INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS
TEOLOGÍA II
APUNTES DE CÁTEDRA
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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS SAN PIO X Diócesis de San Luis
TEOLOGÍA II
Unidad II BIEN – FIN – FELICIDAD LA BIENAVENTURANZA HUMANA
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INTRODUCCIÓN El estudio de este tema te permitirá alcanzar los siguientes objetivos: I. Comprender los conceptos básicos de bien y fin, como aspectos esenciales de todos los seres. II. Distinguir en el hombre el modo especial de tender hacia el bien. III. Discernir el fin último de la naturaleza humana entre el conjunto de fines que se le presentan. IV. Determinar las características del BIEN que sacia plenamente al hombre. V. Fundamentar el motivo de la falibilidad humana. VI. Comprender la necesidad de la gracia para alcanzar el fin último. I. CONVENIENCIA A. Un escarabajo muerde una hoja porque dicha hoja contiene un elemento químico que se encuentra sólo en la especie vegetal de la que su propia especie subsiste, e ignora otros miles de elementos químicos que afectan a sus receptores diariamente. Otras plantas llamadas sensitivas, por ejemplo, atrapamoscas, pliegan y encogen sus hojas cuando se las toca, exhibiendo espinas que las convierten en un objetivo mucho menos atractivo para los herbívoros que pasen a su alrededor. Todos los seres vegetales, animales y minerales se esfuerzan por conservar su propia existencia y tienden a todo lo que es susceptible de preservar, aumentar y perfeccionar su ser. Los cuerpos se mueven para obtener alimentos y continuar existiendo. La inteligencia se mueve para conocer. Tendrá a su alcance muchos ejemplos. Cada ser observa lo que le falta y busca siempre donde encontrarlo Todas las criaturas son compuestas de acto y potencia, perfección y capacidad de perfección. Todas las criaturas tienen algo que les falta. Tienen el ser, pero necesitan la conservación en el ser. ¿Cómo reciben eso que les falta? ¿Cómo actualizan su potencia? ¿Cómo perfeccionan esa imperfección? La relación que existe entre algún ser al que le falta algo y algún ser del que puede obtenerse lo que falta al interior, es la CONVENIENCIA. Para el escarabajo, uno entre miles de elementos químicos es el que le es CONVENIENTE PARA SU PROPIA SUBSISTENCIA. Todas las cosas naturales llevan en sí la inclinación hacia lo que les es adecuado, CONVENIENTE. Busca un ejemplo extraído de la flora o fauna. ………………………………………………………………………… Explica cómo se da la conveniencia en su ejemplo: ………………………………………………………………………… B. En los seres hay relaciones de AFINIDAD o no.
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Los seres humanos poseen una buena visión, pero son ciegos en lo que respecta a la luz ultravioleta; en cambio, las abejas poseen ojos sensibles ante el ultravioleta que les sirve de guía hacia el lugar del alimento (el néctar de la flor). Nuestros oídos, son sordos en lo que respecta a las frecuencias ultrasónicas que utilizan normalmente los delfines, pese a que son sensibles a una amplia gama de frecuencias. En los seres humanos, la luz ultravioleta, no actualiza su potencia visiva, las frecuencias ultrasónicas no actualizan su potencia auditiva. No hay relación de AFINIDAD entre el hombre y la luz ultravioleta, entre el hombre y la frecuencia ultrasónica. No hay relación de acto y potencia. No hay conveniencia. II. BIEN Hay un pequeño crustáceo que vive en la tierra, la cochinilla de humedad, esta tiene una técnica especial para buscar lugares escondidos: si el lugar que ocupa empieza a secarse, la cochinilla comienza a moverse, cuando alcanza un lugar suficientemente húmedo, la cochinilla reduce su movimiento e incluso puede detenerlo por completo. La humedad es lo que conviene a la naturaleza de la conchilla. La humedad es un bien de la cochinilla.
El BIEN, para un ser, es lo que conviene a su propia naturaleza
El BIEN no es tal porque es deseado, sino que es deseado porque es BIEN, es conveniente a esa naturaleza. Todos los seres naturales están inclinados a lo que les conviene. Todas las cosas tienden al BIEN, que es su propia conveniencia.
Todas las cosas tienden al bien de acuerdo a su propia naturaleza
El atrapamoscas tiende al bien de acuerdo a su naturaleza; es una tendencia natural. El escarabajo tiende al bien de acuerdo a su naturaleza; es una tendencia natural sensible. Un perro tiende al bien de acuerdo a su naturaleza; es una tendencia sensible. El hombre tiende al bien de acuerdo a su naturaleza; es una tendencia sensible, pero también tiende al bien en cuanto conoce con la inteligencia; es una tendencia, una apetencia racional.
El hombre también tiende al bien. Tiende al bien de acuerdo a su propia naturaleza, a aquello que lo plenifica, aquello que le conviene, aquello que constituye una afinidad a él. Un perro conoce sensiblemente. Por ejemplo: conoce sensiblemente la carne y la desea, va hacia ella. Tiene apetito sensible porque conoce sensiblemente. El hombre también tiene apetito sensible: tiene hambre, tiende a saciar ese hambre. Pero del mismo modo conoce a través de su inteligencia. Y al conocimiento intelectual le sigue una tendencia, un querer, un apetito. Al conocimiento de lo universal, sigue una tendencia adecuada: un apetito racional. Este apetito racional es la VOLUNTAD. El hombre conoce el ser y tiende a el por naturaleza.
LA VOLUNTAD ES EL APETITO RACIONAL, TENDENCIA AL BIEN CONOCIDO POR LA INTELIGENCIA
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III. BIEN Y FIN El bien de algo es su fin; porque el fin es aquello que, conseguido, le hace descansar en su posesión y cesar en su actividad. El bien se identifica realmente con el fin. FIN ULTIMO - BIEN ABSOLUTO 1. Todos tendemos a bienes, nos apropiamos de ellos por la voluntad. Sin embargo no alcanzamos TODO EL BIEN. El hombre no se satisface nunca con los pequeños bienes que encuentra; siempre quiere más y más. A la mañana nos levantamos para buscar bienes y nos acostamos pensando en otros bienes que buscaremos al día siguiente, porque el objeto de la voluntad es el BIEN. La voluntad busca y busca al bien. Los bienes que voy consiguiendo me van planificando, me van llenando, me van haciendo feliz. Si tomo el desayuno es para adquirir alguna satisfacción mayor que si no lo tomo. Todos nuestros actos están hechos para hacer un poco más feliz nuestra vida; ésta es la razón por la cual buscamos más bienes sacrificando otros. Cuando uno sacrifica un bien es siempre en vista de un bien mayor. Puedo sacrificar mi sueño de la mañana para completar el curso que estoy realizando.
Siempre buscamos un bien mayor que tiende a plenificarnos, a hacernos más felices.
TODOS TENDEMOS A ALGO QUE NO SOMOS LIBRES DE ELEGIR. ESE ALGO ES LA FELICIDAD.
Podemos preguntar a un joven: -
¿Para qué trabaja usted? Para ganar dinero. ¿Para qué quiere ganar dinero? Para comprar una casa. ¿Y para qué quiere esto? ¿Y lo otro? Para esto y aquello.
El último fin de todos los para qué, es “para ser feliz”. Hacia la felicidad tienden todos nuestros actos. Queremos poseer todo el bien que nos haga felices. 2. ¿Dónde está? Hay gente que ha puesto el objeto de la felicidad en el placer, otros en la riqueza, otros en la fama. Sin embargo, no tienen la riqueza del bien absoluto, total. ¿Podríamos decir como Sartre que el hombre es una pasión inútil?. - Parecería que sí. Siempre queremos. Siempre queremos algo que no tenemos. ¿Qué es lo que sacia plenamente esa sed de felicidad?.
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El bien que sacie el ansia de felicidad del hombre debe ser:
1º EL MÁS ALTO, EL BIEN SUPREMO: Debe ser el Supremo Bien Deseado. No se puede aspirar a un bien más alto porque si hubiera un bien más alto, estaríamos inquietos hasta poder conseguirlo. No seríamos felices. 2º. EL QUE EXCLUYE TODO MAL: Debe excluir todo mal, porque si no la felicidad no sería perfecta. 3º. QUE LLENE POR COMPLETO LAS ASPIRACIONES DEL HOMBRE: Si no llenara por completo las aspiraciones y deseos del hombre, habría una zona insatisfecha. No sería feliz. 4º. QUE NO SE PUEDA PERDER UNA VEZ CONSEGUIDO: Si se pudiera perder una vez conseguido, tendría el hombre una tristeza inevitable al pensar que su dicha y felicidad podría acabarse algún día. 3. ¿Qué es lo que sacia plenamente? Muchos son los objetos que se le presentan al hombre como capaces de llenar su ansia de felicidad. Es necesario analizar cuál de ellos puede saciarlo plenamente. Reflexiona, tú, acerca de cada uno de ellos: BIENES EXTERNOS Riquezas: Es el medio para adquirir otras cosas. En sí mismas no tienen ningún valor. No excluyen todos los males: se puede tener dinero y estar enfermo o no ser verdaderamente amado. No llenan por completo el corazón, por el contrario pueden fomentar la avaricia y la ambición. Las riquezas pueden fácilmente perderse y en todo caso, acaban con la muerte. Fallan, pues, las cuatro condiciones necesarias para otorgar la felicidad. Honores, fama, gloria, poder: Son bienes inestables. ¿Quién se acuerda de los hombres que llenaban páginas de los periódicos del siglo pasado? Hoy es primera figura internacional y mañana es sepultado en el olvido. Estos bienes no reúnen ninguna de las condiciones requeridas; no excluyen todos los males, ni llenan por completo el corazón humano ni son imperecederos. BIENES INTERNOS Del cuerpo: salud, belleza, fuerza, etc. La salud y la belleza se pierden fácilmente, la fuerza disminuye paulatinamente y así todos los bienes corporales. Placeres sexuales: es imposible que en ellos consista la plena felicidad del hombre, porque son medios para la conservación del individuo (comer) y de la especie (sexo). No excluye todos los males, al contrario muchas veces son las causas de crímenes y enfermedades. No satisfacen plenamente porque el hombre desea más y son bienes caducos con la muerte. BIENES ESPIRITUALES Ciencia: no llega a todo el hombre, sino sólo a la inteligencia, sin embargo, la inteligencia no queda satisfecha totalmente. No excluye todo mal porque puede estar unida a tribulaciones y fracasos. No llena plenamente el corazón humano: el sabio queda cada vez más insatisfecho y por último, no es permanente ni estable.
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Virtud: La virtud no llena todo el corazón humano si se le practica por sí misma; nunca puede ser perfecta en este mundo, no excluye todos los males porque está llena de dificultades. No es del todo segura porque nadie puede estar seguro de no equivocarse en el futuro; sin embargo, en la práctica intensa de la virtud se encuentra la única y verdadera felicidad relativa que puede alcanzarse en este mundo. La suprema felicidad no puede encontrarse en todo el conjunto de los bienes creados, colectivamente considerados, porque no es posible tenerlos a todos, aunque los pudiera poseer no sería suficiente, porque la muerte nos los haría perder. ¿Quién es capaz de llenar las ansias de felicidad que tiene el hombre? San Agustín ha escrito una frase claramente demostrativa: Nos hiciste Señor para ti ,y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. La demostración es deslumbradora: Solamente DIOS reúne en grado rebosante e infinito todas las condiciones requeridas para la felicidad suprema del hombre. Dios es el supremo BIEN que no se ordena ni puede ordenarse a otro bien más alto, puesto que este bien más alto no existe, ni puede existir. Dios excluye toda clase de males; de no ser así, Dios no sería Dios. Dios es un océano de felicidad que nos saciará plenamente. Una vez poseído no se le puede perder jamás. Todos los deseos humanos encontrarán en la visión de Dios su cumplimiento. El deseo de conocer la verdad será plenamente saciado. El deseo de ser célebre y tener gloria: públicamente recibiremos de Dios, la corroboración de que es maravilloso ser lo que somos, públicamente seremos reconocidos y aceptados por Dios mismo. Nuestros ojos estarán llenos del deleite mayor que puede procurarle la vista de los más bellos objetos. Nuestros oídos llenos de placer que le causan las más suaves melodías. Nuestro olfato, nuestro gusto, nuestro tacto estarán perpetuamente gozando del deleite que aquí pueden producir las más grandes impresiones. Ningún deseo dejará de saciarse Dios sacia todos los deseos del hombre Si desajustamos una brújula, esta se mueve de un lado a otro hasta que encuentra el norte, cuando lo ha encontrado queda fija. Dios creó al hombre con una inclinación a EL como su norte, centro y último fin. Por lo tanto, mientras este el hombre fuera de EL es como una aguja inquieta y desordenada, aunque posea todos los tesoros del mundo. De allí se infiere que será plenamente feliz aquel que posea plenamente a Dios. Todos los bienes (salud, belleza, dinero, ciencia, fama, etc.) son buenos y lícitos, pero deben estar ordenados a la obtención del fin último.
DIOS ES EL BIEN ABSOLUTO SIN MEZCLA DE MAL
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Te invitamos a realizar las siguientes actividades. a. Responde mentalmente a estas preguntas:
¿Qué le desean las personas en el día de su cumpleaños? ¿Qué le desea su colega cuando finalizan las clases? ¿Qué le desea a dos personas cuando se unen en matrimonio? ¿Qué le desea a un amigo que se va a realizar un viaje? ¿Cómo se siente cuando se encuentra con su mejor amigo? ¿Qué le desearía a sus amigos para el resto de sus días? ¿Qué busca cuando está en su casa, con sus familiares?
Con la conclusión a la que hayas arribado, complete el siguiente texto: El hombre del pasado, el del presente y del futuro, ha buscado, busca y buscará en todas las acciones …………………… O sea el bien que colme sus ansias. b.
Contesta:
¿Por qué tendemos a bienes? ¿Qué funciones cumplen esos bienes? ¿Cómo debe ser el bien que sacie plenamente el ansia de felicidad?
Completa el siguiente cuadro. Marca ―SI‖ o ―NO‖ en cada casillero según corresponda: Condiciones del BIEN SUPREMO
Bien más alto
Excluye todo mal
Llena por completo las aspiraciones
No se puede perder
Bienes Creados RIQUEZAS FAMA PODER SALUD BELLEZA VIRTUD CIENCIA TODOS JUNTOS DIOS Si has solucionado todos los problemas planteados significa que tú has alcanzado los siguientes objetivos: I. Discernir el fin último de la naturaleza humana entre el conjunto de fines que se te presentan. II. Determinar las características del BIEN que sacia plenamente al hombre. IV. LA VISIÓN BEATIFICA Ya sabemos donde se encuentra la felicidad del hombre: Hemos analizado y descubierto cuál es el SUMO BIEN, el Bien Supremo. Ahora, debemos comprender en qué consiste la bienaventuranza o felicidad, como poseer el Bien Universal, es decir como conseguirlo.
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Todo el mundo sabe cómo tiene lugar el conseguir una cosa palpable: yo zarandeo el árbol para obtener la manzana madura, la tomo en la mano y la guardo en el bolsillo, finalmente me la como. ¿Qué corresponde a este tomar en la mano y a este comer, cuando se trata de ganar el Sumo Bien, de poseerlo y gozarlo? ¿Cómo tiene lugar la apropiación y la incorporación aquí? La felicidad humana no se realiza con que exista el Sumo Bien; sino que debe sernos comunicada. Este modo de incorporación tiene que ser adecuado a la naturaleza tanto de Dios como del hombre. Este es el motivo: porque toda respuesta a esta cuestión, inevitablemente, manifiesta el ser de Dios y la naturaleza humana.
¿Cómo se adquiere el Bien Supremo? Por medio de la visión beatífica.
Es por medio de la visión beatífica como los santos en el cielo poseen a Dios y el amor beatífico que es gozo en El, sigue a su posesión. La vida eterna consistirá en dos cosas: Ver a Dios como es en su naturaleza y substancia. Y llegar nosotros a ser “como dioses”. Porque los que gozan de El, aunque conservan su propia naturaleza, se revisten de una forma tan admirable y casi divina, que más parecen dioses que hombres. Una pálida idea de este misterio podremos descubrirla en el hecho de que cualquier realidad es conocida por nosotros o en su misma esencia o a través de alguna semejanza o analogía. Y como no existe cosa alguna semejante a Dios que pueda conducirnos a su perfecto conocimiento, es claro que nadie podrá ver su naturaleza y esencia divina, si esa misma esencia no se une de alguna manera a nosotros. Esto parecen significar aquellas palabras del Apóstol: “Ahora vemos por un espejo y oscuramente entonces veremos cara a cara” (I Cor.13, 12) San Pablo quiso significar que no existe semejanza alguna entre las cosas creadas y la íntima esencia de Dios. En realidad las cosas terrenas únicamente pueden proporcionarnos imágenes corpóreas y jamás lo corpóreo podrá darnos una idea de las realidades incorpóreas. Tanto más cuanto que las imágenes de las cosas deben tener menos materialidad y ser más espirituales que las cosas mismas que representan, como fácilmente puede apreciarse en cualquiera de nuestros conocimientos. Y como es totalmente imposible que una realidad cualquiera creada pueda darnos una semejanza tan pura y espiritual como lo es el mismo Dios, de ahí que ninguna de las semejanzas humanas pueda llevarnos a un conocimiento perfecto de la esencia divina. Las cosas creadas, además están circunscriptas y limitadas en su perfección; Dios en cambio es infinito. Ninguna de aquellas puede, pues, darnos una idea de su infinita e ilimitada inmensidad divina. No queda, por tanto, otro medio de conocer la esencia divina sino que ella de algún modo se una a nosotros, elevando de manera misteriosa e inefable nuestra inteligencia hasta alcanzar y hacerla capaz de contemplar la naturaleza de Dios. Esto conseguiremos con la LUZ DE LA GLORIA -“lumen gloriae”-. Iluminados con este resplandor, veremos en su luz la luz (Sal. 35, 10). Los bienaventurados contemplarán a Dios siempre
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presente y con el don divino de esta luz intelectual; el más grande y perfecto de todos los dones celestiales; serán hechos participes de la naturaleza divina (2 Pe.1,4) y gozarán de la verdadera y eterna felicidad. Todo conocimiento supone una verdadera fusión del objeto conocido y el sujeto cognoscente. Y esta fusión no puede realizarse si entre ambos términos no existe proporción adecuada. Y como en este caso, la esencia divina -objeto conocido-, dista infinitamente de nuestro entendimiento -sujeto cognoscente-, síguese que aunque la razón tenga poder radical para conocer intuitivamente a Dios, no lo tiene por sus propias fuerzas; lo tiene en cuanto que es elevada y robustecida por un auxilio especial, que llaman los teólogos lumen gloriae, como un foco potentísimo por el que la luz de nuestra razón se eleva a un grado infinito y así el hombre se capacita para poder conocer intuitivamente a Dios. Dios lo llena todo. Dios es inmenso. Está dentro de nosotros y delante mismo de nuestros ojos, pero sin que le podamos ver en este mundo. ¿Sabéis por qué no podemos ver a Dios en este mundo a pesar de que lo tenemos delante de nuestros ojos? No le vemos, sencillamente porque está la luz apagada. Aun a las dos de la tarde y a pleno sol, está la luz apagada para ver a Dios. Imaginaos el caso de un turista que, en una noche cerrada y oscura, sin luna, con densas nubes que ocultan hasta el débil resplandor de las estrellas, se acercase a la montaña más alta del mundo, el monte Everest, que tiene cerca de nueve mil metros de altura. Para contemplar aquella inmensa montaña en aquella noche tenebrosa se le ocurriese encender una cerilla. Diríamos todos que se había vuelto loco, porque una cerilla no tiene suficiente luz para iluminar aquella inmensa montaña, la mayor del mundo. Algo parecido nos ocurre en este mundo con relación a la visión directa e inmediata de Dios. Para iluminar a Dios, la luz del sol es incomparablemente más pequeña y desproporcionada que la de una cerilla para iluminar el monte Everest. Sin comparación. Para ver a Dios hace falta una luz espacialísima, que es la luz de la gloria, “lumen gloriae”.
Si Dios encendiese ahora mismo nuestro entendimiento ese resplandor de la gloria, aquí mismo contemplaríamos la esencia divina, gozaríamos en el acto de la visión beatifica, porque Dios esta en todas partes. Y si ahora no le vemos es porque nos falta esa luz de la gloria, sencillamente porque esta apagada la luz. ¿Y qué veremos cuando se encienda nuestro entendimiento el “lumen gloriae” al entrar en el cielo? Es imposible describirlo. El apóstol San Pablo, en un éxtasis inefable, fue arrebatado hasta el cielo y contempló la divina esencia por una comunicación transitorio del lumen gloriae, como explica el Doctor Angélico; y cuando volvió en sí, o sea, cuando se le retiró el lumen gloriae, no supo decir absolutamente nada (II Cor. 12,4) porque: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano es capaz de comprender lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (I Cor. 2,9). San Agustín y, detrás de él toda la teología católica, nos enseñan que la gloria esencial del cielo se constituye por tres actos fundamentales: La visión. El amor. El goce beatífico. En conclusión, la visión beatífica, entonces, puede definirse:
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La visión beatífica, es el acto de la inteligencia por el cual los bienaventurados ven a Dios clara e inmediatamente como es en sí mismo Ningún entendimiento creado, humano o angélico puede naturalmente ver a Dios tal como es en sí mismo. La visión beatífica es una realidad estrictamente sobrenatural que rebasa infinitamente todo orden natural. El entendimiento creado, humano o angélico puede SOBRENATURALMENTE ver a Dios tal como es en sí mismo. La esencia divina es contemplada por el entendimiento creado, elevado y fortalecido por el “lumen gloriae”.
“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)
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Unidad III
ACTOS HUMANOS
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I. INTRODUCCIÓN El hombre que ha salido de Dios debe volver a Dios es su fin último y su Bien Supremo. Y el hombre que es una criatura racional se acerca a Dios según la expresión de San Agustín: “No con los pasos del cuerpo, sino con los pasos de la mente y del afecto.” Es necesario analizar los actos que el hombre realiza para saber cuales son los que pueden ayudarle a obtener la felicidad plena y cuales son los que de ella se apartan. Esta relación a la felicidad plena, es lo que constituye la MORALIDAD DEL ACTO. Se habla de actos morales en la medida en que acercan al hombre al fin último. La moral es la consideración de los actos humanos en su marcha o desvío hacia la bienaventuranza. Todo acto bueno es un moverse hacia Dios. Un acto malo es un alejarse de Dios. Las acciones son en sí mismas buenas o malas por su capacidad intrínseca de tender al Bien Supremo y conformarse con sus exigencias normativas, por su aptitud de medios para conseguir el Fin Supremo o su oposición a él. La intrínseca discriminación de las acciones buenas o malas está dada por su conveniencia o discrepancia de los objetos en orden al fin último o perfección suprema. Esto es lo mismo que decir que: “La razón última de la distinción entre el bien y el mal, así como de la obligación de evitar este mal y obrar el bien, radica en la tendencia inmanente de la voluntad humana al último fin, que es a la vez el Sumo Bien, la felicidad y suprema perfección del hombre, de donde nace la voluntad está necesariamente orientada, que tiene obligación intrínseca de tender a El y que los diversos bienes particulares en tanto los debe desear en cuanto le conducen a esa suprema meta de la felicidad”. En primer término estudiaremos los actos que realiza el hombre analizando para ver cuáles se pueden llamar propiamente humanos y luego veremos la moralidad de esos actos, es decir, su capacidad intrínseca de tender al Bien Supremo. II. ACTOS DEL HOMBRE ACTOS HUMANOS (VOLUNTARIOS)
A.
ACTOS DEL HOMBRE
El hombre realiza algunos actos, como la digestión, la nutrición, circulación de la sangre, que proceden de sus potencias vegetativas y sensitivas. Sobre ellas no tiene control voluntario alguno y son enteramente comunes a los animales. Otros actos proceden del hombre sin ninguna deliberación o voluntariedad, ya sea porque está habitualmente destituido de razón (locos, idiotas, niños pequeños), o porque no se da cuenta de lo que hace en el momento de realizar el acto (dormidos, hipnotizados, embriagados, delirantes). Y todas estas acciones no pueden llamarse humanas, sino solo ACTOS DEL HOMBRE.
B.
ACTOS HUMANOS
De las acciones que el hombre ejecuta, solo pueden llamarse humanas, aquellas que son propias del hombre como tal. El hombre difiere de las criaturas irracionales en tener dominio de sus actos; por lo tanto, solamente aquellas acciones de las cuales el hombre es dueño pueden llamarse con propiedades humanas. Este dominio de sus actos solo lo tiene por la razón y la voluntad, por lo que solo se podrán considerar acciones propiamente humanas a las que proceden de una voluntad deliberada.
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SE LLAMA PROPIAMENTE ACTOS HUMANOS A AQUELLOS QUE SON VOLUNTARIOS. Por eso simplemente se los denomina ―voluntarios‖: son los actos que proceden de la inteligencia y de la voluntad (de la voluntad deliberada). El hombre es dueño de sus actos porque delibera sobre ellos, pues la razón, deliberando sobre cosas opuestas, da a la voluntad el poder de decidirse por uno de los extremos opuestos. El hombre puede elegir, si elige mal o bien es responsable de sus actos. Lo voluntario es un acto que emana de un principio interno, acompañado de conocimiento y de orientación deliberada hacia un fin. Ahora bien, el hombre es consciente de lo que hace y se determina él mismo a obrar por un motivo libremente querido. Por lo tanto, su acto, es eminentemente voluntario. Los animales tienen evidentemente un cierto conocimiento del fin que persiguen, por medio de la sensibilidad y, en particular, a través de la estimativa. Pero no es sino un conocimiento imperfecto que, consiguientemente, no provoca sino un acto voluntario igualmente imperfecto: el animal se precipita instintivamente sobre el objeto perseguido, sin deliberar. El hombre racional, al contrario, aprehende el valor del fin entrevisto y sus relaciones con los medios que a él conducen: por lo cual delibera sobre la oportunidad de perseguir tal fin o de abstraerse de ello y luego sobre los medios propios para alcanzarlo. Tanto es así que el acto voluntario puede producirse sin ningún acto exterior. En ciertos casos es un acto interior de la voluntad el decidir no obrar o simplemente el no querer obrar. La voluntad entonces es responsable de la inacción o de la inercia.
EL INVOLUNTARIO Cuando falta alguno de los elementos de conocimiento o de voluntariedad en general el acto se llama involuntario. Veamos en que medida la violencia, el temor, la concupiscencia y la ignorancia pueden hacer involuntario el acto. 1. La violencia La voluntad misma no podría ser violentada. Los actos que ella les ordena a los miembros corporales pueden ser impedidos o contrarrestados por una fuerza exterior. Pero la voluntad, sin embargo, no es constreñida a consentir en ello. Y es tan contrario al acto voluntario el ser constreñido o violentado como a una inclinación natural el obrar contrariamente a su tendencia. Una piedra puede ser lanzada en el aire por una fuerza extraña, pero jamás se elevará por sí misma: así también un hombre racional puede ser violentado por su cuerpo, pero no contra su voluntad. O sea que la violencia inflingida a los seres racionales es causa de actos involuntarios. 2. El temor El temor, especie de violencia moral, sería suficiente, también él, para hacer involuntario un acto. Sin embargo, en ciertas circunstancias, por ejemplo bajo la influencia de una desgracia, hay lugar para lo voluntario y lo involuntario a la vez, un voluntario directo y un involuntario indirecto: el navegante que a la
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hora de la tempestad arroja sus bagajes al mar intentando escapar del naufragio, efectúa un gesto plenamente voluntario. Y, sin embargo, mal de su grado: no querría perder sus bienes si su vida no estuviera en peligro. 3. La concupiscencia La concupiscencia no atenúa lo voluntario. Lo agravaría más bien; porque lejos de obrar con una cierta repugnancia, como bajo la influencia del temor, se obra con una impetuosidad acrecentada. Y si por lo tanto la voluntad parecía dudar o aun rechazar el acto, un acto de lujuria por ejemplo, esta primera voluntad es desecharla y da lugar a la voluntad claramente determinada a cometer el pecado. 4. La ignorancia En cuanto a la ignorancia, es la causa de lo involuntario en la medida en que priva a la inteligencia del conocimiento requerido para lo voluntario: y tal medida es muy variable. La ignorancia puede ser con relación a la voluntad: a. antecedente b. concomitante c. consecuente a. Antecedente: la ignorancia que por su parte no es voluntaria y a causa de la cual se toma una decisión que no se tomaría si se supiera. Por ejemplo: alguien lanza un proyectil que alcanza a un transeúnte, ciertamente no lo habría hecho si hubiese sabido que una persona estaba allí y por otra parte no ha sido imprudente puesto que no descuido nada para informarse sobre ello. Así es que no quiso matar al transeúnte, y no es responsable de la desdichada coincidencia. Esto es un acto involuntario. b. Concomitante: es el caso de alguien que en el momento en que obra no sabe lo que hace. Este no es un acto involuntario, puesto que no hay en él algo que repugne a la voluntad: es simplemente un acto no voluntario, puesto que nada puede ser querido que no sea primeramente conocido. c. Consecuente: o sea que la ignorancia misma es voluntaria; o bien quiere uno deliberadamente ignorar a fin de poder obrar a su gusto e invocar la ignorancia como excusa. Esta es la ignorancia afectada. O, al menos, se ignora entonces que se podría y debería saber: esta es la ignorancia de mala elección, o ignorancia de las reglas generales del derecho. Por ser voluntaria, de una u otra manera, la ignorancia no puede volver completamente involuntario un acto, sino tan solo parcialmente, porque procede de un movimiento de la voluntad que no se produciría si se tuviese un conocimiento claramente presente. III. MORALIDAD DE LOS ACTOS HUMANOS Los elementos o factores que se examinan para determinar la moralidad de un acto humano es decir, si está orientado o no hacia el fin último del hombre, son tres: A. OBJETO B. FIN C. CIRCUNSTANCIAS La conformidad o no conformidad del acto con el fin último del hombre constituye la moralidad del mismo. Por el objeto de un acto entendemos aquellos a que tiende por su propia naturaleza y constituye su aspecto moral primario (v.gr. la limosna tiende de suyo a socorrer al necesitado).
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Por fin, se entiende el objetivo que el agente persigue al obrar. Y por circunstancias, aquellos aspectos morales que se presentan como accesorios del aspecto primario (v.gr.lugar, modo, medios empleados, etc.). Para poner un ejemplo concreto, imaginemos un ladrón que substrae del cepillo (alcancía) de una iglesia la cantidad que necesita para embriagarse en la taberna. El objeto de su acto de robo es la cantidad robada; el fin, la futura embriaguez; la circunstancia que rodea al acto es el lugar sagrado donde comete su fechoría. La principal fuente de moralidad es la que proviene del objeto. El fin, en realidad, es una parte de las circunstancias; pero suele estudiarse aparte por su gran importancia dentro de ellas. A.
OBJETO
Como acabamos de indicar, se llama objeto del acto humano aquello que tiende por su propia naturaleza, independientemente de las circunstancias que puedan añadírsele: apoderarse de lo ajeno es el objeto del robo; honrar a Dios es el objeto del culto religioso. La moralidad primaria y esencial del acto humano será aquella que se condice en él antes que todas las demás, sin la que el acto no puede concebirse, y que permanece inmutable aunque se muden todas las demás. Esta es precisamente la que le viene de su objeto. Y así, por ejemplo en el acto de robar, lo primero que se condice es apoderarse de lo ajeno, sin lo cual no puede producirse el acto de robar y permanecer invariable aunque cambien todas las demás circunstancias del lugar, tiempo, modo, etc. Nótese, sin embargo, que aunque la moralidad que procede del objeto es la primaria y esencial, no siempre es la más importante en la calificación moral del acto. Por lo regular, el fin intentado por el agente al realizar aquella acción se sobrepone en importancia moral a la acción misma, ya que el fin es el elemento más voluntario y especificativo de los actos humanos. Por eso dice Sto. Tomás, citando a Aristóteles, que ―el que roba para cometer adulterio es más adúltero que ladrón‖. Por eso es que hay objeto intrínsecamente malos, que no puedan engendrar un acto moralmente bueno, cualquiera sea la circunstancia y por buena que sea la intención: como la blasfemia, el sacrilegio, el adulterio, la mentira. “No se pueden hacer males para que sucedan bienes” dice San Pablo. Dios mismo no puede volver bueno un objeto intrínsecamente malo, es decir, ofensivo a la naturaleza de las cosas. B.
FIN
En el sentido en que lo tomamos aquí, el fin es aquello que intenta o se propone el que realiza una acción (v.gr. dar una limosna a un pobre para glorificar a Dios). 1. Aunque la moralidad esencial de un acto depende de su objeto propio, la moralidad principal recae sobre el fin del agente. Lo esencial de un robo es quitar la cosa ajena (ese es su objeto propio); pero el que roba con el fin de obtener el dinero que necesita para cometer un adulterio es mas adúltero que ladrón, porque el robo es un simple medio para llegar al adulterio, y por lo mismo, esta finalidad extrínseca al robo es más importante y principal -por ser más voluntaria y deseada-que la misma acción de robar. 2. El fin del agente hace buena o mala una acción de suyo indiferente. Un paseo por el campo (acción de suyo indiferente) se hace bueno o malo por el fin que se intenta de él.
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3. El fin del agente puede convertir en mejor o peor una obra ya buena o mala de por sí. Y así, por ejemplo, una limosna (acción de suyo buena) se hace más buena si se da por amor de Dios o en cumplimiento de un voto. El robo (ya malo de por sí) se hace peor si se comete para embriagarse o adulterar. De este principio se desprenden consecuencias muy importantes en la práctica. El que quiere adelantar en la vida espiritual y acaudalar gran copia de méritos, es preciso que purifique y perfeccione cada vez mas su intención al obrar, haciéndolo todo por amor a Dios (motivo perfectísimo de la caridad) y con el fin de glorificarle en la máxima medida posible, según aquello de san Pablo: “Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (I Cor. 10,31). 4. Pero nunca puede convertir en buena acción de suyo mala. La razón es porque el fin nunca justifica los medios (Rom. 3,8). No se puede robar con el buen fin de dar limosna a los pobres. Si alguno realizara esa acción creyendo con absoluta buena fe que era lícita y buena, no cometería pecado formal, pero sí una injusticia material. De ningún modo realizaría una buena acción, según el conocido aforismo: ―El bien requiere todas las condiciones de bondad, pero el mal se produce por cualquier fallo‖. 5. Un fin GRAVEMENTE malo corrompe total o parcialmente una acción de suyo buena, según sea o no el motivo único y total de obrar. Y así, por ejemplo, el que diera una limosna a un pobre con la única finalidad de hacerle blasfemar, cometería un crimen con la limosna misma, independientemente de la blasfemia. El que acude al templo a oír misa de domingo y además para contemplar con mal deseo a una mujer, peca mortalmente por este mal deseo, pero cumple materialmente con el precepto de oír misa. 5. Un fin levemente malo vicia total o parcialmente la buena acción según sea o no el motivo exclusivo de obrar. El que obra exclusivamente para ser visto y alabado de los hombres comete pecado venial de vanidad, que corrompe totalmente la bondad de la oración, que pasa a ser una verdadera irreverencia ante Dios, puesto que se convierte en puro medio para la vanidad, que es el fin único y exclusivo de aquella oración. Pero, si el fin levemente malo es solamente incompleto o parcial (v.gr. ora para alabar a Dios y al mismo tiempo, para ser estimado de los hombres), la buena acción queda empañada y deslucida por el pecado venial adjunto, pero no queda totalmente suprimida, ya que ha sido intentada por sí misma, aunque se le haya añadido parcialmente otra finalidad bastarda. Con el mejor objeto se puede hacer malo un acto, si se hace con torcida intención; como hacer un don por corromper a una persona o por ostentarse caritativo; cosa que reprochó Cristo a los fariseos. La buena intención, por el contrario, levanta a virtud y mérito actos de suyo indiferentes. La intención puede torcer y corromper los objetos más sagrados, los mismos actos religiosos; en lo cual consiste el fariseísmo, una de las peores desviaciones morales que existen. C.
