Las Bestias Para la comisión evaluadora: No espero

Él lloró, trató de explicar sus razones, pero sabía que no podía parar lo que había comenzado. No hubo juicios, no hay tiempo para esos espectáculos en este.
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Las Bestias

Para la comisión evaluadora: No espero que comprendan a cabalidad lo que voy a exponer en estas notas,, pero me parece que sin ellas, jamás entenderán lo que

soy,

o

lo

que

somos.

Pueden

seguir

culpándome

de

lo

que

quieran, pero no de mentir. Al parecer mi única arma contra el miedo es esta confesión. Entonces olvidemos todo lo que antes hemos hablado y nombremos al primero de todos sus males: Yaksic. A su favor podemos decir que era

un

hombre

valiente

en

un

mundo

de

cobardes.

No

era

un

conductor experto, ni nada que se le parezca, pero debía terminar aquel compromiso que había adquirido. ¿Cuántos meses, semanas o días le quedaban para actuar? Todos seguíamos cumpliendo nuestros papeles tradicionales, pero algo más nerviosos. Los estudiantes ya habían

comenzado

sus

marchas,

los

anarquistas

trazaron

sus

caminos,entre la izquierda que aún buscaba los suyos y la derecha dividida en los que no querían ver y los que veían demasiado. Todos perdidos, todos asustados. Yaksic

sabía

qué

hacer.

Pisó

el

acelerador.

¿Cuántos

kilómetros por hora le habrá dado ese cacharro? ¿Sesenta, setenta? No lo sé, pero fue suficiente. El auto se encontró con una marcha de trabajadores públicos. Estaba escrito: él sería el primero. Las ruedas

fueron

cabezas

de

inclementes.

las

Mechones

funcionarias,

los

de

golpes

pelo

arrancados

reventaron

los

de

las

blandos

cuerpos de los burócratas y empujaron aún más lejos a los del registro

civil.

Sintió

el

dolor

de

los

atropellados

llegar

a

través de la carrocería, pues tenía una conexión directa con sus víctimas. Era su ángel, su paz.

Siguió en línea recta, aplastó a otros, pero la mayoría logró evitarlo. Uno de los agentes infiltrados disparó contra el vidrio. La bala entró por una de sus mejillas, destrozó su mandíbula y le causó el suficiente daño para detener su carrera. Luego el mismo agente abrió la puerta, colocó el arma contra la cabeza de Yaksic. Él lloró, trató de explicar sus razones, pero sabía que no podía parar lo que había comenzado. No hubo juicios, no hay tiempo para esos espectáculos en este escenario. Otros como él, en el resto del país, replicaron los ataques.

Cualquiera

estudiantes, condujo

a

podía

retenes plena

merecer

policiales,

luz,

la

carga

actos

colisionó

y

de

estos

gremialistas.

derramó

su

atacantes: Hubo

sangre

quien contra

monumentos estériles. Algunas veces había muertos, otras no. Pero siempre hubo conmoción, desorden y prensa. Se todas

les

las

llamó

cosas

suicidas,

se

les

se

llamó

les

llamó

Polillas.

asesinos, Todos

los

pero

sobre

conductores

habían dibujado algo similar a una mariposa de color rojo en su frente, lo que obviamente se transformó en una moda por un tiempo. Los

conductores

no

hablaron

involucrados.

Sólo

hacer.

momento

De

un

un

día a

o

no

supieron

despertaron

otro

decir

sabiendo

entendieron

que

lo

eran

cómo

fueron

que

debían

importantes,

sabían que representaban un fuego donde todo lo demás, incluso las revoluciones, se cubrían de un manto frío. Hubo un par de ataques especialmente sensacionalistas, uno que incluso terminó con la vida de un relator de la Corte de Apelaciones.

El

daño

que

se

podía

hacer

había

entrado

en

lo

cotidiano, pero los ataques cesaron de un momento a otro. Nunca nadie entendió qué querían, si es que representaban a un grupo o sólo deseaban provocar el caos. Aún así, el daño estaba hecho. Los

conductores

sabían

que

sus

vehículos

eran

armas,

herramientas de muerte, al igual que los fusiles, las piedras o las palabras de un periodista en el noticiero central. Hay más que decir, pero no saldrá de la voz de una polilla.

