Antropología 3.

Materia: Antropología. Apuntes preparados por Claudio Bollini para uso exclusivo de los alumnos. 3. ¿Tiene esta situación la última palabra? La redención en ...
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Centro Diocesano de Formación Pastoral Seminario Catequístico Materia: Antropología Apuntes preparados por Claudio Bollini para uso exclusivo de los alumnos.

3. ¿Tiene esta situación la última palabra? La redención en Jesucristo a) La Encarnación: Plena realización del proyecto divino de hombre. Marcos nos relata cómo Jesús inició su predicación declarando: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca…” (Mc 1,15). El término empleado en el texto griego original para “tiempo” es “kairós”, concepto de gran densidad teológica que designa la cualidad de lo temporal como acontecimiento salvífico, en contraposición a la linealidad del cronos, el tiempo ordinario. Así pues, el Señor vino a la historia en un momento providencial en que los tiempos estaban maduros para recibirlo. Los profetas habían anunciado ya un “día de Yahvé” en que el Mesías, como descendiente de David, Siervo Sufriente e Hijo del Hombre, vendría a instaurar definitivamente el Reino. Por otro lado, los pensadores helénicos habían ya desarrollado las categorías filosóficas requeridas para que el Evangelio fuese expresable y asimilable de acuerdo con el hábito especulativo de la cultura reinante; finalmente, el ya declinante Imperio Romano poseía aún la infraestructura indispensable (fundación generalizada de pueblos y ciudades, organización política centralizada, redes viales, buena comunicación marítima, etc.) para que el cristianismo que florecería décadas después encontrara la posibilidad de difundirse. En suma, la historia había sido preparada por la infinita sabiduría divina para que Cristo comportara un antes y después definitivos.

A diferencia de los fundadores del resto de las religiones, Jesús reclamó para sí una pretensión inusitada y hasta escandalosa, a la que ningún otro personaje histórico se había atrevido: Él no se presentó como un portavoz de la palabra divina o un profeta inspirado (como sí lo fueron Moisés para el judaísmo o Mahoma para el islamismo). Cristo no solamente proclamó un mensaje, sino que se reveló como el mensaje mismo. Ante sus discípulos se manifestó como “el Camino, la Verdad y la Vida”, y por eso nadie puede ir al Padre sino es por él (Cf. Jn 14,6). Jesús no se limitó a darnos a conocer la voluntad del Padre, sino que por medio de su Pascua redentora, él mismo nos abrió paso hacia la fuente de amor infinito del Dios Trino. Lo distintivo del cristianismo no es entonces ni una doctrina intelectual ni una práctica social. Su esencia es Jesucristo mismo (Véase R. Guardini La esencia del Cristianismo, p. 19s). El misterio de la encarnación siempre ha constituido una paradoja para la razón humana: el intelecto humano tropieza con sus preconceptos a la hora de concebir a Dios Hijo, infinito y eterno, deviniendo finito y mortal. Sin embargo, la Iglesia, desde los primeros Concilios del Siglo IV y V, proclamó conjuntamente la realidad humana y divina de Cristo: Por un lado, Jesucristo es verdadero hombre, y por eso pudo asumir todas nuestras miserias y sufrimientos, alcanzando así, como nuestro mediador y representante, la salvación de todo el género humano. Por otro lado, Jesucristo es verdadero Dios, y así su Encarnación constituye el acercamiento definitivo del Señor a la historia humana; de este modo, fue capaz de redimir como Dios todos nuestros pecados, que como hombre había asumido.

