Carlos Orlando Pardo

historia, guiándome no pocas veces en este proceso. Su concepto final me ..... La amenaza pareció perderse entre los pasos del ejército y el abatimiento hizo.
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El beso del francés Novela Carlos Orlando Pardo

INTIMIDADES SOBRE EL BESO DEL FRANCÉS

Desde 1963 cuando tenía 16 años, tuve en mis manos el libro Arrieros y fundadores de Eduardo Santa que mis tías paternas compraron para repartir orgullosas entre sus amigas en Bogotá. Se trataba del primer proceso detallado sobre quienes fundaron El Líbano, mi pueblo natal, producto de la colonización antioqueña. Lo leí como un libro de aventuras y aquella epopeya casi bíblica habría de marcarme desde entonces.

Pasó medio siglo y a lo largo del camino me tropecé no pocas veces con historias semejantes y con otras que el maestro Eduardo Santa iba profundizando alrededor de este fenómeno del siglo XIX, hasta que la curiosidad me llevó a pensar en escribir una novela sobre este itinerario. Duré por lo menos 13 años en la lectura de otros textos y en conversaciones que me conducían a tomar apuntes y a imaginar cómo sería mi trabajo, acercándome a un tema no bien explorado de aquel proceso como fue la llegada de los franceses a lo que era Colombia y la presencia de una monja clarisa que arribó de la mano de Desiré Angee, uno de los primeros pobladores junto a dos coterráneos suyos. ¿Que lleva a que una monja convencida se case o se una, mejor, con un francés ateo? Es parte de lo que decidí contar desde el interior de los personajes, pero más allá, el épico suceso de un puñado de colonizadores antioqueños que huyendo del hambre en su tierra dieron lugar a la creación de más de un

centenar de municipios colombianos. Toda esa variopinta sucesión de hechos notables en el siglo XIX quise dejarlos allí, no tanto para tratarlos desde lo que algunos llaman la novela histórica sino como una ficcionalización de la historia donde el movimiento entre la aventura, el romance, la guerra y la muerte tienen su escenario. Los ejes temáticos que transcurren en esta novela, se mecen con marcada tensión entre la persecución y la muerte, las guerras y la lucha por la tierra, los enfrentamientos por las ideas y la búsqueda persistente de un paraíso donde viva la paz. Una monja que huye del destierro al que la confina el presidente Mosquera, un arquitecto francés que llega a la construcción del Capitolio Nacional huyendo de las posibles catástrofes después de la caída de Napoleón y un colono que funda pueblos y al que le cobran sus creencias con el asesinato, son los protagonistas de la obra. Si los menciono, allí están Mercedes González, Desirè Angee y el general

Isidro Parra que cruzan sus destinos al calor de las guerras sucesivas del siglo XIX. La monja vestida de civil enfrenta la más terrible de sus batallas que era consigo misma tambaleante entre la castidad y el placer, el infierno anunciado por violar sus creencias y el cielo que le ofrecía la circunstancia de descubrir su cuerpo y sus sentidos. Precisamente el ciudadano francés ateo Desirè Angee encarna su tentación y su tortura, su salvación y su nunca antes soñado estado de la libertad y el amor. El general Isidro Parra, liberal íntegro, encarnó el diverso ejercicio de espiritista, empresario, minero, traductor, educador, pionero de la industria del café, guerrero de atinados aciertos y estratega, agricultor enamorado de su oficio, fundador de un pueblo próspero y culto y en esencia, el de un humanista. Se trata de un retrato íntimo y apasionante alrededor de seres excepcionales. Respecto al papel de los franceses, fue emocionante estudiar su arribo a estas tierras desde los tiempos de la Colonia y verlos

desempeñándose en las luchas por la Independencia y luego en la formación de la república. Ahí está la historia no sólo de Desiré sino de todos los que cumplieron una tarea excepcional. Es de alguna manera un homenaje a Francia y a sus inmigrantes de entonces. Su primera edición que la debo a la Biblioteca Libanense de Cultura fue para mi fortuna bien recibida por la crítica de quienes se atrevieron a la lectura de sus casi 500 páginas. Profesores de universidades lejanas en Oslo como Nelson González Ortega o de formados en la Sorbona como Jorge Guebelly, novelistas al estilo de Benhur o Héctor Sánchez, Rosalba Suárez Rivera, Francisco Sánchez Jiménez, Fabio Martínez, columnista de El Tiempo, Augusto Trujillo, columnista de El Espectador, comentaristas como Hernando Galeano o Carlos Gálvez, por ejemplo, científicos como Yamel López, entre otros, conforman más de una veintena de notas que aprecio y estimulan mi trabajo. No podría menos

que dedicarlo a mi padre quien tanto quiso esos lugares enseñándonos el amor por ellos y al escritor y amigo entrañable Eduardo Santa, quien me educó la devoción a estos caminos y los secretos de su historia, guiándome no pocas veces en este proceso. Su concepto final me envanece, puesto que me dice cómo es una novela de gran madurez y la mejor que se ha escrito sobre el tema últimamente. En el diario El nuevo día , bajo el título de Brindis por un beso, el 15 de diciembre de 2013, el novelista Benhur Sánchez expresó en su columna que “A través de ella el autor reconstruye la historia fundacional del Líbano, un pueblo turbado por el desarraigo, los desplazamientos, la guerra, el odio, el amor y el conocimiento. Pero, al mismo tiempo, la historia del apego por la tierra, esa por la cual se ha luchado y muerto a lo largo de los siglos en cualquier pueblo del mundo. Son las ideas, antes que las acciones, son los sentimientos por encima de la descripción de las crueldades, los que configuran el devenir de

