes que recuerdan a otros. Si un traductor está cómodo con un autor, si se siente su cómplice, lo mejor es repetir. Has traducido a Penelope Fitzgerald, a Joan Lindsay, a Edith Wharton, a Henry James y a Christina Rossetti, entre otros. ¿Cuál ha sido la traducción más complicada y cuál la más satisfactoria? La más complicada, sin duda, la de Henry James. Fue la primera traducción a la que me enfrenté, y James me pareció diabólico. Admiré de inmediato la labor de cualquiera de sus traductores al castellano y pensé que su esfuerzo jamás se vería lo suficientemente recompensado. En mi caso, se unió la voz de un autor difícil a mi falta de experiencia, y me recuerdo dudando días y días a la hora de decidirme por una palabra o a la hora de cerrar frases y párrafos. En cuanto a la traducción más satisfactoria, hasta el momento lo ha sido la de “El inicio de la primavera”, de Penelope Fitzgerald. Conté con el apoyo de Terence Dooley, su albacea literario, y con la generosidad de Patricia Gonzalo de Jesús, que me ayudó con las expresiones rusas. Fue un libro difícil debido, entre otras cosas, a las elipsis y a los muchos términos especializados que usó Fitzgerald para abordar el mundo de las imprentas, pero la narración me resultó siempre deliciosa, igual que los personajes y el juego que la autora va trazando entre lo que sucede y lo que parece que sucede. A veces abro el libro y leo algún párrafo y me sigue gustando el resultado. ¿A qué retos has tenido que enfrentarte como traductora? Cuando estoy muy cansada, al reto de dejar de trabajar y dejar que pasen unas horas antes de empezar de nuevo. Cuando me doy cuenta de que empiezo a no controlar las preposiciones, sé que ha llegado el momento de dejarlo hasta el día siguiente. También al reto de leer sin
descubrirme analizando y comparando cada sustantivo y el empleo de los verbos. En cuanto al trabajo en sí, cada libro es un reto y ha de disponerse de mucha energía para abordarlo y enfrentarse a él. ¿Qué proceso, qué método sigues cuando traduces? Seguramente, el de casi todos los traductores: repasar lo que hice el día anterior, seguir a partir de ahí y trabajar muchas horas. No creo que haya más misterios. Traducir y repasar lo traducido. Cuando termino un trabajo, me gusta dejarlo reposar unos días y luego leer todo el texto intentando estudiarlo con una mirada fresca, como si no fuera yo la traductora. Como traductora, sin que influyan tus pieles de editora o escritora, ¿qué es lo que más valoras en un libro? Que me emocione, que sea de alta calidad literaria y que me resulte inspirador. Creo que existe una gran cantidad de obras recomendables para el lector en castellano, pero de entre ellas siempre seleccionaría las que a mí me dijeran algo. Algo personal. Es importante que exista una vinculación del traductor con el texto, más allá de la que existe cuando el editor encarga una obra. Esa implicación, en último término, se nota en el trabajo final. A la hora de revisar mis traducciones, compruebo que tengo una cierta tendencia a traducir obras de mujeres (Joan Lindsay, Penelope Fitzgerald, Christina Rossetti, Edith Wharton), lo cual me parece significativo. A todas les une un espíritu de extrañeza ante la realidad, y todas eran escritoras de una enorme potencia. ¿Sueñas con traducir a alguien en particular? Quiero seguir traduciendo las obras de Penelope Fitzgerald. Es una autora que me sorprende en cada página.
Nell Leyshon n Ainize Salaberri
“Del color de la leche” ha sido una pequeña gran sorpresa. Pequeña porque contiene, en no demasiadas páginas, una novela eterna. La historia ha sacudido a los lectores, ha impactado como lo hace una brillante joya y nos ha emocionado con su simplicidad y naturalidad. Una historia deliciosa.
¿Como nació Del color de la leche? ¿Qué te lanzó a esa historia y a esa primera frase «este es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano»? El libro fue concebido como una obra de teatro. Me invitaron a la Royal Shakespeare Company donde se iban a desarrollar una serie de obras sobre la Biblia del rey Juan. Mary llegó a mí como una jovencita que aprende a leer y a escribir usando la Biblia. La serie de obras nunca se llegaron a realizar, pero la idea se quedó atascada en mi cabeza; pensaba en ella, pensaba en Mary. Fue entonces cuando me di cuenta que podía ser una novela. La primera frase llegó y no pude controlar el impulso por más tiempo. La escuché, la escribí y seguí escribiendo.
¿Fue usted quien decidió que la historia debía ser contada en primera persona o la historia se lo pidió desde el principio? ¿Ocurrió todo (la voz, el escenario, el proceso, el color del pelo de Mary) de forma natural? Sí, eso describe muy bien el libro.
Todo fue muy natural y todas las piezas caían en su lugar a la primera. Supongo que será porque pensé durante mucho tiempo en ello. Pasaron años entre el nacimiento de la idea y la escritura de la misma. Algunos escritores hablan de ideas que llegan a ellos completas. Es un golpe de suerte cuando eso ocurre.
