LITERATURA | ANTICIPO
El violinista Este cuento pertenece a La sala de los Napoleones, libro por el cual el autor obtuvo el primer premio del concurso “Victoria Ocampo” 2008 y que por estos días llega a las librerías, editado por la fundación que lleva el nombre de la escritora POR FELIPE FERNÁNDEZ
–¿Usted qué es? –le preguntó el hombre. –Soy violinista –dijo. –Nosotros necesitamos guitarristas. –Puedo aprender. Y aprendió. Guardó su violín en un armario y durante unos años tocó la guitarra. Hasta que ya no necesitaron más guitarristas y el hombre que lo había contratado se fue. Y vino otro hombre y le preguntó. –¿Usted qué es? Habló con amabilidad. Él dudó. Todavía tenía la guitarra en las manos, pero entonces recordó con cariño el violín encerrado en el armario y contestó: –Violinista. –Qué interesante –dijo el otro hombre–. ¿Y qué tipo de violín toca? –Un violín de bronce que yo mismo fabriqué. Tiene cinco cuerdas y está afinado en re menor. –Qué interesante. Así que no es un violín como los demás. –No. El hombre parecía interesado. Mantuvo su mirada de curiosidad unos segundos y después le explicó que no necesitaban esa clase de violinistas. –El problema es el número de cuerdas. Nosotros preferimos violinistas que toquen instrumentos de cuatro cuerdas. Si fueran dos o tres, haríamos una excepción. Pero cinco es intolerable. Que el violín sea de bronce podemos aceptarlo. Y la afinación puede cambiarse, pero lo de las cuerdas es algo serio. –Entiendo. –También toco la guitarra. Cualquier clase de guitarra –agregó para que el otro hombre no pensara nada raro. El otro hombre no pensó nada raro. Parecía entristecido. –Nosotros ya no necesitamos guitarristas. Ahora necesitamos escaladores.
10 | adn | Sábado 6 de junio de 2009
–¿Y para qué necesitan escaladores? –No sé –el otro hombre quería demostrarle que él no controlaba todo–. Yo sólo me ocupo de contratar escaladores. La empresa que me ofreció el trabajo no me dio detalles. A propósito, ¿sabe escalar? –Puedo aprender. Y aprendió. Durante años escaló montones de cosas. En la copa de un árbol, la cima de una montaña o la terraza de un edificio siempre lo esperaba un hombre que le entregaba un sobre con dinero. Y el dinero nunca era proporcional a la altura. Por llegar a la cumbre del Aconcagua le pagaron menos que por subirse a un jacarandá. Y su mejor paga la obtuvo subiendo al Monumento de la
Bandera en Rosario. Ellos no le decían por qué y él tampoco preguntaba. Sólo seguía escalando. Hasta que ya no necesitaron escaladores y el hombre que lo había contratado se fue. Y vino otro y otro. Vinieron muchos hombres y cada uno le preguntó qué era. Y él se acostumbró a responder con su último oficio. Nunca más mencionó el violín. Y lo último que hizo antes de morirse fue enlazar. Montones de cosas: estatuas, rocas, gente con cara de palangana, animales disecados. Incluso dragones, pero nunca basiliscos. Los enlazaba de a pie, a caballo, en bicicleta o en moto. Incluso en helicóptero, pero nunca desde pirámides. Un enlazador excelente.
Sin embargo, cuando murió no lo enterraron con un lazo ni una guitarra, sino con su violín y a los pocos días vinieron a buscarlo de urgencia. Porque ahora necesitaban un violinista y uno de esos hombres se había acordado de él. Como no quería comprometerse ni crear falsas expectativas, ni bien le golpearon la lápida de su tumba les aclaró lo del violín: de bronce, cinco cuerdas y afinado en re menor. –Exactamente la clase de violinista que necesitamos –dijo el hombre que lo había venido a buscar. Él percibió su ansiedad. Desde la vibrante oscuridad de la muerte podía escuchar y hablar casi como un fantasma: Así que consideró oportuno aclararle: –Pero mire que estoy muerto. –¿Sabe resucitar? –Puedo aprender. Y aprendió. Sí, resucitó en menos que ladra un perro, porque no había gallos en ese cementerio. Una resurrección prolija, sin estridencias, que no molestó a nadie. Después tuvo que aprender a vivir otra vez, porque en unos días de muerto se había olvidado de cómo respirar, comer o caminar. Incluso de pensar. Sobre todo de pensar que estaba muerto. O del tiempo. Porque ya no había más tiempo que perder o ganar. Ya no había más tiempo. Había estado fuera del tiempo y ahora estaba otra vez en el tiempo. Y por último creyó que debía aprender de nuevo a tocar el violín. Pero eso fue distinto porque había nacido con ese don, y había vivido y muerto con ese don. Así que resucitó con él. Bastó con que se acordara que lo tenía. Y se acordó rápido porque lo estaban esperando. Impacientes por escucharlo tocar su violín de bronce, de cinco cuerdas, y afinado en re menor.