esa que fuera aldea y pueblo y hoy es ciudad pujante. Estoy hablando de la novela de la reflexión y de las sentencias. Los diálogos en ella son distintos pues los personajes opinan desde el interior, no del exterior, y profundizan para expresar sólo la contundencia de una certeza. También es la novela de los opuestos: el odio y el amor, el bien y el mal, la mentira y la verdad, lo superfluo y lo importante, lo urgente y lo trascendental”. “En la narración de la vida de los protagonistas el lector va a encontrar esta confrontación sin que el autor haga una cátedra sino, más bien, humanice los ídolos del imaginario popular, desentrañe equívocos e irrigue de imaginación y creación el pasado hasta transformarlo en presente manejable y entendible. Son narraciones en diversas formas verbales, ya la primera, segunda o tercera persona, y diferentes tiempos, presente y pasado, en los que se encuentra la esencia de ese pueblo que comienza a crecer en la montaña. Son tres planos que se suceden en

segmentos alternos, correspondientes a los tres personajes principales, la monja Mercedes González, el general Isidro Parra y el francés Desirè Angee. Y en sus hombros la historia de la colonización antioqueña en el Estado Soberano del Tolima, hoy departamento del Tolima, y su norte signado por la cultura paisa, aunque también francesa, alemana, inglesa y boyacense. 164 años después la novela nos trae fresca y humana la vida de los pioneros, esos que la historia ha embalsamado en la rigidez de la grandilocuencia o el olvido pero que la magia de la literatura los vuelve a levantar en sus virtudes y defectos, sus triunfos y fracasos, sus amores y sus odios, es decir, seres humanos como nosotros. La novela nos demuestra, además, el feliz arribo de Carlos Orlando Pardo a la madurez narrativa, a la sapiencia en el manejo de la prosa y a la solvencia en la arquitectura de la historia. Un brindis, pues, por este beso”. En el diario La Nación de Neiva, el viernes 17 de mayo de 2013, el escritor Jorge Guebelly

afirma en su columna, bajo el título de Verdadera revolución humana, que ”El beso del francés, novela histórica escrita por Carlos Orlando Pardo, encanta por su dimensión humana, por superar la historia triunfalista de vencedores y la resentida de vencidos, la monótona historia oficial contaminada de mandatarios anodinos o extravagantes. Por rebasar la historia política y develar el alma de un pueblo, la historia del ser humano. El lector emerge en la segunda mitad del siglo XIX colombiano. Vive en 449 páginas un insólito pero revelador juego de paradojas. Un francés, Desirè Angee, abandona las guerras napoleónicas para caer en las confrontaciones liberales-conservadoras de Colombia, ecos del conflicto francés. Busca un paraíso para encontrar un infierno. Quiere un lugar apacible y le toca enfrentarse al general Isidro Parra, un caudillo liberal mosquerista”. “Más bellas, por humanas, resultan las paradojas de Mercedes González. Quiere ser monja por siempre y la guerra

la lanza al mundo. Desea huir a Venezuela y las circunstancias o voces del Destino la retienen en Bogotá. Quiere conservar la moral de una monja y se le despiertan los instintos irracionales de su cuerpo de mujer. Quiere huir de ese conflicto interior y de nuevo el Destino la pone ante la belleza física y humana del francés. Y la voz de las circunstancias teje persistente y silenciosamente la vida de los personajes. Desirè y Mercedes son empujados a viajar juntos a una región en plena colonización. La aventura termina en el triunfo de la carne y del amor. ‘… abandonándose a la perdición salvadora, sintió la excitación por el abrazo fuerte y prolongado, por la caricia fogosa sobre sus senos…’ De nada sirvieron las distancias entre los dos: ateísmo y catolicismo, cultura francesa y colombiana. Ni siquiera el cuadro histórico de la torpe confrontación ideológica. El amor florece aún en las peores malezas. Aún en los desastres, el ser humano avanza hacia su cúspide.” “Isidro Parra, el

menos paradójico, vive y muere en la lógica del conflicto ideológico. Defendió radicalmente el liberalismo y fundó colonias. Su muerte brutal perpetrada por conservadores, atado desnudo en plaza para escarmiento y escarnio público, devela la barbarie y el espejismo de la guerra política. Desastre universal, igual para El Líbano (Tolima) o para Colombia. Conlleva también la más bella de todas las paradojas: las guerras políticas sólo sirven para alimentar el chimpancé interior, contrarias a las del amor que construyen liberaciones del cuerpo y alma. Razón tenía Marx al leer la historia en las obras literarias. Sólo allí podía ver la evolución de la conciencia, la verdadera revolución humana”. El historiador y ensayista Augusto Trujillo Muñoz dice en El Espectador que …Quizás por todo eso la actual creación literaria de los tolimenses muestra clara tendencia hacia la novela histórica. Inaugurada por Darío Ortiz Vidales al comenzar este siglo, se fortaleció primero con las obras de Jorge Eliecer

Pardo y William Ospina, y luego con las de Carlos Flaminio Rivera y Benhur Sánchez. Ahora dicha tendencia se fortalece con El beso del francés de Carlos Orlando Pardo, presentada hace pocos días en el marco de la feria internacional del libro de Bogotá. Su obra, además, se extiende al ámbito de la no ficción: recoge la memoria histórica de la región y de sus protagonistas, en múltiples áreas de la actividad intelectual. El Tolima quiere encontrarse a sí mismo en las expresiones de la inteligencia de sus mejores hijos. No hay uno sino varios Tolimas: uno en el llano y otro en la cordillera; otros más en el norte, en el sur y en el oriente. Quiere encontrarse en su diversidad, como una tierra capaz de dar ejemplo de convivencia y de respeto por el otro, ahora que tanta falta nos hace privilegiar el consenso sobre la polarización”. Por su parte, Hernando Galeano Navarrete afirma en el periódico El Público , con el título de “La nueva novela de Carlos Orlando Pardo”, que “No se trata de una

