OPINIÓN | 31
| Sábado 26 de enero de 2013
Por qué duele el amor Eduardo Fidanza —PARA LA NACION—
E
s un tópico que ayuda a llenar espacio en los medios cuando no hay noticias, especular si en verano el amor renace o adquiere formas nuevas. La crónica ofrece variaciones. Se dice que ésta es la época del año para ensayar relaciones livianas y pasajeras, sin las presiones de la ciudad, el trabajo y el apuro. Pero también se afirma que es una oportunidad para que las parejas estables recuperen el impulso del deseo, libres de los agobios de la rutina. Por debajo de la laxitud estival, subyace el anhelo de amar y ser amado, de acceder a emociones desconocidas u olvidadas, de participar en la aventura más significativa de la vida privada contemporánea. Contradiciendo dramáticamente esa versión afable del amor, el relato periodístico presenta otra vertiente: los espantosos crímenes de género. En las últimas semanas se informó de varones que asesinaron a sus mujeres embarazadas, quemaron a sus pa-
rejas, las golpearon hasta matarlas. Así, en los mismos días el ámbito de las relaciones afectivas suscitó la trivialidad y la tragedia: desde las relaciones light hasta las más aberrantes expresiones de la dominación de un sexo sobre el otro. El tema del amor y el desamor atraviesa estas realidades, abismalmente distintas, pero posibilitadas por un encuentro elemental: el de una mujer y un varón vinculados afectivamente, interpretando lo que ellos consideran que es el amor, de acuerdo con la educación y las expectativas socioculturales. En Por qué duele el amor, un libro publicado en Buenos Aires el año pasado, la socióloga marroquí Eva Illouz desarrolla un extenso estudio de los condicionantes de la vida sentimental, cuya lectura ofrece claves para entender los modos que adquiere el sufrimiento amoroso en la actualidad. La autora ciñe con precisión el enfoque y los límites de la investigación, que pretende ser una
explicación sociológica de las desventuras del amor. Adopta una perspectiva femenina y localiza su análisis en las clases medias urbanas y en los vínculos heterosexuales. Más allá de la cuidada fundamentación, el aliento de Illouz excede el marco académico: ella cree que entender el sufrimiento ayuda a mitigarlo. Su abordaje del padecimiento amoroso encierra una intención terapéutica y reparadora que expresa el epígrafe de Emily Dickinson en el último capítulo: “Si pudiera impedir/ que un corazón se rompa/ no habré vivido en vano”. La explicación sociológica del sufrimiento sentimental se asienta en un trípode: los actuales modos de elección de pareja, la competencia entre la sexualidad autónoma y el matrimonio, y las nuevas formas de reconocimiento y otorgamiento de valor en las relaciones afectivas. La tesis de Illouz es inquietante y polémica: la amplia libertad de elección amorosa moderna, el énfasis en
escasa en relación con la creciente demanda de mujeres que desean vínculos duraderos. La modernidad encierra la tragedia –a veces incruenta, otras veces mortal– de la libertad. Es un logro y una servidumbre. Y eso lo refleja el amor en sus extremos: dolor y realización, desapego y pasión, salvación y crimen. En la respuesta a por qué duele el amor se cifra una explicación de nuestros dramas y esperanzas. La sociología del amor nos muestra que una paradoja atraviesa la afectividad moderna: el deseo y el compromiso se debilitaron, justo cuando disponemos de capacidad de elección y permiso para gozar, y sabemos el valor de lo amoroso para sostener el yo. Acaso ésa es la cuestión a pensar. Porque el amor, según enseña la historia, reaparecerá una y otra vez como apuesta y desafío. Y encontrarlo seguirá otorgando sentido a nuestras vidas. © LA NACION