En el Jardín

I Sara estuvo un par de minutos dando vueltas alrededor del jardín. Buscaba hojitas de distintos colores, supongo que quiere hacer un álbum o algo como eso. Los muros se dejan trepar por enredaderas y los imbéciles nos dejamos llevar por la abulia. Cinco de la tarde en punto en el pabellón A. Son escenas como esta las que me regalan la certeza de que estamos absoluta y completamente desquiciados. Nadie en su correcto juicio recibe con amor a una estación, sin sentir lo que hoy aparece como una amenaza lista a cumplirse. Los enfermeros se mantienen a distancia de nosotros, como si fuesen testigos de una serie de eventos donde no pueden, bajo condición alguna, intervenir. Carcomidos por la culpa, se limitan como cualquier otro día a sacarnos al sol y darnos un paseo alrededor de la pileta. Olemos la vida que está más allá de las murallas, pero ya no sentimos envidia. O, mejor dicho, no la sentimos por por el momento.. Sara está en su trance, como una radio esperando por una señal que no tiene intenciones de llegar. Ninguno de los hombres sabe cómo aproximarse. Quiero ser otro, quiero llevar mi cuerpo delgado y roto a su lado, quizás besar su cuello. ¿Habré hecho eso alguna vez? Tal vez, claro, no con ella, pues debo ser mayor. ¿Cuánto? No sé, pero no menos de diez años. «Por favor, belleza, mírame hoy y di mi nombre. Merezco algo de piedad el día de hoy, o quizás no ahora, tal vez nunca». Angélica surge del otro lado de la pileta. Se mueve lenta, esperando que el viento la ayude a avanzar. Paso, pausa, paso, pausa. Ella es la única criatura de bata blanca que amamos, que no nos posee. Es demasiado ligera para eso. ¿Puedo calcular su edad? Quizás más de treinta y cinco. Pone una de sus manos sobre la chica de las hojas. —¿Vas a terminar tu libro hoy? —pregunta Angélica. Sara sólo mueve su cabeza y evita los ojos de su ángel guardián. Trato de gritarle algo, quiero decirle que no sienta culpa por saber lo que sabe. Pero yo soy sólo parte del paisaje: el drama se desarrolla sin mí.

Uno de los auxiliares mueve mi silla y me conduce por el pasillo. Es hora de tomar mi pastilla. Fuerzo la vista para no perder a mis chicas. Nos detenemos a veinticinco mil seiscientos treinta y seis milímetros de la pileta. Sara me regala una mirada, me sonríe. Regreso el saludo, pero ella no lo ve, nadie puede hacerlo. Las mujeres caminan a ritmos dispares, siguiendo patrones distintos. La lucidez de Angélica le impide ver lo que Sara quiere decir, lo que quiere avisar. Me pregunto por qué quiere hacerlo, ¿cuál de sus tormentos la obligaba a delatar a sus hermanos? No lo sé, pero no es a nosotros a quienes desea acusar; es al mal que nos supera. Un mal blanco, como una bata. Hay música en el aire, no me agrada. Todo por esa estupidez de que los clásicos calman los espíritus de los sufrientes. Mierda, sólo la muerte hace eso. Señores, para su información, algunos de nosotros ya estamos suficientemente quietos. Preferiría sentir electricidad por mi cuerpo o que alguien juegue a cortar mi carne. Sentir cualquier cosa, menos Vivaldi. No idiotas, no hay paz en la música ni en estar en este lugar amarrado a una silla o en tener una mueca única en mi rostro o en ser incapaz de mandarlos a joderse. Creen que han logrado volverme un buen hombre, bondad a base de una gran nada. Pero sólo soy un maldito, un plasma gelatinoso, cuyos huesos se deshacen en vista y paciencia de cualquiera que quiera perder el tiempo mirándome. Mis pecados siguen conmigo, no los recuerdo, pero sé muy bien que están ahí, los escucho revolverse y estirarse en mi cráneo como ecos de un desfile, de un carnaval de calaveras. Angélica acerca mucho su rostro al de Sara. ¿Se atrevería a besarla delante de todos? No, claro que no. Esas son mis fantasías, no las de ellas. La bestia anda por aquí, la siento latir, vibrar. Conforme mis ojos se cierran al sueño, se hace más fuerte su llamada. Ignorarla es imposible.