2 b) El mensaje de Jesucristo sobre el hombre. 1) El mesianismo de Jesús En el evangelio de Lucas, Jesús se presentó por primera vez en público en una Sinagoga al leer un texto del tercer Isaías (Is 61,1): “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”. Y a continuación proclamó: “Esta profecía se ha cumplido hoy” (Lc 4,18s). Si las concepciones del Mesías esperado por las diferentes facciones de los israelitas (celotes, fariseos, bautistas y esenios) diferían ostensiblemente entre sí, aún más se distanciaban en conjunto de aquella que Cristo mismo encarnó. En efecto, la naturaleza del mesianismo que Cristo asumió contrastaba con cuanta expectativa mesiánica vigente existía. En lugar de un restaurador del reino de Israel, se presentó ante los suyos como el Mesías redentor a imagen del Siervo Sufriente de Yahvé del libro de Isaías (Son los renombrados “Cuatro Cánticos del Siervo Sufriente”: Is 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12): “Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían” (Is 50,6-7). “Despreciado, desechado por los hombres […] Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencia […] El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados” (Is 53,3-5). La diferencia entre lo esperado por sus seguidores y el verdadero mesianismo de Jesús conllevó abandonos masivos por parte de sus seguidores, confabulaciones para asesinarlo por parte de las autoridades religiosas e incomprensión y deserciones por parte de sus discípulos. El evangelio de Marcos muestra a un Jesús que al comienzo de su predicación era acompañado por grandes multitudes. Sin embargo, a partir del capítulo 8 se acentúa un arco descendente de distanciamientos y odios, que había comenzado a insinuarse desde el capítulo 3 y que culminaría con su muerte solitaria y denigrante en la cruz. Este drama estalla a partir de Mc 8,27. A diferencia del pasaje paralelo en el evangelio de Mateo (Mt 16,15), aquí Pedro no realiza exactamente una “confesión de fe”, fruto de la revelación del Padre. A la pregunta “¿Quién dicen ustedes que soy yo?”, Pedro le respondió “tú eres el Mesías” (v. 29). Pero Jesús no alabó al Padre como en el texto de Mateo, sino que, lejos de aprobar el título, conminó a Pedro a no hablar sobre el tema (v. 30). A partir de ese momento, marcando un antes y un después en la estructura del evangelio, Jesús “comenzó a enseñarles” solemnemente que el Mesías debería sufrir mucho e ir a Jerusalén donde sería capturado y muerto (v. 31). Cuando Pedro se opuso, Jesús reaccionó airadamente: “¡Apártate de mí Satanás, porque tus caminos no son los caminos de Dios!” (v. 33). Aparece aquí un claro conflicto entre dos proyectos: el de Jesús como Mesías redentor, cuyo camino pasaba por su ofrenda de amor en la crucifixión, y el de los celotes, sostenido por muchos de sus seguidores, que clamaban por un Mesías glorioso que instaurara un reino que reemplazara al Imperio Romano. Es por esta misma razón que el evangelio de Juan narra cómo Jesús huyó al monte cuando quisieron proclamarlo rey (Jn 6,15). 2) El mensaje central de Jesucristo El núcleo de la predicación de Cristo es el advenimiento del Reino del Padre. No es éste un concepto abstracto sino la concreta llegada de Dios Padre para reinar efectivamente en medio del pueblo y de la historia a través de Cristo. Éste es el núcleo del anuncio de la buena nueva. San Mateo captó esta centralidad, y estructuró su evangelio en base a cinco discursos de Jesús sobre la venida del Reino de los Cielos (Mt 5-7; 10; 13; 18; 24-25). El primero de ellos es el llamado “Sermón de la Montaña”, donde Jesús, como un nuevo Moisés, presenta a sus oyentes la nueva Ley del Reino, fundada en una misericordia divina que llega a los más pobres y pequeños. Jesús lleva a su plenitud la Ley comunicada en el Sinaí (Mt 5,17), proclamando que ya son felices

3 aquellos a los que el mundo desprecia por practicar la caridad y la justicia, porque ellos verán a Dios. A fin de alcanzar tal visión, Jesús insta a tomar a Dios mismo como modelo de comportamiento humano.

Podemos discernir tres dimensiones fundamentales del rostro de este Padre predicado por Jesús: a) Señorío de la historia: Los profetas, ante las continuas infidelidades de los israelitas a la Ley de Moisés, habían advertido que no bastaba la mera observancia externa de estos mandamientos. Anunciaban un tiempo en que la Ley no estaría ya escrita sobre las tablas de piedra del Sinaí sino en el interior del mismo fiel. Así lo proclamaban Jeremías: “Pondré mi ley en su interior, la escribiré en sus corazones” (Jer 31,31); y Ezequiel: “Les daré un corazón nuevo y pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Les quitaré del cuerpo el corazón de piedra y les pondré un corazón de carne” (Ez 36,26). La promesa de la instauración definitiva del Reino queda cumplida con Cristo. Ahora, el pecado del pueblo no podría hacer fracasar la realización final de la historia. Jesús puede anunciar esta novedad gracias a que es el Padre mismo quien viene ahora a ejercer su señorío en la historia. La definitiva manifestación del Reino en la parusía no está ya sujeta a los avatares históricos que surgieran del corazón del hombre, sino que depende sólo del incondicional compromiso divino. Dios es Señor y por eso la Segunda Venida de Cristo será una manifestación del triunfo ya obtenido por Él para la humanidad. b) Ya, pero todavía no: Si bien es cierto que el Reino quedó ya instaurado definitivamente a partir de Jesús, aún no está presente de modo absoluto, sino sólo en germen. Su total manifestación recién acontecerá en su Parusía, y por tanto el estado actual de este Reino es de peregrinación; mundo e Iglesia están en tránsito. Por eso el mal aún acontece en la historia. Trigo y cizaña crecen juntos, no sólo en la historia humana y sus realizaciones (Cf. Mt 13,28s), sino en el mismo corazón de cada hombre (CIC 827). La lucha entre el bien y el mal, en efecto, tiene lugar fundamentalmente dentro de cada persona, de modo que debe rechazarse por maniquea la noción de dos bandos que dividirían a la humanidad en justos y pecadores, máxime si esta visión justificara el entrar en la execrable dialéctica del “nosotros” contra “ellos”.

