Bestias afuera FABIÁN MARTÍNEZ SICCARDI
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A mi padre, cuyo entrañable fantasma me ha ayudado a enfrentar a todos los demás.
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Maybe there is a beast… maybe it’s only us. William Golding, El señor de las moscas
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I
Ninguna advertencia podía prepararme para la magnitud del aislamiento, para la ruptura que la soledad del paisaje marcaba con lo que iba quedando atrás, y menos aun para lo que sobrevendría después. Atila y yo íbamos camino a La Guillermina, un antiguo casco de estancia en un valle de altura, separado por sierras escarpadas de un pueblo tan insignificante que, a los pocos minutos de haberlo dejado, se había desdibujado en mi mente. El camino de tierra lo recuerdo como una sucesión de cuestas largas y abruptas, repletas de piedras y pozos, con descensos breves que apenas daban respiro para el siguiente repecho. El auto había hecho los primeros kilómetros de asfalto con una placidez asombrosa para sus años; pero después de un rato de andar en tierra, un ruido extraño —un golpeteo en un neumático delantero que apenas se percibía en la ruta asfaltada— se fue magnificando al punto de temer que la cubierta reventara o que la rueda se desprendiera del eje. No había controlado si tenía rueda de auxilio o herramientas —el responsable del auto había sido siempre el abuelo—, pero tampoco
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quería detenerme. Me encontraba a medio camino entre el pueblo y la estancia, seguir o regresar implicaba el mismo riesgo. Continué manejando atento al ruido de la rueda, vigilando la aparición de algún olor extraño, de una luz de advertencia en el tablero. Los pastos sacudían los penachos verdes y violetas, las pircas ondulaban siguiendo el contorno de las laderas, las cimas se veían aun más negras contra el celeste nítido; sin que yo, convertido en una continuación del mecanismo del auto, los registrara más que como un telón de fondo, dudando si el viaje había sido un error desde el principio. La cubierta explotó con un estruendo que hizo que Atila bajara las orejas y se escondiera debajo del asiento. Apagué el motor, dejé que el auto rodara hasta el final de la pendiente y me quedé sentado unos instantes para recuperar la calma. A esa altura, el poder del viento me obligó a sostener la puerta con las dos manos para que no la volviera a cerrar de un golpe. Encontré la rueda de auxilio en el baúl, debajo de una alfombra. Seguí buscando el resto de las herramientas sin éxito durante un rato largo. Pensé en caminar en busca de ayuda, o esperar que pasara alguien, aunque no había cruzado una sola alma desde el pueblo. Atila seguía escondido. Al arrodillarme para acariciarle la frente, para tranquilizarlo, vi asomar la punta de una bolsa de lona gris atada con alambres a los resortes debajo del asiento. Sólo el abuelo podría ocultar de esa manera el gato y la llave en cruz, o quizá los había puesto ahí para que yo nunca los encontrara.
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Un par de horas después de retomar el viaje, al final de una de las trepadas más abruptas, las sierras se abrieron en un valle amplio y luminoso. El camino descendió, cruzó un río sin puente y continuó aguas abajo por terreno llano. A lo lejos ya se divisaba el casco de La Guillermina, y Atila ladró como si supiera que estábamos llegando. Despreocupado por el ruido de la rueda, pude por fin apreciar el paisaje, más impresionante aun que el que habíamos dejado atrás. Las aguas transparentes avanzaban sin prisa sobre un cauce de piedras oscuras; el verde radiante del pasto se interrumpía con manchones de flores rojas y amarillas; los montículos rocosos de las sierras formaban figuras caprichosas, como el perfil de un anciano o la torre de una iglesia. El casco de la estancia estaba delimitado por una cerca de piedra, bordeada por algarrobos y eucaliptos altos. Dentro de ese contorno se concentraban los únicos elementos humanos en kilómetros a la redonda; afuera quedaba lo salvaje, lo inalterado. El doctor Argüello me había dado detalles de las construcciones, pero eso no impidió que me impresionaran, en particular la casa principal, con las anchas paredes de piedra y las tejuelas de madera que sólo había visto en fotografías. Más adelante había otra casa más pequeña, de una sola planta, también de piedra y techos de madera. Hacia el río, a unos cincuenta metros, estaban el galpón y los corrales. En el lado opuesto, sobre la ladera que se insinuaba a pocos metros de la casa principal, había dos construcciones rústicas a medio cavar en la montaña.
