CUADERNILLO PRÁCTICO UNIDAD I Introducción a la Lectura y escritura Académica Comisiones correspondientes a: - Licenciatura en Diseño Artístico Audiovisual - Tecnicatura en Producción Orgánica Vegetal Sede: Andina (El Bolsón) Docente: Lic. Mariana De la Penna Texto 1 II. NIVELES DE PROCESAMIENTO Con la expresión “comprensión del lenguaje” se designa el conjunto de procesos que intervienen entre la recepción de los estímulos (onda acústica o signos gráficos) y la atribución a los mismos de un significado. Una persona comprende cuando es capaz de extraer el significado de una señal de habla (en el lenguaje oral) o de signos gráficos (en el escrito), significado que en último término llegará a integrarse en sus propios conocimientos. Desde el enfoque del procesamiento de la información, esta compleja tarea se puede descomponer en varios procesos, cada uno de los cuales se encarga de realizar una función específica. En el lenguaje pueden distinguirse niveles de estructura: las unidades sub-léxicas (es decir, menores que la palabra, como por ejemplo los fonemas y las letras), las palabras, las oraciones y el texto o discurso. La psicolingüística postula que existen procesos cognitivos específicos para la comprensión de cada uno de ellos. Esos procesos cognitivos se denominan indistintamente procesos componentes de la comprensión o niveles de procesamiento en la comprensión del lenguaje. A cada nivel estructural lingüístico se asocian, en psicolingüística, uno o más procesos componentes o niveles de procesamiento. Un texto, por ejemplo, no puede ser procesado en un instante; el lector construye la representación del mismo sucesivamente, mediante el procesamiento de las unidades menores. No puede comprenderse un texto como un todo si no se comprenden buena parte de las oraciones que lo componen; no puede comprenderse una oración si no se comprende el significado de las palabras que la componen o al menos de varias de ellas. Quien comprende impone a los estímulos transformaciones sucesivas que conducen de una forma de representación a otra, cada vez más abarcativa. Por ejemplo, de una onda acústica el oyente deriva fonemas, los que se integran en palabras, y éstas en oraciones, y éstas en un discurso coherente. Complejos análisis tienen lugar en los diferentes niveles. Objeto de procesamiento no es meramente el input del mundo externo (procesamiento abajo-arriba), sino también el proveniente de la memoria de largo plazo (procesamiento arriba-abajo). En otros términos, la comprensión implica la confluencia de información lingüística proveniente de fuera del sistema cognitivo, con información almacenada en memoria, que abarca desde el conocimiento perceptual y léxico, hasta el conocimiento general del mundo y las creencias. Volveremos repetidamente sobre esta noción de confluencia de vías de procesamiento. Por el momento no hay acuerdo entre los investigadores acerca de si los procesos componentes de la comprensión se llevan a cabo en forma estrictamente secuencial, ni acerca de qué interacciones se producen entre ellos, pero sí hay acuerdo en un punto que es preciso subrayar desde ahora: las representaciones intermedias elaboradas en el curso del procesamiento no son en general accesibles a la conciencia del sujeto, por lo que su puesta en evidencia no puede sino ser indirecta. El sujeto que comprende el lenguaje no tiene acceso consciente más que a “productos finales de procesamiento”.
En los capítulos que siguen trataremos por separado la comprensión de unidades sub-léxicas, la comprensión de palabras, la comprensión de oraciones y la comprensión del texto o discurso, especificando los procesos componentes responsables en cada caso. (…) 4. Comprensión del texto o discurso Comprender el lenguaje requiere procesar individualmente los contenidos de oraciones, pero, además, requiere integrar la información de éstas en unidades más globales de significado. La comunicación lingüística no consiste en un conjunto aleatorio de oraciones, sino en un conjunto coherente. Por ejemplo, una oración puede describir una causa y otra un efecto, o una puede describir la meta de un personaje y las siguientes los pasos dados para alcanzar esa meta. El significado del discurso no es la suma del significado de sus oraciones individuales. El lector u oyente puede no alcanzar a establecer las relaciones de coherencia que dan sentido a un texto, aun “entendiendo” las oraciones individuales. Por lo tanto es preciso considerar un último proceso componente de la comprensión: el de integración del texto o discurso. La mayor parte de los estudios realizados se han centrado en la comprensión de textos (ya sea textos narrativo-literarios, textos científico-educativos, textos periodísticos, etc.). Los temas de investigación giran en tomo a cómo los lectores identifican relaciones entre las diversas partes del texto y establecen lazos entre el texto y el propio conocimiento previo, ya sea el conocimiento general del mundo o, en el caso de los textos científicos y técnicos, el conocimiento previo específico de dominio. Adaptado de Molinari Marotto, Carlos (1996) Introducción a los modelos cognitivos de la comprensión del lenguaje. Buenos Aires: Oficina de Publicaciones Ciclo Básico Común, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires, serie Materiales de cátedra, pp. 23-26.
Texto 2 Congreso Brasileño de Lectura Universidad de Campinas, Sao Paulo Sesión de apertura: 12 de noviembre de 1981, 10 horas
La importancia del acto de leer Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos. Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer. Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí. Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial. Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”. La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía - y hasta donde no me está traicionando la memoria- me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo, la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, su corredor, su sótano, su terraza -el lugar de las flores de mi madre-, la amplia quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto – en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del
follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el verde del mango-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango madurando, las pintas negras del mango ya más que maduro. La relación entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar. Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un niño anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significara animadversión por lo que tenía encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas fueron mis tizas. Concluyendo estas reflexiones en torno a la importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica, interpretación y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de vacilar un poco, resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema, en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo hacer. Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congreso. Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como éste, como ahora. Paulo Freire Adaptado de Freire, Paulo “La importancia del acto de leer”. En: Freire, P. (1991) La importancia de leer y el proceso de liberación. México: Siglo XXI Editores.
Texto 3
Libros Los que más me gustaban los conseguía en la biblioteca del colegio. En las clases inferiores se repartían. El profesor de la clase pronunciaba mi nombre, y entonces el camino hacía su camino por encima de los bancos. Uno lo pasaba a otro, o se balanceaba por encima de las cabezas hasta que llegaba a mí, que lo había pedido. En sus hojas estaban marcadas las huellas de los dedos que las habían vuelto. El cordel que cierra la cabezada, y que sobresalía arriba y abajo, estaba sucio. El lomo, sobre todo, tenía que haber soportado mucho; de ahí que ambas cubiertas se dislocasen y que el canto del lomo formase escaleritas y terrazas. Sin embargo, al igual que el ramaje de los árboles durante el veranillo de San Martín, de sus hojas colgaban a veces los débiles hilos de una red en la que me había enredado cuando aprendí a leer. El libro estaba encima de la mesa, demasiado alta. Mientras leía me tapaba los oídos. Sordo de esa manera, recuerdo haber escuchado narrar. Desde luego no a mi padre. A veces, en cambio, en invierno, cuando estaba frente a la ventana en el cuarto caliente, los remolinos de la nieve, allí fuera, me contaban cosas en silencio. Lo que me contaban no lo pude comprender nunca con exactitud, pues era demasiado denso y sin cesar se mezclaba presuroso lo nuevo con lo conocido. Apenas me había unido con fervor a un grupo de copos de nieve cuando me di cuenta que tenía que entregarme a otro que de repente se había metido en medio. Entonces había llegado el momento de buscar, en el torbellino de las letras, las historias que se me habían escapado estando en la ventana. Los países lejanos que encontraba en ellas jugueteaban, intimando los unos con los otros al igual que los copos de nieve. Y debido a que la lejanía, cuando nieva, no conduce a la distancia, sino al interior, en el mío habitaban Babel y Bagdad, Acón y Alaska, Tromsoe y Transvaal. El templado aire de la lectura, que lo penetraba, captaba irresistiblemente, con sangre y peligro, mi corazón que seguía fiel a los deslustrados volúmenes. ¿O acaso seguía fiel a otros más antiguos, imposibles de hallar? Es decir a aquellos, maravillosos, que sólo una vez en sueños pude volver a ver. ¿Cuáles eran sus títulos? No sabía sino que habían desaparecido hace mucho y que no había podido encontrarlos nunca más. Sin embargo, ahora están allí en un armario, del que al despertar, me di cuenta que antes nunca me lo había encontrado. En sueños me parecía conocido desde siempre. Los libros no estaban de canto, sino tirados, en el rincón de las tempestades. Y tempestuoso fue lo que sucedía en ellos. Abrir uno de ellos me hubiese conducido a su mismo seno, en el que se formaban las nubes cambiantes y turbias de un texto preñado de colores. Eran burbujeantes, fugaces, pero siempre llegaron a componer un color violeta que parecía proceder del interior de un animal de sacrificio. Indecibles y graves como este condenado color violeta eran los títulos, de los cuales cada uno me parecía más singular y familiar que el anterior. Pero aun antes de que pudiera asegurarme de cualquiera de ellos, me había despertado, sin haber vuelto a tocar, siquiera en sueños, los antiguos libros de mi infancia. Benjamin, Walter (1982) “Libros”. En: Infancia en Berlín hacia 1900, Buenos Aires: Alfaguara, pp. 89-91.
