Jorge Eliécer Pardo Pijao Editores

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De la sombra del fuego Los falsos generales Jorge Eliécer Pardo Pijao Editores

Prepararon todo para el viaje. La danza de los millones por la venta de Panamá en nada los beneficiaría. Ellos también se irían de Santander, tenían derecho a jugársela por un futuro mejor. Encontrar tierras y fortuna, sus lemas. Un lugar donde dejar la trashumancia sin pretensiones porque carecían de rangos militares y educación mínima. ¿Quienes eran los antepasados del padre de Maritza, sin alcurnias ni apellidos? Conocían el cultivo del café y la quina desde las épocas de sus abuelos, antes de que la guerra se los quitara. Irían hacia la Cordillera Central en busca del clima medio. Cinco adultos: cuatro hombres, una mujer. Dos niños: uno de tres años y el otro de uno.

Los hermanos Guzmán: Benedictino —conocido como Benedicto— Camilo, Yesid y Sigifredo, transitan el barrizal de los caminos, al lado de las bestias, mientras Tulia Mendoza —la esposa del mayor— viaja en la mula retinta que cambiaron por los muebles de la casa, con Aristóbulo al anca y Milton amarrado a su cintura. Esta vez no huyen de la guerra, simplemente aventuran. Viajan hacia El Líbano —en el centro de Colombia, a una pulgada de distancia de Bucaramanga, en el mapa que llevaba Benedicto en el morral, hacia el centro del país— porque les dijeron que era el primer productor de café del Tolima y el tercero del país, con patrones alemanes y norteamericanos. Luego de dos semanas de ajetreo, llegaron a San Lorenzo de Armero, alquilaron cuatro mulas en la recua que venía de Mariquita, subieron el poco

equipaje y los dos niños y arribaron al Líbano entrada la noche. No pudieron ver las laderas cultivadas de café pero los invadió el aroma de la cosecha en flor. La gente, con acento antioqueño y costumbres montañeras, los acogió. A las dos semanas, Emilio Gómez, representante directo de la Tropical Coffee Corporation de Nueva York, les dio jornales en la hacienda cafetera La Moka, en los linderos de la población. Los demás peones trabajaban en las fincas La Trinidad y Planes, de los alemanes Mellenthin y Weber. El aire tibio que envolvía al pueblo incrustado en la cordillera calmó la zozobra de la aventura. Aislados entre los ancestrales cedros creyeron encontrar un lugar para echar raíces.

Lo que no sospecharon: la muerte y los incendios seguían rondando al país y ellos estarían atrapados sin darse cuenta. Desde la llegada, Yesid se enganchó en la hacienda La Aurora, lejos de la opulenta casa donde en las noches, desde el gramófono oía música desconocida y llegaban mujeres rubias y ensombreradas que montaban sentadas, de medio lado, sobre los pequeños aperos. Tulita atendía a sus hijos Aristóbulo y Milton pero sacaba tiempo para ayudar en los oficios domésticos a los alemanes Hartmann, cultivadores y comerciantes de café. La familia Guzmán se instaló en una casa de techo tejido en palma de chonta lejos de la iglesia y la alcaldía. Cuando los vecinos les preguntaron la filiación política, Benedicto respondió que eran de Santander, herederos de Galán, el comunero, liberales hasta los huesos.

Lo afirmó con convicción, sin saber que El Líbano también lo era a pesar de que en los años del general Rafael Reyes, ejerciendo como Presidente de la República —para exterminarlos — había dividido al Gran Tolima, en el Tolima liberal y el Huila conservador y, después, en el norte del Tolima collarejo y el sur godo. Los dos jefes políticos del Líbano eran ex generales de la Guerra de los Mil Días: Antonio María Echeverri, liberal y, Eutimio Sandoval, conservador. Supieron que ellos tenían las mejores tierras. Los conocieron el día de las elecciones; desde el atrio de la iglesia los pudieron ver en sus monturas, blandiendo banderas rojas los que llegaron por la derecha y azules los de la izquierda. En 1907 cuando los liberales fueron derrotados, Echeverri apareció en su caballo azabache, vestido con su uniforme de general, sus insignias brillantes

