Viernes 21 de febrero de 2014 | adn cultura | 7
Silvina ocampo, inédita
Cartas perdidas para siempre
“Había tantas cosas que no se podían hacer en mi niñez”, recordaba Silvina
cer descripciones de muchos platos. En “Los amantes”, por ejemplo, ya se me habían acabado las recetas de tortas y no sabía a quién acudir para agregar más detalles. A mí me encantan los crêpes hechos por los franceses. (A esta altura ya había llegado a los postres.) Estos crêpes de mi cocinera española son ricos, pero salieron más gruesos de lo que a mí me gustan. Hay muchos que los prefieren así. Una vez en casa de la señora de X, comí unos panqueques horribles. Eran tan raros. Uno tenía la impresión de estar mascando neumáticos. La cocina siempre me interesó. Pero en esta casa tienen éxito las comidas que salen mal. En una época yo hacía un budín de dulce de leche riquísimo. No te imaginás: era perfecto, sin grumos. Pasaba inadvertido. Hasta que un día me salió mal y todos empezaron a pedírmelo. Desde entonces, como te imaginás, me aplico para que me salga mal. Lo mismo me sucede con las gelatinas. A mí me gustan temblequeantes como deben ser. Pero a los demás les agradan durísimas. Mi inclinación por la cocina se remonta a la infancia. Adolfito dijo que a los seis años había escrito su primera novela. Yo, a los cuatro, hice un aporte considerable: inventé los gnocchi. Era la menor de mis hermanas. Recuerdo que un día estaba con una de ellas, Pancha, junto a un fuego. Era algo que no me estaba permitido. Entonces con unas basuritas y harina me puse a amasar, y así me salieron los gnocchi. Yo no sabía que se llamaban así y pensaba que eran una creación. Los gnocchi eran mi invento prohibido, el resultado de una transgresión. Había tantas cosas que no se podían hacer en mi niñez. Todo es distinto para los chicos de hoy. Les están per-
mitidas muchas cosas. Mis tres nietos, por ejemplo, aprovechan que este departamento es grande para jugar al tenis aquí, sin ir ala plaza. Se la pasan peloteando contra las paredes. Todo eso es bastante cómodo para los padres y para los abuelos. Uno no tiene que salir tanto a la calle para pasearlos. Las que sufren son las paredes. Se había hecho tarde. Acordamos entonces encontrarnos dos días después para conversar con Boyce Díaz Ulloque sobre el ciclo de televisión. Todavía no habíamos tocado un punto crucial, dramático, decisivo: las fotografías. Ya dije que Silvina y Bioy detestan que les tomen fotos. Por eso, dos días después, resolví aparecer acompañado por el fotógrafo sin prevenirlos, como si lo hubiéramos convenido desde siempre. Y el milagro se produjo. La púdica, la rebelde Silvina se acercó al equipo fotográfico y, como una chica atraída por las lentes, por los dispositivos, por el flash, tomó la cámara en la mano, me enfocó, pidió explicaciones sobre los distintos mecanismos y, dócilmente, guiada por la cortesía de Antonio Capria, posó con la aplicación de una modelo: ensayó poses resignadamente, suspiró, se arregló el pelo, sugirió algunas tomas. Boyce Díaz Ulloque y el mismo Bioy Casares asistían impresionados a esta metamorfosis. Más tarde, entre risas y reproches merecidos, Silvina confesó: “Me sentí tan aterrorizada ante esa máquina que lo acepté todo. Me interné en ese mundo de horror, hice todo lo que me dijeron, para terminar de una vez con esa tortura”. Adorable e imprevisible Silvina, tan adorable e imprevisible como sus cuentos y poesías.ß
La víspera de Navidad, como de costumbre, escribí al Niño Jesús pidiéndole un caballo de madera y un juego de muebles para la muñeca; la maestra de castellano, la señorita Mariquirena, cuyas manos tenían en la punta de los dedos gomas de borronear y cuya cabeza testaruda tenía una peluca de un color incierto, con raya cosida a máquina, estaba junto a mí con sonrisa enigmática. Me dijo: –B’hijita, ¿para qué le escribe usted al Niño Jesús? ¿Do sabe que son sus tías, sus hermanas mayores o su mamá quienes le traen los juguetes? Usted está muy grande para creer en esas cosas, ya va a cumplir ocho años. ¿No los cumplió? Es como si los tuviera. A su edad yo dirigía la casa de bi madre, cuidaba a bis hermanitos. Resolvía problemas buy difíciles. –Señorita –protesté con desesperación–. Cuando me porto muy bien ¿no cree usted que el Niño Jesús me trae juguetes y lee mis cartas cuando se las escribo? –ladeé