Texto 4 OPINION
Surfear, leer o navegar, por Beatriz Sarlo La velocidad con la que se abordan las páginas de Internet se aleja en tiempo y modo de la lectura intensa del pasado. BEATRIZ SARLO*
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Quienes leen muy velozmente habrán encontrado en Internet la pista de deslizamiento ideal. Un historiador estadounidense estudió, desde la Antigüedad hasta los tiempos modernos, dos tipos diferentes de lectura. La primera fue la lectura intensa en profundidad, que Robert Darnton (ése es el nombre del historiador) atribuía a una etapa del pasado donde no había miles de libros permanentemente a disposición de los lectores. Por el contrario, antes de la invención de la imprenta e incluso dos siglos después, los libros eran escasos y caros, salvo para los monjes o los nobles que se inclinaban por la cultura. Los campesinos o la gente de pueblo, incluso aquellos pocos que habían aprendido a leer, desafiaban grandes dificultades para acceder a unas decenas de libros. Esos contados volúmenes, entre ellos La Biblia, se leían repetidamente, intensamente, hasta llegar a conocerlos casi de memoria. Cuando la difusión de máquinas de impresión más ligeras y papel más barato lo hizo posible, nació, junto con un nuevo público, una nueva forma de leer. De la lectura intensa, que agujereaba la página con los ojos, se pasó, durante el siglo XVIII europeo, a la lectura extensiva, que salta de un libro a otro, recorre ávidamente la superficie de la página impresa y la abandona tan rápido como ha llegado a ella. La novela, desde fines del siglo XVIII en adelante, fue el género propio de estos lectores cada vez más veloces y cada vez más sedientos de novedades. Los monasterios y las cortes feudales fueron los espacios de la lectura intensa; las casas burguesas y, crecientemente, las populares, los de la lectura extensiva. Se amplió el público democráticamente y los ojos de ese público, en vez de taladrar la página hasta extraerle el último de sus sentidos, la recorrían saltando de un sentido a otro, de un personaje y un episodio a otro, de una noticia a otra (ya que los diarios son también producto de esa lectura rápida). Lo que se hace habitualmente con las páginas de Internet está tan alejado en el tiempo como en el estilo de aquella lectura intensa del pasado, pero también es diferente de la lectura extensiva de los siglos modernos. Hablamos de navegación, pero la palabra navegación que se usa en castellano no es tan apropiada como la palabra inglesa surf, que se usa para la acción de deslizarse sobre las olas y que también significa espuma. Si algo caracteriza el surf es el deslizamiento a una velocidad que es la que mandan las olas y la inmaterial ligereza de la espuma. Algo de eso nos sucede a los navegantes de Internet, dominados por la tentación de pasar de un enlace a otro, de abandonar una pantalla, como si fuera un momento de la ola, para deslizarnos hacia la pantalla que se construirá enseguida, y de allí a la siguiente, como si la ley de la lectura fuera una ley de pasaje que prohibiera persistir en un mismo lugar. Una variación incesante de la apariencia de la pantalla acompaña, como necesidad y estilo, las formas de la navegación. Se tiene la impresión, sostenida por los efectos técnicos, de que lo mejor siempre está por delante, como si la sucesión de pantallas construyeran un suspenso que no va a resolverse nunca. La navegación es veloz intrínsecamente, así como es inconcebible un surf lento, ya que el surfista caería de su tabla y se interrumpiría su contacto de superficie con la ola. Umberto Eco aconsejaba a quienes estaban preparando una monografía que fotocopiaran sólo aquello que estuvieran seguros de poder leer al día siguiente. Cualquier investigador sabe que fotocopiar sin ton ni son sirve para muy poco, incluso hay quien piensa (yo, por ejemplo) que es mejor copiar a mano la cita que se va a usar. Sin embargo, cuando se navega en Internet se guarda en la computadora cualquier página por la que se ha pasado buscando algo. Después, la experiencia muestra que la mitad de esas páginas no sirvieron para nada, pero en el momento en que se llegaba a ellas nada nos detenía, porque la velocidad del surf nos lleva a la pantalla siguiente con la fuerza inmaterial de los deseos digitales. *ESCRITORA Y ENSAYISTA
Publicado en el diario Clarín 23/04/2006. Disponible en: http://edant.clarin.com/diario/2006/04/23/sociedad/s-01182264.htm
Texto 5
Sociedad|Lunes, 21 de febrero de 2005
DIALOGO CON ROGER CHARTIER, HISTORIADOR DE LA CULTURA Y DE LOS MODOS DE LECTURA Jóvenes que no “leen” en un mundo inundado de textos “Hay un retorno a los grandes relatos en contra de la fragmentación de la novela”, afirmó Chartier a Página/12. El director de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París señaló también la necesidad de encontrar el pasaje de la lectura salvaje de los textos omnipresentes en kioscos o Internet a lo que llama la lectura de una obra. Los interrogantes en un mundo, incluida la Argentina, que se aleja de los grandes textos.
Por Sergio Kisielewsky –Usted estudió los siglos XVI y XVIII y su relación con los modos de lectura. ¿Se perdió esa vocación por los grandes relatos en las obras literarias, los textos de carácter épico? –La construcción de relatos identificaba la novela del siglo XIX y la historiografía del mismo siglo. El género del gran relato histórico que abarcaba espacios, siglos y tiempos se fragmentó en lo que conocemos de la historia que son estudios más monográficos, más particulares. Para la novela en los últimos tiempos cambió la situación. En Francia el género de la nouvelle, la práctica “del estilo Borges” definió un tipo de escritura de ficción que se alejó de Dickens, Flaubert, Balzac o Zola. –¿Cómo evalúa ese cambio? –Ahora se lee a los novelistas que vienen de otros sitios. De África, de Asia, de Oriente. Hay un retorno a estos grandes relatos en contra de la fragmentación de la novela. El género de ficción durante los años 80, su escritura, correspondió a un proceso de fragmentación semejante a la fragmentación del discurso del saber. Nuevas relaciones se establecieron entre la escritura de la historia y un nuevo tipo de ficción. Es decir la fragmentación, la división del texto, técnicas cinematográficas, planos más alejados. –Usted estudió los modos de leer, los modos de lectura. ¿Cómo cree que se lee ahora? ¿En qué hábitos de lectura se forman los chicos? –Hay diversos niveles de aproximación al hecho educativo. Hay un primer nivel sociológico y estadístico que se da en Europa, con un regreso en el porcentaje global de lectores en la sociedad, de práctica de lectura dentro de los 15 y 25 años. Más allá de esto hay reticencias a presentarse como lector. –¿Cómo una vergüenza? –Sí. La aceptación del sometimiento al orden. O una vergüenza, que ciertos modos de rebelión juvenil no pueden aceptar. Para la literatura fue al revés, una posibilidad de representarse. Las prácticas son más desarrolladas de lo que se dice de las prácticas. En otro nivel se plantea como una contradicción. Hay una omnipresencia de los textos para adolescentes y jóvenes “que no leen”. Pero que en realidad leen la pantalla, es su imagen, es su pantalla textual, hay sonidos y hay muchos textos. Si se sale a la calle se ve que los kioscos de revistas, de diarios, son estímulos. El problema es cómo se pasa de esta lectura salvaje de objetos no canónicos o no reconocidos como lectura a la tradición letrada. Cómo se pasa de esta omnipresencia de textos leídos a lo que llamamos lectura de una obra. Significa que hay repertorios textuales, que son diferentes a lo que se lee a partir de la compra en el kiosco y que hay prácticas de lecturas que son marcadas por un tiempo, por una reflexión, por una apropiación profunda del texto. Lectura del libro es una expresión muy peligrosa porque puede abarcar prácticas bien diferentes. –¿La lectura y la escritura siempre fueron peligrosas? –Aquí el uso de la palabra lectura es peligrosa desde la teoría y la metodología. Porque leer una revista de motos es leer. Y leer a Shakespeare es leer. De esta manera hay una posición ambigua porque todas las lecturas no son equivalentes. Una revista de motos no es Shakespeare. Hay aquí un orden de los discursos con géneros diferenciados y es demagógico cuando se piensa que hay una equivalencia generalizada. Podemos pensar que leer puede organizarse a partir de una revista de motos, no a partir de Shakespeare. Pero no debemos, como a veces lo hizo la escuela, establecer una cultura absoluta y considerar, descalificar en sí mismas estas prácticas de lectura. Lo