CIRCUNSTANCIAS
En el sentido que aquí nos interesa, se entiende por circunstancias aquellas condiciones accidentales que modifican la moralidad sustancial que sin ellas tenía ya el acto humano (v.gr, el que roba en una iglesia un cáliz sagrado, añade a su pecado de robo la circunstancia de sacrilegio)o. Suelen enumerarse siete principales circunstancias: 1. Quién: alude a la cualidad o condición de la persona que realiza la acción. No es lo mismo, por ejemplo un pecado deshonesto realizado por una persona soltera que por una casada; esta segunda comete dos pecados (tres si la persona cómplice fuera también casada), por juntarse circunstancia de injusticia contra el cónyuge legitimo.
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2. Qué cosa: designa la cualidad del objeto (v.gr. si lo robado era una cosa profana o sagrada) o la cantidad del mismo (v.gr. si se roba en pequeña o gran cantidad). La cualidad del objeto suele modificar la especie moral del pecado, haciendo que se cometan dos o mas pecados distintos con una sola acción (como en el ejemplo citado). La cantidad cambia únicamente la especie teológica del pecado (v.gr. haciendo que se cometa pecado leve, grave, o gravísimo, según la cantidad robada, pero siempre dentro de la especie o categoría moral del robo). 3. Dónde: se refiere al lugar donde se realiza la acción; puede cambiar la especie moral del acto haciendo que se cometan dos o más pecados (V. gr. un acto de lujuria cometido en una iglesia en su sacrilegio local; un pecado cometido públicamente lleva la circunstancia al escándalo, etc.). 4. Con qué medios: alude a los medios lícitos o ilícitos empleados para realizar la acción. Y así por ejemplo, el engaño, el fraude, la violencia, etc., pueden modificar la especie moral del pecado, añadiéndole la circunstancia de injusticia en el procedimiento, que constituye una nueva inmoralidad distinta de la que lleva ya consigo la acción pecaminosa. 5. Por qué: se refiere al fin intentado con una determinada acción. Esta circunstancia importantísima se regula por los siguientes principios: a. Una acción indiferente por su objeto (v.gr. pasear) se hace buena o mala por el fin intentado con ella. b. Una acción de suyo buena puede hacerse meos buena e incluso mala por le fin intentado con ella c. Una acción de suyo mala puede hacerse menos buen< e incluso mala por le fin intentado con ella 6. Cómo: se refiere al modo moral con que se realizó el acto (v. gr. ímpetu casi involuntario o con plena deliberación, etc.). Puede cambiar la especie teológica del pecado (convirtiéndole de grave a leve), pero no la moral (la acción moral es específicamente la misma tanto si se hace con mucha o con poca advertencia). 7. Cuándo: denota la cualidad del tiempo en que se cometió la acción (v. gr. comer carne en día de vigilia) o la duración del pecado (v. gr. si fue una cosa muy breve o largamente prolongada). La cualidad puede cambiar la especie del pecado; la duración suele agravarlo únicamente, a no ser que durante la prolongación venga a añadirse circunstancias nuevas que afectan a otra especie. IV. MORALIDAD DEL ACTO INTERIOR Recordemos ante todo que se entiende por acto interior, el acto que emana directamente de la voluntad, a diferencia del acto imperado, que se llama también acto exterior. Pero esta calificación de interior y exterior debe entenderse estrictamente con relación a la voluntad, de modo que un acto exterior puede muy bien ser interior respecto al sujeto que lo realiza: el sentimiento de celos al cual consiento; la alegría moral que experimento después de una buena acción. A. El acto interior es malo si obra en desacuerdo con la razón. En efecto, el objeto de la voluntad es el que le propone la razón. Ahora bien, si una cosa indiferente en sí misma puede tomar ocasionalmente una apariencia de bien o de mal, ocurre también que lo que es bien en sí parece malo, o a la inversa, según como lo estime la razón. Por ejemplo: objetivamente es bueno abstenerse de la fornicación; pero la voluntad no consiente en este bien si no se lo presenta como tal la razón.
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Suponiendo, al contrario, que la razón presente dicha abstención como un mal, la voluntad, absteniéndose, aceptará un mal: por un mismo hecho será malo el acto interior, no por haber querido un mal en sí, sino una cosa considerada como mal por el juicio de la razón. Por consiguiente, pura y simplemente, el acto interior es malo si obra en contra la razón, aunque fuese errónea. Asimismo, creer en Cristo es en sí bueno y necesario para salvarse; pero la voluntad no se dirige a ello sino bajo el respecto en que es presentado por la razón. Y si la razón propone ese acto como malo, la voluntad, al tender a él, obra el mal, no ciertamente porque sea malo en sí, sino por la aprehensión accidental de la razón. Pero, a propósito del error en que se hallan la conciencia y la razón, debemos recordar lo que se ha dicho de la ignorancia. La conciencia errónea excusa de la falta en la medida en que se provoca un acto involuntario. Pero por poco que sea querida o consentida, directamente o indirectamente, la conciencia errónea, al igual que la ignorancia no causa entonces un involuntario total; y en este caso la voluntad que sigue esa conciencia tiene una responsabilidad al menos parcial. En suma, para que el acto de la voluntad sea bueno, se necesita a la vez que su objeto sea un bien real y que la razón lo considere como tal. Al contrario, para que el acto de la voluntad sea malo basta que el objeto, aún cuando éste sea un bien real, sea considerado como un mal. B. El valor moral del acto interior depende de la intención. Cuando la intención es antecedente al acto, lo determina y confiere al objeto querido su verdadera cualidad: por ejemplo, se quiere ayunar con la intención de agradar a Dios, y es esta intención lo que da al ayuno su verdadero valor. Cuando la intención es concomitante, o sea, cuando sobreviene en el curso de la acción, no tiene repercusión sobre la voluntad anterior que ordenó la primera fase, a menos que se reitere el acto de voluntad con la nueva intención. La voluntad no puede ser buena si la intención es mala: querer hacer limosna por pura vanidad es querer una cosa buena en sí misma pero por un motivo perverso. En definitiva es querer un mal. Por el contrario, si la voluntad primera fue buena, no está dañada por una intención mala que posteriormente sobrevenga. C. Sin embargo, el grado de bondad o malicia de la voluntad no corresponde necesariamente al de la intención: porque ese grado puede ser considerado, ora del lado del objeto que es más o menos importante, ora del lado del sujeto que obra con mayor o menor ardor. Si se consideran las relaciones entre la intención y el acto del lado del objeto, puede haber desproporción entre ellos: este es caso de alguien que quiere comprar una mercadería que vale $1.000 y ofrece solo $100. Y la desproporción entre la intención y el acto puede provenir de una intervención extraña: por ejemplo, alguien tiene la intención de ir a Roma, y se lo impiden obstáculos insuperables; pero cuando se trata del acto interior de la voluntad, la desproporción entre la intención y el acto interior está en nuestro poder. Si el acto no es proporcionado al fin deseado la intención vale más que el acto. Y sin embargo, por ser la intención lo que provoca el acto de voluntad, el valor de la intención recae sobre la voluntad misma que aspira a un gran bien, aunque sin echar mano de sus verdaderos medios. Ahora, considerando las relaciones entre el acto y la intención del lado del sujeto y desde el punto de vista del ardimiento, puesto que es la intención el elemento formal de la voluntad, su ardimiento recae sobre los actos tanto interior como exterior, aunque con una intención ardiente pueda producirse un acto interior o exterior que lo sea mucho menos: el enfermo quiere ardientemente recobrar la salud, con menos ardor quiere tomar la medicina; pero el primer deseo influye eficazmente sobre el segundo. De estas consideraciones debemos concluir que no siempre se merece cuanto se desea, porque la intensidad de la acción no siempre corresponde al fervor de la intención, y el mérito se mide por la acción efectiva.
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V. MORALIDAD DE LOS ACTOS EXTERNOS La bondad o maldad de los actos humanos depende de la voluntad recta o desordenada, y por consiguiente, afecta de suyo al acto interno voluntario. Pero cabe preguntar si el acto externo añade o quita algo a su moralidad interna o si la deja del todo intacta, de suerte que el mismo mérito o pecado se adquiera o cometa deseando realizar una acción buena o mala que realizándola. A. El acto externo no añade de suyo bondad o malicia al acto interior de la voluntad. Dios bendice al Patriarca Abraham por su decisión heroica de sacrificar a su hijo Isaac obedeciendo el mandato divino, exactamente igual que si se hubiera sacrificado de hecho (Gen. 22, 16-18). Y Cristo nos dice que ―todo el mira a una mujer deseándola ya adulteró con ella en su corazón‖ (Mat. 5, 28). Comentado San Juan Crisóstomo las palabras evangélicas citadas, escribe: “No es la obra, sino la voluntad, la que se premia en los buenos o se castiga en los malos. Porque las obras son testimonio de la voluntad”. Esta es la razón fundamental: la moralidad es propiedad intrínseca del acto libre y voluntario; pero el acto externo no tiene voluntariedad distinta del acto interno. Por eso, la bondad o malicia de nuestros actos es única y se encuentra toda formal y esencialmente en el acto de la voluntad y sólo por participación extensiva en el acto exterior de ejecución. Nótese, sin embargo que estos principios son válidos únicamente cuando la voluntad interior es eficaz e igualmente intensa que si se realizara el acto exterior. Y así, por ejemplo el que dirigiéndose a la casa de un pobre para entregarle una limosna, fuera robada en el camino, tendría el mismo mérito que si hubiera entregado materialmente su limosna, porque el defecto de la entrega fue enteramente involuntario y su intención de entregarle era firme y eficaz, puesto que iba a hacerlo. Dígase lo mismo en la línea del mal con relación al pecado. B. Las intenciones ineficaces (o sea aquellas que no se realizarían externamente aunque se presentara la ocasión) no pueden tener el valor moral de las mismas obras, por falta de verdadera intención. Otras intenciones sinceras, pero del todo desproporcionadas con las posibilidades del agente (por ejemplo convertir todos los pecadores o socorrer a todos los pobres, etc., ya se ve que no pueden tener la fuerza de una verdadera intención eficaz: se refieren a un quisiera, más bien que a un quiero prácticamente imposible. Sin embargo, es útil y provechoso fomentar estos buenos deseos, aunque sean irrealizables. C. Pero, de ordinario, aunque indirectamente, la acción exterior aumenta considerablemente la bondad o maldad del acto interno. Ello ocurre por tres razones principales: 1. Por la mayor intensidad: o vehemencia que la voluntad ha de poner para realizar la acción exterior, venciendo las dificultades que acaso representen en la práctica para la posesión real del objeto. 2. Por la mayor duración del acto voluntario, que se prolonga durante la ejecución exterior. 3. Por la multiplicación del acto interior, que se repite con frecuencia- acaso en grados distintos de intensidad-durante la eterna ejecución. 4. A estas razones hay que añadir los numerosos efectos buenos o malos que suelen acompañar al acto externo: ejemplaridad o escándalo, bienes o daños causados al prójimo, mayor
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obstinación, alevosía, audacia y adhesión al pecado, etc., y los hábitos viciosos que se contraen con los pecados externos. 5. Añádase también a la necesidad del acto externo para la adquisición de ciertas gracias (v. gr. indulgencias) o para incurrir en ciertas penas civiles o eclesiásticas (v. gr. multas, excomunión) que no afectan el acto interior. Todo ello contribuye a que se multiplique de hecho la bondad o malicia de los actos internos cuando se realizan externamente.
VI. EFECTOS SUBSIGUIENTES La moralidad de nuestros actos no siempre se termina en el acto exterior, sino que pueden extenderse a los efectos o consecuencias posteriores que sobrevengan al acto. Escuchemos a Santo Tomás explicando este punto con su claridad y lucidez habitual: “El efecto resultante de un acto no hace a éste malo si era bueno, ni bueno si era malo. Por ejemplo: si alguno da a un pobre hombre una limosna de la cual éste abusa para pecar, nada pierde de mérito el que hizo la limosna; de igual modo, la paciencia del que soporta las injusticias no excusa por esto a quien le injurió. Por consiguiente, los efectos resultantes no añaden bondad o malicia al acto”. Esto, como principio general. Pero Santo Tomás advierte a continuación que es preciso distinguir entre los efectos previstos y los no previstos y los que se siguen casi siempre o solo rara vez. He aquí sus palabras: “Los efectos resultantes de la acción o son previstos o no. Si son previstos, es evidente que aumentan su bondad o malicia; cuando uno piensa en efecto en los males numerosos que pueden resultar de su acción y a pesar de todo, no deja de realizarla, se evidencia con ello que su voluntad es más desordenada. Pero si el efecto subsiguiente no es premeditado, se ha de distinguir; si es un efecto propio que se sigue ordinariamente de tal acto. Porque un acto es evidentemente mejor si por naturaleza es susceptible de muchas consecuencias buenas; y peor, si de ordinario se sigue de él muchos males. Si, por el contrario, se trata de un efecto accidental que se sigue raras veces, tal evento subsiguiente no aumenta la bondad o malicia del acto, porque no se juzga de una realidad por lo que le es accidental sino por lo que le conviene propiamente”. Apenas puede añadirse nada a esta exposición tan clara. Pero cabe todavía preguntar: ¿cuándo se contrae el mérito del efecto bueno o la responsabilidad del efecto malo? A esto se responde que toda la bondad o malicia moral del efecto se contrae interiormente al poner voluntariamente la causa que la ha de producir, aunque por casualidad no se produzca el hecho (v. gr. el que arrojó la cerilla junto al pajar previendo que iba a arder, contrae interiormente la malicia del incendio aunque no se produzca de hecho). Pero ciertas obligaciones que pueden surgir de aquel efecto previsto, no se contraen hasta que se produzca de hecho (v. gr. en el caso anterior, la obligación de restituir). Lo mismo ocurre en relación a cierta penas eclesiásticas, que sólo afectan al culpable cuando se produzca realmente el efecto malo intentado (v. gr. el que intenta un aborto comete un pecado mortal, aunque no lo consiga, pero no queda excomulgado si no se produce el aborto).
“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)
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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS SAN PIO X Diócesis de San Luis
TEOLOGÍA II
Unidad V
LA CONCIENCIA
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INTRODUCCIÓN1 Después del tratado de la ley, que es la norma remota, objetiva y extrínseca de los actos humanos, es preciso estudiar la norma próxima, subjetiva e intrínseca, que no es otra que la propia conciencia. Dividimos la materia en los cuatro siguientes artículos:
1. 2. 3. 4.
La conciencia en general La conciencia en especial Sistemas para la formación de la conciencia La educación de la conciencia I. LA CONCIENCIA EN GENERAL
A.
CONCEPTO
ETIMOLÓGICAMENTE, la palabra conciencia parece provenir del latín cum scientia, esto es, con conocimiento. Cicerón y Santo Tomás le dan el sentido de «conciencia común con otros»: Unde conscire dicitur quasi simul scire2. REALMENTE puede tomarse en dos sentidos principales: 1. Para expresar el conocimiento que el alma tiene de sí misma o de sus propios actos. Es la llamada conciencia psicológica. Su función es testificar, e incluye el sentido íntimo y la memoria. 2. Para designar el juicio del entendimiento práctico sobre la bondad o maldad de un acto que hemos realizado o vamos a realizar. Es la conciencia moral, que constituye el objeto del presente tratado. B.
NATURALEZA La conciencia moral puede definirse como: El dictamen o juicio del entendimiento práctico acerca de la moralidad del acto que vamos a realizar o hemos realizado ya, según los principios morales. Expliquemos un poco la definición:
EL DICTAMEN O JUICIO DEL ENTENDIMIENTO PRÁCTICO: La conciencia, en efecto, no es una potencia (como el entendimiento) o un hábito (como la ciencia), sino un acto producido por el entendimiento a través del hábito de la prudencia adquirida o infusa. Consiste ese acto en aplicar los principios de la ciencia a algún hecho particular y concreto que hemos realizado o vamos a realizar. Esta aplicación consiste en el dictamen o juicio del entendimiento práctico. La conciencia, pues, no es un acto del entendimiento teórico o especulativo ni de la voluntad. ACERCA DE LA MORALIDAD DEL ACTO: En esto se distingue de la conciencia meramente psicológica. La conciencia moral es la regla subjetiva de las costumbres. Todo lo que la conciencia juzga como conforme a las justas leyes es un acto subjetivamente bueno o, al menos, no malo; lo que juzga, en cambio, disconforme con aquellas leyes es subjetivamente malo, aunque acaso no contenga en sí mismo ninguna inmoralidad objetiva.
1 Los contenidos de esta Unidad están tomados de; ROYO MARÍN, ANTONIO, Teología Moral para Seglares, T. I, BAC, Madrid, MCMLVIII. 2 SANTO TOMÁS, De Veritate 17,1.
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QUE VAMOS A REALIZAR O HEMOS REALIZADO YA: El oficio propio y primario de la conciencia es juzgar del acto que vamos a realizar aquí y en este momento; porque, como hemos dicho, es la regla próxima y subjetiva a la que hemos de ajustar nuestra conducta. Pero, secundariamente, pertenece también a la conciencia juzgar del acto ya realizado. En este último sentido se dice que la conciencia nos da testimonio (con su aprobación o su remordimiento) de la bondad o maldad del acto realizado. SEGÚN LOS PRINCIPIOS MORALES: La conciencia supone verdaderos los principios morales de la fe y de la razón natural y los aplica a un caso particular. No juzga en modo alguno los principios de la ley natural o divina, sino únicamente si el acto que vamos a realizar se ajusta o no a aquellos principios. De donde se sigue que la conciencia de ningún modo es autónoma (como quieren Kant y sus secuaces) y que es falsa aquella libertad de conciencia proclamada por muchos racionalistas, que consideran a la propia conciencia como el supremo e independiente árbitro del bien y del mal. Con lo dicho pueden comprenderse fácilmente las diferencias entre la conciencia y algunas otras cosas que se le parecen. Y así se distingue: DE LA SINDÉRESIS, que es el hábito de los primeros principios morales, cuyo acto propio es dictaminar en general la obligación de obrar el bien y evitar el mal. La conciencia, en cambio, dicta lo que hay que hacer u omitir en un caso concreto y particular. La sindéresis nunca yerra; la conciencia puede equivocarse. Hermosamente comparaba San Jerónimo la sindéresis a una "centellita" encendida por Dios en nuestro entendimiento, que luce y arde al mismo tiempo. Luce, mostrándonos los principios generales de las costumbres; arde, impulsándonos al bien y retrayéndonos del mal. Esta centellita nunca se apaga, ni en la tierra, aunque el hombre se envilezca por el pecado; ni en el cielo, ni en el infierno. Santo Tomás dice expresamente que la centella de la razón no puede extinguirse por el pecado mientras permanezca la luz del entendimiento3. Esta sindéresis permanece en los condenados y es la causa primaria de aquel »gusano roedor» de que nos habla el Evangelio (Me. 9,43), y que no es otra cosa que una perpetua acusación y remordimiento de los pecados cometidos, que atormenta la conciencia de aquellos desgraciados. DE LA CIENCIA MORAL, que deduce de los principios las conclusiones objetivas. La conciencia, en cambio, es algo puramente subjetivo que puede concordar o no con la ciencia moral. Y así puede darse el caso de un moralista con mucha ciencia y poca conciencia, y un alma de conciencia muy delicada con poca ciencia moral. DE LA PRUDENCIA, que es un hábito, mientras que la conciencia es un acto, como hemos dicho. El juicio de la prudencia coincide con la propia conciencia. DE LA LEY NATURAL, que incluye los principios objetivos de la moralidad como participación que es de la ley eterna. La conciencia aplica esos principios para dictaminar sobre el acto a realizar u omitir.
3 In II Sent. dist. 39 q.3 a.1
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C. DIVISIÓN En el siguiente cuadro esquemático aparecen con claridad las principales divisiones de la conciencia. A. Por razón del acto B. Por razón de la conformidad con la ley C. Por razón de la responsabilidad D. Por razón del dictamen
E. Por razón del asentimiento
F. Por razón del modo habitual de juzgar
Antecedente, si juzga el acto que se va a realizar. Consiguiente, si juzga el acto ya realizado. Verdadera, si coincide objetivamente con lo que la ley ordena. Errónea, sino coincide objetivamente. Recta o inculpable, si se ajusta al dictamen de la propia razón. Torcida o culpable, sino se ajusta a ese dictamen. Preceptiva, si manda realizar algo Conciliativa, si lo aconseja Permisiva, si lo permite Prohibitiva, si lo prohíbe Cierta, si da su dictamen con seguridad y sin miedo a equivocarse Dudosa, si vacila sobre la licitud o ilicitud de una acción. Perpleja, si le parece que peca en cualquier sentido que obre. Escrupulosa, si cree que hay pecado donde no lo hay Delicada, si juzga rectamente hasta de los menores detalles Laxa, si se inclina a la inobservancia por fútiles motivos Farisaica, si grande lo pequeño y pequeño lo grande Cauterizada, si no le preocupan ni los mayores crímenes
II LA CO NCI EN CIA
EN ESPECIAL Estudiada la noción y divisiones de la conciencia, veamos ahora cada una de sus diferentes clases en especial. Seguiremos el orden del esquema que acabamos de poner. A. CONCIENCIA ANTECEDENTE Y CONSIGUIENTE 1. ANTECEDENTE Como su nombre indica, es la que recae sobre un acto que no se ha realizado todavía, precisamente para dictaminar sobre su moralidad. La conciencia ejerce aquí el papel de guía que inclina al bien y aparta del mal. El dictamen de la conciencia antecedente resulta de un silogismo expreso o tácito en el que la premisa mayor es un principio general de moralidad; la menor es la aplicación de ese principio al acto que se va a realizar; y la conclusión es el fallo o dictamen de la propia conciencia, que manda hacerlo si es bueno u omitirlo si es malo. Por ejemplo:
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La mentira es ilícita (principio general de la ley natural). Pero esa respuesta que vas a dar es mentira (aplicación del principio). Luego esa respuesta es ilícita (dictamen de la conciencia propiamente dicha). Ya se comprende que este juicio se hace a veces de una manera espontánea y rapidísima; otras veces, con mayor lentitud y trabajo. Depende del grado de evidencia o claridad que posean las premisas del silogismo en la mente de cada uno. 2. CONSIGUIENTE Es la que recae sobre un acto ya realizado, desempeñando el papel de testigo y de juez. Si el acto fue bueno, lo aprueba llenándonos de tranquilidad y de paz; si malo, lo reprueba llenándonos de remordimiento y de inquietud. San Agustín dice hermosamente que »la alegría de la buena conciencia es como un paraíso anticipado4», mientras que el remordimiento de la mala conciencia es como la antesala del infierno. Nótese, sin embargo, que la conciencia consiguiente no influye para nada en la moralidad de un acto. Esta depende por entero de la conciencia antecedente. Y así, si se diera el caso de que sólo después de realizada una acción, y no antes, cayéramos en la cuenta de que era ilícita, no habríamos cometido pecado alguno y no estaríamos obligados a confesarla (a no ser que hubiera habido negligencia culpable en no haberlo advertido antes). Dígase lo mismo con relación a la ciencia moral que se vaya adquiriendo. Esta ciencia no tiene efectos retroactivos, y, por lo mismo, hemos de juzgar de nuestras acciones pasadas según la conciencia antecedente que teníamos al tiempo de realizarlas; no según el mayor conocimiento de la ley que vayamos adquiriendo después. B. CONCIENCIA VERDADERA Y ERRÓNEA Como es sabido, la verdad no es otra cosa que la adecuación del entendimiento a la realidad objetiva de las cosas. La falta de adecuación constituye el error. Cuándo afirmamos que la mentira es ilícita, estamos en la verdad, porque ésa es, efectivamente, la realidad objetiva de las cosas; pero si dijéramos que el derecho nada tiene que ver con la moral, estaríamos en un error, porque nuestro juicio no coincidiría con la realidad objetiva de las cosas. Según estos principios elementales conoceremos a continuación la noción de ambas: 1. CONCIENCIA VERDADERA Es aquella que dictamina de acuerdo con los principios objetivos de la moralidad, rectamente aplicados al acto que se va a realizar. 2. CONCIENCIA FALSA O ERRÓNEA Es la que no coincide con la verdad objetiva de las cosas. Puede ser invencible o, venciblemente errónea. a. Conciencia Errónea Invencible: es aquella cuyo error no puede disiparse en modo alguno. Ya sea porque no vino a la mente del que obra, ni siquiera en confuso, la menor duda sobre la licitud de aquella acción, o porque, aunque le asaltó alguna duda, no pudo disiparla después de hacer todo cuanto pudo para ello.
4 De Gen. Ad litt. 12,34
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b. Conciencia Errónea Vencible: es aquella cuyo error no se disipó por incuria o negligencia del que lo padecía, ya que advirtió de algún modo el error o, al menos, dudó si lo había, y, a pesar de ello, nada hizo, o demasiado poco, para disiparlo. Principios fundamentales Los principios fundamentales que rigen el mecanismo y funcionamiento moral de estas dos clases de conciencia son éstos: 1º. La conciencia objetivamente verdadera es de suyo la única regla subjetiva y próxima de los actos humanos. La razón es porque sólo esa clase de conciencia incluye el verdadero y auténtico dictamen de la ley eterna, origen y fuente de toda moralidad. Lo que se oponga a ella será siempre objetivamente malo, aunque pueda excusar de pecado formal una conciencia invenciblemente errónea. De donde se sigue que el hombre tiene obligación de poner todos los medios a su alcance para adquirir una conciencia objetivamente verdadera. Los principales son: a. Cuidadosa diligencia en enterarse de las leyes que rigen la vida moral. No se requiere, sin embargo, una diligencia suma o extraordinaria; basta la que se pone de ordinario en un negocio serio y de importancia. b. Aconsejarse de los peritos (confesor o superior eclesiástico) en los casos dudosos. arduos o difíciles. c. Oración, pidiendo con sinceridad a Dios que ilumine nuestra mente. d. Remoción de los impedimentos que dificultan el juicio sereno e imparcial (v.gr., las pasiones desordenadas, el egoísmo, las malas costumbres, etc.). 2º. La conciencia invenciblemente errónea puede ser accidentalmente regla subjetiva de los actos humanos. La razón es porque la conciencia invenciblemente errónea es subjetivamente recta (aunque objetivamente sea equivocada), y esto basta para que sea obligatoria cuando manda o prohíbe y para que excuse de pecado formal cuando permite. Esta conciencia errónea se dice que es recta accidentalmente (per accidens). En cuanto conciencia recta, obliga, aunque material u objetivamente fuese ilícito lo que manda hacer (v. gr., matar al tirano). La obligación le viene en virtud de una ley superior, de derecho natural, que nos manda hacer siempre lo que creemos obligatorio. O sea, no por sí misma (ya que no hay tal ley objetivamente), sino en virtud de esa otra ley superior de derecho natural. Y obliga hipotéticamente, o sea mientras esa persona permanezca en su error. Y en cierto sentido es incluso conciencia verdadera, porque hay adecuación o conformidad entre la mente y la ley que se cree de buena fe existir. Unos ejemplos aclararán estas ideas. El que crea sin la menor duda que es obligatorio mentir para salvar a un inocente (error invencible), está obligado a mentir y peca si no lo hace. Si cree sin la menor duda que está prohibido tal espectáculo inocente, peca si asiste a él. Si, por el contrario, cree sin la menor duda que tal libro se puede leer, no peca leyéndolo aunque estuviera, acaso, incluido en el Índice de libros prohibidos. Pero téngase en cuenta que, como ya hemos dicho, la conciencia invenciblemente errónea puede serlo por dos capítulos: o porque no vino a la mente del que obra, si siquiera en confuso, la menor duda sobre la licitud de aquella acción; o porque, aunque le asaltó alguna duda, hizo todo lo que pudo para disiparla (preguntando, reflexionando, etc.), sin poderlo conseguir.
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En el primer caso valen los ejemplos que acabamos de poner. Pero en el segundo es obligatorio abstenerse de obrar (si se sigue dudando de la licitud de la acción) o de elegir lo más seguro para no quebrantar la ley, o, al menos, lo que parezca más probable, atendidas todas las circunstancias. Por ejemplo: un viajero se encuentra de paso en un pueblo el día de la fiesta patronal. Le asalta la duda de si estará obligado a oír misa con los del pueblo5. Pregunta a unos cuantos, y obtiene respuestas contradictorias. Puede hacer una de estas dos cosas: u oír misa, en cuyo caso no necesita seguir haciendo averiguaciones, o dejarla de oír si le parece más probable que aciertan los que le dicen que no tiene obligación. 3º. La conciencia venciblemente errónea nunca puede ser regla subjetiva de los actos humanos, sino que es obligatorio disipar el error antes de obrar. Pueden ocurrir tres casos, según que la conciencia mande, prohíba o permita realizar una acción. a. SI MANDA realizar una acción de cuya licitud se duda por otra parte, no se puede obrar en un sentido ni en otro hasta que se averigüe la verdad. Por ejemplo: el que cree, por una parte, que tiene obligación de mentir para salvar a un amigo, pero duda, por otra, si la mentira puede ser lícita jamás, peca si en esta situación de duda se decide por lo uno o por lo otro; porque en cualquiera de estos dos casos acepta la posibilidad de quebrantar la ley. Tiene obligación de averiguar la verdad antes de obrar, al menos echando mano de algún principio reflejo (como explicaremos al hablar de la conciencia dudosa) con el fin de llegar a una conciencia moralmente cierta en uno de los dos sentidos. b. SI PROHÍBE realizar una acción que, por otra parte, parece que es lícita, no se la puede realizar hasta que se averigüe la verdad al menos con certeza moral: porque, de lo contrario, se acepta la posibilidad de quebrantar una ley, y esto constituye ya un pecado contra la misma. c. SI PERMITE realizar como lícita una acción, de cuya verdadera licitud se duda por otra parte, tampoco es lícito realizarla mientras permanezca la duda, por la misma razón que acabamos de indicar. Regla práctica para el examen En la práctica es muy fácil averiguar si se tuvo conciencia errónea vencible o invencible. Fue vencible: a. si se advirtió alguna indecencia en la tal acción; b. si la conciencia dictó que era menester preguntar al confesor o a una persona prudente; c. si se dejó de preguntar por miedo o vergüenza, etc. En cambio, fue invencible cuando: a. no asaltó la menor duda sobre la licitud de tal acción b. o, habiendo surgido dudas, se hizo cuanto moralmente se pudo para disiparlas y se obró después lo más seguro o lo que parecía más probable con toda honradez y buena fe. 4º. La conciencia Invenciblemente errónea en la actualidad, pero venciblemente errónea en su causa, excusa del pecado actual, pero no del pecado en su causa. Y así pecan más o menos en la causa: a. el confesor que resuelve mal un caso de conciencia por su negligencia en el estudio o repaso de la teología moral;
5 En realidad no le obliga, por tratarse de peregrino (Cfr. ROYO MARÍN, ANTONIO Teología Moral Para Seglares, Nº 140, BAC, 19..), a no ser que su omisión ocasionara escándalo a los demás
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b. el médico que perjudica o mata al enfermo por su desconocimiento culpable de la medicina; c) el juez que falla injustamente por no haberse tomado la molestia de estudiar mejor las leyes, etc. El pecado no se comete por la acción realizada con conciencia en la actualidad invenciblemente errónea, sino por aquella antigua negligencia (y en la medida y grado de la misma) que persevera todavía mientras no se haga lo que se pueda para disiparla. San Alfonso María de Ligorio no vaciló en escribir las siguientes palabras: «Afirmo que se halla en estado de condenación el confesor que sin ciencia suficiente se aventura a oír confesiones»5. Y lo mismo hay que decir, salvando las distancias y en la medida y grado de su negligencia, de todo aquel que ejerce sin la suficiente preparación técnica una profesión que puede perjudicar gravemente a los demás. C. CONCIENCIA RECTA Y NO RECTA 1. CONCIENCIA RECTA Es la que se ajusta al dictamen de la propia razón, aunque no coincida, acaso, con la realidad objetiva de las cosas. 2. CONCIENCIA NO RECTA Es la que no se ajusta al dictamen de la propia razón, aunque coincida, acaso, con la verdad objetiva de las cosas. Algunos autores identifican la conciencia recta con la conciencia verdadera, y la no recta con la errónea. Creemos que no es exacta esa identificación, que da, por lo mismo, origen a muchas confusiones. Una conciencia puede ser recta sin ser verdadera (v.gr., la conciencia invenciblemente errónea); y puede ser no recta siendo verdadera (v.gr., el que contra su conciencia omite una mentira que cree obligatoria para salvar a un inocente). Para la verdad se requiere la adecuación de la conciencia con la realidad objetiva de las cosas; para la rectitud basta la adecuación subjetiva, supuesta desde luego la absoluta buena fe. Principios fundamentales He aquí los principios que regulan estas dos clases de conciencia: 1º. La conciencia recta siempre ha de ser obedecida cuando manda o prohibe, y siempre puede seguírsela cuando permite. La razón de lo primero es porque el hombre está obligado en todas sus acciones a seguir el dictamen de su propia conciencia cuando le manda o prohíbe alguna cosa; y si no lo sigue, peca. Consta expresamente por: LA SAGRADA ESCRITURA: Todo lo que no es según conciencia es pecado (Rom. 14,23). Como es sabido, San Pablo dice eso a propósito de los que creían que era pecado comer la carne ofrecida a los ídolos; y aunque declara él mismo que no hay tal pecado objetivo, porque el ídolo no es nada en el mundo (1 Cor. 8,4), sino tan sólo un pedazo de madera sin valor moral alguno, sin embargo peca el que la come contra el dictamen de su conciencia, porque ya no obra con rectitud (cf. Rom. 14,1-23; 1 Cor. 8,1-13; 10,14-33). EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA: Inocencio III: «Todo el que obra contra su conciencia edifica para el infierno»6. LA RAZÓN TEOLÓGICA: San Buenaventura expone hermosamente la razón cuando escribe: «La conciencia es como el pregonero y embajador de Dios; y lo que nos dice, no lo manda como de parte de sí misma, sino como de parte de Dios, como el pregonero cuando divulga el edicto del rey»7 . 6 In cap. Litteras, de rest. apoli 7 SAN BUENAVENTURA, In Lib. 2 Sent. Dist. 39 a I q. 3
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De donde se deduce la primacía absoluta de la conciencia sobre la misma ley. En este sentido no hay inconveniente en admitir un cierto relativismo en la ley objetiva, porque en caso de conciencia invenciblemente errónea obliga la conciencia y no la ley. Sin embargo, cuando la conciencia se limita a permitir alguna acción, no es obligatorio seguirla, porque nadie está obligado a hacer todo cuanto le está permitido. Sólo obliga su dictamen cuando manda o prohíbe alguna cosa. 2º. No es lícito jamás obrar con conciencia no recta, o sea, contra el dictamen de la propia conciencia. Se demuestra por las mismas razones del principio anterior. El que obra contra su conciencia peca siempre, tanto si hace lo que su conciencia le prohíbe (aunque se trate de una cosa objetivamente lícita) como si omite lo que su conciencia le impone como obligatorio (aunque se trate de una cosa objetivamente ilícita). Porque, en cualquier caso, no obra con conciencia recta. Según este principio, peca el que asiste a un espectáculo de suyo inocente si su conciencia se lo presenta como pecaminoso. Y peca omitiendo una mentira si su conciencia se la impone como obligatoria para salvar a un inocente. D. CONCIENCIA PRECEPTIVA, CONSILIATIVA, PERMISIVA Y PROHIBITIVA Como sus mismos nombres indican: 1. 2. 3. 4.
La conciencia preceptiva es la que impone o manda alguna acción. La consiliativa, la que aconseja. La permisiva se limita a permitirla. La prohibitiva impone la obligación de omitirla.
