Caracas viernes 26 de septiembre de 2008
El personaje de
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De la época de Pérez Jiménez, recuerda un módulo policial ubicado frente al extinto Congreso Nacional que enviaba “a los policías a cuidar las esquinas” aledañas a la Fundación Palacio de las Academias
EL JARDINERO DEL PALACIO DE LAS ACADEMIAS
“Me gusta respetar a la gente” GUILLERMO MATAMOROS sólo sabe
escribir su firma. Desde hace 47 años trabaja, con elegancia, en el viejo convento franciscano ANTONIO DÌAZ ESPEJO
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FOTOS LUIS VALLENILLA
e levanta, “si Dios quiere”, a las 6 de la mañana para ir a trabajar. El respeto y la cordialidad lo distinguen desde su genuino estilo. Así lo hace saber: “Me gusta respetar a la gente”, dice. Siempre viste formal. Hoy luce un traje dos botones, camisa azul y zapatos vinotinto“, William chus” (shoes), aclara. Sin la menor pena reconoce que los amigos le hacen el nudo de las corbatas porque nunca aprendió. Muestra el lado interno de su chaqueta y señala la etiqueta de su traje negro a rayas. Es un Jean Paul, de París. “¿No ves?”, señala con orgullo. Es uno de los cinco trajes azules que usa para sus labores en el Palacio de las Academias, en la avenida Universidad, de Bolsa a San Francisco, oficio que realiza desde hace 47 años.
S
VOCACIÓN POR EL TRABAJO
Guillermo Matamoros es analfabeta. Caraqueño, nacido en la Maternidad Concepción Palacios en el año 45, del siglo pasado. Aunque sus labores van desde la limpieza, la portería y una que otra labor de mensajería, su carnet lo identifica
gua, cuenta: “Matamoros es feliz así. Más bien hay que obligarlo para que no venga a trabajar. No usa reloj, pero cuatro pulseras en su mano derecha complementan su elegante estilo. Seis anillos de fantasía se cuentan entre sus dedos meñique y
como jardinero, el cual fue su primer trabajo a la edad de 15 años y el único desempeñado hasta hoy para la misma institución. Nunca aprendió a leer ni escribir, tampoco a sumar y mucho menos a manejar el dinero que cobra que, lo administra su mujer. Confiesa que su padre, oriundo de Ocumare nunca lo reconoció por lo que, Matamoros es su apellido materno. Recuerda con cariño a su abuela Jorgina y a Carmen, su madre, “porque fue la que me echó al mundo”. Matamoros no sólo no toma vacaciones sino que asiste a trabajar en su período vacacional. Algunos de los que trabajan en el antiguo convento fraciscano afirman que si dejara de trabajar allí, “se moriría de tristeza”. Una empleada de la fundación comenta que cuando lo jubilaron hace seis meses, “lloraba como un niño, lo tuvieron que calmar”, asegura. “Hace poco hasta fue a trabajar con una pierna enyesada y lo regresamos a su casa”. Nora Yecerra, quien labora en la Academia Venezolana de la Len-
anular. “Me gusta tener mis anillos”, reconoce. El señor Guillermo no viaja en metro, no usa teléfono celular y si alguien le pide su número telefónico o la dirección, muy amablemente lo mostrará en un papelito que conserva en su cartera y que le escribió su esposa. De su fecha de nacimiento no se acuerda y si se la piden, no tardará en mostrar su cédula laminada. ANFITRIÓN DE NÚMERO
Sus ojos le brillan cuando habla de su lugar de trabajo. Desde la puerta principal, este jardinero palaciego recibe e invita a hacer un recorrido por los cuatro pasi-
ÍNTIMO
Estilo popular
llos principales de esta edificación original del siglo XVI. La misma que fuera sede de la Universidad Central de Venezuela, desde 1856 hasta 1953. Mientras sube por una de las escaleras, señala una pared superior y afirma: “Aquí mataron a un estudiante”. Una placa recuerda la revuelta estudiantil del 10 de febrero de 1937, cuando la policía allanara el entonces recinto universitario de la UCV e hiriera mortalmente a uno de sus estudiantes: “Muerto Eutimio Rivas por gritar libertad”, reza. A quien fuera en vida director de la Academia Venezolana de la Lengua, en el período (19671975), el jesuíta Pedro Pablo Barnola y del cual se conserva su busto en uno de los pasillos, dice haberlo conocido y atendido personalmente en su despacho. El anfitrión continúa. Camina seguro y erguido. Mientras lo hace, su mano derecha elegantemente se posa en el bolsillo de su pantalón. “Caldera (el ex presidente) tenía su oficina ahí. Quien no ha venido pa’cá (sic) es el Presidente que está mandando ahorita”, destaca. Una vez dentro de la sala de sesiones de la Academia de Ciencias Físicas, Matemática y Naturales, destaca: “Estos son los doctores. Aquellos que están allá son los que se han despedido”(los muertos). INGENUO ESTILO