que es la tarea común de la escuela, los profesores, los periodistas, es proponer vías para que se desplace esta lectura salvaje, inmediata, espontánea, en la dirección de una lectura. En por qué el texto es resultado de una innovación estética o de un trabajo intelectual. Puede procurar al lector elementos más ricos y más profundos. (…) –¿La enseñanza de la lectura y escritura en la escuela estimula la creación de textos literarios? –El mayor problema era pasar de una alfabetización de la lectura y escritura que es casi universal a lo que se puede llamar letrismo. Porque la categoría de iletrismo puede tener diferentes sentidos. Se ha utilizado para identificar esta población de lectores y escritores que no son analfabetos, pero que tienen un control muy restringido de la lectura y de la escritura, leyendo en voz alta para entender el sentido del texto y escribiendo sólo en forma fonética. Más allá de esto, el letrismo es una capacidad insuficiente para comprender las realidades culturales que pasan a través de la escritura en el mundo contemporáneo. Es un problema que existe no sólo en los países de América latina sino también en Francia y Estados Unidos. En Europa hay una población importante que alcanza al 10 o 12 por ciento de personas que saben leer y escribir pero no con la competencia que les permite controlar la escritura para comunicarse con los otros, con el Estado o la administración. Leen con mucha dificultad textos muy formales e idénticos unos de otros. Ahí se ve un fracaso de la escuela. Porque escribir es a la vez trazar letras y escribir es también domar la escritura, componer, razonar y allí reside la dificultad. No viene sólo de las debilidades de los métodos pedagógicos sino también de la inserción de la escuela en un mundo que la desborda y que hace difícil ciertos aprendizajes. –¿Se dan elementos a los alumnos para que aprendan y a la vez sean capaces de crear narrativa o poesía? –En Francia el problema no deriva de las insuficiencias de la enseñanza porque los maestros de la escuela primaria comparten este discurso y la escuela es un lugar de invención, de imaginación. Al mismo tiempo la escuela no es una isla, hay muchos elementos sociales, económicos, culturales que van a contrapelo de este esfuerzo. El momento de la escolarización es universal, abarca no sólo el primario sino el secundario, a niños y niñas de medios muy desfavorecidos. En el medio familiar hay una enorme discrepancia entre lo que se transmite en la escuela y la vida cotidiana muchas veces azarosa por el desempleo, la falta de recursos económicos, la presencia obsesiva de la televisión, la dificultad de tener tiempo y lugar para debatir. Es más, esta relación entre la sociedad entera y la escuela siempre se puede mejorar. Y mejorar también la perspectiva de los maestros. Pero hay que decir que los estados no ayudan mucho a esto, porque los maestros de las primarias no son los intelectuales mejor reconocidos y pagados. –¿Cómo ve la irrupción del vínculo entre las nuevas generaciones con Internet? ¿Mejorarán los modos de lectura, creará un nuevo vínculo con el libro? –En primer lugar en términos del aprendizaje rescato lo que dijo la investigadora Emilia Ferreiro sobre sostener programas de Internet para todos, Internet para cada escuela. Pero sería un peligro extremo pensar que es una sustitución a la práctica de la escuela que es una relación personal, humana entre maestro y alumno. Podría ser un sueño perverso imaginar a Internet reemplazando a maestros, maestras y a la escuela misma. Sería un fracaso total porque el uso de cualquier técnica de transmisión de los textos supone aprendizaje, clasificación, organización, orden inclusive para desbordar este orden. De lo contrario hay una sola forma de percepción, de clasificación, de organización, no hay nada que desplazar, no hay nada que subvertir. Una carta no es un libro, no es una ficha, no es un diario, no es una revista y todo esto se hace más complicado en el texto electrónico que borra las diferencias porque hay un objeto único, la computadora. Y esto exige un esfuerzo intelectual de clarificación y organización del mundo del discurso. Aprovechar estas nuevas posibilidades supone que se conoce y se organiza como dijo Foucault un orden de los discursos para discriminar géneros. Unicamente a partir de esta percepción de las diferencias se puede inventar formas nuevas.
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Texto 6 Revista MEDICINA (Buenos Aires) 2006; 66: 589-591
EDITORIAL
La lectura La lectura nace de un particular instinto del hombre, el instinto del lenguaje: la habilidad de comunicarse con precisión 1
entre los miembros de la especie. El lenguaje es un instinto, una habilidad innata, natural . No se aprende a hablar. Se adquiere, se aprende o se crea, un idioma. “No se puede aprender sin la capacidad innata de aprender. Lo innato 2
no puede expresarse sin la experiencia” . Al lenguaje hablado siguió la escritura, signos que permiten conservar y trasmitir las ideas, y con la escritura la interpretación de esos signos: la lectura. La escritura y la lectura se aprenden.
También se pueden leer e interpretar otros signos: la naturaleza y sus variaciones temporales, la posición de los 3
astros, la conducta o las huellas de los animales, la expresión de las emociones, etc. Pero entre los que aprenden a leer hay unos que leen más que otros. En los extremos hay lectores voraces y omnívoros y hay lectores inapetentes, ocasionales, urgidos por la necesidad. ¿En qué radica la diferencia? ¿Por qué consideramos una especie de virtud a la lectura? ¿Por qué pensamos que el exceso es dañino?¿Por qué algunos califican a la lectura como un vicio impune? ¿Por qué se dice que leímos más que vivimos, o que leyeron más que vivieron? ¿Por qué esta contradicción entre leer y vivir? Tal vez los lectores voraces y omnívoros son curiosos insaciables y los lectores ocasionales sólo utilitarios. Tal vez la lectura, la mera información, es exceso dañino y vicio impune si no se transforma en conocimiento y el conocimiento en acción. La lectura y la vida no se excluyen, leyendo sobre las ajenas agrandamos las nuestras. La lectura es parte de nuestra vida. (…) Appleyard, un pedagogo jesuita, sostiene que los lectores juegan distintos papeles en la lectura de acuerdo a la etapa de la vida en que se encuentren, se refiere específicamente a la literatura de ficción. En la edad pre-escolar la lectura es un juego, escuchamos los cuentos que nos leen. En la edad escolar la lectura, activa ya, nos transforma, siquiera momentáneamente, en héroes o heroínas, nos interesan las aventuras y la información. En la adolescencia somos pensadores que buscamos el significado de la vida, valores, imágenes ideales, modelos. Nos interesan las novelas, nos comprometemos o identificamos con sus personajes, juzgamos la verdad de sus ideas y sus maneras de vivir. Cuando adultos somos críticos y más que los hechos nos importa la interpretación de los hechos. Finalmente terminamos siendo lectores pragmáticos; la lectura es un escape, sirve para juzgar la verdad de nuestra experiencia, es un desafío a nuevas experiencias vicarias, nos reconfortamos con imágenes de sabiduría, 4
con registros de experiencias humanas . Agregamos, de lectores de novelas o ficciones pasamos gradualmente a ser lectores de historia, biografías, ensayos, filosofía, y, como todos los lectores somos escritores en potencia, prestamos atención a la retórica, al estilo. ¿Para qué leer? La lectura rinde tantos beneficios como la curiosidad y la observación. La lectura multiplica la experiencia propia con la experiencia ajena. Vemos más cuando más sabemos, percibimos detalles que antes pasamos por alto, percibimos similitudes y diferencias. Los árboles dejan de ser pinos y “los otros”, los yuyos dejan de ser “los yuyos”, ganamos el placer del reconocimiento. (…) La lectura establece una relación; haber leído el mismo libro es una grata complicidad. También es un fiel medidor del paso del tiempo: un mismo libro releído después de años parece otro, el lector es otro, el libro es el mismo. ¿Es la lectura el vicio impune? No tan impune, tiene sus castigos. A propósito de nuestras preguntas vienen las observaciones que hizo Antonio Carrizo, locutor, periodista, entrevistador de la radio y la televisión y voraz lector, en un diálogo televisado del mes de julio de 2006. Señaló Carrizo –la cita es de memoria– vicios favorecidos por la lectura: el autismo, porque aísla al lector del medio y de las personas y se recluye en el libro; la petulancia, porque el lector cree saber mucho; la humillación, del lector, y los demás, porque otro lo ha hecho y escrito antes, y bien. (…) Finalmente, la lectura no da sabiduría, algunos pueden tenerla sin haber leído nunca. No insistiremos sobre la importancia que tiene la literatura médica o técnica para los médicos, es obvia. Sin embargo, hay que leer algo más que literatura profesional. Cuando los médicos caemos al bando de los enfermos aprendemos lo que es una mala relación cuando los médicos no nos escuchan, no entienden lo que nos pasa y rápidamente indican análisis, tomografías, o alguna otra técnica diagnóstica, a veces inadecuadas y caras, para respuestas que pudieran haberse obtenido en el interrogatorio. El interrogatorio es primordial en el diagnóstico, y la oportunidad para establecer una buena relación entre el médico y el paciente. Recordamos una historia clínica que comenzaba diciendo: “ No se efectúa el interrogatorio porque el enfermo es analfabeto”. Parece una caricatura, pero no lo es. Para remediar estos males sirve la literatura no médica. Nuestro mundo cotidiano es muy reducido, leyendo… nos enteramos de cómo piensan, se expresan y actúan quienes no son como nosotros o cómo pensaron y actuaron quienes no están más con nosotros. En muchas escuelas de medicina la literatura es una materia del currículo, añadir otra tal vez no sea la solución. En todas las materias: anatomía, biología celular, patología o medicina interna se puede introducir literatura, historia, geografía, y poesía. Los docentes pueden explorar y cultivar ese terreno. (…) ¿Qué leer? Lo que nos guste, no importa el género, importa variar. El periódico, bien; sólo el periódico, no. Cienciaficción, bien; siempre ciencia-ficción, no. El New England Journal of Medicine, sí; sólo esa revista, no. (…) No leer por obligación, excepto cuando se debe, y tratar de conciliar el deber con el placer. ¿Cómo y dónde? No importa el soporte. No se contraponen la pantalla de la computadora y el papel del libro o la revista. Tampoco la privacidad y la biblioteca pública. Importa la lectura y, mucho más, la reflexión, la crítica y la acción que sigue a la lectura. No confundamos información con conocimiento. (…) Una frase sintetiza todo lo dicho: “Leemos para saber que no 5
estamos solos” . Juan Antonio Barcat e-mail:
[email protected] 1 Pinker S. The language instinct. New York: Morrow, 1994. (Hay traducción castellana, Alianza) 2 Ridley M. Nature via nurture. Genes, experience, and what makes us human. New York: HarperCollins, 2003. (Hay traducción castellana, Taurus). 3 Manguel A. A history of reading. London: Flamingo, 1997. (Hay traducción castellana, Emecé). 4. Appleyard JA (SJ). Becoming a reader. The experience of fiction from childhood to adulthood. Cambridge: Cambridge University Press, 1994. 5. Nicholson, William (Play and screen play): “We read to know we are not alone”. Richard Attenborough: Shadowlands (1993) (La tierra de sombras). Film biográfico.