La primera y la última obligan siempre bajo pecado, grave o leve según la materia de que se trate o la conciencia del que obra. La segunda aconseja la realización de un acto bueno; pero, por lo mismo que no se trata de un precepto (ni siquiera leve), sino de un simple consejo, su omisión no constituye pecado alguno, aunque sí una imperfección8n. La tercera permite una acción de suyo lícita (v.gr., un paseo por el campo); pero, por lo mismo que ni lo manda ni lo aconseja, su omisión no constituye ni siquiera imperfección. E. CONCIENCIA CIERTA, DUDOSA Y PERPLEJA Es una división importantísima que hay que estudiar detalladamente. 1. LA CONCIENCIA CIERTA Noción y división Conciencia cierta es la que emite su dictamen de una manera categórica y firme, sin miedo a equivocarse. Es la del que hace una buena acción estando seguro de que es buena, o una mala acción a sabiendas de que es mala. La certeza puede dividirse de múltiples maneras. El siguiente esquema recoge las principales:
8 Cf. ROYO MARÍN, A., Teología de la perfección cristiana nº 121
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Metafísica: si se funda en la esencia inalterable de las cosas, v. gr, 2+2=4 Por razón de su firmeza
Física, si se funda en una ley física de la naturaleza, v, gr, el imán atrae el hierro. Moral, si se funda en lo que suele de ordinario acontecer, v, gr, las madres aman a sus hijos.
Por razón de su objeto
Especulativa, si afecta a una norma en general, v, gr, es bueno ser amable Práctica, si se refiere a un caso concreto y determinado, v, gr, puedo hacer esto. Directa, si se funda en razones intrínsecas al objeto.
Por razón del motivo
Indirecta, si se funda en razones extrínsecas, v, gr, por razones de autoridad, etc.
Principios fundamentales Teniendo en cuenta estas diversas clases de certeza, establecemos los siguientes principios fundamentales: 1.° Sólo la conciencia cierta es norma legítima del bien obrar. La razón es porque el que duda si lo que va a hacer es bueno o malo, acepta la posibilidad de ofender a Dios y, por lo mismo, peca realizando con duda esa acción. Es preciso llegar a la conciencia cierta en una forma o en otra, como vamos a explicar en seguida. 2.° Basta, sin embargo, la certeza moral, práctica e indirecta sobre la licitud de la acción. Lo mejor sería, naturalmente, llegar siempre a una certeza absoluta en la que no cupiera el error (metafísica), a menos de un milagro (física). Pero como en el orden moral esto es casi siempre imposible, por tratarse muchas veces de cosas variables y contingentes9, para poder obrar con toda seguridad y tranquilidad de conciencia es suficiente llegar a una certeza moral que excluya toda duda prudente sobre la licitud de la acción. Ni se requiere tampoco la certeza especulativa sobre la norma general que legitimaría aquella acción. Basta la certeza práctica sobre su licitud concreta en este caso, habida cuenta de todas las circunstancias que le rodean. Puede llegarse a esta certeza práctica a base de principios reflejos (como veremos en seguida al estudiar la conciencia dudosa), permaneciendo la duda sobre el principio especulativo. Finalmente, no es necesaria tampoco la certeza directa a base de razones intrínsecas, que sólo los técnicos pueden de ordinario alcanzar. Basta la certeza indirecta fundada en razones extrínsecas (v.gr., en la autoridad del confesor que declaró lícita tal acción).
9 Así lo dice expresamente Santo Tomás: “En los actos humanos no puede haber certeza demostrativa, porque se refieren a cosas contingentes y variables; y, por lo mismo, basta la certeza probable, que alcanza la verdad en la mayoría de los casos, aunque falle en algunos pocos” (II-II,70,2)
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2. LA CONCIENCIA DUDOSA Noción y división Conciencia dudosa es la que vacila sobre la licitud o ilicitud de una acción sin determinarse a emitir su dictamen. Propiamente hablando, no es verdadera conciencia, puesto que se abstiene de emitir un juicio, que es el acto esencial de la conciencia. Se trata más bien de un estado de la mente, que sólo en sentido impropio puede llamarse conciencia. La duda admite también múltiples divisiones. He aquí las principales en cuadro esquemático:
Por razón del fundamento
Negativa, sino hay razones, o muy pequeñas, por ninguna de las dos partes. Es una duda imprudente, porque no hay motivo para ella. Positiva, si hay razones graves, sobre todo si son de igual peso, para las dos sentencias opuestas. De derecho, si duda sobre la existencia, extensión u obligación de una ley.
Por razón del objeto
De hecho, si duda de algún hecho particular, (v, gr, si es válido o no, si está incluido o no en la ley) Especulativa, si recae sobre el conocimiento de la verdad abstracta
Por razón del término Práctica, si recae sobre el acto que se va a realizar. Principios fundamentales Los principios fundamentales que regulan la conciencia dudosa son los siguientes: 1º. No es lícito jamás obrar con duda positiva práctica de la licitud de la acción. Nótese bien el sentido del principio. Se trata de una duda positiva, o sea apoyada en graves razones 10; y práctica, o sea que se refiere al hecho concreto que se va a realizar. En estas condiciones jamás es lícito realizar ese acto. La razón la hemos indicado ya varias veces. El que obra con conciencia dudosa acepta la posibilidad de la ofensa de Dios y, por lo mismo, peca tanto si en el orden real y objetivo aquella acción es realmente mala como si es inocente y buena. El pecado cometido es el mismo que constituye el objeto de la duda, revestido con todas sus circunstancias especiales: mortal o venial, de esta especie o de la otra, según se le previó en la duda. ¿Qué debe hacer, pues, el que se encuentra con duda positiva y práctica de la licitud de una acción? Una de dos: o elegir la parte más segura, que es la favorable a la ley (en cuyo caso no necesita hacer ninguna investigación para salir de la duda, porque ciertamente excluye la posibilidad de pecar), o debe llegar a una certeza práctica sobre la moralidad de la acción en la forma que vamos a explicar inmediatamente.
10 La duda meramente negativa que no se apoya en razón ninguna o en razones muy ligeras e inconsistentes puede y debe despreciarse en la práctica, por ser una duda imprudente. Lo contrario nos haría la vida imposible, llenándonos continuamente de inquietud y de angustia, ya que sólo en muy contadas ocasiones se puede llegar a una certeza tan clara y evidente que excluya en absoluto la posibilidad de toda duda incluso imprudente.
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2.° Cuando no se puede disipar la duda especulativa sobre la moralidad de una acción por principios intrínsecos, es lícito obrar con certeza moral práctica deducida por principios reflejos o extrínsecos. Ocurre, en efecto, muchas veces que es imposible llegar a una certeza especulativa y directa apoyada en principios intrínsecos, ya sea porque no aparece con claridad el principio que la justifique directamente, ya porque la duda se establece precisamente en torno al principio especulativo. Por ejemplo: está discutidísimo entre los moralistas si el testamento informe (o sea, el desprovisto de las formalidades jurídicas) es válido en conciencia. En estas condiciones es inútil invocar ese principio para fallar sobre la validez del testamento concreto que se nos presenta delante, porque precisamente lo obscuro y difícil es averiguar si es cierto o no el principio que declara válido en conciencia los testamentos informes. ¿Qué hay que hacer en estas circunstancias? No hay más remedio que echar mano de argumentos extrínsecos para llegar a una certeza moral en el orden práctico, aunque continúe la duda en el orden puramente especulativo. Antes de llegar a esta certeza práctica no es lícito obrar; pero con ella queda perfectamente a salvo la moralidad de la acción. Esos argumentos extrínsecos son varios. Por de pronto, para el simple fiel sería suficiente el argumento de la autoridad (v.gr., la respuesta del párroco o del confesor). Pero, sin necesidad de consulta alguna, podría llegar por sí mismo a la certeza moral práctica echando mano de los llamados principios reflejos, que vamos a explicar a continuación. Principios reflejos o indirectos Se llaman así ciertas normas generales de moralidad que no recaen directamente y de por sí sobre la cosa misma que se trata de averiguar, pero que reflejan sobre ella su propia luz, hasta el punto de conducirnos a una certeza moral de orden práctico, aunque no disipen del todo las tinieblas especulativas. Los principales principios reflejos o indirectos son los siguientes: 1º. En caso de duda práctica, hay que seguir la parte más segura. Ya hemos explicado este principio al hablar de la ilicitud de obrar con duda práctica. Si después de haberlo intentado por todos los medios a nuestro alcance (reflexión, consultas, etc.) permanece en pie nuestra duda práctica, es obligatorio seguir la parte más segura, o sea, omitiendo el acto de cuya licitud seguimos dudando, o practicando el que seguimos creyendo que quizás nos obligue. De lo contrario, aceptaríamos prácticamente la posibilidad de quebrantar la ley y pecaríamos de hecho por esta torcida disposición. 2.° En caso de duda se ha de estar por aquel a quien favorece la presunción. La razón es porque la presunción engendra por sí misma, la mayor parte de las veces, una certeza moral de la rectitud de la acción. Y así, v.gr., el religioso que duda si le obliga una orden de su superior que le parece excesiva, puede y debe obedecer, pues la presunción está de parte del superior, que tiene derecho a ser obedecido mientras no conste claramente que se ha excedido en sus atribuciones. El que duda si ha consentido en una tentación interna (v.gr., en malos pensamientos), puede pensar que no consintió si se trata de una persona de conciencia delicada que ordinariamente suele rechazar con energía las tentaciones; al revés de si se trata de un pecador de conciencia muy ancha, que suele fácilmente consentir en la tentación.
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3º. En caso de duda es mejor la condición del que posee actualmente la cosa. Este principio es verdadero y muy útil en materia de justicia (v.gr., a favor del poseedor de buena fe, mientras no se demuestre perfectamente lo contrario). Por analogía se extiende también a todas las demás materias, pero su aplicación en esta otra zona no deja de tener sus dificultades. Volveremos sobre esto al hacer la crítica de los sistemas de moralidad. 4º. En caso de duda hay que juzgar por lo que ordinariamente acontece. Es una norma prudente que los moralistas usan a cada paso. Y así, v.gr., se presume que un niño no ha llegado todavía al uso de razón antes de los siete años, porque eso es lo corriente y normal, aunque quepan excepciones. En cambio, a esa edad comienzan a obligarle ciertas leyes de la Iglesia (cf. cn.12 y 88), pues se presume que ya tiene uso de razón porque así suele ordinariamente acontecer. 5º. En caso de duda se ha de suponer la validez del acto. Este principio se puede aplicar únicamente cuando el hecho principal sea cierto y sólo se dude de alguna circunstancia del mismo. Por ejemplo: el que duda si se confesó con suficiente dolor de sus pecados puede pensar que sí, porque el hecho principal (la confesión) es cierto y sólo duda de la suficiente contrición. 6º. En caso de duda, lo odioso hay que restringirlo y lo favorable ampliarlo. Se entiende por odioso: a) todo lo que tiene carácter de pena; b) lo que va contra el derecho de un tercero, y c) lo que se opone al derecho común. Y por favorable, todo lo que resulta en beneficio de la libertad o concede alguna gracia sin perjuicio de nadie. La razón es porque se presume que el legislador no quiere gravar a nadie más de lo que expresa su ley odiosa, y acepta una interpretación benigna de su ley favorable en consonancia con la misma. El mismo Código de Derecho canónico recoge este modo de sentir cuando dice que alas leyes, aun irritantes e inhabilitantes, no urgen cuando la duda es de derecho» (cn.15) y cuando establece que »en las penas se ha de usar la más benigna interpretación» (cn.2.219,1.°). 7º. En la duda, el delito no se presume, sino que hay que probarlo. Es otro principio muy en consonancia con los anteriores y con la simple equidad natural. Nadie ha de ser considerado malo o culpable mientras no se demuestre que lo es. Otros muchos principios suelen utilizar los moralistas para resolver las dudas teóricas, convirtiéndolas en certezas prácticas que permitan obrar sin quebranto de la conciencia. A partir de la aparición del probabilismo, el más frecuente y socorrido de todos es el famoso aforismo la ley dudosa no obliga, que, si fuera cierto, resolvería efectivamente la casi totalidad de los casos prácticos; pero ha sido duramente combatido por gran número de moralistas eminentes, que ven en él una pura falacia altamente perjudicial para la moralidad de los actos humanos. Qué haya de pensarse, a nuestro juicio, acerca de él, lo diremos con serena imparcialidad en el capítulo siguiente, al hacer la crítica de los llamados sistemas de moralidad para la formación de la propia conciencia. 3. LA CONCIENCIA PERPLEJA Noción. Se llama así la del que cree pecar tanto si realiza como si omite una determinada acción. Por ejemplo, el encargado de cuidar a un enfermo grave que teme faltar a la caridad si le deja un rato para oír misa en domingo, o a la ley eclesiástica si no la oye. O el confesor que teme pecar si absuelve al penitente dudosamente dispuesto, lo mismo que si no le absuelve.
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Principios fundamentales La conciencia perpleja se regula por los siguientes principios: 1.° Si no se trata de un caso urgente y se puede suspender su ejecución hasta consultar con personas competentes o estudiar por sí mismo la cuestión, debe hacerse así. La razón es porque tenemos obligación de emplear los medios a nuestro alcance para llegar a una conciencia verdadera y recta antes de obrar. 2.° Si esto es imposible, por tratarse, v.gr., de un caso urgente que no admite espera, debe elegirse lo que parezca menos malo; no con la intención de obrar el mal menor, sino con la de practicar el bien posible, teniendo en cuenta que la ley inferior ha de ceder el paso a la superior (v.gr., en el caso del que cuida al enfermo, la ley divina de la caridad prevalece sobre la eclesiástica de oír misa). 3.° Si el que se encuentra perplejo no acierta a distinguir o a decidirse sobre lo que será menos malo, puede elegir libremente lo que quiera, y no pecará (aunque a él le parezca que sí), porque nadie está obligado a lo imposible y nadie puede pecar necesariamente, pues todo pecado supone la libre voluntad de cometerlo. Sin embargo, si esta perplejidad fuera culpable en la causa (v.gr., el caso del confesor que no sabe qué hacer por no haber estudiado suficientemente la teología moral), hay que aplicarle los principios que expusimos al hablar de la ignorancia vencible y culpable. F.
LA CONCIENCIA ESCRUPULOSA, DELICADA, LAXA, CAUTERIZADA Y FARISAICA
Todas estas subdivisiones se refieren a la conciencia por razón de su modo habitual de juzgar. Vamos a examinarlas separadamente una por una. 1. LA CONCIENCIA ESCRUPULOSA Noción La palabra escrúpulo viene del latín scrupulus, que significa pedrezuela. Se designaba con esa expresión una pesa pequeñísima que no hacía oscilar sino balanzas muy finas y sensibles, como las que se emplean en farmacia. Por extensión se ha trasladado al terreno moral para designar un tipo de conciencia que se deja vencer por razones fútiles y sin consistencia alguna. En este sentido, puede definirse la conciencia escrupulosa diciendo que es aquella que por insuficientes y fútiles motivos cree que hay pecado donde no lo hay o que es grave lo que sólo es leve. Se distingue de la conciencia delicada en que ésta atiende a los detalles mínimos, pero con serenidad y verdad; y de la errónea, en que ésta emite un juicio falso, pero firme, mientras que la escrupulosa fluctúa continuamente, sin llegar a un juicio estable. Señales La conciencia escrupulosa se manifiesta por multitud de signos. Los principales son los siguientes: a. Miedo constante y perturbador a incurrir en un verdadero pecado si se permite ciertas cosas o acciones que ve realizar con toda tranquilidad de espíritu a otras personas prudentes y de buena conciencia. b. Nimia ansiedad sobre la validez o suficiencia de una buena acción, principalmente acerca de las confesiones pasadas o de los actos internos. c. Largas y minuciosas acusaciones de circunstancias que no vienen al caso y en las que el escrupuloso cree ver complementos indispensables, cuando no la misma esencia de su pecado. d. Pertinacia de juicio en no tranquilizarse con las decisiones del confesor por miedo a no haberse explicado bien, a no haber sido comprendido, etc., lo que le obliga a mudar con frecuencia de
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confesor y a querer renovar sus confesiones generales o la acusación de pecados sometidos ya multitud de veces al tribunal de la penitencia, etc., etc. Clases Los escrúpulos suelen revestir dos formas principales: una de tipo general, que abarca todo el campo de la conciencia y se refiere a toda clase de pecados; y otra especial, que se circunscribe a una determinada materia (v.gr., a la fe, la castidad, la validez de la confesión, etc.), dejando completamente en paz y tranquilidad todo el resto de la vida moral. A veces se da la increíble aberración de escrupulizar hasta minuciosidades ridículas en una determinada materia, al mismo tiempo que se cometen sin escrúpulo ninguno grandes pecados en otras materias mucho más importantes. Causas Los escrúpulos pueden provenir de una triple fuente: a. CAUSA NATURAL. La inmensa mayoría de las veces los escrúpulos obedecen a causas puramente naturales de tipo físico o moral. Entre las causas físicas, unas son meramente fisiológicas, tales como la disposición patológica del paciente (perturbación del sistema nervioso, o cerebroespinal, por enfermedad o herencia, atavismo, etc.); la fatiga intelectual por exceso de trabajo, insomnio, etc.; la falta de alimentación, que produce una gran depresión nerviosa, y otras causas semejantes. Otras son de tipo psicológico, tales como un temperamento melancólico predispuesto a la cavilosidad y al pesimismo; un espíritu misántropo y retraído, que huye del trato normal con la gente y de toda recreación honesta, reconcentrándose cada vez más en sus propios pensamientos; ciertas enfermedades psicológicas, tales como la psicastenia, la obsesión, las ideas fijas (de las que el escrúpulo es una simple variedad o forma), etc. Entre las causas morales (íntimamente relacionadas con las psicológicas) hay que señalar una educación excesivamente rigorista, que, al sancionar severamente las menores faltas, atemoriza y encoge el espíritu del educando, empujándole hacia los escrúpulos; el trato con otras personas meticulosas y detallistas; la lectura de libros excesivamente rigoristas en materia de moralidad, que se complacen en pintar con negras tintas las acciones más inocentes; una oculta soberbia, que hace preferir el propio criterio al de otras personas sensatas y prudentes, etc. b. CAUSA SOBRENATURAL. A veces, aunque muy pocas, los escrúpulos proceden de una disposición del mismo Dios (valiéndose de causas naturales o preternaturales) para ejercitar al alma en la paciencia, humildad y obediencia, o para efectos purificadores de sus pasadas faltas, o en vistas a un mayor incremento de perfección y santidad. Tal ocurrió con San Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales y hasta con la angelical Santa Teresita del Niño Jesús. Pero tales escrúpulos no suelen durar largo tiempo—al menos no toda la vida—, y, superada la terrible crisis, renace en el alma la tranquilidad y la paz. c. CAUSA PRETERNATURAL. Otras veces, permitiéndolo Dios, es el demonio la causa de los escrúpulos, actuando directamente sobre la imaginación y sensibilidad de sus pacientes. Trata con ello de perturbar la paz del alma para que no se entregue a los ejercicios de piedad o apostolado, o de vengarse de ella si se trata de un alma muy avanzada en los caminos de Dios. Tampoco estos escrúpulos suelen ser muy duraderos y cesan con tanta mayor prontitud y facilidad cuanto mayor sea la obediencia ciega al director espiritual, a pesar de todas las sugestiones diabólicas. Cuando el demonio se convence de que sus manejos resultan contraproducentes, abandona fácilmente un campo en el que tiene perdida la partida.
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Efectos Pocas cosas resultan tan perjudiciales al cuerpo y al alma como la terrible enfermedad de los escrúpulos. a. PERJUDICAN AL CUERPO, empujándole hacia las enfermedades mentales y nerviosas o agravándolas considerablemente si ya se padecen. Pueden llevar hasta el delirium tremens y la completa enajenación mental. b. PERJUDICAN AL ALMA, impidiéndola entregarse con tranquilidad y paz al servicio de Dios, a quien ya no se mira como al mejor de los Padres, que acoge con infinita dulzura y misericordia al hijo pródigo que vuelve a la casa paterna cubierto de harapos, sino como Juez vengador de las menores injurias. El alma se vuelve egoísta, desconfía de todo el mundo, su trato se hace intolerable, pierde la devoción y la paz y, a veces, siente fuertes impulsos de echarlo todo a rodar o incluso de cometer la increíble locura del suicidio. Remedios Hay que fijarse, ante todo, en la causa y origen de los escrúpulos para acertar con su verdadera terapéutica. 1. CUANDO SON UN EFECTO DE LA PERMISIÓN DE DIOS con vistas a la purificación del alma, lo mejor es la perfecta conformidad con la voluntad divina por todo el tiempo que sea de su beneplácito. Esfuércese el alma por obedecer en todo al director; renuncie a sus propias luces, aunque le parezca ver claro lo contrario de lo que el director le manda; humíllese en la presencia de Dios y una sus sufrimientos morales a los de Jesús y María por la salvación de las almas. Ya sonará la hora de Dios cuando El lo estime conveniente, y el alma saldrá de su dolorosa prueba vigorizada y mejorada. 2. CUANDO PROCEDEN DE LA ACCIÓN DIABÓLICA, siga la misma línea de conducta que acabamos de indicar. Desprecie las sugestiones del enemigo, tranquilícese, humíllese, obedezca ciegamente al director y tenga paciencia, que no tardará en volver la calma y serenidad. 3. CUANDO PROCEDEN DE CAUSAS PURAMENTE NATURALES (O sea en el noventa y cinco por ciento de los casos), hay que contrarrestar, en primer lugar, la influencia del mal en su doble aspecto fisiológico y psicológico. a. FISIOLÓGICAMENTE se evitará con cuidado todo gasto inútil de energías vitales, sobre todo el exceso de trabajo: los obsesionados, en general, son seres rendidos de fatiga. Hay que evitar a toda costa la fatiga física, las emociones fuertes, la falta de sueño, la alimentación deficiente, la atmósfera malsana (locales cerrados, humo de carbón, etc.). El enfermo debe someterse a un régimen altamente reparador de sus energías vitales destrozadas. Alimentación sana y abundante, reposo prolongado (de ocho a nueve horas de sueño), ejercicios respiratorios al aire libre, gimnasia moderada, hidroterapia, medicamentos tonificantes bajo el control del médico, etc. b. PSICOLÓGICAMENTE tiene que rodearse de una atmósfera de tranquilidad y de paz, evitar el trato con personas meticulosas o rigoristas, no leer libro alguno que pueda excitarle, o emocionarle excesivamente, o aumentarle sus preocupaciones. Ha de evitar a todo trance el desdoblamiento de sus ideas, su excesiva prolongación o rumiadura, el querer llegar a la certeza absoluta en todo cuanto hace. Ha de entregarse a un trabajo moderado (manual o intelectual) que le entretenga provechosamente; se distraerá con recreaciones sencillas y agradables que no supongan esfuerzo o fatiga para sus nervios (nada de deportes violentos o de juegos absorbentes, como el ajedrez, etc.).
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Presupuestos estos remedios neutralizadores, habrá que atacar directamente los escrúpulos mediante un acertado tratamiento de dirección espiritual. Para ello es indispensable la colaboración del enfermo, pero sin pedirle nunca que dé de sí más de lo que pueda dar en el momento concreto de evolución en que se encuentre actualmente. Las principales normas a que deben ajustarse director y dirigido son las siguientes: El director procurará principalmente: Inspirar confianza al enfermo. Déjele hablar largamente la primera vez. Interrúmpale tan sólo de vez en cuando con una pregunta fácilmente aclaratoria, para que el enfermo se convenza de que se le va entendiendo muy bien. Al terminar la larga conversación, dígale con dulzura: «Amigo mío: le he entendido a usted admirablemente. Veo su alma con toda claridad como a través de unos rayos X. Y estoy seguro de que su enfermedad es perfectamente curable, con tal que me obedezca ciegamente en todo». Exigir obediencia ciega. Tiene que decirle al enfermo que el único procedimiento para curarle es la obediencia ciega, hasta creer que es blanco lo negro si el director se 10 dice así. Tiene que convencerse el enfermo de que lleva unas gafas de cristales negros que le hacen ver la realidad distinta de como es. El director no debe permitirle al enfermo que discuta sus órdenes o que pida el fundamento o las razones de las mismas. Debe limitarse a decirle que obedezca ciegamente, bajo la exclusiva responsabilidad ante Dios del director. A lo sumo puede explicarle el principio de que, para obrar con conciencia inculpable ante Dios, basta la certeza moral práctica de la honestidad de una acción por razones extrínsecas (la simple autoridad del confesor), aunque persistan en la propia conciencia toda clase de dudas especulativas. Háblele siempre con firmeza, empleando un lenguaje categórico, sin incurrir jamás en la torpeza de dejar escapatorias con un « quizás », « tal vez », « tal vez » , « sería mejor »,etc., que, lejos de curar al enfermo, agravarían su dolencia. El enfermo, por su parte, se esforzará con el mayor empeño y energía en colaborar a su curación en la siguiente forma: a. Oración a Dios, pidiéndole el remedio de su triste situación, aunque con plena sumisión a su divina voluntad. b. Obediencia ciega al director en el sentido y forma que acabamos de explicar. Fíese únicamente de él y no consulte a otros confesores ni consejeros. Haga brevísimamente su examen de conciencia y no se confiese sino de las faltas que pueda jurar haber cometido ciertamente. c. Empleo de los remedios físicos y psíquicos que hemos indicado más arriba. 2. LA CONCIENCIA DELICADA Noción Es aquella que juzga rectamente de la moralidad de los actos humanos extendiendo su mirada hasta los detalles más pequeños. Se distingue de la conciencia escrupulosa, como ya hemos dicho, en que esta última ve pecado donde no lo hay, mientras que la delicada lo ve donde existe realmente, aunque sea muy pequeño. Y se distingue también de la conciencia rígida en que esta última se fija demasiado en la materialidad de la ley, esclavizándose a ella; mientras que la delicada sabe adaptarse a una sana y prudente epiqueya cuando se presentan especiales circunstancias no previstas por el legislador. La conciencia delicada es altamente laudable y deseable. Mantenida dentro de sus justos límites (o sea sin dejarla desviar hacia la conciencia escrupulosa o rígida), presta grandes servicios al alma, ayudándola a evitar hasta los pecados más mínimos y empujándola hacia las grandes alturas de la perfección cristiana.
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Medios de fomentarla Ante todo hay que avivar el espíritu de fe para darse cuenta de la grandeza y majestad de Dios, ante la que siempre será poco el cuidado y esmero que pongamos en evitar el pecado o complacerle hasta en los menores detalles de nuestra vida. Recordar con frecuencia, aunque sin angustia ni escrúpulo, que Dios nos pedirá cuenta hasta de una palabra ociosa (Mt. 12,36) y que nos ha recomendado en el Evangelio « cumplir toda la ley » hasta en sus detalles más mínimos (Mt. 5,18-19). Cuídese, sin embargo, de no dar en un egoísmo demasiado meticuloso que haga girar al alma en torno de sí misma, preocupándose tan sólo de sus propias responsabilidades, en vez de entregarse a Dios con el corazón dilatado por el amor, buscando únicamente su mayor gloria y el cumplimiento perfecto de su divina voluntad. 3. LA CONCIENCIA LAXA Noción y división La conciencia laxa es el extremo opuesto a la conciencia escrupulosa. Es aquella que, bajo fútiles pretextos o razones del todo insuficientes, considera lícito lo ilícito, o leve lo grave. Cuando, como ocurre casi siempre, el que obra con tanta superficialidad y ligereza se da perfecta cuenta o sospecha seriamente la inanidad de los principios en que se funda, coincide enteramente con la conciencia venciblemente errónea y es responsable ante Dios en la medida y grado de su culpable negligencia. a. POR RAZÓN DEL ACTO se divide en antecedente y consiguiente. La primera se refiere a una acción ilícita que se va a realizar juzgando que es lícita, o al menos no grave. La segunda dice relación a una obra mala ya realizada, estimando con ligereza que no tiene importancia objetiva o que se la ha realizado con imperfecta advertencia y consentimiento. b. POR RAZÓN DE LA EXTENSIÓN. Puede ser general, si se extiende a toda clase de materias, o particular, si se ciñe o circunscribe a una sola o a unas pocas determinadas. Causas y efectos Ya se comprende que la causa principal que conduce a este estado tan lamentable es la falta de fe viva en la grandeza de Dios y gravedad del pecado. Pero al lado de este fallo fundamental se encuentran otros muchos, entre los que pueden señalarse los siguientes: a. Una vida muelle y sensual, que embota la sensibilidad del alma. b. El descuido de la oración mental y la falta absoluta de reflexión. c. La excesiva solicitud por las cosas mundanas y terrenas (espectáculos, diversiones, negocios, etc., etc.). d. La costumbre de pecar, que va disminuyendo el horror al pecado. e. El ambiente frívolo y trato con personas superficiales y ligeras. f. La lujuria, sobre todo, que entenebrece la claridad del juicio Poco a poco la conciencia laxa conduce a un estado de insensibilidad espiritual tan absoluto, que hace muy difícil su curación y pone en grave peligro la salvación eterna. Volveremos en seguida sobre esto al hablar de la conciencia cauterizada.
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Remedios Es difícil reformar la conciencia laxa, pues afecta casi siempre a sujetos de una ligereza y superficialidad tan grandes, que es casi imposible hacerles reflexionar en serio sobre el gravísimo peligro a que se exponen. De todas formas, he aquí los principales remedios contra tan grave dolencia: a. Estudio serio de sus deberes y obligaciones en autores de toda responsabilidad y solvencia, excluida en absoluto la lectura de novelas frívolas y mundanas. b. Huida de las ocasiones peligrosas y del trato con personas superficiales y ligeras. Trato con gente de buena conciencia. c. Examen cotidiano de conciencia, frecuencia de sacramentos, lectura de libros piadosos, oración humilde y perseverante, meditación de los novísimos. d. Lo mejor, acaso, sería practicar una tanda de ejercicios espirituales internos bajo la dirección de un competente director. La experiencia ha demostrado muchas veces que es éste el procedimiento más eficaz para detener a uno de estos infelices en su loca carrera hacia el abismo y hacerle emprender una vida seriamente cristiana. 4. LA CONCIENCIA CAUTERIZADA Cuando el estado de cosas que acabamos de denunciar llega a su colmo y paroxismo, da origen a la llamada conciencia cauterizada. Es aquella que, por la costumbre inveterada de pecar, no le concede ya importancia alguna al pecado y se entrega a él con toda tranquilidad y sin remordimiento alguno. El pecador ha descendido hasta el último extremo de la degradación moral. Peca con cínica desenvoltura, alardeando a veces de «despreocupación», «amplitud de criterio» y otras sandeces por el estilo. Se ríe de la gente honrada y piadosa. Es del todo insensible a toda reflexión moral, que ni siquiera suele irritarle: se limita a despreciarla cínicamente, lanzando una sonora carcajada. Sólo un milagro de la divina gracia, que Dios realiza raras veces, podría salvar a este desdichado de la espantosa suerte que le espera más allá del sepulcro. La Sagrada Escritura dice de él que es un «ser odioso y corrompido que se bebe como agua la impiedad» (Iob 15,16) y que, «conforme a la dureza e impenitencia de su corazón, va atesorando ira para el día del justo juicio de Dios» (Rom. 2,5; cf. I Tim. 4,2-3). 5. LA CONCIENCIA FARISAICA Es una extraña mezcla de la conciencia escrupulosa y de la laxa, que parecen incompatibles entre sí. Es aquella que hace grande lo pequeño y pequeño lo grande. A imitación de los fariseos del Evangelio, cuela un mosquito y traga un camello (Mt. 23,24). No tiene inconveniente, v.gr., en lanzar una calumnia o en cometer el gravísimo crimen del aborto voluntario, pero le ocasionaría gran preocupación no asistir a misa el día de la Virgen del Carmen, aunque caiga en día de trabajo. Salvando las distancias y acaso también su buena fe, aliada con su ignorancia, se parecen mucho a esta clase de fariseos ciertos falsos devotos que no podrían conciliar el sueño si no hubieran asistido a la novena o a la procesión y no tienen inconveniente en faltar continuamente a la caridad fraterna y a la justicia con críticas, murmuraciones, etc., que tienen bastante más importancia que aquellas prácticas exteriores. La fórmula serena y equilibrada nos la dió el Señor en el Evangelio: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y no os cuidáis de lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto» (Mt. 23,23).
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IV. LA EDUCACIÓN DE LA CONCIENCIA Siendo la conciencia la regla próxima de nuestros actos morales y dependiendo nuestra felicidad temporal y eterna de la moralidad de nuestras acciones, es de capital importancia la recta y cristiana educación de la conciencia. Imposible explanar aquí este asunto con la amplitud que su importancia exigiría en una obra monográfica, pero vamos a recordar brevísimamente algunos principios fundamentales. Ante todo notemos que la educación de la conciencia se ha de hacer a base de una feliz conjunción de medios naturales y sobrenaturales, ya que no se trata de formar una conciencia simplemente honrada en el plano puramente natural, sino una verdadera y recta conciencia cristiana. Vamos, pues, a estudiar estos dos campos por separado. Medios naturales Los principales son tres: la buena educación, la perfecta sinceridad y el estudio profundo de nuestros deberes y obligaciones. a. La buena educación. El primero y más eficaz de los medios naturales para adquirir una buena conciencia es la buena educación recibida ya desde la infancia. Hay que inculcar a los niños desde su más tierna edad la distinción entre el bien y el mal y sus diferentes grados. Es perniciosísima la costumbre de muchos padres y falsos educadores, que amenazan a los niños por cualquier bagatela: «Eso es muy feo; te va a llevar el demonio, etc.», deformando con ello lamentablemente su conciencia. Incúlquese la delicadeza más exquisita, pero sin exagerar la nota, con peligro de hacerles concebir como grave lo que solamente es leve. Hay que acostumbrarles a oír la voz de su propia conciencia, que es el eco de la voz misma de Dios, sin obrar jamás contra ella, aunque nadie los vigile ni pueda castigarlos en este mundo. Es preciso que aprendan a practicar el bien y huir del mal por propia convicción y no sólo por la esperanza del premio o el temor del castigo. Y hay que advertirles que, en caso de duda, consulten a sus papás, o a sus maestros, o a su confesor; si esto no es posible, que se inclinen siempre a lo que crean que es más justo y recto según su propia conciencia, despreciando los consejos malsanos que pueda darles algún compañero depravado y corrompido. Hay que ayudarles a contrarrestar el mal ambiente que acaso tienen que respirar en la calle, colegio, etc., con sanos consejos y, sobre todo, con la eficacia del buen ejemplo, jamás desmentido por ninguna imprudencia o claudicación. b. La perfecta sinceridad en todo. La nobilísima y rarísima virtud de la sinceridad es de precio inestimable para la educación de la conciencia. Casi siempre las deformaciones de la misma no obedecen a otra causa que a la falta de sinceridad para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros mismos. Hay que decir siempre la verdad, cueste lo que cueste, y presentarnos en todas partes tal como realmente somos, sin trastienda ni doblez alguna. Para ello es preciso, ante todo, conocerse tal como se es en realidad y aceptar con lealtad el testimonio de la propia conciencia, que nos advierte inexorablemente nuestros fallos y defectos. Nos ayudará mucho la práctica seria y perseverante del examen diario de conciencia en su doble aspecto general y particular. Hay que insistir en la práctica de la verdadera humildad de corazón, ya que sólo el humilde se conoce perfectamente a sí mismo, porque la humildad es la verdad. Reconocer nuestros defectos, combatir las ilusiones del amor propio, rectificar con frecuencia la intención, sentir horror instintivo a la mentira, al dolo, la simulación e hipocresía. c. El estudio profundo de nuestros deberes y obligaciones. No solamente la ignorancia, sino también la ciencia a medias es un gran elemento para el falseamiento y deformación de la conciencia. Es preciso hacer un esfuerzo para adquirir la suficiente cultura moral que nos permita formar rectamente nuestra propia conciencia. Hay que apartar toda clase de prejuicios a priori y estudiar con sincera rectitud los grandes principios de la moral cristiana para aceptarlos sin discusión y ajustar nuestra conciencia a sus legítimas exigencias. No está obligado un seglar a poseer la ciencia de un doctor en teología, pero sí la suficiente para gobernar sus acciones ordinarias dentro de sus respectivos deberes de estado, y saber dudar y consultar cuando se presente alguna ocasión más embarazosa y difícil.
