La crisis (interna y externa)

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Casa Publicadora Brasilera Comentarios de la Lección de Escuela Sabática IV Trimestre de 2015 Jeremías

Lección 2 (3 al 10 de octubre de 2015)

La crisis (interna y externa) Dr. Ozeas Caldas Moura 1 Durante esta semana analizaremos la época en la que Jeremías ejerció su ministerio profético y veremos que el pueblo de Dios enfrentó muchos desafíos. El desafío externo tenía que ver con la amenaza de invasión de parte de los babilonios, mientras que el interno, aún más grave, estaba relacionado con la apostasía, la idolatría y la desobediencia a los mandamientos de Dios. Y peor aún, el corazón de muchas personas se había endurecido tanto y estaba tan afectado por el pecado y la apostasía, que se rehusaron a escuchar las advertencias enviadas por Dios, las cuales podrían haber evitado el desastre en sus vidas.

Una historia intensa La historia del pueblo israelita muestra el poder que el pecado tiene en las personas que no se interesan por el Dios verdadero, ni están dispuestas a seguir sus enseñanzas. Siempre que alguien abandona al Señor y deja de cumplir su voluntad, cae en las garras del pecado. O sea, sin el poder de Dios, la chance de no pecar es nula. Cuando los israelitas finalmente entraron en la Tierra Prometida, luego de años de peregrinación por el desierto, no pasó mucho tiempo antes de que surgieran los problemas. Bastó con que surgiera una nueva generación “que no conocía al Señor” (Jueces 2:10), y comenzó una crisis espiritual que, de variadas maneras, contaminó a la nación a lo largo de toda su historia. Jueces 2:11 dice que “los israelitas hicieron lo mal ante los ojos del Señor”. Cada generación se apartó un poco más de Dios, hasta que la nación hizo lo que exactamente el Señor había dicho que no hiciera. Debido al pecado, las personas enfrentaron una crisis tras otra, y aun así el Señor no los abandonó. Les envió jueces (2:16), que los libraron de sus aflicciones más inmediatas. Licenciado en Letras, con un posgrado en Lengua Portuguesa. Posee una Maestría en Teología Bíblica, un Doctorado en Teología Bíblica, con especialización en Antiguo Testamento, y un posdoctorado en Teología Sistemática. Trabajó como pastor distrital, redactor en la Casa Publicadora Brasileira, profesor de Teología, rector de la facultad de Teología de la UNASP. Actualmente es coordinador de la carrera de posgrado en la UNASP, y profesor de Antiguo Testamento en esa institución. Recursos Escuela Sabática © 1

Luego de la época de los jueces, la nación entró en una era de relativa paz y prosperidad, bajo lo que se llamó período de la “monarquía unificada”. Esto es, el reinado de Saúl, David y Salomón, que abarcó un período de cerca de cien años. Bajo el liderazgo de David, y luego de Salomón, la nación se transformó en una potencia regional. Los “buenos” tiempos no duraron mucho. Luego de la muerte de Salomón (alrededor del año 931 a. C.), la nación se dividió en dos reinos: Israel –en el norte– y Judá –en el sur–. En gran parte, esta situación puede ser atribuida a los altos impuestos cobrados por Salomón y la institución del trabajo esclavo. Las cosas ya nunca fueron las mismas para la nación escogida por Dios. A causa de sus pecados, Israel –el reino del Norte– sufrió varias invasiones de parte de enemigos extranjeros, y fue finalmente destruido por los asirios en el año 722 a. C. El reino del Sur, sufrió tres invasiones de parte de los babilonios, la última en el 586 a. C. Los cautivos judíos sólo retornaron del exilio babilónico alrededor de setenta años después.

Los dos reinos Luego de la división de la nación, las cosas fueron de mal en peor. En el reino del Norte, el rey Jeroboam tomó algunas decisiones terribles, las cuales tuvieron un impacto duradero para lo malo. Temiendo que el pueblo de las diez tribus del norte acabaran pasándose del lado del reino de Roboam, rey de Judá, Jeroboam I (931-910 a. C.), mandó hacer dos becerros de oro. Los ubicó en Dan, una ciudad más al norte de su reino, y otro en Betel, la ciudad más al sur, además de instituir fiestas idolátricas que rivalizaban con las celebraciones del Dios verdadero, realizadas en Judá (1 Reyes 12:26-33). Desde allí en adelante, prácticamente todos los reyes que vinieron después de Jeroboam I adoraron a esos ídolos, además del dios Baal, la diosa Asera, entre otros. Sin excepción, se dice de todos los reyes de Israel, el reino del norte, que “hicieron lo malo delante del Señor”. Como los israelitas imitaron el proceder de sus reyes, terminaron desapareciendo de la Historia, siendo llevados cautivos a Asiria, y otras naciones, por Salmanasar V, en el año 722 a. C. Las cosas no estaban tan mal en el reino del Sur, por lo menos hasta ese tiempo. Pero Judá tampoco tuvo una conducta ejemplar y, como ocurrió con el reino del Norte, el Señor procuró salvar a estas personas de la calamidad que, en su caso, provenía de la amenaza de los babilonios. Desgraciadamente, salvo raras excepciones, Judá tuvo una serie de reyes que también “hicieron lo malo ante los ojos del Señor”. Continuaron llevando a la nación hacia una apostasía cada vez más profunda. En el año 586 a. C., los babilonios –bajo el mando de Nabucodonosor–, deportaron al pueblo del reino de Judá a Babilonia. A pesar de lo horrendo de su liderazgo, muchos de los libros proféticos de la Biblia, incluyendo a Jeremías, son palabras de los profetas que Dios envió a su pueblo en su intento de apartarlos del pecado y la apostasía que estaba destruyendo el corazón de la nación. El Señor no abandonaría su pueblo, le daría la oportunidad de que abandonaran sus malos caminos y así fuera salvado del desastre que su pecado podía generar. Recursos Escuela Sabática ©