mi cabeza, suplicante. Pero la maestra, implacable, me respondió: –Do, b’hijita. La señorita Mariquirena, que tenía siempre la nariz tapada, pronunció esta frase, “Do, b’hijita”, dando más énfasis a la frase que si la hubiera dicho cualquier otra persona. Sentí que el Niño Jesús había muerto. Los muertos esta vez no tenían alas, como mi hermana que había muerto o como los niños que salían fotografiados en las noticias necrológicas, y no quise aceptarlo. –Señorita, no creo lo que usted me dice; el Niño Jesús be trae a mí juguetes, lee bis cartas aunque no me las conteste. Usted no lo ha visto. Yo, sí. Esto es lo que yo creí contestar a la señorita Mariquirena, con la nariz tapada como ella, pero tal vez pronuncié unas interjecciones que ella supo interpretar. –¿Usted lo ha visto, b’hijita? Esta bandarina que usted va a comer dentro de unos binutos, la está viendo de verdad, pero el Niño Jesús… ¿usted lo vio? Reflexione. La señorita Mariquirena tomó en sus manos una de las hermosas mandarinas que me daban después del desayuno. –Yo, sí –respondí, sintiendo que mi voz resonaba con bastante firmeza. –¿Cómo es? ¿Be lo podría describir, b’hijita? –Es todo enrulado y rubio, con un trajecito blanco, tiene los pies desnudos y los ojos buy brillantes. Trataba de salvar a mi Niño Jesús que me traería entre sus manos juguetes, aquella noche, pero sentía que algo había muerto. La señorita Mariquirena se enderezó la peluca y suspirando optó por el silencio. Ya estaba cansada de aquella casa, donde venía todos los días a darme lecciones. La maestra de francés tenía más suerte, porque le daban una taza de leche con miel o pastillas Valda para interrumpir sus accesos de tos. Ella, en cambio, la señorita Mariquirena, no tenía siquiera tos, tenía
pólipos en la nariz (la palabra pólipos resultaba ridícula). Una inmensa nostalgia con sombras de alas caía sobre la tarde. Ángeles mutilados debían de estar volando sobre la Tierra, cada ángel traía un recuerdo en los brazos, rotos, envueltos en otros recuerdos. Yo tengo una valija colorada donde guardo cartas que no mandé; desenvuelvo las cintas, abro los paquetes, y en mis brazos puedo mecer durante horas mis recuerdos como a recién nacidos. ¡Pero ninguna carta dirigida al Niño Jesús! Sólo a personas que ya no quiero. Busco siempre sobre la mesa del hall una carta que nunca llega. Cartas que cuando se queman vuelan como mariposas negras por la chimenea, porque les crecen alas. ¡Pero ninguna del Niño Jesús! Las cartas valen ese dolor de la ausencia, aunque sean cartas que después de diez años no se pueden leer porque las personas que las han escrito no existen más, y la que las ha recibido tampoco. Cartas perdidas para siempre, como las fotografías de lo que fuimos y no volveremos a ser. No había cartas en el sitio habitual, había cuentas sobre esa oscura mesa del hall, cuentas y avisos y sobres que nunca se abren y viajan de mesa en mesa, hasta que llegan a los cajones de los dormitorios donde se quedan definitivamente. Mis tías tejían siempre, tenían tanta habilidad y aplicación en criticar como en tejer. Cada vez que yo había pensado en suicidarme me ponía a tejer: como una mosca dentro de una telaraña, me inmovilizaba dentro del tejido de la araña. Era una cosa mortal. “Mi alma está hecha de jirones, tengo fiebre adentro del alma, mamá”, pensaba yo mirando a mi madre. Ella también tejía. “Estoy enferma. Dejate de tejer. No estoy acostada en una cama de hospital, pero estoy enferma. Por favor, lavame en una palangana floreada, con agua fresca, con un jabón rosado (color de mármol rosado, veteado de verde), como cuando era chiquita y me acariciabas la frente.” Ese perfume rosado del jabón, me lavaba el cansancio y el alma entera. “Mamá, si pudieras leer adentro de mi alma me quemarías como quemas esos libros que escondo de noche debajo del colchón. Soy inmoral como un libro inmoral. Y, sin embargo, cuando abrimos las ventanas que dan sobre el campo y volvemos a ver temblar las hojas de los árboles, vuelvo a ser un infante en tus brazos, un infante liso y redondo con las dos manos tendidas al cielo.” Nunca supe ser chica ni grande. A los doce años me consumía de amor y me retaban diciéndome: –Andá, jugá con las chicas. Después de los veinte años me dijeron: —¿Creés que tenés diez años? Y jugaba a las muñecas con mis sueños. S. O.