el placer sexual y la centralidad de ser amados para tener reconocimiento concluyen en distancia emocional y desigualdad entre los sexos. El varón parece contar aquí con ventajas decisivas: su atractivo cada vez está más desligado de la edad, su “éxito” sexual no es mal visto, la biología lo releva de los deberes de la maternidad, su valor social depende del ingreso económico antes que del amor. En definitiva, la sexualidad “acumulativa” (un modo de nombrar el devaneo erótico) le sienta mejor y le conviene más. La mujer, aunque a veces lo imite, se define en última instancia por un erotismo “exclusivista”, ligado al compromiso y las relaciones estables. La humorística queja femenina acerca de que “no hay hombres” condensa este drama y significa, en términos sociológicos: en el mercado de los intercambios sentimentales la oferta de varones libres, dispuestos a comprometerse y que cumplen ciertos requisitos de personalidad y educación, es
El autor es sociólogo, director de Poliarquía
Tanto celo historiográfico no anula la perturbación real, que es la rentabilidad. De ahí que el Gobierno esté intentando, como artesano, recomponer la situación de algunos sectores. Hace dos viernes, Débora Giorgi despotricaba delante de unos 40 ejecutivos contra Volkswagen y Renault. La ministra de Industria las veía algo remolonas para fabricar con componentes locales y amenazaba con no dejarlas importar. Hay que reconocerle a Giorgi la fe de los conversos. Lo acreditan no sólo su léxico inaugural de ideologemas nacionales y populares o haberse aprendido la letra del canto “Vengo bancando este proyecto” para los actos, sino también su aspereza en el trato con ejecutivos a quienes a veces les resulta más hostil que Moreno. “Son distintos –se explayó alguien que sufre a ambos–. Moreno es un tío solterón que te caga a pedos porque no saliste con una mina; Débora es más agresiva.” Ese viernes le tocó al fabricante de autopartes Norberto Taranto, que aprovechó las críticas de la ministra para agregar que Fiat no le estaba comprando como pretendía. Giorgi lo frenó: le recordó que, en el momento en que él adquiría la cordobesa
Matricería Austral, ella le había pedido evitar el concurso preventivo y él desobedeció. Taranto no contestó. Pero ya es casi un estilo consolidado. Días antes, en otra reunión, Lorenzo Baccanelli, líder de la polimetal Brembo Argentina, había recibido un reto similar. Protestaba por la demora en la tramitación de declaraciones juradas anticipadas de importaciones (DJAI) y Giorgi le objetó, delante de todos, que estuviera importando “a precios subsidiados de Brasil”. Como a Volkswagen y a Renault, le advirtió: “El que avisa no traiciona”. La ironía es que esa transmutación de la ministra la identifica justamente con el funcionario que la cuestiona a sus espaldas. “Giorgina”, la llama Moreno ante empresarios, y no pierde ocasión para recordar el paso de su colega por la Alianza: “Esta es de las que se fueron en el helicóptero”, repite. Un típico entretenimiento de Moreno. Teatralidad, internas y referencias al pasado permiten distenderse por un rato ante tribulaciones que, por las dudas, y menos delante de la Presidenta, será mejor ni mencionar.
empresarios & cÍa
Una palabra prohibida está en boca de todos Francisco Olivera —LA NACION—
H
ay una palabra en la que sin quererlo vienen cayendo, como si fuera una trampa, dirigentes sindicales, empresarios y funcionarios cada vez que se encuentran con la Presidenta: inflación. Quien la diga se expondrá entonces a recibir de la jefa del Estado una mirada tan fría que, probablemente, acabe por convencerse de la inconveniencia de haberla proferido. El último en entenderlo fue el presidente del Banco Nación, Juan Carlos Fábrega, uno de los principales consejeros económicos que tiene Cristina Kirchner. Fue hace unos días, durante una reunión a la que había sido convocado junto con su par del Banco Central, Mercedes Marcó del Pont, y ante una anfitriona impaciente. El dólar blue estaba ya en su pico en años y la jefa pedía una solución para el cepo cambiario al que no nombra, pero en el que, cree, la han enfrascado. “Ya sé, Juan Carlos, que vos no estabas de acuerdo”, atenuó. Fábrega, uno de los funcionarios más respetados por empresarios y banqueros, habló entonces de la necesidad de tener un “plan antiinflacionario” y aumentó así la tensión del ambiente. Quienes frecuentan estas reuniones no se ponen de acuerdo en el porqué