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Atravesé los pilares de la entrada y detuve el auto debajo de unos eucaliptos, donde la tierra compactada y las manchas de aceite lo indicaban como el espacio asignado para los vehículos a motor. Enganché la correa en el collar de Atila y antes de abrir la puerta me la enrosqué varias veces en la mano. Los arreglos para venir a la estancia los había hecho el doctor Argüello antes de que se precipitara lo del abuelo, antes de que supiera que tendría que traer a Atila. Las dificultades para comunicarse con La Guillermina habían hecho después que Argüello no consultara sobre el perro, aunque yo había insistido que prefería saber si había otros animales. Atila se había criado dentro de una casa, al menos desde que yo lo había traído del refugio, y era probable que no supiera defenderse, que mostrara temor. Y los animales atacan cuando huelen el miedo. Esperé al lado del auto hasta que pasó un tiempo prudencial sin que apareciera ningún otro animal. ¿Estarían en el campo con algún peón, o los tendrían atados dentro del galpón? No podía estar seguro, pero recuerdo que agradecí esa tranquilidad inicial, el tiempo que me daba para pensar una estrategia. Una ventana de la casa pequeña se abrió y se cerró de golpe, y me pareció que alguien se había asomado. Comencé a andar con cautela hacia la casa principal y, cuando estaba a punto de dar palmas para llamar, salió alguien de la otra y me hizo señas con los brazos. Era una mujer de pelo negro y corto, con pantalones oscuros y un pulóver rojo que le llegaba casi hasta las rodillas.
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—Yo le abro —gritó, mientras caminaba hacia mí. Tendría alrededor de treinta años, aunque el desgaste de la piel podía deberse también a la inclemencia del campo. Tenía caderas angostas, que continuaban en piernas delgadas infundidas de un nerviosismo que las movía a una rapidez mayor de lo normal. El pulóver le marcaba unos pechos grandes y erguidos que de inmediato me recordaron los de Erminda, que a los quince años ya tenía el busto de una mujer. Más cerca de la casa pude apreciar que las paredes se habían levantado sin argamasa, cada piedra engarzada en la otra con una maestría que parecía de otro siglo. En las ventanas, donde se había descascarado la pintura blanca, asomaba la madera noble y rojiza del cedro. —Las bestias afuera —la mujer me miró, sacudiendo un manojo de llaves. —Es muy manso. —Los perros no entran en la casa. —¿Dónde están los otros perros? —pregunté. —¿Qué otros? La cara de impaciencia de la mujer hizo que atara la correa de Atila a una baranda de metal, y la seguí hacia dentro. —La llave es por el viento —la mujer dio dos giros a la cerradura. Entramos a un recibidor corto con percheros en las paredes y un estante cerca del piso donde había unas botas cubiertas de barro seco. Una puerta doble vidriada comunicaba con el salón principal, que
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comenzaba con una larga mesa de madera oscura y terminaba en un hogar a leña rodeado por dos sillones verdes de respaldos altos. Los ladridos de Atila se siguieron escuchando después de que se cerró la puerta, y quedé atento a cualquier señal en su voz que indicara una posible amenaza. —Llegó el agrónomo —anunció la mujer, sin haberme preguntado quién era. A la derecha del salón, una escalera de madera subía a la planta superior. A la izquierda había dos puertas, y una estaba entornada. —Dígale que espere —se escuchó a un hombre desde la habitación con la puerta a medio abrir. —Siéntese, siéntese —la mujer me separó una silla y desapareció después en el cuarto con la puerta cerrada. El interior de la casa olía a humedad y encierro. Sobre la pared central colgaba un óleo enorme de una escena campestre cuarteada y descolorida. El cuero se desgranaba en los respaldos de las sillas, la lana se asomaba a través del tapizado de los sillones. Apareció un hombre caminando con un bastón. —No esperaba a un muchacho. Ese profesor de la universidad me dijo que vendría un agrónomo diplomado. —Hace tres meses que me recibí, y tengo casi veinticuatro años. —Haroldo —el hombre extendió el brazo. —Florián, encantado de conocerlo. El abuelo insistía con que cuidara la firmeza de mis apretones al saludar, pero la mano de Haroldo