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Medios sobrenaturales Los principales son tres: la oración, la práctica de la virtud y la frecuente confesión sacramental. a. La oración. Es preciso levantar con frecuencia el corazón a Dios para pedirle que nos ilumine en la recta apreciación de nuestros deberes para con El, para con el prójimo y para con nosotros mismos. La liturgia de la Iglesia está llena de esta clase de peticiones, tomadas unas veces de la Sagrada Escritura y otras del sentido cristiano más puro: «Dame entendimiento para aprender tus mandamientos» (Ps. 118,73); «Enséñame a hacer tu voluntad, pues eres mi Dios» (Ps. 142,10); «¡Oh Dios, de quien procede todo bien!, da a tus siervos suplicantes que pensemos, inspirándolo tú, lo que es recto y obremos bajo tu dirección» (domingo 5.° después de Pascua). Es aquello que hacía exclamar a San Pablo: «Pero nosotros tenemos el sentido de Cristo» (1 Cor. 2,16), que es la garantía más segura e infalible para la recta formación de la conciencia. b. La práctica de la virtud. Es otra de las condiciones más imprescindibles y eficaces. La práctica intensa de la virtud establece una suerte de connaturalidad y simpatía con la rectitud de juicio y la conciencia más delicada y exquisita. Ni hay nada, por el contrario, que aleje tan radicalmente de toda rectitud moral como el envilecimiento del vicio y la degradación de las pasiones. San Pablo nos advierte que «el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente» (1 Cor. 2,14); y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio que «el que obra mal aborrece la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas; pero el que obra la verdad viene a la luz, para que sus obras sean manifiestas, pues están hechas en Dios» (Io. 3,20-21). Esta es la razón del sentido moral tan maravilloso y exquisito que se advierte en los grandes santos, aunque se trate de un Cura de Ars, que poseía tan escasos conocimientos teológicos. Es que, por la práctica de la virtud heroica, se han dejado dominar enteramente por el Espíritu Santo, que, en cierto sentido, les posee y gobierna con sus luces divinas, haciéndoles « penetrar hasta lo más hondo de Dios» (cf. 1 Cor. 2,10). c. La confesión frecuente. Es otro medio sobrenatural eficacísimo para la cristiana educación de la conciencia, ya que nos obliga a practicar un diligente examen previo para descubrir nuestras faltas y aumenta nuestras luces con los sanos consejos del confesor, que disipan nuestras dudas, aclaran nuestras ideas y nos empujan a una delicadeza y pureza de conciencia cada vez mayor.
“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)
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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS
TEOLOGÍA II
UNIDAD VI VIRTUDES Y PECADO
LAS DISPOSICIONES DEL OBRAR HUMANO
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LAS DISPOSICIONES DEL OBRAR HUMANO I. INTRODUCCIÓN La tendencia hacia el Fin Último, hacia la felicidad resulta de nuestra misma naturaleza, pero la tendencia hacia tal fin concreto, hacia tal objeto bueno aquí y ahora para nosotros, puede resultar de una disposición especial sobreañadida a nuestra voluntad que pesa sobre nuestra elección. Esta disposición puede ser, una pasión pasajera del apetito sensitivo que arrastre el juicio de la conciencia., o un hábito duradero. Cualquiera que sea, nos presta una inclinación más o menos intensa hacia el objeto correspondiente, que, de manera invencible mientras se deja sentir actualmente tal influencia, somos impelidos a elegir como fin concreto. Así el pecador ve muy bien que el acto intimado por la conciencia es moralmente mejor en sí, pero su mala disposición actual se lo hace juzgar menos bueno para sí, hic et nunc, que aquel al cual se halla actualmente dispuesto y que , en consecuencia, elige. El hombre no es por esto menos libre en su elección, puesto que siempre le es facultativo provocar dentro de sí una ―pasión‖ contraria, excitando unas imágenes opuestas, o conceder el predominio a otro hábito, modificando, así, su último juicio práctico. Mas después de la muerte, la voluntad permanece fija en el fin último concreto a que estaba dispuesta en el momento del postrer suspiro. Esta disposición, pasión o hábito, no puede ya, en efecto, ser modificada: a. ni por otra pasión que exigiría la cooperación de facultades sensitivas de las que el alma ahora separada ya no goza; b. ni propia voluntad: en efecto, así como en el estado de unión con el cuerpo no podía querer un objeto sino en la línea del bien en general - fin último abstracto al que estaba naturalmente ordenada, objeto formal de todas sus apeticiones-, así ahora que su entendimiento no es ya abstractivo, el hombre no puede querer un objeto sino en la línea y mira del fin último concreto que él libremente se ha elegido. De aquí que el pecado de los condenados dure por siempre (como el único pecado de los ángeles malos), y, legítimamente, por tanto, su castigo. Lo mismo ocurre, por otra parte, en la santidad y felicidad de las almas justas. II. NOCION DEL HÁBITO A.
El hábito es una inclinación firme y constante a proceder de una determinada forma.
El hábito es una cualidad, es decir, un accidente que viene a completar o perfeccionar una potencia para facilitarle sus operaciones. Es estable o difícilmente movible (cuesta mucho desarraigar un hábito bueno o malo). Dispone a las potencias para obrar: 1. fácilmente, porque todo hábito es un aumento de energía en orden a su correspondiente acción; 2. prontamente, porque constituye como una segunda naturaleza, en virtud de la cual se lanza el sujeto a la acción rápidamente. 3. deleitablemente, porque produce placer toda acción fácil, pronta y perfectamente connatural.
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B.
Los hábitos por razón de su origen pueden ser: 1. 2.
C.
ADQUIRIDOS: El hombre por la repetición de actos forman los hábitos adquiridos, tanto los buenos o virtuosos , como los malos o vicios. INFUSOS: son los hábitos sobre naturales (virtudes infusas, y dones del Espíritu Santo). Si Dios no los infundiera en el alma, jamás el hombre podría adquirirlos por si mismo, por la infinita elevación y trascendencia del orden sobre natural, que escapa en absoluto al poder de toda naturales creada o creables.
Aumento, disminución y corrupción de los hábitos
Los hábitos adquiridos pueden aumentar, disminuir y corromperse totalmente. Los infusos solo pueden aumentar y corromperse, pero no disminuir. Vamos a explicarlo brevemente. LOS HÁBITOS ADQUIRIDOS Aumentan por el ejercicio o repetición de actos pero no por adición de forma a forma como se aumentaría por ejemplo, un montón de trigo añadiendo nuevos granos) sino una mayor radicación o arraigo en el sujeto, en virtud de actos cada vez mas intensos que los fortalecen mas y mas. Los hábitos intelectuales pueden aumentar también extensivamente (por ejemplo, el hábito de la ciencia puede extenderse a nuevos conocimientos). Disminuyen a medida en que se deja de practicarlos o se practican con poca intensidad, o se practican actos contrarios (por ejemplo, el hábito de tocar el piano de la paciencia, de la ira). Se corrompen totalmente cuando se les substituye con el habito contrario (por ejemplo el hábito de la embriaguez se destruye cuando se adquiere el de la sobriedad). LOS HÁBITOS INFUSOS Aumentan con el ejercicio cada vez más intenso bajo la influencia de la gracia actual. No por adición de forma a forma (ese aumento corresponde a los cuantitativos, pero no a las cualidades (por ejemplo a la blancura no se le puede añadir la blancura), sino por una mayor inherencia o radicación el sujeto, que cada vez los posee con mayor fuerza y arraigo. Se corrompen totalmente cuando sobreviene la catástrofe del pecado mortal, que, el destruir la gracia, que es el principio radical de todas las virtudes infusas, las destruye a ellas también (excepto la fe y la esperanza, que quedan informes, como explicaremos en su lugar). No disminuyen nunca: - ni por defecto de ejercicio, ya que, siendo infusos, ni los produce el ejercicio ni los disminuyen su falta - ni por el pecado venial, que, al no destruir ni disminuir la gracia, tampoco puede afectar a las virtudes infusas. Pero es cierto que el pecado venial y la falta de ejercicio de las virtudes van disminuyendo las fuerzas del alma y la predisponiendo para el pecado mortal, que destruirá por completo la gracia y las virtudes infusas. D.
Solamente dos aplicaciones prácticas El que adquirió el hábito de blasfemar y lo retracto mediante un serio arrepentimiento y el empleo de los medios oportunos para no recaer, no peca cuando se le escapa inadvertidamente una blasfemia en virtud de la mala costumbre contraída. Pero pecaría, a pesar de su arrepentimiento, si se diera cuenta de lo que va a decir a tiempo de evitarlo todavía. El que blasfema sin darse cuenta en virtud de un hábito voluntariamente adquirido y no retractado, peca gravemente con esas blasfemias inconscientes. No en cada una de ellas, sino tantas cuantas veces advierte y tiene esa mala costumbre y no hace nada por destruirla.
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E. enseñanzas:
Escuchemos a un gran pensador argentino explicando de un modo atrayente estas
1. El Hábito: Concepto Es un producto de la actividad superior del espíritu. Es el testimonio visible del grado de intervención de la inteligencia y de la voluntad en la vida toda del individuo, desde la sensación hasta la ciencia y las virtudes éticas y creadoras, pasando por las habilidades corporales, manuales y técnicas. El hábito consiste en una disposición estable, bien o mal adquirido, para la eficiencia de nuestra conducta. Al igual que toda operación del hombre reside en conjunto de su ser; pero es un fenómeno del alma antes que del cuerpo. Su principio está en la mente: en el cuerpo se fija y se organiza como un mecanismo para obrar con rapidez y precisión. Nos mantenemos erguidos, caminamos, leemos, escribimos, dibujamos, discurrimos y nos comportamos bien o mal, en las innumerables situaciones de al vida cotidiana, según hayamos adquirido tales maneras permanentes de actuar, en nuestra educación. Poseer un hábito, significa dominar su ejecución sin tener que vigilar el detalle de la misma: obtenido mediante aprendizaje, bajo la dirección y vigilancia de la propia inteligencia o de la inteligencia del educador, una vez consolidado, lo poseemos sin conciencia y sin esfuerzo: nos movemos con ellos y libres de ellos. Toda la riqueza de la experiencia vivida, resulta así organizada, fijada y dispuesta para su uso inmediato. El hábito es, pues, el instrumento indispensable para la conducta humana. Los animales no son capaces de hábitos porque carecen de vida racional y libre; pero dirigidos por la inteligencia y la voluntad del hombre (como se ve en animales domesticados o amaestrados), incorporan las más variadas destrezas. 2. Hábito y adaptación Debe evitarse la confusión frecuente en el Naturalismo moderno (Concepción del hombre como un animal más evolucionado que los otros; pero exclusivamente un animal. Este criterio ha dominado en la cultura moderna – 1600-1900), entre el hábito y la adaptación. El hábito es propio del hombre, producto y testimonio de su libertad. La adaptación al medio físico es común a todos los seres vivientes: consiste en el equilibrio estable entre el organismo y su contorno físico. Todo ser vivo y especialmente el animal, tiene un margen mayor o menor elasticidad, una cierta capacidad de reacción para amoldarse a los cambios más o menos duraderos de su medio externo. Así nos acostumbramos al frío o al calor, a la llanura o la montaña: nos inmunizamos contra la acción de ciertos microbios y sustancias toxicas. Acostumbrarse o inmunizarse significa aquí, llegar a ser indiferentes al efecto de ciertos agentes o condiciones externas; los sentimos, hasta adaptarnos, por el desequilibrio provocado entre nuestro organismo y su medio; después, es un estado indiferente, sin sensación y solo si cambiamos en forma brusca - de altitud, por ejemplo- volvemos a sentir la mudanza. La adaptación es un estado alcanzado paulatinamente por el individuo y determinado por una influencia constante: no constituye una verdadera experiencia, sino un recurso para la estabilidad y conservación de la vida. El hábito, por el contrario, es una disposición para actuar: una perfección de la conducta en la virtud: una degradación en el vicio o mal hábito. 3. El hábito y el instinto Desde la antigüedad, el hábito ha sido llamado una segunda naturaleza. El instinto, es como sabemos, naturaleza primera, patrimonio de la especie que heredamos por el hecho nacer; el individuo lo lleva como algo recibido y ya ha hecho en su entraña vital. El hábito es naturaleza adquirida por el esfuerzo inteligente y voluntario del individuo. El cuerpo organizado biológicamente en la forma de la especie, es materia de una nueva elaboración y modelación por el espíritu que va perfilando en ella las líneas sutiles y firmes de los hábitos, de esos modos de expresarse y conducirse que descubren la individualidad espiritual del
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hombre, dueña de su cuerpo y del espacio donde acontece su vida. La figura animal y el espacio físico del hombre son transfigurados en fisonomía y en cultura. Esta es la segunda naturaleza del hábito. Decimos de alguien que es un perfecto caballero cuando exhibe con naturalidad las cualidades de esa noble condición, es decir cuando las posee como algo propio y se desempeña con desenvoltura y con firmeza en el gesto, en la palabra y en la conducta. Tal dominio de si y de las circunstancias más diversas que se manifiesta de modo natural espontáneo e inmediato, es esfuerzo y conquista del espíritu que ha vencido la inercia y la dureza de la materia. Por esto cuando falta el verdadero hábito, sorprendemos fácilmente al fingido caballero en su actitud forzada que lleva como un mascara. Y viceversa, el caballero de verdad traiciona la ficción de la conducta plebeya como puede verse en ejemplo siguiente: En tiempos de la Revolución Francesa, un noble disimulaba su condición bajo de un disfraz plebeyo. Se lo sometió a interrogatorios y pruebas, sin lograr resultado alguno. Alguien que conocía todo lo que como modo de ser, como hábito, representaba la nobleza francesa lo sometió a la prueba definitiva. Una mujer dejó caer ante el supuesto mendigo su bolso. Solicitada así la íntima disposición del caballero, la reacción fue inmediata: el bolso recogido con perfecta desenvoltura, fue entregado con el mismo gesto de aquilatada cortesía que, en los Salones de Versalles, instituyó la conquista de un estilo de distinción y de finura. 4. Formación del hábito Un solo acto, un primer ensayo, puede bastar para adquirir un modo permanente de ser. La repetición confirma y, en ocasiones, perfecciona el hábito, pero no es capaz por sí sola de producirlo; suele desempeñar una función eliminatoria de los hábitos que nos hace contraer una ejecución vacilante o torpe. Para llegar a poseer el hábito de un movimiento complicado, v. gr. escribir o danzar, es preciso adquirir previamente las disposiciones para los movimientos mas sencillos que van preparando el cuerpo para dominar un movimiento más rico y diferenciado pero que es uno, continuo y simple como aquellos que lo componen, considerados, por separado, es decir, como otros tantos hábitos diversos. Si tenemos que ensayar repetidamente para incorporar un hábito, no se engendra una parte del mismo después de otra: no conseguimos inmediatamente la disposición firme y estable. Empieza existiendo imperfectamente en nosotros pero el ejercicio reiterado lo va perfeccionando hasta su posesión y dominio plenos. 5. Corrupción del hábito El hábito, hemos dicho, es semejante a la naturaleza: por eso tiene una consistencia y solidez que lo hace difícilmente mudable. Solo si se relaja la tensión y vigilancia del espíritu, disminuye y se corrompe. El hábito deja de ser una perfección del ser y una función de la vida libre y creadora, para degradar en vicio y rutina, en automatismo rígido que esclaviza al hombre y testimonia la muerte de su alma. Se suele hablar despectivamente del hábito porque se lo considera aislado, fuera de la dependencia y servicio de la voluntad razonable: situación que se hace efectiva toda vez que el hombre renuncia a la responsabilidad y decoro de su conducta. En cuanto al mecanismo anímico y corporal del hábito, ocurre que la cesación prolongada de su ejercicio, lo perturba y desorganiza. Todo hábito importa una selección rigurosa en la experiencia vivida y en los movimientos posibles del cuerpo y, por lo consiguiente, la exclusión de todo lo que no esta referido al fin de la operación. La interrupción o abandono de su uso, debilita su línea de resistencia y favorece las influencias que lo contrarían y desquician. No solo los hábitos corporales (agilidad, resistencia, vigor) y sensoriales (acuidad sensitiva) sino los hábitos de la ciencia y de la virtud, están sometidos a este riesgo y negación. 6.
Diversidad de los hábitos
El resultado del hábito es, pues, la liberación, que alcanzamos sobre la inercia del cuerpo, sobre las sensaciones e instintos vitales sobre los sentimientos y pasiones del alma. En lugar de entorpecer la conducta, toda las experiencia adquirida organizada en hábitos, está a la vera de nuestra atención dispuesta para su uso inmediato.
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La actividad múltiple, referida a los fines más diversos de nuestra vida supone una gran riqueza de disposiciones habituales. Cada una de ellas reside en el conjunto del ser humano, pero se diferencia y especifica según la parte mas directamente interesada. Así distinguimos: 1º. Los hábitos del cuerpo: La habilidad o destreza para mover el cuerpo y utilizar sus miembros. Las manos, en primer término, llegan a ser el instrumento maravilloso de la inteligencia práctica. 2º. Los hábitos de la sensaciones y del instinto: La concepción del mundo exterior: la acuidad sensorial para diferenciar matices en el color, en el sonido, en el saber, etc.; las virtudes morales: entereza, templanza, ecuanimidad, liberalidad, sensibilidad, amabilidad, discreción, cortesía, sinceridad, etc. 3º. Los hábitos propios de la mente: La memoria que es función de la inteligencia, o sea, el saber aprendido, organizado y elevado a modo de ser culto: las disposiciones artísticas, la prudencia, la sabiduría y la justicia. 4º. Los hábitos sobrenaturales: Fe, Esperanza, Caridad, humildad cristiana: hábitos de castidad, pobreza y obediencia en estado religioso. TEXTOS ARISTOTELES Disposición significa la ordenación de las partes de una cosa. (Metafísica, Libro V, Cap. 19). Habito en el sentido de disposición, se dice del estar bien o mal dispuesto para una operación determinada (Ibídem, Cáp. 20) El hábito es una cualidad difícilmente mudable.( Tratado de las categorías, Cap. 8). Es evidente que ninguna de las virtudes éticas se genera en nosotros por naturaleza: ninguno de los seres naturales adquiere hábito diversos; por ejemplo, la piedra llevada por naturaleza hacia abajo, no se habituaría a llevarse hacia arriba, aunque la arrojáramos hacia lo alto diez mil veces, para habituarla…. Las virtudes, pues, no se generan ni por naturaleza, ni contra naturaleza, sino que nacen en nosotros, aptos por naturaleza, para recibirlas y nos perfeccionamos mediante el hábito, (Ética a Nicómano, libro II, 3) . En una palabra: los hábitos derivan de los actos de igual naturaleza. Por eso es necesario darse cuenta de la cualidad de los actos; conforme a su diferencia de diferencian los hábitos. No es, pues, de escasa importancia que uno sea habituado de tal o cual manera desde joven; por el contrario, la tiene inmensa; es todo. (Ibídem,libro II ,5) SANTO TOMÁS Si la forma es tal que puede operar de distintos modos con el alma, es preciso se disponga a sus operaciones por medio de algunos hábitos … las fuerzas materiales no ejercen sus operaciones mediante hábitos, porque están determinadas en si mismas a un objeto único.(Suma Teológica, Cuestión 49, art.4.) Las fuerzas de la parte vegetativa no obedecen naturalmente al imperio de la razón, y por tanto no hay en ellas, hábitos; pero las sensitivas por su naturaleza se someten al imperio de la razón, y pueden, por lo tanto, existir en ellas algunos hábitos… las fuerzas sensitivas en los animales no obran por el imperio de la razón: así que no existen en las bestias, hábitos ordenados a las operaciones; pero sí algunas disposiciones en orden a la naturaleza como la salud y la hermosura. Mas como los animales brutos por influjo de la razón del hombre, se habitúan en cierto modo a la aptitud de obrar en o cual manera, se puede en este sentido, admitir en ellos ciertos hábitos. Por esta razón dice San Agustín que “vemos a las bestias más feroces abstenerse de los mayores placeres por miedo a los dolores y cuando han adquirido a la costumbre, se los llama domesticados y mansos”. El dejar de obrar causa la corrupción o disminución de los hábitos , en cuanto se aparta el acto que frustraban las causas corruptoras o atenuantes del hábito ……….los hábitos se disminuyen o aun desarraigan del todo por la prolongado cesación del acto, como se ve aún en la ciencia y en la virtud, porque es indudable que el hábito de la virtud moral hace al hombre pronto para moderar las pasiones u operaciones propias; y no usando del hábito de la virtud para moderarlas, necesariamente se han de originar muchas pasiones y operaciones fuera de la pauta de la virtud, por la inclinación del apetito sensitivo y otra influencias que mueven exteriormente. De donde se sigue que la virtud se corrompe o disminuye por falta de ejercicio…(Ibídem, Cuestión 53, articulo 3º.) La sucesión de la generación del hábito no se verifica porque una parte se engendró después de otra, sino por cuanto el sujeto no consigue inmediatamente la disposición firme difícilmente mudable, y
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porque primero empieza a existir imperfectamente en el sujeto, y después se va perfeccionando paulatinamente, como sucede también respecto a otras cualidades.(Ibídem, Cuestión 54, art.4º.)
III. LAS VIRTUDES ADQUIRIDAS Los hábitos, por razón de su moralidad, se dividen en buenos y malos. Los primeros constituyen las virtudes, los segundos, los vicios. De manera que las virtudes, en general, son hábitos operativos buenos y los vicios no son otra cosa que hábitos operativos malos. Vamos a examinar brevemente a las virtudes naturales o adquiridas. Dos son las principales categorías de virtudes adquiridas: A. B.
Las intelectuales Las morales
Las primeras son perfecciones del entendimiento mismo, las morales residen en el apetito (racional o sensitivo) y se ordenan a las buenas costumbres. Vamos a examinarlas por separado. A.
LAS VIRTUDES INTELECTUALES
Reciben este nombre aquellas virtudes que perfeccionan al entendimiento en orden a sus propias operaciones. Son cinco: 1. 2. 3. 4. 5.
Entendimiento Ciencia Sabiduría Prudencia Arte
Las tres primeras residen en el entendimiento especulativo, que se dedica a la contemplación de la verdad; y las dos ultimas, en el entendimiento practico, que se ordena a la operación. Las virtudes intelectuales- a excepción de la prudencia, que es virtud perfectísima, no son virtudes propiamente dichas, ya que nada tiene que ver la honestidad de las costumbres. Se llama virtudes tan solo con relación a su objeto propio (por ejemplo a un excelente músico se le llama virtuoso de la música, etc.); pero puede darse el caso-demasiado frecuente por desgracia- de que estas virtudes intelectuales actúen como pésimos vicios en el orden moral (por ejemplo, un artista que presenta con colores atractivos la inmoralidad mas procaz) B.
LAS VIRTUDES MORALES Se llaman así las que tienen por objeto inmediato y directo la honestidad de los actos humanos.
Regulan toda la vida moral del hombre, poniendo orden en su entendimiento, voluntad y pasiones. LAS VIRTUDES CARDINALES Como su nombre indica (de cardo,cardinis, el quicio o gozne de la puerta), son las virtudes más importantes entre las morales ya que, sobre ellas, como sobre quicios, gira y descansa toda la vida moral humana. Son cuatro: 1. 2. 3. 4.
Prudencia Justicia Fortaleza Templanza
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La prudencia dirige el entendimiento práctico en sus determinaciones; la justicia perfecciona la voluntad para dar a cada uno lo que le corresponde; la fortaleza refuerza el apetito irascible para tolerar lo desagradable y acometer lo que debe hacerse a pesar de las dificultades; la templanza pone en el recto uso de las cosas y la templanza pone orden en el recto uso de las cosas placenteras y agradables. LAS VIRTUDES DERIVADAS Las virtudes cardinales pueden ser consideradas como cuatro estrellas o soles, alrededor de los cuales gira un sistema planetario. Estos planetas o satélites son las virtudes derivadas o anejas, que constituyen las llamadas “ partes potenciales” de las virtudes cardinales. En cada una de las cuatro virtudes cardinales se distinguen las llamadas partes integrales, subjetivas y potenciales: 1. Integrales: son aquellos elementos que ayudan a la propia virtud cardinal para que produzca su acto virtuoso de una manera íntegra y perfecta (v.gr., la sagacidad y la precaución son algunas de las partes integrales de la virtud de la prudencia; la cabeza, el tronco y las extremidades son ‗partes‘ del cuerpo humano, etc.) 2. Subjetivas: llamadas también esenciales. Son las diferentes especies en que se subdivide la propia virtud cardinal (v. gr., la justicia conmutativa, distributiva y legal son partes subjetivas de la virtud de la justicia; el caballo, el león el perro, etc., son especies diferentes o partes subjetivas del género animal).
3. Potenciales: son las partes derivadas o anejas que se parecen en algo a la virtud cardinal que las cobija, pero que no tienen la misma fuerza o se ordenan a actos secundarios (v.gr., la gratitud y la fidelidad son partes potenciales de la virtud de la justicia, el diaconado es parte potencial del presbiterado, etc.). PROPIEDADES DE LAS VIRTUDES CARDINALES Las principales propiedades de las virtudes cardinales son cuatro: 1. 2. 3. 4.
Consisten en el medio entre dos extremos Están unidas entre si por la prudencia. Son desiguales en perfección. Las que no incluyen imperfección perduran después de esta vida en lo que tienen de formal.
MEDIO DE LAS VIRTUDES Estas virtudes morales ocupan el Justo Medio entre dos extremos, el uno por defecto y el otro por exceso. Así la virtud de la fortaleza nos inclina a guardar el justo medio entre el miedo, que huye del peligro sin motivo razonable, y la temeridad, que nos expondría a perder la vida por una cuestión sin importancia. Conviene no interpretar torcidamente este justo medio. Los epicúreos y los tibios pretenden guardar el justo medio, no por amor la virtud, sino por comodidad, para huir de los inconvenientes de los vicios contrarios. Confunden el justo medio con la mediocridad, que se encuentra, no precisamente entre dos males contrarios, sino a medio camino del bien y del mal. La mediocridad o la tibieza huye del bien superior como de una exageración que hay que evitar; disimula su pereza bajo este principio: “lo mejor es mejor con frecuencia, si no siempre, enemigo de lo bueno”. Y acaba confundiendo lo bueno con lo mediocre.
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El verdadero justo medio de la virtud verdadera no es solamente el término medio entre dos vicios contrarios; es una cumbre. Y ese eleva como un punto culminante entre dos desviaciones opuestas. Así : la fortaleza esta sobre el miedo y la temeridad; la prudencia, sobre la imprudencia y la astucia; la magnanimidad, sobre la pusilanimidad y la vana presunción; la liberalidad, sobre la avaricia o tacañería y la prodigalidad; la verdadera religión, sobre la impiedad y la superstición, etc. Este justo medio que es a la vez una cumbre tiene a elevarse, sin declinar ni a la derecha, ni a la izquierda, a medida que la virtud aumenta. En este sentido, el de la virtud infusa es superior al de la virtud adquirida correspondiente, ya que depende de una regla superior y aspira a un objeto mas sublime. IV.
LAS VIRTUDES INFUSAS
La gracia santificante, germen de la gloria, ―semen gloriae‖, nos introduce en el orden superior de verdad y de la vida. Es ella vida esencialmente sobrenatural, participación de la intima de Dios, participación de la naturaleza divina, ya que nos dispone desde ahora a ver un día a Dios como el se ve a si mismo y amarle como se ama El. San Pablo nos lo ha dicho: ―Hay cosas que ni el ojo vió ni la oreja oyó , ni han llegado al corazón del hombre; las cosas que Dios ha preparado para los que le aman. A nosotros las ha revelado Dios por su espíritu, porque el Espíritu lo penetra todo,aun las profundidades de Dios‖. (I Cor.,2,9) La gracia santificante, que comienza a hacernos vivir en este orden superior, supraangélico, de la vida íntima de Dios, es como un injerto divino recibido en la esencia misma de nuestra alma, con el fin de sobreelevar su vitalidad y permitirle dar, no solamente frutos naturales, sino sobrenaturales, acciones dignas de la vida eterna. Este injerto divino de la gracia santificante es pues en nosotros algo que está muy sobre la vida natural de nuestra alma espiritual e inmortal, una vida esencialmente sobrenatural, muy superior a los milagros sensibles. Desde este momento, esta vida de gracia se desarrolla en nosotros en forma de virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. Así como en el orden natural, de la esencia misma de nuestra facultades intelectuales y sensibles, del mismo modo, en el orden sobrenatural, de la gracia santificante, recibida en la esencia del alma, derivan, en nuestras facultades superiores e inferiores, las virtudes infusas y los dones, que constituyen, con la raíz de donde proceden, nuestro organismo espiritual o sobrenatural. Este organismo espiritual nos fue en el bautismo y se nos vuelve a dar por la absolución, cuando hemos tenido la desgracia de perderlo. El organismo espiritual lo podemos sintetizar en este cuadro de las virtudes y los dones:
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T E O L O G A L E S
Caridad
Don de Sabiduría
O Fe
Don de Inteligencia
Esperanza
Don de Ciencia
N E S
M O
D
D Prudencia Justicia
Don de Consejo
O R A L
Religión Penitencia Obediencia
Don de Piedad
N
Fortaleza Paciencia
Don de Fortaleza
E E S
A.
Templanza Humildad Mansedumbre Castidad
Don de Temor
S
LAS VIRTUDES TEOLOGALES
Son virtudes infusas que tienen por objeto a Dios mismo, Último fin nuestro sobrenatural. Por esta razón se las llama teologales. En cambio, las virtudes morales infusas tienen por objeto los medios sobrenaturales, proporcionados a nuestro último fin.
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Así la prudencia dirige nuestros actos a su consecución; la religión hace que rindamos a Dios el culto que le es debido; la justicia nos hace dar a cada uno lo que le debemos; la templanza regula nuestra sensibilidad, impidiéndole extraviarse, y la hace concurrir a su manera a que nos encaminamos a Dios. Entre las virtudes teologales, la fe infusa, que hace que creamos todo lo que Dios ha revelado por ser la misma verdad, es como una especie de sentido espiritual superior que nos permite percibir una armonía divina inaccesible a los demás medios que tenemos de conocimiento. Para tender efectivamente hacia ese fin sobrenatural y llegar a él, el hombre ha recibido como dos alas; la de la esperanza y la de la caridad. Sin ellas, no le sería dado sino caminar en el sentido que le marca la razón; con ellas vuela en la dirección señalada por la fe. Igualmente nuestra inteligencia, sin la luz infusa de la fe, no puede conocer nuestro fin sobrenatural; como tampoco puede nuestra voluntad aspirar a él si sus fuerzas no han sido aumentadas, centuplicadas, elevadas a un orden superior. Para esto le es preciso un amor sobrenatural y nuevo impulso. Por la esperanza deseamos poseer a Dios, y para conseguirlo, nos apoyamos, no en nuestra fuerza sino en el auxilio que El nos ha prometido. Nos apoyamos en Dios mismo, que siempre escucha a los que les invocan. La caridad es un amor de Dios superior, más desinteresado; hace que amemos a Dios, no sólo para poseerlo un día sino por Él mismo; y amarlo más que nosotros mismos, en razón de su infinita bondad más amable en sí que todos los beneficios que nos vienen de su mano. Esta virtud nos hace amar a Dios por encima de todo como un amigo que nos ha amado primero. A ÉL ordena los actos de las demás virtudes que ella vivifica y hace meritorias. Ella es nuestra gran fuerza sobrenatural; la fuerza del amor que venció, durante siglos de persecución, todos los obstáculos, aún en débiles criaturas como Santa Inés y Santa Lucia. El hombre esclarecido por la fe se dirige así hacia Dios, llevado en las alas de la esperanza y del amor. Pero en cuanto peca mortalmente, pierde la gracia santificante, ya que vuelve la espalda a Dios, a quien deja de amar más que a sí mismo. La misericordia divina le conserva sin embargo la fe infusa y la esperanza infusa, mientras no hubiera pecado mortalmente contra estas dos virtudes. Y aún conserva la luz que le señala la ruta que ha de seguir, y puede todavía confiar en la infinita misericordia y pedirle la gracia de la conversión. De estas tres virtudes teologales, la caridad es la más elevada, y con la gracia santificante ha de durar eternamente. ―La Caridad, dice San Pablo, nunca morirá… Ahora estas tres cosas permanecen: la fe, la esperanza, la caridad; pero la mayor entre las tres es la Caridad.‖ (I Cor.13,8.13) Durar siempre, eternamente, cuando ya la fe haya desaparecido para dar lugar a la visión, y cuando a la esperanza haya sucedido la posesión inamisible de Dios claramente conocido. Tales son las funciones superiores del organismo espiritual; las tres virtudes teologales que crecen a la vez, y con ellas las virtudes morales infusas que las acompañan. B.
LAS VIRTUDES MORALES
1.
Las Virtudes Morales Adquiridas
Remontémonos poco a poco de los grados inferiores de la moralidad natural a los de la moralidad sobrenatural.
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Fijémonos, en primer lugar, con Santo Tomás, que en el hombre que está en pecado mortal se encuentran con frecuencia falsas virtudes, como la templanza del avaro. Este la practica, no por amor del bien honesto y racional, sino por el bien útil que es el dinero. Si paga sus deudas, es más bien por evitarse los gastos de un proceso que por amor a la justicia. Por encima de estas falsas virtudes, es posible que, aún en el hombre en pecado mortal, existan verdaderas virtudes morales adquiridas. Muchos practican la sobriedad por vivir según el dictado de la razón; por el mismo motivo pagan sus deudas y enseñan cosas buenas a sus hijos. Pero mientras el hombre permanezca en estado de pecado mortal, estas virtudes están en una situación muy poco estable (in statu dispositionis facile mobilis), y no en el estado de virtud sólida y verdadera (difficile mobilis). ¿Por qué? Porque en tanto el hombre se encuentra en estado de pecado mortal, su voluntad se halla habitualmente alejada de Dios; en lugar de amarle sobre todas las cosas, el pecador se ama a sí más que a Dios. De donde se sigue una gran debilidad para cumplir el bien moral aun de orden natural. Además, las verdaderas virtudes adquiridas del hombre en pecado mortal, no tienen solidez, porque no tienen conexión, no están suficientemente apoyadas por las virtudes morales próximas que con frecuencia faltan. Tal soldado, por ejemplo, naturalmente inclinado actos de valor, tiene el vicio de emborrarse. Y sucede que, ciertos días, por intemperancia, se olvida de la virtud adquirida de fortaleza y descuida sus deberes esenciales de soldado. Este hombre por temperamento inclinado al valor, no tiene la virtud de fortaleza en el verdadero estado de la virtud. La intemperancia le hace faltar a la prudencia, aún cuando se trata de ser valeroso. La prudencia, que debe dirigir todas las virtudes morales, supone, en efecto, que nuestra voluntad y nuestra sensibilidad están habitualmente rectificadas con relación al fin de estas virtudes. Uno que conduce varios caballos enganchados a un carro, necesita que cada uno de ellos esta domado y sea dócil. Ahora bien, la prudencia es como el conductor de todas las virtudes morales, ―auriga virtutum” y debe tenerlas, por decirlo así, a todas en la mano. Una no camina sin la otra, porque todas están en conexión con la prudencia que las dirige. Por consiguiente, para que las verdaderas virtudes adquiridas no estén solamente en estado de disposición inestable, para que se encuentren en el estado de virtud sólida (in statu virtutis), preciso es que estén conexas o formando unidad; y para esto es necesario que el hombre no esté ya en estado pecado mortal, sino que su voluntad esté rectificada con relación al último fin. Es preciso que ame a Dios más que a sí mismo, al menos con un amor de estima, real y eficaz, si no con un amor de sentimiento. Y esto es imposible fuera del estado de gracia y de caridad. Mas después de la justificación o conversión, estas verdaderas virtudes adquiridas pueden llegar a ser verdaderas virtudes estables (in status virtutis); pueden hacerse conexas, es decir, apoyarse las unas en las otras. En fin, bajo la influencia de la caridad infusa, llegan a ser el principio de actos merecedores de la vida eterna. Algunos teólogos, como Duns Scoto, han pensado aún, por esta razón, que ni siquiera es necesaria en nosotros la existencia de las virtudes infusas. 2.