Texto 7
Saber leer y escribir: unas “herramientas mentales” que tienen su historia ANNE-MARIE CHARTIER* Y JEAN HÉBRARD** *Université de Versailles, France; **Institut National de la Recherche Pédagogique, France Resumen
Los períodos de la prehistoria han sido denominados por los historiadores en función de los materiales que nuestros antepasados utilizaban para sus herramientas: edad de la piedra tallada y de la piedra pulida, edad del bronce y edad del hierro. Las etapas de la evolución humana fueron, pues, categorizadas por el dominio las tecnologías que Transformaron la existencia de los seres humanos y su relación con el mundo. La invención de la escritura marcó el final de la prehistoria y la entrada en la historia. Pero la escritura es una tecnología particular porque permitió tratar un material inmaterial como es el lenguaje dando lugar al surgimiento de otras herramientas simbólicas que confirieron al ser humano un nuevo poder sobre el mundo. En este trabajo se analizarán las actividades que los seres humanos realizan con lo escrito desde el punto de vista de su historia, tratando de ver cómo han ido variando a lo largo del tiempo, tanto cuantitativamente (¿quién necesita leer y escribir?) como cualitativamente (¿qué se necesita saber leer y escribir?). Palabras clave: Escritura, cultura escrita, cultura oral.
Reading and writing: “Mental tools” with a history Abstract
Historians have named prehistoricalperiods according to the materials our ancestors used for their tools: the Stone Age (develpomentof cut and polished stone), the Bronze Age, and the Iron Age. The stages of human evolution were, thus, categorized by the mastery of technologiesthat changed human existence and their relationship with the world. The invention of writing marked the end of Prehistory and the entrance into History. Nevertheless, writing is viewed as a special technology because it permitted treating material that is immaterial, such as language, which yielded other symbolic tools that confered human beings new power upon the world. In the present paper, we analyse from a historicalperspectivethe role of written material on human activity. Specifically, it focuses on how this has changed over time both from (a) a quantitative perspective (Who needs reading and writing skills?); and (b) a qualitative perspective (For what are reading and writing necessary?). Keywords: Writing, written and oral cultural practices. Correspondencia con los autores: Institut National de Recherche Pédagogique (INRP). 29, rue d’Ulm. 75230 Paris Cedex 05. Tel. 01 46 34 90 00. Correo electrónico:
[email protected]. © 2000by Fundación Infanciay Aprendizaje,ISSN: 0210-3702 Infancia y Aprendizaje, 2000, 89, 11-24
Los períodos que miden el desarrollo de la prehistoria han sido denominados por los especialistas en función de los materiales que utilizaban nuestros antepasados para sus herramientas: edad de la piedra tallada y de la piedra pulida, edad del bronce y edad del hierro. Las etapas de la evolución humana fueron, pues, simbolizadas por el dominio de las tecnologías que transformaron la existencia de los hombres y su relación con el mundo. La invención de un nuevo instrumento, la escritura, marcó el final de la prehistoria y la entrada en la historia. Este nuevo instrumento permitió tratar un material inmaterial como es el lenguaje. Con la escritura, aparecieron otras herramientas simbólicas que confirieron al ser humano un poder nuevo sobre el mundo. La escritura permitió capitalizar simbólicamente, más allá de las riquezas, los signos de esas riquezas. Conservó en barro cocido marcado por el estilete, el número de cabezas de ganado y de gavillas de trigo. Permitió llevar las cuentas y sirvió a la gloria de los reyes. Grabada en la piedra de los monumentos, sellaba los tratados de paz después de las batallas y conmemoraba las victorias. Permitió, también, el cálculo y el establecimiento de calendarios, fijó los textos recitados o cantados, instituyó intercambios de mensajes a distancia, prescindiendo de la viva voz de un mensajero. CULTURA ESCRITA, CULTURA ORAL Jack Goody (1977), y otros antropólogos, han subrayado que la escritura no es sólo la transcripción del habla, sino que es una herramienta simbólica que crea una nueva realidad, que establece una comprensión nueva del mundo. Lo que no puede existir en la sucesión de palabras lo podemos hacer coexistir en la superficie de una página: tablas de cifras, listas de nombres propios, planos, figuras representadas. La escritura permite relacionar y tratar informaciones que escapan a la cultura oral. La cultura escrita crea, así, un orden específico
que produce pensamientos nuevos, irreductibles a la oralización. Únicamente en nuestras sociedades con escritura se considera la cultura oral como una forma “originaria” de la cultura, forma que a su vez depende de una disciplina particular, la etnología o la antropología; mientras que la cultura escrita parece ser la esencia de las culturas desarrolladas. En efecto, las tradiciones orales han sido estudiadas como residuos folclóricos, arcaicos o marginales, sin tener en cuenta que, incluso, en las sociedades parcialmente alfabetizadas, las formas esenciales de la vida social están impregnadas por la escritura. La escritura permaneció, durante mucho tiempo, como un saber reservado a unos pocos que les confería no la fuerza de las armas sino un poder de otro tipo. De hecho, lo que cambió de manera espectacular a lo largo de los siglos fue el número de personas que utilizaron este instrumento. En la civilización egipcia, la escritura pertenecía a la casta de los escribas, es decir a profesionales que guardaban con recelo sus conocimientos. En cambio, en la civilización griega o romana, todo hijo de hombre libre tenía que ir a la escuela para convertirse en un ciudadano que conociera las leyes escritas. En la alta Edad Media, había que llegar hasta el scriptorium de un monasterio para encontrar hombres con una pluma en la mano. En esa época, la lengua que se escribía y que se hablaba entre letrados, el latín, ya no era la lengua que se hablaba en el espacio social y la escritura era un privilegio del clero. Después, se empezaron a escribir también las lenguas vernáculas y las elites laicas entraron en el mundo de la escritura. Entre los siglos XVI y XVII, empezó una catequización masiva en la Europa de las Reformas protestante y católica, que dio paso a la primera alfabetización del pueblo: cada persona tenía que ser capaz de leer el catecismo que compilaba las oraciones y anunciaba las verdades de su religión. La difusión de los libros impresos por un sector editorial activo amplió el círculo de lectores dentro de losespacios nacionales. En el siglo XVIII, el nacimiento de una opinión pública estuvo ligado a la circulación de escritos laicos independientes de los poderes políticos: en el progreso de la edición, la difusión de los periódicos, de los panfletos, de los libros prohibidos se consideró la causa esencial de la revolución francesa. Aun así, hubo que esperar hasta el siglo XIX para que, en Europa, los estados garantizaran a todos los niños y niñas, el derecho a la educación básica. En el siglo XX, los niños pasan cada vez más tiempo en la escuela y se retrasa proporcionalmente la incorporación a la vida activa. Ya no se trata únicamente de saber leer y escribir sino de dominar los numerosos conocimientos intelectuales que están ligados a la escritura y que parecen esenciales en la formación de la juventud antes de entrar en la vida profesional y social. Lectura y escritura ya no son fines en sí mismos sino medios o instrumentos universales. Esto es tan cierto que un índice elevado de analfabetismo se ha convertido en un indicio de subdesarrollo. En los países desarrollados, la movilización social, suscitada por la lucha contra el analfabetismo, indica hasta qué punto la escritura es hoy considerada como una necesidad urgente para todo individuo, sea cual fuere su ámbito y profesión. CULTURA, ESCRITURA E HISTORIA DE LAS MENTALIDADES Cabe preguntarse, pues, si la difusión de la escritura en el transcurso del tiempo, desde los círculos privilegiados hacia cada vez mayor cantidad de gente, ha dejado idénticas las actividades mentales que supone su dominio. Platón, Virgilio, Santo Tomás, Montaigne o Rousseau ¿leían como leemos hoy en día? Sin embargo, durante mucho tiempo esta pregunta no se planteó. Parecía evidente que leer era siempre leer, sea cual fuere el alfabeto, la lengua y el contenido del texto. ¿Acaso leer no es siempre entender mentalmente lo que ha sido escrito por un autor, gracias a los signos marcados en la página? Dado que es una actividad que no deja huella, que no produce nada que se pueda describir fácilmente (contrariamente al acto de escritura), leer parecía una actividad tan “intemporal” como escuchar o contemplar, pero también como pensar, reflexionar, soñar (es una actividad mental “interior” que implica el ejercicio de un sentido, la vista). Hasta hace muy poco los historiadores no pusieron en tela de juicio la intemporalidad aparente de nuestras actividades mentales. Lucien Fèbvre (Fèbvre y Martin, 1958), intentando comprender la vida y la obra de Rabelais o la de Lutero, se planteó la cuestión de las “herramientas intelectuales” porque quería captar las categorías de percepción y de pensamiento de esos hombres tan excepcionales pero a la vez tan característicos de su tiempo. De esta manera, abrió el camino a la historia de las mentalidades, historia válida tanto para los grandes hombres como para los hombres comunes. ¿Qué pensaban, sentían o creían los hombres de los siglos pasados? Aunque el historiador puede ver las huellas, se trate de monumentos o de escritos, sólo puede acceder indirectamente a las representaciones de los grupos sociales o de los individuos que han producido esas obras. Para reconstituirlas tiene que interrogar las producciones e intentar recuperar el proceso de producción, y tiene que encontrar testimonios sobre la manera en que fueron recibidas y usadas por sus contemporáneos (Martin y Chartier, 1989; 1991). Religiones, técnicas, saberes, obras intelectuales u obras de arte son otras tantas huellas que muchas veces han llegado a ser las referencias compartidas de un tiempo, y otras veces han sido el privilegio exclusivo de un grupo social. Con frecuencia, han dividido la sociedad creando polémicas y conflictos, han sido desconocidas por la mayoría y condenadas a la marginalidad. A través de estas marcas nos podemos preguntar no solamente qué pensaban, sentían y creían los hombres del pasado, sino también cómo construían sus pensamientos, sus sentimientos y sus creencias.