II Los gritos me sacan del sueño. Escucho a mis compañeros llamando a sus madres, pidiendo perdón o simplemente llorando. Los oídos se acostumbran al griterío y con el tiempo adquieres ciertas habilidades, como identificar los distintos grados de horror que realmente están sufriendo los mortales que estamos aquí encerrados. Sé que habrá un momento para el dolor, pero aún no ha llegado. La mayoría sólo grita por temor a las manos escrutiñadoras, a las revisiones de rutina; a los nuevos practicantes, a sus manos heladas y sus sonrisas socarronas. Siento que mi silla se mueve, no puedo identificar a mi motor. No tengo la fuerza suficiente para levantar mi cabeza e interrogarlo, no tengo la fuerza de exigirle respeto o piedad. No les importa, yo no grito. Me levantan, estoy a unos sesenta y ocho centímetros de la tierra. Los brazos son fuertes, me abrazan por la espalda sin deseo alguno. Siento su asco y desprecio. ¿Será por mi condición? ¿Será por mis viejos pecados? No lo sé, necesito tener esos recuerdos a mano, necesito que alguien me regale la llave que lo abre todo. Sé que soy fuerte y puedo aguantarlo. Incluso si resulto ser el animal que creo ser. El practicante me coloca sobre la camilla. Siento el calor del papel tocando mis espaldas. Él amarra mi tórax para evitar que me vuelva a caer por culpa de un espasmo o algo así. Estoy ciego por el brillo. No entiendo, no puedo dar razón a las figuras que aparecen ante mis ojos. Entonces, como en un acto de magia barata, Angélica está frente a mí, su pequeña lamparita ilumina mi ojo derecho, luego mi ojo izquierdo. —Tienes una visión perfecta —dice sonriendo—. Vamos a poner un ungüento para tus escaras y luego regresarás a tu habitación. ¿Te parece bien? No entiendo por qué me pregunta, ¿qué quiere que le diga? Eso en el caso de que pudiese decirle algo. Siento el frescor de la crema en mi piel quebradiza. Me da vergüenza mi vulnerabilidad, la desnudez que expone cada centímetro de mi cuerpo. Cada mancha, llaga y lunar. Sé que ella es amable, sé que no me desea mal alguno. Angélica, ¿deseas algo bueno para ti o nuestra sanación es tu enfermedad? —Sé que estás cansado —dice—, has dormido muy mal. Voy a poner algo en tu suero esta noche para que puedas dormir un poco más. Tendrás mejores sueños también. Tengo miedo a que comiences con apneas. Toca con sus manos mi cuello, mueve mi cabeza a la derecha, luego a la izquierda. Nada ha cambiado desde la última vez que me revisó. Sólo que hace dos semanas yo podía dormir.

El anónimo practicante me vuelve a tomar, con el mismo afecto con que se toma a un leproso. Me coloca en mi silla y deshacemos el laberinto de regreso a mi nicho. No he logrado hacerme una imagen completa de los pasillos que componen nuestra prisión. Hago un esfuerzo por memorizar rostros, olores, colores. Pero siempre que llego al centro mismo, donde vive el monstruo, siempre encuentro nuevos pacientes. Debe haber más de un edificio, quizás plantas distintas para enfermedades distintas. Puede ser, tiene sentido. En la habitación encuentro mi nido y la semioscuridad. Hay otras tres camas a mi lado, la que está a mi derecha está vacía y lo ha estado durante los últimos meses. La más lejana ha estado ocupada por un desfile de aves extrañas, desde chicos en plena crisis psicótica hasta ancianos poseídos por la demencia del invierno. Estos últimos no duran mucho, lo que es agradable, porque con uno al que le sea imposible controlar el esfínter es suficiente. Mi socio permanente, Myrhz, es básicamente lo opuesto a mí. Es una criatura eléctrica, nerviosa, llena de pequeños miedos, los que inventa y refina con una frecuencia aún más veloz que su lengua. Como otros, se queja frecuentemente de que estamos en un campo de concentración, en un hospital jamás se mezclaría a un catatónico como yo, a un anciano moribundo y un hombre como él. Claro, el idiota no tiene idea de por qué está aquí, pero eso me tiene sin cuidado. No es peligroso, no tengo que temer a la posibilidad de que corte mi cuello con un cepillo de dientes. Además es capaz de expresarse bien por sí mismo, es como tener un perrito o una alarma. Sabe lo que viene, sé que se le han revelado las visiones. —No más pesadillas para ti —dijo murmurando. Me hace pensar que quizás, en sueños, en mis pesadillas, puedo hablar. Y si es así, ¿qué puedo decir? Pero soy presa del nuevo suero, me quita la posibilidad de una última reflexión. Me ahorro las maldiciones y simplemente me duermo.