Por la Pascua de Cristo el bien prevalece ya en la actualidad y el Reino está en crecimiento. Tal convicción aparece en varias parábolas del NT. Las llamadas “parábolas vegetales” (El sembrador: Mt 13,1s y par.; el grano de mostaza: Mt 13,31s y par.; la semilla que crece sola: Mc 4,26s), nos hablan de una semilla que está en trance de germinación; no habrá sequía ni inundación que pueda arrebatarle la vida al brote, pero resta esperar que se convierta en un árbol frondoso y cargado de frutos. Hay una permanente tensión en este proceso de alumbramiento, tensión que el teólogo luterano Oscar Cullmann (†1999) condensó en la acertada expresión “ya pero todavía no”, y que el Catecismo parafraseó: “el Reino ya heredado, pero todavía no consumado” (CIC 732). c) Dimensión salvífica: Juan el Bautista, el precursor de Cristo y último de los profetas, predicaba un juicio inminente, llamando a la conversión con el bautismo en las aguas del Jordán. Advertía que “el hacha ya está puesta en la raíz de los árboles” (Mt 3,10.). La llegada del Mesías supondría el juicio y la condena inmediatos de los pecadores. Alejándose de esta perspectiva, Jesús comenzó su predicación otorgando un “tiempo de gracia” (Lc 4,19), en el cual invitó a todos los excluidos de la sociedad de Israel a participar en el Reino del Padre. Pecadores, enfermos, prostitutas, pobres y publicanos, considerados “impuros” e inhabilitados para celebrar sacrificios en el Templo y por lo tanto de participar en la celebración comunitaria de la fe de Israel, eran ahora convocados por Jesús para seguirlo (Cf. por ejemplo la parábola de los invitados a la boda: Mt 22,1s). Mediante la invitación de Jesús, el Reino se abría ahora a todos los abandonados y excluidos. Los “oficialmente” puros y justos se desconcertaban con una misericordia divina que juzgaban desproporcionada, y ante la cual reaccionaban airadamente por chocar con su limitada noción de justicia (Cf. las parábolas del hijo pródigo (Lc 15,11s) y de los jornaleros de la última hora (Mt

4 20,1s). Esta misericordia “desmesurada” encontró su coronación en la cruz, que según San Pablo es escándalo para los judíos y locura para los paganos (1Cor, 1,17s). Al reflexionar sobre la Ley del Sinaí, habíamos señalado que Jesús sintetizó sus mandamientos en uno solo: amar al Señor por sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo (Cf. Mc 12,28s), incluyendo al hombre como destinatario inherente del amor que el israelita debía profesar a Dios. Ahora bien, el Evangelio que Jesús anuncia radicaliza incluso este nexo entre ambos mandamientos, al punto de asegurar que no es verdadero un amor a Dios que no incluya en su movimiento al prójimo: Jesús testifica que no lo ha reconocido a Él quien no haya reverenciado al más humilde de los hombres (Mt 25,45); en este mismo espíritu Juan asegurará luego que miente quien dice amar a Dios, mas no al hermano (1Jn 4,31). 3) Los milagros como presencia del Reino La profunda conciencia de filiación que exhibía Jesús se expresó en gestos reveladores del poder que le había sido dado por el Padre: perdonó pecados, legisló sobre la Ley de Moisés y relativizó la institución del Sábado, y, fundamentalmente, obró milagros. Detengámonos ahora en el sentido y mensaje de estos últimos. En el evangelio apócrifo de “Pseudo-Tomás” (finales del siglo II) se relata un portento de Jesús niño que evoca el acto de creación del hombre en Gn 2,7: amasó unos pájaros con barro y les dio vida soplando sobre ellos. El relato brinda así la imagen de un hechicero jugando con la naturaleza mediante actos de magia, sin dar razones de ellos.