LITERATURA ERUDITA, LITERATURA POPULAR Un primer enfoque, en los años 70, intentó caracterizar las culturas de los diferentes grupos sociales apoyándose en la oposición entre literatura erudita y literatura popular. Los libros, pertenecientes a los medios cultos, eran fáciles de reconocer porque las bibliotecas de los nobles y de los burgueses, dado su valor comercial, eran catalogadas e inventariadas cuidadosamente a la hora de traspasar las herencias. Pero los historiadores también se interesaron por otros libros, los que coleccionaban desde el siglo XIX los aficionados al folklore y que se consideraban característicos de la literatura popular: se trataba de los libros de la “biblioteca azul”. En Francia, se denominaban así los libros muy baratos, encuadernados en rústica, difundidos por los vendedores ambulantes, y que estaban a menudo recubiertos por una tapa azul. También existió el equivalente en España y en Portugal con la literatura de cordel. ¿De qué obras se trataba? Eran libros de piedad, novelas de caballería, relatos de historias extraordinarias y libros de usos (tratados de cortesía, manuales de aritmética, libros de consejos para la correspondencia epistolar). De esta manera se pudo oponer, a través de dos tipos de objetos, dos universos culturales que reflejaban espacios sociales contrastados. La mentalidad popular podía ser comprendida a partir de las publicaciones destinadas al gran público. Sin embargo, las discusiones entre los historiadores pusieron en tela de juicio esta repartición demasiado contrastada (Cavallo y Chartier, 1997). En primer lugar, algunos testimonios mostraron que los libros azules no estaban ausentes de las bibliotecas y de las lecturas de los nobles, aunque eran ignorados en los inventarios después de su fallecimiento. También se constató que, bajo las tapas azules, se hallaban textos que existían en ediciones de lujo. Lejos de confirmar la idea de dos mundos culturales separados, el estudio de las lecturas populares y baratas mostró que ciertos textos circulaban de un mundo a otro y que lo que caracterizaba a las lecturas populares no era tanto el contenido de los textos, sino las presentaciones y las estructuraciones que condicionaban su lectura. En comparación con las ediciones de lujo, se trataba de párrafos más cortos, de la supresión de algunas partes, de la presencia de subtítulos, del uso de caracteres más grandes y de ilustraciones arcaicas. La oposición entre dos formas de lecturas específicas, que se apoyaban en estructuraciones del texto diferentes, sustituyó a la oposición demasiado sencilla entre literatura erudita y literatura popular. Así pues, las prácticas de lectura distinguían a los grupos sociales, tanto o más que los propios contenidos de las mismas. DE LOS LIBROS A LAS LECTURAS Para desplazar el interés de los libros hacia las lecturas fue necesario tomar consciencia de la complejidad de una actividad que parece natural para todos aquellos que la practican sin pensar en ello. En efecto, el acto de leer es algo tan familiar para nuestras civilizaciones contemporáneas que no se le dió mayor importancia. Resulta fácil concebir que los contenidos de las lecturas cambiaran constantemente, pero es difícil pensar que la lectura misma (la práctica) no se hubiera mantenido estable, a pesar de los cambios en el soporte, el código escriturario o el estilo caligráfico o tipográfico. Respecto al soporte, muchos cambios se han producido: el texto podía estar grabado en piedra, caligrafiado sobre papiro o pergamino, impreso en un gran infolio o en un pequeño libro inoctavo, fotocopiado en una hoja suelta o en la pantalla de un ordenador. Respecto al código escriturario los cambios afectaron a los caracteres que podían ser cuneiformes, jeroglíficos, alfabéticos (griego, latín, cirílico) o también ideográficos. En relación al estilo caligráfico o tipográfico, los manuscritos podían leerse en uncial romana o en minúscula carolina, en escritura gótica o itálica. La llegada del papel impreso, y más tarde del procesador de textos, nos han proporcionado una gran variedad de caracteres. A pesar de la existencia de formas tan variadas, tenemos la intuición de que leer sigue siendo siempre leer y que la misma actividad mental se lleva a cabo en todas las escrituras de la tierra. Recientemente sin embargo, esta concepción de la lectura ha sido invalidada. Los estudios de los historiadores, que han trabajado sobre un período de tiempo muy largo, han demostrado hasta qué punto variaron los usos sociales de lo escrito (¿qué es lo que se debe leer y cómo?), el estatus simbólico de lo escrito en las diferentes sociedades (escritos públicos o privados, textos sagrados o profanos) y cómo cambiaron las formas materiales de los objetos escritos (con qué escribimos, sobre qué, cómo está hecho un libro, cómo se coge, etc.). Dependiendo de si el soporte es de mármol o de arena, un rollo o un libro encuadernado, un manuscrito o un impreso, algunas maneras de leer son posibles o imposibles, lo cual delimita de manera variable, según las épocas, las fronteras de lo “leíble” y las ocasiones de recurrir o no a la lectura. DEL VOLUMEN AL CÓDICE Detengámonos un momento sobre la cuestión de los soportes materiales de la lectura. En la antigüedad, el libro se presentaba como una hoja enrollada sobre sí misma alrededor de dos palos, se trataba del volumen. Los estudiantes romanos llevaban a la escuela tubos para proteger este frágil “volumen” de papiro sobre el que se hacía la lectura escolar. Para consultar un rollo, se cogía cada palo con las dos manos, se desenrollaba la hoja horizontalmente de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, según el sentido de la escritura, de modo de tener a la vista únicamente la columna de texto que había que leer. Como se leía columna tras columna era más fácil hacerlo si se estaba de pie. Con lo cual no se podía leer y escribir al mismo tiempo. En las bibliotecas, los rollos colocados uno al lado del otro ocupaban un espacio muy voluminoso. El papiro con el que estaban
hechos venía de Egipto, era un material frágil, que se deshacía y se pudría. Los pocos ejemplares que nos han llegado estuvieron conservados en un lugar fresco y seco, por ejemplo dentro de jarras de barro. Era, pues, un soporte que viajaba poco y mal. Con la invención del códice, que tenía el formato del “libro” tal y como lo entendemos hoy día, se produjo una revolución entre el primer y el segundo siglo de la era cristiana. Se trataba de una libreta hecha de un material plegable, de un cuero muy fino que resistía los golpes y el desgaste: era el pergamino. Plegando una hoja de pergamino en cuatro o en ocho, se obtenía una libreta de ocho o dieciséis páginas, que se podía utilizar por ambas caras. Varias libretas cosidas juntas podían ser encuadernadas. Gracias a este procedimiento, se ganó mucho espacio y se pudo inscribir sobre el mismo soporte, fácilmente transportable, lo que antes precisaba de una gran cantidad de rollos. El libro, que en los tiempos del volumen era un soporte en dos dimensiones, ganó la tercera dimensión: el grosor. Con este nuevo objeto nació el gesto que conocemos todos y que consiste en hojear las páginas. Toda una serie de innovaciones ayudaron a consultarlo: la enumeración de las páginas, la separación de los textos en capítulos, el establecimiento de un índice, la elaboración de un listado de contenidos. De esta manera, como se hizo muy pronto con los evangelios sinópticos, se podía relacionar varios libros señalando en los márgenes las referencias a otras versiones del mismo texto. Algunos de nuestros gestos de lectura nacieron, pues, al comienzo de nuestra era. El códice fue un soporte ideal para difundir, de un extremo al otro del imperio romano, entre varias comunidades, textos cortos como las epístolas y los evangelios. Después de las invasiones que marcaron el fin del imperio romano, la cultura escrita se refugió en los monasterios. En la edad media, los monjes criaban ovejas que proporcionaban los pergaminos destinados a los grandes infolios. Los copiaban y los iluminaban en los scriptoriums. La llegada del papel permitió cambiar el pergamino por un material mucho más ligero. Los molinos de papel que se instalaron en el siglo XIV redujeron el coste del papel a una cuarta parte en menos de un siglo, permitiendo el desarrollo del papel impreso después de Gutenberg. Cuando se supo producir papel industrialmente en el siglo XIX, los impresos pasaron a ser muy baratos. Pero podemos afirmar que ni la llegada del papel ni la invención de la imprenta revolucionaron los gestos de lectura que se habían establecido con la invención del códice. Un libro es, desde el siglo primero, un objeto que se puede poner encima de la mesa o sostener con una mano, que se puede hojear, leer tomando apuntes, porque permite tener el texto a la vista y las manos libres. Actualmente, es fácil consultar varios libros a la vez, escribir anotaciones en el margen, saltarnos páginas, volver hacia atrás; todos ellos eran gestos imposibles en los tiempos del volumen. Podemos decir, pues, que los gestos de lectura que conocemos se han puesto en práctica a principios de la era cristiana, gracias a la invención de un soporte que sigue siendo actual. Sin embargo, con