novela histórica sino de una ficcionalización de la historia donde el movimiento entre la aventura, el romance, la guerra y la muerte tienen su escenario. A través de un lenguaje ágil y melódico como ha sido característico en la prosa de Pardo, de tres planos definidos que ofrecen variabilidad a la trama y de inmensa riqueza en la ambientación de la atmósfera en que se mueven sus personajes, el autor logra sin duda convertir en imán cada página que nos lleva atrapados de comienzo a fin sin que asome el cansancio sino la sorpresa por los variados acontecimientos que narra con solvencia. Sumirnos en los episodios de la segunda mitad del siglo XIX donde empezó a construirse la república y ver ahí a sus protagonistas con sus flaquezas y valores en una tarea nada fácil, es parte de la magia de un autor que personifica la madurez en un oficio al que ha dedicado más de cuarenta años de su trasegar. En El beso del francés no se encuentra ante todo el olor a pólvora y el ruido de la fusilería que arroja la

miseria de la guerra o de las muchas guerras registradas, sino el calor de la esperanza en cada paso a los que se atreven los protagonistas y su gente para alcanzar sus sueños”. “Avanzan buscando un paraíso idealizado y lo alcanzan luchando entre los peligros de los abismos, los bosques indómitos, los animales salvajes y la ambición, el frío intenso y la envidia que carcome al ser humano muchas veces, así como al deseo de poder que en tantas ocasiones conduce al crimen y a lo rampante de la injusticia. No es una novela más sino una gran novela que en 500 páginas encierra todo un mundo pero no sólo examinado hacia fuera sino con los fantasmas y las obsesiones que viven como otra manera del combate. El beso del francés resulta entonces una ingeniosa novela donde tres fugitivos son objeto de un sino inexorable que se empeña en amalgamar sus destinos para fundar un pueblo en medio de un conflicto y sobre una de las crestas más hermosas de la cordillera central de Colombia.

Un francés (Desiré Angee), una monja del altiplano andino (Mercedes González) y, un colono antioqueño (Isidro Parra), son los protagonistas centrales de la obra con una historia que se desarrolla durante la última mitad del siglo XIX. El inmigrante europeo huye de los conflictos de las postguerras napoleónicas, la monja de la persecución del Presidente Mosquera y, el colono paisa del hambre y la falta de tierras suficientemente fértiles como para permanecer con sus familias de manera digna. El francés soñaba con un paraíso lejos de los conflictos pero muy cerca del amor al lado su propia Monalisa; La monja anhelaba una vida tranquila lejos de las persecuciones religiosas y muy cerca de Dios, e Isidro Parra soñaba con un lugar para sus familias donde pródigas tierras aseguran un futuro de abundancias en medio de un paisaje paradisiaco, pero sobre todo en paz. No obstante tan válidos propósitos, los conflictos de la época por la propiedad de la tierra, la concepción

del Estado y las libertades religiosas, convierten a estos tres hostigados en seres inmersos en medio de una contienda que no estaba presupuestada en ninguna de sus quimeras. Finalmente los tres fugitivos dejan sentadas las bases para que sus descendientes hicieran del valle de Anaima un próspero pueblo cafetero cuna de soñadores, artistas y poetas que iluminarían con luz propia las historias que se escribieron muchos años después”. El científico y lector Yamel López escribe cómo “El beso del francés tiene reminiscencias de los narradores orales de las Mil y una noches o de los viejos narradores de cuentos de nuestras épocas de Tres esquinas en El Líbano, al estilo de Alicia Duque llenándonos de historias de endriagos y duendes criollos que aparecían en el parque infantil o en las veredas del montecito del Monte Tauro, testigo de la llegada a nuestro valle de montaña de Mercedes y Desiré, tomando mayor vigencia su capacidad oral. Es la historia de la búsqueda del paraíso por Desiré

desde las orillas del Sena luego de la desilusión de la revolución francesa hasta la ilusión de los nevados vistos desde el piedemonte de Monserrate y la quinta de Bolívar, una pieza digna de los mejores narradores arrieros en las largas y frías noches que los acompañaron a su paso por la región al nevado del Ruiz. Es una prosa coloquial que llena y atrapa hasta no querer que se acaben sus páginas como pasa con las buenas historias. Su lectura me convenció de cómo yo mismo hacía parte y era protagonista de esa historia y de su amistad que llevo en el alma. Fui un lector temprano del libro y tal vez como romántico impenitente, reconozco esta historia como una de las mejores historias románticas escritas en una imbécil época que cree que los boleros de Los Panchos son una tontería”. La novelista Rosalba Suárez Rivera afirma que “la novela deja un sabor de nostalgia y de no saber qué hacer con toda esta historia triste en la que subyuga cierta revuelta soledad con un cierto aire de

violencia definitivamente bien tratado. Hoy en día pululan cientos de Mercedes como si apenas el silencio de encargara de sus vidas y de permitirles agarrar, sin hacerlo, pequeñas historias que hacen de las vidas de muchas personas un pueblo, una ciudad, un paraíso o un infierno, concluyendo siempre desoladas al darse cuenta que en realidad se perdió aquello que creyeron no les pertenecía. Es una novela triste, inmensa y la historia que debería ser conocida por la juventud de hoy, perdida muchas veces en el laberinto tétrico de internet”. El escritor Francisco Sánchez Jiménez, advierte que “la novela histórica es la destinataria del quehacer narrativo contemporáneo, puesto que en verdad los colombianos hemos sufrido y soportado la historia oficial que, además de mentirosa, es un tanto inepta cuando no propagandística del establecimiento. Francisco Martin Montero, el novelista mejicano, ha tomado el asunto como una misión absorbente y un dictado ético implacable. En Colombia no ha

ocurrido de esta manera, con contadas excepciones pero de todas formas significativas. Así, entonces, tu texto cobra valor adicional”. Poco circuló nacional e internacionalmente, pero ahora con esta nueva edición otro será su camino, el que aguardo paciente por saber que ahí está la novela que siempre soñé. Ibagué, Nuevo Rincón Santo, febrero 21 de 2014 No fue sino despertar por el ruido contra las paredes para que Mercedes González sintiera que los golpes no eran desconocidos. Atendiéndolos bien, eran similares a los de meses atrás cuando los soldados aporrearon con las culatas los muros del convento y supuso que era inútil huir sin saber qué camino tomar, quedándose quieta y escuchando afuera, en medio de la lluvia, que el hotel era rodeado y no tenía escapatoria. Pensó que si se hallaba con suerte, a lo mejor la llevarían en medio del aguacero hasta el cuartel del ejército. Inmovilizada por el aspaviento, percibió con claridad una voz recia tratando de sobresalir a pesar del golpeteo de la granizada.