Los evangelios canónicos tienen una noción muy diferente de los milagros: estos no fueron gestos prodigiosos para despertar el asombro de los oyentes de Jesús, sino signos de la presencia salvífica del Reino en medio de los hombres, obrando la curación y la liberación. En el contexto de la vida de Jesús, el milagro fue un modo de proclamar el Evangelio, un ejemplo acabado de cómo hechos y palabras están intrínsecamente unidos en la Revelación. Esto se muestra especialmente patente en el evangelio de Juan, que, significativamente jamás emplea el término “milagro”. Se presentan, en cambio, signos que a la vez revelan quién es Jesús y anticipan su Pascua (es decir, la “Hora”). Así, al restituir la vista a un ciego de nacimiento, Jesús se presentó como la luz del mundo (Jn 9,1); al devolver la vida a Lázaro, como la Resurrección y la Vida (Jn 11,1); al multiplicar los panes para la multitud, como el Pan Vivo bajado del cielo (Jn 6,1s). El milagro es, en suma, la aparición en el seno de la historia presente de la presencia divina que libera y salva, como un anticipo escatológico del mundo nuevo y transformado que será instaurado en la Segunda Venida de Cristo. c) La Pascua de Jesucristo: la peregrinación de la Iglesia y el mundo entre el “ya” y el “todavía no”. 1) La muerte redentora de Jesús Cada uno de los cuatro evangelistas, desde diferentes teologías, aportó su perspectiva particular para comprender ese gesto supremo de Jesús que coronó su vida pública: la libre ofrenda de su crucifixión. Con sus matices propios, los evangelios sinópticos pusieron su acento en la actitud de Jesús de abandono y confianza en las manos del Padre (Cf. Mt 27,46, Lc 23,46.). Por su parte, Juan mostró la cruz como consumación de las promesas del AT: es el instante supremo de cumplimiento, la “Hora” preparada a lo largo de todo el evangelio, la gloriosa victoria sobre los poderes del mal (Cf. Jn 13,1; 16,33.). A pesar de la variedad de estos acentos, los cuatro evangelistas coinciden en dos elementos: por un lado, su actitud de disponibilidad para con el Padre; y por otro, la magnitud redentora de su sacrificio.

5 El instante más tremendo de Jesús en la cruz se reflejó en su grito desesperado: “¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46, Mc 15,34.). Se ha intentado quitar dramatismo a este clamor, señalado que es el comienzo del Salmo 22 que concluye con una plegaria de confianza en la intervención salvadora de Yahvé. Sin embargo, este dato no debe hacernos perder de vista el significado escandaloso y terrible de las palabras de Jesús, elegidas por Mateo y Marcos con total deliberación, de entre los múltiples detalles que narran las diferentes tradiciones, para poner en los labios de aquél.