Sus poses y gestos son elegantes. Posiblemente asimilan el ambien-
Nacido el 10 de febrero de 1945, Matamoros es un hombre de fe. La virgen de Coromoto, San Onofre y “San Juan de la Suerte” para el “dinero” y el “amor”son algunas de las 10 estampitas religiosas que le acompañan en su vieja cartera. Nunca dice no. En cambio, un “sí señol”, un “maravilloso” o la frase: “Cortijo y su combo” en referencia al famoso percusionista puertoriqueño Rafael Cortijo (1928-1982) se le escucharán decir ante cualquier solicitud de los empleados y visitantes del Palacio de las Academias. te academicista de la institución. Matamoros habla con convicción desde su propia ingenuidad. Confiesa que no le gusta la política, pero asegura haber votado cinco veces, no dice por quién. Asimismo, cuenta que acudirá a las urnas en las venideras elecciones regionales de noviembre. El señor Guillermo comparte su afición por la música. “Me dicen resolte(sic), el guapachoso. En la casa prendo el picó y bailo salsa, merengue y hasta joropo”, comenta desde su habitual espontaneidad. Por costumbre, a los académicos les llama “doctores”; a las mujeres de “señorita” y siempre, con respeto. “Me acostumbré a decirle señorita a tutirimundi”. Vive con su segunda esposa, Enma Bonalde, en la parroquia El Valle y con sus dos nietas morochas de ocho años de edad, de quienes no recuerda el nombre pero a quienes atiende con la devoción de un padre. La violencia de las calles caraqueñas no ha estado ausente en la vida de Matamoros. Tres de sus siete hijos, de 20 y 23 años murieron víctimas de la inseguridad. Dos de ellos en el 2002 y uno en julio pasado. Sin embargo, su apego por la vida y el trabajo lo fortalecen. “Yo creo en todo”, dice. Y si de peticiones se trata, tiene una fácil este año para el niño Jesús: “Si llegamos allá, que se porte bien”.
EL MUNDOY SUS VUELTAS
Agamenón no puede calmar el viento l planeta, su estructura social y económica, se tambalea, al ser la historia un péndulo en perpetuo movimiento marcando el tiempo y sus tragedias circulares. Hay una sensación de algo impreciso por suceder, es una apreciación dulzona, como esa saliva caliente de las mujeres antes del parto, y en los hombres frente un desnudo muro esperando el silbido de la postrera bala, y es que este mes, a punto de salirse de su calenda, ha comenzado a encajonarse en sí mismo. Comencé a releer (lo hago a menudo) el libro La rabia y el orgullo de Oriana Fallaci, en Sorrento, en uno de los recodos de la costa Amalfitana, en los jardines del tranquilo hotel donde me hospedo te-
E
niendo ante mis ojos la espléndida Bahía de Nápoles y a un lado, sobre el quieto y azul mar, la seductora Isla de Capri. El único refugio que aún nos abre su regazo y reanima los pesares a la sombra de la Villa San Michele. Posiblemente no era el lugar apropiado, al ser esas páginas un vericueto de angustias furtivas, adversidades insondables, recuerdos fracturados, teniendo como fondo el fatídico día en que Nueva York perdió su virginidad de ciudad/fortaleza, epicentro de todos los anhelos y esperanzas de los desheredados de la tierra, pues quien tenga una ilusión, mira hacia esa ciudad como el marino, cansado de navegar la dársena de un puerto. Oriana fue la conciencia de Italia, su amada patria,
pero necesitaba estar lejos para curar las heridas que ella le producía. Comenzó estas páginas dos años antes de morir, teniendo de telón de fondo las Torres Gemelas en Manhattan, mientras añoraba, con la misma tozudez de Ulises, los campos de su infancia donde aún mora la fe que la destruyó y los versos de un Petrarca soporte de su espíritu abierto a todos los céfiros. Vivió en Nueva York renunciando a ese sentimiento llamado Europa, pero seguía manteniendo una querencia sagrada con la añorada Toscana, la de los Medici, Dante, la Plaza del Duomo y los barrios de Annunziata y Santa María Novella. Siempre le dolió la muerte de los otros, no la suya propia. Se enamoraba, igual a madre descarna-
RAFAEL DEL NARANCO
da, de los jóvenes soldados de todas las guerras. Les decía “mis muchachos”, acusando a la civilización de llevarlos a sufrir y morir bajo los muros de Troya. En cada chiquillo, en la soledad de desierto o en las selvas húmedas, creía ver un Aquiles, un Néstor o acaso la sombra de Agamenón, despertando con su aliento convertido en viento, aquellos hermosos cuerpos marmóreos.