Las virtudes morales infusas
Las virtudes morales adquiridas de que acabamos de hablar, ¿son suficientes, bajo la acción de la caridad, para constituir el organismo espiritual de las virtudes en el cristiano? ¿O será preciso que recibamos las virtudes morales infusas? Es preciso que los medios estén proporcionados al fin. Ahora bien, por las virtudes teologales infusas somos elevados y enderezados hacia el fin último sobrenatural. Es muy natural, pues, que lo seamos mediante las virtudes morales infusas con relación a los medios sobrenaturales capaces de conducirnos a nuestro fin sobrenatural.
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Dios no provee menos a nuestras necesidades en el orden de la gracia que en el orden de la naturaleza. Si, pues, en este último nos ha dado capacidad para practicar las virtudes morales adquiridas, se sigue necesariamente que, en el orden de la gracia, nos ha de dar las virtudes morales infusas. Las virtudes morales adquiridas no bastan para que el cristiano aspire, como conviene, a los medios sobrenaturales conducentes a la vida eterna. Hay, en efecto, dice Santo Tomás, una diferencia esencial entre la templanza adquirida, enseñada ya por los moralistas paganos, y la templanza cristiana de que habla el Evangelio. Hay aquí una diferencia análoga a la que hay en una octava, entre dos notas musicales del mismo nombre, separadas por una gama completa. Con frecuencia se distingue la templanza filosófica y la templanza cristiana, o también la pobreza filosófica de Crates y la pobreza evangélica de los discípulos de Cristo. Como lo hace notar Santo Tomas, la templanza adquirida tiene regla y objeto formal distintos de los de la templanza infusa. Aquella guarda el justo medio en la comida para vivir racionalmente para no dañar a la salud, ni al ejercicio de la razón. La infusa en cambio, guarda el justo medio superior en los alimentos, para vivir cristianamente como un hijo de Dios, encaminado siempre hacia la vida sobrenatural de la eternidad. La segunda supone así una mortificación más estricta que la primera, y exige, como dice San Pablo, que el hombre castigue su cuerpo y la someta a (11), para poder ser, no sólo un ciudadano virtuoso durante su vida en la tierra, sino ―conciudadano de los santos, y miembro de la familia divina‖(12). La misma diferencia existe entre la virtud adquirida de religión, que debe dar a Dios, autor de la naturaleza, el culto que le es debido, y la virtud infusa de religión, que ofrece a Dios, autor de la gracia, el sacrificio esencialmente sobrenatural de la misa que perpetua en sustancia el de la Cruz. Entre estas dos virtudes que llevan el mismo nombre, existe mayor diferencia que entre las notas extremas de una octava, puesto que son de orden diferente; tanto que la virtud adquirida de religión o de templaza puede siempre ir en aumento por la repetición de actos, sin llegar jamás a la dignidad del más pequeño grado de la virtud infusa de ese nombre. Es una tonalidad esencialmente diversa; el espíritu que la anima no es el mismo. En la una es el espíritu de la recta razón solamente, mientras que en la otra es el espíritu de fe, que procede de Dios mediante la gracia. Son dos objetos formales y dos motivos de acción muy diferentes. La prudencia adquirida ignora los motivos sobrenaturales de acción; la prudencia infusa los conoce: como procede no solamente de la razón, sino de la razón esclarecida por la fe infusa, conoce la elevación infinita de nuestro último fin sobrenatural, Dios mismo contemplado cara a cara; conoce, como consecuencia, la gravedad el pecado mortal, el precio de la gracia santificante y de las gracias actuales que cada día hemos de pedir para perseverar, el valor de los sacramentos. La prudencia adquirida ignora en cambio todo esto que es de un orden esencialmente sobrenatural. ¡Qué diferencia entre la filosófica descrita por Aristóteles y la humildad cristiana que supone el conocimiento de los dos dogmas de la creación ―ex nihilo‖ y la necesidad de la gracia actual, para avanzar el menor paso en el camino de la salvación! ¡Qué diferencia igualmente entre la virginidad de la vestal ocupada en mantener vivo el fuego sagrado, y la de la virgen cristiana que consagra su cuerpo y su corazón a Dios, para seguir con mayor perfección a Nuestro Señor Jesucristo! Estas virtudes morales infusas son la prudencia cristiana, la justicia, la fortaleza, la templanza y sus acompañantes, como la mansedumbre y la humildad. Todas ellas están en conexión con la caridad en el sentido de que esta virtud, que nos ordena en cuanto a nuestro último fin sobrenatural, no puede existir sin ellas, sin estas múltiple rectificación respecto a los medios sobrenaturales de salvación . Además, aquel que por un pecado mortal pierde la caridad, pierde también las virtudes infusas; porque, al desviarse del fin sobrenatural, pierde la rectificación infusa de los medios proporcionados a ese 11 I Cor. IX,27 12 Efes., II, 19
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fin. Sin embargo no por eso pierde la fe ni la esperanza, ni las virtudes adquiridas; solamente estas cesan de guardar entre sí estabilidad y conexión. En efecto, el que está en pecado mortal se ama más que a Dios, y se inclina por egoísmo a faltar a sus deberes aun en las cosas de orden natural. 3.
Relación de las virtudes morales infusas y de las virtudes morales adquiridas.
Por lo que llevamos dicho es fácil explicarse las relaciones entre estas virtudes y su recíproca subordinación. En primer lugar, la facilidad de los actos de virtud no queda asegurada de la misma manera por las virtudes morales infusas que por las virtudes morales adquiridas. Las infusas dan facilidad intrínseca, pero no siempre excluyen los obstáculos extrínsecos, que se evitan mediante la repetición de actos que engendra las virtudes adquiridas. Así sucede v.g., cuando, por la absolución, las virtudes morales infusas, junto con la gracia santificante y la caridad, son devueltas a un penitente que, aún teniendo atrición de sus culpas, no posee las virtudes adquiridas. Tal el ebrio habitual que con atrición suficiente se confiesa por Pascua. Mediante la absolución, recibe, junto con la caridad, las virtudes morales infusas, incluso la templanza. Pero no la templaza adquirida. La virtud infusa que se comunica le da cierta facilidad intrínseca de realizar actos a que le obliga la sobriedad; pero esa virtud infusa no destruye los obstáculos extrínsecos que hubieran sido destruidos por los actos repetidos que engendran la templanza adquirida. Por eso, este penitente ha de vigilarse seriamente para evitar las ocasiones que lo arrastrarían a recaer en su pecado habitual. Por aquí se comprende que la virtud adquirida de la templanza, facilita grandemente el ejercicio de la virtud infusa correspondiente. 4.
¿Cuál es el modo de practicarlas?
Se han de practicar sin separar la una de la otra, de modo que la virtud adquirida vaya subordinada a la virtud infusa como para ayudarla. De esa forma, y en otro orden de cosas, en el artista que toca el arpa o el piano, la agilidad de los dedos adquiridas por el ejercicio, favorece el ejercicio del arte musical que reside, no en los dedos, sino en la inteligencia del artista. Si por una parálisis viene a perder la agilidad digital, acaso se verá obligado a cesar en sus actividades artísticas, a causa de un obstáculo extrínseco. Su arte, sin embargo permanece en su inteligencia práctica; pero nada más, ya que su realización dependía de esas funciones subordinadas que se realizaban conjuntamente. Este caso es idéntico al de la virtud adquirida y la virtud infusa del mismo nombre. Del mismo modo la imaginación está al servicio de la inteligencia y la memoria al de la ciencia. V.
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO
León XIII en su encíclica sobre el Espíritu Santo nos dice: “El justo que vive de la vida de la gracia y que opera mediante las virtudes, como con otras tantas facultades, tienen absoluta necesidad de los siente dones que comúnmente son llamados dones del Espíritu Santo. Mediante estos dones, el espíritu del queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y presteza a las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Igualmente estos dones son de tal eficacia, que conducen al hombre al más alto grado de santidad. Son tan excelentes, que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque en grado más perfecto. Gracias a ellos es movida el alma, y conducida a la
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consecución, de las bienaventuranzas evangélicas, esas flores que ve abrirse la primavera como señales precursoras de la eterna beatitud…..”
Los Dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidas en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidades las mociones del propio Espíritu Santo.
HÁBITOS SOBRENATURALES: En esto coinciden con las virtudes infusas. INFUNDIDOS EN LAS POTENCIAS DEL ALMA: También en esto se parecen a las virtudes infusas. Se infunden juntamente con la gracia santificante, de la que son inseparables. PARA RECIBIR Y SECUNDAR: 1. En primer lugar se ordenan a recibir la moción divina, y en este sentido puede ser considerados cono hábitos receptivos o pasivos. 2. Pero al recibir la divina moción, el alma reacciona vitalmente y la secunda con facilidad y sin esfuerzos gracias al mismo don del Espíritu Santo, que actúa en este segundo aspecto como hábito operativo. Son pues, hábitos pasivo-activos desde distintos punto de vista. CON FACILIDAD: Para eso se infunden precisamente. LAS MOCIONES DEL PROPIO ESPÍRITU SANTO: Este es el elemento principal que distingue específicamente a los dones de las virtudes infusas: la regla y motor a que se ajustan: 1. Las virtudes infusas, como ya vimos, se ajustan a la regla de la razón iluminada por la fe y bajo la moción de una simple gracia actual. 2. Los dones, en cambio, se ajustan a la regla divina bajo la moción inmediata del propio Espíritu Santo.
A.
Finalidad de los dones del Espíritu Santo
Tienen por objeto acudir en ayuda de las virtudes infusas en casos imprevistos y graves en que el alma no podría echar mano del discurso lento y pesado de la razón (por ejemplo, ante una tentación repentina y violentísima en que el pecado o la victoria es cuestión de un segundo) y, sobre todo, para perfeccionar los actos de las virtudes dándoles la modalidad divina propia de los dones inmensamente superior al modo humano a que tienen que someterse cuando las controla y regula la simple razón natural iluminada por la fe.
B.
Necesidad de los dones del Espíritu Santo
En el primero de los dos aspectos que acabamos de recordar (tentaciones violentas y repentinas), los dones son necesarios para la misma salvación del alma, y actúan sin falta en todos los cristianos en gracia si el alma no se hace indigna de ellos ya que Dios no falta nunca en los medios necesarios para la salvación. En el segundo aspecto (perfección de las virtudes) son absolutamente indispensables para alcanzar la perfección cristiana. Es imposible que las virtudes infusas alcancen su plena perfección y desarrollo mientras se vean obligadas a respirar el aire humano que les imprime forzosamente la razón natural iluminada por la fe, que las maneja y gobierna torpemente; necesitan el aire o modalidad divina de los dones, que es el único que se adapta perfectamente a su propia naturaleza sobrenatural y divina. En este sentido, las virtudes teologales son las que más necesitan la ayuda de los dones precisamente por su propia elevación y grandeza.
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El régimen de las virtudes infusas al modo humano constituye la etapa ascética de la vida cristiana; y el de los dones al modo divino, la etapa mística. No son dos caminos paralelos, sino dos etapas de un solo camino de perfección que han de recorrer todas las almas para lograr la completa expansión y desarrollo de la gracia santificante, recibida en forma de semilla o germen en el sacramento del bautismo.
C.
Función especifica de cada uno
1El don de Sabiduría: Perfecciona maravillosamente la virtud de la caridad, dándole a respirar el aire o modalidad divina que reclama y exige por su propia condición de virtud teologal perfectísima. A su divino influjo, las almas aman a Dios con amor intensísimo, por cierta connaturalizad con las cosas divinas, que las hunde, por sí decirlo, en las profundidades insondables del misterio trinitario. Todo lo ven a través de Dios, y todo lo juzgan por razones divinas, con sentido de eternidad, como si hubieran traspasado las fronteras del más allá. Han perdido por completo el instinto de lo humano y se mueven únicamente por instinto sobrenatural y divino. Nada puede perturbar la paz inefable de que gozan en lo íntimo de su alma. No les importa ni afecta nada de cuanto ocurre en este mundo. Poseen un ―gusto divino‖. 2El don del Entendimiento: Perfecciona la virtud de la fe, dándole una penetración profundísima de los grandes misterios sobrenaturales. 3El don de Ciencia: Perfecciona en otro aspecto al virtud de la fe enseñándole a juzgar rectamente de las cosas creadas, viendo en todas ellas, la huella o vestigio de Dios, que pregona su hermosura y su bondad inefables. 3El don de Ciencia: Perfecciona en otro aspecto al virtud de la fe enseñándole a juzgar rectamente de las cosas creadas, viendo en todas ellas, la huella o vestigio de Dios, que pregona su hermosura y su bondad inefables. 5El don de Piedad: Perfecciona la virtud de la justicia, una de cuyas virtudes derivadas es precisamente la piedad. Tiene por objeto excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre que está en los cielos. 6El don de Fortaleza: refuerza increíblemente la virtud del mismo nombre, haciéndola llegar al heroísmo más perfecto en su dos aspectos fundamentales: la resistencia y aguante frente a toda clase de ataques y peligros, acometida viril del cumplimiento del deber a pesar de todas las dificultades. 7- El don de Temor: en fin, perfecciona dos virtudes: Primariamente, la virtud de la esperanza, en cuanto nos arranca de raíz el pecado de presunción, que se opone directamente a ella por exceso, y nos hace apoyar únicamente en el auxilio omnipotente de Dios, que es el motivo formal de la esperanza. Secundariamente perfecciona la virtud cardinal de la templanza, ya que nada hay tan eficaz para frenar el apetito desordenado de placeres como el temor de los divinos castigos. VI. LOS PECADOS No es lo mismo pecado que vicio. El vicio es un hábito pecaminoso; el pecado es siempre un acto malo, omisión culpable de un acto bueno obligatorio. El vicio se adquiere con la repetición de actos pecaminosos.
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A.
ESENCIA DEL PECADO
Prescindiendo de la vieja controversia escolástica sobre si el pecado consiste formalmente en algo positivo o privativo. Todos los teólogos están de acuerdo en señalar los dos elementos que entran en su constitutivo interno y esencial: 1. la conversión a las criaturas, como el elemento material, 2. la aversión o alejamiento de Dios como elemento formal. 1.
La conversión a las criaturas
En todo pecado, en efecto, hay un goce ilícito de un ser creado contra la ley o el mandato de Dios. Es precisamente lo que busca e intenta el pecador al pecar (a excepción de los pecados satánicos, en los que se busca en primer lugar la ofensa de Dios). Alucinado el pecador por aquella momentánea felicidad que le ofrece el pecado, se lanza ciegamente hacia el, tomándolo como un verdadero bien, o sea, como algo conveniente para sí. No advierte que se trata tan sólo de un bien aparente, no real, que dejará en su alma, apenas gustado, la amargura del remordimiento y la decepción. 2.
La aversión o alejamiento de Dios
Es el elemento formal, la que constituye la quinta esencia del pecado. No se da propiamente hablando más que en el pecado mortal que es el único que realiza en toda su integridad la noción misma de pecado. El pecador se da cuenta de que con su acción gravemente prohibida, se aleja o separa de Dios, y, a pesar de eso, realiza voluntariamente esa acción. Para incurrir en ese elemento formal del pecado no hace falta tener intención de ofender a Dios (eso sería monstruoso y verdaderamente satánico); basta con que el pecador advierta claramente que aquella acción es incompatible con la amistad divina y a pesar de ello la realice voluntariamente, aunque sea con pena y disgusto de ofender a Dios. En todo pecado hay, pues, una verdadera ofensa a Dios, explícita o implícita. Todo verdadero desorden moral es un pecado que ofende a Dios por múltiples capítulos: Como Supremo Legislador, que tiene derecho a imponernos el recto orden de la razón mediante su divina ley, que el pecador quebranta voluntariamente y a sabiendas. Como Último Fin del hombre, porque el comete un pecado mortal se adhiere a una criatura, en la que constituye su último fin al preferirla y anteponerla al mismo Dios. Como Bien Sumo e Infinito, porque el pecador prefiere un bien creado, deleznable y perecedero, a la posesión eterna del bien infinito, que es incompatible con el pecado mortal. Como Supremo Gobernador, al tratar de substraerse a su supremo dominio. Aunque en vano porque, en el momento en que el pecador se sale de la esfera del dominio amoroso de Dios, incide fatalmente en la de su justicia inexorable. Somos prisioneros de Dios y no podemos sustraernos a su supremo Dominio: por las buenas o por las malas. Como Supremo Bienhechor, despreciando sus dones y prefiriendo las cosas creadas. El pecado es una monstruosa ingratitud para con Dios. Como Supremo Juez, no temiendo su castigo a pesar de saber que no podemos escaparnos de él. Por las nociones que acabamos de dar, ya se comprende que la raíz del pecado, o sea, lo que le hace psicológicamente posible, es la defectibilidad de la razón humana, en virtud de la cual el hombre puede incurrir en la gran equivocación de confundir el bien aparente como real y en la increíble insensatez de preferir un bien caduco o bien deleznable (el placer que proporciona el pecado) a la posesión eterna del Bien infinito.
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Todo pecado efectivamente supone un gran error en el entendimiento sin el cual sería psicológicamente imposible. Como ya dijimos al hablar del último fin del hombre y de los actos humanos, el objeto propio de la voluntad es el bien, como el de los ojos el color y el de los oídos el sonido. Es psicológicamente imposible que la voluntad se lance a la posesión de un objeto si el entendimiento no se lo presenta como un bien. Si se lo presentara como un mal, la voluntad lo rechazaría en el acto y sin vacilación alguna. Pero ocurre que el entendimiento, al contemplar un objeto creado, puede confundirse fácilmente en la recta apreciación de su valor al descubrir en él ciertos aspectos halagadores para alguna de las partes del compuesto (v.gr., para el cuerpo), a pesar de que, por otro lado, ve que presenta también aspectos rechazables desde otro punto de vista(v.gr., el de la moralidad). El entendimiento vacila entre ambos extremos y no sabe a que carta quedarse. Si acierta a prescindir del criterio de las pasiones, que quieren a todo trance inclinar la balanza a su favor, el entendimiento juzgará rectamente de las pasiones, y presentar el objeto a la voluntad como algo malo o disconveniente, y la voluntad lo rechazará con energía y prontitud. Pero si, ofuscado y entenebrecido por el ímpetu de las pasiones, el entendimiento deja de fijarse en aquellas razones de disconveniencia y se fija cada vez con mas ahínco en los aspectos halagadores para la pasión, llegará un momento en que prevalecerá en él la apreciación errónea y equivocada de que, después de todo, es preferible en las actuales circunstancias aceptar aquel objeto que se presenta tan seductor, y, cerrando los ojos al aspecto moral, presentara a la voluntad aquel objeto pecaminoso como un verdadero bien, es decir, como algo digno de ser apetecido; y la voluntad se lanzará ciegamente a él dando su consentimiento, que consumará definitivamente el pecado. El entendimiento, ofuscado por las pasiones, ha incurrido en el fatal error de confundir un bien aparente con un bien real, y la voluntad lo ha elegido libremente en virtud de aquella gran equivocación. Precisamente esta psicología del pecado, a base de la defectibilidad del entendimiento humano ante los bienes creados, es la razón profunda de la impecabilidad intrínseca de los bienaventurados en el Cielo. Al contemplar cara a cara la divina esencia como Verdad Infinita y al poseerla plenamente como supremo e infinito Bien, el entendimiento quedará plenamente anegado en el océano del Verdad y no le quedara ningún resquicio por donde pueda infiltrarse el más pequeño error. Y la voluntad, a su vez, quedará totalmente sumergida en el goce beatífico del supremo Bien y le será psicológicamente imposible desear algún otro bien complementario. En estas condiciones, el pecado será psicológicamente y metafísicamente imposible, como lo sería también en este mundo si pudiéramos ver con toda claridad y serenidad de juicio la infinita distancia que hay entre el bien absoluto y los bienes relativos. El pecado supone, siempre, una gran ignorancia y un gran error inicial ya que es un colmo de la ignorancia y del error conmutar el bien infinito por el goce fugaz y transitorio de un bien perecedero y caduco como el que ofrece el pecado.
B.
CONDICIONES Tres son las condiciones indispensables que requiere todo pecado: 1. Materia Prohibida: grave o levemente o, al menos, estimada como tal en la conciencia del pecador. 2. Advertencia del entendimiento a la malicia de la acción 3. Consentimiento o aceptación de parte de la voluntad La medida o grado en que se combinen estos elementos dará origen a un pecado grave o leve.
C.
PECADO MORTAL Y VENIAL
Como ya hemos insinuando, entre le pecado mortal y el pecado venial existe una diferencia objetiva y esencial. En el primero hay verdadera aversión o alejamiento de Dios; en el segundo, solo una ligera desviación del recto camino que conduce a El.
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1.
El Pecado Mortal Noción
El pecado mortal es la transgresión voluntaria a la ley de Dios en materia grave. Supone siempre la voluntaria aversión o alejamiento de Dios como fin ultimo por la conversión a las creaturas, desorden monstruoso, que lleva consigo un reato de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia. Es evidente que le pecador se aparta voluntariamente de Dios al cometer un pecado mortal, aun cuando proteste interiormente que no quiere ni intenta ofender a Dios con aquella acción. Porque sabe muy bien que, independientemente de sus apreciaciones o deseos subjetivos, el orden objetivo de la moralidad establecido por Dios prohíbe gravemente aquella acción, y, a sabiendas de todo ello, la realiza a pesar de todo. Esto supone, naturalmente, el alejamiento de Dios como último fin; porque desde le momento en que el pecador prefiere y elige el placer prohibido que le proporciona el pecado a sabiendas de que es incompatible con su fin último sobrenatural, muestra con toda claridad que con mayor motivo se entregaría a ese pecado si pudiera gozar eternamente el placer momentáneo que le ofrece. Si por un instante de dicha, fugaz y pasajero, acepta la posibilidad de quedarse sin su fin sobrenatural y eterno, ¡cuánto más se lanzaría a cometer ese pecado si pudiera permanecer impunemente en él durante toda la eternidad! En este sentido dice profundísimamente Santo Tomás que el pecador, al separarse de Dios, peca en su eternidad subjetiva. Y es muy justo que, si el pecador ha ofendido a Dios en su eternidad, le castigue Dios en la suya, como dice San Agustín. Malicia Por la noción que acabamos de dar, ya se comprende que el pecado mortal es le mayor de todos los males posibles, el único verdadero mal que puede caer sobre el hombre. Porque: Con relación a Dios: supone una gravísima injusticia contra sus supremo dominio, al substraerse con temeraria desobediencia de su divina ley y al substituír con idolátrica adoración a una criatura a los derechos de Dios. Supone también el desprecio a la amistad divina, la renovación de la causa de la muerte de Cristo y la violación del cuerpo del cristiano como templo del Espíritu Santo. Con razón dice Santo Tomás que, teniendo en cuenta la distancia infinita entre el creador y la criatura, el pecado encierra una maldad en cierto modo infinita. Con relación al Hombre: supone un suicidio espiritual del alma, que queda privada de la gracia divina, raíz de la vida sobrenatural; pierde todos los méritos contraídos durante toda su vida y el derecho a la gloria eterna; queda envilecida ante Dios y su propia conciencia, y muchas veces también ante los hombres; incurre en el reato de pena eterna y en la más odiosa esclavitud de Satanás. “ No hay catástrofe ni calamidad pública o privada que pueda compararse con la ruina que ocasiona en le lama un solo pecado mortal. Es la única desgracia que merece propiamente el nombre de tal, y es de tal magnitud, que no debería cometerse jamás, aunque con él se pudiera evitar una terrible guerra internacional que amenazase destruir a la humanidad entera, o liberar a todas las almas del purgatorio o del infierno. Sabido es que –según la doctrina católica- que no puede se más lógica y razonable para toso el que, teniendo fe, tenga además sentido común-, el bien sobrenatural de un solo individuo está por encima y vale infinitamente más que el bien natural de la creación universal entera, ya que pertenece a un orden infinitamente superior: el de la gracia y la gloria. Así como sería una locura que un hombre se entregase a la muerte para salvar a todas las hormigas del mundo –vale más un solo hombre que todas ella juntas-, del mismo modo sería una locura y ceguedad que un hombre sacrificase su bien eterno, sobrenatural, por salvar el bien temporal y meramente humano de la humanidad entera: no hay proporción alguna entre uno y otro. El hombre tiene obligación 13 de conservar su vida sobrenatural a toda costa, aunque se hunda el mundo entero”
13 ATONIO ROYO MARIN O.P., Teología de la Salvación, (BAC,n. 147), n. 52
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Condiciones que requiere Para que haya pecado mortal se requieren necesariamente tres cosas: a. Materia grave b. Plena advertencia por parte del entendimiento c. Plena aceptación o consentimiento por parte de la voluntad. a.
Materia Grave
Es cierto que no todos los pecados son iguales. No sólo existe una desigualdad esencial entre el pecado mortal y el venial (Cf. Dz.1020)sino incluso dentro de cada una de esas categorías hay infinidad de grados. La razón es porque caben distintos grados de desorden objetivo en las cosas malas y distintos grados de maldad subjetiva al cometerlas. El pecado mortal requiere siempre materia grave (al menos subjetivamente apreciada como tal), en sí misma o en las circunstancias que rodean al acto (v.gr., por razón del escándalo que pueden causar). Los criterios objetivos para conocer la gravedad del pecado son los siguientes: Sagrada Escritura: en las que se nos dice que ciertos pecados excluyen el Reino de los cielos: ―No sabéis que los injustos no poseerán el Reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los beodos, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el Reino de Dios‖ (I Cor 6, 9-10). Hay otros muchos textos. La Iglesia Católica: que puede dictaminar con su Magisterio solemne u ordinario acerca de la licitud o ilicitud de una acción o de los distintos grados de gravedad de los pecados. La Razón Teológica: que puede ponderar las razones que se requieren para que una acción envuelva grave desorden contra Dios o contra el prójimo o contra nosotros mismos. La sentencia común entre los teólogos tiene un peso considerable y apartarse de ella es manifiesta temeridad En general se consideran pecados mortales: Los que van directamente contra Dios o alguna de sus perfecciones (v. gr., idolatría, desesperación, blasfemia, etc.) Los que perjudican gravemente al prójimo en su salud, en su vida, en su fortuna o en su honra. Los que suponen un grave desorden contra el fin intentado por la naturaleza (v. gr., la delectación impura fuera del legítimo matrimonio) Los que se oponen gravemente a un fin importante pretendido por laley (v.gr., la lectura de libros prohibidos por la Iglesia) y otros semejantes. Teniendo en cuenta estos criterios, los teólogos suelen dividir los pecados mortales en dos categorías principales con relación a su gravedad: Los que siempre son mortales ( “ex toto genere suo” ) Los que son mortales, pero no siempre ( “ex genere suo” ) b.
Advertencia Perfecta
Por parte del entendimiento se requiere para el pecado mortal la advertencia plena a la grave malicia de la acción pecaminosa: No se requiere la advertencia actual sino que basta la virtual que se puso al principio de la acción y continúa influyendo durante toda ella.
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Basta la advertencia plena a la causa que la producirá tal efecto pecaminoso, aunque en el momento de producirse el efecto malo ya no se tenga advertencia alguna: el pecado se cometió al poner voluntariamente la causa. No basta la advertencia perfecta a la materialidad de la acción; es preciso advertir su relación con la moralidad No se requiere advertencia clara y distinta a toda la malicia objetiva de la acción. Basta que se advierta plenamente que se trata de una acción gravemente prohibida. Signos de advertencia imperfecta: A veces es difícil averiguar con certeza si hubo o no la suficiente advertencia para constituir verdadero pecado mortal. Los moralistas suelen sugerir las siguientes conjeturas pero no siempre son infalibles: Si se realizó la acción en estado semidormido o semiembriagado o casi sin darse cuenta. Si se trató de un arrebato del todo imprevisto o impremeditado. Si el pecador apenas recuerda lo que realizó o estima que jamás lo hubiera realizado si lo hubiera advertido seriamente antes de hacerlo c.
Consentimiento Perfecto
Además de la advertencia por parte del entendimiento, se requiere el consentimiento por parte de la voluntad; o sea que la voluntad realice o acepte el acto pecaminoso a pesar de advertir claramente que es malo e inmoral. Efectos del pecado Mortal He aquí los principales efectos que causa en el alma un solo pecado mortal voluntariamente cometido: Pérdida de la gracia santificante, de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo, que constituyen un verdadero tesoro divino, infinitamente superior a todas las riquezas materiales de la creación entera. Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma, que es incompatible con la aversión a Dios propia del pecado mortal. Pérdida de todos los méritos adquiridos en toda su vida pasada, por larga y santa que fuera. Feísima mancha en el alma que la deja tenebrosa y horrible a los ojos de Dios. Esclavitud de Satanás, aumento de las malas inclinaciones, remordimiento einquietud de conciencia. Reato de pena eterna. 2.
El Pecado Venial Noción
El pecado venial es una transgresión voluntaria de la ley de Dios en materia leve. No supone aversión de Dios, sino tan sólo una desviación en el recto camino que conduce a El. El nombre viene de “venia”, aludiendo a la venia o perdón que fácilmente se concede a una pequeña falta. Un ejemplo aclarará estos conceptos. El que comete un pecado mortal es como el viajero que, caminando hacia un punto determinado, se pone de pronto completamente de espaldas a él y comienza caminar en sentido contrario. El que comete un pecado venial, en cambio, se limita a hacer un rodeo o desviación del recto camino, pero sin perder la orientación fundamental hacia el punto donde se encamina 3.
División
Se distinguen tres clases de pecados veniales:
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a) POR SU PROPIO GÉNERO son veniales aquellos pecados que envuelven tan sólo un pequeño desorden moral (v.gr., una mentira jocosa, una palabra ociosa, etc.). b) POR PARVEDAD DE MATERIA son veniales aquellos pecados que, aunque de suyo están gravemente prohibidos, la insignificancia de la materia les hace tan sólo veniales (v.gr., el robo de una peseta). c) POR LA IMPERFECCIÓN DEL ACTO pasan a veniales aquellos pecados cuya materia es grave, pero que se realizaron con insuficiente advertencia y consentimiento (v.gr., pensamientos impuros semiconsentidos). 4.
Efectos del pecado venial
Aunque es cierto que entre el pecado venial y el mortal media un abismo, no lo es menos que el pecado venial, en cuanto ofensa de Dios, es un mal incomparablemente superior a todas las desgracias y calamidades humanas que pueden afligir al hombre y aun al Universo entero. He aquí algunos de sus desastrosos efectos: EN ESTA VIDA: I.° Nos priva de muchas gracias actuales que el Espíritu Santo tenía vinculadas a nuestra perfecta fidelidad. Inmenso tesoro perdido. 2.° Disminuye el fervor de la caridad y hace que nuestra vida cristiana transcurra en la vulgaridad más insubstancial. 3º. Aumenta las dificultades para la práctica de la virtud, que cada vez se nos presenta más difícil y cuesta arriba. 4º. Predispone al pecado mortal, que vendrá, sin duda, muy pronto si no se reacciona enérgicamente. EN LA OTRA VIDA: I.° Da origen a un largo y espantoso purgatorio, que se hubiera podido evitar con un poco más de delicadeza en el servicio de Dios. 2º. Impide un mayor aumento de gloria en el cielo para toda la eternidad. Pérdida inmensa e irreparable. 3º. El grado de gloria que Dios obtendrá de nosotros será inferior al que hubiera obtenido sin aquellos pecados veniales. Si los bienaventurados fueran capaces de sufrir, esta consideración les haría morir de dolor. 5.
Tránsito del venial al mortal y viceversa.
El pecado venial, objetivamente considerado, puede hacerse subjetivamente mortal de los siguientes modos: 1.° POR CONCIENCIA ERRÓNEA O SERIAMENTE DUDOSA ACERCA DE LA MALICIA GRAVE DE UNA ACCIÓN. Y así, v.gr., si uno cree que cualquier pequeña mentira en el tribunal de la penitencia (incluso las que no pertenecen a la integridad de la confesión, como la edad del penitente) es pecado grave, peca mortalmente si la dice y profana sacrílegamente el sacramento. 2.° POR EL FIN GRAVEMENTE MALO, como el que injuria levemente al prójimo con el fin de hacerle pronunciar una blasfemia. 3º. POR ACUMULACIÓN DE MATERIA en los pecados que la admitan; v.gr., el que comete varios hurtos pequeños hasta llegar a materia grave peca mortalmente en el que alcanza la cantidad grave (y ya en el primero si tenía intención de llegar a la cantidad grave). 4.° POR DESPRECIO FORMAL de una ley que obliga sólo levemente (por la grave injuria al legislador).
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5º. POR EL PELIGRO PRÓXIMO DE CAER EN EL MORTAL Si incurre en el venial (v.gr., el que por simple curiosidad acude a un espectáculo sospechando seriamente que será para él ocasión de pecado grave). 6.° POR RAZÓN DEL ESCÁNDALO GRAVE que ocasionará verosímilmente (v.gr., el sacerdote que por simple curiosidad entrara en plena fiesta en una sala de baile de mala fama). A su vez, un pecado mortal por su propio objeto o materia puede hacerse simplemente venial por los siguientes capítulos: a) POR CONCIENCIA ERRÓNEA, con tal que sea invencible o inculpable. b) POR IMPERFECCIÓN DEL ACTO, O sea por falta de la suficiente advertencia o consentimiento. c) POR PARVEDAD DE LA MATERIA en los pecados que la admitan.
D. I.
DISTINCIÓN ESPECÍFICA DE LOS PECADOS
Importancia de la cuestión. Es del todo indispensable el conocimiento de la distinción específica de los pecados:
a) POR EL PRECEPTO DIVINO DE CONFESAR LOS PECADOS GRAVES EN SU ESPECIE ÍNFIMA. Lo ha definido expresamente el concilio de Trento con las siguientes palabras: «Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la Penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que con debida y diligente premeditación se tenga memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian la especie del pecado..., sea anatema" (D 917). La misma doctrina enseña y manda el Código canónico (cn.9o1). b) POR LA NATURALEZA MISMA DE LAS COSAS, ya que sin este conocimiento sería imposible el estudio científico de la teología moral y la recta formación de la propia conciencia cristiana. 2.
Principios de distinción
Suelen señalarse tres, aunque en realidad pueden reducirse a uno solo: 1º. La distinción específica de los pecados se toma de los distintos objetos formales a que se refieren. Es el principio propuesto por el Doctor Angélico, que resume y encierra a los demás. La razón es porque los actos se especifican por su objeto; luego el objeto moral desordenado es el que especifica a los pecados. El objeto moral desordenado, en el sentido en que lo tomamos aquí, incluye también las circunstancias que redundan en la esencia moral. Tres pecados comete el que mata a un sacerdote en la iglesia: homicidio, sacrilegio personal (sacerdote) y sacrilegio local (en la iglesia). 2.° Se toma también por oposición a las distintas virtudes, o a la misma virtud, pero de distinto modo. Por oposición a cuatro virtudes distintas comete cuatro pecados diversos el que, teniendo voto de castidad, peca con una consanguínea casada: contra la castidad, la religión (voto), la piedad (pariente) y la justicia (casada).
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A la esperanza se oponen dos pecados contrarios: uno por exceso, la presunción, y otro por defecto, la desesperación. 3º. Se toma, finalmente, por oposición a preceptos formalmente distintos. Comete tres pecados distintos el que quebranta un ayuno que le obligaba por precepto de la Iglesia, por penitencia sacramental y por voto especial de ayunar ese día. Son tres preceptos distintos. Pero comete un solo pecado el que no oye misa el día de la Asunción que cayó en domingo. Porque el precepto de oír misa ese día se refunde con el dominical y no forman más que uno.