—¡Dicen que aquí hay una monja! —¡Qué monja ni qué carajo! ¡Es mi sobrina! La irritación circula por entre los soldados sin que nadie pueda cuestionar su autoridad. En los alrededores comienza el sigilo porque la indignación y la credibilidad de Héctor Sánchez no están en duda para nadie y más cuando es reconocido como un hombre de palabra capaz de empeñarla y desempeñarla a cualquier hora. Se siente su mando porque se trata de un Patriota al que le deben honores sin ninguna duda. A pesar de sus años, no logra comprender por qué tuvo que dormir tan profundo y no haber escuchado cuando abrieron el portón tras quitar las trancas grandes que lo protegían. Asumía que podrían tener noticias frescas sobre la existencia real de la religiosa simulando otra mujer y hasta les darían un premio por lograr retenerla. Sin embargo, aguardaron un momento. Los mi18 litares esperaban la orden de su superior para buscarla en cada escondrijo de la inmensa casona que servía de hotel y por más hábil que fuera no

existía madriguera capaz de guarecerla. De nada le habría valido correr hacia el solar inmenso en busca del otro lado porque la milicia, intuyendo la fuga, se apostaría con tiempo a vigilarla. De nada le hubiera servido intentar, demasiado tarde, un pequeño hueco que sirviera de refugio. La conoció desde niña y había jugado con ella mientras Catalina, la madre de Mercedes, preparaba unas ricas viandas que a Héctor siempre le gustaron. Aún las recordaba con especial delectación como un gran premio al volver de largas marchas y rudos combates donde no era fácil la comida. Conservó la imagen de ese par de amigos suyos que veía de cuando en cuando con los brazos abiertos al retornar de sus batallas y cada vez, para su dicha, los notaba progresando en el negocio de telas y de cachivaches. No le faltó la impresión de sus rostros acongojados y sufrieron cuando Mercedes decidió inscribirse como monja. Evocó cómo querían que se educara en otras tierras y conociera el mundo. Desfiló el perfil de sus vidas sanas y sencillas sin pretender

gastar un solo centavo en asuntos superfluos, todo para buscarle mejor futuro a su única hija, diciendo invariables, que ojalá fuera en un lugar distante de las guerras y en Francia, cuna de la cultura. —¡Que salga para verla! La oscuridad seguía invencible y el granizo apedreaba la cabeza de los soldados mientras la amenaza del castigo se ensanchaba dejando a Mercedes amarrada a su cama. —¡Es un irrespeto! Pueden conocerla en la mañana porque vive conmigo. Observaban entre la penumbra cada uno de los patios para detectar movimientos, luego de haber pasado por las puertas del zaguán dejando sobre el piso adoquinado las huellas con sus botines embarrados. —¡El capitán sabe quién soy! déjenla en paz que cuando salga el día ustedes harán lo que les corresponda. La voz firme de Héctor pareció evocar los tiempos lejanos de su juventud cuando peleó por la causa de la Independencia y se sintió en una de esas batallas en que daba reprimendas a la milicia por su falta de juicio. En 1810 tenía 17 años y ahora, a los

setenta, cuando reconoció a Mercedes en su hotel, rememoraba cómo fue perseguido por la gesta de la Emancipación. Para entonces no le había temblado el pulso, mucho menos en estas circunstancias cuando se juzgaba atropellado dentro de su territorio personal. Miró a los soldados con desprecio aunque nadie podía advertir el brillo de sus ojos y empezó a crecer su disgusto por lo inoportuno del registro. Seguían empeñados en su rutina y en los rumores, sin saber los más jóvenes que era un Teniente Coronel con galardones ganados en violentos combates. —¡He dicho que es cuando amanezca, así esté oscuro! Conocía los caminos reales, los huertos florecidos perfumando el ambiente, el sonido seco de las balas y el olor putrefacto de los muertos. No ignoraba las patrañas de la guerra que a veces contaban quienes no participaron en ella y no atendería bravuconadas a estas alturas de su vida y mucho menos de unos soldaditos y un capitán recién ascendido que poco sabía del país y de su historia. Y

sobre todo frente a él, que conocía por ecos y tacto los secretos en la espesura de las montañas, se había portado como equilibrista por cumbres y desfiladeros y lucía el sabor de la victoria tras coronar cerros ariscos y estar al tanto de la alquimia de los polvoreros para las ofensivas. No en vano merecía su descanso luego de regar el sudor de la fatiga en heroicos peregrinajes a casi todo lo largo de sus años y más, ahora, cuando gozaba administrando su hotel sin muchas ambiciones. La ofensiva de la guardia le hizo subir el calor a la cara y por instinto quiso buscar un arma para su defensa. Fue infructuoso porque se acordó que no colgaba ni una y había decidido olvidar toda una vida dedicada a recargarlas con rapidez inusitada. La casa-hotel la escudriñaba la milicia en su entresuelo con la seguridad de que alguien se escondía, mientras los alerones aplastados de la techumbre con poco declive, cubrían a los soldados de la lluvia. No intentaron espiar por las ventanas porque sería imposible que alguien pretendiera