y, acompañado por sus trabajadores armados con machetes, pistolas y escopetas preguntó, a voz en cuello quién era el que se oponía a que el liberal Antonio Ferreira ocupara la alcaldía. Por debajo de la montura el sudor de la bestia, una espuma blancuzca, se pegaba a las botas mediacaña del jinete. —Aquí no nos vienen a mandar los godos… perdimos la guerra pero no el poder —dijo Echeverri a los asustados parroquianos y agregó: somos un pueblo honesto y haremos cumplir nuestros derechos y mayorías… no una cuadrilla de bandidos que se alimentan del gobierno. Después de los aplausos de sus trabajadores — muchos de ellos compadres porque apadrinaba a sus hijos como una manera de hacerles creer que eran parientes— ordenó a pleno grito, sin separar las dos manos de las riendas, que metieran a la cárcel a

los godos envalentonados. Los uniformados llevaron en fila a los pocos conservadores que asistían a la manifestación. El General liberal invitó a la concurrencia a beber aguardiente y estuvo controlando la situación hasta entrada la tarde cuando dio la señal de volver a su finca. El Triunfo. Se oyeron vivas de sus huestes, agregados del campo, que veían las actuaciones del caudillo como propias porque estaban convencidos de que defendía sus derechos. Desde ese lejano 1907, el general conservador Eutimio Sandoval dijo a sus cercanos que el asalto de Echeverri no se quedaría así. Y denunció el atropello en su periódico La Cordillera. Y no fue sólo en esa ocasión cuando se enfrentaron. En 1915, cuando se elegirían por primera vez los concejales en Colombia y los hombres con más de veintiún años y renta mínima podían sufragar —cumpliendo

la reforma constitucional de 1910— se encontraron en la misma plaza y con los mismos uniformes que conservaban en sacos de cuero de becerro, con bolitas de naftalina en los bolsillos de las casacas. Habían tenido una buena cosecha y plata para divertirse el día de las elecciones. Llegaron los votantes de las poblaciones vecinas, Murillo, San Fernando, Convenio y Santa Teresa. Debajo de los árboles, en el parque, se instalaron dos mesas, una azul para los conservadores y una roja para los liberales. De nuevo, por un lado de la plaza, un caballo y un General y, por el otro, otro caballo y otro General. Banderas azules y rojas ondeaban por el viento que venía desde la cordillera donde los cafetales mostraban sus pepas bermejas. Los dos veteranos de la guerra observaron cómo sus fuerzas electorales avanzaban en fila india. Después, los grupos se alejaron a los cafés Águila

y Montecarlo a tomar aguardiente y cerveza y a esperar el conteo. A las tres de la tarde, cuando se cerraron las urnas, medio pueblo estaba borracho. Los caballos entraban a las cantinas, hacían chirrear las herraduras contra los adoquines y los jinetes se balanceaban mientras vivaban a sus jefes. Cuando el mensajero salió a dar parte de victoria a los liberales, los seguidores del gobierno conservador de José Vicente Concha, comandados por el generalísimo Eutimio Sandoval, sacaron las pistolas. Dos jóvenes cayeron en uno de los andenes: Secundino Charri y Jesús Santa. Los enterraron con rabia pero no dejaron de festejar porque después de treinta años los rojos seguían mandando en el pueblo. —Con votos vengamos el vil asesinato del general Uribe Uribe —sentenció Echeverri a los dolientes liberales.

—Estamos acostumbrados a matarnos entre liberales y conservadores —dijo sin extrañeza Benedicto en la puerta de su casa cuando le contaron sobre los muertos históricos de 1915. A sus veinticinco años, Benedicto Guzmán ya tenía don de mando. Había crecido huérfano porque su padre cometió el error de enrolarse como peón y soldado, dárselas de revolucionario en el Gran Ejército Liberal comandado por Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, cuando fueron aclamados en Bucaramanga y derrotados en Palonegro. El viejo Guzmán —como evocaban al soldado— ayudó a su patrón a sacar del santuario — así se le llamaba al lugar secreto donde se guardaban las armas de las guerras civiles anteriores— grases, máuseres y remingtons exhumados de entierros de más de veinte años, deslustrados por el orín, el comején y la polilla, amalias y chopos de percusión usados en la Guerra

