ANTICIPO | CUENTO
Sangre en la boca El relato que se reproduce en esta página –una historia protagonizada por personajes marginales y narrada en clave realista– integra el libro El otro lado, que Edhasa distribuirá en estos días POR JORGE CONSIGLIO
E
stoy corriendo como un animal. A toda la velocidad que me dan las piernas. Voy bajando por Roca hacia el río. El desnivel de la calle me ayuda pero también les da ventaja a los tres imbéciles que vienen detrás de mí desde la esquina del Imperial. Corro como un caballo desbocado y noto que me crece en el costado un dolor negro que me roba el poco aire que me queda. Me lleno de terror: sé que si aflojo se me acaba la vida. O, peor, empiezo con otra cosa que es peor que la muerte. Entonces, trato de olvidarme del puto dolor y me digo: Corré, hermano, corré, corré que te tragan las fieras, no aflojes, corré, corré carajo. Y, por un momento, aunque yo mismo no termino de creerlo, imagino al sucio de Molina, con su cara ovalada llena de granos, diciéndome que ninguna repetición dice lo mismo. Cruzo Chilavert a todo lo que da y no me atropella un auto azul porque el tipo que lo maneja tiene reflejos y me esquiva. Así que sigo dándole con alma y vida y a mitad de cuadra alcanzo a ver medio escondido por la gomería el tronco quemado que usamos como punto de reunión. En ese lugar, hace un par de veranos, conocí a Clavo. Aquella vez me pareció más alto de lo que después comprobé que era. Tenía un águila tatuada en el hombro y un gesto de asco en la cara que no se le borraba ni con medio kilo del mejor grass. Llevaba dos argollas enormes colgando de las orejas. Decía que se las había regalado un gitano que adivinaba la suerte. No sé. Nunca se sabe. Clavo hacía poco había llegado al barrio. Venía desde Trelew. Vivía en el cuarto piso del Alcorta con una gorda que se vestía de negro y que tenía un hermoso par de tetas bizcas. Le decían Carola, a la gorda, digo. Y Clavo la maltrataba no bien podía. Una madrugada, le rompió dos dientes con el pico de una botella. La vez que lo conocí, Clavo fanfarroneaba con la plata que tenía encima. Me acuerdo de que esa misma noche
ILUSTRACIÓN, RODOLFO FUCILE
nos fuimos de caravana bancados por él. Éramos seis contando a la gorda y anduvimos de un boliche a otro hasta que se hizo de día. Nos tomamos todo lo que encontramos. A las ocho menos cuarto, cuando volvimos, apretó a Emilio contra la pared de la farmacia porque se le cantó hacerlo. Lo agarró del cuello y le dijo que los enemigos son la sal de la vida. Después, miró a la gorda que no paraba de reírse y le puso un golpe en el cuello. Sigo corriendo con el dolor a cuestas. Llevo pegada al cuerpo la remera de Iron Maiden que me regaló Finito. Está manchada de sangre y un poco rota; pero no me importa, al contrario, de ahora en más va a ser mi remera de combate. Verdadera ropa heavy. Pienso esto porque tengo miedo. Estoy cagado de miedo. Soy así: me la aguanto mejor cuando imagino pavadas. Ahora, veo al tintorero parado en la puerta del negocio. Se llama Kabuzaki o una mano parecida. Es un cagón hijo de puta. Me señala y le habla a un par de
viejas que lo escuchan como si fuera un sabio. Le debe estar contando de la vez que le rompimos la vidriera a piedrazos. Me acuerdo de que el tipo corría de un lado a otro gritando pero no se acercaba. Clavo le dijo: La próxima te quemamos el boliche. El tipo lloraba como una nena. Hay gente que merece que le pinten la cara. Yo, a este Kabuzaki, le hubiese dibujado un paisaje de los almanaques que regala para fin de año. Ya estoy en la cuadra de la plaza. Todo está como debe estar: los chicos en los juegos, los jubilados en los bancos, el prócer en la estatua. Voy atravesando una postal cotidiana. El dolor, ahora, parece que sube y es un caldo ácido que me llega a la boca. Escupo. En una fracción de segundo, distingo el árbol detrás del que se paraba Clavo a esperar a los distraídos de los que vivía. Una vez dijo que se había pasado un par de años en Batán. Yo sé que mintió. El que estuvo preso habla para adentro, como si no quisiera que lo escucharan, como si le preocupara más recordar que decir.
Un tipo alto con cara de botón me sale al paso y trata de agarrarme. Yo vengo con un envión tremendo y el tipo termina desparramado en el piso. Que se cague, el infeliz. Veo el momento exacto en que una mujer se tapa la boca con una mano y con la otra agarra a su hijo. Soy una amenaza. Un relámpago. La voz del diablo, como diría Molina. Dentro de mi cabeza suena el riff de Doubleback. La guitarra de Gibbons me intoxica y casi me olvido de que me persiguen tres muñecos mal pagos que, a esta altura, deben haber perdido la paciencia. Doblo por la avenida y ya no tengo casi aire. Me faltan unos cien metros para llegar a la estación. Si llego me salvo. Un viejo que parece un buey, con una papada roja, me mira y hace un gesto con la mano. Yo tenía un gato que era tan blanco como el pelo de este maldito viejo. Era un bicho grande, de pelo largo. No lo llamaba de ninguna manera. Los gatos no deben tener nombre. Va en contra de su naturaleza. Todas las tardes, el gato comía la carne que yo le dejaba en el fondo de la carpintería de Juanjo. Me conocía bien. Cuando me acercaba, se enredaba entre mis piernas. Me lamía las manos. El gato, ahora, está muerto. Lo mató Clavo ayer a la tarde. Dijo que quería probar la puntera de acero de sus borceguíes. Me lo contó él mismo hace unos quince minutos. Yo sonreí, miré el suelo y sacudí la cabeza negando. Clavo me dio un palmazo en el hombro en señal de amistad. Dije: Está todo bien. Así dije: Está todo bien, hermano. Y antes de que él pestañara, le perforé el pecho con el tramontina con que le cortaba la carne al gato. A Clavo se le aflojaron las rodillas y se me vino encima. Yo lo calcé de las axilas y lo empujé despacio hacia atrás. Todavía debe estar tirado sobre el aserrín con los ojos bien abiertos mirando las chapas del techo. Los gritos de la gorda me hicieron reaccionar y salí corriendo. Dije: Si llego vivo a la estación, zafo. Y ahora, sin aliento, con el dolor mordiéndome el costado, empapado en transpiración, siento debajo de mis zapatillas cómo el tren hace vibrar el terraplén. Sábado 8 de agosto de 2009 | adn | 13