Vivir en el campo siempre ofrece el mismo horizonte, el mismo paisaje. ¿Qué posibilidades tiene una persona como Mary en una situación así? ¿Cómo le afecta la naturaleza? La verdad es que una persona como Mary no tenía posibilidades. No podía acceder a una educación, ni podía abandonar el campo. Nadie la consideraba importante. Y daba igual lo inteligente que fuese o el potencial que tuviese, su vida estaba destinada a ser corta y dura. Para ella la naturaleza es algo maravilloso pero también práctico. Es el lugar en el que trabaja, de donde viene la comida. En ese sentido, la naturaleza es cárcel y libertad.
¿Por qué Mary quiere aprender a leer y a escribir? ¿Para huir de
la cárcel que la rodea? Quiere aprender porque lo tiene a mano. Ve los libros y sabe que contienen algo especial. Como cuando está en la colina y sabe que puede hacer algo más que, simplemente, sobrevivir. Tiene el presentimiento de que puede cambiar algo. Es un sentimiento que reconocemos, que nace de la frustración o el deseo. El anhelo de hacer y ser más de lo que hacemos y somos.
Antes de aprender a escribir y a leer, ¿Mary entendía todo lo que sentía o simplemente aceptaba su vida, admitiéndolo como un destino del que no puede escapar? Creo que antes de poder leer y escribir ella aceptaba su vida. Intentaba hacer las cosas lo mejor que podía y estaba llena de vitalidad, pero tenía una idea muy limitada de qué más estaban al alcance de su mano. El problema es que Mary es inteligente y, por lo tanto, trabaja duro para entender que hay más cosas que en la vida que la granja. Mary es una observadora, como usted. Mary apunta directamente el abismo en el que vive. Y lo hace honestamente. Mi pregunta es si ella es consciente de que se está ahogando en ese abismo, si entiende que la naturaleza intenta apresarla, darle caza. Creo que sí que lo sabe. Creo que Mary es lo suficientemente brillante como para entender la difícil situación en la que se encuentra. Ella sabe que está atrapada en una trampa, atrapada entre el vicario y su padre. No hay escapatoria para ella. No puede huir
porque no tiene el poder suficiente. ¿A dónde podría irse? No tiene dinero. No tiene elección, no tiene libertad.
En una entrevista dijo que «la educación es poder». ¿Qué clase de poder adquiere Mary leyendo y escribiendo? La educación es, de verdad, poder. Nos permite escapar de situaciones y volver a crear nuestras vidas. A Mary se le da el poder de entender, de saber. Leer y escribir le da voz, una voz a través de la cual puede hablar y contar su historia. Puede que eso no le ayude a cambiar el final de la misma ni a llevar una vida intelectual plena, pero el hecho de aprender a escribir le ayuda a dejar testimonio de su vida y a explicar lo que ocurrió. Encuentro muy interesante el hecho de que hayan existido muchísimas personas inteligentes sin dejar ninguna huella.
Habla por los que no tienen voz, ni poder. Mary acaba encontrando su propia voz, se las arregla para sobrevivir, de alguna forma, el paisaje adherido a ella (tanto el interior como el exterior). ¿Mary es libre? Depende de lo que entiendas por libertad. Si la describimos como la libertad de tomar las decisiones que toman las mujeres de hoy en día, entonces no, Mary nunca consigue ser libre. No puede usar sus habilidades intelectuales. No puede estudiar para mejorar. Sin embargo, sí consigue dos libertades específicas: se libra del anhelo que sentía en su interior y es capaz de contar su historia, de poner palabras sobre una página. Para mí esa es la verdadera libertad: ser capaz
de decir y escribir lo que quiera. ¿Hay alguna razón específica por la que Mary escribe en minúsculas? Cuando está aprendiendo a leer y a escribir le enseñan la diferencia entre mayúscula y minúscula... Eso llegó de forma natural mientras escribía. Fue algo inconsciente y me sorprendió tanto como al resto del mundo. Empezó a escribir en la Universidad. Hasta entonces no había sentido la necesidad de expresarse por escrito. ¿Qué encontró y cómo se sintió cuando, finalmente, se sumergió en la escritura? Estudié arte cuando era joven y supe que las imágenes no eran el medio a través del cual me quería expresar. Cuando empecé a escribir lo encontré el medio ideal para contar historias y desarrollar ideas. Pero lleva mucho tiempo aprender a hacerlo, es un arte, y soy muy crítica conmigo misma. Fue terrorífico y duro, pero sabía que había encontrado mi propia voz. Como escritora, ¿qué obsesiona? ¿Y como lectora?
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Como lectora me interesa la escritura fresca que revela una voz única e interesante. Cualquier cosa que me enseñe algo sobre el mundo y sobre el lenguaje utilizado. No leo para escapar, leo para enraizarme y para aprender. Como escritora, las voces de los excluidos. Las voces de los poderosos no me interesan en absoluto. Siempre me siento más inclinada hacia la sirvienta que hacia el Lord.
