El añejo encanto de una vendimia nocturna

9 mar. 2013 - ría ya lo había hecho. Me dieron mi gamela, aunque me advirtieron que el canasto no estaba lleno del todo. Algunos habían abandonado: em-.
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SÁBADO

| Sábado 9 de marzo de 2013

eXPerIencIas Fernando Massa

El añejo encanto de una vendimia nocturna Un periodista viajó hasta el Valle de Uco, Mendoza, para formar parte de una vieja costumbre vitivinícola que propone recolectar las uvas en la más absoluta oscuridad para poder mantenerlas frías durante la cosecha

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MENDOZA

ientras terminábamos la segunda copa de vino dentro del quincho, Antonio Mas, socio fundador de Finca Propia, nos recordaba que cuando se hombreaban bolsas en el puerto era costumbre tomar unas copas de vino para energizarse lo suficiente antes de largarse a trabajar. “Nosotros vamos a tomar este chardonnay para hacer bien el trabajo”, dijo. Afuera, donde unas nubes amenazaban con traer lluvia al Valle de Uco después de varios días sin agua, nos esperaba el viñedo para una vendimia nocturna. De eso se trataba la propuesta: recrear una vieja costumbre vitivinícola que busca, con esa oscuridad, mantener la uva fría durante la cosecha. Esto despertó opiniones cruzadas: para unos se trata más de un mito que de otra cosa, aunque hubo quienes apuntaron que aún hoy algunas bodegas mantienen esa tradición porque el hollejo con el frío conserva más aportes. Sobre una mesa se exhibían los elementos de trabajo: un guardapolvo para no mancharse, una linterna que se colocaba en la cabeza, tijeras y un par de guantes. Más allá, las siete hileras que habían sido deshojadas esa mañana para que pudiéramos trabajar más cómodos. Cada uno debía agarrar un claro, es decir, las vides que hubiese entre un palo y otro. ¿La labor? Poner el tacho debajo de la vid y cosechar sin desgranar la uva ni cortar los sarmientos. Llena la cesta con unos 15 a 20 kilos de uvas, debíamos cargarla hasta unos tachos plásticos enormes que pueden acumular unos 400 kilos, donde una fichera nos daría una ficha de cosecha (gamela) a cambio de cada canasto. Sí, tal como se sigue haciendo hoy durante la vendimia: por cada canasto repleto de uvas nos darían esa moneda que para nosotros no significó más que un recuerdo, pero que para los trabajadores golondrina significa su jornal: cuantas más gamelas, más dinero en el bolsillo al finalizar la jornada. Mientras me adentraba por esos callejones de tierra seca y aire polvoriento en busca de mi claro me acordé de ese libro donde había comprendido la importancia de cosechar rápido, sin que se percudiera la fruta –porque así no valía para la fichera–, y que cada cesto a

Las hileras de vides, listas para ser cosechadas bajo la luz de la luna tope significaba más presupuesto para cambiarlo en un almacén. Su título es Las uvas de la ira, de John Steinbeck, y relata la peregrinación de Este a Oeste de una familia a través de los Estados Unidos, en plena crisis del 29, después de haber perdido su casa y en busca de la tierra prometida y sus viñedos: California. Lo nuestro era un juego. Pero nos daba la chance de ponernos en la piel de quienes realizan este trabajo como medio de vida. Una posibilidad que compartía con los copropietarios de Finca Propia, un grupo de cuotapartistas que además de tener su propio vino, pueden participar de las distintas etapas de elaboración. “Señores, no tiene que quedar uva en la planta. Se ha vaciado la bodega y tenemos que volver a llenarla”, arengaba Antonio Mas, que nos seguía de cerca como si fuese un revisador de hilera. Corría una brisa fresca. Un reflector nos iluminaba desde lo alto. Me metí en una de las hileras más alejadas. Quería experimentar los primeros cortes solo, tranquilo, lejos del murmullo. Me costó comprender de entrada la fisonomía de la vid: mis cortes eran torpes, el racimo se desgrana-

gentileza finca propia

Los cestos se llenan con 15 kilos de uvas

ba o no lograba cortarlo entero. Las hojas molestaban y los racimos se sujetaban enmarañados. Lo más fácil y tentador resultó buscar los racimos voluminosos y accesibles: uvas que se mostraban firmes, de un verde brillante. Encontrar ese punto justo donde cortar y que cayera ese racimo impoluto sobre las manos generaba satisfacción y cierto placer al tacto. Me puse contento de no tener los guantes puestos. El olor era dulzón y se mezclaba en la nariz con la tierra que había en el aire. “El que cosechó esto... hay que sacar estos racimos, no puede quedar nada. Tiene que ser parejito”, dijo Antonio y el reto era para mí. Tenía razón: me jactaba en silencio de que los racimos más atractivos estaban dentro del canasto, pero los más pequeños y flacos seguían en la vid. Unas manos aparecieron del otro lado. Sacaban con velocidad esas que habían quedado y, acomodando mi canasto, las dejaban caer directamente, sin que pasaran por sus manos. Se trataba de alguien experimentado, que silenciosamente corregía nuestro juego. Una chica de 26 años que hizo este trabajo prácticamente toda su vida, cada