E. 1.
DISTINCIÓN NUMÉRICA DE LOS PECADOS
Sentido
Es evidente que dos pecados específicamente distintos entre sí (v.gr., el robo y la calumia) se distinguen también numérimente (son dos pecados específica y numéricamente). Pero ahora tratamos de averiguar cómo se multiplican los pecados dentro de una misma especie, o sea cuántos pecados comete el que realiza una misma acción varias veces. La razón de preguntarlo es porque puede haber varios actos moralmente unidos entre sí o un solo acto que tienda a varios objetos a la vez. 2.
Principios fundamentales Son los siguientes:
1.° Se cometen tantos pecados numéricamente distintos cuantos sean los objetos totales moralmente diversos, aunque se realicen bajo un mismo impulso de la voluntad e incluso con un solo acto externo. Y así, v.gr., comete dos pecados distintos el que se produce dos poluciones distintas o fornica dos veces distintas, aunque sean seguidas y sin interrupción alguna. Porque cada uno de esos actos constituye un pecado total y completo en su género. El que con una sola explosión mata a diez personas comete diez homicidios distintos (si los previó de algún modo, al menos en forma confusa); el que con una sola acción escandaliza a diez personas comete diez pecados de escándalo, etc. La razón es porque cada una de esas personas muertas o escandalizadas no es una parte de las otras, sino que forma por sí sola un objeto total, distinto e independiente de los demás. Comete un solo pecado el que, intentando matar a su enemigo, compra el arma, busca la ocasión y le golpea o hiere repetidas veces hasta matarle. Lo mismo que el que toca deshonestamente a una mujer como preparación para fornicar con ella; pero si al principio sólo se proponía aquellos tocamientos y luego se decidió a fornicar, comete dos pecados distintos, y no sería suficiente acusarse en la confesión del segundo sin el primero. 2.° Se cometen tantos pecados cuantos sean los actos de la voluntad moralmente interrumpidos. La interrupción puede sobrevenir de tres maneras: 1ª POR REVOCACIÓN DE LA VOLUNTAD. Y así, por ejemplo, el que se entretiene voluntariamente en pensamientos lascivos, los rechaza y vuelve a tenerlos al cabo de un rato, incurre en dos pecados distintos por la interrupción voluntaria entre los dos. 2ª. POR VOLUNTARIA CESACIÓN DEL ACTO. Equivale al caso anterior, ya que en toda cesación voluntaria hay una revocación implícita. 3ª. POR INTERPOLACIÓN INVOLUNTARIA DE UN NOTABLE ESPACIO DE TIEMPO. Pero en este caso hay que establecer algunas distinciones. Y así:
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a) Si se trata de actos meramente internos (v.gr., pensamientos obscenos sin deseo de llevarlos a la práctica), se comete un nuevo pecado cada vez que se produzca una interrupción física, a no ser que sea brevísima (v.gr., un simple saludo, unas pocas palabras). La razón es porque esos actos meramente internos son completos en sí mismos, ya que no se ordenan a un acto exterior con el que pudieran unirse para formar moralmente uno solo. b) Los actos mixtos, o sea, los malos deseos, se interrumpen cuando se cambia de propósito, no antes. Y así, v.gr., el que intenta cometer un crimen continúa en el mismo pecado mientras compra el arma, busca la ocasión, etc. Pero cometería dos pecados si se arrepintiera de su mal propósito y volviera después a renovarlo. c) Los actos externos, o acompañados de una acción externa, se multiplican según el número de las acciones externas, acabadas o independientes. F.
CAUSAS DEL PECADO
Prescindiendo de la causa material, u objeto del pecado; de su causa formal, o aversión a Dios y conversión a la criatura, y de su causa final, que es el placer que proporciona y, en última instancia, la propia felicidad desordenadamente buscada, vamos a estudiar aquí la causa eficiente o productora del pecado. Santo Tomás dedica a este asunto diez cuestiones divididas en cuarenta y cinco artículos (I-II,75-84). Nosotros vamos a recoger aquí, muy brevemente, los principios más importantes y fundamentales, por no permitir otra cosa la índole y extensión de nuestra obra. El Doctor Angélico distingue las causas internas y las externas del pecado. Vamos a seguir este mismo orden. A) Causas internas del pecado ºEl pecado tiene cuatro causas internas. Dos próximas e inmediatas: el entendimiento y la voluntad; y otras dos remotas y mediatas: el apetito sensitivo, concupiscible e irascible, cuando el pecado se refiere a un bien sensible. a) POR PARTE DEL ENTENDIMIENTO, la causa del pecado es la ignorancia, o más propiamente el error en el último juicio práctico. En virtud de este fallo intelectual, el entendimiento juzga erróneamente que el acto ilícito o pecaminoso representa hic et nunc (aquí y ahora) un bien conveniente para el hombre o para su apetito sensitivo. Sin esta ignorancia o error intelectual, el pecado sería psicológicamente imposible, como ocurre con los bienaventurados en el cielo. b) POR PARTE DE LA VOLUNTAD, la causa del pecado es la ceguera con que sigue las sugestiones del entendimiento equivocado o la malicia con que ella misma prefiere el bien sensible y corporal que el pecado le propone al bien espiritual que le dicta la virtud. c) POR PARTE DEL APETITO CONCUPISCIBLE incitan al pecado las pasiones que en él residen, a saber: amor, odio, deseo, aversión o fuga, gozo y tristeza o dolor. Cuando recaen sobre objetos ilícitos, ofuscan al entendimiento y seducen a la voluntad para que adviertan y acepten el bien sensible que les propone a costa de su claudicación moral. d) POR PARTE DEL APETITO IRASCIBLE son responsables del pecado sus correspondientes pasiones: esperanza, desesperación, audacia, temor e ira, que pueden desmandarse fácilmente por los caminos del mal y arrastrar en su ruina al entendimiento y la voluntad, en cuyos actos (advertencia y consentimiento) consiste formalmente el pecado. Escolio. El egoísmo, causa universal interna del pecado. En realidad, la causa universal interna de todo pecado es el egoísmo, o amor desordenado de sí mismo. Porque amar a alguien es desearle algún bien; pero por el pecado se desea uno a sí mismo, desordenadamente, un bien sensible incompatible con el bien racional; luego el pecado procede siempre del egoísmo, o amor desordenado de sí mismo.
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El egoísmo se ramifica en las tres concupiscencias de que nos habla el apóstol San Juan (1 Io. 2,16). Porque el bien sensible que el hombre puede apetecer desordenadamente es triple: el relativo a la conservación del individuo y de la especie, que constituye la concupiscencia de la carne; el que recae sobre las cosas exteriores deleitables, tales como las riquezas, esplendor, lujo, etc., que da origen a la concupiscencia de los ojos; y el que resulta de la propia excelencia desordenadamente buscada, que es lo propio de la soberbia de la vida. B) Causas externas Causas externas del pecado son aquellas que mueven o excitan a las internas para que se lancen al pecado. A la voluntad nadie puede moverla inmediatamente, a excepción de Dios, que sólo la mueve al bien, jamás al mal. Al entendimiento pueden moverle indirectamente el hombre y el demonio, sugiriéndole el pecado. Al apetito sensitivo le mueven los objetos exteriores, ya sea con su presencia real o, al menos, aprehendida con la imaginación. Vamos a examinar por separado cada una de estas causas. a) La permisión divina Es un hecho que nada absolutamente ocurre en la creación entera sin la voluntad o permisión divina. No se mueve una hoja de un árbol ni cae un solo cabello de nuestra cabeza sin que Dios lo quiera o lo permita (cf. Mt. Io,3o). El pecado sería imposible sin la permisión de Dios. Pero nótese que una cosa es permitir el pecado y otra muy distinta causarlo. Dios no es causa directa ni indirecta del pecado, que, en cuanto tal, procede exclusivamente de la maldad o debilidad humana, azuzada por el demonio, las propias pasiones o los halagos del mundo. Pero Dios permite el pecado para sacar mayores bienes, ya sea para el propio pecador (mayor humildad o generosidad en el divino servicio después del arrepentimiento, etc.), ya para la manifestación de sus divinos atributos (misericordia, justicia, etc.). Sin la permisión del pecado original—causa remota de todos los desastres de la humanidad—no se hubiera realizado la encarnación del Verbo y redención del mundo por Jesucristo, que nos ha traído bienes incomparables, muy superiores a los perdidos por el pecado, hasta el punto de exclamar la misma Iglesia en su liturgia: «iOh dichosa culpa, que nos ha traído tan grande Redentor!» b) La tentación diabólica 1. El hecho y los modos. El oficio propio del demonio es tentar o atraer a los hombres al mal. Sin embargo, no todos los pecados que el hombre comete proceden de una previa sugerencia diabólica. El apóstol Santiago dice expresamente que «cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen» (Iac. 1,14). Pero es un hecho que el demonio se encarga muchas veces de incitarnos al mal. No directamente, ya que el demonio no puede actuar de una manera inmediata sobre nuestro entendimiento y voluntad, que son las potencias propiamente productoras del pecado; pero sí indirectamente, y esto de dos modos distintos: a. A modo de persuasión interna, o sea, instigando los sentidos internos, principalmente la imaginación y el apetito sensitivo, concupiscible o irascible, para entenebrecer el entendimiento y seducir la voluntad. b. Proponiendo externamente el objeto halagador de las pasiones o incluso apareciéndose en forma corporal permitiéndolo Dios (cf. 2 Cor. 11, 14; 1 Petr. 5,8). De cualquier forma que el demonio nos asalte, siempre y en todo caso podemos superarle con la gracia de Dios. San Pablo dice expresamente que «fiel es Dios y no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas ; antes dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla» (1 Cor. 10,13). No es pecado sentir la tentación, sino únicamente consentirla, o sea aceptarla y complacerse voluntariamente en ella.
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Esto es del todo cierto y seguro, por la expresa declaración del concilio de Trento (D 792) y la condenación de varias proposiciones de Bayo en sentido contrario (D 1050, 1051, 1075). 2. Proceso de la tentación. Para no confundir la tentación con el pecado y gobernarse rectamente en la práctica, es preciso tener en cuenta que en el proceso de la tentación pueden distinguirse tres momentos principales 4. 1º. Sugestión, o sea, mera representación o idea del mal, aparecida en la imaginación o en el entendimiento. En esta primera representación —por muy mala, pertinaz y duradera que sea—no hay todavía pecado, puesto que la voluntad no ha intervenido todavía para nada. Ya se comprende, sin embargo, que la voluntad debe actuar rechazando esa sugestión tan pronto advierta el entendimiento que es mala y rechazable. Si la voluntad se mostrara indiferente ante ella, podría incurrir en un verdadero pecado, como hemos explicado al hablar del consentimiento. Pero la simple mala sugestión o representación de suyo nunca es pecado antes de la intervención de la voluntad. 2º. Delectación o complacencia indeliberada. Es muy frecuente que de la simple sugestión o representación mala—sobre todo si es viva, interna y prolongada—se origine connaturalmente cierta complacencia o delectación, e incluso una impresión orgánica agradable o conmoción sensible natural y espontánea. Tampoco en esto consiste todavía el pecado mientras no intervenga la deliberación de la razón y el consentimiento de la voluntad, porque ese movimiento sensible, natural y espontáneo, no es deliberado ni libre. 3º. Libre consentimiento de la voluntad. Después que el entendimiento percibe la mala sugestión y la delectación sensible que ha despertado en el apetito juntamente con su malicia, si la voluntad rechaza en seguida ambas cosas, no hay pecado todavía; porque el pecado no está en sólo el entendimiento ni en la espontánea inclinación del apetito sensitivo, sino en la voluntad libre que se adhiere al mal. El pecado se inicia cuando el entendimiento advierte la maldad de la sugestión, pero sólo se realiza o consuma cuando la libertad da su libre aceptación o consentimiento, o sea, cuando admite, aprueba o retiene con complacencia aquella mala sugestión. 2.
Modo de vencer las tentaciones En la lucha y estrategia contra las tentaciones podemos distinguir tres momentos:
1. ANTES DE LA TENTACIÓN el alma debe vigilar y orar (Mt. 26,41) para no dejarse sorprender por el enemigo. Debe huir de las ocasiones de pecado y evitar la ociosidad, que es la madre de todos los vicios. Y debe depositar su confianza en Dios, en la Virgen María y en su ángel de la guarda, que pueden mucho más que el demonio tentador. 2. DURANTE LA TENTACIÓN ha de resistirla con energía apenas se produzca, o sea, cuando todavía es débil y fácil de vencer, ya sea directamente, haciendo lo contrario de lo que la tentación propone (v.gr., alabar a una persona en vez de criticarla); ya indirectamente (v.gr., distrayéndose, pensando en otra cosa que absorba la mente). Este segundo procedimiento es el más eficaz tratándose de tentaciones contra la fe o la pureza. 3. DESPUÉS DE LA TENTACIÓN ha de dar humildemente las gracias a Dios si salió victoriosa; arrepentirse en el acto, si tuvo la desventura de sucumbir, y aprovechar la lección para sucesivas ocasiones. En caso de duda, sobre si se consintió o no, debe hacerse un acto de contrición, por si acaso, y acusarse en la confesión de esa falta como dudosa.
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c) La intervención humana Los hombres que nos rodean pueden ser causas indirectas del pecado incitándonos al mal mediante sus escándalos, malos consejos y depravados ejemplos; y también cooperando al pecado propio, ya sea de una manera positiva (mandando, aconsejando, consintiendo, alabando, patrocinando o participando en nuestro pecado), ya negativa (no avisando, no impidiendo, no denunciando el crimen). Volveremos sobre esto al hablar del pecado de escándalo y de la cooperación al mal. d) Las cosas exteriores Pueden ser también causas impulsoras del pecado Guando, combinadas principalmente por la malicia de los hombres, se presentan en forma provocativa para la imaginación y el apetito sensitivo. Tales son los espectáculos inmorales, las fotografias o cuadros *artísticos» (eufemismo con que se disfraza muchas veces la procacidad más desvergonzada) y, en general, todo aquello que es de suyo apto para excitar el apetito desordenado del hombre y empujarle hacia el pecado. G.
EL PELIGRO DE PECADO
No se peca solamente cuando se realiza de hecho alguna acción pecaminosa, sino también cuando se pone uno voluntariamente y sin causa justificada en peligro próximo de pecar. Vamos a explicar este punto importantísimo. 1. Noción y división. En general se entiende por peligro la inminente contingencia de algún mal. De donde el peligro de pecado puede definirse en abstracto la inminente contingencia de ofender a Dios; y en concreto, todo aquello que nos mueve al pecado. El peligro de pecado puede ser:
3.
Principios fundamentales Teniendo en cuenta las anteriores divisiones, he aquí los principios morales a que hay que atenerse:
1º No es lícito exponerse voluntariamente y sin causa justificada a peligro próximo de pecar. La razón es clara. El que obra de esa forma incurre en loca temeridad y muestra claramente la poca importancia que le concede a la probable ofensa de Dios. Lo cual es ya injurioso a Dios y, por lo mismo,
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verdadero pecado. El pecado será grave o leve, según se trate de peligro de pecar gravemente o sólo levemente. 2.° Con justa y proporcionada causa es lícito exponerse a peligro próximo de pecar, tomando las cautelas necesarias para evitar el pecado. Nótese que se requieren indispensablemente esas dos condiciones: causa justa y proporcionada y empleo de las debidas cautelas para evitar el pecado a pesar del peligro. a) CAUSA JUSTA Y PROPORCIONADA la hay cuando lo exige la necesidad, o una gran conveniencia, o para impedir daños mayores. Y así, v.gr., el médico puede reconocer o tocar a una enferma aunque represente un peligro para él, con tal de no buscar el pecado y rechazar los movimientos desordenados que se presenten; el confesor puede oír confesiones escabrosas; la mujer casada puede acompañar a su marido a un espectáculo inconveniente para evitar un gran disgusto, malos tratos, etc., con tal que no sea intrínsecamente malo, como sería, v.gr., una representación blasfema, anticatólica o muy indecente. Sin embargo, cuando el peligro de pecar formalmente es de tal manera grave y próximo que se prevé con certeza moral que no podrá evitarse el pecado, no es lícito exponerse a él bajo ningún pretexto, ni siquiera para conservar la propia vida, ya que no hay razón alguna que pueda prevalecer contra la salud del alma. b) LAS CAUTELAS principales para evitar el pecado en medio del peligro son: la oración ferviente, el propósito firme de no ceder a la tentación, la vigilancia activa para no dejarse sorprender, etc. 3º. No es obligatorio evitar todo peligro próximo de pecar levemente o todo peligro remoto de pecar gravemente. La razón es porque, de lo contrario, la vida humana resultaría imposible. Sería menester »salir de este mundo», como dice el apóstol San Pablo (I Cor. 5,IO), ya que por todas partes se encuentran peligros próximos de pecar levemente o remotos de pecar gravemente. Basta evitar aquellos peligros que se prevean con naturalidad y sin esfuerzo y no exponerse voluntariamente a las ocasiones innecesarias que podrían producirlos.
H.
LOS VICIOS O PECADOS CAPITALES
Vamos a dar aquí unas breves nociones sobre los vicios o pecados capitales en general, reservando para la segunda parte de nuestra obra el estudio detallado de cada uno de ellos. 1. Noción Se designa con el nombre de vicios o pecados capitales aquellos afectos desordenados que son como las fuentes de donde dimanan todos los demás. Santo Tomás prefiere llamarlos vicios, más bien que pecados; porque se trata, efectivamente, no de actos aislados, sino de hábitos viciosos o malas inclinaciones, que empujan a toda clase de pecados y desórdenes. No siempre los vicios capitales son más graves que sus pecados derivados. Algunos no pasan de simples pecados veniales, como ocurre la mayor parte de las veces con la vanidad, la envidia, la ira y la gula; pero siempre conservan la capitalidad, en cuanto que son como la cabeza o fuente de donde proceden los demás. 2. Número Desde San Gregorio Magno suelen enumerarse siete vicios capitales: vanagloria, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira y acidia o tedio de las cosas espirituales.
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La mayor parte de los moralistas, en vez de la vanagloria, señalan la soberbia como vicio capital. Pero, con mejor visión—nos parece—, Santo Tomás de Aquino considera a la soberbia, no como simple pecado capital (uno de tantos), sino como la raíz de donde proceden todos los demás vicios y pecados. En este sentido, la soberbia es más que pecado capital: es la fuente de donde brotan todos los demás vicios y pecados, incluso los capitales, ya que, en definitiva, todo pecado supone el culto idolátrico de sí mismo, anteponiendo los propios gustos y caprichos a la misma ley de Dios, lo cual es propio de la soberbia. Santo Tomás justifica filosóficamente el número septenario de vicios capitales. He aquí, en esquema, su magnífica argumentación:
En el esquema anterior puede verse, en el grupo primero, que la vanagloria se refiere a un bien del alma, espiritual; la gula y la lujuria, a los bienes del cuerpo; y la avaricia, a las cosas exteriores. En el segundo grupo, la acidia se refiere al propio bien; la envidia, al bien ajeno sin deseo de venganza; y la ira, al bien ajeno con deseo de venganza. No cabe una clasificación más perfecta y ordenada. 3. Breve descripción de cada uno Dejando para su lugar correspondiente en la moral especial el estudio detallado de los vicios capitales en particular, vamos a dar aquí una breve noción de cada uno de ellos: I.° La vanagloria es el apetito desordenado de la propia alabanza. Busca la propia fama y nombradía sin méritos en que apoyarla o sin ordenarla a su verdadero fin, que es la gloria de Dios y el bien del prójimo. De ordinario no suele pasar de pecado venial, a no ser que se prefiera la propia alabanza al honor mismo de Dios o se quebrante gravemente la caridad para con el prójimo. PECADOS DERIVADOS. De la vanagloria, como vicio capital, proceden principalmente la jactancia, el afán de novedades, la hipocresía, la pertinacia, la discordia, las disputas y la desobediencia. REMEDIOS. LOS principales son: el conocimiento íntimo y sincero de sí mismo; la consideración de la inanidad del aplauso humano, y, sobre todo, el recuerdo de la humildad de Cristo. 2.° La avaricia. Es el apetito desordenado de los bienes exteriores. Cuando quebranta gravemente la justicia (robos, fraudes, etc.), es pecado mortal; pero, si sólo se opone a la liberalidad, no pasa de venial. PECADOS DERIVADOS son: la dureza de corazón hacia los pobres, la solicitud desordenada por los bienes terrenos, la violencia, el engaño, el fraude, el perjurio y la traición. REMEDIOS. Considerar la vanidad de los bienes terrenos, la vileza de este vicio y, sobre todo, los ejemplos de Cristo, pobre y desprendido. 3º. La lujuria. Es el apetito desordenado de los placeres sexuales. La lujuria perfecta es siempre pecado mortal, y sólo puede darse en ella pecado venial por la imperfección del acto (falta de advertencia o consentimiento perfecto), pero no por parvedad de materia.
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PECADOS DERIVADOS. Los principales son: ceguera espiritual, precipitación, inconsideración, inconstancia, amor desordenado de sí mismo, odio a Dios, apego a esta vida y horror a la futura. REMEDIOS. Oración frecuente y humilde, frecuencia de sacramentos, huida de las ocasiones y de la ociosidad, mortificaciones voluntarias, devoción a María. 4º. La envidia. Es tristeza del bien ajeno en cuanto que rebaja nuestra gloria y excelencia. De suyo es pecado mortal, porque se opone directamente a la caridad para con el prójimo; pero admite parvedad de materia, en cuyo caso no pasa de venial. Es uno de los vicios más viles en que se puede incurrir. PECADOS DERIVADOS. De la envidia proceden el odio, la murmuración, la difamación, el gozo en las adversidades del prójimo y la tristeza en su prosperidad. ¡Qué vileza tan grande! REMEDIOS. Los principales son: la consideración de la vileza y de los males que acarrea este feo vicio, la práctica de la caridad fraterna y de la humildad, el recuerdo de los ejemplos admirables de Cristo. 5° La gula. Es el apetito desordenado de comer y beber. Puede ser pecado mortal y venial. Es mortal: a) cuando se quebranta un precepto grave por el placer de comer o beber (v.gr., el ayuno o la abstinencia); b) cuando se infiere a sabiendas grave daño a la salud; c) cuando se pierde el uso de la razón (embriaguez perfecta); d) cuando supone un despilfarro grave; e) cuando se da grave escándalo, etc. Es venial cuando, sin llegar a ninguno de estos extremos, se traspasan los límites de lo discreto y razonable. PECADOS DERIVADOS son: la torpeza o estupidez del entendimiento, desordenada alegría, locuacidad excesiva, chabacanería y ordinariez en las palabras y gestos, lujuria e inmundicia, etc. REMEDIOS. Considerar los pésimos efectos que produce este vicio, mortificarse en el comer y beber, huir de las ocasiones (tabernas, etc.) y otros semejantes. 6.° La ira. Considerada como vicio, es el apetito desordenado de venganza. Puede ser pecado mortal cuando se desea el castigo de quien no lo merece, o más de lo que merece, pues entonces se quebrantan la caridad y la justicia. Pero suelen ser tan sólo veniales los movimientos espontáneos de ira procedentes del temperamento colérico o de un mal humor circunstancial. PECADOS DERIVADOS son: la indignación, el rencor, el clamor o griterío, la blasfemia, el insulto, la riña, etc. REMEDIOS. Recordar la mansedumbre y dulzura de Cristo, prevenir las causas de la ira, luchar con descanso en el dominio propio, etc. 7.° La acidia, en general, es lo mismo que pereza. Pero en sentido más estricto y propio se designa con ese nombre el tedio o fastidio de las cosas espirituales por el trabajo y molestias que ocasionan. Es somnolencia del ánimo y debilidad de la voluntad, que conduce a la inacción y ociosidad. Si en virtud de ella se omiten graves obligaciones, se comete pecado mortal; de lo contrario, es pecado venial, aunque muy peligroso y de fatales consecuencias. PECADOS DERIVADOS son: la malicia, el rencor, la pusilanimidad, la desesperación, la torpeza e indolencia en la guarda de los mandamientos y la divagación de la mente hacia las cosas ilícitas. REMEDIOS. La consideración de los trabajos de Cristo, de los peligros de la acidia, de la grandeza del premio eterno; la lectura espiritual, los consejos de un director, el trabajo y ocupación continuos, etc.
I.
LOS PECADOS QUE CLAMAN AL CIELO
La Sagrada Escritura habla de ciertos pecados que «claman al cielo». Ello ha motivado el examen especial de esa clase de pecados para determinar el verdadero alcance de esa expresión.
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1. Noción Se entiende por pecados que claman al cielo aquellos que envuelven una especial malicia y repugnancia abominable contra el orden social humano. No suponen necesariamente mayor gravedad que todos los demás pecados que se puedan cometer; pero, en virtud de su especial injusticia contra el bien social, parecen provocar la ira de Dios y la exigencia de un castigo ejemplar para escarmiento de los demás. 2.
Número y descripción. Tradicionalmente vienen señalándose cuatro:
1º El homicidio voluntario. Es un pecado horrendo que clama al cielo, sobre todo cuando se le añade la malicia específica contra la piedad en el fatricidio y, a fortiori, en el parricidio, que se opone en grado máximo a la conservación del individuo y de la sociedad. Por eso dijo Dios a Caín cuando asesinó a su hermano Abel: «La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra» (Gen. 4,10). 2.° La sodomía, o pecado de inversión sexual, se opone directamente a la propagación de la especie y al bien social, y en este sentido dama venganza al cielo. Así dice Dios en la Sagrada Escritura: «El clamor de Sodoma y Gomorra ha crecido mucho, y su pecado se ha agravado en extremo; voy a bajar, a ver si sus obras han llegado a ser como el clamor que ha llegado hasta mí» (Gen. 18,20-21). Sabido es que las ciudades nefandas que se entregaban a este pecado fueron destruidas por el fuego llovido del cielo (Gen. 19,24-25). 3.° La opresión de los pobres, viudas y huérfanos. Clama al cielo, no cuando significa la simple denegación de los beneficios de la misericordia que preceptúa la caridad (limosna, etc.), sino cuando se abusa de su condición humilde e impotente, obligándoles a servicios inicuos, impidiéndoles sus deberes religiosos, dándoles jornales de hambre y otras cosas semejantes, contra las cuales no se pueden defender ni exigir su reparación ante los hombres. Entonces es cuando estos crímenes claman al cielo y atraen sobre los culpables la indignación de Dios, según aquello de la Sagrada Escritura: «No maltratarás al extranjero ni le oprimirás... No dañarás a la viuda ni al huérfano. Si haces eso, ellos clamarán a mí, y yo oiré sus clamores, se encenderá mi cólera y os destruiré por la espada, y vuestras mujeres serán viudas, y vuestros hijos, huérfanos» (Ex. * 22,20-23) . ________________ * He aquí, a propósito de esto, unas palabras enérgicas de S. S. el papa Pío XII: «Que nadie de vosotros pertenezca al número de aquellos que, en la inmensa calamidad en que ha caído la familia humana, no ven sino una ocasión propicia para enriquecerse inicuamente, tomando pie de la miseria de sus hermanos y aumentando más y más los precios para obtener un lucro escandaloso. !Contemplad sus manos! Están manchadas de sangre, de la sangre de las viudas y de los huérfanos, de los niños y adolescentes, de los impedidos o retrasados en su desarrollo por falta de nutrición y por el hambre, de la sangre de miles y miles de infortunados de todas las clases del pueblo que derramaron sus camiceros con su innoble traficación. !Esta sangre, como la de Abel, clama al cielo contra los nuevos Caínes!" (AAS 37 [1945] 1 I2). 4.° La defraudación del salario al trabajador. Bajo cualquier pretexto que se haga, ya sea retrasando inicuamente el pago, o disminuyéndolo, o despidiendo sin causa a los obreros, etc., apoyándose precisamente en la impotencia de los mismos para defenderse eficazmente. En la Sagrada Escritura se condena con energía este crimen. He aquí algunos textos: «No oprimas al mercenario pobre e indigente... Dale cada día su salario, sin dejar pasar sobre esta deuda la puesta del sol, porque es pobre y lo necesita. De otro modo clamaría al Señor contra ti y tú cargarías con un pecado» (Deut. 24,14-15). «El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (Iac. 5,4) J.
LOS PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO
En el Evangelio se nos habla de ciertos pecados contra el Espíritu Santo, que no serán perdonados en este mundo ni en el otro (cf. Mt. 12,31-32; Mc. 3,28-30; Lc. 12,10). ¿Qué clase de pecados son ésos?
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1. Noción. Los pecados contra el Espíritu Santo son aquellos que se cometen con refinada malicia y desprecio formal de los dones sobrenaturales que nos retraerían directamente del pecado. Se llaman contra el Espíritu Santo porque son como blasfemias contra esa divina persona, a la que se le atribuye nuestra santificación. Cristo calificó de blasfemia contra el Espíritu Santo la calumnia de los fariseos de que obraba sus milagros por virtud de Belcebú (Mt. 12,24-32). Era un pecado de refinadísima malicia, contra la misma luz, que trataba de destruir en su raíz los motivos de credibilidad en el Mesías. 2. Número y descripción. En realidad, los pecados contra el Espíritu Santo no pueden reducirse a un número fijo y determinado. Todos aquellos que reúnan las características que acabamos de señalar, pueden ser calificados como pecados contra el Espíritu Santo. Pero los grandes teólogos medievales suelen enumerar los seis más importantes, que recogemos a continuación: 1º. La desesperación, entendida en todo su rigor teológico, o sea, no como simple desaliento ante las dificultades que presenta la práctica de la virtud y la perseverancia en el estado de gracia, sino como obstinada persuasión de la imposibilidad de conseguir de Dios el perdón de los pecados y la salvación eterna. Fué el pecado del traidor Judas, que se ahorcó desesperado, rechazando con ello la infinita misericordia de Dios, que le hubiera perdonado su pecado si se hubiera arrepentido de él. 2.° La presunción, que es el pecado contrario al anterior y se opone por exceso a la esperanza teológica. Consiste en una temeraria y excesiva confianza en la misericordia de Dios, en virtud de la cual se espera conseguir la salvación sin necesidad de arrepentirse de los pecados y se continúa cometiéndolos tranquilamente sin ningún temor a los castigos de Dios. De esta forma se desprecia la justicia divina, cuyo temor retraería del pecado. 3º. La impugnación de la verdad conocida, no por simple vanidad o deseo de eludir las obligaciones que impone, sino por deliberada malicia, que ataca los dogmas de la fe suficientemente conocidos, con la satánica finalidad de presentar la religión cristiana como falsa o dudosa. De esta forma se desprecia el don de la fe, ofrecido misericordiosamente por el Espíritu Santo, y se peca directamente contra la misma luz divina. 4.° La envidia del provecho espiritual del prójimo. Es uno de los pecados más satánicos que se pueden cometer, porque con él «no sólo se tiene envidia y tristeza del bien del hermano, sino de la gracia de Dios, que crece en el mundo» (Santo Tomás). Entristecerse de la santificación del prójimo es un pecado directo contra el Espíritu Santo, que concede benignamente los dones interiores de la gracia para la remisión de los pecados y santificación de las almas. Es el pecado de Satanás, a quien duele la virtud y santidad de los justos. 5º. La obstinación en el pecado, rechazando las inspiraciones interiores de la gracia y los sanos consejos de las personas sensatas y cristianas, no tanto para entregarse con más tranquilidad a toda clase de pecados cuanto por refinada malicia y rebelión contra Dios. Es el pecado de aquellos fariseos a quienes San Esteban calificaba de »duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo» (Act. 7,51). 6º. La impenitencia deliberada, por la que se toma la determinación de no arrepentirse jamás de los pecados y de resistir cualquier inspiración de la gracia que pudiera impulsar al arrepentimiento. Es el más horrendo de los pecados contra el Espíritu Santo, ya que se cierra voluntariamente y para siempre las puertas de la gracia. »Si a la hora de la muerte—decía un infeliz apóstata—pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis: es que estaré delirando».
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¿Son absolutamente irremisibles? En el Evangelio se nos dice que el pecado contra el Espíritu Santo «no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero» (Mt. 12,32). Pero hay que interpretar rectamente estas palabras. No hay ni puede haber un pecado tan grave que no pueda ser perdonado por la misericordia infinita de Dios si el pecador se arrepiente debidamente de él en este mundo. Pero, como precisamente el que peca contra el Espíritu Santo rechaza la gracia de Dios y se obstina voluntariamente en su maldad, es imposible que, mientras permanezca en esas disposiciones, se le perdone su pecado. Lo cual no quiere decir que Dios le haya abandonado definitivamente y esté decidido a no perdonarle aunque se arrepienta, sino que de hecho el pecador no querrá arrepentirse y morirá obstinado en su pecado. La conversión y vuelta a Dios de uno de estos hombres satánicos no es absolutamente imposible, pero sería en el orden sobrenatural un milagro tan grande como en el orden natural la resurrección de un muerto.