De un modo inaudito, el Hijo experimentó en su humanidad la ausencia de Dios mismo. Si con su abajamiento (“kénosis”) Jesucristo asumió verdaderamente la naturaleza humana hasta las últimas consecuencias, el punto más profundo de esta actitud lo constituyó sin duda el compartir, siendo Él mismo inocente, la consecuencia más radical y desesperante del pecado: una existencia de espaldas a Dios. El Verbo engendrado en el seno de la Trinidad por el Padre, con quien guarda una comunión perfecta, experimentaba ahora como hombre la total ruptura con Él. Tal fue el abismo experimentado por el Hijo en este momento que “cualquiera sea el alejamiento del hombre pecador respecto de Dios, éste es siempre menos profundo que el distanciarse del Hijo respecto del Padre en su vaciamiento kenótico (Flp 2,7) y en la miseria del ‘abandono’ (Mt 27,46)” (Comisión Teológica Internacional, Cuestiones selectas de Cristología (1970), IV. D. 8). Mas en ese instante de máximo dramatismo y desgarramiento, allí donde los signos visibles de sentido se disolvían en el aparente eclipse de Dios, emergió una genuina ofrenda de confianza al Padre, que se convertiría en paradigmática para el creyente sometido a situaciones límite: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). La muerte de Jesús es un misterio, si cupiera, aún más insondable. Uno de los más grandes teólogos del siglo XX, Hans Urs von Balthasar (†1988), ha reflexionado con hondura acerca del Viernes Santo y la razón por la cual es el único día del año en que la Iglesia no celebra misa: si Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres, hubo un día terrible en la historia humana en que Dios no estuvo presente redimiendo al mundo. Es esta ausencia lo que se conmemora al no celebrarse la Eucaristía, sacramento por excelencia del Dios hecho hombre. (Ver H. Von Balthasar, El Misterio Pascual en Mysterium Salutis, Tomo III, p. 666-809). Sin embargo, esta ausencia temporal no equivale a fracaso. El evangelio de Juan considera la cruz una victoria actual de Dios sobre el pecado, en la que el misterio del amor vence desde dentro al misterio del mal. La crucifixión de Cristo es “la Hora” según la teología joánica, la realización efectiva de la Pascua. Por su parte, los evangelios sinópticos leyeron la muerte de Jesús a la luz de su resurrección; es el hito decisivo para el paso definitivo hacia el Padre. La Pascua es el mayor acontecimiento de la historia, aquél en que Dios manifestó al máximo su sabiduría. Justamente es a través de la entrega de su propio Hijo en la cruz como alcanzamos nuestra propia salvación; en Jesús encontramos la última respuesta al misterio del mal, la injusticia, el dolor y la muerte. A estos clamores humanos, ante los cuales fracasa toda filosofía o utopía, Cristo responde desde dentro: asumiendo el pecado humano con su gesto de amor redentor, lo transforma en paso a la plenitud de Dios. Así, el cristiano está llamado a participar en esta dimensión pascual, sumando solidariamente su propia existencia a la muerte de Jesús para también solidariamente resucitar con Él (Cf. Rom 6,3s). 2) La resurrección de Jesucristo, acontecimiento histórico y salvífico En los días posteriores a la ejecución de Jesús, sus discípulos creyeron que su Maestro había fracasado, y permanecieron escondidos por el temor de sufrir su mismo destino. Pero poco tiempo después asistimos a su repentina salida al mundo pagano para anunciar la Buena Nueva de la resurrección de Jesús, incluso ofrendando frecuentemente sus vidas por este mensaje. Es éste un suceso inexplicable por meras causas intrahistóricas. Los evangelios nos muestran cómo este cambio radical de actitud se debió a un encuentro con el Señor Resucitado. La nueva realidad del Jesús post-pascual guarda una continuidad con su

6 condición terrena, pero a la vez comporta un cambio en su ser. Con su resurrección, Jesús fue glorificado, es decir, entró en el ámbito de la nueva y definitiva vida de Dios. Pero este Cristo Glorioso que ahora se manifestaba no era otro que el mismo Jesús que había vivido entre los suyos; era reconocido como tal a partir de un gesto personal que suscitaba un acto de fe en sus testigos. Los discípulos de Emaús recién lo identificaron cuando se sentó a la mesa con ellos y partió el pan (Lc 24,30); Tomás por su parte lo reconoció cuando Cristo le mostró las llagas de su crucifixión (Jn 20,26). El primer anuncio proclamado por los apóstoles (el “kérygma”) fue, pues, el acontecimiento triunfal de la resurrección de Jesucristo. Ésta es la verdad que fundamentó desde su comienzo la fe de la Iglesia primitiva. A la luz de la resurrección los discípulos comprendieron cabalmente el significado del mensaje de Jesús, que habían guardado fielmente sin entender por completo. Ahora confesaban que, al resucitar, Jesús se había vuelto nuestra pascua; es decir, nos rehabilitaba el camino al Padre, que había sido clausurado por nuestro pecado. El triunfo alcanzado por Jesús en la cruz es incondicional y definitivo, y por eso el mundo ya está salvado. No obstante, esta victoria se manifestará acabadamente al final de los tiempos cuando Él vuelva en majestad y gloria. Por eso, la resurrección es al mismo tiempo un misterio salvífico y escatológico.