escapar entre sus gruesos barrotes de madera y hierro, menos que por los muros de enorme espesor se improvisara una salida. A pesar de lo inútil de su espera iluminados por los relámpagos, siguieron sin moverse porque tenían claro que las órdenes se cumplen o la milicia se acaba. La actitud de Héctor Sánchez frente a la arremetida no fue tomada en vano y el oficial no era tan torpe como para ignorarla. —¡Vámonos!, dijo el capitán. La amenaza pareció perderse entre los pasos del ejército y el abatimiento hizo sentir a Mercedes más desdichada que nunca sin poder soportar la carga de la clandestinidad ni la miseria de su condición. Tras un largo silencio que le pareció eterno apreció que había dejado de llover. Quiso beberse el agua dulce que tuviera el mundo, pero bien lejos estaba la tinaja panzuda cubierta con una tapa grande de madera. No logró volver a cerrar los ojos y haciendo muecas en la oscuridad como su única manera de protesta, se quedó esperando hasta escuchar que por lo menos en la cocina se movieran los leños, se percibiera el ruido de las ollas de

barro donde cocerían el puchero y que la parrilla dejara su sonido con el sartén para los fritos y el asado. Antes, por presentirlo, con las primeras luces del amanecer de la última mañana del año, el estruendo de la pólvora que daba comienzo a las celebraciones la dejó sobresaltada. Le pareció que se repetía la invasión al Convento de las Clarisas adonde estuvo confinada cinco años, que otra vez vería entre la confusión, la lluvia y los relámpagos, la cara miedosa de los miembros del ejército forjando el atropello o que en ese momento le había llegado la hora de morir. Por eso mismo, sentada sobre la cama y en medio del frío, buscó adivinar entre la penumbra si se trataba de una nueva pesadilla o se le repetía el castigo por permitirse las sensaciones del ardor delicioso que la recorría semanas atrás por todo el cuerpo. Fue en ese momento cuando entreabrió la puerta para examinar quién se encontraba en el corredor y al ver que tenía el camino despejado, pudo ir hasta la cocina donde el café expandía su aroma. Con los primeros sorbos, supo que a lo mejor no tendría tiempo para enfrentar a su albacea

explicándole que no le interesaban las propiedades dejadas por sus padres. De poder urdirlo, sería preciso decirle que su intención no era la caza de herencias porque lejos vivía de las ambiciones y que su único pedido, jurando que desaparecería para siempre, era que le diera algún dinero para esfumarse de la ciudad antes de caer en manos del gobierno. Regresó con paso furtivo hasta su habitación enconchándose en su cama y no tuvo deseos de volver a levantarse siguiendo paralizada entre el pequeño calor de las cobijas. La avidez de ir a orinar fue aplazándola una y otra vez hasta que tuvo la vejiga a punto de romperse. El escalofrío le hacía elevar las manos y en el desespero, sin otro remedio, a pesar del miedo vigilante y previsor, abrió primero los ojos cerciorándose de permanecer viva así le pareciera que la habían enterrado sin morirse. Entre el escozor, el peso de su angustia era menor al de los orines que buscaban salir a cualquier precio. Ante sus ganas, la idea del peligro desaparecía y con pequeños y

apretados pasos como para evitar se le escurrieran, llegó hasta el sanitario que para su desgracia se encontraba ocupado. Quiso pisotear furiosa por tan mala fortuna a riesgo de alcanzar un accidente y mientras pidió misericordia al cielo, salió la señora de la ablución dejándole al frente la seguridad para cumplir con sus urgencias. La agitación con que subió su falda y la rapidez para bajar sus interiores con la zozobra de no ir a aguantar más de un instante, acrecentó su angustia. Se sentó apresurada e imaginó ganar el paraíso. Después, al salir, empujó la puerta contra su costumbre para mirar desafiante a quien estuviera en el inmenso corredor. Dejaré de llamarme Desirè Angee si no me trago en un comienzo las verdaderas razones por las que estoy aquí, permitiéndoles que sigan preguntando qué hace un francés por estos lados. Seguro en algunos días se den cuenta de todo si me ven dirigiendo las excavaciones o reunido con otros extranjeros alrededor del Presidente. Si fuera con cariño la

indagación que cumplen y no con el desdén que se les nota, fácil sería contarles inclusive detalles, pero surgen señaladores inventándose historias que desdicen mi honra y hasta me provocan disgusto por haberme embarcado, más cuando otras fueron las circunstancias que imaginé en el silencio y que conversé con mi padre. Me vine de Paris escapando de los alborotos y los enfrentamientos a encontrar la paz en medio del trabajo y no bajo el ritmo fastidioso que me inunda. Estoy solo en este mundo nuevo donde me son extrañas demasiadas costumbres, aunque las soporto imaginando hallar la mujer que me enloquece y es lo que me consuela en medio de mis oficios públicos y privados. Así lo he soñado desde mi partida huyéndole a posibles guerras en Europa y aguantándome, entre tanto, el miramiento que me hacen confundiéndome con un espía. No pocos me ven como los advenedizos por los días de la Independencia en busca de gloria o fortuna, pero no. Si bien es cierto aparezco lleno de secretos, con la

mirada ávida para no perder detalle de nada que alcancen mis ojos, ofrezco el persistente esclarecimiento de cómo, tras cumplir con la tarea a la que vine, busco sólo sosiego y soledad. Luego de presenciar hostilidades y egoísmos, mi deseo mayor es estar lejos de cuanto pueda ser tachado de civilización, no para perderme en los vericuetos de la selva o para habitar como un irracional una planicie en las montañas, sino para construir un pequeño paraíso como en tantas ocasiones lo idealicé desde mi tiempo en Francia. Y ojalá esto fuera alcanzable lejos de las aprensiones y las batallas que me ha correspondido presenciar, en particular las que cumplo rodeado de los ruidos de las tropas y la fusilería, los muertos y las pugnas en que camina empeñada esta nueva República. Como no es mi pelea, aparte de ser un extranjero que ignora la política pero sufre con sus consecuencias, por encima de las incomodidades naturales pienso que este es el comienzo real de lo que podría ser la mejor aventura