B r e v e s
Suite francesa JUAN CARLOS POSTIGO La primera parte, Tempestad en junio, es la crónica de una huida angustiosa y desordenada. Irène nos cuenta cómo la población parisina abandona la capital francesa ante la entrada inminente del ejército alemán. Con un estilo ágil, donde prima la narración frente a la descripción, la autora retrata a la perfección las reacciones sociales y los miedos de toda esa gente que en un éxodo forzoso debe lanzarse a la carretera para escapar de las bombas y que demostrará en su periplo sus miserias y sus virtudes, sacando lo mejor y lo peor de ellos mismos. «Caliente, pensaban los parisinos. El aire de primavera. Era la noche en guerra, la alerta. Pero la noche pasaría, la guerra estaba lejos. Los que no dormían, los enfermos encogidos en sus camas, las madres con hijos en el frente, las enamoradas con ojos ajados por las lágrimas, oían el primer jadeo de la sirena». En Dolce, la segunda parte de la obra, vemos la convivencia entre vencedores y vencidos, quienes aprenden a convivir y llegan a conocerse a nivel personal, e incluso a enamorarse. Francia está ocupada y las tropas invasoras se asientan en gran parte del país, aun así, el ejército alemán apenas es mencionado en la obra y, a diferencia de lo que estamos acostumbrados a ver, los alemanes son muchachos alegres y sin malicia. Por otro lado, no faltan los personajes que vivirán en el odio y el desprecio al alemán y que, por un motivo u otro, lo verán como perro rabioso. En esta mitad es mayor la riqueza de los detalles que, aunque le da un ritmo más lento y pausado a la historia, hace que el lector se implique mucho más. «Cuando la anciana señora Angellier y el alemán se encontraban cara a cara, ambos retrocedían instintivamente, de un modo que, en el oficial, podía pasar por una afectación de cortesía, por el deseo de no importunar con su presencia a la señora de la casa, y se parecía bastante a la reparada de un purasangre que ve una víbora ante sus patas, mientras que la señora Angellier ni siquiera se molestaba en disimular el estremecimiento que la sacudía y se quedaba rígida, en la actitud de pavor que puede causar la proximidad de un animal peligroso e inmundo». El realismo con el que escribe Irène Némirovsky le permite construir, desde la observación, un retrato fiel del país que más tarde la entregaría a manos de su verdugo. Sorprende la capacidad de la autora para presentar de forma tan objetiva los acontecimientos más violentos de nuestra historia y de la condición humana en un testimonio conmovedor y sobrecogedor que no pudo acabar. La edición de la Editorial Salamandra, con la formidable traducción de José Antonio Soriano Marco, presenta en las páginas finales dos apéndices con las anotaciones que fue realizando la autora a lo largo de la novela y la correspondencia entre ella y su editor y la que mantuvo su marido con diferentes personas para intentar salvarla.
Lee: Julio Oliva
SO LONG MY LOVE Todavía tiene esa sonrisa aunque sólo la muestra cuando ya se siente confiada y esta vez ha tardado más de lo que me esperaba pero no me importa que en verdad se guarde palabras y arrugue la nariz como disconforme, también yo pido descafeinado y hablo de lugares en donde pasar las vacaciones. Con esta son dos veces que nos vemos en los últimos cinco años. Se marchó a Malvín dejándome una ciudad en ruinas, el closet lleno de interrogaciones en forma de percha y una nota en la nevera. Cuando salí a buscarla me llevaba dos países de ventaja y un ingeniero industrial de quien la niña que me muestra en la fotografía que guarda en su cartera ha heredado la barbilla y cierta propensión a no tolerar la lactosa, eso sí, los ojos son los de Jacqueline Bisset le digo devolviéndole la foto de tal modo que rozamos nuestras manos y le pido perdón mirándonos como se miran los desconocidos o peor como se miran los amantes que ya no tienen nada que decirse. Cuenta de la Universidad, de poesía contemporánea (prepara algo sobre una antología), de lo difícil que es a veces olvidar los detalles y que sin embargo casi ya no se acuerda del total. Le digo que me pasa lo mismo, que tal vez por eso escribo, que me quedaré sólo dos días y que podíamos quedar para comer con más tiempo que este café de facultad y descanso entre clases, pero está de exámenes finales o cualquier excusa parecida a pesar de que aún guardo un par de libros suyos, el de poemas de Cortázar que igual te viene bien ahora. También me sé la sonrisa de ya no. Se niega a mirar el reloj colgado de la pared cuando pasa el doctor nosécual que saluda y le recuerda que a la una reunión. Y sabe que tiene que irse o que, más bien, me tengo que ir yo.
p EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE ...un olor a distancia y a no quiero olvidarte se colaba desde algún lugar mientras el funcionario con cara de miércoles comprobaba el pasaporte y los demás documentos preguntándose, imagino, qué demonios habría ido a perder allá, lugar propicio para perder seguramente, y yo tratando de aparentar que de verdad antropólogo, Universidad Nacional, y así, de perfil, incluso europeo, lo que debió bastar porque sellos y bienvenido a Uruguay o la fila de retornados en aumento tras de mí. -Deja algo atrás- Dijo Claudia que entonces sólo era una bonita sonrisa al principio de su maleta. -Tengo que aprender a amarlo a diez mil kilómetros por palabra.- Uno sólo puede ser original un par de veces en la vida. -Me refería a esos papeles- De nuevo Claudia, que resultó muy observadora porque además.- No se ruborice, le puede pasar a cualquiera; para un amante en la distancia incluso es obligatorio. Tuvo el detalle de esperarme y acompañarme a la salida mientras yo intentaba aparentar que de verdad antropólogo etc. y aceptó un café porque su marido se retrasaría. Entonces Claudia, que multinacional del petróleo y viaje aburridísimo a Europa aunque en realidad siempre quiso ser bailarina o algunas de esas pavadas de niña colorada y pudiente de interior. La ironía le viene de una madre medio inglesa y el marido, claro, 1.85 y perfecto traje italiano que conduce su propio coche por algo que dijo utilizando la palabra libertad. Sugirieron que la próxima en su quinta y pagaron el café. Al despedirse, Claudia, me susurró socorro al oído. Llevo cuatro años por aquí y aunque Montevideo es más bien pequeñito aún no me he propuesto rescatarla. Nunca se me ha dado bien hacer de héroe.
Recomendaciones
LIBRO Mi vida AUTOR Isadora Duncan RECOMENDADO POR Laura Bordonaba
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RESEÑA BREVE
La autobiografía de Isadora Duncan es uno de las biografías más apasionantes con las que me he cruzado. Quizás porque acostumbrados a un período de la historia donde las mujeres, a pesar de seguir con sus reivindicaciones, ya no tienen, de manera habitual, que construir heroínas, encontrarte con esta mujer es encontrarte con el mito de la mujer femenina, fuerte, deseada y vencedora, pero también la mujer sufriente, madre, no madre, insegura y vencida. Casi todos los vértices que una mujer puede albergar a lo largo de su vida. Una de las madres de la danza contemporánea que se distinguió por su espíritu indómito y vitalista, así como por el carácter minimalista y trasgresor de sus coreografías. La autobiografía es un viaje por Europa y Norteamérica y por los principales adalides de las artes, la música, la pintura, la escenografía, por pensamientos artísticos y filosóficos y hasta morales y sentimentales. Una biografía que resulta muy interesante y estimulante, porque Isadora le imprimió a su vida la misma expresión de libertad que a su danza, manteniéndose al margen de la moral y las costumbres tradicionales, tal como la veía la sociedad de la época.
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LIBRO Desayuno por la tarde AUTOR Andi Watson RECOMENDADO POR Verónica Lorenzo
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RESEÑA BREVE Desayuno por la tarde es la realidad de una pareja, Rob y Louise, a punto de casarse que pasan por un mal momento económico que terminará afectando a la relación que mantienen. Es la reflexión acerca de cómo actúan las personas cuando las cosas no son como ellas quieren. Mientras unas se obcecan con volver atrás, otras se reciclan y buscan alternativas para reordenarse en la nueva situación a la que se enfrentan. Es, lamentablemente, la realidad de hoy. ¿Cómo afecta la situación socioeconómica a nuestra vida personal? El británico Andi Watson nos enseña una pequeña lección a través de sus personajes.
LIBRO Pero hermoso AUTOR Geoff Dyer RECOMENDADO POR Salvador J. Tamayo
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RESEÑA BREVE Random House traduce, por fin, el libro que Geoff Dyer publicara por primera vez en 1991. Ninguna historia nueva que los fanáticos del jazz no conozcan, pero aún para ellos el libro de Dyer resultará de utilidad ya que su prosa nos hace estar junto a Bud Powell, Chet Baker o Duke Ellington con una copa de güisqui en la mano y con los sentidos despiertos ante ellos. Cómo perdió Chet Baker los dientes, el porqué de que Thelonius Monk no pudiera tocar durante años en New York o cómo fue el paso de Lester Young por el ejército. Hermoso libro sobre jazz no sólo para los gustosos del jazz, sino también para los adictos a las buenas historias. «Por ejemplo, escritores que no habrían triunfado porque cometían faltas de ortografía o de puntuación y pintores incapaces de dibujar una línea recta. En el jazz la ortografía y las líneas rectas no tienen por qué importar, así que hay un montón de gente con historias y pensamientos distintos de los del resto que no tendrían ocasión de expresar todas sus ideas y sus mierdas interiores sin el jazz».