d) La participación del hombre y la comunidad en la Vida de Dios Trino Juan muestra en su evangelio cómo la unidad entre los cristianos se basa en última instancia en la misma unidad intratrinitaria. Durante la Última Cena, Jesús dirige al Padre la llamada “oración sacerdotal”, durante la cual le ruega que “todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti” (Jn 17,21), es decir, que devengan una auténtica comunidad a imagen de la unidad reciproca que comparten el Padre y el Hijo en el amor del Espíritu Santo. El hombre participa en diversos grados de esta vida íntima de la Trinidad: como creado, como redimido por Cristo y como glorificado en el Reino de Dios. Primeramente, existe una “imagen por la creación”, que es común a todos los hombres por el hecho de ser creados por Dios. Esta imagen divina se funda en la magnitud espiritual del ser humano, cuyas manifestaciones son la inteligencia y la voluntad. Recuérdese que esta espiritualidad cimienta su ser persona. En este sentido, el hombre jamás deja de ser hijo de Dios, y su dignidad resulta incondicional. Además, existe una “imagen por la gracia”, pues Jesucristo nos ha posibilitado volvernos además hijos adoptivos en el Hijo, y, así, hermanos entre nosotros, mediante la libre aceptación de su oferta de amistad. El cristiano va configurándose por la gracia a imagen de Cristo, transformándose así en un hombre nuevo, en la medida que se abre a la comunidad de sus hermanos y a Dios. De este modo, Padre, Hijo y Espíritu Santo vienen al creyente y moran en él (Jn 14,15s). Pero el hombre está llamado a una condición última: la “imagen por la glorificación”: Ésta es la meta última del hombre, aquélla para la cual fue creado. Al encontrarse al final de su vida con Dios cara a cara (Cf. 1Cor 13,12), ya no serán entonces necesarios la fe, los sacramentos ni mediación de creatura alguna, pues veremos al Señor “tal cual es” (1Jn 3,2; Cf. 1Cor 13,12.). Pero, ¿en qué consiste esta experiencia tan ajena? ¿Se trata de una realidad individual y sólo espiritual? En su relato de 1947 El inmortal, Borges refiere un pueblo de inmortales donde la vida es perpetuo hastío e indiferencia, a fuerza de la permanente repetición de jornadas sin novedad ni esperanza de plenitud: “Cada acto (y cada

7 pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos”.

Influidos por esas representaciones tradicionales del paraíso como un perpetuo descanso en la interminablemente contemplación de las “realidades celestiales”, resultará casi inevitable trazar un paralelismo con el pueblo imaginado por el gran escritor. ¿Quién, sea o no creyente, no asocia instintivamente nuestro destino post-mortal con la típica imagen de angelitos sentados en nubes, mirando lánguidamente alrededor, dejando transcurrir el tiempo? La vida es descubrir, crear, amar; si nuestra morada post-mortal nada tuviera que ver con esto, entonces no nos resulta humanamente atractiva. La Revelación bíblica dista de dar fundamento a estas críticas. El cielo no se nos muestra como un lugar estático y ajeno, sino como un don de Dios al pueblo de Dios. Desde allí descendía la lluvia, bendición para el israelita, y la Revelación de los planes divinos sobre la salvación del Pueblo de Dios (Cf. 1Re 8,36; Is 55,10s; Job 5,10). Sin embargo, el fiel no podía acceder en su vida terrena a la total cercanía divina: “...mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo” (Ex 33,20). Su meta, trascendiendo su propia existencia, se plasmaría cuando ésta concluyera en la comunión vital con Dios (Cf. Sal 16,11; 73,24; Sab 5,15). Jesús prefirió antes que “Cielo” la expresión “Reino de los cielos”, que era más cercana a la experiencia del israelita de su época. Este Reino constituye una recompensa (Mt 5,12) y un tesoro (Mt 6,20), y está destinado a quien esté dispuesto a anteponerlo a cualquier otro bien. No es un premio ajeno a los anhelos humanos, sino una herencia para los desposeídos y olvidados (Cf. Mt 5,3s; Mt 25,34.). Cristo se refería a él con comparaciones tomadas de la vida cotidiana, a través de las llamadas “parábolas del Reino”, que Mateo en su capítulo 13 recogió en una serie de analogías: el Reino es como una semilla que crece hasta hacerse árbol y servir de cobijo para las aves (v. 32); o la levadura que fermenta totalmente en la harina (v. 33); o como un tesoro enterrado en un campo (v. 44); o una perla fina que hay que adquirir vendiendo todo (v. 45). Jesús también empleó imágenes metafóricas como “las bodas” y “el banquete” que indicaban ese elemento comunitario que será esencial en el cielo (Mt 22,1s; Lc 12,35s; 13,29): ambas celebraciones son festivas, convocadas por la invitación del esposo o del señor bajo la consigna de compartir su alegría.