de mi vida. Incluidos los inconvenientes, espero eso sí, con optimismo, me dure hasta el día de mi muerte luego de haber atravesado mares, sobrevivir a intrigas y salvarme de las esperadas guerras en mi patria, después de la derrota de Napoleón. Por lo que oigo y algunos me dicen, especulan diciendo que yo podría saber del sitio exacto de un tesoro, que quién sabe qué crimen tendré a mis espaldas, que deben saberlo porque hasta ofrecerán una buena suma por mi captura. Tantos falaces argumentos los he desmentido de manera inútil porque jamás han quedado convencidos con mis explicaciones. Frente a este fracaso, porque no creen mi verdadera historia, les cierro la puerta dejándolos a su libre albedrío para que especulen con mi genuina identidad. Trato de hacerme el sordo y el indiferente porque fuera de mis extrañezas y pesadumbres, no cuento entre mis haberes una sólida experiencia de desengaños ni desgracias. Conservo discreto silencio al entender que muchas veces empeoran los males con los

remedios y que por cuenta de los demás no voy a adquirir la mala costumbre de ser un infeliz. En medio de tanto curioso rondándome, no dejo lugar por estos días a que me atropellen las aflicciones. Las tardes pasan mientras comienzo mi trabajo y pienso a veces que se les ha acabado para mi fortuna el fisgoneo, pero tendré que ir acostumbrándome, no faltará el aguafiestas que quiera enrostrarme muchas cosas. Algunos se dan a la tarea de echarme en cara la llegada de los expedicionarios franceses, vulgares mercenarios, me lo han dicho, jurándome por dentro que conoceré la historia de todos porque tengo datos que no pocos se jugaron la vida defendiendo esta nación. Los miro con desprecio porque su ignorancia los lleva a no tener en cuenta la ayuda de los hijos de Francia en los momentos más difíciles de aquellos años. Olvidan o no conocen cuando las espadas de los míos estuvieron al servicio de la causa americana. Para qué perder el tiempo señalándoles que se comprometieron con la revolución por amor a la

libertad sin calcular ninguna recompensa. Ni siquiera podría decirles, para no darles motivos de que me confundan con un asesino, sólo eso les faltaba, cuando los contingentes de mi país firmaron el pacto de guerra a muerte, preciso en los días de la pelea entre Realistas e Independientes y era mérito suficiente, para ser premiado y obtener ascensos en el ejército, presentar un número de cabezas de españoles. Veinte cabezas, descubrí en el documento por fortuna en mi idioma, bastaban para ser ascendido a Alférez efectivo, treinta para llegar a Teniente y cincuenta a Capitán. Claro que eran asuntos excepcionales de la guerra donde iban más allá de los principios que trazaron los franceses y salvo esa circunstancia, que por fortuna poco se conoce, llegaron otros hechos que fueron al fin y al cabo los definitivos. Conservo silencio frente a los agravios porque no pueden entender los indolentes la importancia de los Derechos del Hombre ni el alcance de las nuevas ideas, mucho menos aquellos secretos

de Antonio Nariño o Francisco de Miranda que soñaban en la conspiración para la Independencia de los españoles influidos por los aires revolucionarios de París. Entonces repito para mí que se vayan a la perdición aquellos que dicen cómo ayudaban por el odio a España y desaparezcan de mi vista, cuanto antes, los que ven en mí a un espía. Razono, convencido, que poco va a importarme que sigan ignorando la llegada de mis primeros coterráneos a luchar en Venezuela y tiempo después en estos territorios. Que digan lo que les de la real gana, que nunca sepan que muchos vinieron a luchar desde 1811 sin esperar nada a cambio, que siempre ignoren cómo hubo un batallón de franceses al mando del coronel Duycalá que respetaban como una Legión extranjera, que marginen de sus mentes estrechas el papel de los que después actuarían en la Nueva Granada. Que ignoren, me digo, que ignoren qué hacían tantos franceses por estos lados. Y que ignoren por ahora, cuáles fueron las primeras razones

que tuve para encontrarme aquí en medio de la rutina que comienza a cubrirme, del agobio por haberme embarcado y saberme triste por estar lejos de mi Francia. De todos modos, en medio de las incomprensiones y la soledad, me siento bien acompañado. Nadie sabe por qué, pero se trata de una mujer famosa que por aquí nadie conoce y que llevo a diario dentro del corazón y de mis pensamientos. La buscaré para pasar con ella el resto de mis años y con sólo verla me saltará el interior de dicha, puesto que con el viaje y una dama así, no importará ninguna guerra. A nadie habré de contarle esta confidencia y así lograré felicidad completa y enfrentaré cualquier dificultad. Con un amor aleteándonos, la vida es más amable no obstante la mía se encuentre llena de extrañezas. Todavía no sé exactamente qué fue lo que me llamó la atención del cuadro de La Monalisa y me lo he preguntado muchas veces, en particular porque siempre se me aparece en los sueños. Grato sería si se tratara de la