vendimia, ocho horas por día para sacar entre 50 y 70 canastos. “¿Y qué pasa si la uva cae a la tierra?”, le pregunté. “No tiene que pasar”, me contestó riéndose. Cuando miré mi canasto ya estaba casi lleno: por supuesto no era el primero que descargaba; la mayoría ya lo había hecho. Me dieron mi gamela, aunque me advirtieron que el canasto no estaba lleno del todo. Algunos habían abandonado: empezaba a caer una lluvia de costado, de gotas largas, que condensaba el olor dulzón en el aire. Al siguiente racimo le robé una uva. “Fíjense la acidez que tiene”, apuntó Antonio. Yo la sentí dulce. Cuando la lluvia se intensificó nos dijeron que se terminaba la vendimia para nosotros: y frente a la fichera otra vez mi canasto sin llenar y mi gamela en el bolsillo. Caminábamos hacia el quincho y me maravillé con los tomates cultivados entre las vides. Busqué los que estuvieran maduros y los guardé en mi bolso. Nuestra contraprestación ahora no era buscar el jornal: nos esperaban tres chivos al asador y una degustación de chardonnay, malbec y cabernet sauvignon. Antonio propuso un brindis: contó que ese chardonnay que degustábamos era el primero que habían hecho en la finca. Hizo participar a los copropietarios. Tras sus palabras llegaron las bolitas de queso con pimienta y una gota de aceite de oliva, y luego el resto del banquete: empanadas de chorizo y morcilla, menudos de chivo con una salsa, ideales para acompañar con pan, paté, y finalmente los chivos, acompañados de una colorida variedad de verduras asadas, y copas de los vinos en cuestión. Al día siguiente, ya en mi cocina de Buenos Aires, mientras cortaba uno de los tomates que me había traído desde allá, pensé en el momento de la cosecha. Tal vez fue ese rojo intenso antes de cortarlo, la pulpa firme, el olor, o incluso el gusto que les dio a esos fideos verdes con un chorro de aceite de oliva y queso Sardo que comí después. Pero creo que me acordé porque ahora entendía lo que le sucedía a cada uno de los copropietarios cuando descorchaban el vino con uvas cosechadas por ellos mismos. Pensé en el instante en que tanteé esos tomates, los elegí y los saqué de la planta con mis manos. Y me puse contento de haberlos traído más de mil kilómetros adentro del bolso.ß

escenas urbanas Isabel Antelo

Paseadores de perros en plaza Lavalle, el viernes 1° de marzo, al mediodía

pequeños grandes temas Miguel Espeche

La soledad no es sinónimo de dolor

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ucho se habla, se piensa y se siente respecto de la soledad. A veces se la ve como una condición inexorable (“siempre estamos solos”), otras como lo peor que le puede pasar a uno, y hasta hay ocasiones en las que se la percibe como el colmo de la maravilla ya que du-

rante esa instancia nadie interrumpe, nadie llama, nadie reclama, etcétera. El de la soledad es un terreno muy grande, paradójico y engañoso, del que hablaremos de manera parcial, dado que es imposible abarcarlo en toda su dimensión. Lo cierto es que se la toma muchas

veces como algo malo en sí mismo cuando, en realidad, lo que duele no es la soledad, sino lo que uno hace con la compañía. En realidad, podríamos decir que se trata de una condición disfrutable (o no) si entendemos que su existencia no implica necesariamente que no haya otros cerca, sino que refiere a un estar acompañado por uno mismo y el propio mundo interior. Claro que al decir “uno mismo” siempre hablamos de una compleja amalgama de afectos, memorias y misterios que nos constituyen. Es decir; siempre estamos habitados, siempre hay “otros” en nuestro mundo interno, sólo que, a veces, no nos damos cuenta, y por ese profundo miedo a la “nada”, se rechaza a la soledad. En este sentido digamos que la “nada”, en términos psíquicos, no existe. Ocurre que en la mente de quien se lleva mal con la soledad

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no hay silencio, sino una especie de reunión de consorcio, en la que hay múltiples voces diversas que, en todo caso, habrá que saber ordenar. Éstas, cuando las cosas vienen mal, se ponen bravas y nos dicen frases del estilo: “Te vas a quedar a vestir santos” o “No es bueno que el hombre esté solo”, por utilizar dos refranes antiguos que, aún hoy, incluso dichos de otra manera, tienen completa vigencia. Esas voces son las que generan ansiedad y miedo, emociones que influyen mucho en las dificultades para el contacto con otros y, sobre todo, con el propio y sabio silencio.Lo importante es entender que soledad no es sinónimo de dolor. Es el desamor lo que duele, la mezquindad emocional, o el amor que no encuentra destino por distintas causas, como, por ejemplo, la pérdida de un ser querido al que se extraña mucho.

El que le teme a la soledad y no se amiga con ella tendrá más posibilidades de ponerse ansioso y, por eso, justamente, sufrir. Es que, en soledad, aprendemos de lo que somos, nos escuchamos, nos centramos encontrando puntos de referencia… Cuando estamos en paz con ella es mucho más fácil potenciar el encuentro con los otros, dado que los afectos se entrelazan no por lo que falta, sino por lo que abunda. Es muy distinto decirle a alguien “te necesito” (que remite a que a uno le falta algo que el otro completará) que decirle “te quiero” (que suena más a un ofrecer generoso). Muchos “solos y solas” se empantanan afectivamente porque luchan contra la soledad en vez de promover, de verdad, el acompañamiento. Ellos están mucho más ocupados en salir de la condición de “solos” que en estar genuinamente acompañados.

Pero no conviene estar con otros para escapar o refugiarse de uno mismo, aunque a veces esos otros, sobre todo si nos quieren y son buena gente, nos puedan ayudar, a través de su palabra o gesto, a amigarnos con lo que realmente somos. Como decía la canción, “el silencio tiene sonidos”. Y en el silencio de la soledad es donde se los puede escuchar, se los puede purificar, y encontrar, así, la propia nota. Eso sí: despojándola de todos los ruidos negativos que generen temor, angustia o ansiedad. Por eso, un poco de paz no viene mal, sea solo o estando con otros. A la soledad no vale la vena pelearla, porque, sabiendo aprender de ella, el contacto entrañable con los otros será más rico, fecundo y, sobre todo, inexorable.ß El autor es psicólogo y psicoterapeuta