de la irritación que el tema provoca en la Presidenta. Hombres de negocios y sindicalistas dicen que ella no comparte, ni siquiera en su fuero íntimo, la idea de una inflación del 25% anual. Ahí empieza el diálogo de sordos. Algún mérito habrá que atribuirle al respecto a la prédica de Guillermo Moreno. Es cierto que el secretario de Comercio Interior suele ser bastante más explícito en su postura. El 10 de diciembre, en una reunión organizada por el empresario Rubén Cherñajovsky con sindicalistas y ejecutivos en la secretaría, fue más crudo que nunca. “No me vengan con el tema Indec”, empezó, y desafió a los gremios a que le confeccionaran el índice que se les antojara, como por ejemplo una canasta de alimentos por calorías. “Tienen de testigos a los supermercados, que están acá. Ningún índice les va a dar más de 10 por ciento anual”, dijo, y aclaró que debían dejar afuera a los artículos premium. He ahí otro desencuentro: tal como lo afirmó esta semana en Radio Nacional, Moreno juzga premium al queso Port Salut. “No me incluyan un
whisky escocés”, exageró aquella mañana. La discusión viene a cuento porque, por primera vez desde 2002, el empresariado entero empieza a tomarse en serio la escalada de precios. Hasta diciembre, una porción importante de ellos parecía ignorarla mientras las ventas internas –fogoneadas en algún caso por el cierre de las importaciones– siguieran en alza. Pero fallaron varios cálculos. El más grosero: la creencia de que la Casa Rosada sería capaz de convencer a Antonio Caló, líder de la CGT oficialista, de no pedir aumentos salariales superiores al 20 por ciento. La pretensión de un 30% en los docentes y la idea de discutir dos veces por año que soltó Hugo Moyano cerraron esta semana el círculo del espanto. Pero había que estar, por ejemplo, el día de Nochebuena entre los banqueros mientras negociaban una paritaria que todavía no logran acordar. Y soportar el tono con que Cristina Kirchner en persona les insistía, en el teléfono, no dar más del 20%. La solución fue provisional: 1700 pesos adicionales por mes hasta marzo y a seguir conversando. Fue también tema de conversación el sábado en Narbona, el complejo que Eduardo “Pacha” Cantón abrió en Punta del Este y donde Jorge Brito, dueño del Banco Macro, agasajó a varios de sus pares argentinos, brasileños y uruguayos. Estaban los industriales José Ignacio de Mendiguren y Miguel Acevedo, Adelmo Gabbi (Bolsa de Comercio) y los banqueros Jorge Stuart Milne (Patagonia), Eduardo Escasany (Galicia), José Luis Pardo (Mariva) y Norberto Peruzzotti (Asociación de bancos de capital nacional). Ni la magnífica picada que se sirvió como entrada en la bodega ni los perniles de cordero, cerdo y vaca que llegaron después a cielo abierto distrajeron de la obsesión por las paritarias. Todos se juegan demasiado. El Gobierno, el éxito del modelo. Los empresarios, suavizar la erosión que desde hace tres años viene sufriendo su competitividad como
consecuencia de la inflación. No es casual que la última advertencia de Mendiguren sobre un nuevo Rodrigazo haya desencadenado un vendaval. El líder de la Unión Industrial Argentina (UIA) pareció ensayar una carambola doble y riesgosa: su mención compendiaba la inquietud de sus pares y aludía, al mismo tiempo, a la gestión de José Gelbard, el referente intelectual, económico y hasta psicológico de Moreno, funcionario que exhorta desde hace tiempo a los empresarios a “vaciar la UIA” e irse a la CGE, a la que pretende unificar con Cgera. Ambas cámaras tienen con el secretario un vínculo inmejorable. Fue Miguel Fernández, líder de Cgera, quien primero objetó a Mendiguren: “El Rodrigazo tiene unos antecedentes muy distintos en comparación a lo que sucede actualmente. Es frecuente que los sectores más concentrados de la economía culpen a la política de industrialización y concertación entre sindicatos y empresarios llevada a cabo por José Gelbard”, dijo en un comunicado en el que aclaraba que, en rigor, “el real antecedente” del Rodrigazo había sido quien predeció a Celestino Rodrigo, Alfredo Gómez Morales.