III Es fácil creer que no puedo oír, pero lo hago. También puedo oler, saborear. No estoy seguro de cuál es la forma de nuestro sanatorio-hospital-hogar o lo que sea este lugar. Pero siento el viento aullar por las turbinas. He visto las máquinas de aire acondicionado, lo que quiere decir que hay espacios encerrados ahí abajo, en la panza, aún más allá de la enfermería, más allá incluso del laberinto. Mido, pienso y valoro. He contado también una serie de patios, debe haber al menos cuatro escenarios distintos, pero casi iguales uno del otro. No deben querer que los enfermos se mezclen, que se contagien sus aflicciones o que se toquen con sus manos pegajosas. Los susurros lo dicen todo. En el reino del silencio un murmullo puedo construir un mundo. Lo escucho todo, escucho el miedo que se viene por cada rincón. Los auxiliares, las enfermeras, incluso las visitas comienzan a moverse de manera extraña. Vibran siguiendo una música que no puedo oír, por eso Vivaldi, por eso Mozart, ¿no es así? Como sea, no me digan nada, yo escucharé y pondré atención.

Incluso ahora, en medio de mi sueño saco conclusiones, mezclados con miradas a otros mundos. Quizás recuerdos, porque a veces puedo ver a una mujer, me gusta creer que es mi madre, pero no estoy seguro. Está en el jardín recortando flores ; yo tengo tres o cuatro años y juego con la tierra. Su rostro es bello, ancho y calmo. Pero de pronto mi madre o quien haya sido esa mujer grita por culpa del ruido y sus tímpanos revientan. Cuando voy a ayudarla, sus ojos están vacíos, pero no hay una gota de sangre en sus cuencas vacías. Otras veces estoy seguro que esa mujer es Angélica, dulce guardiana mía. Mi doctora, la que cree que hay una cura para mí. No hay nada que tema más que a esa visión, pero no por su puto simbolismo freudiano, es otra cosa. Es una seguridad, porque sé que me han quitado mis pesadillas, pero nadie puede quitarme mis cálculos ni mi obsesión. Regreso adentro, al reino de los murmullos. Escucho a las chicas llorar en los rincones, escucho a los doctores escucho a los doctores dar disculpas y explicaciones. Otras veces el murmullo se produce entre las palabras frías de los locutores, de las pendejitas tostadas y teñidas de la televisión. En la radio, entre los sabios, los irónicos, entre las palabras oficiales. Un zumbido constante, si me voy a lo obvio lo llamaré miedo, pero también es otra cosa. Alguien o más bien algo está haciendo zumbar el mundo, o mi mundo. Los hombres de blanco se creen inmunes, pero el ruido está ahí. Sé que Sara también lo sabe, trata de decirlo, espera una reacción de los cuerdos, pero sólo consigue la mirada de carroñero amable que le regala Angélica. El sonido los penetra a todos y de alguna forma sé que mi reina médico también ha caído, que su bata blanca estará manchada con barro, sangre o mierda. Angélica, de tener las fuerzas de un hombre bueno, te salvaría, pero soy sólo yo, somos sólo nosotros, quebrados al borde de la cama, mirando la nada, dando pena a los sanos o dando la lata a los locos más entretenidos. Quisiera ser Myrhz, esta debería ser su historia, porque puedo apostar por él, por su salud, por su aspecto de inocente, de tonto triunfante. Lo diré una y otra vez, Myhrz eres un cobarde, porque esta debería ser tu historia y, sin embargo, no lo es. El grito me despierta. Puedo seguir el sonido hasta su origen, es más allá del laberinto, bajo nuestros pies. Es un grito telúrico, abominable en toda su dimensión. Abro los ojos, mi compañero y yo estamos a oscuras, siento como su cuerpo tiembla en sus sábanas. Y no lo culpo. —¿Escuchaste eso? —pregunta. Le contesto con mi elegante silencio. Tengo la certeza de que la sombra de un recuerdo comienza a observarme.