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era tan laxa, tan delicada, que por temor a lastimarla apenas la rocé. Haroldo tenía el pelo gris y los ojos claros. Estaba vestido con una camisa blanca y llevaba un pañuelo azul con pintas amarillas ajustado al cuello con un anillo de oro. El mango de plata del bastón parecía tallado por un orfebre. La mujer abrió la puerta de la otra habitación y la mantuvo entornada con el pie para pasar con una bandeja, y eso me permitió ver que era una cocina con un ventanal grande. —Ha llegado para la hora del vermut —Haroldo señaló los sillones, mientras la mujer avanzaba con la bandeja. Moviéndose con dificultad, Haroldo colocó unos trozos finos de leña debajo de la parrilla del hogar. Apoyó encima unos palos más gruesos, los roció con querosén y tiró un fósforo encendido. —Si no le molesta, le voy a pedir que apenas tome la llama agregue uno de los troncos grandes. Han traído leños tan enormes esta vez que algunos no los puedo levantar —Haroldo reposó el bastón contra el apoyabrazos y se sentó. La mujer colocó dos copas con una bebida rojiza, un par de platos y una tabla con trozos de pan y queso sobre una mesa baja, entre los sillones. Yo agregué un leño y me senté también. El sol se estaba poniendo detrás de la ladera oeste, y hacía unos minutos que Atila había dejado de ladrar. —Argüello, el profesor de la universidad, me dijo que necesita quedarse una semana.
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—Eso depende, hacen falta cuatro días sin lluvia para completar la toma de muestras y estamos en la estación húmeda. Pero traje una bolsa de dormir y tengo comida en el auto. Puedo alojarme en cualquier lugar que tenga un techo, quiero molestar lo menos posible. —Eso es una tontería. Bastiana puede hacer un plato más de comida, y ya preparamos una de las habitaciones en la segunda planta. —Mi perro no está acostumbrado a dormir afuera. Yo hubiera preferido consultar, pero... —Lo puede meter en esa despensa —Haroldo señaló una de las construcciones sobre la ladera—. Mantiene buena temperatura de noche, y desde la ventana de su habitación la tendrá a la vista. —Le pregunté a la mujer... —Bastiana, se llama Bastiana. —Le pregunté a Bastiana si había otros perros. —Hace años que no hay animales domésticos en la estancia. No es un buen sitio para ellos. La frase me inquietó, pero me pareció indiscreto indagar más. Atila ladró en ese momento, y me puse de pie de un salto. —Si no le importa, me gustaría salir a caminar por el casco. Mi perro necesita correr. —Cenamos a las ocho. Y le pedí a Bastiana que le encienda el calefón a leña para que se pueda asear si lo desea. Caminamos hasta la orilla del río, hasta un punto en que me sentí tranquilo para soltar la correa. Cuando le arrojé el primer palo, Atila salió
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disparado, ondeando el pelo negro, casi flotando sobre el pedregullo de la orilla. Lo tomó entre los dientes, sacudió la cabeza como si desnucara una presa, y regresó a traérmelo. Repetimos el juego caminando aguas abajo, hasta que nos detuvimos en una curva del río. A medida que el sol bajaba y amarilleaba el cielo, el pasto viraba al gris, el agua se volvía negra. Fui saltando piedras hasta sentarme sobre una roca grande que asomaba del río y allí me saqué las botas para mojarme los pies. Las cigarras y los grillos sonaban tan fuerte que casi no me dejaban oír a Atila, que ladraba nervioso desde la orilla. Regresé a la casa con las botas colgando de los cordones, arrojando el palo para que Atila se cansara y durmiera bien su primera noche. La despensa que Haroldo me había indicado era pequeña y oscura, con estantes llenos de bolsas y latas de conservas, que emitían una empalagosa mezcla de aromas de alimentos. Estiré en el piso la manta de lana sobre la que siempre dormía Atila, puse al costado sus recipientes de aluminio llenos de comida y agua. En la pared delantera, a los costados de la puerta, había dos ventanas pequeñas protegidas con tejido de alambre. Si Atila ladraba durante la noche, sin duda lo escucharía desde mi cuarto. Bastiana había preparado un guiso de lentejas con papas y panceta, sazonado con una hierba que no logré reconocer y supuse que crecería salvaje en el valle. Desde el primer bocado, Haroldo se mostró interesado en mi tema de estudio, la manera en que