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Recomendaciones LIBRO El árbol generoso AUTOR Shel Silverstein RECOMENDADO POR Begoña Martínez
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RESEÑA BREVE
Hay cuentos que se prenden en algún lugar de la memoria y a los que se vuelve, por el gusto de releer y reinterpretar; por si esta vez descubres un nuevo matiz, una nueva historia, dentro de tu historia, la que se esconde bajo el cobijo de una de las ramas de nuestro protagonista, un árbolmadre, que lo da todo por amor, y aunque a alguien le pudiera parecer osado, no está del todo desencaminado identificar a nuestro protagonista como un kamikaze de la generosidad. Hay libros que se escriben con imágenes, y en solo tres trazos, te derrumban. Éste es uno de esos cuentos, es uno de esos libros. Hay historias que te recuerdan quien quieres ser, y te hacen tomar partido, y te preparan, por si algún día todo lo das, por si algún día, todo lo pides. Hay miedos que se reflejan en los espejos de algunos cuentos, éste es, también, uno de ellos. El reflejo se convierte en arte, hecho de madera, desde la simiente, vera, hasta el tocón, malherido, que hasta al final, da. Hay autores con los que puedes contar para que te narren una buena historia, Shel Silverstein es uno de ellos, en pocas palabras, y en trazos resueltos, te hace dar mil vueltas alrededor de una idea sencilla, y revolucionaria.
LIBRO Mujer sin hijo AUTOR Jenn Díaz RECOMENDADO POR Alejandro Larrañaga
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RESEÑA BREVE No es mi intención repetir en estas líneas lo que ya he dicho sobre “Mujer sin hijo” en este mismo número de G&R. Remito a mi diario de lectura, porque ahí está la esencia de mi opinión sobre el libro de Jenn Díaz. Tampoco traigo aquí esta recomendación porque su autora sea, a la vez, colaboradora de la revista. Solo porque, según la tercera acepción que la RAE hace de la palabra recomendación, esta es la alabanza o elogio de alguien para introducirlo con otra persona. Entonces, como “Mujer sin hijo” debería ser una lectura obligatoria, por sus matices, sus decisiones (las de los personajes y las de la autora), el estilo elegante y poético y porque hará disfrutar a quien lea sus páginas. Eso seguro. Nadie podría permanecer indiferente ante un futuro tan inquietantemente posible donde las mujeres son poco menos que úteros con patas, los humanos son meros números y las cifras macro prevalecen sobre los individuos.
Recomendaciones
LIBRO Qué hacer cuando en la pantalla aparece THE END AUTOR Paula Bonet RECOMENDADO POR Ainize Salaberri
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RESEÑA BREVE Paula Bonet ha creado un libro de recuerdos, un libro en el que lo importante se hace dibujo y se acompaña de frases lapidarias que justifican el olvido, la memoria casual, la sonrisa ocasional, la lágrima anacrónica. El libro de Bonet, cuidadísimo, extraordinariamente bello, es un recuento de historias, un álbum que recopila canciones, citas, ciudades, países, ríos, lienzos, pelos revueltos, estaciones de trenes olvidadas, trenes que dejamos pasar, vías que soñamos y besos que, sólo a veces, echamos de menos. Paula Bonet ha dejado en Qué hacer cuando en la pantalla aparece THE END su vida, su historia vívida y vivida, su felicidad y sus lamentos, sus rincones y secretos, su pasado. Y el presente, que es todo lo que viene después. Una pequeña gran delicia que, aunque se hace breve, también se hace eterna en la sensación que nos queda de haber contemplado, aunque quizás ligeramente, nuestra propia vida en los trazos de Paula. Imperdible.
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LIBRO Metralla AUTOR Rutu Modan RECOMENDADO POR Verónica Lorenzo
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RESEÑA BREVE
Rutu Modan es una ilustradora israelí que logró el reconocimiento internacional con esta novela gráfica ambientada en el conflicto entre Israel y Palestina. A partir de un atentado en una estación las vidas de Numi y Kobi se encontrarán con la excusa de encontrar al padre de Kobi. No profundiza únicamente en la relación paterno-filial sino también en el conflicto social y político en el que viven inmersos los protagonistas. Con una gran calidad de las ilustraciones, la historia fluye sola, se rompe y recompone a lo largo de las páginas hasta alcanzar la verdad y, con la verdad, el final. El padre sólo es una excusa para reencontrarse.
LIBRO Rosalie Blum AUTOR Camille Jourdy RECOMENDADO POR Verónica Lorenzo
RESEÑA BREVE
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Desde el Festival de Cómic de Angoulème 2010 nos llega Rosalie Blum de la gran autora del cómic francés Camille Jourdy. En un pequeño pueblo, Vincent, Rosalie y Aude se encuentran y comienzan a seguirse persiguiendo sus historias del pasado y presente, de una soledad que les oprime el alma y encuentran en el amor y la compañía el consuelo al sufrimiento. Jourdy refleja vidas ordinarias que están hiladas por el destino, en su cotidanidad, en sus rutinas interrumpidas. Vincent levanta la cabeza de sí mismo para perseguir una cara familiar y propiciando el encontrarse y vencerse con la ayuda de Aude, estudiante universitaria que se ha abandonado, y Rosalie, quien trata de dejar atrás una tragedia familiar. Y así, Jourdy termina el tapete a ganchillo que conforma la trilogía Rosalie Blum.