—Nuca había escuchado algo así —continúa, buscando algo de consuelo al escuchar su propia voz. Quisiera que me regresaran mis pesadillas. Myrhz en el ventanal Hace frío, no más de doce grados, eso es Celsius… ¿Cuántos Fahrenheit? ¿Cincuenta y cuatro? No estoy seguro. Mierda de obsesión con los números. Myrhz también está nervioso, dos camas vacías. Su verborrea sólo tiene un compañero, el peor de todos, uno incapaz de darle la tranquilidad que está buscando. Incapaz de hacerlo callar. —¿Sabes lo que tengo que decir? —comienza. Lo sé perfectamente, cualquiera podría adivinarlo, no es necesario estar loco para leer a un loco, pero ayuda mucho a la hora de entender a un cobarde. —Viene por nosotros. ¿Qué cosa, mi querido idiota? Termina para que yo pueda descansar. Creo que es domingo, en otra época yo descansaba los domingos. Lo sabremos pronto. —El gran blanco. La cosa que hace olvidos. Tú sabes de qué cresta te estoy hablando. Hace una pausa para tomar agua, no estoy muy seguro si Myrhz es uno de nosotros o uno de ellos. Creo que no está tan enfermo, sólo descuadrado, fuera de foco. Quizás demasiado solo, demasiado abierto para ser un humano funcional, pero no está loco, no está tiznado. Puedo ver un brillo de razón en sus ojos que me asusta, me molesta. No confío en lo que dice, pero sé que es sincero. Se puede ser honesto y mentir al mismo tiempo, sólo es cosa de tener la correcta configuración de software y hardware. —Sabes, yo no siempre creí en esto. Para mí el fin debía tener algo épico, pero será más silencioso, más accidental… Myrhz lo llama final, Sara le dice llegada. En el comedor he escuchado otros nombres, no me gustan, pero eso importa poco, sobre todo cuando no puedes levantar la cabeza y hacerlos callar a todos. ¿Pude alguna vez? Algo me dice que sí. Myrhz parece un niño adicto a los juegos masivos, en estado de permanente abstinencia. Es una criatura que vive en una situación de constante suspensión del orgasmo. Si es que tiene idea de que es eso realmente. Se arregla sus grandes lentes y retoma su discurso.

—Si te levantas de esa cama y logras sacar tu culo de este lugar, quizás, sólo quizás, logres salvar algo de tu mundo. Sé que lo tienes, he visto paralíticos, vegetales, catatónicos… tú no eres como ellos, estás lleno, repleto de cosas pequeñas. Algunas muy malas; otras quizás sean buenas, incluso útiles. No para mí, claro, ni para nadie medianamente sano. No es lo peor que he escuchado de su boca. Sin embargo siento lástima por él, está todo enredado, quizás Sara está jugando con él, quizás simplemente no entiende, pero se ha dejado atrapar, como otros antes que él. Tiene miedo, eso es señal de que aún no lo ha perdido todo. Eso, en este lugar, en el día de hoy, es una condena. Angélica entra a revisar nuestro estado. Mide mi presión y sonríe, como todas las tardes. Mira a mi compañero con sus ojos entrecerrados, no se permite bajar la guardia. —Alberto… —Myrhz, aquí todos me dicen Myrhz. No Alberto. —Myrhz. Angélica se siente algo avergonzada por su descuidado avance. «Cuidado mi amor, puedes pisar tus propias llagas», piensa el hombre que vive dentro de mi. Pero ella sale de su propio nudo y sigue su quehacer. Antes de que muriese ese frágil segundo, mi compañero suelta su bomba. —Doctora cállese y escuche. O mejor dicho aprenda a callar. Porque si supiese hacer eso, no estaríamos aquí. Lo malo, doctora, es que usted y yo estamos parados en un área gris, pero al menos yo tengo unos dedos en el negro. Angélica pierde interés, o finge hacerlo. Alberto se resigna. —Ya no importa. mejor dele a ese hombre algo para dormir, porque lo de anoche no fue suficiente. No dejaba de hablar. ¿Hablo? Myrhz, eres una porquería. Yo te ayudo, te escucho y jamás me has dado una pista de lo que digo dormido. Angélica se abalanza sobre mí, antes de cancelar mi visión veo algo parecido a lágrimas en su cara. Fin de la trasmisión.