Risas y encierro Por Valeria Dalila Arroyo Es difícil ponerse en el lugar del otro, de ahí radica mi animadversión hacia la palabra “empatía”, porque aunque su significado no los ponen como el sentimiento infalible para comprender la realidad ajena, sabemos de antemano que nada logra que una persona conciba la vida de otra como si fuera suya, se puede ejemplificar con algo burdo y superficial como con un par de zapatos, éstos, aunque los prestemos jamás le quedaran del todo bien al individuo al que no le pertenecen, o van a estar más grandes o más pequeños, ¿notan?, la frase que deriva de la palabra empatía es: “Ponerse en los zapatos del otro”, lo que hemos establecido, es ¡imposible! Quizá, es increíble que una persona que quiere dedicarse a la defensa de los derechos humanos diga tal barbaridad, y puede que me equivoque pero desde esa percepción tengo un camino más allanado para llegar a mis metas. Sé que no voy a meterme en la piel de los afectados, que no voy a cambiar al mundo, estoy consciente que no es posible metamorfosear años de descomposición social en un breve tiempo. El primer paso para mi transformación personal es aceptarme humana y aún con ello poder lidiar y resolver los problemas que aquejan a mi entorno. Hace unos días, visité por primera vez el reclusorio de Santa Martha Acatitla, iba como voluntaria por parte de Mexicanos Primero. La actividad consistía en recoger al hijo de una presa y llevarlo a una visita recreacional. Aunque nunca había observado por dentro un penal, no me sorprendieron las condiciones. En medio de una zona marginada, se alzan los grisáceos muros que protegen a miles de féminas catalogadas como criminales por un sistema de justicia lleno de faltas y corrupción, el fallo más grande de las autoridades mexicanas es olvidar que son humanos los que habitan las prisiones y no sólo simples cifras. En la entrada, el silencio es absorbido por las voces cansinas de policías en busca de identificaciones, gritan una y otra vez, miran con detenimiento las fotos de las credenciales, ¡no vaya a ser que una presa se les escape fingiendo ser una visitante!, cuando termina el proceso de verificación, te pasan por un cuarto para examinarte y comprobar que vas libre de armas, drogas, o hasta de frutas, con eso que casi todo lo que se trae encima es clandestino. Cuando ya casi entraba al pasillo que me llevaría hasta donde estaban aquellas mujeres, me di la vuelta para mirar de nuevo la entrada y como síntoma típico de mi abstraído ser, noté que había pasado inadvertido el detalle de un altar a San Judas Tadeo y a la Virgen de Guadalupe, reí en mi interior, es que con 22 años todavía no comprendo la doble moral que impera en mi país, y sí, digo que es doble moral, porque puedo jurar que el trato que reciben las moradoras de ese sitio no es ni un poco digno ni igualitario al trato que tienen las demás personas, y no su dios dice: “Así como quieren que los hombres les hagan a ustedes, háganles de igual manera a ellos” (Luc. 6:31), aclaró que por hombres se refieren a toda la humanidad.