la aparición de la lectura electrónica estamos viviendo una nueva revolución de los gestos de lectura, sin duda tan importante como la que tuvo lugar con el nacimiento del códice. La lectura en la pantalla nos hace descubrir nuevos modos de consulta de textos. Obras colosales como las enciclopedias pueden concentrarse en un disco ligero de un CD-ROM, los disquetes con nuestros textos pasan de mano en mano, o mejor dicho de máquina en máquina ya que sólo se puede tener acceso al texto a través de los ordenadores. La tinta del texto, que se podía percibir directamente con la vista, ha sido reemplazada por la pantalla sobre la que van pasando las líneas de escritura. Esta mediación técnica de la máquina puede parecer pesada, pero hace posible la consulta a distancia. Podemos acceder a bases de datos, a textos almacenados en el otro extremo del mundo y nos podemos conectar a redes electrónicas de información “inmaterial”. Aparte de poder leer estas informaciones, las podemos imprimir, copiar extractos, modificar el texto... En resumen, podemos utilizar y reutilizar a voluntad, y para usos múltiples, las fuentes de información, que a la vez siguen estando depositadas en libros y almacenadas en bibliotecas. La lectura de un texto puede acompañarse de imágenes y de voz. Puede, también, interactuar con actividades de escritura, de producción de textos nuevos; podemos utilizar, sin ninguna dificultad técnica, fragmentos de textos “copiados y pegados” para fabricar otros textos. Así pues, la separación entre lectura y escritura, que estructuraba la relación con el códice, se está modificando sin que podamos todavía decir qué va a cambiar de nuestras costumbres mentales como lectores y escritores. El gesto de la escritura manuscrita, que todos hemos aprendido en la escuela, está siendo sustituido por la escritura con dos manos de quien escribe a máquina, manipula el ratón o hace un clic para seleccionar ficheros. Lo que antes era un aprendizaje reservado a especialistas como secretarios, mecanógrafos e informáticos, se está convirtiendo en una capacidad banal, aunque la virtuosidad de unos está muy lejos de la práctica lenta o poco diestra de otros. Aun así, saber utilizar un procesador de texto implica saber desenvolverse con un teclado. ¿Cambiarán nuestras maneras de escribir y de pensar al escribir? Nos acostumbramos rápidamente a corregir un texto sobre la pantalla sin volver a copiar los borradores, a tener ayudas para escribir y corregirnos a nosotros mismos (diccionarios de ortografía, léxicos de palabras sinónimas). Podemos usar el “cortar-pegar” para cambiar un texto superficialmente o en su estructura. Podemos retomar indefinidamente un texto antiguo para hacer versiones nuevas de él. ¿Esos gestos nuevos del trabajo de escritura están produciendo cambios en nuestras formas de concebir lo que debemos y queremos escribir? ¿Reconoceremos más tarde que el uso del ordenador ha producido un estilo nuevo de escritura y nuevas formas de pensar? Al poner la edición de textos impresos y maquetados al alcance de todo aquel que posee una impresora, se ha modificado la relación social con la difusión. Numerosos escritos circulan sin haber tenido que pasar por la imprenta. La frontera que
separaba un texto privado de un texto editado se ha vuelto mucho más borrosa ya que ahora no nos podemos fiar, como antes, de la oposición entre manuscrito e impreso. LECTURA EN VOZ ALTA Y LECTURA SILENCIOSA Hoy en día sabemos que los cambios en la técnica de la escritura tuvieron consecuencias importantes sobre las formas de leer. En la antigüedad, la lectura era una práctica de dicción y el “lector” era el que leía los textos en voz alta para el público de oyentes (solía ser un esclavo). Aunque podamos pensar que algunos sabios sabían leer en silencio, no era la práctica social habitual, ni en los medios cultos. Encontramos un magnífico testimonio de ello en un relato que hizo San Agustín en las confesiones. Contó cómo se maravilló al ver a San Ambrosio, entonces obispo de Milán, leer la Biblia “callándose”, como si Dios hablara directamente a su espíritu. Este intelectual brillante, formado en la mejor tradición de escuelas de gramática y de retórica, no había visto antes a nadie leer de esa manera. Para entender este hecho hay que saber que la escritura de esa época era la scriptio continua, sin espacio en blanco para separar las palabras. Los gramáticos tardíos de la antigüedad usaron unos signos que codificaban indicaciones para hacer pausas de voz por unidades de significado (pausas cortas o largas), lo que muestra que el texto escrito estaba siempre pensado como una sucesión de enunciados que había que decir en voz alta, sabiendo cómo hacer las escansiones correctas. La mayúscula al comienzo de la frase apareció hacia el siglo VI y los primeros signos de puntuación hacia finales del siglo VIII. En esa época, el signo que marcaba una pausa larga era el punto y coma, mientras que las pausas cortas estaban marcadas por la coma o el punto. Hubo que esperar al siglo XIV para que se extendiera la invención de los paréntesis. En esa época, esta puntuación tenía la función de ayudar a la comprensión oral: ayudaba al que leía a constituir “bloques de significado”, para que el que escuchaba estuviese expuesto a períodos estructurados. Sin embargo, el invento más importante no fue la puntuación sino la separación entre palabras. Antes de dar con la técnica del espacio, que hoy en día nos parece tan natural, se recurrió al uso de puntos o barras para separar las palabras. Estas técnicas fueron desarrolladas, en un primer momento, por los monjes de las islas británicas, quienes no hablaban latín lo suficientemente bien como para que una lectura recitada, bien escandida, fuese suficiente para hacer comprensible el texto. A partir del momento en que se generalizaron los espacios entre las palabras, alrededor del año 1000, cambió la relación con la lengua escrita. La palabra pasó a constituir la unidad material de significado dentro del escrito. Encontramos buena prueba de ello dos siglos más tarde, en el siglo XII, con el uso generalizado del guión cuando una palabra quedaba cortada al final de una línea. El guión pone en evidencia la consideración de la palabra como una unidad indisociable. Este invento de la técnica de escritura de las palabras tendrá, posteriormente, consecuencias importantes. Desde el momento en que se empezaron a separar las palabras, podían reconocerse directamente, y esto hizo posible que se pudiese hacer una lectura visual silenciosa. Este sistema pronto se convirtió en el modo de lectura habitual de letrados sabios y especialistas de la cultura escrita, acostumbrados a leer y escribir el latín constantemente. La mayoría de los monjes aún no tenían la práctica suficiente para poder hacerlo, y continuaban el hábito de la rumiatio, o subvocalización lenta del texto que permite leer y repetir el texto que leían con la doble finalidad de comprenderlo y meditarlo. En cambio, seguramente los intelectuales de las universidades medievales como Abelardo o Santo Tomás de Aquino, cuando se encontraban en su mesa de trabajo, leían de manera silenciosa y por tanto mucho más rápidamente. Entre los siglos XIII y XVII, la lectura visual se extendió a las clases cultas (primero en latín y después en las lenguas vernáculas), aun cuando la lectura recitada seguía siendo una práctica social corriente, tanto para los actos solemnes (lecturas públicas hechas desde el púlpito, proclamaciones) como para las reuniones amistosas o familiares. Además, los lectores poco alfabetizados solo podían practicarla de esta manera. Podemos observar la difusión progresiva de la lectura silenciosa a través de las obras de los pintores que representaban escenas de lectura. Por ejemplo, podemos seguir, a través de los siglos, la manera en la que se ha representado a San Jerónimo mientras trabajaba en la traducción de la Biblia en latín. El santo había sido representado tradicionalmente en su mesa de trabajo, y a sus pies el león que él mismo curó y que, según la leyenda, permaneció ligado a él como si de un animal doméstico se tratase. En las representaciones medievales, el león, con las orejas levantadas, escuchaba al santo mientras leía el libro sagrado. A veces, el santono leía solo, sino que vemos la figura de una paloma que representaba al Espíritu Santo y que le hablaba al oído. Por la meditación del libro, que no hablaba a la vista sino al oído, el santo “oía”, literalmente, la voz de dios en el texto que estaba mirando. En cambio, en los cuadros del siglo XVI, San Jerónimo se parecía más a un intelectual moderno, sentado en una mesa repleta de gruesos libros. Mientras leía, sostenía una pluma para ir escribiendo la traducción. Tumbado a sus pies, el león que ya no oía nada, dormía como un enorme gato. La lectura silenciosa modificó la relación con el texto, y por tanto, nuestra manera de entenderlo. Pensemos, por ejemplo, en la velocidad que podía ser cinco o seis veces superior a la velocidad de la voz, aumentando así la capacidad informativa. El corpus de textos que una persona podía tratar en el mismo tiempo se veía multiplicado. Entre los lectores, se crearon grandes diferencias entre aquellos que seguían leyendo a la velocidad de la voz y los que paseaban la vista por la página. Sobre todo, el lector visual podía regular la velocidad de la lectura a su gusto, según el objetivo de la lectura y según su capacidad de comprensión. Ya no le llegaba el texto como un texto recitado