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VIRTUDES CARDINALES
I. PRUDENCIA
RECTA RAZÓN EN EL OBRAR (Aristóteles)
VIRTUD ESPECIAL INFUNDIDA POR DIOS EN EL ENTENDIMIENTO PRÁCTICO PARA EL RECTO GOBIERNO DE NUESTRAS ACCIONES PARTICULARES EN ORDEN AL FIN SOBREENATUAL
1.Consejo I. FUNCIONES O ACTOS
II. DIVISION
A. INTEGRALES
III. PARTES B. SUBJETIVAS
C. POTENCIALES IV. VICIOS OPUESTOS
A. MANIIFESTAMENTE CONTRARIOS B. FALSAMENTE PARECIDOS
2.Juicio 3. Imperio 1.P. de la Carne 2. P. Natural o Adquirida 3. Sobrenatural o Infusa 4. Mística 1. Memoria de lo pasado 2. Inteligencia de lo presente 3.Docilidad 4. Sagacidad 5. Razón 6. Providencia 7. Circunspección 8. Cautela o precaución 1. P. Personal a. Gubernativa b. Política 2. P. Social c. Familiar d. Militar 1. Eubilia o buen consejo 2. Synesis o Sensatez 3. Gnome o Juicio Equitativo (Cfr. Epiqueya) 1. Imprudencia: Precipitación – Inconsideración Inconstancia 1. Negligencia: P. de la carne – Dolo – Fraude – Solicitud excesiva de las cosas temporales
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II. JUSTICIA
VOLUNTAD CONSTANTE Y PERPETUA DE DAR A CADA UNO LO QUE LE CORRESPONDE ESTRICTRAMENTE
I. NOTAS CARACTERISTICAS A. INTEGRALES
B. SUBJETIVAS
II. PARTES
1. Alteridad 2. Derecho estricto 3. Adecuación exacta 1. Hacer el bien: no cualquiera, sino el debido a otro 2. Evitar el mal: no cualquiera, sino el nocivo a otro 1. JUSTICIA GENERAL: LEGAL del súbdito a la comunidad a. DISTRIBUTIVA: De la comunidad al súbdito: 2. JUSTICIA PARTICULAR b. JUSTICIA CONMUTATIVA: Entre personas privadas a.1. RELIGION: Respecto de Dios a.2. PIEDAD: respecto de los padres a. Por defecto de igualdad a.3. OBSERVANCIA: Respecto del superior DULIA - OBEDIENCIA b.1. GRATITUD: Por los beneficios recibidos b.2. JUSTO CASTIGO: Por las injurias recibidas
C. POTENCIALES
b. Por falta de Débito estricto
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b.3. En orden a la Verdad: * En las Promesas : FIDELIDAD * En las palabras y hechos: SIMPLICIDAD b.4. En el trato con los demás: AFABILIDAD B.5. Para moderar el amor a las riquezas: LIBERALIDAD b.6.: Para apartarde de la letra de la ley: EPIQUEYA O EQUIDAD
CIERTA FIRMEZA DE ANIMO (Condición General)
III. FORTALEZA VIRTUD ESPECIAL: VIRTUD CARDINAL INFUNDIDA CON LA GRACIA SANTIFICANTE QUE ENARDECE EL APETITO IRASCIBLE Y LA VOLUNTAD PARA QUE NO DESISTAN DE CONSEGUIR EL BIEN ARDUO O DIFICIL NI SIQUIERA POR EL MAXIMO PELIGRO DE LA VIDA CORPORAL El máximo: el temor de la muerte
1. Atacar 2. Resistir: El principal
y más dificil Con la Fortaleza
ACTO PRINCIPAL: Con la Fe
MARTIRIO I. ACTOS
III. VICIOS OPUESTOS
ACTO DE LA VIRTUD DE LA FORTALEZA POR EL QUE SESUFRE VOLUNTARIAMENTE LA MUERTE EN TESTIMONIO DE LA FE O DE CUALQUIER VIRTUD CRISTIANA RELACIONADA CON LA FE
Se relaciona Con la Caridad
Con la Paciencia
Condiciones Esenciales
Aceptada voluntariamente En defensa de la fe u otra virtud cristiana
1. Temor o Cobardía 2. Impasibilidad o Indiferencia 3. Audacia o temeridad a. Para acometer cosas grandes: PARTES INTEGRALES Y POTENCIALES:
IV. PARTES
No tiene partes subjetivas * Integrales: Cuando se refiere por tratarse de una a los peligros de muerte materia muy especial y del todo determinada: los peligros dela muerte * Potenciales (v. derivadas) cuando se refieren a peligros menores
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*Con prontitud de ánimo: *MAGNANIMIDAD *Sin desisitir a pesar de los grandes gastos que ocasionan: *MAGNIFICENCIA b. Para resistir las dificultades: * Causadas por las trisrtezas de los males presentes: *PACIENCIA *LONGANIMIDAD * Para abandonar la resistencia por la prolongacion del sufrimiento: * PERSEVERANCIA * CONSTANCIA
IV. TEMPLANZA
MODERACION QUE IMPONE LA RAZON EN TODA ACCION Y PASION (Condición General)
I. PARTES INTEGRALES
VIRTUD ESPECIAL: VIRTUD SOBRENATURAL QUE MODERA LA INCLINACION A LOS PLACERES SENSIBLES, ESPECIALMENTE DEL TACTO Y DEL GUSTO, CONTENIENDOLA DENTRO DE LOS LIMITES DE LA RAZON
1. Vergüenza: o temor al oprobio 2. Honestidad: o amore al decoro 1. Sobre la nutrición
II. PARTES SUBJETIVAS
2.Sobre la generación
a. En la comida ABSTINENCIA b. En la bebida: SOBRIEDAD a. Temporalmente: CASTIDAD b. Perpetuamente: VIRGINIDAD
1. CONTINENCIA: contra las delectaciones del tacto 2. MANSEDUMBRE: contra la ira
III. PARTES POTENCIALES
IV. VICIOS OPUESTOS
3. CLEMENCIA: contra el rigor del castigo a. En la estima de sí mismo: HUMILDAD b. En el deseo de la ciencia: ESTUDIOSIDAD c. En los movimientos del cuerpo: 4. MODESTIA MODESTIA CORPORAL d. En los juegos y diversiones: EUTRAPELIA e. En los vestidos y adornos: MODESTIA EN EL ORNATO 1. INTEMPERANCIA 2. INSENSIBILIDAD EXCESIVA
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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS
TEOLOGÍA II
UNIDAD VII VIRTUDES TEOLOGALES
LA FE TEOLOGAL
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LA FE TEOLOGAL Primera Parte Lo que es la Fe Teologal nos lo dice la carta a los Hebreos en texto básico: “La Fe es la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos”. Heb 1.1 Esta es una definición de la fe que resulta un tanto difícil por la paradoja que entraña esta expresión: La fe es un comienzo o fundamento de lo que se espera una granita de la vida futura invisible. Dice San Pablo: “Convicción de lo que no vemos”. En principio, convicción hace alusión a lo que vemos; convicción es lo que tenemos conocimiento cierto. De lo que no vemos no cabria convicción, ni asentimiento profundo ni definido. ¿Por qué entonces decimos que la fe es convicción de lo que no vemos? También dice San Pablo: “firme seguridad de lo que esperamos” y de nuevo aquí la paradoja: la seguridad es de lo que tenemos bien fijo, la casa bien cimentada, el árbol bien arraigado, el barco bien anclado en el puerto. Lo seguro es lo que se tiene, se posee, se domina. ¿ y cómo es seguridad de lo que no tenemos? En esta paradoja en los términos de la fe aparece lo peculiar de esta virtud. Podemos tener convicción de lo que no vemos, asentimiento firme da aquello que no vemos, porque tenemos una GARANTIA SUPERIOR A NUESTRA PROPIA VISTA, A NUESTRA PROPIA INTELIGENCIA; ES EL CONOCIMIENTO DE DIOS QUE SE MANIFIESTA, LA PALABRA DE DIOS, que vale mas que la nuestra, la INTELIGENCIA DE DIOS. De allí le viene esta seguridad y esta garantía: a esto que nosotros no vemos, lo ve Dios. El Conc. Vaticano I nos da una descripción más técnica, mas precisa, mas explícita de lo que es la fe teologal:
― La fe es una virtud sobrenatural por la que, inspirados y ayudados por la gracia de Dios, creemos que son verdaderas las cosas reveladas por El, no la verdad intrínseca de la cosas percibida por la luz natural de la razón, sino la autoridad del mismo Dios que revela que no puede engañarse ni engañar”. Virtud Sobrenatural: es una virtud, es decir algo permanente, una sobrecapacidad de nuestra inteligencia. Sobrenatural: es un don de Dios, es una virtud infusa. Por la que inspirados y ayudados por la gracia de Dios: en la fe como para todo acto sobrenatural hacen falta dos cosas una parte la iluminación, la inspiración en lo que tiene de conocimiento, la luminosidad; y por otra parte la fuerza de voluntad para asentir a la moción del Espíritu Santo, lo que tiene de fuerza motora nos lleva asentir. Por la que creemos que son verdaderas las cosas reveladas por El: el objeto de la fe, las verdades, los misterios revelados por Dios.
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No por la verdad intrínseca de las cosas percibidas por la luz natural de la razón: el objeto de la fe, los misterios revelados por Dios transcienden la capacidad natural de la inteligencia humana, por eso no se asiente a ellas por motivación científica, porque como dice San Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, lo que Dios ha preparado para los que le aman‖. Sino por la autoridad del mismo Dios que revela que no puede engañarnos: prestamos asentimiento a estas verdades POR LA AUTORIDAD DEL MISMO DIOS. Nuestra fe se apoya así en el conocimiento de Dios que no puede engañarse ni engañarnos, es verdadero y veraz. Una persona puede ser verdadera porque conoce la verdad, pero no veraz porque puede querer manifestarla y mentir a conciencia. Dios conoce toda la verdad y además es veraz, es fiel a su palabra en lo que dice. Con esta descripción del Concilio Vaticano I, tenemos enunciada la trascendencia de la virtud de la fe: Trascendencia del objeto: las verdades Trascendencia del motivo: la autoridad de Dios. Trascendencia del principio de nuestro asentimiento: La gracia de Dios actuando en la inteligencia, porque sin la gracia de Dios actuando en la inteligencia, porque sin la gracia de Dios, en los dos aspectos de iluminación y ayuda, la inteligencia humana sería totalmente incapaz, somos ciegos, invidentes a las verdades propias de Dios, pero Dios suple esta falta de luz, de inteligencia con su gracia de iluminación y con fuerza de atracción. LA NECESIDAD DE LA FE El ritual del Bautismo nos indica la finalidad de la fe; , en primer lugar para conseguir la vida eterna: - ¿Que pedís a la Iglesia? - La fe - Y la fe que nos da? - La vida eterna. La fe es necesaria para salvarse y para justificarse. Es necesaria a la persona y la sociedad, a la Iglesia. La fe es necesaria parar salvarse y justificarse: “Por su nombre cuantos crean en el recibirán el perdón de los pecados” (Hech.10,43) El haber creído es la condición indispensable para obtener el perdón de los pecados, para entrar en relación de amistad con Dios. Dice San Juan en su Evangelio: “Dioles el poder de llegar a ser Hijos de Dios a aquellos que creen en su Nombre”(Jn.1,12) La condición de filiación divina, esta dada en función de creer en la persona del Verbo. Por eso había escrito San Juan su Evangelio: “Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesucristo es el Hijo de Dios y para que creyendo tengáis vida por su nombre” (Jn. 20, 31). San Juan escribió su Evangelio para que creamos que Jesús es Dios y para que creyendo tengamos vida de justicia, de justificación en su Nombre”.
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“Porque sin la fe es imposible agradar a Dios” (Hech. 10, 40). Texto fundamental que repite en el Concilio de Trento y luego el Concilio Vaticano I, sobre la necesidad de la fe. Para ser justos, para vivir en gracia de Dios, es necesario ser gratos a Dios por ser donación de El. San Pablo dice en la carta a los Romanos: “El justo vivirá por la fe” (Rom. 1,17). La fe es principio y fundamento de toda justicia. El Concilio de Trento lo define así: “Porque sin la fe es imposible agradar a Dios”,y llegar al consorcio de El. A- La fe es necesaria a la sociedad, a la Iglesia, a sus hijos. Sin ella nadie es justificado ni conseguirá la vida eterna quien no permanece en ella hasta el fin. La fe es necesaria a la sociedad y la Iglesia. Con actos de fe empezó el nuevo reino de Cristo. Es notable el hecho de la felicitación que hace a María Santísima su prima Santa Isabel por haber creído: “ Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lucas 1, 45) La Encarnación y la Redención están pendientes del acto de fe de una persona, de María Santísima, con proyección de universalidad: por eso me llamarán bienaventurada todas las generaciones que van a ser beneficiarios de este asentimiento de María. San Bernardo el gran enamorado de la Virgen decía: “Has oído Virgen que concebirás y darás a luz un hijo, has oído que no será por obra de varón, sino, por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta ya es tiempo que vuelva al Señor que lo envío. También nosotros condenados por una sentencia divina, esperamos Señora tu palabra de misericordia. En tus manos está el precio de nuestra salvación, sin duda una breve respuesta, seremos renovados y llamados nuevamente a la vida”. (De las homilías de San Bernardo sobre las excelencias de la Virgen Madre) “El que creyere se salvará y el que no creyere se condenará” (Mc. 16,16) Dice San Pablo a los Efesios: “Habéis sido salvados mediante la fe” (Ef. 2,8) Y a los Gálatas: “Los nacidos de la fe esos son hijos de Abraham”. (Gal. 3,7) Los que tienen fe en Cristo son los hijos de Abraham. Aquí el Apóstol concreta la promesa a Abraham de una descendencia numerosísima, promesa hecha por Dios con proyección universal del pueblo de Dios, no restringida al Antiguo Testamento. Cuando San Pablo y San Juan en sus cartas insisten tanto en la necesidad de la fe para la salvación, entienden la fe primariamente como una adhesión intelectual y voluntaria a la palabra revelada, tanto actual como habitual y luego como actitud total de salvación, como adhesión plena a Cristo, existencia cristiana consecuente con la práctica de los mandamientos, fe que espera por la caridad. B.
¿Por qué es necesaria la fe desde la antropología sobrenatural?
Por razón natural podemos conocer la existencia de Dios, autor de la naturaleza, infalible en el conocer e infinitamente bueno. Toda persona sensata sabe que no lo conoce todo y si sabe que existe Dios se da cuenta que Dios está en posesión de verdades que nos trascienden y que Dios puede comunicarlo, porque es Persona y es Buena, y esta en relación de Persona con nosotros.
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Todas estas premisas son de razón natural y cuando la fe descubre objetivamente que existe un orden de verdades sobrenaturales, lo más natural, lo mas honesto, humanamente, antropológicamente es que den cabida a esta revelación y a este nuevo orden de verdades. Lo más humano es entonces, abrirse a la fe, abrirse a una perfección da conocimiento que nos viene dada de Dios, no conformarse con las verdades que podamos adquirir nosotros que por mucha que sean nunca alcanzaran el conocimiento mismo de Dios. Cuando nos viene una donación de verdades y mas de este tipo tan alto, que nos trascienden, es elemental ejercicio de responsabilidad no cerrarse sino abrirse al conocimiento mismo de Dios, dado por la fe,. Por eso dice el Concilio Vaticano: “Como el hombre depende todo él de Dios como de su Creador y Señor, la verdad creada esta totalmente sujeta a la verdad increada, tenemos obligación de prestar un pleno obsequio de fe de entendimiento y voluntad a Dios que revela”. (DENZ.1789) Y luego en el canon 1810, se reafirma como una respuesta al racionalismo y al liberalismo indicando que si alguno, piensa que la razón humana es tan intangible, tan autónoma que no ha de estar abierta a la Revelación de Dios, se anatema: C.
Necesidad de l a fe para el teólogo
Es posible que haya teólogos sin fe actualmente hay algunos teólogos que están desautorizados por la Sagrada Congregación de la fe, y hay profesores de teología que ciertamente han apostatado de la fe. Quienes han perdido la fe han dejado de ser creyentes y no son teólogos católicos, porque además de la necesidad para la vida cristiana, la fe sobrenatural es absolutamente necesaria para la teología en esta vida: es su propia fuente interior. EXTENSIÓN DE LA FE Por parte del objeto o contenido Como es la fe extensivamente se expresa con una palabra: universalidad, catolicidad. El contenido de la fe es universal. Está claramente expresado en el Evangelio: “Id pues, enseñad a todas las gente…enseñándoles a observar todo cuanto he mandado” (Mat, 28,20) El Señor indica a sus apóstoles “enseñad todo cuanto os he mandado”.Eso quiere decir todas las enseñanzas de Cristo, puesto que el Evangelio no es solamente lo que esta escrito. Por el contrario, la mayor parte de su enseñanza no paso a los Evangelios, como lo dice San Juan, que “si se escribiesen una por una creo que este mundo no podría contener los libros” (Jn 21,25). Esta expresión de San Juan, no es una exageración de la ―andaluz, sino que debemos ubicarnos en que los libros en aquel tiempo eran pocos, no había imprenta, sino que eran copiados y no había mucha difusión de los libros, de modo que la exageración no es tanta, no pensaba en la bibliotecas del siglo XX. Estas palabras de San Juan son un modo de ponderar el que la enseñanza de Cristo esta muy encima de lo que esta contenido en el Evangelio: la predicación de los apóstoles en las cartas, son también enseñanzas de Cristo, lo dice San Pablo: que lo que supo por revelación y quiso compulsarla con Pedro y Santiago en Jerusalén y las encontraron completamente de acuerdo. Y dentro de esta doctrina de Cristo, esta también toda la antigua ley: “No he venido a abolir la Ley y los profetas, sino ha completarla”, de modo que los profetas de la Antigua Ley son parte de ésta que les mando Cristo a predicar a los apóstoles.
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Por Parte de los sujetos Su extensión es universal: es necesaria para todos en el orden a la justificación y salvación “sin ella nadie es justificado, ni nadie conseguirá la vida eterna sino permanece en ella hasta el fin” (Con. Vat I. Denz 93) San Marcos dice: “Predicad el Evangelio a toda creatura” (Mac. 16,15). En el antiguo Testamento la predicación de los profetas era un poco más reducida en cuanto a sus destinatarios, que era principalmente el Pueblo de Israel, el pueblo de Dios. Todavía el comienzo del Apostolado de Cristo hay un poco de resonancias del Antiguo testamento, cuando les dice a sus apóstoles que no fuesen a los gentiles del momento, que fueran a los hijos de Israel. Esta es la economía de la salvación que viene del Antiguo Testamento, especialmente en los Libros Sapienciales y en los grandes profetas, hay una postura de universalidad: la fe es para todas las gentes, cuando se anuncia que vendrá todas las gentes al encuentro de Cristo hay una alusión a la universalidad de la predicación de la nueva fe. Esta predicación universal hay que entenderla tal como suena: sin distinciones de una doctrina principal y otras secundarias de las que se puede prescindir porque debe cumplirse, debe creerse hasta la última nota, sin distinciones. Quien cumple aunque sea los preceptos mínimos eso será tenido por grande en el Reino de los Cielos, no se puede despreciar nada, no prescindir de nada hay que hacerlo todo. ¿Qué sentido puede tener entonces la recopilación de la fe en unos artículos o símbolos, en el símbolo de los Apóstoles o el símbolo del Nicea- Constantinopla? ¿Es que lo que no sea eso no hay que creerlo? ¿Basta creer eso? No, hay que creerlo todo. Se dan esos artículos o se establecen esos símbolos o credos como una pauta. Señalan como un criterio inmediato de formación para los catecúmenos, sobre todo para los niños que vayan adentrándose en lo principal de la fe, pero sabiendo que junto a esas verdades hay otras muchas más verdades en conexión con ellas, dependientes de ellas y hay que conocerlas también, hay que creerlas también. Creerlas siempre con esta fe implícita, creerlas tal como prescribe el Concilio Vaticano I, todas las verdades revelados por Dios y propuestas por la Iglesia. Y esta profesión de fe tenemos que hacerla todos y siempre. Todas las verdades reveladas por Dios y propuestas por la Iglesia como tales para ser creídas. Luego quien tenga más responsabilidades, tenga más tiempo, tenga más capacidades, ha de procurar desentrañar, explicitar estas verdades. Es función en primer lugar de los profesores de Teología, de ir desentrañando, tomando conciencia explicita de estos contenidos hasta el más mínimo detalle. Es obligación de los predicadores, de los catequistas adentrarse lo más posible, ir madurando la fe en s contenido, no solo en la práctica en el ejercicio de creer, sino también en la extensión del objeto. Así como hay una obligación de apostolado de los creyentes que deben comunicar la fe a los demás hasta que no haya ningún pagano en el mundo, también urge esta obligación para todos de adentrarse en todas las verdades que forman el depósito de la Revelación. Creerlo todo y que crean todos: creer todas las verdades y que la crean todos los hombres de todos los tiempos. Esta es la extensión de la fe, la cualidad de la fe que afecta su contenido material, tanto por parte de lo que se creen como por parte de los que creen. El Papa Pablo VI con la Exhortación Apostólica ―Petrum et Paulum‖ del 22 de febrero de 1967, invitaba a celebrar el XIX Centenario del martirio de San Pedro y San Pablo, dedicándolo a la fe. Su preocupación era que ―se intenta establecer en el pueblo de Dios un mentalidad postconciliar‖, que el Concilio deja a un lado la firme coherencia de sus amplios y magníficos desarrollos doctrinales y legislativos, con el tesoro de ideas y normas practicas de la Iglesia, para despojarla de su espíritu de fidelidad tradicional y para difundir la ilusión de dar al cristianismo una nueva interpretación temeraria y estéril. Pablo VI confiesa explícitamente la fe en los ángeles y en el alma inmortal del hombre, en la Santísima Trinidad y en la Gracia, en la Encarnación y el la Resurrección, en la vida eterna y en el infierno, en los dogmas de la Virgen María, en el pecado original y en el Bautismo de los niños, en la presencia de
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Cristo en la Eucaristía por la transubstanciación y en la permanencia bajo las especies después de la Consagración, en el purgatorio, en la resurrección de los muertos. Es más, Pablo VI declaró solemnemente que su intención al hacer solemne la profesión del Credo del pueblo de Dios fue hacer frente a los conatos de reducir los dogmas, especialmente los dogmas ―difíciles‖ porque, dice, frecuentemente son falsos los remedios que por tantas partes se trata de poner a las crisis modernas de la fe. Hay quien, para devolver le crédito contenido de la fe, la restringe a algunas posiciones básicas que piensa ser el significado autentico de las fuentes del cristianismo y de la misma Sagrada Escritura. LAS PROPIEDADES DE LA FE Al querer ver como es la fe, subjetiva e intensivamente, nos encontramos constantemente como en primer lugar, con la firmeza, su certeza. 1. Certeza La fe es convicción, seguridad, firmeza, la cualidad que esta tan subrayada en la Carta de los Hebreos: “La fe es firme seguridad de lo que esperamos, la convicción que no vemos” (Heb. 11,11). Certeza de la fe, en la que insiste San Pablo en la Carta a Timoteo: “No me avergüenzo porque se que quien ha creído y estoy seguro de que puede guardar aquel deposito para aquel día” (I Tim. 1,12). Acentúa la certeza tanto de la fe, como de la esperanza. I Cor. 2,4: “Mi predicación no fue en persuasivos discursos de humana sabiduría, sino en la manifestación, el poder del Espíritu, para que nuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino, en el poder de Dios.” El estaba seguro de su fe y quería que sus fieles (los corintos) estuviesen igualmente firmes. Ef. 6,16: “Embrazad en todo momento el escudo de la fe con que podáis hacer inútiles los encendidos dados por el maligno”. Certeza de la fe contra el demonio. I Ped. 5,9 “Al cual resistiréis firmes en la fe” Es importante subrayar hoy esta cualidad de la fe, frente a una propensión a hacer angustiosa la fe, vivida en duda y en riesgo. Esta es la nota que mas explica Juan Pablo II en sus encíclicas, exhortaciones y discursos: la certeza de la fe. Hay una enfermedad en la fe de dudas y riesgo, ambigüedades, algunos incluso lo propone como una actitud modelo: el saber dudar de todo, someter todo a duda, poner todo en paréntesis. A Dios no se lo puede poner en paréntesis. Dios en cuanto se revela, se manifiesta en la fe, está siempre patente para todos. Según las fuentes de la Revelación, la fe cuanto más perfecta es más firme, supera toda incertidumbre. ―Resulta evidente que, comenta un gran teólogo bíblico, la psicología de la fe es lo más opuesto a la incertidumbre, a la inestabilidad y a la fragilidad. (En Teología Moral del Nuevo Testamento). Resulta un contra sentido bíblico hablar del riesgo de la fe que es la más segura de las garantías.‖ Sin embargo, siendo la fe tan firme por parte de su motivo y de la asistencia de la Gracia, es susceptible de robustecimiento, es también defectible por la volubilidad del sujeto. En ello ha insistido especialmente San Pablo: “Velad y estad firmes en la fe, obrando varonilmente y mostrándose fuertes” (Cor. 16,13). Así perseverareis firmemente fundados o inconmovibles en la fe. “Algunos que la perdieron naufragaron en la fe” (I Tim. 1,19)
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“Y tu por la fe estas en pie, no te engrías, antes teme.” (Rom. 11,20). “Hemos de dar gracias incesantes por vosotros hermanos: y esto es muy justo porque se acrecienta en manera vuestra fe.” (II Tes. 1,3). Una fe dudosa no es fe católica. Declara así el Concilio Vaticano I: “La certeza de los hijos de la Iglesia se apoya en el fundamento firmísimo de la fe que profesan. Por eso no es igual la condición de aquellos que, por el don divino de la fe, se adhieren a la verdad católica, y a la de aquellos que, llevándose por opiniones humanas, siguen una religión falsa: pues quienes recibieron la fe bajo el Magisterio de la Iglesia, nunca pueden tener una justa causa para cambiar de fe o someterla a duda.” (Sec. 3 Cap. 3 Denz 1794 Can. 6 Denz 1815). “El fundamento de esta firmeza de la fe católica es por una parte, la infalibilidad de Dios revelante, que no puede engañarse ni engañar (Sec. 3 Cap. 3 Denz 1794 ) y la asistencia interior de su Gracia, para confirmar a los creyentes, que a nadie falte si no es por su culpa. Y por otra parte la mediación indefectible de la Iglesia para salvaguardar fielmente el depósito de la Revelación e interpretarlo infaliblemente. (Sec. 8 Cap. 3 Denz 1793 Sec. 4 Denz 1836- 1839).” 2. Sobrenaturalidad La fe, aunque no obre por la caridad es siempre un gran don de Dios. También es urgente subrayar esto hoy, cuando se advierte cierta propensión naturalista o pelagiana. Así como se advierte la tendencia a reducir la caridad a filantropía y la esperanza a progreso o futurismo, también la fe se la concibe demasiado humanísticamente como experiencia subjetiva más o menos autónoma. La fe de que nos habla el Nuevo Testamento es una Gracia, es un don sobrenatural inestimable. Es Gracia de Dios en su motivo objetivo que es la llamada de Dios: “Fides ex auditu” (Rom. 10,17). Los creyentes son ante todo los llamados y elegidos. Los profetas y Apóstoles son instruidos directamente por Dios, los demás lo somos por medio de los enviados. “Pues de Gracia habéis sido salvados por la fe, y esto no viene de vosotros, es un don de Dios” (Ef. 2,8) “Plugo a Dios salvar a los creyentes por la locución de la predicación” (I Cor. 1,21). “Hemos recibido la Gracia y el apostolado para promover la obediencia a la fe en todas las naciones…” (Rom. 1,16). “A quienes Dios ha elegido desde el principio para haceros salvaos por la santificación del Espíritu y la fe verdadera.” (II Tes. 2,13). “La palabra de Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra del Dios cual en verdad es y que obra eficazmente en vosotros que creéis” (I Tes. 2,13) Y es proporcionalmente Gracia como don interior. En la génesis, perseverancia y aumento de la fe está operando interiormente la fuerza inspiradora del Espíritu Santo. “Todo el que oye mi Padre y recibe mi enseñanza… Nadie puede venir a mi sin el Padre, que me ha enviado, no le trae”. (Jn. 6,44 -45) “El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, ese os enseñará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14, 26) “Vosotros, que escuchasteis la palabra de la verdad, el evangelio de nuestra salud en el que habéis creído, fuisteis sellados con el sello del Espíritu Santo” (Ef. 1,13) “Que Dios os conceda espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de El. Iluminando los ojos de vuestro corazón. (Ef. 1,17- 18) “Os ha sido otorgado no solo creer en Cristo, sino también padecer por El.” (Filip. 1,29) “Creo: ayuda mi incredulidad” (Mc. 9,24) “Acrecienta nuestra fe” (Lc. 17,5) “Quien dio el crecimiento fue Dios” (I Cor. 3,7)
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Sobre la gratuidad y la eficacia el interior de la fe, es singularmente revelador el dialogo del Señor con la samaritana: “Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice dame de beber, tu lo pedirías a El y El daría a ti el agua viva...; el que beba del agua que yo le diera no tendrá jamás sed. El agua que yo le de será en el una fuente que salte hasta la vida eterna. (Jn. 4,10 y 14). “Si alguno tiene sed, venga a mi, según dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su seno. Esto dijo del Espíritu Santo que habrían de recibir los que creyeran en El.” (Jn. 7, 37, 39 Cf. Spicq. O.c.i.p. 246-249) En el Concilio Vaticano I se decide también esta sobrenaturalidad de la fe (Dz. 1791): “Aunque el asentimiento de la fe no sea un movimiento ciego del alma, nadie sin embargo, puede consentir la salvación sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todo suavidad en consentir y creer a la verdad. Por eso la fe en si misma, aunque no obre por la caridad es don de Dios.” (Ses. 3 Cap. 3) “Pues el benignísimo Señor con su gracia excita y ayuda a los extraviados para que puedan venir al conocimiento de la verdad, así como confirma con su Gracia a los trasladados de las tinieblas a la luz, para que perseveren en ella, no abandonándolos si no es abandonado por ellos.” (Ses. 3 Cap. 3 Denz. 1794) 3.
La fe es razonable y libre:
Es razonable, ante todo, por motivos externos de credibilidad, que son los milagros. Las múltiples manifestaciones de saber y poder sobrehumano que se narran en los Evangelios tienen la intención, generalmente lograda, de provocar una actitud de fe razonable en el misterio de Cristo. Incluso los milagros de curación de enfermos más que la realización de una obra de misericordia, son una llamada a la credibilidad en El y en su obra de salvación trascendente. El evangelista San Juan es muy explicito señalando la correlación entre los milagros y la fe razonable consiguiente, como señala de igual manera la ceguera mental de los fariseos al negarse a creer ante los milagros manifiestos, como el caso de la curación del ciego de nacimiento (Jn. 9, 1-41). El mismo Jesucristo había dicho: “Las obras que mi Padre me dio hacer, esas obras que yo hago dan a favor mío testimonio de que el Padre me ha enviado.” (Jn. 5, 36; 10, 37-38) Sin embargo los motivos de fe razonable no obstan a la libertad psicológica de la fe y consiguiente responsabilidad. Esta libertad resulta patente tanto por el hecho de que al oír una misma predicación y presenciar unos mismos milagros, unos creyeron u otros se negaron a creer como por el consiguiente mérito de unos y demérito de otros. “Aunque había hecho tan grades milagros en medio de ellos, no creían en El.” (Jn. 12,37). “Si fuerais ciegos no tendríais pecados pero decís: vemos y vuestro pecado es permanente.” (Jn. 12,37).”Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mi, aunque muera, vivirá.” (Jn. 11,25) Además la predicación de la fe tiene carácter de precepto y su aceptación es una obediencia, con todas sus consecuencias, lo cual no tendría sentido al margen de la libertad. “Hemos recibido la Gracia y el apostolado para promover la obediencia a la fe.” (Rom. 1,5): “Pero a los contumaces, rebeldes a la verdad, que obedecen a la injusticia, ira e indignación.” (Rom. 2,8) Es más, los motivos de credibilidad no solo dejan neutral a la libertad psicológica y responsabilidad sino también a la generosas entrega personal a Dios revelante, que nos abre las riquezas desbordantes de sus misterios y que pueden ser menguados por nuestras pequeñas razones, porque: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman.” (I Cor. 2,9) De ahí que la fe perfecta, aunque siempre razonable, debe ir más allá de los motivos razonables. “Si no viereis señales en el cielo y prodigios no creéis.” (Jn. 4,48) Jesús le dijo a Tomás: “Porque me has visto has creído, dichosos los que sin ver creyeron.” (Jn. 20,29) “Les reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, por cuanto no habían creído a los que le habían visto resucitado.” (Mc. 16,14) Finalmente, así como la fe no debe estar cortada por nuestras pequeñas razones de credibilidad, menos aun debe estar entorpecida o condicionada por el comportamiento tenebroso, por las malas obras, que son obstáculos para la luz de la fe. Esta doctrina está especialmente resaltada en San Juan.
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Por eso, cuando habla de la fe, suele referirse a la fe viva, encarnada en las obras, hecha amor. (Cf. Jn.3, 19-21; 2, 3-5; 3,18-20; 4,8; 5,5-7) DINAMISMO DE LA FE: SU PROCESO EVOLUTIVO: Nacimiento Nos interesa considerar aquí el nacimiento de la persona adulta, conciente. Dejemos de lado el don admirable que reciben los niños en el Bautismo, gratuitamente, sin parte alguna de ellos, regalo de Dios que no les cuesta nada y los salva. El proceso normal en una persona adulta que se convierte por primera vez o recobra la fe después de perdida, es un proceso complejo, muy rico, con matices esplendidos. Tenemos varios casos en el Nuevo Testamento: _ El nacimiento de la fe de la samaritana. (Jn. 4) _ El del ciego Bartimeo. (Jn. 9, 39) _ El acercamiento a la fe de Natanael (Bartolomé). (Jn. 1, 49) _ La confesión de fe de San Pedro. (Mt. 16, 36) _ La confesión de fe de Marta. (Mt. 11, 27) _ El etiope bautizado por Felipe. (Hch. 8,29) La samaritana Leer Jn. 4, 4-45 Jesús le pide de beber y esta mujer, extranjera para Jesús, le toma un poco en broma que un judío le pida a ella, una samaritana, de beber. Da la impresión esta narración tan detallada de que es una mujer comunicativa y parece que le llama la atención aquel judío. No sería para menos que le interesase hablar con aquel hombre que aunque sea judío, sabiendo que era El, el que iniciaba la conversación. El Señor le ha dicho: dame de beber y ella a entrado en la conversación. ¿Cómo tú siendo judío me pides a mi que soy samaritana? El Señor le responde: Es que si tú conocieras el don de Dios. Ella parece que no entiende o finge no entender. ¡Anda, tu me vas a dar de beber a mi!, ¿con qué?, si no tienes cubo, el pozo es hondo. Ella pudo entender, porque es lista, que le hablaba de otra bebida, pero quiso que el Maestro, aquel hombre, aquel judío le aclarase, y entonces El, la lanzo inmediatamente a mayor altura: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed, etc. Y luego para que ella recapacite y se adentrase más, le dijo: Anda llama a tu marido y ven acá. Y ella también, no sabemos si en broma o quiso continuar la conversación le contestó: Pues no tengo marido. Entonces aprovecho la oportunidad el Maestro. Esta es la preparación para la fe, el aprestamiento de aquella mujer a la fe. Pues dices verdad, le respondió el Señor, no tienes marido, tuviste cinco y el que tienes tampoco es tuyo. En esto si que dices verdad. Es la manifestación que la mujer capto inmediatamente: Veo que eres profeta. Se le abrieron los ojos ante el enviado de Dios, ante un testigo de la verdad de Dios, y aparece la categoría religiosa de la mujer: al ver que se encontraba ante un profeta, le hace una pregunta religiosa, deja de divagar en frivolidades si podía o no dar a beber, si era judío o no lo era. Deja este tema para entrar ya de lleno:
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Decís que hay que adorar a Jerusalén. Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar.Cristo la ilumina sobre como debe adorar a Dios en espíritu y en verdad. La mujer le declara: Sabemos que vendrá el Mesías, cuando venga El, nos dirá todo esto. Entonces el Señor le dijo: Yo soy, el que contigo habla. Jesús le fue preparando para que recibiese el don de la fe, el don de Dios, y aquella mujer esplendida en religiosidad recibió en abundancia el don de la fe y lo comunico a sus paisanos los samaritanos. Aquella revelación previa que manifiesta a Cristo como vidente, como un profeta, le servirá también para testificar de El ante su gente: “Me ha dicho todo lo que he hecho.” (Jn. 4,39) Parece que exageró, pues no lo había dicho más que había tenido cinco hombres y que el que tenía actualmente no era el de ella. “Me ha dicho todo lo que he hecho.” En realidad el Señor le ha dicho lo más secreto de ella, pues Cristo conocía todo lo que era ella y sabía las cosas más intimas de ella con perfección. Lo importante en este proceso de acercamiento de confianza, de humanidad del Señor para abrirse a aquella mujer extranjera, extraña para la mayoría de sus conciudadano, y el toque de Gracia para hacerse creíble, siendo profeta, diciendo cosas desconocidas y luego haciéndole esta promesa de fe, del don de Dios, ofreciéndole el don de la fe que va a apagar la sed para siempre. La mujer samaritana discierne el dedo de Dios en el milagro. El motivo externo de credibilidad (la revelación de Jesús) por parte del entendimiento práctico y a la voluntad. El hijo de Dios que se ha revelado a ella en verdad: Yo Soy, y se ha acreditado con ese motivo de credibilidad, esclarece interiormente con su Gracia actual la inteligencia para que conozca el don de Dios, y atrae suavemente su voluntad hacia si. ―Venid a ver un hombre que me dicho todo cuanto he hecho. Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en El por la palabra de la mujer que atestiguaba.” (Jn. 4,29-39) La conversión de Natanael Leer Jn.1, 45-51 Cuando le dijeron a Natanael que Jesús era de Nazareth, el preguntó: _ ¿Pero de Nazareth puede salir algo bueno? También Natanael empieza tomando la cosa en broma como la samaritana respecto del MaestroDíjole Felipe: _Ven y verás. Vio Jesús a Natanael y dijo de el: _ He aquí un verdadero israelita en quien no hay dolo. _ ¿De donde me conoces? Contestó Jesús: _ Antes que Felipe te llamase cuando estabas debajo la higuera te vi. Aquí también hay un paralelo con la samaritana: Comienza un poco en broma. Y se encuentra cuando Jesús comienza a abrírsele: “estabas debajo de la higuera”, no había pasado desapercibido: ¿De donde conoces Jesús a Natanael? Cuando se dio cuenta de que aquel Rabbí penetraba en su interior, conocía su valor moral espontáneamente, le dijo: Tú eres el Rey de Israel, el Hijo de Dios. Y esta es su declaración, su confesión de fe sobrepasa mucho más lo que estaba indicando Jesús. ¿De donde vino esta revelación a Natanael? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo se lanzo así en el vacío una confesión tan arriesgada como decir que era el Hijo de Dios, el Rey de Israel? Y el Señor dilata todavía más esto: ¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees?. Cosas mayores has de ver. Veréis al Hijo del hombre. (Jn.1, 50-51)
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En esta declaración, en esta expansión de fe de Natanael, no hay más recurso que apelar a la Gracia de Dios que en ese momento le iluminó interiormente y le dio fuerza para confesar al que había comenzado despreciando. (¿Pero de Nazareth puede salir algo bueno?). Al declarar a Jesús como Hijo de Dios y Rey de Israel, El ha actuado en Natanael. La Gracia actual interior iluminando la mente y encendiendo el corazón, puesto que esto ya está por encima del vigor de las fuerzas naturales. La confesión de San Pedro: Leer Mat. 16,13-20 El Señor hace una pregunta de identidad: ¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Qué decís vosotros que soy yo? Algo parecido a lo ocurrido con la samaritana: Tú eres un judío, yo soy samaritana, y de Natanael: De Nazaret puede salir algo bueno. Preguntas de identidad. Aquí es Jesús quien se adelanta a preguntar sobre su identidad. ¿Quién dice la gente que soy yo?. Y vosotros ¿Quién decís que soy yo? Y entonces es cuando se adelanta Pedro y hace aquella confesión sorprendente: “Tú eres el Hijo de Dios vivo”. Confesión sorprendente sobre la cual se asienta la fe de la Iglesia, confesión que la misma Iglesia llama roca sólida: ―No permitas Señor que ninguna desorientación llegue nunca a perturbar la fe de la Iglesia, que Tu quisiste estuviere cimentada sobre la roca sólida de la confesión del apóstol San Pedro‖. ¿De donde sacó Pedro tanta sabiduría, tanto conocimiento, un conocimiento tan profundo? Por lo visto hasta entonces había tenido una revelación clara de que Jesús fuera el Hijo de Dios vivo, el Hijo natural de Dios. Y Pedro lo dice: “Tu eres el Hijo de Dios vivo” . El mismo Cristo ratifica esta respuesta inaudita. “Bienaventurado tu Simon, porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado: sino mi Padre que está en los cielos”. Vemos aquí la revelación interior de Dios, la iluminación interior de Dios, y la confesión valiente de Pedro: “Tu eres el Hijo de Dios vivo” . En aquel momento Pedro se sintió valiente, se sintió fuerte y luego tuvo un momento de debilidad y juró no conocerle y finalmente terminó confesándole en la cruz. La confesión de Marta Leer Jn. 11, 17-32 Este es un caso parecido a la confesión de Pedro. Le avisan al Señor que vaya porque su amigo Lázaro está enfermo. Marta sale a su encuentro y hay un dialogo maravilloso entre los dos. Dijo Marta: “Señor, si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano pero sé que cuando pidas a Dios, Dios te lo otorgará”. Le dijo Jesús: “Resucitará tu hermano” Marta le contestó: “Sé que resucitará en la resurrección en el ultimo día” (Jn. 11,24). Marta por lo que se ve tenía fe en la resurrección. Jesús le dijo: “Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mi, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en Mi no morirá para siempre. ¿Crees tu esto? ”.