En fin, seguí entre la realidad que se me imponía y mis cavilaciones de “niña izquierdista”, dirían algunos, bajé por unas escaleras de caracol que me permitían vislumbrar el terreno de abajo y los edificios circundantes, los cuales eran deprimentes desde donde los
divisaras. De ellos colgaban prendas de vestir y sus paredes eran bloques de hormigón medio pintados. Cuando me uní a las demás personas, pude ver en amplitud a las madres con sus hijos, para mí fue una escena conmovedora, el contraste del mundo de afuera al de ellas, impacta, enoja y frustra. El amor y cuidado de una madre no tiene discrepancias, tienen a sus pequeños como muñequitos, al menos ese día, los engominaron tanto que parecía que iban directo a una fiesta infantil, las niñas iban peinadas con coletas y moños, mientras que los niños cargaban sus mochilas ya listas con las provisiones que sus mamás les habían colocado. Hasta ese momento mi temple era el de siempre, hasta que vi a un niño de cinco años escondiéndose tras la falda de su mamá, miraba con curiosidad al grupo de voluntarios, sus ojitos iban de un lado a otro, buscando según me enteré después, a un hombre pues decía estar harto de tantas mujeres y quería experimentar lo que era tener un padre. Por más que te programes mentalmente con frases como, «No voy a llorar», no se puede evitar el colapso de emociones ante esas circunstancias. Una vez que a cada voluntario le asignaron a un niño, nos dirigimos a sus madres para hacerles saber nuestros nombres y asegurarles que sus hijos estarían en buenas manos. El bebé que me tocó tenía 1 año con 11 meses, pronto iba a ser su cumpleaños, y su mamá me advirtió que lloraba mucho. Pronto me di cuenta que en efecto, llevaba en mis manos a un pequeñito que odiaba separarse de la protección materna, todo el trayecto de salida se la pasó gimoteando, iba de sollozo a grito y viceversa. No sabía que hacer o cómo cargarlo, no tengo sobrinos cercanos y mi contacto con bebés es nulo, así que como pude me las arreglé y en el camión ya lo tenía tranquilo, sólo daba largos suspiros de esos que marcan el después de un berrinche. Durante el viaje señalaba de forma constante a los carros, repetía en demasía la palabra “tolín” y le sorprendían los colores de algunos negocios. A mitad del camino cayó rendido y se durmió. Despertó cuando llegamos al Museo Papalote del Niño, no puedo decir que disfrutó mucho, porque la mayoría de los juegos interactivos le espantaban salvo unas cuantas excepciones. Noté que le gustaba ver libros y cada que le leía los nombres de los animales ilustrados en ellos, él repetía conmigo la misma palabra. Me sentí satisfecha con mi trabajo como su cuidadora personal, porque no salió herido pese a mi inhabilidad con niños, le di de comer muy bien y le cambié el pañal, no sé si se lo puse bien o mal porque nunca lo había hecho pero mi intención fue buena. La mayoría del tiempo lo cargué, él me pedía los brazos y cuando se aburría lo bajaba para que caminara. El regreso al reclusorio fue lo mismo, pasaba de dormitar con el balanceo del camión a avivarse con el ruido de cualquier tráiler. Ya cuando íbamos rumbo a la entrada de la penitenciaría, sus ojitos comenzaron a brillar y su sonrisa se hizo presente, él sabía que estaba en casa. Lo que es la felicidad, tan paradójica, mientras el pequeño anhelaba el reencuentro con su mamá y la seguridad en los barrotes, yo me afligía por el lugar en el que estaba a punto de dejarlo. Por segunda vez en el día me rompí, no lo demostré con lágrimas pero imaginar el encierro al que iba a enfrentarse por otros cuatro años, me hizo estremecer. Es un bebé, que debería disfrutar del cambio de estaciones, de los diversos juegos que hay al aire libre, de las cándidas amistades con otros niños, del clamor y la algarabía que implica la libertad. Vaya desajuste emocional el que llevé.
Al final, la planeación por parte de la organización Reinserta estuvo mal organizada, no al grado de afectar algo en la convivencia con los niños, pero no respetaron los tiempos que habían dicho, también me parece ilógico que saquen en tales eventos a los bebés, algunos tenían meses, ellos no disfrutaron del viaje, se la pasaron dormidos y hay que recordar que demandan más de sus progenitoras, eso sería lo único que me disgustó. Por lo demás, cambié mi percepción de algunas cosas y afirmé mi desprecio por otras, como por la ineficacia del sistema de justicia que nos rige. Sé que aunque el recuerdo no vivirá en el pequeño porque ellos empiezan a tener reminiscencias a partir de los tres años, no cambiaría por nada, la cara de alegría y sincera felicidad de la madre al saber que su hijo, había gozado de la libertad por lo menos un día.