Dos males Aunque la nación experimentara una cierta reforma espiritual bajo el liderazgo de los reyes Ezequías y Josías, las personas volvieron a sus malos caminos y cayeron en una apostasía aún peor. Tal como lo hizo en todo su ministerio, Jeremías habló en términos claros acerca de lo que estaba sucediendo. Son especialmente interesantes sus palabras en Jeremías 2:13. La gente había cometido dos clases de males: habían abandonado al Señor, la Fuente de las aguas vivas y –por consiguiente– habían cavado para sí cisternas rotas que –naturalmente– no podían retener el agua. En otras palabras, habiendo abandonado al Señor, habían perdido todo. Como se sabe, el agua en Palestina es algo muy valioso. Sería una completa tontería cambiar una fuente de agua corriente por una cisterna de agua estancada o, aún peor, rota, que no podía retener el agua. Hacer eso será cambiar lo real por lo irreal e ilusorio. 2 A veces nos extrañamos de por qué los israelitas cambiaron a Jehová, el Dios verdadero, por dioses como Baal. Pero parece que al ser humano siempre le fue difícil creer en algo que no puede ver ni tocar. Además, para la mente carnal es más “cómodo” adorar a un ídolo, siendo que éste no exige un comportamiento ético. Se puede hacer todo mal, y aun así se puede dirigir uno al ídolo para pedirle cosas. Sin embargo, Jehová, el Dios vivo, exige un comportamiento ético y correcto de sus adoradores.

La amenaza babilónica Jeremías fue llamado al ministerio profético durante el 13º año del reinado de Josías (cf. Jeremías 1:2), esto es, en el 627/626 a. C. Fue justamente en el año 626 a. C. que los asirios fueron derrotados por una coalición de babilonios y medos. En el 612 a. C., esa misma coalición destruyó Nínive, la capital asiria. En el 605 a. C., lo que quedaba del ejército asirio, el cual había huido hacia la región de Harán, fue aniquilado por las fuerzas babilónicas. Con la declinación del imperio asirio, Egipto procuró recuperar el poder y el dominio en la región. Pero, en la batalla de Carquemis, en el 605 a. C., Egipto fue derrotado, y Babilonia se convirtió en la nueva potencia mundial. Este nuevo poder hizo de Judá un estado vasallo. Joacím, rey de Judá, sólo logró estabilizar el país jurando lealtad al rey babilónico. Sin embargo, muchos no querían hacer esto. Preferían luchar e intentar librarse de los babilonios, aunque eso no fuera lo que el Señor deseaba que ellos hicieran. Dios estaba usando a Babilonia específicamente como un instrumento para castigar a la nación por su apostasía. En repetidas ocasiones Jeremías advirtió al pueblo acerca de lo que sucedería a causa de sus pecados y, vez tras vez, muchos de los líderes políticos y religiosos se rehusaron a prestar oído a estas advertencias, creyendo que, por el hecho de ser el pueblo escogido por Dios, Él los salvaría, sin importarle su conducta.

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Francis D. Nichol, ed., Comentario bíblico adventista, tomo 4, p. 395. Recursos Escuela Sabática ©

Un falso juramento En Jeremías 5:1, el Señor le dijo a los judíos: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad ahora, y ved si halláis algún hombre… que haga juicio, que busque la verdad, y la perdonaré”. Esto nos trae a la mente dos historias. En la primera, Diógenes, un filósofo griego del siglo IV a. C., según la leyenda, acostumbraba caminar por el mercado durante el día con un farol encendido, afirmando que estaba buscando un hombre honesto. En la segunda, Dios habló con Abrahán, diciéndole que, si lograba encontrar cincuenta justos en Sodoma (el número fue reducido luego varias veces, hasta llegar a un mínimo de diez), Él no la destruiría. En las palabras del Señor, a través de Jeremías, el objetivo era revelar en qué modo la apostasía y el pecado se habían diseminado entre el pueblo. ¿Realmente, no había nadie que actuara con honestidad y buscara la verdad? Si los había, eran muy pocos. Y hoy, ¿es muy diferente el cuadro? Lamentablemente, ¡la respuesta es No! Aunque la nación había caído profundamente, ¡mucha gente creía que todavía estaban siguiendo fielmente al Señor! Pronunciaban su Nombre, pero estaban jurando “falsamente” (Jeremías 5:2), y no con “verdad, juicio y justicia” (Jeremías 4:2), como lo había ordenado el Señor. No prestaron oídos a la advertencia divina, sino que prosiguieron con sus prácticas religiosas como si todo estuviera bien entre ellos y Dios, mientras que –en verdad– casi nada estaba bien. Actuaron como si fuera posible comprar el favor divino mediante la práctica de ritos religiosos. El abismo en el que habían caído en su engaño puede ser visto en Jeremías 7:4, donde se menciona la falsa comodidad en la que se encontraba el pueblo con estas palabras: “Templo del Señor, templo del Señor, templo del Señor es éste”, como si la presencia del Templo fuera todo lo que ellos necesitaran para garantizar que las cosas saldrían bien. Saber que se está en medio de una crisis es –en sí– ya algo bastante malo, pero estar en una crisis, y no percibirlo, es aún peor.

Dr. Ozeas Caldas Moura Coordinador de Posgrado Seminario Adventista Latinoamericano de Teología Univ. Adv. de San Pablo. Traducción: Rolando Chuquimia © RECURSOS ESCUELA SABÁTICA

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