Tanto Juan como Pablo introdujeron una convicción fundamental: vivir en el Reino será un estar con Cristo. Según Juan, el cristiano, cuando ama, permanece ya en Cristo (Cf. Jn 15, 4s; 1Jn 4,12), de modo que vive a través de él (Cf. Gal 2,20). Así, para referir la comunión actual de los creyentes con Jesucristo, este Evangelista los comparó, de modo vital y comunitario, con los sarmientos que se nutren de la vid (Cf. Jn 15,5). Pero esta comunión vital alcanzará su expresión integral en el Reino de los Cielos. Entonces, nos dice Pablo, nos encontraremos con Dios “cara a cara” (Cf. 1Cor 13,12), mientras que Juan asegura que lo veremos tal cual es (Cf. 1Jn 3,2), sin nuestra actual mezcla de certeza e ignorancia, de fe y desesperanza, de luz y oscuridad. El Apocalipsis en el capítulo 21 emplea otra sugerente imagen para describir este encuentro escatológico sin mediaciones (Ap 21, 22s): “No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero”. Se nos muestra asimismo a la “Jerusalén celeste” descendiendo del cielo al fin de los tiempos, como “la novia” que irá al encuentro de Cristo: es la comunidad humana llegando por fin a su meta última. El dolor y la muerte, los enemigos más antiguos y temidos del hombre, serán definitivamente derrotados.

Repetimos que no debe considerarse el estado de bienaventuranza como una contemplación inmóvil de la esencia divina. Será en el cielo donde nuestras relaciones humanas (Dios, prójimo, mundo, nosotros mismos) se verán realizadas, más allá de nuestras estrecheces y parcializaciones. Por eso será a la vez el cumplimiento y la elevación de nuestras aspiraciones más profundas (CIC 1024). Así como al pecar en los orígenes el hombre rompió todos sus vínculos fundamentales, al entrar en el Reino de los Cielos los restablecerá en un grado aún más elevado. Sus relaciones con Dios como hijo, con los hombres como hermano, y con el mundo como señor serán llevadas hasta su máxima expresión. 1) El mundo: Hay quienes todavía hoy imaginan el cielo como un lugar etéreo donde las almas de los difuntos flotan entre nubes. Pero, ¿no vivieron acaso durante su vida con un cuerpo marcado por

8 su historia, caminando sobre un suelo concreto de tierra, piedras o asfalto, relacionándose con una geografía específica, alimentándose de la naturaleza, modificándola con su trabajo, creando cultura a su modo personalísimo? ¿Por qué entonces su meta habría de ser un exilio radical de todo lo material? Esto contradice no sólo el mensaje bíblico sino también la misma condición humana: persona, lo vimos, es individuo subsistente, pero no aislado y cerrado sobre sí mismo, sino en apertura, comunicación y relación. El hombre es un ser-en-el-mundo: nace, vive, lucha y muere en él. Lejos de representar un mero escenario para su actuación, el mundo es el lugar donde se manifiestan sus logros y frustraciones; de este modo el destino de ambos está íntimamente unido. Al aplicar su técnica o su arte, el hombre transfigura el mundo, mejorándolo; al manipularlo indiscriminadamente por intereses egoístas, lo degrada y destruye. Si hoy el mundo entero “gime y sufre dolores de parto” (Rom 8,22) es porque se vio profundamente afectado por el pecado del hombre y necesita alumbrar una nueva realidad: ese hogar originario que ha dejado de ser, pero cuya recreación acontecerá en la Parusía. El Reino realizará con perfección el vínculo del hombre con el cosmos; éste ya no será más cobijo provisional para la indigencia de aquél, sino a la vez hogar y expresión de la riqueza interior humana. Un cuento temprano del ilustre escritor J. R. R. Tolkien (†1973) titulado “Hoja, de Niggle” (1939) puede resultar fructífero para intentar imaginar en términos plásticos las repercusiones escatológicas del quehacer humano. Tolkien narra, con un estilo entrañable y evocativo, la relación creativa de un artista luego de su muerte con una naturaleza plenificada y maleable a la vez.