Una mala praxis que no debilita al periodismo Pablo Mendelevich —PARA LA NACION—
S
i hubiera que graficar un ejemplo cruel y a la vez grotesco de mala praxis médica tal vez podría pensarse en un traumatólogo que le amputa al paciente la pierna equivocada, error difícil de explicar, alguna vez registrado. Sin embargo, las consecuencias de semejante atrocidad serían todavía muchísimo más graves si encima el suceso combinase cuatro condiciones: que se trate de un médico de gran prestigio, que el paciente sea una figura mundial muy polémica, que se demuestre que el diagnóstico de amputación también estaba equivocado y que el episodio suceda en medio de un gran debate acerca del mercantilismo de la medicina profesional, cuestionada por una vigorosa corriente ideológica hasta en su razón de ser. Algo así acaba de suceder en el campo de la prensa con la foto trucha de Hugo Chávez intubado que el diario El País publicó, de manera inexplicable, sin chequearla antes en forma certera. Aparte del retiro de la fotografía de la Web, la reimpresión de la edición y un inevitable pedido de disculpas a los lectores, no faltó nada para que el epi-
sodio resultara más agrio. El propio fraude le impidió al diario respaldar con autoridad su idea de que en esta ocasión se justificaba la violación de la intimidad de una persona postrada en terapia intensiva. Para los estándares habituales de El País, en las antípodas del amarillismo, esa foto era impublicable quienquiera que fuese el fotografiado. Lo reconoce el diario, en forma indirecta, al relatar que “la publicación de un enfermo intubado y convaleciente en un hospital fue largamente debatida” por los editores, quienes por lo visto estaban demasiado concentrados en el problema del tono de la foto y muy poco en el de su autenticidad. Cita el comunicado de El País el precepto de su Manual de Estilo que dice que “las fotografías con imágenes desagradables sólo se publicarán cuando añadan información”. Pero esta foto no sólo contenía imágenes desagradables, sino que afectaba, al menos en forma teórica, el derecho a la intimidad de Chávez y el de sus familiares. Los editores decidieron, con mal criterio, que Chávez se merecía una excepción. Y efectivamente el hecho resultó excepcio-
nal, pero no respecto de lo íntimo o lo macabro de la imagen, sino del tipo de periodismo que El País practica en forma cotidiana. Justamente por eso cuesta entender todavía cómo pudo fallar el mecanismo de chequeo de un material periodístico tan importante. Los cirujanos y los periodistas profesionales tenemos por lo menos tres cosas en común. Sólo podemos hacer nuestro trabajo si media la confianza pública y estamos obligados a respetar con el mismo desvelo los derechos de todos los seres humanos, ya sean pacientes o sujetos de noticias. La tercera característica compartida se refiere al tremendo impacto que produce la mala praxis, devastadora, lacerante, pero de erradicación imposible. En buen romance: no es ésta la primera vez que un medio grande mete la pata ni tampoco será la última. Lo cual no pretende ser un atenuante, sino una contextualización. Recuérdese cuando The Washington Post tuvo que devolver un Premio Pulitzer tras publicar la historia de un chico heroinómano que en verdad no existía o cuando la revista alemana Stern pagó con las cabezas de sus edito-
res –y con la cárcel para un periodista– el haberles dado crédito a los diarios de Hitler, escritos en realidad por un falsificador profesional pro nazi. El último de la larga lista de graves errores periodísticos –más larga de lo deseable– fue el semanario Der Spiegel, que en diciembre publicó el obituario de George Bush padre. La confianza pública, desde luego, sale lastimada de estos episodios e inevitablemente una cuota del descrédito individual salpica al conjunto. Pero a nadie se le ocurriría proponer la abolición de la medicina para acabar con la mala praxis, ni siquiera bajo la evidencia de que los yerros de los médicos se reiteran cuanto más prevalece el costado mercantil del sistema de salud. Convencidos de estar en una guerra contra los medios que no controlan, los gobiernos de la Argentina y Venezuela, sin embargo, aprovecharon el grave episodio de la foto trucha de El País para enriquecer la jactancia militante: su deseo no es que en adelante la prensa se ponga más estricta con lo que publica o deja de publicar, sino que sea sustituida por usi-
nas y medios oficiales o paraestatales. Cristina Kirchner mostró ser una mujer con reflejos. No tardó en comunicar el jueves mismo que luego del desayuno le había quedado “el estómago hecho un nudo” por culpa de El País, un malestar que, a juzgar por su silencio de entonces, ni siquiera le habían causado las tragedias de Cromagnon y de Once. A renglón seguido mezcló todo: equiparó la malicia de “el/la que armó la foto” con “el editor que autorizó la publicación” para desembocar en que “es igual en todas partes”, ya que aquí tenemos “el Clarín” (sic) de Héctor Magnetto. Además de los gobiernos que consideran a la prensa un enemigo está la disputa de prerrogativas con las redes sociales, cuyo auge viene obligando a los medios a reforzar las cualidades que aun en el siglo XXI les dan sentido. En primer lugar, la verosimilitud de lo que editan, exigencia que ni los usuarios de Facebook o de Twitter tienen. Los dos errores superpuestos de El País no pudieron ser más inoportunos ni elegir una víctima menos indicada. © LA NACION