Magna, carabinas, escopetas de fisto o chimeneas, trabucos, revólveres de fuego circular o vertical, pistolas, sables, espadas, peinillas, machetes, lanzas, para cumplir el sueño de ganar otra guerra. Y los más miserables de la contienda, que sólo sabían que pertenecían al Partido Liberal, fueron armados con bayonetas enastadas, palos, varas de caña brava con puntas afiladas, lanzas, instrumentos de labranza y bordones o escopetas de fisto amarradas con cabuya. Carne de cañón, de la escasa artillería pesada. Cuando se dio cuenta, el padre de Benedicto estaba en la fila de tres en fondo, blandiendo un machete de hoja larga, de los que llamaban cubanos, dispuesto a matar godos y gobiernistas. Los estudiantes, fervorosos de la revolución y de ser libres —consigna de los jefes—, por falta de uniformes llevaban pantalones de fantasía, sombreros cocos, gabardinas y guantes de cabritilla y, sin rifles ni cápsulas, terminaron de cornetas de órdenes o de estafetas de los oficiales.

Quizás uno de ellos estuvo perdido en el momento en que el general Uribe, cabalgando por el campo de batalla, lo llamaba para que tocara retirada, sin encontrarlo. Lo culparon de la derrota. Tener un héroe de guerra desconocido en la familia no sirve para mierda — decía Benedicto cuando le picaban la lengua con el tema de las grandes batallas. Al mártir anónimo de los Guzmán que participó en la Guerra de los Mil Días, cuando lo arrastraron a la montonera de muertos, llevaba colgada del hombro la mochila y el calabazo de aguadulce y sus alpargatas estaban salpicadas de sangre y pólvora. Era el segundo de la familia que moría en el que llamaban con respeto campo de batalla porque al primero lo mató el vómito negro o fiebre amarilla cruzando el alto del Cauca en las fifilas de Uribe. Cuando Benedicto tenía diez años, escuchó que su padre vio con sus propios ojos —que se los ha de

tragar la tierra— el cadáver de un héroe de verdad, llegar a Bucaramanga: Eduardo Pradilla Frasser, con una tronera en un ojo, vistiendo zapatos guayos de piel de caballo y un sombrero tejano de cuero afeitado; muerto en momentos en que iba a la cabeza de sus tropas, en campo descubierto, en su moro azul, cruzado el cuerpo con una banda roja, espada en mano, erguido y gallardo, gritando, ¡viva el Partido Liberal, viva la revolución, arriba muchachos que el triunfo es nuestro! Por eso cuando les mostraron a los Generales, en la plaza del Líbano, comentó a sus hermanos que esos güevones ni siquiera habrán visto a los que sí mandaban en las guerras. Él sí sabía historias de la guerra y sabía de Generales. Cuánto les apuesto que no conocen un billete como éste, y sacó del carriel uno, pequeño, que emitió el general Gabriel Santos Vargas cuando fue nombrado

en Bucaramanga Presidente Provisional de la República y Supremo Director de la Guerra en 1899. ¡Qué van a saber de guerra esos generalitos! Las disputas de Echeverri y Sandoval en El Líbano, con conatos de guerra, duraron muchos años. Sólo se unían, dispuestos a todo, cuando sus propiedades estaban en peligro, como ocurrió en 1929, en el

levantamiento campesino donde los Guzmán se involucraron. No aprendieron la lección de su padre y ya eran conspiradores contra los mandamases. Hijo de tigre sale pintao. Estaban aislados del país por falta de carretera, la que se abrió en 1936, cuando los Guzmán ya tenían casa propia y parcelas en arriendo. Algunos afirmaban que el angosto camino, un poco más ancho que uno de herradura, detuvo el desarrollo artesanal porque el estar abandonados del mundo estimulaba industrias que después se acabarían por la llegada de otros empresarios. Para desembotellar el pueblo, el general Sandoval y su hijo se lanzaron a la aventura de construir un tranvía eléctrico utilizando la fuerza del río Lagunilla que pasaba cerca. Benedicto y sus hermanos salieron al parque central a festejar la noticia en medio de chorros