contemplación del arte que, como en arquitectura, es necesaria, pero va saliéndose del cuadro y se convierte en mujer de verdad, comienza a acercarse con sus manos grandes y me llega la frescura de la atmósfera húmeda que la rodea. A veces pienso que pudo haber sido su mirada, igual a la que me hizo la primera mujer con la que compartí intimidades, o si fueron sus labios finos que parecían no haber pecado nunca o por lo menos, sin la ostentación que uno no quisiera ver en la dama que escogiera como esposa. No he podido descifrar las razones porque la vez inicial que papá me llevó a verla sólo se preguntaba en voz alta por qué Napoleón la tenía como preferida. Él sospechó que alguien podría robarla para encantarse con ella cada día y que alguna magia habría de tener porque le dijeron que fue la última obra del artista y se la había pasado retocándola hasta sus últimos años. Aquel enamoramiento de quien la pintó o el de Napoleón me tuvo sin cuidado, salvo el que en mí despertara cada noche. Suponen

los entendidos que debía tener veinticuatro años no obstante pareciera mayor y pienso que algún hechizo se cargaba por mi obsesión de verla. La fuerza persistente con que surgía en mis noches me hizo creer en su poder sobre mi destino cotidiano porque permeaba mi pensamiento modificando mi realidad como si una fuerza irracional me llevara a pensar en que ella, y no sabía cómo, marcaría la ruta de mis días por venir. Por fortuna viene conmigo llenándome de estremecimientos aunque nadie la vea y sueño con el instante en el que no salte del cuadro sino que aparezca ante mis ojos con su sonrisa misteriosa. El General Isidro Parra está ahí, desnudo, en la mitad del parque. Sobre uno de sus ojos abiertos camina una mosca. La guardia mira a su adversario derrotado como uno que tenía el cuero blandito a pesar de lo invencible que surgía en la guerra. Otros, temerosos, lo intuyen de lejos sin atreverse a un acercamiento. Eduardo mira el cadáver sin sus arreos, sin las polainas que un día le dieron más altura y señorío, sin

el sable niquelado de empuñadura grande, sin su anteojo de larga vista con el que avizoraba el movimiento de las tropas enemigas, sin su carácter bélico al lado del General Tomás Cipriano de Mosquera, sin su caballo alazán con sus estribos de cobre sonando sobre los ijares de la bestia, sin su postura de jinete diestro, sin nada que no fueran sus ojos azules lejanos. El pelotón lo vigila reviviendo su sencillez de siempre escuchando su voz fuerte y sonora sin estar ahí, tendido, y usara terciada a la espalda su escopeta de cacería y aún mantuviera su entusiasmo entre el peligro de la selva, como muchos años antes cuando había ido en pos de tierras buenas y minas sin dueño, cuando sabían que de aquellos lugares sólo hablaban en forma vaga aventureros codiciosos, arrieros trotamundos y buscadores de oro, cuando el ganado cimarrón y salvaje procedente de una comunidad religiosa de Mariquita pastaba libremente, atacaba a veces y en manada a los viajeros, cuando para nadie era extraño lo difícil de

cruzar el espinazo andino y que los páramos desérticos con pozos azufrados y frailejones solitarios prenderían el deseo del regreso. Todos sabían perfectamente del riesgo y la osadía, pero con Isidro a la cabeza las cosas se jugaban a otro precio. Desde entonces apostaron sus sueños y su vida pero llegaron las guerras y los odios y llegó la muerte con toda su desdicha como la cargaba ahora el general desnudo. Le decían General aunque ya no usaba su casaca ni su Kepis. Llegó abriéndose camino entre quebradas y bosques cuando abajo en la planicie se levantaban pocos ranchos. Antes que militar, era un colono. Ahora, desnudo, con los brazos desmadejados, musculosos, salpicados de pecas, con su pecho ancho, seguía causando admiración y miedo. Sus ojos penetrantes aparentaban seguir mirando la montaña que tanto transitó. La frente amplia, arrugada, semejaba el dolor y la sorpresa. Las cejas oscuras, aumentadas, cabello castaño, barba en vapuleo, se adivinaban en medio de la sangre. El

General parece mirar un punto fijo entre las estrellas de la noche. Si los muertos regresan y preguntan, podría estar en el interrogante del comienzo, muchos años atrás. ¿Qué existía más allá del nevado del Ruiz? Imaginaban baldíos con tierras fértiles y vírgenes para asentarse, imaginaban nuevos viajes para explorar guacas con tesoros ocultos, imaginaban la felicidad que, para ellos, no era nada diferente a la oportunidad de vivir otra vida distinta a la del hambre, a la de la miseria rondándolos a diario, imaginaban ser algo en un mundo creado por ellos. Tenían claras las pocas noticias. Más allá del nevado del Ruiz no había caminos sino trabajo para los taladores de selva en un territorio donde sólo se atrevían los cóndores y los osos gigantes. Cerca a la nieve se sabía del estacionamiento de traficantes en sal y aguardiente, tabaco, caucho y quina. Se hablaba de “Casas Viejas”, unos kilómetros adelante de Murillo adornado por el nevado en donde se daban cita aventureros, contrabandistas, prófugos, políticos y gente con

vocación de solitarios. Allí se proveía el trueque y la venta de cachivaches, sal transportada al hombro, objetos de cerámica, pieles, oro, guarnicionería, aperos para cabalgaduras y armas en ocasiones, sebo para hacer las velas o jabón y se daba el frío, el frío intenso que congelaba orillas de lagos y fuentes, la cantinela de una nueva erupción del nevado del Ruiz y la aspiración de descender bordeando peñascos o empinadas cuchillas para avistar un valle, una llanura o un paraíso perdido como comentaba un extranjero corpulento que venía de Europa y tenía ambición por muchas tierras. Eran los días del comienzo, hasta ahora, cuando para el General su vida aventurera terminaba luego de vencer la selva impenetrable, dejar atrás las penas y seguir adelante con sus rasgos endurecidos por el sol, el frío o el viento y recogerse en medio de hachas y machetes, carrieles y ruanas, protección definitiva para subir cañones imponentes y agresivos, descender con arrojo e iniciar luego el éxodo cargados de semillas, cerdos, gallinas, vacas,

