Abasto a su gusto Los centros comerciales de Buenos Aires parecen ser los lugares más concurridos por aquellas personas que buscan distraerse un domingo en familia. También parece ser el lugar odiado por los enoclofóbicos, si nos enfocamos en la cantidad de gente que se mueve a diario por sus pasillos que no ven la luz del sol. Con sus infinitas vidrieras y varios pisos para recorrer, el Shopping Abasto no es la excepción. Queda poco de aquel mercado de 1889, dedicado a vender frutas y verduras, que alguna vez cerró sus puertas y se impregnó de silencio. Hoy, un moderno edificio de cuatro pisos abre cada día, y el bullicio que alguna vez recorrió aquel terreno parece revivir en estos relucientes pasillos. En el cuarto piso, contando el subsuelo que se conecta con el subterráneo, se encuentra el patio de comidas. La variedad de platos que aquí se ofrece es amplia y relativamente económica para el bolsillo de la clase media argentina. Un puesto se ubica al lado del otro, y en el centro, decenas de mesas se encuentran disponibles para el uso de los comensales. Tal vez sea el frio de agosto que azota la ciudad lo que concentra tantas personas bajo un mismo techo. Son las siete de la tarde, y parece ser el horario en el que el patio llega a su auge. Una chica de mameluco recoge la basura de las mesas. Cientos de personas van y vienen, algunos se frenan a comprar comida, otros buscan una mesa o simplemente esperan. Solos, acompañados, en familias o con amigos; cada mesa es un mundo aparte. Pero no todos son personas, en este bullicioso lugar también pasean palomas. Nadie sabe cómo entraron pero allí están. Recorren el suelo en busca de sobras, y acostumbradas a ver gente, parecen haber perdido su instinto animal de defensa. Si bien el nombre es “patio de comidas”, algunos no necesitan que la comida sea el motivo de su encuentro. Ubicados en el centro del lugar, un grupo de trece jóvenes se sientan en ronda. La mayoría viste de negro, y aunque suene algo supersticioso, no parece serlo. El cuero es protagonista, acompañado por
llamativos colores de pelo y cortes poco convencionales. Probablemente los unan sus gustos musicales, o hasta alguna serie o juego online. Sobre algunas de sus mochilas se dejan ver pins de anime, los cuales terminan de aclarar el motivo de su reunión. Parecen felices y absortos por la charla. A su alrededor, un joven con ropa sucia y maltratada reparte pequeños papeles por las mesas en busca de alguna limosna. Casi automáticamente, es interceptado por un guardia de seguridad que lo obliga a retirarse: “Muchacho, ¿perdió algo? Por favor”. Con mala cara, el chico va recogiendo los papelitos a su paso, mientras que el guardia lo observa con ojos severos. El resto de la gente no parece percatarse de lo sucedido, o simplemente no demuestran interés. Las conversaciones siguen su curso, y el último álbum de Taylor Swift suena de fondo en los parlantes del lugar. Rondando las ocho de la noche, otra chica de mameluco gris pasa a recoger los restos de comida. Los logos de dos marcas protagonizan cada papel que levanta y no es sorpresivo. La publicidad dominante en cada afiche que cuelga de los altos techos es la de Burger King. Las ofertas que ofrece esta cadena de comida rápida parecen dar resultado, ya que la mayoría de las personas en el patio consumen sus combos. Sin embargo, la firma rival McDonald’s consigue la misma cantidad de ventas sin la necesidad de tanta promoción. Es claro que la demanda de los consumidores orbita entre estas dos multinacionales, dejando a los demás locales con escasos compradores. En una mesa ubicada hacia la izquierda, una pareja de aproximadamente cincuenta años de edad come hamburguesas de McDonald’s. La mirada de la esposa se pierde en el aire, mientras su marido mantiene la vista fija en su celular. Tres mesas a la derecha, un grupo de nueve amigos conversan. Sin embargo, tres de ellos no lo hacen con los presentes; su atención está también puesta en aquel aparato absorbente. Uno de ellos incluso lleva auriculares. La presencia de algunos parece ser solo física mientras que su interés se encuentra en lo que hay detrás de una pantalla. A pesar de ello, el silencio de algunas mesas es contrarrestado por el gran bullicio de otras.
En otra zona del patio unas veinte personas celebran, dos mujeres tomadas de la mano se dan un beso, todos sonríen. Mientras un hombre sirve gaseosa para los presentes, llega una torta con varias velas encima y un cartel que dice “feliz cumpleaños”. De pronto, la cumpleañera es elevada en su silla por dos chicos y todos empiezan a cantar acompañando con palmas. El festejo se contagia rápidamente a otras mesas, y al cabo de unos minutos se pueden escuchar aplausos desde todos los rincones de patio. Una vez que el ruido se aplaca, una chica retoma su lectura. Todo vuelve a la normalidad. Alrededor de las nueve de la noche, el lugar se va despejando. Ahora son más los empleados de limpieza recogiendo basura, y las desesperadas palomas se apuran a comer restos de comida que quedaron en el suelo. Poco a poco el silencio cobra protagonismo. El gran centro comercial de la ruidosa Buenos Aires cerrará sus puertas en un par de horas. Todo indica que es tiempo de volver a casa.
Carolina Micale