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los pulgones transmitían virus entre las plantas de ajo, cómo se contagiaban al alimentarse de una enferma y llevaban el virus a otra sana, la forma en que los virus avanzaban después hasta tomar posesión de la planta entera, debilitándola, convirtiendo los verdes oscuros en claros, reduciendo el tamaño de los tallos, de las raíces, de las hojas... —El último sitio al que llegan son los ápices de crecimiento, de ahí se sacan las células sanas que usamos para generar plantas sin virus en caldos de cultivo —el entusiasmo que mostraba Haroldo por mi trabajo era inusual, y me hacía sentir importante. Después de la cena, Bastiana nos dejó las tazas de café sobre la mesa cerca de los sillones. Haroldo me pidió que agregara otro leño grande al fuego. —¿Y por qué el interés en un sitio como éste, que no parece importarle a nadie? —Haroldo preguntó desde su sillón. —Estamos buscando sitios alejados de zonas donde se cultivan otros ajos enfermos, lugares donde no lleguen pulgones infectados. —El doctor Argüello me dijo que podrían traer plantas sanas para reproducirlas en la estancia. —Primero tenemos que estudiar la población de pulgones del valle, qué especies hay, la cantidad, llevar algunos al laboratorio para ver si están infectados. —Criar una planta sana a partir del pedazo de una enferma, qué prodigio... Haroldo dio un sorbo al café y dejó que su vista se perdiera en las llamas. La piel se le plegaba debajo
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del mentón, tenía manchas marrones en la cara, de los costados de los ojos le salían arrugas profundas. Tal vez por la edad, me pareció hallar una ligera semblanza física con el abuelo, pero eso era todo. Mi abuelo nunca hubiera hecho una observación como ésa. Lo microscópico, lo que no podía tocar o ver, le era indiferente, y mi trabajo en el laboratorio, el cuidado de minúsculas plantas de ajo, le parecía poco masculino, casi indigno. Había regresado del río cuando la cena ya estaba servida, y el baño lo había postergado para después. La planta alta estaba en silencio, sólo quedaba Haroldo en la casa, en la habitación conectada al salón con la puerta cerrada. El agua calentada a leña me pareció balsámica y me quedé en la bañera hasta que se me arrugaron las yemas. En la cara interior de la puerta del baño había un espejo alto —que no había visto al entrar—, y al salir del agua me sorprendió ver un hombre desnudo. Que yo recordara, nunca había observado mi cuerpo entero sin ropa; el espejo del departamento sólo alcanzaba para verse la cara, y esa estampita del corazón de Jesús que tenía pegada habría convertido en un sacrilegio cualquier intento de explorar la desnudez. Los hombros me parecieron más anchos, el pecho tenía más vello del que se apreciaba mirando desde arriba. Me quedé observándome hasta que el frío me obligó a cubrirme con la toalla para ir a la habitación que me habían asignado. El cuarto era espartano, pero me alegró que no tuviera el olor mustio del salón. Las paredes estaban
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pintadas de blanco y no tenían cuadros. Había una cama con su mesa de noche, una alfombra sobre el piso de madera y un armario pequeño. Dormí sin ropa, envuelto en el olor con que Bastiana había impregnado las sábanas, que era de la misma hierba con la que había condimentado la comida. Recuerdo que ése fue el primer instante —y el último— en que sentí que estar en La Guillermina tenía sentido, que ese viaje era el eslabón obligado del plan que me sacaría de donde estaba; y sólo yo era consciente de cuánto necesitaba un plan en ese momento de mi vida.
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