que se desarrollaba al ritmo de la palabra. Podía incluso elegir leer “en diagonal”, saltando páginas, seleccionando la información, volviendo atrás o detenerse más tiempo en algunos pasajes. Sin embargo, el hecho de que la lectura silenciosa fuera posible e incluso corriente no significó la abolición de la práctica de la lectura recitada. Al contrario, aún se siguió practicando de forma masiva hasta la época contemporánea. De hecho, no fue hasta los años 50, en Estados Unidos, cuando se empezaron a perfeccionar las técnicas de lectura rápida para aumentar el rendimiento en el trabajo de los responsables de las empresas (expedientes, informes, notas, correo, etc.). Reconstruir el sentido, recorriendo rápidamente un texto, es hoy en día concebido como una actividad psicológica, individual y no como una actividad social y colectiva. El texto es comprendido por un lector concreto. Este cara a cara solitario, entre el lector y el texto, es en un fenómeno de la modernidad. LECTURA ACOMPAÑADA Y LECTURA SOLITARIA Mientras la lectura se recitaba, resultaba natural que se hiciera “en círculo” y su interpretación estaba bajo el control del grupo. Durante mucho tiempo, parecía extremadamente impropio leer silenciosamente en presencia de otras personas, sin proponer compartir la lectura. La manera en que los oyentes recibían el texto, lo comentaban, y lo discutían constituía naturalmente una parte del establecimiento de su significado. La lectura de las novelas de Rousseau durante el siglo XVIII dio lugar a grandes momentos de emoción compartida y torrentes de lágrimas colectivas. La lectura colectiva de los periódicos era un ritual de las sociedades políticas, tanto en París, con los pequeños periódicos distribuidos a mano durante la Revolución Francesa, como en el resto de Francia, con la difusión de la prensa de gran tirada que llegaba a los cafés de provincia durante los siglos XIX y XX. La lectura silenciosa se llevaba a cabo más “en privado”, en una actitud solitaria y por tanto un tanto asocial. Las autoridades religiosas y políticas denunciaban constantemente los riesgos que suponía una práctica de ese tipo para el orden social. Las “malas” lecturas de libros impíos, subversivos, o inmorales se podían hacer más fácilmente en soledad que en los círculos familiares o sociales. La pintura del siglo XVIII a menudo representaba mujeres lectoras, apartadas en la intimidad de sus aposentos para leer una novela, un género literario fuertemente condenado por la Iglesia. De este modo, se creó una asociación entre las lecturas solitarias y los libros prohibidos. Así, los riesgos de contrasentidos en el texto eran aún mayores, con las consecuencias que ello comportaba. Cuando los liberales explicaban por qué se sentían tan ligados a fomentar la escolarización del pueblo, a principios del siglo XIX, siempre argumentaban que era necesario enseñar a leer para limitar los efectos devastadores de las novelas y contrarrestar el efecto de los libros subversivos, revolucionarios (como Proudhon), que podían embaucar a los lectores ingenuos (sobre todo a las lectoras) incapaces de distinguir la realidad y la ficción, utopía y proyecto político. Había que escoger las lecturas populares para evitar otra Revolución. Por este motivo, una institución como la escuela representaba un doble papel. Debía estar ligada a la conquista de la lectura autónoma, que constituía un incentivo eficaz para el progreso y la emancipación de los lectores, porque les permitía acceder a ideas ausentes en el entorno inmediato de la familia rural o de la parroquia cristiana. Pero en ningún caso debía dejar al lector libre para leer lo que quisiera y como quisiera. La lectura pautada por un maestro enseñaba al lector novato cómo leer y qué significaban los textos que le habían sido recomendados. Esta era la razón por la que, mientras la lectura silenciosa se imponía en todos los niveles cultos, en la escuela, la lectura recitada, lenta y comentada colectivamente seguía siendo una práctica esencial dentro del aprendizaje intelectual. Pero habría que esperar hasta el siglo XX para que la lectura oral dejase de ser una práctica social común. Mientras existieran analfabetos, personas adultas con un bajo nivel de escolarización o que no hacían uso de gafas, se producían, por lo menos en el entorno popular, situaciones corrientes de lectura oral (lecturas del correo, de periódicos). En cambio, a partir de los años 60, los pedagogos innovadores arremetieron bruscamente contra el hábito escolar de hacer leer a los niños en voz alta, porque consideraban que se trataba de un método arcaico de aprehensión de textos, en completo desfase con la práctica social de la lectura. Incluso veían en este ritual escolar una de las causas del fracaso de algunos niños, que pensaban que leer era oralizar y no intentar comprender un texto, cosa que a un lector experto le resultaba más fácil hacer con los ojos. Algunos pedagogos, después de analizar el acto de lectura como un proceso ideo-visual, querrían incluso que se prescindiese de la oralización desde el inicio del aprendizaje. De hecho, actualmente sabemos que esta etapa es indispensable, porque nuestro principio alfabético se basa justamente en codificar las correspondencias entre fonema y grafema, es decir, entre el oral y el escrito. Es necesario que los niños comprendan los puentes que existen entre el lenguaje que hablan y los signos escritos en el papel. La segunda razón es que la recitación es la manera más simple para que el profesor sepa qué es lo que el alumno ha comprendido del texto que tiene ante sus ojos: las dudas, los errores de pronunciación, la capacidad de leer bloques de palabras de una vez. Todas estas maneras de leer proporcionan al maestro información eficaz sobre cómo el alumno construye con más o menos esfuerzo y acierto el sentido del texto a medida que lo va leyendo. En cambio, el procedimiento actual consiste en pedirle una pre-lectura silenciosa antes de oralizar De este modo el alumno puede preparar la lectura “en su mente” y reconocer previamente las palabras de manera silenciosa antes de leer en voz alta. Vemos cómo las prácticas de lectura han entrado poco a poco en el ámbito escolar y han modificado las exigencias de los profesores así como las costumbres de los lectores novatos (Chartier y
Hébrard, 1989). Los niños aprenden muy rápidamente que el objetivo es lograr una lectura autónoma, o lo que es lo mismo, silenciosa. LECTURA Y MEMORIA DEL LECTOR No obstante, esta soledad ante la página, que sin duda tiene muy poca aceptación entre algunos niños, no nos debe llevar a engaño sobre la libertad del lector. Si el sentido de un texto se va estableciendo a medida que se lee, éste también depende del saber acumulado anteriormente, ya que orienta las expectativas y la atención de la persona que lee. Tratándose, por ejemplo, de temas de actualidad, los medios de comunicación audiovisual (radio, televisión) preceden a la lectura de los periódicos con sus selecciones de noticias juzgadas importantes o no y con sus comentarios. La recepción de libros recién publicados (ensayos, novelas) ya está preparada por todo lo que se comenta en las ondas, las pantallas de televisión y los periódicos, de manera que el lector, sea consciente de ello o no, está influenciado en sus elecciones y en sus opiniones por esquemas de interpretación preconcebidos. Por este mismo hecho, los lectores se identifican con “comunidades de interpretación” (por ejemplo, con la orientación ideológica del periódico que compran). Estas orientaciones son a la vez una ayuda y una limitación en la manera de comprender y pensar. La soledad del lector frente al texto está llena de todo el saber social que ya tiene en su cabeza, sin saberlo, en el momento de abrir la página. La necesidad de unos conocimientos previos se encuentra hoy bien referencia- da en la lectura de textos informativos de carácter científico. En un estudio sobre este tema, se demostró que los lectores, expertos en su campo, tienen más dificultad para leer y retener textos que se salen de su área de conocimiento, mientras que para los especialistas del tema, los mismos textos no presentan ninguna dificultad. Estos experimentos se llevaron a cabo con artículos de enciclopedia, es decir, con textos escritos destinados a cualquier persona con un buen nivel de cultura general. De este modo, los músicos eran incapaces de retener y jerarquizar correctamente las ideas contenidas en un artículo sobre el láser, mientras que los físicos cometían más errores de interpretación en un resumen de un artículo sobre la historia de la notación musical. Así pues, una vez que se domina el código, parece que, lejos de ser un instrumento universal de adquisición de conocimientos, para que una lectura sea fecunda exige la existencia de un saber que pueda relacionarse con lo que estamos leyendo en el texto. Lo que es válido para los contenidos de los saberes científicos vale igualmente par las formas culturales. Cuando aparece un texto