de humo y estruendos de voladores. Lo único que quedó de la empresa fue la revista Tranvía al Líbano y, del sueño de romper el aislamiento, el fracaso. La ilusión de los carros en el pueblo se cumpliría dieciocho años después de que Marco Aurelio Peláez llevó a lomo de mula las piezas de un automóvil y lo armó a la vista de todos, en esa tarde memorable de 1918 cuando algunos tuvieron el privilegio de dar vuelta completa a la plaza principal. Desde 1910 transitaban por Bogotá los Ford pero ellos no tenían por qué saberlo. La algarabía fue más grande que la del año anterior cuando desde el puerto de Honda viajó con su arrieros y vendedores extranjeros, don Pedro A López, llevando el primer generador eléctrico al Líbano. Hubo fuegos artificiales — castillos de guadua y pólvora—, verbena y borrachera colectiva. Don Pedro A López, el mismo negociante en café que construiría un edificio — con su nombre— en Bogotá, de seis pisos, en la Avenida Jiménez de Quesada, destinado a oficinas

y a su banco privado; padre y abuelo de dos futuros Presidentes de la República de Colombia. Poder y negocios, política, fortuna y violencia. La confianza de los cafeteros en los Guzmán creció rápido. Comandaban el transporte del grano arábico en costales, sobre mulas y bueyes, encabezando las recuas adiestradas que empujaban por los senderos enlodados, desde lo alto de la cordillera hasta el comienzo del llano del Tolima, a San Lorenzo de Armero primero y, después de recorrer las zonas ganaderas, penetrar al puerto de Honda, lamido por el Río Grande de La Magdalena que atravesaba a Colombia de sur a norte, desde el Páramo de las Papas, hasta Bocas de Ceniza, en Barranquilla, después de serpentear más de mil quinientos kilómetros para morir en el Océano Atlántico. El cargamento que los Guzmán llevaban con esmero continuaba el viaje en barcos mercantes hacia Estados Unidos y Europa. Los sacos de café que

salían del Líbano a lomo de mula llegaban a países lejanos, integrándose al mercado mundial, como el tabaco de Ambalema, transportado en champanes que navegaban por el mismo río, hasta los labios exigentes de Winston Churchill, en la Gran Bretaña. Después de dejar los bultos, se amarraban a las enjalmas productos acabados que transportaban al Líbano y consumían cosecheros y familias como parte de pago de sus salarios. Negocio redondo para los patrones, se oía decir en los campamentos. Es lo mismo que hacen en la zona bananera. Todo se permitieron los más jóvenes de los Guzmán, Yesid y Sigifredo, menos montarse en el cable aéreo entre Mariquita y Manizales —los setenta y dos kilómetros, el más largo del mundo— donde los aventureros contaban la hermosura del paisaje desde lo alto de los abismos que iban perdiéndose mientras coronaban la cordillera y veían los tres picachos blanquecinos de los nevados, El Ruiz, El

Tolima y El Santa Isabel. El mismo cable aéreo que asaltaba Reinaldo Palomo Aguirre para arrojar los cargamentos a los campesinos desamparados y quedarse con el botín y las bolsas del correo con el dinero que enviaban a Manizales. El bandido legendario subía a las enormes torres de hierro y saltaba al cable para apropiarse de la carga. Los dos hermanos menores de Benedicto hicieron apuestas para arriesgarse a las vagonetas pero cuando una cayó al abismo y murieron todos los pasajeros, dejaron la valentía detrás de los comentarios de fantasmas y voces en los precipicios que acompañaban la del capitán del barco inglés que debía traer la última torre y que fue hundido en las aguas del Atlántico por un submarino nazi. Como la torre nunca llegó en sus cajas de madera, los ingenieros debieron construirla con árboles, cedros, abarcos, cominos y laureles, mil quinientas piezas de rompecabezas unidas para elevarse cincuenta metros, empotrada en la población de Herveo hasta