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Recomendaciones LIBRO Mejor hoy que mañana AUTOR Nadine Gordimer RECOMENDADO POR Elena Triana
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RESEÑA BREVE Quizá es que Nadine Gordimer logra que Sudáfrica no parezca la otra punta del mundo, cuando lees “Mejor hoy que mañana”. Quizá es que Sudáfrica me llama desde que leo a Coetzee, o es por Mandela, o es por tantos otros. Quizá es eso, o es que no es tan diferente. Quizá por eso Jabulile y Steve podríamos ser tú y yo, pero tú y yo no luchamos contra el apartheid, no pusimos bombas -eufemismo que significa matar gente-, no estuvimos presos. Tú y yo no vivimos nuestro matrimonio en la clandestinidad porque estaba prohibido, prohibido por ley, que una mujer negra se casase con un hombre blanco. Hombres blancos. Que dirigen el destino de hombres y mujeres negros. Y después, el triunfo, Mandela, la reconciliación. Que significa tantas cosas. Que es tan enorme. Y aún así, el mundo en el que nacen los hijos no es el que queríamos para ellos. Para esto luchamos, estuvimos presos, colocamos bombas: para que no hubiera apartheid, pero hay algo parecido. Hay algo parecido cuando los inmigrantes (negros, como Jabu, pero no sudafricanos), se señalan la boca vacía con el dedo. Hay algo parecido cuando los miembros del Gobierno -negros: Zuma- tienen palacios, cuentas bancarias ilegales, y se gastan el dinero de los impuestos que pagan Jabu y Steve, dinero que era para escuelas, hospitales, personas. Niños. Como nuestros hijos. Como tú y yo, aquí. Jabu y Steve, en Sudáfrica. Así.
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LIBRO Dos olas AUTOR Daniel Pelegrín RECOMENDADO POR Jenn Díaz
RESEÑA BREVE Lo que más me ha impresionado tanto de esta novela como del
autor es la voz tan sensible con la que están narradas —en primera persona— las dos protagonistas. Asombra, precisamente, que sea un hombre quien las ha creado. Otra de las virtudes de la novela es que, a pesar de tener dos primeras personas, están muy diferenciadas. A menudo ocurre que se parecen mucho y que se nota el estilo del autor, y en este caso es invisible a ojos del lector. Por otra parte, es una novela muy oral, muy castellana, muy de tradición: hablarle a alguien que no está, dialogar con uno mismo. Dos mujeres, alejadas por el tiempo, cuentan su historia: una acaba de abortar y no sabe dónde dormir; la otra, medio bruja, va de mano en mano intentando sobrevivir. Pero, insisto, lo que más curiosidad me ha despertado esta historia no es exactamente la historia, sino el tono, los silencios, la elección del tono femenino. Sabe perfectamente ponerse del otro lado: está hablando de una chica joven que ha abortado y de cómo se siente, y de una hechicera que no tuvo una vida fácil. Son de verdad, y son sosegadas y emotivas, sin llegar a caer en un sentimentalismo pobre. Daniel Pelegrín me ha pasmado precisamente por el dominio que ha tenido en todo momento con las dos mujeres, dando detalles de una gran sensibilidad y no olvidándose de cosas sencillas como los periodos, que muchos hombres no lo contemplan cuando intentan recrear un personaje femenino. La construcción de la novela me ha recordado muchísimo a La enredadera, de Josefina R. Aldecoa: dos mujeres que no se tocan por tiempo pero que están íntimamente unidas, y la visión global del lector, que asiste a las dos historias. Con la diferencia de que en La enredadera hay un riesgo menor: no están, como aquí, escritas ambas voces en primera persona.
Novedades narrativa
LIBRO: El librero de París y la princesa rusa AUTOR: Mary Ann Clark Bremer EDITORIAL: Periférica PRECIO: 12,00€ París, a comienzos de los años 60; donde se encuentran una noble de origen ruso alejada de su familia y un elegante librero del barrio judío, del Marais. Ninguno de los dos es joven ya, pero tampoco lo son los libros que ambos aman. ¿Ficción o realidad? Lo cierto es que, en esta ocasión, no importa la respuesta, a pesar de que el virtuosismo de la narradora nos hace creer todo el tiempo que estamos ante un fragmento de realidad, de su propia vida, un capítulo más de su existencia. Por encima de cualquier intento de verosimilitud, la verdad, una suerte de verdad que resulta atemporal según avanzamos en la lectura, y que nos lleva incluso hasta el pasado más remoto, se impone en cada página de esta extraordinaria novela corta. Como el amor al misterio y a la belleza, a toda clase de belleza.
HHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH LIBRO: El unicornio AUTOR: Iris Murdoch EDITORIAL: Impedimenta PRECIO: 22,70€ Una historia que combina con magistral eficacia la intensidad de la novela gótica y la fascinación del cuento de hadas. Una novela impresionante en la que Iris Murdoch explora las fantasías e indecisiones que gobiernan a todos aquellos que han sido condenados a una entrega apasionada, aunque sin esperanza. Cuando Marian Taylor acepta un empleo de institutriz en el castillo de Gaze y llega a ese remoto lugar situado en medio de un paisaje terriblemente hermoso y desolado, no imagina que allí encontrará un mundo en que el misterio y lo sobrenatural parecen precipitar una atmósfera de catástrofe que envuelve la extraña mansión, y nimba con una luz de irrealidad las figuras del drama que en ella se está representando. Hannah, una criatura pura y fascinante, es el personaje principal de ese pequeño círculo de familiares y sirvientes que se mueven en torno a ella como guiados hacia un desenlace imprevisible. Pero Marian no puede saber si ese divino ser es en realidad una víctima inocente o si estará expiando algún antiguo crimen.
HHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH LIBRO: La tía Jolesch, o la decadencia de Occidente en anécdotas AUTOR: Friedrich Torberg EDITORIAL: Alba PRECIO: 22,00€ Al cronista de esta esplendorosa e hilarante colección de recuerdos, «desde siempre las anécdotas le han parecido más concluyentes y esclarecedoras que los análisis excesivamente detallados». Friedrich Torberg tenía diez años cuando Viena dejó de ser una ciudad imperial y veinticinco cuando Hitler subió al poder: «siempre estuvo mi vida −dice− bajo el signo de un ocaso». El imperio austrohúngaro y la burguesía judía, condenados a desaparecer, fueron su territorio espiritual, el escenario de una juventud poblada de tipos excéntricos y originales, «mezcla de ingenio y vivacidad». A esa época −y también a la más trágica del exilio− volvió los ojos en 1975 al escribir La tía Jolesch, o la decadencia de Occidente en anécdotas, que fue un gran éxito en Austria. Por sus páginas, entre Viena y Praga, luego entre Zúrich y Hollywood, desfilan familias ilustres y figuras consagradas como Franz Werfel, Alfred Polgar, Hugo von Hofmannsthal o Karl Kraus, pero tambien viejos cascarrabias, expertos en cerveza o en tartas y bohemios sin remisión.
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LIBRO: Vamos acalentar el sol AUTOR: José Mauro de Vasconcelos EDITORIAL: Libros del Asteroide PRECIO: 16,95€
Zezé, el protagonista de Vamos a calentar el sol, es un niño brasileño que de pequeño quería ser poeta y llevar corbata de lazo. Ha pasado algún tiempo desde cuando lo conocimos en Mi planta de naranja lima, se ha ido a estudiar a Natal, donde una familia lo ha acogido, y sólo piensa en aplicarse en el colegio para algún día poder ayudar a sus padres y hermanos. Aunque él crea que es un niño muy serio, en el fondo sigue siendo un travieso con un corazón de oro y una imaginación desbordante. Sus confidentes son el sapo Adán y sus dos héroes del celuloide: Maurice Chevalier y Tarzán. En ellos, y en un bondadoso profesor del colegio Santo Antônio, encontrará la fuerza que le falta para sobreponerse a la nostalgia y salir airoso –si es posible– de tanta travesura. Como ya hizo en Mi planta de naranja lima, José Mauro de Vasconcelos se basó en sus recuerdos de infancia y juventud para moldear esta tierna novela sobre la amistad, una de las más inolvidables historias de aprendizaje de la literatura brasileña del siglo XX.
HHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH LIBRO: La familia Abe AUTOR: Mori Ogai EDITORIAL: Satori Ediciones PRECIO: 19,00€ La familia Abe es todo un clásico de la literatura japonesa que ha sido llevado al cine, a la TV y adaptado al manga. Esta novela explora conceptos tan arraigados en la cultura nipona como el honor, la lealtad o la muerte y plantea de modo magistral el conflicto entre modernidad y tradición que vivió su autor, Ōgai Mori, y que aún permanece latente en el Japón actual. El señor feudal Hosokawa Tadatoshi agoniza en su lecho de muerte. Dieciocho de sus vasallos más allegados reciben permiso para quitarse la vida mediante haraquiri y acompañar a su señor en la muerte siguiendo la vieja tradición samurái. Pero su servidor más fiel y abnegado, Abe Yaichiemon, ve denegada su petición pues Tadatoshi le ordena que viva para servir a su joven heredero. Abe cumplirá los deseos de su señor pero, cuestionado en su honor por los samuráis del clan y sometido a objeto de burla, tomará una arriesgada decisión que condicionará el destino de toda su familia. También se incluyen en este volumen otros dos relatos protagonizados por samuráis que se enfrentan a la difícil decisión de poner fin a sus vidas para limpiar su honor.
Novedades narrativa
LIBRO: Vivir es fácil con los ojos cerrados AUTOR: David Trueba EDITORIAL: Malpaso PRECIO: 18€ Mueren las luces y otra vida se enciende. ¿Qué hay en ese lienzo tan repentinamente activo? Según se mire: unas figuras ficticias, una vulgar radiación o, para los líricos, la materia con que se tejen los sueños. Ésa es la materia de esta obra: un sueño de carne y hueso. Aquí hallaremos la aproximación más física a las entrañas del oficio cinematográfico. También a quienes lo ejercen: los célebres, los anónimos, los artistas, los artesanos, los iluminados o los eclipsados por los focos… En el principio era un accidente que se transmutó en palabras, puro texto. Después, frente a la cámara, llega la hora de una acción aún discontinua y caótica que cobrará sentido sobre la mesa de montaje. Luego vendrá el espectador, juez supremo. ¿Qué ve en este caso? La España gris (y a veces negra) de los sesenta, un mundo cerrado que, sin embargo, se abre a dichas tenaces. Un profesor de inglés averigua que John Lennon está en Almería. Quiere conocerlo y hacia allí enfila su 850. Dos jóvenes le salen al paso: ambos huyen de algo, cada uno (como todos) con su propia huida a cuestas. El camino será, una vez más, destino.
HHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH LIBRO: W AUTOR: Georges Perec EDITORIAL: Menoscuarto PRECIO: 17,50€ En esta obra se alternan dos relatos paralelos y, a la vez, íntimamente relacionados. Por un lado, las fantasías de un niño a través de la historia de una isla imaginaria cercana a la Tierra del Fuego, a la que llama W —texto escrito por Perec a los doce años—, donde evoca una ciudad gobernada por un ideal olímpico; y, por otro, los recuerdos fragmentarios de una infancia vivida durante la guerra. El autor manipula de forma magistral un material autobiográfico y, sin abdicar de su estilo ameno y travieso, muestra la profunda huella de la Segunda Guerra Mundial y su posguerra, claves para un niño de familia judía emigrante en Francia. Perec nos da una insólita mezcla de ficción y ejercicio de la memoria que convierte ‘W’ en una narración brillante y un hito de la literatura autobiográfica.
HHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH LIBRO: Vigilia inquieta AUTOR: Antonio Patrício EDITORIAL: Ardicia PRECIO: 16,00€ En Vigilia inquieta (1910), el portugués António Patrício reunió cinco historias que comparten una atmósfera común: todas se desarrollan bajo el misterioso signo de la nocturnidad y el desvelo. Los personajes que deambulan por estas páginas, desde el inolvidable Veiga -ese «ser de sueño» que, tras perder la razón, se encuentra por fin a sí mismo- hasta Harry Young, el enigmático «hombre de las fuentes», son presa de un extraño desasosiego. Embarcados en una búsqueda insomne y febril, anhelantes de quimeras y, al mismo tiempo, profunda y dolorosamente instalados en la vida real, todos ellos parecen custodiar un secreto indescifrable. Herederos de la mejor narrativa de su época, desde Poe a Maupassant, los relatos de Patrício son, en su sombría belleza, una rotunda celebración del mundo y la naturaleza y, a la vez, un melancólico y conmovedor lamento por el destino, siempre incierto, de los seres humanos.
HHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH LIBRO: Los niños se aburren los domingos AUTOR: Jean Stafford EDITORIAL: Sajalín PRECIO: 19,00€ Los niños se aburren los domingos es una selección de los mejores relatos de Jean Stafford, ganadora del premio Pulitzer de ficción en 1970 por sus Cuentos completos y colaboradora habitual de The New Yorker. Las protagonistas de estos relatos, ambientados en una Norteamérica en la que a mediados del siglo pasado la discriminación contra las mujeres goza de una gran fortaleza, son jóvenes en busca de una segunda oportunidad lejos de sus opresivos hogares y mujeres insatisfechas en sus matrimonios o a quienes la vida no ha tratado bien. Mujeres incapaces de sustraerse a las rígidas convenciones sociales del Oeste americano o de adaptarse a la hipocresía de los ambientes intelectuales y exclusivos neoyorquinos; mujeres, también, que en su lucha para salir de la pobreza topan con dificultades aún mayores de otra naturaleza. Con un estilo elegante que es a veces distante, a veces irónico, y a veces inesperadamente punzante, Stafford transmite en sus cuentos el deseo de sus personajes de alcanzar una felicidad que la experiencia se encarga una y otra vez de negarles, mientras retrata las sociedades y relaciones personales que unen a sus personajes con una agudeza difícilmente igualable.
HHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH LIBRO: La cámara sangrienta AUTOR: Angela Carter EDITORIAL: Sexto Piso PRECIO: 23€ La cámara sangrienta, publicada originalmente en 1979, es una colección de diez relatos explícitamente basados en cuentos de hadas, en especial, de Charles Perrault, pero también de Jeanne Marie Leprince de Beaumont, del folclore europeo, e incluso de la radionovela, con claras influencias de la narrativa del Marqués de Sade. Así, estos relatos ahondan en temas de feminismo y metamorfosis, con un énfasis especial en los roles de las mujeres en las relaciones, en los aspectos inmorales y perversos del matrimonio y el sexo, y en el equilibrio de poder en esas relaciones. La ilustradora chilena Alejandra Acosta ha puesto sus lápices al servicio de estas historias sorprendentes y necesarias, convirtiendo este clásico en una obra, si cabe, infinitamente más bella. Como muchos críticos han comentado en las últimas décadas, el motivo por el que La cámara sangrienta deslumbra con brillantez es que consigue ilustrar un argumento feminista realmente moderno: que las mujeres tienen un poder y unos derechos inherentes, así como la responsabilidad de utilizar el primero y reivindicar los segundos. Y con su trabajo, Carter y Acosta lo han demostrado sobradamente.
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