que rompe bruscamente con las costumbres del público, es decir con sus cánones estéticos y sus expectativas en materia de ficción, se le considera escandalosamente inaceptable. De este modo, se estudió en el siglo XIX, el juicio que recibió Flaubert por Madame Bovary, o “Flores del Mal” de Baudelaire. En los dos casos, novela o poesía, el contenido (por ejemplo, presentar como heroína de novela a alguien que no vive ni hace nada heroico, más bien al contrario) y la forma empleada para traducir el contenido parecía inaceptable para los censores. Flaubert llevó a cabo una revolución formal en el campo de la novela, Baudelaire hizo lo mismo con el arte poético al rechazar suscribir los cánones del romanticismo. Pero estos nuevos textos forman nuevos lectores, crean “nuevos horizontes de expectativas” (Jauss, 1970), tanto que los textos rechazados muy pronto serán imitados y se convertirán a su vez en referencias del nuevo clasicismo. Las nuevas rupturas literarias se hacen posibles: el surrealismo entre guerras, el manifiesto de la “nueva novela” en los años 60 muestran que siempre hay algo legible por conquistar, ya que continúan forjándose nuevas formas de escritura para dar cuenta de las experiencias no descritas, de realidades inéditas o de cuestiones impensables. ¿DIVERSIDAD DE INTERPRETACIONES O JERARQUÍA DE COMPETENCIAS? Sin embargo, los individuos tienen posiciones muy desiguales ante las informaciones, aunque estén preconstituidas, que se mantienen muy alejadas de ellos y con las que no siempre pueden interactuar y “discutir”, como en el caso de la lectura colectiva. Incluso cuando la lectura se ha convertido en una competencia casi universal, siguen existiendo grandes diferencias sociales en las maneras de leer, es decir, de interpretar los textos. ¿Debemos entender estas diferencias como los signos de una diversidad cultural, al fin y al cabo enriquecedora, o más bien al contrario, tomarlos como indicios de desigualdad que cualifican a unos y estigmatizan a otros? De hecho, no podemos hablar de desigualdades culturales como hablaríamos de las desigualdades económicas o sociales, porque los bienes culturales son bienes simbólicos. Tienen valores de uso y de intercambio que se escapan del mercantilismo, aunque exista una industria y un mercado de bienes culturales. Para poder hablar de desigualdades culturales nos tenemos que referir a una norma de recepción. En el caso de lecturas informativas, en las que existen criterios objetivos de la buena comprensión de textos, se puede hablar de desigualdades entre lectores. Los hay que leen sin dificultad, los que llegan a comprender con un poco de atención y los que piensan que algunos textos son demasiado difíciles para ellos. Se podrían idear mecanismos de ayuda para paliar estas desigualdades. En el caso de las lecturas funcionales, que remiten a unos actos, nos encontramos ante la misma situación: algunos pueden apoyarse en los textos para actuar de un modo determinado, otros no. En cambio, en el caso de las lecturas culturales, en las que se ponen en juego los gustos, valores e intereses personales de cada uno, el abanico de posiciones personales es mucho más amplio. Es posible aceptar una lectura “masculina” o “femenina” de una misma novela, como lo muestran hoy día los gender studies en Estados Unidos. Es posible agrupar modalidades nacionales en la lectura. Un experimento se
llevó a cabo con la novela de Agota Christov, el Gran Cuaderno: se demostró que este libro se interpretaba de modo distinto según si se leía en Francia o en Hungría, en Alemania o en España. También es leído de modo distinto según si los lectores han vivido o no la última guerra: la experiencia histórica personal de los lectores interfiere en su lectura. En cambio, hay instituciones que se ocupan de elaborar normas de lectura: la crítica literaria o la escuela son instituciones de este tipo. La escuela hace elecciones de lecturas para las nuevas generaciones y selecciona de entre el corpus de todo lo legible aquellos textos que estima convenientes para constituir una cultura común. Esto se hace no sin dificultades, y hay momentos de crisis en los que la necesidad de renovar el corpus de textos para leer o el modo de abordarlos da lugar a conflictos y laboriosas negociaciones en el ministerio de Educación. Aunque los profesores siempre tienen un margen de maniobra en la interpretación de las directrices oficiales que se desprenden de esas elecciones, cada uno es consciente de que no son los gustos de los niños los que priman en el colegio. Los profesores son los encargados de dar a conocer los textos que, sin su mediación, quedarían fuera de la capacidad de los alumnos, porque no pertenecen a su entorno y resultan demasiado difíciles. De este modo, el colegio contribuye a la creación de un espacio de referencias compartidas. Las referencias literarias de una época tienen que ver con el trabajo de aculturación que la escuela lleva a cabo con las jóvenes generaciones en un momento dado de la historia. Actúa como una gigantesca máquina de hacer leer, de la que se ven los efectos a la vez en los contenidos de los textos y en las formas de lectura que se perpetúan más o menos en prácticas sociales, según si los objetivos de las escuelas se han conseguido o no. En cambio, por lo que respecta a las lecturas libres del mundo adulto, los relevos culturales producen efectos mucho más contrastados socialmente. Es comprensible que muchos adultos y niños prefieran saciar su curiosidad y su imaginación viendo la tele, que ofrece la ventaja de ser, de entrada, un medio colectivo, porque puede ser vista por varias personas a la vez y comentar entre ellas lo que han visto al mismo tiempo. Varias encuestas recientes muestran que el amor por la lectura no tiene que ser necesariamente la consecuencia de una buena escolarización, y que una cuarta parte de los buenos alumnos no leen por placer personal, sólo lo hacen por necesidades escolares. Los videojuegos o la televisión ofrecen todo un mundo de imágenes que involucran a aquel que las mira: debe “jugar”, es decir, actuar. Según las encuestas realizadas entre los apasionados de los videojuegos, que en su mayoría son chicos, vemos que a este colectivo a menudo no le gusta leer y se aburre en la escuela. Todo sucede como si al mundo del lenguaje escrito le fuera imposible llenar la imaginación de algunas personas, que para “ver” una escena en su cabeza necesitan que les sea representada analógicamente y no simplemente evocada. La escritura, como elemento universal de evocación y de simbolismo del mundo, parece encontrarse con algunas limitaciones frente a los nuevos medios audiovisuales, tal y como ya lo habían presagiado los amantes del cine. Sin embrago, mientras que en los años 60-70 se pensaba, con la ayuda de Mac Luhan, que la televisión y el teléfono iban a destronar a la lectura y la escritura, convirtiéndolas en medios de comunicación desfasados, al contrario, en la actualidad podemos comprobar que toda evolución tecnológica exige, además del dominio de los medios audiovisuales que han invadido nuestra vida cotidiana, un mayor dominio de la escritura. Así pues, existen grandes riesgos observables en el hecho de que algunos fallos en el aprendizaje dejan a ciertos alumnos fuera de la cultura escrita. Estos niños están más que nunca en peligro de exclusión social si no saben desenvolverse solos con las escrituras de su entorno. CONCLUSIÓN El domino de la escritura es a la vez una necesidad y un poder. A lo largo del tiempo, las necesidades de lectura y escritura han variado de forma considerable, tanto cuantitativamente (¿quién necesita leer y escribir?) como cualitativamente (¿qué se necesita saber leer y escribir?). La característica del siglo XIX fue crear instituciones para enmarcar la lectura de toda la población, intentando promover referencias compartidas por el conjunto del cuerpo social. Se trataba de textos laicos y no tanto los religiosos, como en los siglos XVII y XVIII. Por el contrario, el dominio de la escritura tenía, por entonces, ambiciones mucho más modestas: la escritura debía acompañar los aprendizajes escolares y dar las competencias necesarias para escribir en la vida privada (correspondencia familiar). Así, el hecho de saber escribir, es decir, producir textos en el dominio público, quedó restringido a una elite social. La masificación de la enseñanza secundaria durante la segunda mitad del siglo XX, tuvo como primer objetivo dar a una mayor cantidad de jóvenes, y más tarde a todas las nuevas generaciones, el poder de la escritura. Simultáneamente a este hecho, las necesidades sociales en materia de escritura aumentaron, tanto para usos profesionales como para la vida cotidiana. Los desafíos del siglo XXI son, pues, a la vez muy antiguos y muy nuevos. Muy antiguos, puesto que se sigue tratando de asegurar la transmisión del conocimiento básico, leer y escribir; muy nuevos, porque las exigencias sociales en materia de escritura han cambiado y las modalidades de lectura y de escritura se están modificando nuevamente, sin que se sepa aún cuáles serán las recaídas culturales y sociales de las revoluciones tecnológicas que se producen ante nuestros ojos.
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