perros, gatos y el deseo de no volver atrás, nunca atrás, donde los malos recuerdos y momentos amargos los cubrían. Algunos, para no tener que envolverse en los remordimientos de la ausencia, cargaron con los huesos de sus muertos. Isidro los veía acompañándolo a transformar el paisaje, construyendo caminos, descubriendo, según lo esperado, minas y guacas, bosques de maderas finas y hasta cotos de caza. Y se hicieron fuertes y viejos y muertos como lo estaba el General ahora, desnudo en la mitad del parque. Mercedes no dudó en que regresarían los soldados a buscarla para verificar la afirmación de Héctor Sánchez, convertido de nuevo en su efectivo protector. Juzgó que con él su mundo era más espacioso y tras esa calidez que le llenaba por dentro, quedó sin el encomio de la ruina y la perdurable soledad. Luego se puso, en medio de delicadezas, a darse las trazas para quedar mejor arreglada que nunca antes de salir de su pequeña alcoba. Conjeturó que si la vieran todos, no iban a

comparar a una mujer sensual con una religiosa y hasta les sería fácil juzgarla por lo que tenía de apariencia. Si su estrategia resultaba, tendría resuelto por lo menos el asunto de la persecución de la gente del gobierno. No le restaría sino localizar al hombre de sus propiedades para luego dedicarse a recorrer caminos hasta dar con su comunidad de religiosas, ahora en Venezuela. No quiso pensar cuánto tiempo necesitaría para ubicarlo sino portarse en forma persuasiva para convencerlo de cómo precisaba sólo para sus gastos y que iba a olvidarse en realidad de todo. Aguardaría con paciencia a que llegara de un pueblo cercano, como se lo dijeron, mientras a lo lejos observó el arribo de un capitán con tres soldados. —¡Dónde está la muchacha! ¡Su sobrina! Héctor conocía mucho de bravuconadas y no le era extraño que de un momento a otro surgieran los peligros, si bien por encima de su palabra no tenía plan de ataque porque había perdido la costumbre. Con la presencia de los soldados recordó la embestida

simultánea por el flanco izquierdo y derecho con disparos cruzados a ambos lados en la batalla de Cascajo, pero la desafortunada imagen se desvaneció en el instante en que Mercedes apareció caminando por el corredor. Todas las miradas se fueron al ruido acompasado de sus zapatos que daban una melodía sobre el piso y se fijaron en su cuerpo y en el traje, mientras ella, por dentro, bendecía a la señora que le entregó aquellas prendas de una hija suya que recién había muerto. Las conservó indiferente durante las semanas que tenía de instalada en el hotel y sólo ahora, ante la urgencia, vio la necesidad apremiante de vestirlas. Las contemplaciones la turbaban porque no enseñada a tanta perspicacia, sólo echaba un vistazo hacia adentro con nuevas gratitudes para quienes una y otra vez habían acudido a protegerla. —¿Mi tío me necesitaba? Héctor quedó sorprendido ante una mujer que nunca había notado y al capitán se le fueron los ojos recibiendo para ellos todo el gusto del mundo. El oficial sintió, al fijarse un poco

más en ella, que se trataba de una mujer fuera de lo común y tendría que regresar a buscarla en otro momento y en otras circunstancias, mucho más cuando era la sobrina de un veterano militar. —En verdad me engañaron. Hubiese querido disculparse de una mejor manera como para dejarle sus respetos y una buena impresión a su regreso y hasta decirle unas palabras agradables, atravesándosele su temperamento marcial para impedir cualquier formalidad. —¿Engaño de qué, capitán? Héctor Sánchez comprendió que la situación estaba a su servicio y mantuvo la mirada firme, la voz recia y desafiante y el ejercicio de su autoridad como señor y dueño del lugar. —De nada. La observó de nuevo con ímpetu que se sintió lanzando miles de cumplidos y se abstuvo de pronunciar una sola palabra para evitar el irrespeto. —Es todo por ahora señor Héctor. El capitán y los soldados tomaron el rumbo de la calle, al tiempo que ella quiso salir corriendo a quitarse todos los disfraces y regresar a la normalidad. No podía

disimular más estar alejada de la discreción guardando por dentro una cosa y representando otra, aunque para su fortuna los hombres del gobierno observaron lo que quería aparentar. Héctor seguía mirándola en medio del asombro, pero supo distinguir entre las dos mujeres que guardaban una sola para terminar sonriendo por la diversión que había presenciado. Se le hizo ingenioso y atrevido conociendo su temperamento y vocación y rió con ganas, a toda carcajada, como casi nunca lo hacía por mantener tan ocupado en su trabajo y en todos sus recuerdos militares, quizá sin imaginar que todos los combates, uno a uno, le quitaban el sueño y lo dejaban retraído en sus reminiscencias. Regresó a su habitación con los zapatos de tacón en la mano ante el sacrificio de habérselos puesto y más cuando su medida era menor como para robustecer la tortura entre el cuerpo y el alma. Al alcanzar la puerta de su alcoba deseó ser una de aquellas brujas que pronunciaban palabras especiales para desaparecer

cuando les diera en gana, pero de inmediato rechazó la idea porque iba en contra de sus convicciones. Se lanzó sobre la cama a llorar poniendo su boca contra la almohada para no dejarse oír y entre uno y otro sollozo se quedó dormida. Las horas de ese día pasaron simulando estar muerta, a pesar de los ruidos por la preparación de la cena para el último día del año. Se mantuvo aislada del mundo sin que nadie se preocupara si ella había comido, olvidándose hasta de cumplir sus íntimos deberes. No tuvo sueños ni pesadillas esa noche pensando que todas sus aflicciones tuvieran la fuerza de un golpe para desmayarla y por encanto las amenazas, la persecución, el miedo, el mismo pasado y el presente se le desvanecieran por completo.