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Le Señor le pregunto si El es capaz de resucitar y dar viva. Ella responde mucho más que eso, la respuesta desborda el ámbito de la pregunta: “Si Señor, yo creo que tu eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido al mundo” (Cf. 27). Marta dice mucho más, confiesa mucho más, era preguntada por esto. ¿Crees que soy el Hijo de Dios?. De allí la confesión, lo mismo que la samaritana, que Natanael, que San Pedro. Felipe y el eunuco Leer Hch. 8,29-39 Es este otro proceso notable en el nacimiento de la fe. Es un proceso bastante amplio de conversión no tanto por milagro o por declarar secretos del corazón, sino sencillamente por la lectura de la Escritura. La Sagrada Escritura es también motivo de credibilidad y aquí tenemos un caso típico de conversión a la fe por el cumplimiento de la Escritura. En todo acercamiento por la fe a Cristo, a Dios hace falta un preparación humana: el descubrimiento de motivos de credibilidad, que hace exclamar interiormente que es creíble, que este hombre judío es Jesús. No es irracional el creer, no es ceguera el prestar asentimiento. Preparación notable en la samaritana con aquella conversación un tanto frívola, extrínseca y en la cual finalmente el Señor se acredita como Dios conocedor de los secretos del corazón. Preparación humana que precede también en el caso de Natanael. Decíamos que hace falta una preparación humana, pero en última instancia es la GRACIA DE DIOS de iluminación la que capacita, abre horizontes propios del misterio de Dios. Precede la preparación humana, pero el paso definitivo hacia la fe es por Gracia interior: “Eso no hace de ti, sino es mi Padre quien te lo ha revelado”. Así nace la fe, tiene este origen divino- humano, con prioridad de lo divino sobre lo humano, ―fides ex auditu‖, esta fe nace de oídas, tiene que proceder de la iluminación que puede ser por la Palabra e interiormente. Por la palabra como ocurrió con el eunuco, e interiormente como ocurrió con Marta y San Pedro. Dice el Concilio Vaticano I: “La fe es conforme a la razón. Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón (Cf. Rm. 12,1), quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y ante todo, los milagros y las profecías que hemos tratado: el consumo luminosamente, la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios, con signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina. (Can. 3 y 4) Por eso, tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías. Y de los apóstoles leemos. “y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra, con los signos que seguían” (Mc. 16,20). Y nuevamente está escrito: “tenemos palabras proféticas más firmes, a la que hacéis bien en atender como a una antorcha que brilla en un lugar tenebroso. (2Petr. 1,19)” El pagano que se acerca a la fe y empieza a ser catequizado, y el científico que piensa en serlo su situación de conocimiento y abre a la fe y ve motivos de credibilidad, o el hombre bien dispuesto a reflexionar sobre la Iglesia y sobre los santos y que piensa que esto es algo serio puede llegar a un juicio apologético de credibilidad: la Iglesia es creíble, el Evangelio es creíble también, es razonable que prestar asentimiento a estas verdades, nada más razonable que prestar asentimiento a este medio de salvación que es la Iglesia.
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Todos estos juicios pueden ser fruto de un razonamiento llevado con honestidad, pero estos juicios de credibilidad, no lo ponen todavía en comunicación con la verdad divina, con la verdad creíble que es sobrenatural, que nos trasciende completamente. Estos juicios naturales por más razonables que sean, por más garantizados que estén nunca alcanzan a emitir un juicio sobre la Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía. Esto está más allá. Entre el juicio de credibilidad natural, que es un juicio que emite la misma fe: Cree, hay un paso infinito que es el que da la misma Gracia de la iluminación del Espíritu Santo y la Gracia de fortaleza interior para comprometerse plenamente. Solamente al principio los nuevos conversos sienten un gozo inefable de entrar en posesión de la fe, pero luego de este gozo, esta la Gracia gratuita, puede desvanecerse viniendo luego la prueba de la fe. La prueba de la fe que viene por la oscuridad de la fe que ha de ser meritoria, y que por las dificultades externas, las dificultades de un comportamiento que lucha contra la fe. De allí la necesidad de practicar la fe para que enraíce, hay que cultivarla con obras. Es San Juan en su Evangelio quien nos deja un testimonio esplendido de la oposición de las malas obras al nacimiento de la fe: “En la luz verdadera que viniendo a este mundo ilumina a todos los hombres. Estaba en el mundo y por El fue hecho el mundo, pero el mundo no le conocía” (Jn. 1,9) “Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra el mal aborrece la luz y no viene la luz, porque sus obras no son aprendidas.” (Jn. 3,19-20) Las tinieblas son las malas obras, y quien obra el mal no viene a la luz para que no se descubran sus obras, es la dificultad inicial de las malas obras para el nacimiento de la fe, y luego la necesidad de las buenas obras para mantener la fe según la advertencia del Señor del que construye sobre arena. Es la expresión de un autor francés: “El que no vive como piensa termina pensando como vive” y la misma ley evangélica dicha en otros términos, la tragedia de toda defección en la fe.
“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)
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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS SAN PIO X Diócesis de San Luis
TEOLOGÍA II
UNIDAD VII
A. LA GRACIA
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LA GRACIA I.
PLENITUD DE LA FELICIDAD EN EL SENO DE LA TRINIDAD
La humana razón puede llegar a descubrir que en el Ser Supremo existe la santidad o, que la santidad, es un atributo, una perfección de la naturaleza divina considerada en sí misma. Pero la Revelación nos comunica nueva luz. Debemos aquí dirigir con reverencia la Mirada a nuestra alma hacia el santuario de la Trinidad adorable, debemos escuchar lo que Jesucristo, para alimentar nuestra piedad como para ejercitar nuestra fe, ha querido revelarnos a cerca de la vida íntima de Dios, ya por sí mismo, ya también por medio de su Iglesia. Como sabéis, en Dios hay el Padre, el Hijo y el Espíritu esencia o naturaleza única.
Santo, tres personas distintas con una
EL PADRE, INTELIGENCIA INFINITA, conoce perfectamente sus perfecciones y expresa ese conocimiento en una Palabra única, EL VERBO, PALABRA VIVIENTE, SUBSTANCIAL, EXPRESIÓN ADECUADA DE LO QUE ES EL PADRE. Al proferir esta palabra, el Padre engendra a su Hijo, a quien comunica toda la esencia, su naturaleza, sus perfecciones, su vida: “Así como el Padre tiene la Vida en Sí mismo, así dio también al Hijo el tener la vida en sí mismo” ( Jn. 5, 26) EL HIJO, por eso mismo, es enteramente de su Padre: le está entregado al Padre con una donación total, que arranca de su naturaleza de Hijo. Y de esta donación mutua de un solo y único amor procede como de un principio único EL ESPÍRITU SANTO, que sella la unión entre el Padre y el Hijo, siendo SU AMOR VIVIENTE Y SUBSTANCIAL. Esta comunicación mutua de las tres Personas, esta unión infinita y llena de amor de las tres Divinas Personas entre Sí constituye una nueva revelación de la Santidad de Dios que es la Unión de Dios consigo mismo, en la unidad de su naturaleza y en Trinidad de Personas. En esa vida, inefablemente una y fecunda, Dios encuentra toda su felicidad esencial. Para existir Dios solo tiene necesidad de Sí mismo y de sus perfecciones, toda la felicidad la encuentra en las perfecciones de su naturaleza y en sociedad inefable de sus Personas, y por tanto, no necesita de ninguna criatura. Toda la Gloria que brota de sus perfecciones infinitas, la refiere Dios en sí mismo, en la Trinidad augusta. Dios en su acto de amor plenamente libre, ha querido hacernos participantes de su propia felicidad. II.
GRANDEZA DE ESE DON Pero Dios ha decretado hacernos participantes de esa vida íntima que es exclusivamente suya.
El quiere comunicarnos esa beatitud sin límites que tiene sus fuentes en la plenitud del ser infinito. Por tanto, y este es el primer punto de la exposición de San Pablo sobre el plan divino, nuestra santidad consistirá en adherirnos al Dios conocido y amado, no ya simplemente como autor de la creación, sino como se conoce y ama a sí mismo en la felicidad de su Trinidad. Ésto será estar unidos a Dios hasta el punto de participar de su vida íntima. Detengámonos ahora un instante a considerar la grandeza del don que nos ha hecho. Llegaremos así a formarnos una idea de ello si nos fijamos en lo que pasa en el orden mineral.
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Mirad un mineral cualquiera: no vive, no tiene dentro de sí el principio de vida interior fuente de actividad, posee una participación del ser con ciertas propiedades, pero su modo de existir es muy inferior. Mirad una planta cualquiera: ella vive y se desenvuelve armoniosamente de una manera constante, con leyes fijas, hacia la perfección de su ser. Pero esa vida está en el grado último porque no posee conocimiento. En el animal, aunque superior a la planta, la vida está limitada a la sensibilidad y a las necesidades del instinto. Con el hombre subimos ya a una esfera más elevada, la razón y la voluntad libre caracterizan la vida del ser humano, pero el hombre es aun material. Por encima de él está el ángel, espíritu puro, cuya vida señala la cumbre en los dominios de la creación. Infinitamente por encima de todas esas vidas creadas y participadas existe la vida divina, vida increada, vida absolutamente trascendente, plenamente autónoma e independiente, superior a las fuerzas de toda criatura, vida necesaria, subsistente por sí misma. Porque Dios inteligencia infinita, abarca un acto eterno de su entendimiento lo infinito y también todos los seres cuyo prototipo se encuentra en Él. Dios, voluntad soberana, se une, sin peligro de desasirse nunca, al bien supremo, que no es otro que El mismo. En esa vida divina que se desenvuelve con toda plenitud, encuéntrase la fuente de toda perfección y el principio de toda felicidad. Tal es la vida divina que Dios quiere comunicarnos, y cuya participación constituye nuestra santidad. Y como para nosotros esta participación tiene grados diversos, cuanto más vasta sea, mayor y más elevada será nuestra santidad. No olvidemos que Dios ha resuelto, “se ha propuesto”, darse a nosotros únicamente por amor. En Dios lo único necesario son las inefables comunicaciones de las Divinas Personas entre Sí. Esas relaciones mutuas pertenecen a la esencia misma de Dios, y en ellas consiste la vida de Dios. Toda otra comunicación que Dios quiere hacer de sí mismo, es fruto de su amor sobrenaturalmente libre. Pero como ese amor es divino, el don lo es también. Dios ama divinamente, se entrega a Sí mismo. Pues bien nosotros estamos llamados a recibir en una medida inefable esa comunicación divina. Dios trata de darse a nosotros, no solamente como Belleza Suprema, objeto de contemplación, sino que quiere unirse, para, en cuanto sea posible, no formar sino una misma cosa con nosotros. “¡Oh Padre! Decía Jesús en la última Cena, “que mis discípulos sean uno en nosotros como Tú y Yo somos uno, a fin de que encuentren en esta unión el goce sin fin de nuestra propia beatitud”. (1 Jn. 1,3).
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¿Cómo realiza Dios el designio de hacernos participes de su misma vida? Adoptándonos por hijos. Esto es un milagro de la sabiduría, del poder y de la bondad de Dios. Cabe aquí preguntar: ¿Cómo realiza Dios este designio magnífico, por el cual quiere hacernos partícipes de su misma Vida, cosa que excede de las proporciones de nuestra naturaleza, que supera todos sus derechos y energías propias, que no es reclamada por ninguna de sus exigencias, y que, en cambio, sin destruir esta naturaleza, viene a colmar de una felicidad que el corazón humano es incapaz de sospechar? ¿Cómo va Dios a hacernos entrar en la sociedad inefable de su vida divina, para que seamos participe de su beatitud? Adoptándonos por hijos suyos. La adopción en los hombres parece hacerse por falta de filiación natural, porque no se tienen hijos propios, el hombre obra para suplir su indigencia, mientras que Dios solo obra para comunicar la abundancia de su perfección. En Dios hay ya una filiación natural: el Hijo procede del Padre, “Dios de Dios, Luz de Luz, Engendrado, no creado”, como decimos en el Credo. Por el acto de adopción se comunica a los hombres una semejanza de la filiación natural, según el texto de la carta a los Romanos: “A los que antes conoció, a esos los predestinó a ser conforme con la imagen de su Hijo”. (Rom. 8,29) Por una voluntad infinitamente libre pero llena de amor, Dios nos ha predestinado a ser, no sólo criaturas, sino también hijos suyos, o como dice San Pablo: “Nos ha predestinado a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo” (Ef. 1,5) , para, de esta manera, “hacernos partícipes de su naturaleza divina”. (II Pe.1,4 ). Dios nos adopta por hijos, ¿Qué quiere decir con esto San Pablo? Veamos. En la sociedad civil se usa también la adopción. Ésta viene a ser la admisión de un extraño en la familia. Mediante la adopción, ese extraño entra a ser miembro de la familia, toma el nombre de la familia, recibe el título de hijo adoptivo y adquiere el derecho de heredar los bienes de la familia. Solo una condición se requiere para ser adoptado, esto es, es preciso ser miembro de la raza humana. Pues bien: nosotros no somos de la raza de Dios, que somos pobres criaturas suyas, que por nuestra naturaleza estamos más lejos de Dios que la bestia del hombre, que nos hallamos a una distancia infinita de Dios, “simples húespedes y advenedizos” ( Ef.2, 19). ¿Cómo podremos ser adoptados hijos de Dios? He aquí el milagro de la sabiduría del Padre y de la Bondad de Dios. Dios nos da una participación misteriosa de su naturaleza y vida, al cual don llamamos “Gracia”. La Gracia es una cualidad interior, producida por Dios en nosotros, inherente al alma, adorno del alma, que hace al alma agradable a Dios, del mismo modo que en el orden de la naturaleza la belleza y el vigor son cualidades que adornan al cuerpo, el genio y la ciencia al espíritu, al valor, y la lealtad al corazón. Según Santo Tomás, la gracia es “una semejanza participada de la naturaleza divina”. Ella nos hace participantes de la naturaleza de Dios de una manera que nosotros no podemos comprender. Por la gracia llegamos, en cierto modo, a ser dioses. No iguales a Dios, sino semejantes a Dios.
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Por eso decía Nuestro Señor a los judíos: “Acaso no está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois?” (Jn. 10, 34). Para nosotros pues la participación en la vida divina se realiza por la gracia, en virtud de la cual nuestra alma recibe la capacidad de conocer a Dios como Dios se conoce, de amar a Dios como Dios se ama, de gozar de Dios como Dios goza plenamente de su propia beatitud, y de vivir así de la vida del mismo Dios. Tal es el misterio inefable de la adopción divina. Pero hay una profunda diferencia entre la adopción divina y la adopción humana. Ésta es puramente externa, convencional, favorecida sí por la ley, pero no alcanza a modificar la naturaleza del adoptado. El adoptado se llama hijo, pero no es realmente hijo. Dios por el contrario al adoptarnos por hijos, al darnos la gracia, llega hasta el fondo de nuestro ser y, sin cambiarlo en lo esencial, lo exalta interiormente hasta el punto, no sólo de llamarnos hijos de Dios, sino de serlo real y verdaderamente. Ese acto de adopción divina tiene tal eficacia que, mediante la gracia, nos hace participar de la misma naturaleza divina en una forma tan real que, por la adopción precisamente, la gracia divina viene a constituir nuestra santidad. Por eso esta gracia se llama Santificante. Por consiguiente, el derecho divino de nuestra adopción, esa predestinación amorosa por la cual Dios se digna hacernos hijos suyos, viene a dar a nuestra santidad un carácter especial. ¿Cuál será ese carácter especial? Nuestra Santidad es Sobrenatural. La vida a la que Dios nos eleva al adoptarnos, se dice y es sobrenatural en comparación del orden natural que conocemos, quiere decir que ella excede las propiedades, los derechos y las exigencias de nuestra naturaleza. Por esto nos corresponde ser Santos, no como criaturas humanas simplemente, sino como hijos de Dios por actos inspirados y animados por la gracia. Es que la gracia en nosotros llega a ser el principio de una vida divina. Conviene aclarar esa idea fundamental de vida divina. ¿Qué es vivir? Para nosotros vivir significa movernos en virtud de un principio interior, fuente de actividad que nos impulsa a perfeccionar nuestro ser. Pues bien: en nuestra vida puramente natural se injerta, por así decirlo, otra vida de orden superior, cuyo principio es la gracia. La gracia, pues, viene a ser en nosotros, entonces, fuente de actos y operaciones que son sobrenaturales y se encaminan a un fin divino, poseer a Dios algún día y gozar de Él, como Él se conoce y se goza en sus perfecciones. Es un asunto de capital importancia y desearía que nunca se perdiese de vista. Dios pudiera haberse contentado con aceptar de nosotros el homenaje de una religión natural. Ésta hubiera sido la fuente de una moralidad humana natural, de una unión con Dios de conformidad con nuestra naturaleza de seres racionales, fundada en nuestras relaciones con nuestros semejantes.
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Pero Dios no quiso limitarse a esta religión natural, (a veces nos habremos encontrado con hombres que no están bautizados, y que sin embargo son rectos, leales, íntegros, equitativos, justos y compasivos), pero ésto no es sino una honradez natural, que ciertamente Dios no rechaza, sino todo lo contrario; más no se contenta con ella. Dios quiere que nuestra unión con Él sea unión llena de santidad sobrenatural, cuyo principio vital sea la Gracia, haciéndonos participantes de su vida infinita. Fuera de ese plan no hay para nosotros sino la perdición eterna. Dios es dueño de sus dones, y el hecho es que desde la eternidad ha decretado que no llegaremos a ser Santos delante de El, sino viviendo la gracia como hijos de Dios. ¡Oh Padre celestial, concedednos que nuestra alma conserve la gracia que nos hace ser de los vuestros! Presérvanos de todo mal que pueda alejarnos de vos!. III. NECESIDAD DE LA GRACIA PARA OBRAR RECTAMENTE El hombre necesita la gracia para obrar rectamente, como se ve en San Pablo: “He trabajado más que todos, pero no yo sino la gracia de Dios conmigo”. En el estado de naturaleza íntegra, es decir antes del pecado original, podía el hombre por sus naturales recursos querer y obrar el bien proporcionado a su naturaleza, pero no el bien que le sobrepasa. En el estado de naturaleza caída, el hombre no alcanza aún aquello que puede según su naturaleza, de manera que no le es posible cumplir todo este bien natural por sus propias fuerzas, por eso la Iglesia enseña: “En el estado de naturaleza caída, le resulta moralmente imposible al hombre cumplir durante largo tiempo toda la ley moral, resistir a todas las tentaciones graves sino le ayuda la gracia sanante”. Sin embargo como la naturaleza humana no se corrompió totalmente por el pecado hasta el punto de quedar privada de todo el bien, puede, en verdad, aún en su estado de naturaleza caída obrar por virtud de su naturaleza algún bien particular como edificar casas, plantar viñas y otras cosas semejantes, pero en todo el Bien que le es connatural. Así como el hombre enfermo puede ejecutar algún movimiento, pero no puede moverse perfectamente con el movimiento de un hombre sano, a no ser que sea sanado por la medicina. Es por esto que en el estado de naturaleza caída el hombre necesita de una virtud gratuita sobreañadida de dos modos: 1. Para ser curado 2. Para obrar el bien sobrenatural IV.
GRACIA ACTUAL La preparación de la voluntad humana al bien es de dos maneras: 1. Una por la cual se prepara a obrar bien y a gozar de Dios. Y tal preparación no puede verificarse sin el don de la gracia habitual, que es el principio de la obra meritoria. 2. Otra la preparación de la voluntad humana para conseguir esa misma gracia Habitual. Dice Nuestro Señor: “Nadie puede venir a Mi, si no lo trajere el Padre que me envió.” (Jn.6, 44).
Si el hombre pudiera por sí mismo prepararse no sería preciso que fuera traído por otro, por eso la Iglesia enseña que el hombre no pude prepararse a la gracia sin el auxilio de la gracia actual, un auxilio de Dios que mueve al alma interiormente y le inspira el buen propósito.
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El que el hombre se convierta a Dios no puede tener lugar sino convirtiéndolo Dios a sí. Y esto es prepararse para la gracia, como convertirse a Dios. La conversión del hombre a Dios se hace ciertamente por el Libre Albedrío (libertad), pero el libre albedrío no puede convertirse a Dios, sino convirtiéndolo Dios a sí, según estas palabras: “Conviérteme y seré convertido, porque Tú eres el Señor mi Dios” “Conviértenos Señor a Ti y nos convertiremos”. El hombre nada puede hacer, sino es movido por Dios, según lo que dice San Juan: “Sin Mi nada podéis hacer”, y, por tanto, cuando se dice que el hombre hace lo que está en él dícese que hace lo que está en su poder en cuanto que es movido por Dios. La gracia actual es un influjo transitorio y sobrenatural Dios sobre las potencias del hombre, con el fin de moverle a realizar una acción saludable. En su calidad de influjo transitorio se distingue de la habitual y de las virtudes infusas, que son inherentes al alma como cualidades permanentes. La gracia actual de una manera inmediata e intrínseca ilumina el entendimiento y fortalece la voluntad. Existe una gracia actual de Dios sobre las potencias del alma que precede a toda libre decisión de la voluntad. En el caso de que hablamos, obra Dios solo en nosotros y sin nosotros. Así lo definió el Concilio de Trento: “ El comienzo de la justificación tratándose de adultos, ha de partir de una gracia preveniente de Dios, adquirida por Cristo Jesús”. Existe también un in flujo sobrenatural de Dios, (gracia actual), sobre las potencias del alma, que coincide temporalmente con el libre ejercicio de la voluntad humana. En el caso del que hablamos ahora, Dios y el hombre obran al mismo tiempo. Dios obra en nosotros con nosotros. El amor de Dios hacia los hombres es tan grande que quiere que sean méritos de ellos (por el libre ejercicio de la voluntad humana) lo que son dones suyos (por razón de su gracia). San Agustín dice: “Porque en verdad comienza El a obrar para que nosotros queramos, (gracia operante), y cuando ya queremos, con nosotros coopera para perfeccionar la obra (gracia cooperante). Por consiguiente, para que nosotros queramos, comienza a obrar sin nosotros, y cuando queremos y de grado obramos, con nosotros coopera. Con todo, si El no obra para que queramos, no coopera cuando ya queremos, nada podemos a las buenas obras de piedad.” Resumiendo decimos que el hombre para vivir rectamente necesita del auxilio divino de dos modos: 1. En cuanto la gracia habitual, por el que se sana la naturaleza humana caída y sanada se la eleva a practicar obras meritorias de vida eterna que exceden las fuerzas de su propia naturaleza. 2. De otro modo necesita el hombre del auxilio de la gracia en cuanto a ser movido por Dios a obrar bien y puesto que la naturaleza aún cuando sea curada por la gracia en cuanto el alma, queda en ella la corrupción e infección en cuanto a la carne, por la cual sirve a la ley del pecado, como dice San Pablo (Rom. 7,25). Queda también cierta oscuridad de ignorancia en el entendimiento, según la cual, no sabemos lo que habremos de pedir, como
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conviene (Rom. 8,26) y por eso nos es necesario ser dirigidos y protegidos por Dios, que todo lo conoce y puede. Y por eso mismo aún los renacidos como hijos de Dios por la Gracia deben decir “y no nos dejes caer en la tentación” y “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” y lo demás que se contiene en el Padre Nuestro. V.
GRACIA GRATUITA - DIFERENCIA CON LA GRACIA SANTIFICANTE
Toda gracia constituye un don de la bondad divina. Es concedida gratuitamente. Sin embargo, basándose en el texto de San Mateo: “Gratis recibisteis, gratis dad”. (Mt. 10, 8) ha conservado la Iglesia el nombre de gracia “gratia gratis datae” - gracia dada gratuitamente a aquella que se concede a algunas personas para salvación de otras. Tales son los dones de profecía, de obrar milagros, el don de lenguas, etc. La posesión de estos dones no depende de las cualidades personales y morales de su posesor y no se le da para que el hombre mismo sea santificado por ella, sino para que coopere a la santificación de otro, por esa razón no se le llama gracia santificante. La gracia santificante se destina a todos los hombres para la santificación personal por eso es intrínsecamente más elevada y valiosa que la gracia gratuita.
“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)
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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS SAN PIO X Diócesis de San Luis
TEOLOGÍA II
UNIDAD VII
B. LA LEY
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Noción de ley Es la ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad. Vamos a explicar un poco los términos de la definición: Ordenación de la razón. La ley es esencialmente un acto de la razón práctica, y no de la voluntad. Porque es propio de la razón, y no de la voluntad, ordenar al hombre al debido fin por los medios más aptos y proporcionados. Dirigida al bien común. Es la causa final de la ley. Una ordenación ordenada al bien particular de alguno o algunos miembros de la comunidad en detrimento de todos los demás, no puede tener carácter de ley. Y mucho menos aún si se trata de preceptuar alguna cosa mala o perjudicial al bien común. Promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad. Nadie puede dar leyes sino a sus propios y legítimos súbditos. Lo contrario sería una usurpación tiránica de una autoridad que no posee; y los súbditos así tiranizados no estarían obligados a obedecer. Ley Eterna. Es el plan de la Divina Sabiduría por el que dirige todas las acciones y movimiento de las criaturas en orden al bien común de todo el universo. Así como en la mente del artista preexiste el plan que llevará después a la práctica en su obra de arte, así en el entendimiento divino preexiste desde toda la eternidad el plan por el que dirigirá todas las acciones y movimientos de sus criaturas al fin del universo; y ese plan es cabalmente la ley eterna. Es evidente que existe la ley eterna y que es una verdadera ley en el sentido propio de la palabra, ya que le conviene perfectísimamente y en grado superlativo la definición misma de la ley Es, en efecto, la ordenación de la razón divina, dirigida al bien común del universo, promulgada por el mismo Dios, a quien compete el gobierno y cuidado de todo el mundo. La ley eterna es pues, el supremo analogado en la escala de la ley. No vale objetar que, donde no hay súbditos eternos, no puede haber ley eterna. Porque esos súbditos existían en la mente divina desde toda la eternidad. Para Dios no hay pasado ni futuro, sino un presente siempre actual. Dios tenía presentes a todas sus futuras criaturas en su mente divina y desde toda la eternidad determinó por la ley eterna las obligaciones a que tendrían que someterse. La promulgación activa (que es la promulgación propiamente como tal, como acto del legislador) se verificó eternamente en la mente divina; la pasiva ( o mera divulgación entre los súbditos) no se realizó sino cuando aparecieron de hecho las criaturas. La ley eterna es la regla suprema de toda moralidad, señalando a todas las demás leyes las acciones buenas y malas y el fundamento de toda obligación moral. En este sentido es el fundamento de todas las demás leyes, que serán leyes en en cuanto reflejen con fidelidad la ley eterna. Las demás leyes derivan de ella. Ninguna ley puede ser justa ni racional si no es conforme a la ley eterna. Ya que toda potestad legislativa capaz de imponer obligación procede de la ley eterna, es decir, de Dios, señalando el recto orden por el cual los súbditos deben obedecer a su legítimo superior cuando ordena lo que es recto y justo. Todo esto lo expresa admirablemente el conocido texto del libro de los Proverbios: ―Por Mí reinan los reyes y los jueces administran justicia.
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Por Mí mandan los príncipes Y gobiernan los soberanos de la tierra‖ (Prov. 8,15-16) El mismo Cristo dijo a Pilato que no tendría potestad alguna sobre Él si no le hubiera sido dada desde arriba (Jn. 19,11); y San Pablo añade que toda potestad viene de Dios‖ (Rom.13, 1) Ley Natural Dios ha manifestado la ley eterna en cada ser creado, de acuerdo con las exigencias de su propia naturaleza y para el cumplimiento del fin que a cada uno compete. Esa ley, impresa en la naturaleza de cada ser, recibe el nombre de ley natural y es: a) Para los seres inanimados: la ley natural física. b) Para los seres vegetales: a ley vegetativa. c) Para los seres irracionales: la ley instintiva o instinto. El ser no inteligente, incapaz de conocer formalmente su fin y dirigirse a él por sí mismo, está destinado a un fin que debe alcanzar inconscientemente con los actos necesarios de su naturaleza, conforme a un orden de medios a fin inscrito en sus actividades, en sus tendencias naturales físicas, fisiológicas y psicológicas; en otros términos, conforme a unas leyes físicas que se imponen a su actividad, regulándola en forma de necesidad física. d) Para los seres racionales la ley moral. Luego, respecto del hombre, la ley natural es la norma impresa por Dios en la naturaleza humana, a fin de que ésta se conduzca hacia su propio fin, conociendo y haciendo el bien y apartándose del mal. El precepto general de la ley natural consiste pues, en imponernos el deber de practicar el bien y evitar el mal. Ese precepto abarca en su integridad las siguientes premisas: a) Bien es lo que sirve para desarrollar la vida. b) Bien es lo que sirve para perpetuar la especie. c) Bien es todo lo que perfecciona al hombre en su condición de ser racional y en sus relaciones con sus semejantes. d) Bien sumo es DIOS. Esas premisas imponen las siguientes obligaciones morales correlativas: a) b) c) d)
Alimentarse y no atentar jamás contra la propia vida. Cumplir los deberes de la paternidad y de la maternidad. Ejercitarse en todas las virtudes y, en particular, en el amor a los semejantes. Amar a Dios por sobre todas las cosas.
El ser inteligente, capaz de conocer formalmente su fin último y de dirigirse consciente y libremente hacia él, está destinado a un fin que debe alcanzar con los actos deliberados de su voluntad conforma a un orden de medios a fin fundado en el valor respectivo de sus tendencias naturales y expresados a la voluntad, por la razón encargada de ilustrarla y dirigirla, en forma de ley moral, que se impone de una manera obligatoria, pero no físicamente necesitante. Así la ley moral, respetando siempre su libertad física, le prescribe ejecutar los actos necesarios a su fin y evitar aquellos que le alejan del mismo. Luego, así como el ser no inteligente está destinado a su fin que se ha de alcanzar fatalmente, el ser inteligente y libre está destinado a su fin que se ha de alcanzar libremente. Lo que la ley física, necesitante, es para los seres y actos no ―humanos‖, eso es, proporcionalmente, la ley moral, obligatoria, para los seres y actos humanos, conduciendo Dios, así, cada ser a su fin, conforme a su naturaleza, libre o no libre, y no contradiciéndose, por tanto, de ningún modo en su obra.
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Infiérese de ahí o que de común y diferente tiene la ley física y la ley moral; la ley natural de un ser, sea la que fuere, es siempre la inclinación natural, que, de conformidad con el orden divino, le lleva al fin que él debe realizar; es la regla y la medida de su actividad tendente a su fin natural. Se distinguen en la ley natural tres grados: 1º Los preceptos primarios y universalísimos, cuya ignorancia es imposible a cualquier hombre con uso de razón. Santo Tomás los reduce a este sólo principio clarísimo: ―HAY QUE HACER EL BIEN Y EVITAR EL MAL‖. Otros añaden: ―LO QUE NO QUIERAS PARA TI, NO LO QUIERAS PARA NADIE‖ ―DA A CADA UNO LO SUYO‖ ―VIVE CONFORME AL DICTAMEN DE LA RECTA RAZÓN‖ ―NO HAGAS NADA CONTRA TU CONCIENCIA‖, etc. Pero en el fondo se reducen todos al principio universalísimo señalado por Santo Tomás. 2º Los principios secundarios o conclusiones próximas que fluyen claramente de los preceptos primarios y pueden ser conocidos por cualquier hombre casi sin ningún esfuerzo o raciocinio. A esta categoría pertenecen todos los preceptos el Decálogo. Cabe en torno a ellos una ignorancia inculpable durante algún tiempo, pero no durante una vida normal entera. 3º Las conclusiones remotas que se deducen por raciocinio más complicado de los preceptos primarios y secundarios ( por ejemplo, la indisolubilidad del matrimonio, la ilicitud de la venganza privada, etc.) sobre todo en gente ruda e incivil, cabe la ignorancia y por largo tiempo de estas conclusiones remotas. Ley positiva Es la que rige los actos humanos mediante preceptos dados a conocer públicamente. Esa ley positiva puede ser divina o humana.
Es ley positiva divina la que procede directamente de Dios; por ejemplo, el Decálogo.
Es ley humana la que procede de la autoridad del hombre. Esta ley, a su vez, se divide en civil y eclesiástica.
Es ley positiva humana civil la que emana de la autoridad civil, por ejemplo, las constituciones y códigos que se dan a los pueblos.
Es ley positiva humana eclesiástica la que emana de la autoridad de la Iglesia; por ejemplo, las disposiciones contenidas en el Código de Derecho Canónico.
“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)
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