1973 cuando se llevaron la chatarra y no perdieron el tiempo desarmando unos palos con vestigios de brea y tiempo. Los Guzmán preferían las recuas para bajar a Armero, Mariquita y Honda y embarcar la cosecha. Al arribo de los recolectores de enganche, o andariegos, el pueblo tomaba una dinámica de fiesta en cantinas y billares. Camilo Guzmán demostró su capacidad como organizador y al poco tiempo fue ascendido a tablonero o contratante de cuadrillas. La dictadura de las enjalmas y las mulas perduró por algunos años y los Guzmán, desde su modesta posición de campesinos y arrieros, participaban en el trabajo y el mercado. Mientras en Bogotá los políticos y comerciantes seguían festejando la danza de los millones, los dólares provenientes de la venta de Panamá y los créditos extranjeros, los campesinos se daban cuenta de que los jornales

ya no alcanzaban para vivir. Les propusieron a Benedicto y a sus hermanos dejar las cosechas y viajar a construir carreteras y ferrocarriles donde la paga era el doble. ¿Qué lo ataba a ese pedazo de cordillera? Quizás la gente que los asumía como parte de sus historias, o sus dos hijos vivos —como si hubieran nacido allí— o sus tres hermanos con novias en el pueblo. El tren y los carros: el futuro. Cuando preparaban los baúles para trasladarse a Antioquia, una asamblea de trabajadores cambió la decisión. Los artesanos y campesinos buscarían la forma de tomarse las fincas y el gobierno. El espíritu aventurero de muchos de sus compañeros los contagió. Otra fuerza invisible. Cuando empezaron a encarcelar a vagos y mendigos, el grupo campesino creció de tal manera que fue repartido para evitar sospechas. Don Benedo —como también le decían al mayor de los Guzmán— al darse cuenta de que las reuniones

clandestinas estaban orientadas por el recién creado Partido Socialista Revolucionario, dejó atrás la tradición como liberal y se alistó, junto con su familia, a la militancia de campesinos y artesanos. No se destacaba entre los tabloneros, jornaleros y pequeños productores pero lo distinguían todos, incluidos los tenderos y los dueños de los puestos en la galería. Se sentían como parte de los pioneros, los hombres del hacha y la barbera que descuajaron montañas y terrenos semibaldíos sin importarles los pleitos posteriores, trabajando mientras los alegatos de los tinterillos llenaban papeleos. Querían ser sus propios jefes y trabajar su propia tierra, como lo hicieron los primeros hombres al mando de otro General de las guerras civiles: Isidro Parra, el fundador. En pequeñas asambleas escogieron a los que irían como oyentes a la Convención Liberal de Ibagué, para reconquistar el poder en Bogotá. Algunos de

sus amigos y compadres trataron de disuadirlos y les mostraron el semanario católico El Carmen donde advertían a los trabajadores: los liberales del Tolima quieren fomentar en la católica nación de Colombia el protestantismo y la masonería. Los masones adoptaron como ídolo a Baphomet, el que tiene la pequeña cabeza de cabra. Sin darse cuenta, de reunión en reunión, ya formaban parte del movimiento bolchevique liderado por el zapatero Pedro Narváez. El memorial al Congreso Nacional con la firma de veinticinco socios y diez y ocho campesinos, apoyados por los zapateros de Bogotá —donde figuraba Benedicto Guzmán— era la constancia de sus protestas. En el documento se pedía la defensa de la industria del calzado nacional ante la llegada de los zapatos extranjeros. El antecedente, la huelga del 10 de abril de 1919 de los artesanos contra el presidente Marco Fidel Suárez, que compró botas y overoles

a los Estados Unidos, los animaba a la lucha por el derecho al trabajo y a la empresa. El silencio a su comunicación los hizo pensar en organizar un alzamiento para hacerse sentir en su pueblo y el país, respaldado por el Partido Socialista Revolucionario con líderes como María Cano, La

flflor del trabajo. No había marcha atrás, estaban dispuestos para lo que la dirigencia ordenara y, tomar las armas, era la alternativa que siempre se manejaba para ejercer el poder. Benedicto y sus hermanos dijeron estamos listos, cuando Narváez les preguntó si se la jugaban toda.