2) La humanidad: Afirmar que los hombres son en verdad hermanos, en el convulsionado y dividido mundo actual, parece, en el mejor de los casos, una ingenua expresión de deseos. Conforme nos alejamos del círculo de nuestros afectos próximos, este concepto se vuelve cada vez más abstracto y difuso. Sin embargo, lo reiteramos, el hombre no es individuo aislado sino persona, ser en relación. Hay en él un dinamismo natural por compartir, comunicarse, amar. En su alienación a veces acalla o niega esta exigencia interior, pero aún los más egocéntricos están relacionados de algún modo con un otro. Dios creó al hombre como un ser social que busca trascender carencias de cara a su prójimo y su comunidad. Al revelarse, Dios respetó esta condición personal por Él creada; eligió así un pueblo determinado y no a un único individuo. La Alianza en el Sinaí no fue celebrada exclusivamente con Moisés sino con las doce tribus de Israel, que por ese acontecimiento quedaron constituidas como una comunidad única bajo la protección de Yahvé. La Iglesia fue fundada por Jesús para heredar las promesas de este pueblo y para extender el Evangelio por el mundo entero. Todos son invitados a participar en la humanidad nueva redimida por Él y a unirse desde la fraternidad en el Hijo; es decir, como “hijos en el Hijo” (Cf. GS 22). Tampoco esta magnitud le será arrebatada al ser humano. Su capacidad de relacionarse y autocomunicarse será elevada hasta más allá de sus propios límites. El Reino de Dios será la suprema manifestación de una verdadera comunidad entre hermanos; estos vínculos serán indestructibles, pues estarán fundados en la filiación divina de Jesucristo. El hombre podrá donarse por entero a su prójimo, sin los límites ni las contradicciones que hoy cercenan su capacidad de comunicación. Cada uno será transparente para el otro; al ser completamente aceptado, podrá dar a conocer su interioridad, sin miedos a rechazos o incomprensiones. El reencuentro con nuestros afectos será un puro recuperar la amistad perdida para unos, y un reconciliar antiguas enemistades para otros. Se entenderá entonces que las despedidas que parecían definitivas serán revocadas por Dios, y todo vínculo verdadero (padres, hijos, amigos, hermanos, esposos), salvado para la eternidad. Empero, esa comunión no se restringirá al excluyente círculo de los nuestros, sino que unirá a todos entre sí más allá de prejuicios, celos, odios y egoísmos. Recordemos nuevamente la bella imagen del banquete, tan empleada a lo largo de las Sagradas Escrituras y tan cercana a la vez a nuestro propio estilo de celebración. Precisamente el vocablo castellano “ágape” designa en el griego del

9 NT al mismo tiempo el banquete fraternal y el amor generoso por excelencia (Cf. 1Cor 11,20s ). Así como se comparte el pan en la mesa, todos los invitados compartirán en el Reino la alegría del triunfo definitivo de Dios y del hombre, congregados alrededor de Jesucristo, su hermano y Señor. 3) Dios: El creyente sabe que la condición de posibilidad para una dicha imperecedera no puede ser otra que el encuentro definitivo con Dios mismo. Pues bien, hemos visto que la fe proclama que tal encuentro consistirá en la contemplación inmediata del Señor, “cara a cara”, sin ninguna mediación. El hombre de la cultura actual suele temer que esto signifique un pasivo y mudo testificar la presencia divina, habitando ese reino borgeano del tedio sin fin. No obstante, debemos recordar que el Padre que Jesús nos revela es un “Abbá” con quien nos invita a un trato de familiaridad y confianza. Su amor es por cierto amor divino, cuya fuente es la recíproca ofrenda entre las tres Personas de la Trinidad; pero en la kénosis del Hijo se manifiesta también como amor humano. En un gesto de libre rebasamiento de su amor intratrinitario, Dios nos internará en el eterno torrente vital de su seno. Habrá así un permanente sobrepasar nuestros propios límites, personalizándonos cada vez más en la medida en que nos permeabilicemos para darnos y recibirlo. No será este dinamismo un movimiento que no alcance jamás su plena concreción, sino una inagotable capacidad de ser divinizado. Acontecerá así en nosotros una verdadera transformación en nuestro ser en la medida en que nos configuremos a imagen de Jesucristo. Pero en esta divinización el hombre nunca deja de ser él mismo, y por eso al acceder a su estado definitivo no verá disuelta su personalidad; muy por el contrario, la plasmará enteramente amando a los otros y al Otro. Es en este diálogo eterno en el amor recíproco donde alcanzará, con sus hermanos y en el mundo transformado, su tan anhelada felicidad.